Combates en el Aire

José María Roa Bárcena


Cuento



Narración de un viejo

I

Comienza octubre y está ya soplando el viento del norte. Cierra la ventana, manda calentar mis pantuflas y haz comprar más franela. ¡Maldito viento!

Y pensar que cuando yo era muchacho —cuánto ha llovido desde entonces— el norte me entonaba y robustecía y me sacaba de quicio en materia de alborozo. Con él soñaba, y cuando a medianoche oía sus primeros resuellos y bufidos en los árboles de la huerta y en los techos de la casa, aquella música me mantenía despierto hasta el amanecer.

Pero no creas tú que aquel norte es como éste, que se llama tal por el rumbo de donde viene y por la frialdad que esparce, y que no es capaz de levantar un petate ni de alegrar sino a reumas y boticarios. El norte aquel viene desde La Florida o El Labrador, barre el Golfo de México empujando hacia la sonda de Campeche los buques, o metiéndolos con olas y todo a las calles de Veracruz; e internándose en las pendientes de la zona entre la costa y la Mesa Central, ruge como toro irritado, dobla o troncha árboles, se lleva las tejas de los techos como si fueran hojas secas y echa al suelo a los hombres mal parados. Tal es el verdadero norte, que aquí no se conoce más que de oídas.

Al amanecer acudía yo al rincón favorito que ocupaba el papalote… ¿Por qué me miras con extrañeza? Papalote es entre nosotros, y no papelote, lo que los españoles llaman cometa, los franceses cerf-volant y Icite los británicos y anglosajones: papalote es, por venir de la palabra azteca papalotl, que significa mariposa. Recogíale yo y examinaba sus varas, papel o lienzo, y frenillos, madeja de hilo, de cáñamo o de acarreto, y rabo o cola; y empuñando todo ello, me lanzaba a la calle o al patio o a la azotea, y por espacio de tres o cuatro horas me engolfaba en el sport papalotero, de cuyos goces y emociones no tienen idea sino quienes le han practicado en aquellos rumbos. Lo que yo hacía, hacían también todos los muchachos de mi edad, los jóvenes y hasta los hombres graves. De serlo se preciaban mi buen padre, mi maestro Martínez, el guardián de San Francisco y algunos otros vecinos; y, sin embargo, se juntaban en la calle desierta en que vivíamos y se entregaban a la diversión, sin curarse de cuanto no fuera ella.

Los preliminares de tal diversión trataban de la manufactura del papalote. Los más usados, o eran paralelogramos o pandorgas de papel o lienzo, según su tamaño e importancia, con el marco o las varas que en su interior se cruzaban hechos de una caña consistente y flexible llamada otate, con rezumbas de tripa o pergamino o trapo en sus extremidades alta y baja, ligeramente combadas, o llevaban el nombre y la forma de cubos, con sólo tres varillas cruzadas y un flecho ancho del mismo papel o lienzo a derecha e izquierda. Unos y otros solían lucir los colores de nuestra bandera o figuras de moros y cristianos, aves y cuadrúpedos. Los rabos o colas eran larguísimos y formados de tiras de paño u otras telas, de mayor a menor, introducidas de través en la cuerda que remataba en borla; a la mitad de la cuerda solían ir las navajas, terribles en la lucha entre uno y otro papalote; eran dos navajas de gallo, afiladísimas, salientes de los flancos de un mango central de madera y con las cuales el poseedor cortaba el hilo del contrario, que abandonado así a su propia suerte en alas del viento iba dando vueltas y tumbos en el aire hasta caer a considerable distancia. La noche no ponía fin a tales ejercicios; y había correos o linternas de papel, pendientes de una rueda grande de cartón, por el centro agujereado de la cual se hacían pasar el hilo del papalote, y que, empujadas por el viento, iban a dar hasta el frenillo y se mecían en lo alto, conservando encendidas sus velas.

II

Tenía yo ocho o diez años y un temperamento poético que me asociaba a los grandes espectáculos de la Naturaleza y a todos los seres animados e inanimados, y que acaso me habría más tarde hecho célebre si el pensamiento y la música internos hallaran instrumento adecuado para expresarse. Por falta de instrumentos de tal especie escasean tanto los Homeros y Shakespeares. Sea de esto lo que fuere, la verdad es que yo me consideraba predestinado a grandes cosas. Entusiasmábanme la música y la pintura, y me sentía inclinado a la vida militar. Tenía soldados de plomo, piececitas de artillería, de bronce, y castillo de armar y desarmar, de madera. Cuando en los collados cercanos arremetía con palo o espada contra zarzas o matorrales, me soñaba conquistador. Cuando en mis soledades recitaba ante vacas y borregos trocitos aprendidos de los discursos cívicos de septiembre, me figuraba orador, y los bramidos y balidos de mi auditorio se me antojaban aplauso inteligente de un público ilustradísimo. La tempestad y el huracán excitaban mis nervios, y el menor charco tomaba para mí las proporciones del Ponto Euxino.

