I
Sentado en una roca, en la isla de Ogigia, con la barba enterrada entre las manos, de las cuales desapareciera la aspereza callosa y tiznada de las armas y de los remos, Ulises, el más sutil de los hombres, consideraba, con una oscura y pesada tristeza, el mar muy azul, que mansa y armoniosamente rodaba sobre la arena muy blanca. Una túnica bordada de flores escarlata cubría, en blandos pliegues, su cuerpo poderoso, que había engordado. En las correas de las sandalias que le calzaban los pies suavizados y perfumados de esencias, relucían esmeraldas de Egipto. Su bastón era un maravilloso cuerno de coral, rematado en piña de perlas, como los que usan los Dioses marinos.
La divina isla, con sus roquedos de alabastro, los bosques de cedros y tuyas odoríficas, las eternas mieses dorando los valles, la frescura de los rosales revistiendo los oteros suaves, resplandecía, adormecida en la molicie de la siesta, toda envuelta en mar resplandeciente. Ni un soplo de los céfiros curiosos que brincan y corren por sobre el Archipiélago, desordenaba la serenidad del luminoso aire, más dulce que el vino más dulce, todo repasado por el fino aroma de los prados de violetas. En el silencio, embebido de calor afable, parecían de una armonía más fascinadora los murmullos de los arroyos y fuentes, el arrullar de las palomas volando de los cipreses a los plátanos, y el lento rodar y romper de la onda mansa sobre la blanda arena. En esta inefable paz y belleza inmortal, el sutil Ulises, con los ojos perdidos en las aguas lustrosas, gemía amargamente, revolviendo la quejumbre de su corazón...
Siete años, siete inmensos años, iban pasados desde que el rayo fulgente de Júpiter hendiera su nave de alta proa encarnada, y él, agarrado al mástil partido, desesperárase en la braveza mugidora de las espumas sombrías durante nueve días, durante nueve noches, hasta que boyara en aguas más calmas y viniera a parar en las arenas de aquella isla, en donde Calipso, la Diosa radiosa, le recogiera y le amara. Y durante esos inmensos años, ¿de qué modo se había arrastrado su vida, su grande y fuerte vida, que después de la salida hacia las murallas fatales de Troya, abandonando entre lágrimas innumerables a su Penélope, de ojos claros, a su pequeñín Telémaco enfajado en el colo del ama, fuera siempre tan agitada por peligros, y guerras, y astucias, y tormentas, y rumbos perdidos?...
¡Ah, dichosos los Reyes muertos, con hermosas heridas en el blanco pecho, delante de las puertas de Troya! ¡Felices sus compañeros tragados por la onda amarga! ¡Feliz él mismo si las lanzas troyanas le hubiesen traspasado en esa tarde de gran viento y polvo, cuando, junto a Faia, defendía de los ultrajes, con la espada sonora, el cuerpo muerto de Aquiles! ¡Mas no! ¡Vivía! Y ahora, cada mañana, al salir sin alegría del trabajoso lecho de Calipso, las Ninfas, siervas de la Diosa, le bañaban en un agua muy pura, le perfumaban con lánguidas esencias, le cubrían con una túnica siempre nueva, ora bordada a sedas finas, ora bordada de oro pálido. Entretanto, sobre la lustrosa mesa, erguida a la puerta de la gruta, en la sombra de las enramadas, junto al durmiente susurro de un arroyo diamantino, los azafates y las fuentes labradas desbordaban de bollos, de frutas, de tiernas carnes humeando, de peces centelleantes como tramas de plata. La intendenta venerable helaba los vinos dulces en las cisternas de bronce, coronadas de rosas. Y él, sentado en un escabel, extendía las manos para los perfectos manjares, en cuanto al lado, sobre un trono de marfil, Calipso, esparciendo a través de la túnica nevada la claridad y el aroma de su cuerpo inmortal, sublimemente serena, con una sonrisa taciturna, sin tocar en los manjares humanos, bebía en sorbos delicados ambrosía, el néctar transparente y rubio. Después, empuñando aquel bastón de Príncipe-de-Pueblos con que Calipso lo presentara, recorría sin curiosidad los sabidos caminos de la Isla, tan lisos y cultivados, que nunca sus sandalias relucientes se maculaban de polvo, tan penetrados por la inmortalidad de la Diosa, que jamás en ellos encontrárase flor seca ni flor menos fresca pendiendo en el tallo. Entonces se sentaba sobre una roca, contemplando aquel mar que también bañaba a Itaca, allá tan bravío, aquí tan sereno, y pensaba, y gemía, hasta que las aguas y los caminos cubríanse de sombra y se recogía a la gruta para dormir, sin deseo, con la diosa que le deseaba... Y durante estos inmensos años, ¿qué destino envolvería a su Itaca, la áspera isla de sombríos bosques? ¿Vivían aún los seres amados? ¿Sobre la fuerte colina, dominando la ensenada de Reinthros y los pinares de Neus, aún se erguía su palacio, con los bellos pórticos pintados de bermejo y rojo? ¿Al cabo de tan lentos y vacíos años, sin nuevas, apagada toda esperanza como una lámpara, desvestiría su Penélope la túnica pasajera de la viudez, para pasar a los fuertes brazos de otro esposo fuerte, que ahora manejaba sus lanzas y vendimiaba sus viñas? ¿Y el dulce hijo Telémaco? ¿Reinaría acaso en