Manuscrito hallado entre papeles viejos
Al conde de Bassoco
I
Cuando aún no había caminos de hierro entre nosotros, ni eran fáciles los medios de transporte, y el invento de Fulton solía verse anunciado, como si dijéramos en figura, por un par de bueyes soñolientos que más de una vez remplazaron a los cansados troncos de mulas en el tiro de carruajes; allá por los años de 1840, para acabar con esta perífrasis, venía de Orizaba a Puebla, con todo y la polvienta funda de manta, de rigor, un coche ocupado por los siguientes personajes:
Un procurador o agente de negocios, de enjuto y avinagrado rostro, de traje negro y algo mugriento, y cuyo desaliño, se sintetizaba, digámoslo así, en las enlutadas y largas uñas, parte integrante de los utensilios de su profesión; y que chocaban entonces, por no verse, como ahora, en las manos de los más atildados mancebos, y aun de las más bellas damas.
Un militar retirado, con una pierna de menos y muletas y dos o tres cicatrices demás; de los que en tiempo de la insurrección se batieron al lado de Rosains, o acompañaron en la cueva tradicional a don Guadalupe Victoria, fomentándole sus sueños de dicha doméstica y patriótica, cifrados, según lenguas mordaces, en casarse con una india de Guatemala y ser uno y otra coronados rey y reina de América, como entonces se decía.
Un aficionado a la pintura, que desde su juventud había sido almonedero en México, en la calle de la Canoa.
Por último, un hacendado actual, boticario retirado del oficio, con buenos pesos extraídos de la zarzaparrilla y la borraja; cuyo aspecto hacía recordar el ruibarbo, y cuya levita parecía haber probado muchos años atrás todos los ungüentos de la farmacia.
Estos hombres que, probablemente, nunca se habían visto al dar principio al viaje, ocupaban el interior del vehículo, cuya caja, por lo pequeña, con relación a varas, sopandas y ruedas, recordaba exactamente el cuerpo de una araña de las que llaman zancudas, y cuyo nombre técnico omito por ignorarlo. Como caminaban contando con un solo tiro de mulas, eran cortísimas sus jornadas. La del día a que me contraigo debía ser rendida en Puebla. Anochecía ya en el punto intermedio de Amozoc y de la expresada ciudad, cuando el coche —que es fama, trajo a Marquina a México, cuando vino de virrey— dio un salto en una de las ramblas pequeñas formadas en el camino por las lluvias, y se desarmó, casi por completo, rompiéndose a un tiempo mismo, no sé por qué efecto mecánico, lanza, sopandas y caja, quedando todo ello en estado poco menos que inservible.
Descendiendo al suelo con más prisa y menos compostura de lo que habrían deseado, el militar, el procurador, el farmacéutico y el almonedero se hallaron en la poco envidiable aptitud de contemplar a todo su sabor, sobre aquel montón de apolilladas ruinas, el brillo de todas las constelaciones del cielo en una noche de diciembre, de aquellas que por lo frías hielan las narices y dificultan la respiración. Componer y volver a armar el coche, no era posible, careciéndose de carrocero y de instrumentos a propósito; y tomar a pie el camino hasta Puebla, no halagaba a aquel cuaterno de cotorrones, más o menos atacados de reumatismo; máxime previendo que al llegar a la garita la habrían de hallar cerrada, exponiéndose a ser tratados como gente sospechosa. Decidiéronse, pues, a esperar el paso de algún otro vehículo y en último caso el día, cuya luz es consuelo de apenados, y cuyas brisas matinales traen a la cabeza ideas frescas y acertadas resoluciones.
Tomada la que acabo de indicar, entraron los ánimos en alguna tranquilidad, como sucede siempre en casos análogos; y los viajeros, comenzando por reírse del enojo y las maldiciones del cochero y del sota, acabaron por hacerse mutuamente más comunicativos y procurarse distracción, cada uno según el giro de sus inclinaciones y costumbres. El almonedero se acercó instintivamente a recoger y examinar algunas piezas del finado coche, hallando que sólo habían quedado ilesos los picaportes de las portezuelas, que, sin querer, avaluó y tasó allá en sus adentros. El boticario, que había sacado del golpe un brazo maltrecho, se aplicó una cataplasma de lodo, figurándose que lo vendía por triaca a alguno de sus antiguos marchantes. El procurador revolvía en su cabeza leyes y prácticas forenses, con el firme intento de demandar judicialmente por daños y perjuicios, en llegando a Puebla, al dueño del coche; si bien vino a contrariar en cierto modo sus planes, por importar la pérdida del derecho propio y hasta flagrante responsabilidad de perjuicio ajeno, el atolondramiento del militar, que figurándose a la cabeza de su compañía y en tiempo de guerra y de ocupaciones y despojos en nombre del servicio público y sin previa indemnización, como el frío apretara por una parte y él necesitara por otra descargar en alguien su mal humor, juntó los palitroques del deshecho carruaje, hizo con ellos una buena lumbrada y calló a golpes las reclamaciones del cochero, que poniendo desde luego el grito en las nubes, acabó por resignarse, como que al fin, sólo se trataba de los intereses de su amo, y por sentarse en unión de los pasajeros en torno de la hoguera así improvisada, y cuyos reflejos hacían aparecer distintamente en los semblantes la estupidez del auriga, la franqueza y brusquedad del capitán, la indiferencia del almonedero, la avaricia del fabricante de purgas y la natural y reconcentrada malicia y el instinto rapaz del representante de las leyes.
Una carcajada homérica del militar vino a interrumpir el general silencio, sólo alternado con las coces de las mulas, que ni se calentaban ni veían por allí pesebre. «A la verdad, señores —dijo—, representamos una escena casi patriarcal que me sería hasta agradable si a esta botella de refino, compañera mía en todos mis viajes, pudiera agregar el cabrito de los israelitas o siquiera los buñuelos de los pastores de Belem o hasta, en último caso, un cuarto trasero de la burra de Balaam bien asado. Pero, falto de tales elementos de conservación y mejora del cuerpo y de esparcimiento del ánimo, heme contentado con comer prójimo mentalmente, riéndome en mi interior de las figuras de ustedes (movimiento de extrañeza y enojo en el concurso) y de la espontaneidad con que todos, en un caso dado, obramos con arreglo a nuestros hábitos y propensiones, sin advertirlo. Antes que el despotismo y la violencia, inseparables de este mutilado servidor de la nación, que comenzó por amarrar en Tehuacán a los miembros del Congreso de Chilpancingo y ha acabado por hacer inútiles reverencias a ministros de Hacienda y tesoreros, en solicitud de alcances que están en el palo ensebado con que nos hemos de divertir el día del Juicio; antes, digo, que mi capricho y brutalidad convirtieran en fogata los restos de la apolillada cucaracha que con nombre y humos de coche nos trajo al triste estado en que nos vemos y pusiesen mano airada en el mofletudo rostro de este honrado aunque estúpido muletero, a quien pido me excuse la necesidad de reincidencia, pardiez que no se me habían ocultado ni las pesquisas y los cálculos de este señor que, según nos ha dicho, tuvo o tiene almoneda; ni la maestría con que se vendó el adolorido brazo el farmacéutico; ni las señales de estar revolviendo proyectos de multas e indemnizaciones, que aparecieron en la torva frente del compañero procurador; ave de presa detenida en su vuelo, cuando acaso tenía que asistir a embargo o despojo; comida sabrosísima para los de su oficio.
»Y puesto que la casualidad o Satanás han tenido la humorada de reunirnos aquí a campo raso y sin víveres ni quehacer, a individuos de caracteres y profesiones tan diferentes, con la perspectiva de una noche verdaderamente infernal, en que dado caso que fuera posible dormir, lo sería que sirviéramos de cena a los coyotes, ¿no habría más cordura en echar todo a broma, perder el encogimiento y la reserva reinantes entre personas que de ayer acá se han conocido y que cada uno cante, ría o hable sin ceremonia, refiriendo, si gusta, alguna o algunas de sus propias aventuras, o de las ajenas de que tenga noticia y que suelen ser más sabrosas de contar? Y como llevo media hora de hacer uso de la palabra, para evitar toda extrañeza debo advertir a ustedes que casi no la he cortado desde que salí de la cueva en que acompañé al general Victoria. Tal efecto causó en mi lengua, antes callada de suyo, el silencio que por espacio de meses y aun de años tuvo que guardar, careciendo de tercera persona con quien comunicarse y no siéndole posible interrumpir las abstracciones del jefe, que de día ideaba un plan de reconstrucción social y política del país y de noche soñaba con cierta beldad de Guatemala o del Soconusco, a quien nunca llegamos ni él ni yo a conocer. Así, pues, compañeros, rienda suelta al buen o mal humor y charlen ustedes, alternando conmigo, o al mismo tiempo que yo, para matar el tiempo, en tanto que este animal (hablo del cochero), si no quiere que yo le vuelva a medir las costillas, se pone en atalaya, por si viniere por esos caminos de Dios, coche o carreta que podamos aprovechar o hasta un hatajillo de asnos que, en último caso, embargaríamos sin ceremonia, pues el servicio público es ante todo. Y cuenta que a estas horas y en este desierto, sería yo capaz de encomendarme al santo más famoso del contorno, si tuviera esperanzas de que me oyese y reputaría verdaderamente milagro suyo el que se nos depara modo de no ver desde aquí salir el sol, cosechando nosotros una o más pulmonías».
Un acceso de tos interrumpió aquí al militar y aprovechando la interrupción, el procurador, como hablando consigo mismo, exclamó con gesto sardónico:
—Milagro y muy milagro sería ello; pero de éstos tan patentes, sólo el Cristo del licenciado Retortillo los hacía.
—Explíquenos el señor procurador, si gusta, qué Cristo era ése —interrumpió el almonedero— que al cabo nada nos corre prisa y algún tiempo mataremos oyéndole.
Y, como los demás circunstantes manifestaron igual deseo, el procurador limpiose el pecho, cual si fuera a cantar y sin fijar la vista en nadie, para no comprometerse, habló en estos términos:
II. El crucifijo milagroso
Todo el mundo, al menos el forense —y hablo en términos de mi profesión—, ha conocido en México al señor licenciado Retortillo, muerto hace pocos años de resultas de una enfermedad crónica que le sobrevino de un aire colado, estando caliente su merced, después de un informe en estrados.
Educado en la escuela de los Bataller y Gamboa y dotado de inteligencia, viveza y malicia no comunes, llamó muy presto la atención general y amén de recibirse de las agendas y sindicaturas de no pocas cofradías, tuvo a su cargo los negocios judiciales de las casas de comercio más importantes de la capital y de fuera de ella, no admitiendo jamás empleo público alguno. Con el transcurso del tiempo y el incremento de su fama, multiplicáronsele las ocupaciones de tal manera, que su estudio, por lo numeroso y polviento de los legajos y expedientes aglomerados en estantes, mesas y sillas, parecía oficio de escribano, regocijando la vista y el corazón de la gente de curia que olfateaba allí el germen de demandas y litigios interminables. Y aunque el licenciado trabajaba más cada día, con riesgo de su salud y hasta bajo su nombre y responsabilidad ocupaba a otros abogados que le despachaban los negocios más fáciles de arreglo; como seguíanle cayendo en progresión mayor los de todo género, acabó por atascarse entre aquellos montones de papel, poniendo a prueba la paciencia de herederos y litigantes y dándosele un comino sus hablillas y murmuraciones. Riquísimo estaba ya; y los humos de la riqueza y los dolores del reumatismo habían ido agriando su carácter, que nunca tuvo fama de dulce, especialmente en el desempeño de su profesión en que era excéntrico y claridoso, como decían en presencia suya sus amigos o como aseguraban en su ausencia sus émulos, un hombre verdaderamente malcriado.
Recuerdo su estatura, su fisonomía, su traje y sus modales, cierta mañana del otoño de 1835, en que le vi por última vez, acudiendo yo a su estudio en representación de unos herederos con beneficio de inventario, que murieron sin llegar a ver arreglada la testamentaría respectiva. Frisaba ya en los sesenta mi hombre, y, sin ser alto ni bajo, tenía por cuerpo un verdadero costal en que la naturaleza parecía haberse complacido en vaciar a ciegas la carne y los huesos, sin dar a una ni a otros la debida colocación. De tez aceitunada que contrastaba con lo cano del cabello, corto y levantado de todas partes, como si el espanto le erizara; de ojos vivos y malignos aunque algo encapotados; de nariz a la Carlos III —que la tuvo más larga que Carlos IV, por más que la fama haya favorecido a éste con daño de aquél— y de excesivamente belfo inferior labio, que cuando se apartaba del superior dejaba ver hasta cuatro piezas entre dientes y colmillos, moviéndose dócilmente al impulso de la lengua, tenía tembloroso el pulso y la voz; metidos ambos pies en sendas bolsas o fundas de paño negro con nombre de zapatos y la mayor parte del cuerpo en un levitón de bayeta, del corte de los que llamaban redingotes en nuestro tiempo.
