El Rey y el Bufón

José María Roa Bárcena


Cuento



A Ipandro Acaico

Prólogo

El esqueleto de este cuento ha sido exhumado de los libros ingleses de caballería del siglo XIII. El autor, más aficionado a las limpias y frescas pastas modernas que al polvo de los cronicones, halló el asunto en el Curso de literatura francesa de Villemain, quien descubre aquí el germen del estilo joco-serio que llaman humorístico los britanos; «que constituye —dice el mismo escritor francés— el principal mérito de Swift y de Sterne, y parece pertenecer a un pueblo ilustrado, que se ocupa en sus negocios y que se sirve del ingenio para aguzar el buen sentido y no para darle de mano».

Tal estilo, que distingue a Carlos Dickens, el primer novelista hoy, no es, sin embargo, peculiar a los ingleses, puesto que le hallamos en Cervantes, el primer novelista de todos los tiempos; y en el género de literatura española que Lesage explotó y mejoró trasplantándolo a Francia. Si suele no agradar a académicos graves ni a críticos exigentes, halaga a toda la gente de buen humor. Mucho hay que decir en pro de la unidad de tono; pero su variedad ameniza y divierte, imita a la naturaleza, es trasunto de la vida humana y, lejos de excluir, refuerza sutiles enseñanzas. Las mejores frutas de otoño para mi paladar son las agridulces; si tú, lector, prefieres otras, cierra el libro. En todo caso, el prólogo de este cuento y de los que siguen tiene el mérito de ser corto, y de no referir vidas propias ni ajenas.

Vísperas sicilianas

No se trata aquí de la degollación de franceses, ni de vísperas en que haya habido la menor efusión de sangre.

Trátase de las vísperas celebradas en la catedral o iglesia matriz de Siracusa, capital de la isla y del reino de Sicilia, el 23 de junio de algún año de los siglos XI o XII de la era cristiana, en honor y culto del precursor san Juan Bautista.

Como aún no regía el principio de separación del Estado y la Iglesia, el rey pudo asistir a tales vísperas, sin conculcarle, y sin temor a las declamaciones de la imprenta, que no había sido inventada.

Recibido por los canónigos en el coro, como lugar de mayor distinción y honra, no debió de guardar en él la compostura que Felipe II, siglos después en el monasterio de El Escorial, durante las vísperas de la festividad de Todos los Santos, cuando sus áulicos no se atrevieron a distraerle con futilidades como la noticia de la victoria de Lepanto.

Entretenido el soberano de Trinacria con el cálculo de las riquezas de su ínsula, llamada entonces el Granero de Roma, recordando las hazañas y travesuras de los Dionisios o Rogerio el Normando, antecesores suyos; o proyectando, a falta de ferrocarriles y telégrafos, remover y extraer las rocas de Scylla, cegar el abismo de Caribdis, o apagar el fuego del Etna, cuyo azufre no podía contratar con los ingleses, vagaba su imaginación en cosas extrañas a la ceremonia religiosa; o se adormecía su espíritu con los versos de Teócrito, el compasado martillear de los Cíclopes, los inútiles suspiros de Polifemo, los problemas de Arquímedes, o quizá la dificultosa digestión de algunas hojuelas endulzadas con miel hiblea; cuando le sacaron bruscamente de su divagación o letargo estas frases del Magníficat, en el oficio de vísperas, recitadas con estentórea voz en el coro:


Deposuit potentes de sede,
et exaltavit humiles
,


o sea: «Derribó de su asiento a los poderosos y elevó a los humildes».

—¿Cómo se entiende? —exclamó el rey, extendiendo la diestra en ademán de suspender el oficio, viendo con irritados ojos al Cabildo.

Para que se comprenda la intensidad de la indignación real, preciso es dar idea del monarca y de su carácter.