Itaca, sentado, con el blanco cetro, sobre el mármol alto del Ágora? Ocioso y rondando por los patios, ¿humillaría los ojos bajo el imperio duro de un padrastro? ¿Erraría por ciudades ajenas, mendigando un salario? ¡Ah, si su existencia, así para siempre arrancada de la mujer, del hijo, tan dulces a su corazón, pudiese por lo menos emplearla en ilustres hazañas! Diez años antes también desconocía la suerte de Itaca, y de los seres preciosos que allá había dejado en soledad y fragilidad; mas era una empresa heroica la que le llevaba, y día por día, su fama crecía como un árbol en un promontorio, que llena el cielo y todos los hombres contemplan. ¡Entonces era la planicie de Troya, y las blancas tiendas de los griegos a lo largo del mar sonoro! Sin cesar, meditaba astucias de guerra; con soberbia facundia discurseaba en la Asamblea de los Reyes; rígidamente ungía los caballos empinados al timón de los carros; con la lanza en alto, corría entre la gritería y la pelea contra los Troyanos de altos yelmos, que surgían en golpe resonante de las puertas Esceas... ¡Oh, y cuando él, Príncipe-de-Pueblos, encogido bajo harapos de mendigo, con los brazos maculados de llagas postizas, cojeando y gimiendo, penetrara en los muros de la orgullosa Troya, por el lado de la Faia, para de noche, con incomparable ardid y bravura, robar el Paladio tutelar de la ciudad! Y cuando, dentro del vientre del Caballo-de-Palo, en la oscuridad, en el cerco de todos aquellos guerreros tiesos y cubiertos de hierro, calmaba la impaciencia de los que sofocaban, y tapaba con la mano la boca de Anticlo, braveando furioso, al escuchar fuera en la planicie los ultrajes y los escarnios troyanos, y a todos murmuraba: «¡Calla, calla, que la noche viene y Troya es nuestra!...» ¡Y después los prodigiosos viajes! ¡El pavoroso Polifemo, ludibriado con una astucia que maravillara para siempre a las generaciones! ¡Las maniobras sublimes entre Escila y Caribdis! ¡Las sirenas, bogando y cantando en torno del mástil, de donde él, amarrado, rechazábalas con el mudo lenguaje de los ojos, más agudos que dardos! ¡La descensión a los infiernos, jamás concedida a ningún mortal!... ¡Y ahora, hombre de tan rutilantes hechos, yacía en una isla muelle, eternamente preso, sin amor, por el amor de una Diosa! ¿Cómo podría huir, rodeado de mar indomable, sin nave ni compañeros para mover los largos remos? Los Dioses dichosos ciertamente olvidábanse de quien tanto por ellos combatiera, y siempre piadosamente les votara las reses debidas, aun a través del fragor y humareda de las ciudadelas derrumbadas, hasta cuando su proa encallaba en tierra agreste... Y al héroe, que recibiera de los reyes de Grecia las armas de Aquiles, cabía por destino amargo engordar en la ociosidad de una isla más lánguida que una cesta de rosas, y extender las manos afeminadas para los abundantes manjares, y cuando aguas y caminos cubríanse de sombra, dormir sin deseo con una Diosa que, sin cesar, le deseaba.
Así gemía el magnánimo Ulises, al borde del mar lustroso... Y he ahí que, de repente, un surco de desusado brillo, más rutilantemente blanco que el de una estrella cayendo, rompió la rutilancia del cielo, desde las alturas hasta el oloroso soto de tuyas y cedros, que sombreaba un golfo sereno a Oriente de la Isla. El corazón del héroe latió con alborozo. Rastro tan refulgente en la refulgencia del día, solo un Dios lo podía trazar a través del largo Ouranos. ¿Descendiera a la Isla un Dios?
II
Un Dios descendiera, un grande Dios... Era el Mensajero de los Dioses, el leve, elocuente Mercurio. Calzado con aquellas sandalias que tienen dos alas blancas, los cabellos color de vino cubiertos por el casco, en el cual baten también dos claras alas, levantando en la mano el Caduceo, hendiera el Éter, rozara la lisura del mar sosegado, pisara la arena de la Isla, donde sus huellas quedaban rebrillando como plantillas de oro nuevo. A pesar de recorrer toda la tierra, con los recados innumerables de los Dioses, el luminoso Mensajero no conocía aquella isla de Ogigia, y admiró, sonriendo, la belleza de los prados de violetas tan dulces para el correr y brincar de las Ninfas, y el armonioso brillar de los riachuelos por entre los altos y lánguidos lirios. Una viña, sobre puntales de jaspe, cargada de racimos maduros, conducía, como fresco pórtico salpicado de sol, hasta la entrada de la gruta, toda de rocas pulidas, de las cuales pendían jazmines y madreselvas, envueltas en el susurrar de las abejas. Luego vio a Calipso, la Diosa dichosa, sentada en un trono, hilando en rueca de oro con huso de oro, la lana hermosa de púrpura marina. Un aro de esmeraldas prendía sus cabellos muy enrizados y ardientemente rubios. Bajo la túnica diáfana la mocedad inmortal de su cuerpo brillaba, como la nieve cuando la aurora la tiñe de rosas en las colinas eternas pobladas de Dioses. Y mientras torcía el huso, cantaba un trinado y fino canto, como trémulo hilo de cristal vibrando de la Tierra al Cielo. Mercurio pensó: «¡Linda isla, y linda Ninfa!»