Tal era la estampa del señor licenciado Retortillo aquella mañana en que, sin duda, la digestión del chocolate había sido penosa, pues no disimulaba el viejo su mal humor, del cual era signo inequívoco para los que le tratábamos el echar pestes contra los clientes que se difundían en la explicación o consulta de sus negocios o contra las visitas que sin objeto alguno iban a quitarle el tiempo y cuya conversación suele ser una verdadera calamidad para las personas ocupadas.
Olvidaba decir a ustedes que el licenciado, hombre íntegro y religioso a pesar de su malicia y aspereza, tenía en su estudio, en una de las paredes, precisamente enfrente de su bufete y bajo un doselillo de damasco rojo con candelabros de plata, un crucifijo de madera que él apreciaba mucho, escultura de Cora, cuya mansedumbre y benignidad, hábilmente representadas por el artífice, formaban más de una vez contraste con el ceño y la iracundia de Retortillo. A pesar de lo expuesto, es indudable que nuestro hombre tenía cariño y devoción a la imagen: solíasele sorprender con los ojos fijos en ella cuando algún cliente le molestaba con la relación de las enfermedades de todos y cada uno de los individuos de su familia o cuando algún enviado de la parte contraria trataba de amedrentarle o de sobornar su lealtad, y hasta había llegado alguna vez a decirme en un arranque de confianza: «Rascón, esta imagen es milagrosa y no extrañaría yo ni que llegaras a ser hombre de bien si te encomendaras a ella».
En la mañana a que me refiero, estaba sumamente atareado Retortillo con el despacho de un expediente en que se interesaba uno de los más altos personajes políticos de aquel tiempo. Había despedido el licenciado a todos sus clientes, citándolos para otro día, por tener que ocuparse de preferencia y con urgencia en el consabido negocio y deteniéndome a mí para que llevase al tribunal el escrito que nos disponíamos él a redactar y yo a escribir. Lista hallábase en la mesa la blanca foja sellada para el bienio corriente y mojada en tinta y aproximada al papel mi pluma, y el abogado se rascaba una oreja para empezar a dictarme, cuando oímos pasos en el corredor; pero en la confianza de que había dado orden al portero de que a nadie dejara subir, no se alarmó Retortillo; y precisamente acabando de emitir la fórmula «como más haya lugar en derecho» y cuando su labio inferior llegaba casi a la forma y las dimensiones de un hongo de los más venenosos, apareció en el umbral de la puerta del estudio, sombrero en mano, camisa y polvero limpios, la sonrisa de la jovialidad en los labios y el comedimiento y la urbanidad en todos los ademanes, dando «santos y felices días», un honradísimo hacendado del rumbo de Chalma, llamado don Canuto Bobadilla, que había venido a México a pasar Todos Santos y Muertos y que a título de pariente de una cuñada de la difunta esposa del licenciado, no había creído compatible con la observancia de las reglas de buena crianza en que fue educado, regresar a sus paninos sin hacer una visita a Retortillo; en primer lugar, para tener la imponderable satisfacción de conocer a un abogado cuya fama se extendía casi tanto como la del santuario de sus rumbos; en segundo lugar, para darle sucinta noticia de su posición y familia, pedírsela acerca del médico más a propósito para curarle de un mal de piedra que él, equivocadamente sin duda, suponía radicado en el canal de la uretra, debiendo estarlo, según todas las apariencias, en la cabeza; y en tercero y último lugar, para ofrecerle su persona y bienes presentes y futuros, como su más respetuoso, afecto y rendido servidor que le deseaba perenne salud y le besaba entrambas manos.
Y aquel buitre bajo la forma de palomino, sin darse por satisfecho con explicación tan difusa, refirió al licenciado cómo había forzado la consigna dada al portero, quien procuró detenerle a tiempo o en el patio, y sólo franqueó el paso ante el aire de severidad y la mirada de protección con que el payo le dijo ser de la familia. Maldiciendo en sus adentros al visitante y al portero y significando en vano a don Canuto con ademanes de inquietud y con medias palabras lo muy ocupado que estaba y su deseo de que terminara cuanto antes la visita, Retortillo fijaba de cuando en cuando sus ojos verde alfalfa en el crucifijo y hasta movía los labios como si orase, en tanto que Bobadilla seguía hablando del frío y del calor, de las últimas elecciones municipales de Chalma y del chahuixtle recién caído a sus sementeras.
Repentinamente y como si Retortillo no hubiese podido resistir más tiempo a los impulsos de su devoción, levantose del bufete, dejando al payo con la palabra en la boca, y fue a arrodillarse a los pies del crucifijo, cruzando desde luego los brazos e inclinando la cabeza sobre el pecho y levantando enseguida el rostro y la diestra hacia la sagrada imagen, como si encarecidamente le pidiera alguna merced. Curiosa era la figura del señor licenciado, que, a guisa de rey de baraja, se destacaba sobre el fondo luminoso de un rayo de sol que penetraba en el aposento. Bobadilla, al ver la acción de Retortillo, manifestó extrañeza; pero, imaginándose a poco que el anciano era hombre profundamente piadoso, revistió su semblante con aire de respeto y simpatía, guardando cabal silencio, llevando alternativamente sus ojos del suplicante a la imagen y hasta pareciendo asociarse por medio de la oración mental, a la plegaria del licenciado.
Éste se santiguó una, dos y tres veces; púsose en pie y se dirigió al bufete reocupando su asiento y restregándose las manos como en señal de satisfacción y de confianza.
—¡Hermoso Cristo! —dijo el payo, queriendo reanudar la interrumpida conversación.
—¡Y tan milagroso! —exclamó Retortillo.
—¿Conque es milagrosa esta sagrada imagen?
—Usted va a ser juez de su virtud de hacer milagros. Estando yo sumamente ocupado y siéndome excesivamente molesta a causa de ello la visita de usted, acabo de pedir a ese Cristo que toque a usted el corazón para que se vaya y me deje libre y no tardamos en ver que ha sido oída y obsequiada mi petición.
Por grande que fuese la dosis de tontera y candor del payo, no se le oscureció la bellaquería del licenciado y poniéndose de siete colores, se levantó y despidió mortificadísimo, dando disculpas a Retortillo y tropezones con tapetes y escupideras.
—¡Ya usted ve si la imagen es milagrosa! —observó el licenciado, estrechándole por última vez la mano en la puerta del estudio; y volviendo a su bufete y siguiendo la frase pendiente, aun antes de sentarse, dictó: «Y salvas las protestas oportunas, ante usía, con el respeto debido expongo».
Preocupado yo con lo que acababa de presenciar, en vez de escribir la frase, di rienda suelta, no sin estrépito y contorsiones a la risa que me hormigueaba en el cuerpo. Retortillo me vio con aire grave y me dijo en tono sentencioso: «Milagros de este linaje se obran, a Dios rogando y con el mazo dando».
Recordé estas palabras al oír las últimas del capitán y creo que el milagro que él desea sería de fácil realización, si alguno de nosotros poseyera la viveza, la travesura y la resolución del licenciado Retortillo para hallar expedientes en lances tan apurados como éste en que nos vemos.
III. La docena de sillas para igualar
Los oyentes hallaron demasiado largo el cuento del procurador, tratándose de tan sencillo suceso y el farmacéutico, que era inclinado a la contradicción, dijo:
—No; pues lo que es en materia de viveza y travesura, yo habría proporcionado al licenciado Retortillo la horma de su zapato en la persona de un don Roque, de célebre memoria; si bien éste solía emplear aquellas dotes en términos mucho menos ajustados al Decálogo.
Don Roque había sido comerciante en San Luis Potosí, con bienes propios considerables y casi ilimitado crédito; pero el robo de unos cargamentos de mercancías suyas, durante la guerra de insurrección, le atrasó de tal modo, que dio punto a sus negocios entregando a sus acreedores el dinero y los efectos existentes y hasta las alhajas de su mujer; pues decía y con justicia, que usarlas ella cuando su marido aún debía en la plaza, era afrentarse a sí misma. Por raro que hoy parezca este modo de discutir, era el de don Roque en la época a que me contraigo y lo hago notar a ustedes para que en la conducta posterior de mi héroe vean hasta dónde suele arrastrar la pobreza. Siempre que yo oía hablar de las diabluras de don Roque, recordaba, sin querer, una cuarteta que de muchacho leí en alguno de los romances del Cid y que dice:
¡Oh necesidad infame!
¡A cuántos honrados fuerzas
A que, por salir de ti,
Hagan mil cosas mal hechas!
Aunque la poesía y los versos me han apestado siempre más que la
valeriana, quedóseme en la memoria la tal cuarteta y me gusta, por
contener una verdad positiva y activa como una onza de purga de Jalapa (radix Jalapae).
Y volviendo a don Roque, sucediole que honrado y favorecido de sus
mismos acreedores, al principio de su pobreza, acabó por cansarlos a
peticiones y banderillazos y llegó a palpar frío el fogón de su cocina y
rajada y vacía la marmita del puchero; situación terrible para el jefe
de una familia compuesta de mujer y tres o cuatro hijas pequeñas, que
comen con el buen apetito de la miseria; que rompen zapatos y que no se
pueden vestir de hojas de plátano, como Eva antes de la invención de los
telares.
Diose don Roque a la correduría, aunque sin título y con la mala suerte que por lo regular acompaña a los buenos. Diariamente azotaba las calles de la ciudad y de sus cuatro barrios, sin hacer, sino rara vez, algún negocio pequeño, cuyo producto llevaba inmediatamente a su familia. De día en día fuéronsele escaseando más y más los medios de subsistencia y como había sido rico y se había sentado en su juventud al festín de la abundancia, hízose mucho más amargo el pan de la pobreza; o, para hablar con propiedad, se le agrió el carácter y se le endureció el corazón al verse sin pan bueno ni malo. Dio en tratar ásperamente a todo el mundo, cuando de todo el mundo necesitaba y hasta en contestar con grosería a las salutaciones de las gentes, lo cual empeoraba su situación. Por otra parte, ocurría a las casas de juego, a que sus antiguos amigos le corrieran algo en vaca, sin poner él un solo centavo, o a que los conocidos afortunados le dieran el barato y como la dignidad y la decencia casi siempre se pierden muy pronto en los garitos, este pobre viejo que había sido hombre leal y completo, acabó por vivir de una industria que es hoy la de muchos: jugando topillos con mayor o menor escala; pero con viveza y travesura, que le dieron celebridad y que muchas veces caían en gracia a las mismas víctimas.
Advierto, señores, que voy tropezando en el mismo escollo del compañero procurador, quien para referirnos la entrevista de un licenciado y de un payo, nos ha forjado una historia casi tan larga como la vida de san Alejo. Procuraré de consiguiente, abreviar la narración de mi anécdota.
Habíamos llegado, don Roque al estado de decadencia moral de que acabo de hablar y yo al apogeo de mi posición como farmacéutico. De humilde origen y huérfano desde muy corta edad, había pasado mis años juveniles machacando raíces y preparando purgantes y clísteres durante el día, en calidad de mancebo y sin más distracción por las noches que el estudio del formulario y la colocación de recetas en los alambres destinados a recibirlas. Mi laboriosidad y mi aptitud para dar punto y el sabor conveniente a jarabes y refrescos habían llamado más de una vez la atención de mi principal y siendo éste español y teniendo que salir del país a la expulsión de todos los de su nacionalidad, dejome la botica en traspaso, a que le fuese yo pagando en anualidades su importe. Abrí un nuevo pozo, no pareciéndome suficiente para infusiones y decocciones el agua del que había; rematé una partida regular de azúcar prieta a precio muy bajo y contraté la zarzaparrilla, los claveles y las cáscaras de naranja que fuera posible recoger en un radio de algunas leguas y con estos elementos y la especialidad de platear las píldoras que otros boticarios sólo cubrían con harina o magnesia, mi establecimiento llegó a ser el primero de los de su género en la ciudad. Dueño de mis acciones y poseedor de regulares recursos y conviniendo con el Génesis, en que el hombre no está bien cuando se halla solo, caseme con la hija de un hacendado del rumbo de Tepeyahualco, y a la muerte de mi suegro —que lo fue para mí en toda la acepción de la palabra—, por aquello sin duda de que todo está compensado en la vida, recibí la rica hacienda que hoy poseo, y de que mi esposa resultó única heredera.
Fue y es la tal esposa mía un tipo singular, poseyendo las cualidades buenas y malas de un temperamento linfático y de un carácter de aquellos que no sienten agravio ni agradecen beneficio. Con la misma flema con que cuando éramos novios recibía las pastillas de malva y agua de azahar con que yo la obsequiaba, recibió los catorce hijos con que Dios lleva bendecido nuestro matrimonio y recibiría al verdugo si fuese condenada a la estrangulación. Y aquí voy a entrar en detalles domésticos que temo fastidien a mi auditorio; pero que son indispensables para la inteligencia de lo que refiero.