Con tales disposiciones, nada extraño es que en días de norte si no me entregaba yo mismo activamente al sport, pasara las horas muertas contemplando los centenares de papalotes que poblaban el aire, siguiendo con positivo interés sus evoluciones y combates, y experimentando simpatías y antipatías respecto de tales o cuales contendientes. Prestábales formas y pasiones humanas, y hasta convertíalos en determinados semejantes míos que solían preocuparme así en sueños como despierto.

Un vecino de ronca voz, duro ceño y fama de hombre de malas pulgas, estaba para mí representado en un gran papalote paralelogramo o pandorga de poderosamente bramadora rezumba, y que cada día de norte echaba, como si dijéramos a pique, ocho o diez malaventurados cubos, siendo el terror de todos los muchachos de mi barrio. Era de lienzo vuelto casi negro en fuerza de soles y lluvias; su extensa cola se retorcía y azotaba como una gran serpiente, y solía doblarse en su medianía al peso de grandes y brilladoras navajas. Sus roncos y continuados bramidos se oían de extremo a extremo de la ciudad, y eran para mí el lenguaje del perdonavidas.

Habría yo podido jurar que decía:


Soy todo ira; vengo del Norte;
Negra es mi sangre; duro mi porte:
Siembro el espanto doquiera voy.
Señor del aire, rival no tengo;
Exijo parias, agravios vengo:

Cual toro bravo rugiendo estoy.
Si de ponerse de mí delante
Algún imbécil tiene el desplante,
Le corto el rabo, lo dejo rengo
Para que entienda que el amo soy.


Hasta solía yo quitar de él la vista por el terror que me causaba.

¿Qué te parece que representó para mí un cubillo elegante, airoso y meneador que del lado de oriente se pavoneaba con ínfulas de princesa? Pues habíale yo convertido nada menos que en cierta polla de frente a casa, bonita si las hay, altiva y desdeñosa de mi admiración e inclinación de párvulo, y verdadera desesperación de sus adoradores todos, según las palabras que yo pescaba de las conversaciones de la gente grande en las noches de invierno. Muy cierto es que el cubillo femenino, con el rumor de sus flecos de papel azotados del viento, se dejaba decir entre uno y otro meneo de su rabo:


Rayo en los quince, y mi vistoso arreo
Osos llama cual moscas a la miel:
Mi dueño no ha de ser pobre ni feo,
Y mi sumiso esclavo ha de ser él.
Rabiarán las comadres envidiosas
De mi marido y de trajes y beldad,
Y al verse ella entecas y sarnosas
Cuando yo encorde y triunfe. ¿No es de verdad?
Gatos nocturnos que arañáis mis rejas,
Hinchadas niñas y pintadas viejas,
¡Paso a la que triunfó! ¡Rabiad! ¡Rabiad!


Frío me quedaba yo al oír tales cosas, cuando de buena gana habría engrosado la hueste de los gatos, si de mi casa me dejaran salir de noche.

Pero aún más frío me dejaba el modo de discurrir de un cubo de agudas extremidades y de rapidísimo movimiento; de un cubo viejo y destartalado, de pocas barbas y de aspecto burlón, y que tenía pintado un mono por más señas. Veía yo en tal habitante del aire el recaudador de contribuciones, hombre escéptico y de lengua de víbora, a quien todos tenían más miedo que al cólera. El tal cubo parecía, con el murmullo de sus barbas, prorrumpir en el monólogo siguiente:


Yo de chirumen soy algo romo:
Me llaman Tuno; mi padre es Momo.
Valiente y polla me causan risa:
Alegre vivo si trufas como,
O si no tengo pan ni camisa.
Inquieto y móvil soy con exceso,
Porque a mi rabo le falta peso.
Ni fuego fatuo, ni sol que irradie,
Con alborozo ni asombro vi.
Nadie hace caso de mí,
Ni yo hago caso de nadie.


Mal se avenía con mis ilusiones poéticas este modo de pensar y de hablar. Bajaba yo la vista, y como la volvía a alzar a los papalotes, recibía tres golpes de gracia, en vez de uno, oyendo estos nuevos agasajos:

De la vecina desdeñosa:


No así la rienda sueltes al deseo:
Marido no tendré pobre ni feo.


Del viejo burlón:


Mozuelo botarate,
Correrás si te suenan un petate.


Del perdonavidas:


Logra llegar a ser un mozo listo
Y verás cómo rujo cual te embisto.
Hoy por desprecio y lástima te absuelvo;
Mas si doy sobre ti, polvo te vuelvo.


Oído todo lo cual, solía yo ir a encerrarme en mi cuarto, con la firme resolución de hacerme anacoreta.

III

Vino a levantar algo mi ánimo el resultado de un combate que formó época en los anales del sport, y de cuyos pormenores no te haré gracia, por serme todavía tan grato como terrible su recuerdo. No te duermas: óyeme.