De un fuego claro de cedro y tuya subía, muy derecho, un humo delgado que perfumaba toda la Isla. A la redonda, sentadas en esteras, sobre el suelo de ágata, las Ninfas, siervas de la Diosa, devanaban las lanas, bordaban en la seda las flores ligeras, tejían las puras telas en telares de plata. Todas enrojecieran, con el seno palpitando, al sentir la presencia del Dios. Y sin detener el huso chispeante, Calipso reconoció en seguida al Mensajero, ya que todos los Inmortales saben unos de otros, los nombres, los hechos, y los rostros soberanos, hasta cuando habitan retiros remotos que el Éter y el Mar separan.
Mercurio parose, risueño, en su desnudez divina, exhalando el perfume del Olimpo. Entonces la Diosa alzó hacia él, con compuesta serenidad, el esplendor largo de sus ojos verdes.
—¡Oh, Mercurio! ¿Por qué descendiste a mi Isla humilde, tú, venerable y querido, que yo nunca vi pisar la tierra? Di lo que de mí esperas. Ya mi abierto corazón me ordena que te contente, si tu deseo cupiese dentro de mi poder y del Hado... Pero entra, reposa, y que yo te sirva, como dulce hermana, a la mesa de la hospitalidad.
Sacó de la cintura la rueca, apartó los rizos sueltos del cabello radiante, y con sus nacaradas manos colocó sobre la mesa, que las Ninfas acercaron al fuego aromático, el plato desbordando de Ambrosía y los cántaros de cristal donde resplandecía el Néctar.
Mercurio murmuró: «¡Dulce es tu hospitalidad, oh, Diosa!» Colgó el Caduceo del fresco ramo de un plátano, extendió los dedos relucientes para la fuente de oro, risueñamente loó la excelencia de aquel Néctar de la Isla. Y contentada el alma, recostando la cabeza al tronco liso del plátano que se cubrió de claridad, comenzó con palabras perfectas y aladas:
—Preguntaste por qué descendía un Dios a tu morada, ¡oh, Diosa! Y ciertamente ningún Inmortal recorrería sin motivo, desde el Olimpo hasta Ogigia, esta desierta inmensidad del mar salado, en que no se encuentran ciudades de hombres, ni templos cercados de bosques, ni siquiera un pequeñito santuario de donde suba el aroma del incienso, o el olor de las carnes votivas, o el murmurio gustoso de las preces... Mas fue nuestro padre Júpiter, el tempestuoso, quien me mandó con este recado. Tú has recogido, y retienes por la fuerza inconmensurable de tu dulzura, al más sutil y desgraciado de todos los Príncipes que combatieron durante diez años la alta Troya, y después embarcaron en las naves hondas para volver a la tierra de la Patria. Muchos de esos consiguieron reentrar en sus ricos lares, cargados de fama, de despojos, y de historias excelentes para contar. Vientos enemigos, sin embargo, y un hado más inexorable, arrojaron a esta isla tuya, envuelto en las sucias espumas, al facundo y astuto Ulises... Pero el destino de este héroe no es permanecer en la ociosidad inmortal del lecho, lejos de aquellos que le lloran, y que carecen de su fuerza y mañas divinas. ¡Por eso Júpiter, regulador de la Orden, te ordena, ¡oh, Diosa!, que sueltes al magnánimo Ulises de tus brazos claros, y le restituyas, con los presentes dulcemente debidos, a su Itaca amada, y a su Penélope, que teje y deshace la tela maliciosa, cercada de los Pretendientes arrogantes, devoradores de sus gordos bueyes, sorbedores de sus frescos vinos!
La divina Calipso mordió levemente el labio, y sobre su rostro luminoso descendió la sombra de las densas pestañas color de jacinto. Después, con un armonioso suspiro, en que onduló todo su pecho brillante:
—¡Ah, Dioses grandes, Dioses dichosos! ¡Sois ásperamente celosos de las Diosas que, sin esconderse por la espesura o en las cavernas oscuras de los montes, aman a los hombres elocuentes y fuertes!... Este, que me envidiáis, llegó a las arenas de mi Isla, desnudo, pisado, hambriento, preso a una quilla partida, perseguido por todas las iras, y todas las rachas, y todos los rayos dardeantes de que dispone el Olimpo. Yo le recogí, le lavé, le nutrí, le amé, guardándole, para que quedase eternamente al abrigo de las tormentas, del dolor y de la vejez. ¡Y ahora Júpiter tronador, al cabo de ocho años en que mi dulce vida enroscose en torno de esa afección, como la vid al olmo, determina que me separe del compañero que escogiera para mi inmortalidad! ¡Realmente sois crueles, oh Dioses, que constantemente aumentáis la raza turbulenta de Semidioses durmiendo con las mujeres mortales! ¿Cómo quieres que mande a Ulises a su patria, si no poseo naves, ni remadores, ni piloto sabedor que le guíe a través de las islas? Mas ¿quién puede resistirse a Júpiter, que junta las nubes? ¡Sea! Y que el Olimpo ría, obedecido. Enseñaré yo misma al intrépido Ulises a construir una balsa segura, con que de nuevo corte el dorso verde del mar...