Yo había puesto a mi esposa una casita, asaz decente y bien amueblada; pero dio y tomó en que la docena de sillas norteamericanas de asiento de ojo de perdiz —de las primeras que vinieron al país— que adornaban la sala, no eran suficientes, atendidas las dimensiones de ésta y que convendría duplicar el número de asientos buscando otros iguales a los ya comprados. Esto, que hoy parecería tan hacedero, no lo era entonces, por la sencilla razón de que sólo había llegado a la ciudad una partida de las tales sillas, que inmediatamente se realizó por haber agradado mucho la calidad y la forma de ellas. Contra su habitual indiferencia respecto de todo, mi esposa perseveró en su antojo y como yo tenía mis barruntos de que iba a hacerme padre, no quise omitir esfuerzo para cumplírselo.
—Don Roque —dije un día a nuestro viejo, que rebozado hasta las narices en el descolorido barragán que había sido verde, se recostaba contra el mostrador de la botica, con todas las señales de un mal humor más concentrado que de ordinario—, mi esposa desea una docena de sillas iguales a las que tenemos en casa. Pídale usted una de éstas para muestra y vea si consigue a no muy alto precio las que solicito.
El viejo dio por toda respuesta un gruñido y salió de la botica. Me había visto casi diariamente desde que yo era niño; me trataba con familiaridad; daba muy frecuentes jaques a mi bolsillo y ni su persona ni su historia eran desconocidas a mi esposa, que le profesaba algún aprecio por efecto de su triste situación y de las consideraciones que me veía guardarle. Media hora después volvía don Roque, seguido de dos cargadores con la deseada docena de sillas, que él mismo fue bajando una por una de la cabeza de aquéllos y poniendo en doble hilera frente a la puerta de la botica.
—¿Son o no son iguales a las tuyas? —me preguntó. Al primer golpe de vista y antes de oír la pregunta, habíala yo resuelto en sentido afirmativo. ¡La misma forma, las mismas dimensiones, el propio asiento de bejuco y hasta las mismas frutas doradas al claroscuro en los respaldos y los pies!
—¿Dónde ha podido usted dar tan presto con lo que buscaba? —le pregunté a mi turno.
—Eso no es de tu cuenta —me contestó—. Las sillas valen sesenta pesos; ni un real menos.
—Las que tengo me han costado cincuenta y cinco. ¿No podría ser que dieran éstas en lo mismo?
—Valen sesenta pesos; y o los cuentas o me las llevo.
—Mías son —me apresuré a decirle, temiendo perder la oportunidad de complacer a mi esposa y puse al viejo en el mostrador de la botica tres montoncitos de a veinte duros.
Don Roque sonó y frotó algunos de éstos después de contarlos, puso la cantidad total en su polvero, fijó en mí una mirada entre dulce y maliciosa y acabó por decirme:
—¿Y yo, trabajo de balde, por ventura?
El corredor exigía su corretaje y era justo dárselo, como también pagar a los cargadores. Saldada mi cuenta por completo, sin haber exigido factura ni recibo, por creer que no valía la pena de ello, supliqué a don Roque llevara las sillas a mi casa y las entregara de parte mía a mi mujer; a todo lo cual se mostró dispuesto, partiendo enseguida a hacerlo.
Quedé contento del negocio, fuerza es decirlo. Por una parte, era yo buen marido —como lo son en la luna de miel casi todos— y compartía y saboreaba el gusto de Donaciana al ver cumplido su antojo. Por otra parte, aunque en fuerza de preparar cáusticos y ventosas, habíame vuelto insensible a los padecimientos de la humanidad, me afectaba la miseria de don Roque y me decía que con el corretaje de las sillas tendría su familia para comer un par de días. No sospechaba yo que el bien y buena obra hechos por mí al viejo, habían sido mucho mayores. El muy tuno, conociendo el carácter apático de mi mujer y contando con él, tan luego como yo le encargué que buscara sillas, había ido a pedirle de parte mía las de la sala de mi casa, que ella entregó sin objeción ni pregunta alguna. Cuando las hube examinado y pagado de nuevo con la mayor buena fe y confianza, él las volvió a llevar a mi casa, diciendo simplemente con voz de trueno:
—Donaciana, ahí están las sillas.
Y la papa de mi mujer, con la misma flema con que las había entregado, las recibió, sin meterse en inquirir para qué las llevaron, ni cómo las devolvieron. Púsolas en la sala, en el lugar que antes ocupaban y así pasó y terminó el lance que, verdaderamente, no tuvo de divertido sino los siguientes apéndices.
En la noche volví a mi hogar, cansado de elaborar píldoras y de hacer friegas y al meterme entre sábanas, entablé con mi esposa este diálogo:
—¿Trajo don Roque las sillas?
—Sí.
—¿Te gustaron?
—Sabes que siempre me han gustado.
Donaciana se dormía en aquellos momentos y habituado yo a sus modos y respuestas que se resentían de cierta obstrucción en los órganos de la percepción y de la palabra, dime a roncar a semejanza suya y en dos o tres semanas no me volví a acordar de la compra.
Cerca de un mes después, al entrar un día con Donaciana en la sala, no pude menos de preguntarle:
—Pues, ¿y las sillas?
—¿Qué sillas?
—Las que trajo don Roque.
—Pues ahí las tienes.
—Entonces, ¿dónde has puesto las antiguas?
—¿Qué antiguas?
—Las que había aquí cuando nos casamos.
—Son estas mismas que ves.
—Luego, ¿has colocado en otra parte las nuevas?
—¿De qué nuevas hablas?
—De las traídas por don Roque.
—Don Roque no ha traído más que éstas.
Encolerizado ante lo que yo juzgaba la quintaesencia de la tontería en mi mujer, tomé mi sombrero y no volví a casa en todo el día. Las brisas de la noche refrescáronme y entonces reflexioné que Donaciana no tenía la culpa de ser tan negada; aparte de que su estado interesante y lo mucho que a pretexto de él engullía, debían haber acabado de poner el apagador a la escasa luz de su inteligencia. Volví a casa, llegué a casa, llevé a Donaciana a la sala y para descifrar el logogrifo me propuse ser claro y lógico en mis preguntas y reprimir todo ímpetu de impaciencia o de enojo. Averigüé lo bastante para comprender que había sido víctima de la industria de don Roque, a quien traté de abrumar con reconvenciones más que enérgicas, al presentarse a otro día en mi botica.
Mi hombre ¿lo creerán ustedes? no perdió en lo más mínimo su aplomo.
—Hijo mío —me dijo, dulcificando en lo posible la voz y el gesto—, los tiempos están malos y la ley de la necesidad es muy dura. Si algún día llego a verme en fondos, te pagaré lo que te debo; si no es así, me lo perdonarás.
Vi que los ojos del viejo se humedecían. Recordé que había sido rico, honrado y considerado y me imaginé el cuadro actual de su familia, desnuda y hambrienta. Mi corazón de boticario se ablandó, como las resinas a la acción del fuego; y, enteramente desarmado y para ocultar a don Roque mi emoción, volviole la espalda, so pretexto de colocar un frasco de aceite de lombrices (oleum serpentorum) en su lugar respectivo.
IV. El cuadro de Murillo
Más afortunado que el procurador el farmacéutico, su narración no suscitó murmuraciones, no obstante ser tan larga y difusa como la del primero. Unicamente el almonedero, exhalando un suspiro, exclamó:
—Al menos, usted tuvo en sus manos al verdugo de su bolsillo y le queda la satisfacción de haberle perdonado, mientras que yo, víctima de otra estafa no menos bien urdida, sobre lo perdido directamente a causa de ella, gasté dinero y tiempo en inútiles pasos para descubrir a quienes de mí se burlaron de un modo que dio mucho de reír en México.
Esta semifilosófica reflexión suscitó un tanto cuanto la curiosidad del procurador, y a instancias suyas y aprovechando el sueño del capitán, el almonedero habló en estos términos:
—Si ustedes alguna vez preguntan en la calle de la Canoa por Mateo Repelos —que es mi nombre, para servirlos— sabrán que llegué a distinguirme entre todos los dueños y administradores de almonedas, no sólo por la tirantez con que compraba y la estimación con que vendía, sino por mi tino en la elección y la colocación de las mil y una baratijas y de los inclasificables cachivaches que constituyen lo que en mi tiempo se llamaba almoneda y que hoy, tomando un nombre más oriental, comienza a denominarse bazar. Desde el pobre ajuar del militar retirado a quien no pagan sus alcances, hasta la vajilla de China de la viuda rica que viene a menos; desde de los retratos de familias extinguidas, hasta el grabado de Lutero o de Pepe Botella, colocado en su marquito negro de madera; desde la antiquísima jeringa de cobre vaciada en el molde de las primitivas piezas de artillería, hasta la cajita de pino de nuestros abuelos, pintada de verde, y el biombo de lienzo con las aventuras de Pedro Urdemalas, no hay antigualla ni objeto indefinible a que el almonedero por temperamento e inclinación no haga postura, cuyos usos y aplicaciones no estudie y de los cuales no salga, con el transcurso del tiempo, perdiendo o ganando dinero. También dirán a ustedes que mi especialidad favorita son las pinturas; que conozco las nomenclaturas de las famosas existentes en los museos de Europa y en los principales conventos de la capital y de Puebla; así como los caracteres esenciales de las escuelas flamenca, italiana y sevillana y que a primera vista distingo un cuadro de Jimeno o de Cabrera, de otro de Zendejas o de Juárez.
Mas ¡ay! el conocimiento práctico del ramo de almoneda en general, no se adquiere sino a costa de tiempo, dinero y chascos más o menos pesados, y en cuanto a mis estudios y buen golpe de vista en materia de pinturas, debido a un suceso que me pasó en los primeros seis meses del oficio y que jamás olvidaré, por la sangría que importó para mi bolsillo y por las burlas de que me hizo blanco por espacio de años enteros, entre la gente del ramo.
Acababa yo, repito, de establecerme en mi accesoria, con varios bancos de cama enchinchados, algunas sillas de las que tenían respaldo de lienzo en forma de óvalo, con paisajes al óleo —especie de que no queda ya ni rastro— y otros cuantos efectos del mérito y valor de los referidos. La necesidad me aguijoneaba, pues amén de una madre anciana y enferma a quien atender, tenía yo esposa y dos niños. En mis horas de ocio y de meditación, que eran las más del día, sintiéndome predestinado al giro, pensaba yo en que no podría tardar en presentárseme algún negocio brillante, de aquellos que se entran por la gatera cuando está decretado que sean para uno y que me pondría en aptitud de dar vuelo a mi negociación y auxilios más eficaces a mi familia.
Tal era el tema de mis divagaciones cierta mañana en que, reclinada la mejilla en el diestro brazo colocado sobre una mesita de pino de las de venta, vi entrar a una señora anciana de aspecto reservado, acompañada de un mozo que traía un lienzo con todo y bastidor, cubierto con un trapo no muy limpio. Cambiadas las salutaciones de rigor, la señora me propuso en venta el cuadro, descubriéndole el criado. Era una imagen de Nuestra Señora del Carmen, que ni por su dibujo, ni por su colorido pareciome sobresaliente, si bien este último abundaba en los tintes oscuros del estofado o del mole; circunstancia que recordé haber oído enumerar como uno de los indicantes de la antigüedad y el mérito en las pinturas. La señora pedía por ésta cincuenta pesos, para que yo ofreciera. Díjele que mis posibles no eran para comprarla ni por mucho menos; y, después de insistir inútilmente cerca de media hora en vendérmela, me propuso dejarla en mi almoneda a la vista, quedando yo en libertad, o de comprársela si más adelante me inclinaba a ello y contaba con los necesarios recursos, o de venderla por cuenta suya si se proporcionaba comprador, limitándome al cobro de una comisión moderada por depósito y venta. Consentí en ello, por tener así en mi establecimiento un objeto más, sin que me costara y no porque abrigase el menor intento de quedarme con el lienzo en propiedad, ni la más remota esperanza de que alguien incurriera en la humorada de hacerle postura; y aunque traté de averiguar cuál era el domicilio de la señora, ésta me dijo que se hallaba en vísperas de mudarse, que no convenía la buscaran en su casa y que cuidaría ella misma de volver a verme, pasado cierto número de días, para saber si se proporcionaba o no marchante.
A los quince o veinte días volvió, en efecto y sabedora de que no le había, marchose desconsolada, diciéndome que se hallaba en la mayor pobreza; pero que aún abrigaba cierta confianza en la venta del cuadro.