El rey de Sicilia y su bufón

El rey se llamaba Roberto y, además de joven y hermoso, era fuerte entre los fuertes, y valiente hasta la temeridad. En cuanto a dotes intelectuales, reunía a la viveza, el espíritu de observación y de estudio, amaba las artes y se hallaba, como hoy decimos, a la altura de los conocimientos de su época. Voltaire, que llamó a Federico de Prusia Salomón del Norte, habría llamado Salomón del Sur a Roberto de Sicilia, si algo hubiera esperado de él. Era hermano del papa Urbano y del emperador de Alemania; sin que el cronista explique a cuál de los Urbanos ni a cuál de los emperadores se refiere. En lo doméstico le hacía feliz su esposa, bellísima descendiente de los colonos dóricos o jónicos de Trinacria; y en lo público, sus ministros eran complacientes como los de ahora, y estaba exento de la formación y discusión del presupuesto y de la censura parlamentaria.

Pero la vida es lucha y milicia, como dice Job, y el hombre que carece de enemigos se los forja con el limo de sus propias pasiones. La paz y la prosperidad de su Estado, el ejercicio de su poder sin contradicciones ni obstáculos, la conciencia del propio mérito y los homenajes y adulaciones de su corte, encendieron en el corazón y la mente del rey la llama del orgullo y de la soberbia, que cunde y se extiende con mayor rapidez que incendio de selva en estío. Ni hubo ya consideraciones y alabanzas a su persona que no le parecieran debidas e insuficientes, ni prosperidad ajena que no le dañara. Empezando por creerse fuera del nivel de los hombres, acabó por no reconocer superior en ninguna orden de seres; y anticipándose y mejorando a Comte, que sustituye a la Divinidad el Gran Todo, compuesto de la humanidad y aun de los animales irracionales útiles o de buena conducta, irracionalmente hablando, se declaró a sí mismo lo único digno de la adoración ajena y de la propia. Vio sucesivamente con lástima, desdén, envidia y enojo la honradez y el saber de los nobles de su corte, y el poder y la riqueza de los demás soberanos, grandes y buenos amigos y parientes suyos; y por alguna de esas puerilidades no raras en quien se hace esclavo de tal pasión del orgullo, vino a no hallar contentamiento en más compañía y trato que los del bufón, Benito, que le adulaba y mordía a los demás para ganar honradamente el pan.

Era, después de todo, hombre menos malo que el rey, el bufón; feo de encargo, de miras y conocimientos limitadísimos, y que si se burlaba de toda la corte, inclusive del monarca, lo mismo lisonjeando que zahiriendo por razón de su oficio, tenía gran fondo de humildad y se juzgaba el ser más desgraciado y despreciable de toda Sicilia. A los pies de Roberto se hallaba en el coro en las vísperas de san Juan Bautista; y fue tal la indignación que vio en el rostro de su amo al recitarse el pasaje del Magnificat:


Deposuit potentes de sede,
et exaltavit humiles
,


que, en vez de llenar sus obligaciones de costumbre, remedando la actitud y la cólera de aquel nuevo Júpiter, temió él mismo sus rayos, escondió la cara entre las manos y estuvo a punto de desear que se lo tragara la tierra.

Tales eran y aparecían en aquel momento Roberto y Benito; o sea el rey de Sicilia y su bufón.

Continuación y fin de las vísperas. Cambio de papeles

¿Qué pasó por la mente de Roberto al oír aquellos versículos? Algo como la forma tangible de un absurdo en el terreno de la verdad y de la lógica, y de una grave ofensa a la majestad real y a su persona.

—¿Cómo se entiende? —repitió con la diestra extendida para suspender el rezo de los canónigos.

El deán, hombre grave y reposado, aunque sorprendido del arrebato y la pregunta del rey, le contestó con toda calma y claridad que es tal el poder de Dios, que en sólo un instante y a su arbitrio, abate lo más alto y eleva lo más bajo y rastrero. Más y más irritado con esta explicación, el monarca dijo que él podía destruir y había destruido a todos sus enemigos; que no había ni en la tierra ni sobre ella quien tuviera la facultad ni los medios de derribarle; y que, por consiguiente, lo que se acababa de leer y de cantar en el coro no pasaba de fábula inconveniente e irrespetuosísima hacia el jefe del Estado, y nociva al Estado mismo por las extraviadas y peligrosas ideas que despertaría en los vasallos; en cuya virtud quedaba solemnemente prohibida desde ese punto la repetición en aquel o cualesquiera otros oficios eclesiásticos, de los consabidos versículos latinos, que tampoco podrían ser vertidos en romance sin delito de lesa majestad. Dicho lo cual, volvió a divagar o a dormitar el rey, y continuaron las vísperas.