Inmediatamente, el Mensajero Mercurio levantose del escabel, clavado con clavos de oro, retomó su Caduceo, y bebiendo una última taza del Néctar excelente de la Isla, loó la obediencia de la Diosa:
—Bien harás, ¡oh, Calipso! Así evitas la cólera del Padre tonante. ¿Quién le resistirá? Su Omnisciencia dirige su Omnipotencia; y sustenta, como cetro, un árbol que tiene por flor la Orden... Sus decisiones, clementes o crueles, resultan siempre en armonía. Por eso su brazo se torna terrífico a los pechos rebeldes. Por tu pronta sumisión serás hija estimada y gozarás una inmortalidad repleta de sosiego, sin intrigas y sin sorpresas...
Ya las alas impacientes de sus sandalias palpitaban, y su cuerpo, con sublime gracia, balanceábase por sobre los prados y flores que alfombraban la entrada de la gruta.
—Además —añadió—, tu Isla, ¡oh Diosa!, hállase en el camino de las naves osadas que cortan las ondas. Pronto, tal vez, otro héroe robusto, habiendo ofendido a los inmortales, aportará a tu dulce playa, abrazado a una quilla... ¡Enciende un faro claro, por la noche, en las rocas altas!
Y sonriendo, el Mensajero Divino serenamente elevose, dejando en el Éter un surco de elegante fulgor, que las Ninfas, olvidando la tarea, seguían, con los frescos labios entreabiertos y el seno levantado, en el deseo de aquel inmortal famoso.
Entonces Calipso, pensativa, echando sobre sus cabellos anillados un velo de color de azafrán, se encaminó hacia la orilla del mar, a través de los prados, con una prisa que le ceñía la túnica, a la manera de una espuma leve, en torno de las piernas redondas y róseas. Tan levemente pisaba la arena, que el magnánimo Ulises no la sintió deslizarse, perdido en la contemplación de las aguas lustrosas, con la negra barba entre las manos, aliviando en gemidos el peso de su corazón. La Diosa sonrió, con fugitiva y soberana amargura. Después, posando en el vasto hombro del Héroe sus dedos, tan claros como los de Eos, madre del día:
—¡No te lamentes más, desgraciado, ni te consumas mirando el mar! Los Dioses, que me son superiores por la inteligencia y por la voluntad, determinan que partas, afrontes la inconstancia de los vientos, y pises de nuevo la tierra de la patria...
Bruscamente, como el cóndor sobre la presa, el divino Ulises, con la faz asombrada, saltó de la roca musgosa:
—¡Oh, Diosa, tú dices!...
Ella continuó sosegadamente, con los hermosos brazos pendidos, envueltos en el velo color de azafrán, en cuanto la marea rodaba, más dulce y cantante, en amoroso respeto de su presencia divina:
—Bien sabes que no tengo naves de alta proa, ni remadores de duro pecho, ni piloto amigo de las estrellas que te conduzcan... Mas ciertamente te confiaré el hacha que fue de mi padre, para que tú cortes los árboles que yo te señale, y construyas una balsa en que te embarques... Después proveerela de odres de vino, de comidas perfectas, impeliéndola con un soplo amigo hacia el mar indomado...
El cauteloso Ulises retrocediera lentamente, clavando en la Diosa una dura mirada que la desconfianza ennegrecía. Y levantando la mano, que temblaba toda, con la ansiedad de su corazón:
—¡Oh, Diosa, tú abrigas un pensamiento terrible, ya que así me invitas a afrontar en una balsa las ondas difíciles, donde mal se mantienen hondas naves! ¡No, Diosa peligrosa, no! ¡Combatí en la grande guerra, en la cual también combatieron los Dioses, y conozco la malicia infinita que contiene el corazón de los Inmortales! ¡Si resistí las sirenas irresistibles, y me escapé con sublimes maniobras de entre Escila y Caribdis, y vencí a Polifemo con un ardid que eternamente tornarame ilustre entre los hombres, no fue de cierto, ¡oh, Diosa!, para que ahora, en la Isla de Ogigia, como pajarito de poca pluma, en su primer vuelo del nido, caiga en armadijo ligero arreglado con decires de miel! ¡No, Diosa, no! ¡Solo embarcaré en tu extraordinaria balsa si jurases, por el juramento terrífico de los Dioses, que no preparas con esos quietos ojos mi pérdida irreparable!
Así bramaba en la orilla del mar, con el pecho palpitando, Ulises, el Héroe prudente... Entonces, la Diosa clemente rio con una cantante y refulgente risa. Y acercándose al Héroe, corriendo los dedos por sus espesos cabellos más negros que el pez:
—¡Oh, maravilloso Ulises —decía—, cuán cierto es que eres el más falso y mañoso de los hombres, pues que no concibes que exista espíritu sin maña y sin falsedad! ¡Mi padre ilustre no me engendró con un corazón de hierro! ¡A pesar de inmortal, comprendo las desventuras mortales! ¡Solo te aconsejé lo que yo, Diosa, emprendería, si el Hado me obligase a salir de Ogigia, a través del mar incierto!...