Acordándome yo de éste, quitele con un trapo el polvo y las telarañas que empezaban a cubrirle y hasta frotele con una muñequilla mojada en aceite de linaza, poniéndole más cercano a la puerta de la calle; todo por falta de quehacer y a fin de matar en algo el tiempo. Y, sin duda por aquello de que trabajo y diligencia siempre logran cosecha, media hora después de tal operación, un individuo de cabello cano y traje decente, aunque algo raído, que pasaba por la calle de la Canoa y que volvió casualmente el rostro, al ver el lienzo detúvose como involuntariamente, contemplole por espacio de uno o dos minutos y siguió su camino con visibles señales de preocupación y sin causármela a mí en lo más mínimo.
Este incidente repitiose otros dos días y al tercero, mi hombre se recostó contra el marco de la puerta, calose los anteojos y púsose a examinar el lienzo con todo detenimiento. Más bien por quitarme de encima aquella mosca que por entrar en relaciones mercantiles, díjele con urbana frialdad:
—¿Por qué no entra usted, caballero?
Abstraído en la contemplación del lienzo, únicamente al repetirle mi pregunta se tocó el sombrero y dio dos o tres pasos adentro, sin quitar la vista del cuadro.
—Indudablemente —dijo— tiene usted aquí una joya artística que vale mucha plata.
Enseguida y pidiéndome permiso para ello, bajó el lienzo de la mesa en que estaba recostado sobre unas sillas, frotó con su pañuelo ensalivado las dos extremidades inferiores, como en busca de firma y fecha que no halló y examinó, por último, lienzo y bastidor por detrás, diciendo en tono de profunda convicción.
—Acaso yo me equivoque; pero este cuadro debe pertenecer a la escuela sevillana, y ser obra de alguno de sus más insignes maestros.
Oyendo esto, preguntele —todavía sin dar gran valor a su entusiasmo— por qué no le hacía frente, agregando que le tendría por casi nada, puesto que pertenecía a una familia pobre deseosa de salir de él; a lo cual contestome con visible desconsuelo, que no se hallaba adinerado y que el lienzo aquel no era para arrancados, por muy barato que le diesen. Por lo que pudiera tronar, indiquele que venderían en cien pesos la imagen; al oír lo cual abrió tamaños ojos y meneó la cabeza de un lado a otro, como si no diera crédito a mi aserto y contemplando de nuevo un breve rato la pintura, saludome y prosiguió su camino.
El lienzo continuaba colocado cerca de la puerta y llamando la atención de los transeúntes. Algunos de éstos, inteligentes sin duda, se detenían a verle desde la calle, se lo señalaban mutuamente y hablaban entre sí. Dos jóvenes bien apersonados estuvieron a punto de darse de puñadas una mañana, en mi puerta, acalorados con la disputa de si el lienzo era original o copia. Uno de ellos sostenía que de aquella pintura no podía haber ejemplar alguno en México y mucho menos en una almoneda de las de tres al cuarto; mientras su contrincante se fundaba en el vigor y despejo del trazo y las combinadas firmeza y suavidad de luces y sombras, para creer que aquello no podía ser una simple copia. Como se trataban uno a otro de ignorantes y esto en alta voz y con interjecciones algo vivas y comenzaba a agruparse en torno suyo la gente, les supliqué moderaran su exaltación artística en mi puerta, para soltarle la rienda, si gustaban, en la esquina más inmediata.
A todo esto, o iba concibiendo ventajosa idea del cuadro, y hasta, haciendo un sacrificio, habría dado por él quince o veinte pesos, si se me hubiera presentado la propietaria; pero ni esto sucedía, ni era posible buscarla, por ignorar las señas de su habitación. Yendo y viniendo días, el primero y más antiguo de los platónicos enamorados del lienzo, colose de rondón en mi almoneda una tarde, y, llamándome a un rincón de la pieza, con gesto solemne y en voz baja, para que no lo oyeran dos señoras que ajustaban a la sazón unas sillas de asiento de tule, me dijo:
—Ya no es justo que sigamos yo en mi disimulo, ni usted en sus burletas. Comprendí perfectamente la de decirme que el cuadro valía cien pesos, que fue decirme en rigor: «aun cuando te lo dieran por un mendrugo, no podrías tú comprarlo». Acaso pueda yo, si no comprarlo, hacer que lo compren, señor mío; que bajo una mala capa suele ocultarse un buen bebedor. Si usted, en lugar de juzgar por las apariencias y de burlarse de un admirador arrancado, se humaniza y pone en lo racional y posible para salir del lienzo, acaso haga, con intervención mía, si no lo que se llama un buen negocio, atendiendo al mérito de su Virgen, sí una ventecita que le dé a ganar algunos pesos. Tengo un inglés… pero, ante todo, usted debe saber mejor que yo que este lienzo es nada menos que del fundador de la escuela sevillana, Bartolomé Esteban Murillo, célebre pintor español que floreció en el siglo XVII, compañero y amigo del gran Velázquez y a cuyo pincel son debidos el san Antonio de Padua, el san Isidoro de Sevilla, el Moisés hiriendo la roca y tantas otras maravillas del arte que constituyen la riqueza de los museos y monasterios de Europa. Tengo, repito, un inglés rico, que viaja recogiendo de aquí y de allí cuantas joyas artísticas le es dable comprar a bajo precio, para llevarlas a Londres, donde se venden a como uno quiere, no parándose el gobierno británico en gastos para enriquecer los museos públicos, ni los lores en derramar el oro por adquirir originales para sus colecciones particulares. Mi hombre ha comprado en Puebla y aquí algunos cuadros; actualmente tiene puesto el ojo en este lienzo, mediante indicación mía; pues, aquí donde usted me ve, soy inteligente en el ramo, llámome Martínez, y años atrás he desempeñado una clase de pintura en la Academia de Bellas Artes, donde podrán dar a usted noticia de mi persona. El inglés ha visto el cuadro desde la calle y le ha gustado, por lo cual vendrá mañana conmigo para verlo a la luz meridiana.
Desconfiado de mí y poco susceptible de entusiasmarme, creí que había más de charlatanería que de sustancia en la peroración del señor Martínez, quien se presentó a otro día con su inglés. Aunque tenía éste azafranados el cabello y las patillas, descomunales los cuellos de la camisa y pendiente al pecho el lente de rigor, hablaba el castellano con asaz facilidad y corrección, lo cual debía, según me dijo, a los muchos años que había vivido en España, visitando museos y conventos. Halló que el lienzo de marras era, efectivamente, de Murillo, lo cual no se podía dudar, en vista de lo perfecto del dibujo, de la propiedad anatómica que brillaba en las carnes y de la verdad y naturalidad del colorido, que así huía de la árida y triste severidad de la escuela romana, como de los colorines de la flamenca. Aquel ambiente o atmósfera entre la forma de la Virgen y los grupos de ángeles que la rodean, sólo el insigne fundador de la escuela sevillana había sabido crearle y constituía una dificultad en que naufragaron y naufragan los demás artistas pasados y presentes. Todo esto y mucho más dijo el inglés, no del modo con que habla un necio para que le crean sabio, sino como habla una persona verdaderamente conocedora de lo que juzga. No queriendo pecar de ligero, díjome que ni entraría en ajuste sino al siguiente día, ni siquiera pretendía saber desde luego el precio del cuadro: que éste era muy bueno y él bastante rico; pero que los tiempos eran malos y no se quedaría con la pintura, sino tomándola a bajo precio. Agregome que me fijara en el último y definitivo, a fin de volver él a la mañana siguiente a examinar de nuevo el lienzo y a quedarse con él, o a desistir del negocio.
Durante esta primera entrevista, Martínez no habló, sin duda por haberse abstraído completamente en la contemplación de la pintura.
Diome golpe el inglés y comenzó a dármelo el cuadro, en que antes casi ni había fijado la atención y en el que ya creía descubrir todas las perfecciones anatómicas y de tono y colorido y hasta la atmósfera de que acababa de hablar el gringo. Volví a frotarle con aceite de linaza, e instintivamente veía hacia la calle, deseoso de que se apareciera por allí la propietaria, a fin de cerrar trato con ella o, al menos, ajustarle condicionalmente la pintura. En la tarde, al pasar frente a la Academia, ocurrióseme tomar algunos informes, respecto de Martínez; y no bien le hube nombrado, cuando el conserje me dijo que era persona muy perita en el arte y que, efectivamente había sido muchos años catedrático de pintura en el establecimiento, acudiendo todavía a él a dar su voto, siempre que se trataba de juzgar del mérito de cuadros antiguos y modernos. En la noche soñé que el negocio se redondeaba, dejándome media talega de pesos.
A otro día a las doce, Martínez y su inglés entraban en mi almoneda y, después de examinar de nuevo la Nuestra Señora del Carmen, preguntome el segundo si le había yo fijado precio.
—No se ha de dar en menos de quinientos pesos —le contesté con aire indiferente y hasta algo brusco.
—Pues decididamente la tomo —me dijo— y, como no me agrada perder tiempo, ni hablar si no lo preciso, terminemos de una vez el negocio.
Sacó de su bolsillo una cartera y de ésta una tarjeta con su nombre, que, si mal no recuerdo, era «sir James William Cook», y entregándome la tarjeta y una moneda de oro de dieciséis pesos, agregó:
—Aquí tiene usted mi nombre y esta onza, para que inmediatamente haga preparar una caja de madera en que pueda caminar el lienzo, sin estropearse. Una vez lista la caja, coloque usted en ella la pintura, muy bien acomodada; y sin cerrar, o, al menos, sin clavar la tapa, lleve usted tarjeta, caja y factura de venta a la casa de los señores Maning y Mackintosh, donde le entregarán en oro el importe del cuadro. Que esto sea mañana mismo, porque yo debo partir de un día a otro.
Salieron Martínez y el inglés y yo tras ellos en busca de un carpintero conocido, a quien di las dimensiones del lienzo y orden de hacer la caja en el resto del día, y como la ajusté en seis pesos, hallé que, por principio de cuentas, iba yo a ganar más de otro tanto en sólo el empaque. Decididamente mi estrella estaba en su cenit y lo único que me inquietaba era no poder dar desde luego con la propietaria de la pintura, exponiéndome a que, si se llegaba a traslucir mi negocio de venta, quisiera ella compartir mis considerables utilidades. Pero estaba yo en el cuarto de hora de ganar todos los albures o así lo creí, por lo menos, viendo entrar esa misma tarde a la bendita anciana en mi establecimiento.
El lienzo no había sido movido de donde llevaba días de estar; ni mi semblante revelaba la menor emoción, cuando entablamos este diálogo:
—¿Aún no se ha vendido mi Madre y Señora del Carmen?
—Ya usted la ve ahí, donde la dejó.
—¡Cuánto lo celebro! Decididamente Dios protege a los pobres. ¡Alabada sea su misericordia! Figúrese usted, señor don Mateo, que yo me había resuelto a dar, acosada de la miseria, por cincuenta pesos esta alhaja de familia, que de generación en generación ha llegado a mí y que ahora, mi primo, el cura de Atlixco, me escribe por conducto de mi comadre Petronila, diciéndome que no vaya a deshacerme del cuadro, porque los padres carmelitas de Puebla le conocen y codician y podrían dar hasta doscientos pesos por él. ¡No, sino muy lucido negocio habría yo hecho malbaratándole, para tener pan hoy y hambre mañana! ¡Alabado sea Dios en todas las cosas! Me llevo mi Virgen Santísima, señor don Mateo y, como no es justo que usted la haya tenido de balde en su almoneda, le dejo esta tumbaga de oro, que bien vale sus cuatro pesos y que era de mi difunto esposo, para que de ella se cobre lo que sea del depósito y me devuelva el resto cuando la haya vendido.
Como ustedes comprenderán, semejante peripecia daba al traste con mi negocio. En vano, con calma y sangre fría, traté de hacer comprender a la anciana que se alucinaba con meras esperanzas, probablemente huecas; acabando por ofrecerle de contado los cincuenta pesos que al principio pretendía por su lienzo. Tomole el criado, cubriole y cargó con él y ya en la puerta, anciana y mozo, ofrecí sucesivamente a la primera sesenta, setenta y hasta cien pesos por la imagen. La buena señora ateníase a las seguridades de su primo el cura de Atlixco; declarome terminantemente que no daría el cuadro por menos de doscientos pesos y se marchó con él.
La figura que yo quedé haciendo en la puerta de mi almoneda debe haber tenido mucho de ridícula. Decíame para mis adentros, que la codicia rompe el saco y que, tratando yo de explotar la pobreza de aquella anciana, habíame sucedido lo que al perro de las dos tortas. Pero una idea luminosa cruzó por mi cerebro. ¿No me daba el inglés quinientos pesos por el cuadro? Pues aun pagando por él doscientos, quedábame un sesenta por ciento de utilidad, una suma redonda de trescientos duros, sin contar los ahorros en el empaque. Tomé mi sombrero, fui a dar alcance a la vieja que ya doblaba la esquina; ofrecile ciento cincuenta pesos por el cuadro y viendo que ni esta oferta aceptaba, díjele: «Es mío por los doscientos», y volví en triunfo a mi establecimiento, dando el brazo a aquella estantigua y seguidos ambos del mozo con la pintura.