Mi maestro Martínez, con ayuda de los demás de nuestro círculo, había construido un grande y elegante cubo de madapolán grueso, de un metro y medio de altura, con parches o fuerzas de paño negro en las extremidades y el centro de su armazón de varas, y una cola de orillas de paño de Segovia, larga y flexible. Carecía el cubo de las barbas o el fleco que usaban otros, lo cual se avenía con su estilo severo y le daba, en concepto mío, la apariencia de un personaje altivo y grave, recién afeitado. Cuando poníamos la última mano a la obra, cierta mañana en el corredor de la casa, las hojas de las plantas yacían inmóviles; el cielo estaba aborregado, y en el silencio reinante en las ciudades de provincia, oíamos ladridos lejanos y el ruido todavía más lejano de la diligencia que llegaba de México. «Va a hacer norte», dijo el guardián, arremangándose los hábitos, y un instante después, la primera ráfaga invadía jardín y corredores, sacudiendo rosales y plantas, y levantando sobre sus argollas los cuadros colgados en la pared. Cogimos papalote, rabo y madeja de hilo; salimos a la calle, donde inmediatamente se nos reunieron muchachos y hombres: el más comedido o entusiasta llevó el cubo a cien pasos de distancia, y Martínez, que tenía el hilo, llamó con vigoroso movimiento de brazos, y el futuro habitante de las alturas, entre los bufidos de aquilón, ascendió recta y airosamente sobre techos y torres, arrancando a los aficionados un grito de admiración y de júbilo. Diéronmele a tener y no podía yo con él, pues su fuerza era capaz de llevarse a un hombre. Se le soltó más y más cuerda, y bajo el cielo despejado y azul, parecía la blanca vela de un bote en el mar, y el rey de todos los semejantes suyos que a mayor o menor distancia, le saludaban con el movimiento de sus rabos, en señal de respeto.

En esto oyose un bramido como de toro, y, negro y amenazador, el consabido paralelogramo o pandorga perdonavidas, apareció en el aire, más soberbio que nunca, mirando con malísimos ojos al inesperado rival, y aprestándose a destriparle cuando menos. De una pieza nos quedamos los del círculo, porque con el ansia y la prisa de estrenar el cubo se nos había olvidado ponerle las navajas.

Bajarle ahora, armarle, tendría de pronto las apariencias de arriar bandera, a lo cual no se avino Martínez. Por el contrario, fiando en su propia pericia, se dispuso desde luego a la defensa con la intención de arrimar el hilo de nuestro cubo a la extremidad superior del rabo del enemigo, lo cual solía dar por resultado que papalote y cola formaran ángulo agudo montados en la cuerda agresora, y el primero descendiera de cabeza hacia el suelo.

Las operaciones todas de ataque y defensa obedecían a una táctica especial, cuyo conocimiento y práctica no se adquirían como quiera. Fuertes eran en ellas los rectores en el presente caso, y así lo probaron.

El perdonavidas se corrió hacia el norte, para venir a caer casi perpendicularmente, al serle soltado más hilo, sobre el del cubo, y cortarle al ascender de nuevo con toda la fuerza posible.

Una y dos y tres veces trató de hacerlo y fue burlado con soltar también nosotros hilo al cubo, en el momento decisivo. Pero subiendo y mugiendo, el contrario se aproximó mucho más, aprovechando alguna ráfaga favorable, y, a punto ya de cortarnos, fue preciso rifar el todo. Al rozar su rabo como un alfanje damasquino nuestra cuerda, la atirantó Martínez y le imprimió súbito y recio movimiento, contra la cola misma del adversario, haciéndola doblar con papalote y todo. Éste, al descender de cabeza, cortó al cubo que, suelto y azotándose en el vacío como una boa, fue a caer a más de un cuarto de legua. Pero el agresor debía caer también, e ignominiosamente por cierto. Acostado y doblado por la zancadilla del hilo de su víctima, no pudo recobrar su actitud ordinaria, y como la vara de un cohete muerto, cayó, casi verticalmente hasta el suelo, viniendo a dar al centro de nuestro corro, donde se le declaró buena presa.

¡A cuántos orgullosos he visto dar así en tierra en el curso de la vida real, desde el rincón a que me trajeron mis inclinaciones subsiguientes, y acaso también la timidez y cobardía que el cubo satírico me echaba en cara! Y, a propósito de éste y de los demás papalotes que hablaban, y de las personas a quienes me figuraba representadas en ellos, vas a ver lo que suelen ser las coincidencias, casualidades y extravagancias del mundo. Pocos días después del combate, al verdadero perdonavidas le hundían el sombrero; y la polla remilgada, convaleciente de viruelas malignas, se casaba con el recaudador de contribuciones, acabado de salir de unos ejercicios espirituales.


Publicado el 16 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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