El divino Ulises apartó lenta y sombríamente la cabeza de la rosada caricia de los dedos divinos:
—¡Mas jura... oh, Diosa, jura, para que a mi pecho descienda, como onda de leche, la sabrosa confianza!
Calipso alzó el claro brazo al azul en donde los Dioses moran:
—Por Gaia, y por el Cielo superior, y por las aguas subterráneas del Estigio, que es la mayor invocación que pueden hacer los Inmortales; juro, oh, hombre, Príncipe de los hombres, que no preparo tu pérdida, ni miserias mayores...
El valiente Ulises respiró largamente. Y arremangando luego las mangas de la túnica, refregándose las palmas de las manos robustas:
—¿Dónde está el hacha de tu padre magnífico? ¡Muéstrame los árboles, oh, Diosa!... ¡El día muere y el trabajo es largo!
—¡Sosiega, oh, hombre impaciente de males humanos! Los Dioses superiores en sapiencia ya determinan tu destino... Ven conmigo a la dulce gruta, a reforzar tu fuerza... Cuando Eos bermeja aparezca mañana, yo te conduciré a la floresta.
III
Era, en efecto, la hora en que hombres mortales y Dioses inmortales acércanse a las mesas cubiertas de vajillas, donde les espera la abundancia, el reposo, el olvido de los cuidados y las amables pláticas que contentan el alma. Ulises sentose en el escabel de marfil, que aún conservaba el aroma del cuerpo de Mercurio, y delante de él las Ninfas, siervas de la Diosa, colocaron los pasteles, las frutas, las tiernas carnes humeando, los peces brillantes como tramas de plata. Asentada en un Trono de oro puro, la Diosa recibió de la Intendenta venerable el plato de Ambrosía, la taza de Néctar. Ambos extendieron las manos hacia las comidas perfectas de la Tierra y del Cielo. Y luego que hubieron hecho la ofrenda abundante al Hambre, y a la Sed, la ilustre Calipso, hundiendo el rostro en los dedos róseos, considerando pensativamente al Héroe, pronunció estas palabras aladas:
—¡Oh, Ulises, muy sutil, tú quieres volver a tu morada mortal y a la tierra de la Patria!... ¡Ah, si conocieras, como yo, cuántos duros males tienes que sufrir antes de avistar las rocas de Itaca, quedarías entre mis brazos, animado, bañado, bien nutrido, revestido de linos finos, sin perder nunca la querida fuerza, ni la agudeza del entendimiento, ni el calor de la facundia, porque yo te comunicaría mi inmortalidad!... Mas deseas volver a la esposa mortal, que habita en la isla áspera, en donde los matorrales son tenebrosos. Y ni siquiera yo le soy inferior, ni por la belleza, ni por la inteligencia, porque las mortales brillan ante las Inmortales como lámparas humeantes ante las estrellas puras...
El facundo Ulises acarició la barba ruda. Después, levantando el brazo, como acostumbraba en la Asamblea de los Reyes, a la sombra de las altas popas, delante de los muros de Troya, dijo:
—¡Oh, Diosa venerable, no te escandalices! Sé perfectamente que Penélope te es muy inferior en hermosura, sapiencia y majestad. Tú serás eternamente bella y moza, mientras los Dioses duraren; y ella, a la vuelta de pocos años, conocerá la melancolía de las arrugas, de los cabellos blancos, de los dolores de la decrepitud, y de los pasos que vacilan apoyados a un palo que tiembla. Su espíritu mortal yerra a través de la oscuridad y de la duda; tú, bajo esa frente luminosa, posees las luminosas certezas. ¡Mas, oh Diosa, justamente por lo que ella tiene de incompleto, de frágil, de grosero y de mortal, yo la amo y apetezco su compañía congénere! ¡Considera cuán penoso es que, en esta mesa, día por día, yo coma vorazmente el cordero de los pastos, y la fruta de los vergeles, en tanto tú a mi lado, por la inefable superioridad de tu naturaleza, llevas a los labios, con lentitud soberana, la Ambrosía divina! En ocho años, ¡oh, Diosa! nunca tu faz iluminose con una alegría; ni de tus verdes ojos rodó una lágrima; ni tu pie batió, con airada impaciencia; ni quejándote con un dolor te extendiste en el lecho blando... Así tienes inutilizadas todas las virtudes de mi corazón, pues que tu divinidad no permite que yo te congratule, te consuele, te sosiegue, o siquiera que te estregue el cuerpo dolorido con el jugo de las hierbas benéficas. ¡Considera, además, que tu inteligencia de Diosa posee todo el saber, alcanza siempre la verdad, y que durante el largo tiempo que dormí contigo, nunca gocé la felicidad de enmendarte, de contradecirte, y de sentir ante la flaqueza del tuyo, la fuerza de mi entendimiento! ¡Oh, Diosa, tú eres aquel ser terrífico que tiene siempre razón! ¡Considera, de otro lado, que, como Diosa, conoces todo el pasado y todo el futuro de los hombres; y que yo no puedo saborear la incomparable delicia de contarte a la noche, bebiendo vino fresco, mis ilustres hazañas y mis viajes sublimes! ¡Oh, Diosa, tú eres impecable; y el día en que yo resbale en una alfombra, o se me rompa una correa de la sandalia, no puedo gritarte, como los hombres mortales gritan a las esposas mortales: «¡Fue culpa tuya, mujer!» —alzando, en medio de la cocina, un alarido cruel! ¡Por eso sufriré, con un espíritu paciente, todos los males con que los Dioses me asalten en el sombrío mar, para volver a una humana Penélope que yo mande, y consuele, y reprehenda, y acuse, y contraríe, y enseñe, y humille, y deslumbre, y por eso ame de un amor que constantemente se alimenta de estos modos ondeantes, a la manera que el fuego se nutre de los vientos contrarios!