Propuse a la señora darle a otro día la cantidad y redondamente se negó a ello, diciéndome que de efectuar la venta, había de ser recibiendo en el acto su importe, «porque nosotras las señoras —agregó— nada entendemos en esto de negocios y con mucha facilidad somos engañadas». Nuevo conflicto para mí, que no podía reunir de pronto ni cien pesos y que juzgaba inútil acudir a la casa de Maning y Mackintosh por el dinero antes de llevar empacado el cuadro. Habría ido a ver a sir James W. Cook para que me diera algo a cuenta; pero, aparte de que esto no sería decoroso, no era tampoco practicable, sin riesgo de que los demás almonederos, que iban ya oliendo el negocio, me le birlaran mejorando a la viuda mi oferta. Decidime a ocupar a una persona rica que vivía a la otra puerta y me dispensaba alguna confianza, pidiéndole ciento cincuenta pesos que me dio por un par de días, dejándole yo en prenda las escrituras de una casita de mi mujer. Conté sus doscientos pesos a la señora y extendí en papel sellado un recibo que me firmó con agarabatados caracteres; hecho lo cual, yo me quedé con su cuadro y ella se marchó con mi dinero, diciéndome que estaba ya definitivamente mudada y a mis órdenes en el número 24 de la calle de Curtidores, para donde me invitaba a tomar chocolate a la siguiente tarde con ella.
Para no hacer a ustedes más largo el cuento, les diré que a otro día, al presentarme en la casa de Maning y Mackintosh con lienzo, factura y tarjeta, ni quisieron los dependientes recibir la caja, ni ellos ni el principal, persona respetable y bondadosa, recordaron haber conocido, ni siquiera oído nombrar a sir James W. Cook; que habiendo ocurrido, con el auxilio del conserje de la Academia de Bellas Artes, a la casa de Martínez, el antiguo catedrático de pintura, resultó que éste no era el admirador platónico de mi cuadro y que mi susodicho cuadro fue calificado por el verdadero Martínez, de verdadero mamarracho que no valía un comino; que en la calle de Curtidores no había número 24 ni quien diera razón de la viuda; que como escribí al cura de Atlixco pidiéndole noticias de su prima, me contestó que, a Dios gracias, no tenía ya pariente alguno, pues los que tuvo sólo le dieron asaltos y disgustos; por último, que no pudiendo devolver los ciento cincuenta pesos que me prestaron, mi esposa perdió su casita y sus justísimos reproches se mezclaron por mucho tiempo con las risas de los almonederos vecinos. Calificáronme éstos de infeliz, no sólo concebido en pecado, como la totalidad de los hombres, sino concebido también en necedad; lo que, de tejas abajo, es acaso todavía más grave y trascendental y en lo cual tuve que convenir a despecho mío.
V. El hombre del caballo rucio
A esta sazón el militar, con visibles señales de espanto y con decir que despertó, se dijo que tomó la palabra, para no dejarla hasta que amaneciera.
—¡Maldito dormir, que de nada me ha servido sino de sudar frío y sentir más molidos los huesos! ¡Y malditos sueño e imaginación mía, que me convirtieron en actor en un lance, que no baja de treinta años que oí referir en una de mis expediciones y del que no me había vuelto a acordar! El tinglado bajo el cual dormía yo, o, más bien dicho, soñaba que dormía, se columpiaba como a impulsos de un terremoto con las mecidas del hombre aquel. ¡Y luego, sus ojos, aquellos ojos de mirada satánica, fija en mí y que me penetraba hasta la médula de los huesos!
Pero, como ustedes creerán, piadosamente juzgando, que he perdido el juicio, voy a referirles del modo más conciso posible la tradición que a mí me contaron allá por el año de 1816; una vulgaridad que ni yo ni ustedes podemos creer; pero en que creen a pie juntillas las gentes de las rancherías en la zona que se extiende en todo el declive de la Mesa Central, hacia la costa de Veracruz.
Supongo que alguno de ustedes ha bajado, siquiera una vez, de Puebla o de Perote al puerto que acabo de nombrar, tomando la carretera que pasa por Las Vigas, La Hoya, San Miguel del Soldado y Jalapa, y que al salir de La Hoya y al descender por la terrible pendiente que conduce al penúltimo de los citados puntos, ha vuelto los ojos a su izquierda y contemplado uno de los más hermosos panoramas que yo he visto en mi vida. Dejando atrás, o sea al norte, un anfiteatro de cerros y montañas y mesas tajadas a pico, en cuyas planicies brillan a lo lejos los pueblos Naolinco, Tonayán, Pastepec y otros muchos y de uno de cuyos verdinegros cantiles surge, a semejanza de una asa de cristal de roca, la catarata de Naolinco; se extiende un valle inmenso esmaltado de arboledas, milpas, zarzas, musgo, caña de azúcar y lava volcánica, medio fundiéndose en la luz atmosférica los tonos más variados del verde, del rojo, del negro y del amarillo que predominan en el paisaje. Aquel inmenso valle se abre desde las vertientes orientales del Cofre de Perote hasta el Atlántico que, como una cinta azul celeste muy bajo, forma en los días claros y serenos la última lontananza del cuadro. Por allí descendió en alguna de las erupciones volcánicas, de que no había ya ni noticia en tiempo de la conquista española, una de las grandes corrientes de lava, yendo hasta el mar, calcinando vegetación, terrenos y peñascos en una altitud de leguas, y haciendo desaparecer ríos que recorren larguísimas distancias bajo su manto petrificado, para salir de nuevo al aire y a la luz del sol. Sólo desde las cumbres de Acultzingo se domina, sin subir a las grandes alturas de la Mesa Central, un espacio mayor y más pintoresco; y para que nada falte a la magnificencia del paisaje a que me contraigo, las brisas suelen traer por aquella abra inmensa, al oído del viajero, los sordos bramidos del volcán de Tuxtla, a que responden, a guisa de eco, los truenos apenas perceptibles del cerro de La Magdalena, hacia el norte; mientras a la derecha remedan la voz del océano los negros y gigantescos pinos de la falda del Cofre, contrastando con el ópalo de su cumbre, vestida de nieve casi siempre.
Ahora bien; penetrando por aquel magnífico valle hacia la costa, hubo a principios o mediados del siglo pasado una propiedad territorial considerable, cuyo centro era Rancho Nuevo y que, extendiéndose entre Actopan y La Pastoría, cerca de la Mesa del Rodeo y atravesando parte de los terrenos bajos de Naolinco, llegaba hasta el Alto de Tiza, entre San Antonio del Monte y el rancho de Zontzocomotla. Dueño era de tal extensión territorial, poblada de numerosísimos ganados lanar, vacuno y caballar, un hidalgo que, o no me dijeron, o no recuerdo si era español, o criollo educado en España y de allá venido con ciertas ínfulas de gran señor y con no pocas ideas de las que hoy llaman avanzadas y que él ponía en práctica, no sin disgusto y hasta escándalo de los rancheros comarcanos. Así, por ejemplo, cierta capilla existente en alguna de sus posesiones, permanecía cerrada, no obstante contar con los paramentos necesarios, sin que los capellanes de otras haciendas del rumbo fuesen jamás llamados a celebrar misa en ella. Los pobres de la comarca, si se aventuraban a pedirle limosna, sólo recogían sermones más o menos ásperos contra la holgazanería y la mendicidad. No había memoria de que hubiese entregado sus diezmos completos y sin lanzar alguna pulla contra obispos y curas, y parecía complacerse en hacer llevar sus reses al herradero los domingos y demás días de fiesta, lo cual quemaba la sangre a sus mayordomos y pastores, envidiosos del descanso a que la demás gente del campo se entregaba en tales días.
Tampoco supe o recuerdo el nombre del hidalgo, persona como de cuarenta y ocho años de edad; alta, fornida, de gesto agrio y enormes patillas negras y que llevaba, a la usanza del tiempo, recogido el largo cabello en una coleta cuidadosamente liada con listón verde, que se le mantenía tiesa, a manera de culebra semilevantada del suelo, o le azotaba la espalda al recio galopar de su caballo favorito. Era este rucio, según decían los rancheros, de anchos encuentros y de una ligereza tal, que en vano habían querido competir con él en la carrera los más aventajados potros de la tierra y aun de los venidos del interior. Nuestro hombre no montaba sino el rucio a pesar de tener muy bien provistas sus caballerizas; y los mejores campiranos, al verle con sus calzoneras de paño azul y botonadura de plata y su ancho sombrero de palma con gruesa toquilla y mascando un enorme veguero de que recogía y despedía el humo en densas bocanadas; al verlo, digo, galopando o yendo al paso en su rucio, exclamaban en tono de la más sincera admiración: «No se puede negar que este hombre nació a caballo». Tal admiración neutralizaba hasta cierto punto las antipatías que le creaban su riqueza, su lujo, su brusquedad y sus irreligiosos procederes, si bien no eran bastantes a hacer olvidar a sus arrendatarios de tierras lo que respecto del hidalgo dijo una vez el cura de Actopan, al enjugar las lágrimas a una viuda que con ocho hijos de tierna edad acababa de ser lanzada de la miserable choza en que había nacido, por no pagar unas rentas vencidas. «Ese hombre no puede tener buen fin».
Y sucedió que, con todo y haberse reído del pronóstico del cura, nuestro hidalgo, cierto domingo en que sus vaqueros llevaban a herrar nuevas reses y él a cierta distancia los vigilaba, al atravesar unos terrenos planos de Zontzocomotla, aflojó las riendas y apretó las espuelas al rucio, dando en él una de aquellas carreras de relámpago en que nadie logró jamás sacarle ventaja. Muy plano era, como dije, el terreno, sin árboles ni arbustos y sólo entapizado de un zacatón de tercia o poco más de altura, que ignoro cómo pudo encubrir a los ojos del cabalgador y cabalgado un peñasco liso, azuloso y casi cuadrado que hasta la fecha debe de existir allí, o que, al menos, me enseñaron en una de mis expediciones. Lo cierto es que el caballo tropezó con tal peñasco en lo más recio de su carrera, lanzando por encima de su cabeza al jinete, dejándole sembrado en el suelo y huyendo en dirección transversal, azotado de los estribos, sin que en mucho tiempo reapareciera. Vieron los vaqueros caer al amo, lo cual les causó no poca sorpresa, aumentada hasta la estupefacción cuando, acercándose a examinarle, halláronle desnucado y muerto.
No hubo en toda la comarca quien no pensara y dijera que el fin tan desastrado era castigo del cielo, por el afectado quebrantamiento de la guarda de los días festivos y tras pasos, diligencias y trabajos para que enterraran al muerto en sagrado y tras recoger su herencia unos sobrinos que tomaron posesión de sus haciendas, nadie se acordó ya de la filosofía, ni de la persona del propietario.
Mas, pasado algún tiempo, sucedieron al olvido las preocupaciones y los temores y al silencio la charla, no de las comadres, sino de los campesinos más honrados y formales de aquel rumbo. Los vaqueros que conducían ganado a los potreros de Rancho Nuevo, protestaban, haciendo la señal de la cruz, que un hombre de ancho sombrero de palma con enorme toquilla de plata, vestido de calzoneras azules, con botonadura también de plata, y retorcida y tiesa por detrás la coleta; que el muerto, para no cansar a ustedes, el muerto en persona, montado en el rucio de marras, les había salido entre unos árboles llamados xícaros (tan corpulentos como los robles y parecidos a éstos en el tronco), espantándoles con tremendas carreras y estupendos y ronquísimos gritos el ganado que se desperdigó por el monte, como si hubiera visto al diablo. Agregaban que, habiendo congregado con muchísimo trabajo las reses dispersas, volvió a salirles el muerto con los mismos gritos y carreras, en un punto llamado la Raya, causando el propio terror a los animales y azorando un poco más a los conductores.
Por de pronto el azoramiento de los vaqueros sólo se comunicó a las viejas y a los niños, participando de él los sobrinos del muerto, por aquello de que, si no lo estaba el tío, podía fallar la herencia. No pararon los tales sobrinos hasta escarbar el hoyo en que fue sepultado el ranchero y cerciorarse de que los gusanos le llevaban comida una buena parte; con lo cual les volvió el calor al cuerpo, y siguieron oyendo hablar del aparecido, como quien oye llover y no se moja. A todo esto, los muchachos más guapos y de mejores caballos de las rancherías inmediatas, habían correteado al del rucio, queriendo inútilmente alcanzarle y desesperándose al ver su destreza y la diabólica agilidad de su animal. Los ganados eran ya diariamente dispersados por la aparición y los gritos del «amo»; las reses se desbarrancaban y los vaqueros ajustaban sus cuentas y se despedían.