Aquí es donde, sobre todo, necesito apelar a la fe de mis lectores y apoyarme en la crónica inglesa. Según ella y otras noticias e inducciones posteriores, por permisión y disposición divina, los espíritus del rey y del bufón cambiaron mutua y respectivamente de cuerpo, quedando albergada el alma de Roberto en la fea y enojosa cárcel material de Benito; y alojándose el alma de éste en la arrogante y suntuosa forma del soberano de Trinacria, y por ende en el trono y con derecho a horca y cuchillo respecto de todo siciliano; suceso sin precedente, que es muy dudoso que se haya repetido y que, como es fácil suponer, se realizó sin protesta, ni conocimiento, ni simple sospecha de los canónigos, ni de los fieles de Siracusa, ni de los demás vasallos de la corona, ni de los grandes y buenos amigos y parientes de Roberto; si bien, como el corazón de la mujer es lo menos susceptible de engañarse, la del antiguo monarca, viendo algo de raro e inexplicable en el nuevo, acudió a tiempo a refugiarse a la sombra de su cuñado el papa, y se retrajo en un convento de Roma.

Para no anticipar noticias diré que, terminadas las vísperas, Benito, a quien el esplendor de su nueva posición tenía bien despierto, se retiró con sus ministros y cortesanos, no sin otorgar alguna merced a la Iglesia y al Cabildo; y Roberto, que se había quedado dormido después de su cólera, fue despertado por las llaves del sacristán y echado a deshora por el perrero. Llamó a la puerta de palacio; le abrieron, penetró con desenfado o, más bien, con enfado sumo en la sala del trono, y como quiso despojar de él a Benito —que ya estaba allí bien hallado— y protestó ahorcarle en compañía de todos los personajes presentes, riose de buena gana la corte y convino en que la sal y el chiste del bufón cada vez eran mayores, y en que debía aumentársele el sueldo.

Primera época del reinado de Benito

Pocas transmisiones de poder habrá habido más pacíficas que ésta, lo cual fácilmente se comprende después de lo expuesto.

Como el nuevo rey entraba en posesión, no sólo de las prerrogativas, sino también del físico y hábitos del antiguo, no tuvo que estudiar el modo de empuñar el cetro, de calarse la corona y de llevar con aire despejado el manto; y pudo consagrar toda su atención y todo su tiempo a los altos y bajos asuntos públicos.

Se ha dicho ya que Benito era humilde en sumo grado, y de no malos sentimientos. Trató, pues, comedida y afablemente a grandes y pequeños; dispensó a su pueblo el bien de la justicia, que cada día escasea más; y recordando las angustias de su propia pobreza, bajó la tasa del pan y de la sal.

Incapaz por lo limitado de sus conocimientos y aspiraciones, de comprender las ventajas ni los medios de cegar las fauces de Caribdis y de apagar el resuello del Etna, tuvo sin embargo el buen sentido de dejar que sus ministros siguieran hablando de la urgente necesidad de realizar esas grandes mejoras materiales, lo cual bastó a mantener contenta y satisfecha a la parte de la población de Tinacria más ilustrada y ávida de progreso.

Para colmo de dichas, una invasión normanda, venida del continente italiano, fue rechazada. Benito, que no era hombre de armas, y que, para salvar la dignidad de la corona, permaneció en el pajar del palacio durante la gresca, salió después a arengar a sus tropas vencedoras y a perseguir a los bandidos; y tuvo la inesperada satisfacción de ver su busto, coronado de laureles, en medallas de cobre como las acuñadas en honor de los emperadores romanos. Apellidáronle Rayo de la Guerra algunos poetas, y todo el parnaso local convino en que aquel siglo era el de Augusto para Sicilia.