Así de este modo, el facundo Ulises desahogábase ante la taza de oro vacía; y serenamente la Diosa escuchaba, con una sonrisa taciturna, y las manos inmóviles sobre el regazo, envueltas en la punta del velo.
Entretanto, Febo Apolo descendía camino del Occidente; y ya de las ancas de sus cuatro caballos sudados subía y se esparcía por sobre el mar un vapor rubicundo y dorado. En breve los caminos de la Isla se cubrieron de sombra. Sobre las pieles preciosas del lecho, al fondo de la gruta, Ulises, sin deseo, y la Diosa, que le deseaba, gozaron el dulce amor y después el dulce sueño.
Temprano, apenas Eos entreabría las puertas del largo Ouranos, la divina Calipso, que se revistiera con una túnica más blanca que la nieve del Pindo, y prendiera en los cabellos un velo transparente y azul como el Éter ligero, salió de la gruta, y trajo al magnánimo Ulises, ya sentado a la puerta, bajo la enramada, delante de una taza de vino claro, el hacha poderosa de su padre ilustre, toda de bronce, con dos filos, y un fuerte cabo de oliva cortado en las faldas del Olimpo.
Limpiando rápidamente la dura barba con el revés de la mano, el Héroe arrebató el hacha venerable:
—¡Oh, Diosa, ha cuantos años no palpo un arma o una herramienta, yo, devastador de ciudades y constructor de naves!
La Diosa sonrió. E iluminada la lisa faz, con palabras aladas:
—¡Oh, Ulises, vencedor de hombres, si te quedases en esta isla, yo encomendaría para ti, a Vulcano y a sus forjas del Etna, armas maravillosas...!
—¿Qué valen armas sin combate, u hombres que las admiren? Además, ¡oh Diosa! ya batallé mucho, y mi gloria entre las generaciones está soberbiamente asegurada. Solo aspiro al blando reposo, vigilando mis ganados, concibiendo sabias leyes para mis pueblos... ¡Sé benévola, oh Diosa, y muéstrame los árboles fuertes que me conviene cortar!
La Diosa se encaminó en silencio por un atajo, florecido de altas y radiosas azucenas, que conducía a la punta de la Isla más cerrada de matas, del lado de Oriente; y atrás caminaba el intrépido Ulises, con la lúcida hacha al hombro. Las palomas abandonaban las ramas de los cedros o las concavidades de las rocas donde bebían, para volar en torno de la Diosa en un tumulto amoroso. Cuando ella pasaba, subía de las flores abiertas un aroma más delicado, como de incensarios. El césped que la orla de su túnica rozaba, reverdecía con un vigor más fresco, y Ulises, indiferente a los prestigios de la Diosa, impaciente con la serenidad divina de su andar armonioso, meditaba la balsa, ansiando llegar al bosque.
Denso y oscuro lo echó de ver al fin, poblado de encinas, de viejísimas tecas, de pinos que hacían susurrar las ramas en el alto Éter. De su borde descendía un arenal al cual ni concha, ni cuerno roto de coral, ni pálida flor de cardo marino, manchaban la dulzura perfecta. El Mar refulgía con un brillo zafíreo, en la quietud de la mañana blanca y colorada. Entre las encinas y las tecas, la Diosa señaló al atento Ulises los troncos secos, robustecidos por soles innumerables, que fluctuarían, con ligereza más segura, sobre las aguas traidoras. Después, acariciando el hombro del Héroe, como otro árbol robusto también botado a las aguas crueles, recogiose a la gruta; y allí, tomó la rueca de oro, y todo el día hiló, y cantó...
Con alborozada y soberbia alegría, Ulises dio con el hacha contra una vasta encina, que gimió. A poco, toda la Isla retumbaba, en el fragor de la obra sobrehumana. Las gaviotas, adormecidas en el silencio eterno de aquellas cimas, batieron el vuelo en largos bandos, espantadas y chillando. Las fluidas divinidades de los arroyos indolentes, estremecidas en un fulgente temblor, huían para entre los cañaverales y las raíces de los alisos. En ese corto día el valiente Ulises, derribó veinte árboles, robles, pinos, tecas y chopos, a los cuales descortezó, escuadró y alineó sobre la arena. Su cuello y arqueado pecho humeaban de sudor, cuando se recogió pesadamente a la gruta para saciar el hambre y beber la cerveza helada. ¡Nunca le pareciera tan bello a la Diosa Inmortal, que, sobre el lecho de pieles preciosas, apenas los caminos cubriéronse de sombra, halló incansable y pronta la fuerza de aquellos brazos que habían derribado veinte troncos!