No podía esto durar así y el mayordomo o administrador de Rancho Nuevo, mallorquino que frisaba en los cuarenta, hombre de alma atravesada y tan buen jinete como el difunto, ofreció traer a éste de la coleta o quitarse el nombre, si para su expedición le daban el famoso caballo Enaguas Blancas, casi de tanta ley como el rucio. En pláticas sobre tal tema hallábanse sobrinos y mayordomo, cuando un amigo de los primeros, propietario de otro rancho cerca de Actopan y joven de reconocido y temerario valor, vino a terciar en el asunto, pidiendo como un favor que se le dejara a él mismo obrar libremente. Sabía que el muerto iba algunas noches a mecerse suspenso del portalillo o tinglado de una casita, a un cuarto de legua de Actopan; de consiguiente, para cogerle no había necesidad de fatigar a un cuadrúpedo de la categoría de Enaguas Blancas y él se comprometía a echar garra al «amo» en el expresado portalillo, exigiendo únicamente que no le espantaran la presa. Los sobrinos, no sin disgusto del mallorquino, convinieron en que la aventura fuese llevada a cabo por don Encarnación, que así se llamaba el joven ranchero.
Cuando éste llegó a la consabida casita, forrado el estómago con una gran copa de refino y recién amolado el machete, pardeaba ya la tarde de un hermoso día de junio y la luna aparecía en oriente prometiendo noche clara y serena. Los habitantes de la casita la abandonaban con todo y trastos, desde que anochecía, para no ver ni oír al huésped, quien, por lo demás, prudente y medido como rara vez lo son los huéspedes, nunca pasaba del corredor, permaneciendo en él poco tiempo. De una viga madre que allí había atravesada, colgábase el «amo» dándose dos o tres columpiadas, a cuyo impulso se estremecía la casa y enseguida montaba a caballo y se iba con la música a otra parte. El tinglado y la casita toda eran de otates.
Don Encarnación tuvo a mengua admitir compañía, diciendo, y lo que es más, creyendo que él se bastaba para tan poco. Llegando a la casucha, ató su caballo en el exterior, a espaldas de ella; reconoció el filo de su machete, rebanándose la callosidad de una de sus manos; cantó, silbó, tosió, escuchó; contempló la luna que brillaba en árboles y arroyos y acabó por aburrirse cuando aún no era la medianoche. Midió con la vista el corredor en que acostumbraba pasearse el hombre de marras; formose en una de las extremidades, con cuilotes secos, una especie de cama en que se acostó, sirviéndole de almohada el sombrero y dejando a un lado el machete, sin vaina, para que estuviese más listo y aún se hallaba a punto de dormirse, cuando una brisa fría, la altura de ciertas estrellas y el canto del gallo, le hicieron calcular que serían las dos de la mañana, hora en que acostumbraba llegar el del rucio a la casita.
Oyó a poco, efectivamente, el galope del caballo y un grito que, sin duda, por lo ronco y destemplado, le heló la sangre en las venas, matándole casi todo el ánimo que sin esfuerzo había atesorado. Ojos se volvió, sin embargo, para ver desmontar al «amo», quien, atando al rucio del cabestro —no sin que la bestia de don Encarnación rompiera el suyo y echara a huir por el campo— penetró bajo el tinglado en el corredor, dándose en él dos o tres paseadas, sin que pareciese notar la presencia del joven.
—Luego que se vaya a mecer —dijo éste para sí— le meto el machete.
Como si hubiese querido el hidalgo facilitarle la ejecución de su idea, colgose de la viga del tinglado y se dio un par de mecidas, haciendo crujir todo el techo, cual si reinara un terremoto. Un rayo de luna le daba en la coleta, más liada y tiesa que nunca. El joven empuñó el machete y se quiso levantar de la cama; pero no pudo.
—Cuando torne a pasearse y llegue cerca de mí —pensó en su interior—, le envaso.
El hidalgo soltó la viga y volvió a pasearse. Sonaban sus enormes espuelas de rodaja en el piso de tierra y piedra del corredor. Al acercarse al joven, sentose éste en la cama; pero diole en las narices un tufo como de sepulcro acabado de abrir y que le causó cierto mareo y descoyuntamiento inexplicable. Avergonzado de sí mismo, se propuso formalmente acometer al hidalgo a la segunda vuelta; pero a la luz de la luna vio que sus mejillas estaban muy hundidas y hasta habría podido jurar que tenían tierra. Entretenido con estas observaciones, ni se levantó, ni hizo uso de sus manos; omisión gravísima y trascendental, pues desde la siguiente vuelta, el hidalgo clavó en él una mirada verdaderamente satánica, que le hizo sudar frío y cernerse en la cama de cuilotes, como si le fuera a entrar calentura. Tornó a verle el hidalgo cuantas veces se le aproximó en sus paseos; y cansado el joven de batallar con su propio miedo, entregose a éste sin reserva, no pudiendo hacer la señal de la cruz, por tener engarabatados los dedos, ni rezar en voz alta la letanía, por habérsele secado las fauces.
Esto duró así hasta las primeras luces del alba, pues al verlas, el hidalgo diose una nueva mecida que hizo crujir nuevamente la casa y juntar casi el techo con el piso; lanzó un segundo grito, montó, galopó y desapareció. Hasta entonces volvieron a cantar los gallos.
A eso de mediodía, el joven, enfermo de fiebre, fue llevado de la casita a su rancho, en un tapextle, y el campo quedó libre al mallorquino, quien se lamía los labios al figurarse que ya asía de la coleta al hidalgo. Enaguas Blancas fue cuidadosamente bañado, cepillado y herrado de nuevo, acostumbrándosele, además, a bultos, sombras, gritos destemplados y cuanto pudiera espantarle.
El día designado para la nueva aventura, desde muy temprano, cuatro rancheros de los más osados, con quienes se había puesto de acuerdo el mayordomo, ocuparon las dos gargantas por donde únicamente se podía salir del valle, de cerca de una lengua de extensión, en que acostumbraba aparecer el hidalgo. Tomadas las demás medidas de precaución que eran del caso, a eso de las nueve de la mañana despachose una partida de ganado con sus respectivos vaqueros, yendo a la cola el mallorquino montado en el fogoso Enaguas Blancas, desnudo y pendiente de la muñeca por medio de una fuerte correa, el corvo, afilado y reluciente sable y terciada en el diestro brazo una escopeta vizcaína cargada con bala de catorce adarmes, amén de las postas.
Poco habían andado del valle, cuando de entre los consabidos xícaros, con el acostumbrado ardimiento salió el hombre del caballo rucio, echando éste sobre el ganado, que a sus ademanes y a sus gritos, instantáneamente dispersose en todas direcciones, siguiendo su ejemplo los vaqueros, con más miedo que vergüenza.
Ver al hidalgo a unas cuantas varas, espolear a Enaguas Blancas el mallorquino y echársele encima, fue todo uno, asestándole a la cabeza un tajo tal, que al alcanzársela el sable, se la hendiera como si fuese mantequilla. Pero barriose el hidalgo con todo y rucio y, a guisa de quien trata de evitar pendencia, cruzó como exhalación por el llano, sin volver siquiera el rostro a su contrario. Cuando apenas habría avanzado quince varas, paró éste el caballo, púsose al carrillo la escopeta, e hizo fuego. Tenía ojo y pulso muy certeros el mallorquino y fama de partir las balas en el filo de un cuchillo; seguro quedó, además, de haber embutido al hidalgo la bala con su acompañamiento de postas, entre los dos hombros, pues hasta le vio humear la chaqueta; no obstante lo cual ni vaciló el perseguido, ni interrumpió un punto su carrera.
Prosiguió la suya el mayordomo, poniéndose casi a la línea de aquél y tratando de asir de las riendas al rucio; pero hubo de ver tan fea cara al hidalgo que desaprovechó la ocasión, sin quererlo.
Llegados a una de las gargantas del valle, los dos rancheros en ella apostados a caballo, trataron de cerrar el paso al del rucio; pero a sus gritos, se espantaron las cabalgaduras de aquéllos, y tascando el freno, se los llevaron a gran distancia de allí.
Solamente Enaguas Blancas y su jinete parecían curados del mal de espanto. Sin cejar un punto en la carrera, seguían incansables al hidalgo, quien les sacaba solamente uno o dos cuerpos de ventaja. Oía el mallorquino la fatigosa respiración del rucio, y por otra parte, aquella escena debía tener próximo desenlace. El llano terminaba al frente, en la falda de la montaña basada en estupendas masas de pedernal, y espesísimos bosques se extendían a derecha e izquierda. Rasgó el mallorquino de una espoleada los ijares a Enaguas Blancas, y, dando éste una salida más fuerte, asió aquel de la coleta al del rucio, lanzando una interjección hija de varios padres, pues debieron engendrarla a un tiempo mismo el júbilo, el miedo, la sorpresa y aun el terror.
Cualquiera de ustedes daría por cogido al hidalgo, sin figurarse que la presa del mallorquino se redujo a la coleta, que se le quedó en la mano, desapareciéndose hidalgo y rucio entre los peñascos de la falda de la montaña, como si fueran sombras, o como si se los hubiera tragado la tierra.
Con un palmo de narices y dando al diablo la fiesta, quedó el hijo de las Baleares, en la actitud y circunstancias de aquel personaje de una comedia antigua, que exclamaba ante su soberano:
He aquí, señor, el turbante
Del moro que cautivé;
y que, al preguntarle el rey por el moro agrega:
… ¡El moro se fue!
Y como llegaran en esto los rancheros, ya repuestos del susto, y
el mallorquino, refiriéndoles lo acaecido, tratara de enseñarles la
coleta, sintió que le quemaba los dedos y la arrojó al suelo. ¿Ven
ustedes cómo se consume el tiro de este cigarro habano? Pues así y
apestando a azufre, se carbonizó la consabida coleta, sin perder su
forma y sin que en el lugar en que ardió volviera a nacer yerba.
Los rancheros se santiguaron admirados, y la comarca toda quedó más amedrentada que nunca; lo cual no impidió, sin embargo —vean ustedes lo que es el carácter nacional— que, algún tiempo después, nadie conociera al mallorquino, sino por el apodo de el Hombre del Turbante.
VI. A dos dedos del abismo
Sin aguardar señales de aprobación o desaprobación por parte de su auditorio, y apenas tomándose el tiempo necesario para escupir, prosiguió así el capitán:
—Horribles como son algunas de las peripecias de este cuento, han de saber ustedes que no hizo mayor impresión en el ánimo de una persona que ha figurado en México en altos puestos públicos, dotada de talento, instrucción y sensibilidad; persona que llamaba la atención por la irascibilidad de su carácter, por el fuego de su imaginación, por la viveza con que gesticulaba al hablar, y también —preciso es que lo agregue— por cierta nobleza en sus ideas y acciones, de que se hallaban en los primeros tiempos de nuestra independencia no pocos tipos, que van ya desapareciendo casi por completo y que a la vuelta de quince o veinte años tendrían que sentar plaza de necios y que morirse de hambre.
El marqués del Veneno —llámole por su nombre de batalla, que le había sido puesto por sus amigos a causa de la vanidad que fundaba en su prosapia, y de la facilidad con que se encolerizaba—; el marqués del Veneno, digo, era hijo de un abogado de la Real Audiencia y había presenciado las últimas pompas y los primeros sinsabores formales del virreinato, pues justamente, aunque imberbe todavía, tomaba chocolate con Iturrigaray, hablándole de las reformas introducidas en los obradores de paño de Querétaro, cuando los comerciantes españoles, recelosos de la conducta de su paisano y gobernante, entraron a amarrarle con toda la urbanidad posible en tal lance. Educado nuestro joven en las oficinas de aquella época, nadie le igualaba en el corte de la casaca azul o verde con botones dorados, ni en la elegancia con que su lavandera almidonaba los puños y pechera de su camisa de batista. Limpia y aunque fuese de jamán, la habría querido en sus últimos años, en que le vi consumirse de miseria y desesperación, sin tener una compañera que endulzara sus cuidados, pues ¡cosa singular!, las mujeres, que, por regla general, nunca se paran en las malas circunstancias de un hombre casable, no se resolvieron a sufrir las consecuencias del bilioso carácter del marqués; y éste, que así arreglaba una partida de campo o de baile, como formulaba un plan de hacienda o urdía una conspiración, jamás pudo hallar su mitad en el sexo femenino; lo cual —de paso sea dicho— no dejaba de redundar en honra de las doncellonas de mi tiempo, que no parecían avenirse tan mal a su estado como las de hoy.