Penas y reflexiones de Roberto

El brillantísimo estreno de Roberto en su segundo papel no fue bastante a hacerle amar el nuevo oficio. Insistió en tener explicaciones con Benito y hasta quiso matarle. La corte aplaudía más y más la sublimidad del chiste; pero el rey, que tenía sus razones para no gustar de él, privó al bufón de espada, y en compensación le hizo aplicar algunos latigazos. Éstos y el hambre pusieron límite a las manifestaciones de la rabia de Roberto, quien llegó, por necesidad y convencimiento, a la más rara perfección en el arte de la bufonería.

Uno de sus tormentos más intensos nacía de la observación de que, no obstante la ignorancia y nulidad de Benito, nadie echaba de menos en él las altas cualidades de su antecesor; cualidades que todos, al contrario, acaso por la fuerza de la costumbre y de las ideas preconcebidas, seguían contemplando y admirando hasta con creces en el monarca actual. Lo que hallaba todavía más desesperante Roberto era que el reino prosperaba en paz y riqueza, y en la consideración de los demás pueblos. El papa Urbano y el emperador alemán se enorgullecían de su parentesco con el soberano de Trinacria, y le consultaban los más arduos negocios. El reino siciliano era un reino modelo, que pesaba más que otro alguno en la balanza europea.

El respeto y los aplausos tributados antes a Roberto, ¿lo fueron a sus propias prendas de hombre privado y público; o a lo alto de su posición y a la posesión del poder, que infunde temores y amamanta esperanzas en todos?

¿Hay una Providencia que se complace en escoger los instrumentos más humildes para sus más vastas obras, y en enderezar al acierto y al bien de la comunidad el gobierno de gentes que no saben leer ni escribir?

Tales llegaron a ser para Roberto, andando el tiempo, los principales temas de sus reflexiones, sombra y figura del sistema hidropático; y que empezando por enfriar su soberbia y calmar su desesperación, acabaron por hacerlo aceptar su bajo y despreciable oficio, como justa expiación de sus errores y desvaríos.

Segunda y última época del reinado de Benito

El antiguo bufón, que tan excelentes dotes de gobernante había mostrado al principio, no pudo, al cabo, salir airoso de la terrible prueba de la prosperidad y la grandeza.

Hízose flojo y holgazán, y amante de placeres vedados; para no tener que administrar justicia, instituyó una especie de jurados que solían dejar impune el crimen.

Hízose avaro, y no bastándole los tributos antiguos, decretó una contribución parecida a la del Timbre, haciendo aplicar obleas con la estampada figura de un ogro, en representación del erario, al pan con que se alimentaban sus fieles vasallos.

Pero, sobre todo, se hizo orgulloso y soberbio; se olvidó por completo de su antigua bajísima condición, o llegó a creer que había sido sueño y pesadilla; vio con desprecio a grandes y chicos; sintiose lastimado de todo bien y contento ajeno; muy encima de las consideraciones y alabanzas que se le tributaban; fuera del más alto nivel de los hombres; sin superior en la tierra ni en otras partes, y único objeto digno de la adoración del mundo y de sí mismo.

Sin personalidades ni indirectas se podría decir que el caso era eminentemente bufo.

Nuevas vísperas

Tal era el estado de las cosas o, más bien, de las personas, puesto que del rey y del bufón se trata, cuando un nuevo 23 de junio hizo acudir a entrambos a las solemnes vísperas de san Juan Bautista en la catedral de Siracusa.

Pensaban el rey en sus truhanerías y el bufón en sus penas cuando los canónigos, intimidados con el recuerdo de lo acaecido el año anterior, y juzgando que, en conciencia, no podían alterar el texto del oficio, recitaron en voz baja y poco inteligible aquello de


Deposuit potentes de sede,
et exaltavit humiles
.


—¿Qué significa esto? —preguntó Benito, que no sabía latín, y a quien alguna siniestra inspiración o vaga memoria hizo maliciar el contenido de los versículos.

—Significa que Dios abate a los poderosos y exalta a los humildes —contestó el deán, no sin apañar su breviario a guisa de escudo, al ver la alta indignación aparecida en el rostro y los ademanes del monarca.

—No pasa de conseja lo que rezáis —contestó éste—. No hay en tierra ni en cielo quien pueda abatir al rey de Sicilia, vencedor de la invasión normanda y consejero de los soberanos de Europa.