Así, durante tres días, trabajó el Héroe. Y como arrebatada en esa actividad magnífica que conmovía a la Isla, la Diosa ayudaba a Ulises, conduciendo desde la gruta hasta la playa, en sus manos delicadas, las cuerdas y los clavos de bronce. Las Ninfas, por su mandato, abandonando las tareas suaves, tejían una tela fuerte, para la vela que empujarían con amor los vientos amables. La Intendenta venerable ya llenaba los odres de vinos robustos, y preparaba con generosidad los numerosos víveres para la travesía incierta. En tanto la balsa crecía, con los troncos bien ligados, y un asiento erguido en el medio, de donde se empinaba el mástil, desbastado en un pino, más redondo y liso que una vara de marfil. Todas las tardes la Diosa, sentada en una roca, a la sombra del bosque, contemplaba al calafate admirable martillando furiosamente, y cantando, con robusta alegría, una canción de remador. Y ligeras, en la punta de los pies lúcidos, por entre el arbolado, las Ninfas, escapando a la tarea, acudían a espiar, con deseosos ojos fulgurantes, aquella fuerza solitaria, que soberbiamente, en el arenal solitario, iba irguiendo una nave.
IV
En fin, en el cuarto día, de mañana, Ulises terminó de escuadrar el timón, que reforzó con tablas de aliso para mejor amparar el embate de las olas. Después, juntó lastre copioso, con tierra de la Isla inmortal y pulidas piedras. Sin descanso, con un ansia risueña, amarró a la verga alta la vela cortada por las Ninfas. Sobre pesados cilindros, maniobrando con una palanca, empujó la inmensa balsa hasta la espuma de las ondas, en un esfuerzo sublime, con músculos tan retesos y venas tan hinchadas, que él mismo parecía hecho de troncos y cuerdas. Una punta de la balsa cabeceó, levantada en cadencia por la onda armoniosa. Y el Héroe, levantando los brazos lustrosos de sudor, alabó a los Dioses Inmortales.
Entonces, como la obra terminara y la tarde brillaba, propicia a la partida, la generosa Calipso condujo a Ulises, a través de las violetas y de las anémonas, hasta la fresca gruta. Por sus divinas manos le bañó con una concha de nácar, y le perfumó con esencias sobrenaturales, y le vistió con una túnica hermosa de lana bordada, y colgó sobre sus hombros un manto impenetrable a las neblinas del mar, y le extendió sobre la mesa, para que saciase el hambre ruda, las comidas más sanas y más finas de la Tierra. El Héroe aceptaba los amorosos cuidados, con paciente magnanimidad. La Diosa, de gestos serenos, sonreía taciturnamente.
Calipso luego cogió la mano cabelluda de Ulises, palpando con placer los callos que le había dejado el hacha; y por la orilla del mar le condujo a la playa, en donde la marea mansamente lamía los troncos de la balsa fuerte. Descansaron sobre una roca musgosa. Nunca la Isla resplandeciera con una belleza tan serena, entre un mar tan azul, bajo un cielo tan suave. Ni el agua fresca del Pindo bebida en marcha abrasada, ni el vino dorado que producen las colinas de Quíos, eran más dulces de sorber que aquel aire repasado de aromas, compuesto por los Dioses para que una Diosa lo respirase. La frescura imperecedera de los árboles entrábase en el corazón, casi pedía la caricia de los dedos. Todos los rumores, los de los arroyos en el césped, el de las olas en el arenal, el de las aves en las sombras frondosas, ascendían, suave y finamente fundidos, como las armonías sagradas de un Templo distante. El esplendor y la gracia de las flores retenían los rayos pasmados del sol. Tantos eran los frutos en los vergeles, y las espigas en las mieses, que la Isla parecía ceder, hundida en el Mar, bajo el peso de su abundancia.
En esto, la Diosa, al lado del Héroe, suspiró levemente, y murmuró con una sonrisa alada:
—¡Oh, magnánimo Ulises, tú ciertamente partes! Llévate el deseo de volver a ver a la mortal Penélope, y a tu dulce Telémaco, que dejaste en el regazo del ama cuando Europa corrió contra Asia, y que ahora ya sustenta en la mano una lanza temida. Siempre de un antiguo amor, con hondas raíces, brotará más tarde una flor, aunque sea triste. ¡Mas dime! Si en Itaca no te esperase una esposa tejiendo y destejiendo la tela, y un hijo ansioso que alarga los ojos incansables hacia el mar, ¿dejarías tú, ¡oh, hombre prudente!, esta dulzura, esta paz, esta abundancia y belleza inmortal?
