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Este texto forma parte del libro «Adán y Eva en el Paraíso».
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—¡Bien tramado! —gritó Rostabal, hombre más alto que un pino, de larga melena, y con una barba que le caía desde los ojos rayados de sangre hasta la hebilla del cinturón.
Mas Guannes no se apartaba del cofre, desconfiado, arrugando entre los dedos la negra piel de grulla de su pescuezo, y al fin, brutalmente:
—¡Hermanos! El cofre tiene tres llaves... ¡Yo quiero cerrar mi cerradura y llevar mi llave!
—¡También yo quiero la mía, mil rayos! —rugió a seguida Rostabal.
Ruy sonrió. ¡Cierto, cierto! A cada dueño del oro pertenecía una de las llaves que lo guardaban. Y uno por uno, en silencio, agachado ante el cofre, cerró su cerradura con fuerza. Guannes, serenado, saltó en la yegua, y metiose por la vereda de los olmos, camino de Retortilho, echando a los ramos su cántica acostumbrada y doliente:
¡Olé! ¡Olé!
Sale la cruz de la iglesia,
vestida de negro luto...
En un prado, enfrente de la mata que encubría el tesoro (y que los tres habían devastado a cuchilladas), un hilo de agua, brotando entre rocas, caía sobre una vasta piedra excavada, en donde hacía como un estanque, claro y quieto, antes de escurrirse hacia el césped; y al lado, en la sombra de una haya, yacía un viejo pilar de granito, tumbado y musgoso. Allí vinieron a sentarse Ruy y Rostabal, con sus tremendos espadones entre las rodillas. Las dos yeguas pastaban la fresca hierba, pintarrajeada de amapolas y botones de oro. Por entre el ramaje volaba un mirlo silbando. Un olor errante de violetas endulzaba el aire luminoso. Rostabal, mirando al sol, bostezó con hambre.
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Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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