Observa aquí la crónica que Benito, por inspiración y movimiento propios y espontáneos, volvió a su papel y oficio de bufón en el punto en que ahora remedó las frases y ademanes de Roberto en las vísperas anteriores.

Recobrando el mismo Benito su antigua condición y su antiguo cuerpo, el verdadero rey volvió a juntarse con el suyo; y se agrega, redundantemente a mi juicio, que estaba muy aprovechado de la lección, y sin riesgo de olvidarla.

Conclusión

Esta segunda transmisión de poder pasó tan inadvertida como la primera.

La gente, que comenzaba a murmurar y a rabiar con los desmanes de Benito, se calmó y contentó, y reanudó el coro de sus alabanzas a Roberto, quien nada había de pedir en el desempeño de su alto encargo.

No obstante ello, esa misma gente, fastidiada al cabo de algunos meses del exceso de paz y prosperidad, y deseosos de emociones y cambios, fue a agruparse en torno a la bandera comunista que el bufón, mal hallado con su segundo cambio y creyéndose indebida e indignamente despojado de la púrpura real, acababa de levantar en las asperezas del Mongibelo, prometiendo, entre otras reformas, la abolición de la especie de Timbre que él mismo había decretado.

Roberto allegó sus tropas, marchó con ellas contra Benito y en un abrir y cerrar de ojos lo derrotó y ahorcó.

Y aquí termina la historia del bufón que nunca dejó de serlo.

La gente que le seguía, al verse vencida y deshecha, empezó a maliciar su propio error y acabó por declararse partidaria de Roberto, ganarle sueldo y proclamarle el mejor de los reyes en el mejor de los pueblos sabiamente gobernados.

Ni esto, ni la experiencia que había prácticamente adquirido Roberto en sus días de expiación, cooperaron a hacerle formar de la especie humana en general, y de las dulzuras, ventajas y eficacia del poder, mejor idea que la que ya tenía en mientes. Había visto que los vasallos son carneros o tigres de quienes no es fácil sacar partido; y que el monarca más celoso y justiciero no puede remediar, ni conocer, ni sospechar siquiera, los abusos y los padecimientos de que son víctimas los súbditos. Al recobrar Roberto la humildad y la bondad, y al ganar en saber y experiencia, se había inutilizado para el mando. ¡Cosas de este mundo y de nosotros los hombres! Contra el dictamen de los más notables de Sicilia, y de acuerdo con sus hermanos el emperador y el papa, convocó en Siracusa cortes, y ante ellas se despojó de la corona y la puso en las sienes de un sobrino más o menos listo o negado; yéndose él enseguida al campo, a plantar vides y a fundar y curar colmenas, y a amar a su mujer, y a filosofar a sus anchas, sin temor de aduladores, ni de asesinos, ni de pretendientes de empleo, y aconsejando a los demás sicilianos, y a sus iguales, que se conformaran con lo que Dios da, y no pidieran gollerías a los gobernantes.

¡Con qué vicio se dieron las uvas, y qué copia de miel hiblea, verdaderamente garantizada, se juntó en la heredad de Roberto! ¡Cómo le proporcionaron las unas el generoso vino que alegra y conforta la vejez; y le hizo la otra más sabrosas las hojuelas a que siempre fue tan aficionado! ¡Qué amante y hermosa era la griega, siempre joven, sin albayalde ni postizos, ni melindres de sensible, ni presunciones de erudita! ¡Cómo alegraban la vista de los esposos en bellísimas lontananzas y bajo un cielo siempre sereno y despejado, los valles y montañas de Trinacria y las azules y espumosas ondas del Mediterráneo! ¡Cuán bien les arrullaban el sueño los rugidos de Caribdis y el Etna que no había ya necesidad de cegar y apagar! Pero, si yo siguiera hablando de paz y bienestar y satisfacciones campestres, se trocaría en idilio mi cuento. Doyle punto, agregando, con referencia a la tradición, que aquí termina la historia del rey que se hizo bueno y no sirvió ya para rey.


Publicado el 16 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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