Pero me difundo y desvío de mi asunto, costumbre que contraje desde que fui ayudante del general Victoria quien, como ustedes sabrán, una vez que tomaba la palabra no la soltaba, ni por mal pensamiento procuró, jamás, ligar su última idea, no digo ya con la primera, ni con la penúltima de su discurso. Ahijado suyo de pila era el marqués, no sé por qué circunstancia, aunque no heredó la incoherencia de la frase, ni las ideas políticas del padrino, a quien, por lo demás, profesaba sincero afecto, bien correspondido del general, quien no se hallaba sin su Chaqueta, apodo con que designaba al ahijado. Y era de ver a éste en palacio, durante la presidencia de Victoria y cuando el general era nada menos que el jefe y el ídolo de los yorkinos, en disputa animadísima y casi constante con ellos y hasta con su patrón, acerca de si Lemaur llegó o no a comer ratones de Ulúa; de si España conservaba o había ya perdido el derecho que los tratados de Córdoba le reservaron de darnos un monarca a su gusto, y de si los distintivos y el traje del rito escocés, a que él pertenecía en cuerpo y alma, eran más vistosos o menos extravagantes que los que usaban los afiliados en las logias del rito de York, que acababan de ser fundadas por Poinsett y que constituían como si dijéramos, la novedad del día. Exaltábase el ahijado en las disputas, poniéndosele amarillas las pupilas, que eran verdes en estado de reposo; echando espuma por los labios y dando fuertes puñadas en las mesas, no sin amenazar con el triunfo de su propio partido y el exterminio de sus contrarios. Pero si alguno de éstos le sacaba de aquel terreno, transplantando la disputa al campo de la ciencia o de las modas, y disertando sobre el número de patas de una mosca y el buen o mal gusto de los pantalones que empezaban a usarse en Francia con trabillas, todo el ardor y vehemencia empleados por el marqués en sus altercados políticos, venían en auxilio suyo en la nueva cuestión. Poseía un excedente normal de bilis en el estómago y necesitaba de la controversia para darle salida, tal como el fuego subterráneo necesita abrirse respiraderos. Comprendiéndolo así los albañiles y dignidades del rito de York, no se daban por lastimados de sus injurias, limitándose a presentarle un vaso de agua, cuando el exceso de su exaltación podía orillarle a un caso de hidrofobia. Por otra parte, el ahijado era hombre franco y leal hasta el quijotismo; no mentía ni de chanza; tenía una palabra más firme que el Peñón de los Baños y no podía ver una necesidad sin tratar de remediarla; todo lo cual le hacía estimable a sus mismos contradictores.
Iba yo a decir —y por poco no llego a hacerlo— que, ahijado él y ayudante yo del presidente Victoria quien tenía, después de todo, un excelente corazón, nos veíamos y juntábamos con frecuencia en palacio y no sin mutua mortificación por ser ambos aficionadísimos al uso largo y exclusivo de la palabra, de lo cual resultaba, como dijo una vez don Andrés del Río, que no éramos elementos afines, sino opuestos. Pero sucedió que cierta noche en que, a consecuencia de una disputa más acalorada todavía que de ordinario, mi hombre se vio amargado de una especie de epilepsia que le dejó sin alientos de hablar durante diez o doce minutos; aprovechando yo su forzado silencio y con motivo del rumor de una aparición nocturna que solía espantar al ayudante de guardia, le espeté de cabo a rabo la tradición del hombre del caballo rucio, que ustedes acaban de oír. No obstante la viveza de su imaginación y el interés que tomaba al hablar u oír hablar de sucesos y de cosas de mucha menor importancia, las columpiadas del muerto en la viga madre de la casa del rancho y el espontáneo incendio de su arrancada coleta, halláronle indiferente y frío. Esto no pudo menos que chocarme y manifestándole mi extrañeza, me dijo:
—Acabo de verme en un lance mucho más terrible que el del hombre que quiso atrapar al del caballo rucio. Los espantos de los vivos son mucho más serios y temibles que los de los muertos y aunque yo jamás he creído en estos últimos, todavía estoy azorado de resultas de aquéllos. Sepa usted, señor capitán, que acabo de verme a dos dedos del abismo… ¡Sepa que he estado a punto de casarme por compromiso!
—¿De casarse por compromiso? —le pregunté, no comprendiendo el sentido de la frase.
—De casarme por compromiso, ni más ni menos —volvió a decir y, limpiándose los labios que aún guardaban la espuma de su postrer cólera y desabrochándome la pechera del uniforme o desarreglándome el cinturón de cuero de la espada y dándome fuertes puñadas en el pecho, según lo requería el curso de su narración, refiriome, durante más de dos horas lo que, compendiando o sintetizando, como decía un amigo mío que se preciaba de lógico, voy a contar a ustedes en unos cuantos minutos.
Lo sustancial de mi historia es que el marqués del Veneno era un hombre casable, o casadero como hoy se dice; que los padres le creían buen partido para sus hijas y que él, en mi concepto, hizo mal en no tomar la esposa que entonces se le proporcionaba; pues mejor le había estado casarse por compromiso que consumirse de solterón más tarde contra su voluntad por no haber hallado mujer que le quisiese. Sentado esto, entremos en materia.
Repito que era el marqués un excelente partido, al menos en lo ostensible. Hijo de una familia muy decente, joven bien apersonado, elegante y de esmerada educación, abrigaba ideas religiosas y nobles de alma, según he dicho. La irascibilidad de su carácter aún no era notada sino de las personas que le tratábamos muy de cerca y en la apreciación de la sociedad en general pasaba por viveza y fogosidad juveniles. Ni era de despreciarse la circunstancia de estar empleado con buen sueldo en un ministerio, no obstante ir ya de baja los escoceses; ni se ignoraba su parentesco espiritual con don Guadalupe, de quien todos creían que le haría seguir subiendo más que de prisa.
Concurría el marqués casi todas las noches a la tertulia en que reunía en su casa a lo más florido de la capital la señora Rodríguez, tan famosa por su belleza como por su trato, y que parecía hallarse entonces en todo el brillo de su primera juventud, no obstante que a principios del siglo había recibido ya en sus aras el incienso de la adoración de un ilustre sabio, el barón de Humboldt quien, poniendo por algunos días en olvido las alturas barométricas de los Andes, sólo se acordó de los osos más estupendos de aquellas montañas, para imitarlos, con más o menos gracia, ante la beldad tan peregrina.
Era ésa la época de la bachillería en las mujeres, y si Moliere hubiese vivido y venido entonces a México, abríase convencido de que gastó inútilmente tinta y tiempo en sus Femmes savantes, al menos por lo que respecta a las nuestras. Así se hablaba en el círculo femenil de la tertulia, de política y de historia natural, como de las últimas composiciones poéticas de Arriaza y de los discursos del doctor don Servando Teresa de Mier en el Congreso y no era raro oír a las más eruditas, tan pronto recitando el Pater Noster en inglés, como respondiendo con versos latinos a las galanterías de sus adoradores. De tales flaquezas se hallaba exenta, como mujer de buen gusto, la señora de la casa.
Distinguíase entre las concurrentes a la tertulia, una joven cuya belleza era proverbial y habíale conquistado el cetro de la moda en México. Vacía de seso, como el busto de la fábula, había seguido la corriente del gusto, dándose a cultivar lo que llamaba, sin duda por ironía, las bellas letras. Incapaz de raciocinar en prosa, según decía ella misma, hacíalo facilísimamente en verso, y sus labios eran una cornucopia de sonetos, madrigales y letrillas glosadas, muy en boga a la sazón. Leyendo un dístico que acaba de componer a un perrito suyo de Chihuahua, la conoció el marqués y, aunque deslumbrole su belleza, la impresión poco favorable que le produjo su intelecto influyó no poco en el curso de los sucesos en que figuraron después entrambos como actores. Repito que la belleza de Loreto era extremada y ya ustedes se figurarán si sería o no numeroso el séquito de sus adoradores y si llevando ella, como llevaba, el centro de la moda y teniendo que presentarse, como si dijéramos, a la altura de su posición, mi señor don Raimundo del Monte, antiguo catedrático de química, hombre respetable, aunque de escasa fortuna por no haber descubierto el secreto de la cristalización del diamante y padre de Loretito, tendría pocos o muchos calentamientos de cabeza para subvenir a los gastos del bien parecer de su retoño.
Bella y ligera la Loretito y joven no mal apersonado y de brillante porvenir el marqués, la legión de solteras que, ya que no han podido casarse se consuelan y distraen haciendo o desbaratando bodas, no tardó en advertir y comunicarse que estaban los dos apropiadísimos el uno para el otro. Era social y hasta galante el del Veneno y no podía decentemente eximirse de rendir el tributo de su natural cortesanía a la hermosa, objeto de las atenciones y los suspiros de toda la parte masculina de la tertulia. Presto se comenzó a decir en ella, por lo bajo, que el marqués se inclinaba decididamente a la joven. Ésta llegó a creerlo, en fuerza de oírlo, aunque ninguna de las brillantes flores que regaba a sus pies el empleado de Hacienda ofreciera indicios de cuajar en la forma del más pequeño fruto y, lisonjeada de recibir entre tantos homenajes los de un mancebo del mérito de mi protagonista, dejose decir, como luego dicen, y hasta por medio de ojeadas, sonrisas y golpes de abanico, dio a entender que no le era del todo indiferente el ahijado de su padrino, como en tono jocoserio llamaba a don Guadalupe entre sus amigas.
Así las cosas, y siendo la señora de la casa mujer de mundo y enemiga de que surgiera el menor disgusto entre sus tertulianos, llamó cierto día al del Veneno y le habló en estos términos:
—Que usted se inclina a Loreto, cosa es que dicen cuantos concurren a mi casa. Que ella no pone a usted malos ojos, usted lo habrá notado primero que nadie. Sentados estos preliminares, yo me tomo la libertad de preguntar a usted, con el carácter de una amiga suya y de la familia de esa joven, si realmente usted la ama…
Aquí el marqués giró sobre sus talones, como si una víbora le hubiese mordido las corvas y, tirándole ya las pupilas de verdes a amarillas, exclamó, accionando vivamente con las manos:
—¡Cómo, señora! ¿Conociéndome usted, y sabiendo mis ideas acerca de su sexo, ha podido figurarse que yo me fijara seriamente en Loreto? Cierto que es muy hermosa; pero esto por sí solo no basta a la felicidad doméstica, que se debe basar en el mérito real de la mujer, en sus disposiciones hacendosas y, sobre todo, en la conformidad de caracteres y en la mutua simpatía, que aquí no existe ni puede existir, puesto que Loreto me es antipática.
—Así me lo figuraba yo y por ello he querido tener con usted esta conversación, a solas, para excitarle a no fomentar, ni siquiera indeliberada o involuntariamente, el chisme que se ha levantado. Ella es incapaz de enamorarse ni de usted, ni de nadie; pero su familia tampoco puede sostenerle el lujo que gasta y se halla en el caso de darle a todo trance un marido que cargue con la petaca. Se le presentan ahora varios partidos ventajosos y acaso usted le espante la caza si da lugar a que las gentes sigan diciendo que la enamora. Por otra parte, habladurías de este género suelen comprometer a hombres pundonorosos y delicados como usted, y a más de uno conozco que las llora tan gordas, por no haber sabido huir de un mal paso a tiempo.
El marqués, midiendo con la viveza de su imaginación el abismo de que procuraba apartarle la señora, no pudo menos de abrazarla en señal de gratitud, lo cual no importaba, ciertamente, un sacrificio. A consecuencia de esta conversación, desde esa noche evitó hallarse en la tertulia en el círculo formado en torno de Loreto, para no tener que dirigir la vista, ni la palabra, a la reina de la moda.
Pero, como toda persona de más imaginación que juicio, tratando de evitar un escollo, fue a tropezar en otro, viniendo así a ahogarse en la propia agua. Esmeró su jovialidad y galanterías con otras jóvenes más o menos hermosas o feas y la malicia humana, representada en no escasa dosis en la tertulia, mirando el desvío del marqués respecto de Loreto y sus asiduas atenciones hacia otras, dedujo que había habido un rompimiento o, por lo menos, alguna de aquellas tempestades de verano tan comunes en el vaso de agua de los amantes, y tras las cuales aparece más tierno que nunca el cariño, bajo el iris de la reconciliación. A procurarla cuanto antes se convirtieron los esfuerzos de todas las gentes caritativas de la tertulia, dividiéndose en comisiones diplomáticas la tarea y yendo a hablar las unas a Julieta y las otras a Romeo. En vano aquélla manifestaba —no sin algún despecho, por lo desairado que ella misma estimaba su papel— que no había habido ni afección ni desvío por parte del marqués. Perdió éste la calma al oír hablar del asunto y, viendo el color amarillo de sus pupilas los que trataban de inculcarle la conveniencia de hacer las paces, se dijeron, y dijeron a los demás, que debía haber sido grave la causa del rompimiento. Para no cansar a ustedes, el marqués desertó de la tertulia creyendo que éste sería el único modo de poner fin a la charla y la importunidad del prójimo.