El Héroe, par a par de la Diosa, extendió el brazo poderoso, como en la Asamblea de los Reyes, delante de los muros de Troya, cuando sembraba en las almas la verdad persuasiva:
—¡Oh, Diosa, no te escandalices! Mas aunque no existiesen, para llevarme, ni hijo, ni esposa, ni reino, ¡afrontaría alegremente los mares y la ira de los Dioses! Porque, en verdad, ¡oh, Diosa muy ilustre!, mi corazón saciado ya no soporta esta paz, esta dulzura y esta belleza inmortal Considera, ¡oh, Diosa!, que en ocho años nunca pude echar de ver al follaje de estos árboles amarillear y caer. Jamás este cielo rutilante cargose de nubes oscuras, ni tuve el contento de extender, bien abrigado, las manos al dulce fuego, mientras la borrasca batía en los montes. Todas esas flores que brillan en los tallos airosos son las mismas, ¡oh, Diosa!, que admiré y respiré en la primera mañana que me mostraste estos prados perpetuos, ¡y hay lirios que odio, con un odio amargo, por la impasibilidad de su eterna blancura! ¡Estas gaviotas repiten tan incesantemente, tan implacablemente, su vuelo armonioso y blanco, que yo ya escondo de ellas la cara, como otros la ocultan de las negras Harpías! ¡Y, cuántas veces me refugio en el fondo de la gruta para no escuchar el murmurio siempre lánguido de esos arroyos siempre transparentes! ¡Considera, oh, Diosa, que en tu Isla nunca hallé una charca, un tronco podrido, el esqueleto de un animal muerto y cubierto de moscas zumbadoras! ¡Oh, Diosa, hace ocho años que estoy privado de ver el trabajo, el esfuerzo, la lucha, el sufrimiento!... ¡Oh, Diosa, no te escandalices! Ando hambriento por encontrar un cuerpo vacilando bajo un fardo; dos bueyes humeantes arrastrando un arado; hombres que se injurien en el paso de un puente; los brazos suplicantes de una madre que llora; un cojo, sobre su muleta, mendigando a la puerta de una villa... ¡Diosa, ha ocho años que no miro para una sepultura!... ¡No puedo más con esta serenidad sublime! Mi alma toda arde en el deseo de lo que se deforma, y se ensucia, y se despedaza, y se corrompe... ¡Oh, Diosa inmortal, yo muero con saudades de muerte!
Inmóvil, con las manos inmóviles en el regazo, la Diosa escuchó, con una sonrisa serenamente divina, las furiosas quejas del Héroe cautivo... En tanto, ya por la colina, las Ninfas, siervas de la Diosa, descendían, trayendo a la cabeza y amparándolos con el brazo redondo, los jarros de vino, los sacos de cuero, que la Intendenta venerable mandaba para abastecer la balsa. En silencio, el Héroe lanzó una tabla desde la arena hasta a bordo de los altos troncos; y en cuanto sobre ella pasaban las Ninfas, ligeras, con las pulseras de oro tilintinando en los pies lúcidos, Ulises atento, contando los sacos y los odres, gozaba en su noble corazón la abundancia generosa. Amarrados con cuerdas a las clavijas aquellos fardos excelentes, todas las Ninfas, lentamente, vinieron a sentarse sobre el arenal en torno de la Diosa, para contemplar la despedida, el embarque, las maniobras del Héroe sobre el dorso de las aguas... Entonces, Ulises, dejando traslucir la cólera en sus ojos, parose, delante de Calipso, y cruzando furiosamente los valientes brazos:
—¡Oh, Diosa! ¿Piensas tú en verdad que nada falta para que yo largue la vela al viento y navegue? ¿Dónde están los ricos presentes que me debes? Ocho años, ocho duros años, fui el huésped magnífico de tu Isla, de tu gruta, de tu lecho... Pero no ignoras que los Dioses inmortales tienen determinado que a los huéspedes, en el momento amigo de la partida, ofrézcanseles considerables presentes. ¿Dónde están, oh Diosa, esas riquezas abundantes que me debes por costumbre de la Tierra y ley del Cielo?
Sonrió la Diosa, con paciencia sublime. Y con palabras aladas, que huían en el aire:
—¡Oh, Ulises, claramente se ve que tú eres el más interesado de los hombres! Y también el más desconfiado, pues que supones que una Diosa podía negar los presentes debidos a aquel que amó... Tranquilízate, oh, sutil Héroe... Los ricos presentes, largos y brillantes, no tardan.
En efecto, por la colina suave descendían otras Ninfas, ligeras, con los velos flotando, trayendo en los brazos alhajas lustrosas, que al sol rutilaban. El magnánimo Ulises extendió las manos, los ojos devoradores... Y mientras ellas desfilaban sobre la tabla crujiente, el astuto Héroe contaba, evaluaba en su noble espíritu los escabeles de marfil, las piezas de telas bordadas, los cántaros de bronce labrado, los escudos incrustados de piedras...
Tan rico y bello era el vaso de oro que la última Ninfa sustentaba en el hombro, que Ulises detúvola, arrebatole el vaso, lo sospesó, y mirándolo gritó, con soberbia risa estridente:
—¡En verdad, este oro es bueno!
Una vez dispuestas y ligadas bajo el largo asiento las preciosas alhajas, el impaciente Héroe, arrebatando el hacha, cortó la cuerda que prendía la balsa al tronco de un roble, y saltó para el alto bordo que la espuma envolvía. Recordose entonces que ni siquiera besara a la generosa e ilustre Calipso. Rápido, despidiendo el manto, pasó a través de la espuma, corrió por la arena y dejó un beso sereno en la frente aureolada de la Diosa. Asegurole ella un instante por el hombro robusto:
—¡Cuántos males te esperan, oh desgraciado! Antes quedases, para toda la inmortalidad, en mi Isla perfecta, entre mis brazos perfectos...
Ulises volviose, con un grito magnífico:
—¡Oh, Diosa, el irreparable y supremo mal hállase en tu perfección!
¡Y, a través de la marea, huyó, trepó trabajosamente a la balsa, soltó la vela, hendió el mar, y partió para los trabajos, para las tormentas, para las miserias, para la delicia de las cosas imperfectas!