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»Quería yo proteger a todo ser viviente. Y cuando las mozas campesinas venían a mi pie a llorar, ¡yo alzaba siempre mis ramas, como dedos, para que la pobre alma anegada en lágrimas pudiera ver todos los caminos del cielo!
»¡Nunca más! ¡Nunca más, verde juventud lejana!
»En fin, era obligatorio que yo ingresara en la vida de la realidad. Un día uno de esos hombres metalizados que trafican con la vegetación vino a arrancarme del árbol. No sabía para qué me querían. Me tendieron en un carro y, al caer la noche, los bueyes empezaron a caminar, mientras al lado un hombre cantaba en el silencio de la noche. Yo iba herido, perdía mis fuerzas. Veía las estrellas con sus miradas punzantes y frías. Sentía que me alejaban de la gran selva. Oía el rumor gimiente, indefinido y arrastrado de los árboles. ¡Eran voces amigas que me llamaban!
»Encima de mí volaban aves inmensas. Sentía un desfallecimiento en un torpor vegetal, como si estuviera disipándome en la pasividad de las cosas. Me adormecí. Al amanecer, estábamos entrando en una ciudad. Las ventanas me miraban con ojos inyectados en sangre y llenos de un sol enfurecido. Yo sólo conocía las ciudades por las historias que de ellas contaban las golondrinas en las veladas sonoras del boscaje. Pero como iba tendido y amarrado con cuerdas, sólo veía las humaredas y un aire opaco. Oía un estrépito áspero y desafinado, en el que mi análisis descubría sollozos, risas, bostezos y, además, el sordo rechinar del fango y el tintineo sombrío de los metales. ¡Olía, en fin, el olor mortal del hombre! Fui arrojado a un patio infecto, donde no había ni azul ni aire. Entonces empecé a comprender que una gran inmundicia aplasta el alma humana ¡ya que tanto se esconde de la vista del sol!
9 págs. / 17 minutos.
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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.
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