No iba descaminado en tal creencia y a los quince o veinte días nadie hablaba, ni se acordaba de la pasión, ni del disgusto supuesto. El marqués concurría a otras tertulias, o prestaba oído y paciencia algunas noches a la conversación de su padrino, el presidente y Loreto, más incensada y cortejada que nunca, empezaba a comprender, con aquel instinto que en las mujeres nunca falta de los veinte a los veinticinco años, que de toda la turba de papamoscas que la seguía no se sacaba un marido de buena madera; por cuya razón, sin duda, iba ya poniendo buena cara a un gallego abarrotero vecino suyo, bastante rico, que parecía hundir la tierra cuando andaba y que se volvía un almíbar al nombrar a «Luretito…».
Así las cosas, cierta noche de luna que el marqués se paseaba por el atrio de catedral, luciendo el frac azul y los guantes de cabritilla color de fuego y blandiendo ante las hermosas un finísimo junco, cual si quisiera azotarlas, vio venir a su encuentro a don Raimundo del Monte, anciano de venerable aspecto, según creo haber dicho, quien, poniéndole la mano en el hombro izquierdo, después de estrecharle ambas suyas con cierta efusión de cariño, y confianza no comunes en él, comenzó en el curso de la conversación a informarse, con el mayor interés, de la posición actual, de las esperanzas de mayor adelanto, de los gustos y costumbres domésticas del marqués y del estado de su corazón, como provocando de parte suya una explicación cuyo giro tenía previsto. Díjole el joven, sin rodeos, que se hallaba exento de toda inclinación amorosa y resuelto a prolongar indefinidamente su alegre vida de soltero, disfrutando de las distracciones que a un hombre de su edad y circunstancias podía proporcionar la residencia de tres o cuatro años en Europa, a alguna de cuyas capitales contaba con ir, agregado a la legación mexicana respectiva. Moviendo don Raimundo la cabeza de izquierda a derecha y guiñándole misteriosamente ambos ojos, se despidió del marqués, diciéndole que tenía que hablarle de materia muy importante para los dos y que a la noche siguiente se verían en un café que le designó, dándole cita formal para dicho lugar.
Algo inquieto con motivo de tal cita quedó el del Veneno, inclinándose a creer, después de muchas vueltas en la cama, que, habiendo llegado a oídos de don Raimundo el rumor de sus supuestas relaciones con Loreto, se propondría el anciano saber de sus mismos labios lo que pudiera haber habido de cierto en el particular. Partiendo de tal hipótesis, el marqués, cuya conciencia estaba del todo tranquila, se proponía ser franco y leal con el anciano, exponiéndole toda su conducta en el caso y hasta procurando disipar el mal humor que, natural era, hubiesen causado a don Raimundo las habladurías de las gentes; habladurías a que el marqués no creía haber dado el menor motivo. Así discurriendo, logró dormirse; y con el aire más tranquilo del mundo se dirigió, al otro día, a la hora convenida, al lugar de la cita, considerándose, como el caballero Bayardo, sin miedo y sin tacha.
De poco, sin embargo, habríanle servido la limpieza y la espada de Bayardo, y aun la del mismo Bernardo del Carpio, en la aventura que le esperaba. Instalose en una de las mesitas más apartadas del café, y a breve rato vio llegar a don Raimundo, que le saludó, y, sentándose a su lado, le habló en estos términos:
—Inútil es, amigo mío, el disimulo, tratándose de asuntos tan graves y trascendentales como el que usted y mi hija traen entre manos; sin que esto quiera decir que yo desapruebe la prudencia y reserva con que los dos se han conducido. Bien; es verdad que, así usted como Loreto han llevado el disimulo y el secreto a un extremo tal, que…
—Permítame usted que le interrumpa, señor don Raimundo, diciéndole que absolutamente no comprendo a qué asunto se refiere…
—Amigo mío, ustedes los jóvenes creen que con ponerse los dedos en los ojos tapan el sol para los demás. Pero nosotros los viejos, todo lo vemos, descomponemos y analizamos. Además, ¿qué no descubren la vista y la penetración de un padre? Desde los primeros síntomas de la pasión de usted hacia Loreto…
—Pero, señor don Raimundo, si no ha habido…
—Nada indecoroso, ni siquiera inconveniente en las relaciones de ustedes, lo sé muy bien; ni podía ser de otra manera, tratándose de un cumplido caballero a quien la decencia y la nobleza de carácter vienen por ambas líneas y de una joven que, aunque me esté mal proclamarlo, ha sido perfectamente educada, ha leído mucho y se sabe conducir en sociedad. Decía yo, amigo don Leodegario, que desde meses atrás no hubo necesidad de que nadie me soplara al oído: «Estos muchachos se quieren», por ser cosa patente y que no me pasó inadvertida. Acostumbrado yo, sin embargo, desde joven a la descomposición y el análisis, pregunté a mi esposa: «¿Se quieren?» y ella me contestó: «Así lo entiendo». Volví a preguntarle: «¿Te ha dicho algo Loreto?» y me respondió: «Ni palabra». Pasan días, y la mutua pasión de ustedes…
—Deber mío es, señor don Raimundo, advertir a usted…
—Deber de usted es oírme sin interrumpirme. Pasan días y la mutua pasión de ustedes, llegada a su apogeo, entra al crisol de la prueba. Usted se aleja de Loreto y ella lo disimula. Las gentes insustanciales se dicen: «Han quebrado», y yo digo: «Se desvían como los carneros, para embestirse con mayor fuerza». Las gentes dicen: «El marqués da señales de inconsecuencia y versatilidad», y yo digo: «Las da de ser más caballero y noble de lo que se cree». Amigo don Leodegario, ¿qué no descubren los ojos de un padre? ¿Qué hay en el mundo moral como en el físico, que resista a la descomposición y el análisis? A poco de aislar y examinar los elementos o sustancias componentes de tal negocio, la verdad se precipita y aparece en el fondo de la vasija. ¡Lo sé todo, lo veo todo, como si se tratara de una cristalización! Usted, delicado y pundonoroso hasta el quijotismo, sabiendo que el comerciante en abarrotes, Ledesma, pretende a Loreto y considerándose relativamente pobre, se ha dicho: «No sea yo obstáculo al actual bienestar y aun al mejoramiento de posición de esta joven», y se ha repentinamente retirado del campo. Loreto, a su turno, ofendida de que usted la crea capaz de sacrificarle en aras del interés, se ha propuesto darle celos, fingiendo admitir los homenajes que Ledesma le rinde en forma de pasas, almendras, bacalao y cajas de vino. Todo ello, lo repito, es muy claro; mas constituye un juego que no se podría prolongar sin peligro y al cual ya he dado punto, por lo que respecta a mi hija. No faltaba sino que el porvenir de usted y el de ella estuvieran a merced de los impulsos del amor propio irritado; no, señor; que Ledesma se guarde sus pesos, o los tire festejando a alguna gallega paisana suya, y que la honrosa medianía, acompañada de un carácter noble y de la cortesanía y finura que a usted distinguen, se lleve la palma del triunfo. ¡Abajo Galicia, y viva México!
—La completa equivocación en que usted incurre…
—Amigo mío; quien, como yo, descompone y analiza, nunca o rara vez se equivoca. Anoche reuní a mi mujer y a mi hija, y a fin de averiguar la verdadera disposición de ánimo de la segunda, me valí de este ardid: «Loreto, le dije, don Leodegario me pide tu mano. ¿Qué debo contestarle?». Aquí fue el ponerse como amapolas madre e hija, abrazándose mutuamente, y respondiéndome Loreto: «Yo estoy dispuesta a lo que usted determine». «Pero, ¿le amas?», volví a preguntarle. «Sí, le amo», agregó ella, bajando la vista. Conque la incógnita, amigo mío, quedaba despejada y sólo faltaba hacer lo que hice esta mañana y lo que estoy haciendo ahora, a saber: intimar al señor Ledesma que desista de sus pretensiones respecto de una joven que debe casarse con otro dentro de pocos días, y decir a usted que los padres de Loreto, apreciando debidamente la nobilísima conducta del pretendiente de su hija, ponen a ésta en sus manos, ahorrándole explicaciones y pasos que son molestísimos al amor propio y deseando a entrambos unidos, una vida más larga que la de Matusalén y una descendencia más numerosa que la de Jacob.
—Pero, señor don Raimundo…
—No hay peros ni aguacates que valgan. Usted es muy dueño de creerse indigno de Loreto y de rehusar la dicha porque anhela su corazón; pero yo también soy dueño de la suerte de mi hija, y quiero ligarla a la de usted y hacer a usted feliz por fuerza. ¡Vamos, amigo don Leodegario, que la cosa no tiene remedio! El doctor Román se ha comprometido a casar a ustedes en el Sagrario; he ordenado a mi esposa que dé aviso de la próxima boda de Loreto a sus amistades femeninas y yo estoy haciendo ya otro tanto con las masculinas. No hay quien no me dé las más cordiales enhorabuenas por la elección de yerno…
Las pupilas del marqués habían ido sucesivamente pasando del verde alfalfa al verde mar y al verde tierno, para teñirse al cabo en el amarillo legítimo de la yema de huevo; a cuyo tiempo, no se sabe si con motivo de la extrañísima conducta de don Raimundo que pretendía casarle a fuerza o más bien, por no haberle dejado el mismo don Raimundo meter baza con la conversación, se le llenaron de espuma blanca los labios y, lanzando un recio bufido, cayó al suelo estremeciéndose en rudas convulsiones. Acudieron los mozos y cercáronle los demás concurrentes al café, echándole buchadas de agua en el rostro, y tratando de averiguar ellos la causa del accidente, díjoles el anciano, y así lo creía él, que había sido motivado por un exceso de júbilo repentino. El marqués fue llevado en un coche del sitio a su casa, prodigándole su presunto suegro los cuidados más exquisitos y dejándole en manos de una señora grande que le asistía.
Cuando volvió en sí el del Veneno, se preguntó si estaba él loco, o si don Raimundo había perdido el juicio; o si se trataba de comprometerle indignamente a un paso que no entraba en su voluntad, ni en sus ideas, contando con su proverbial caballerosidad, o con que sus alcances intelectuales y su energía fuesen mucho más limitados que los de cualquier hombre de mundo. Pero, a poco que con más calma se puso a examinar estas diversas hipótesis, fuelas desechando una tras otra por absolutamente inadmisibles y, en efecto, el juicio y la probidad del anciano, la honorabilidad de su familia no obstante el pedantismo y las bachillerías de Loreto, y la reputación de hombre despejado y cabal de que disfrutaba el marqués, alejaban naturalmente cualquier sospecha a tales respectos. Nuestro protagonista se vio, pues, en la necesidad de atribuir lo que le pasaba, primeramente a su galantería con las damas en general y con Loreto en particular; enseguida, a la necedad de ésta, que tomó por moneda contante las flores veraniegas que el sexo feo tributa a la belleza; después, a las habladurías de las gentes que, convirtiendo al mosquito en elefante, hicieron comulgar con éste al anciano; por último, a las combinadas bondades y sandez de don Raimundo que, dando por cierta e indudable una inclinación que no existía, se adelantaba espontáneamente a coronarla, contra todos los usos y conveniencias sociales, creyéndose bienhechor y siendo, en realidad, verdugo del favorecido.
Al obtener en el curso de su raciocinio esta deducción lógica y natural, no pudiendo el marqués, en rigor, indignarse contra alguien, se indignó contra su propia estrella; de lo que resultó que, durante seis u ocho días, los ataques nerviosos no le permitieron dejar la cama. En tal periodo de tiempo, no escasearon los amistosos recados de la esposa y de la hija de don Raimundo, ni las visitas de éste a informarse de la salud del presunto yerno. Y aunque el marqués tomó y abrigó durante una semana la resolución de explicarse clara y rotundamente con el anciano, el sistema de éste, de cortarle la palabra, creyendo que iba aquél a abrumarle con demostraciones de gratitud y los paroxismos que la cólera causaba a don Leodegario, impidieron de pronto la aclaración, que el curso de los sucesos imposibilitó definitivamente, poco después.
Al salir a la calle el del Veneno, viose materialmente asediado de todos sus conocimientos y relaciones y no pudo dar diez pasos seguidos, sin que alguien le detuviera preguntándole: «¿Conque se casa usted?» y en vano trataba de negar la partida, pues todos a una voz le decían que don Raimundo y su familia estaban dando aviso de la próxima boda a sus parientes y amigos.
Ni fue menos penosa para el joven su primera entrevista con la señora Rodríguez.
—¿Quién habría creído —díjole esta señora— que usted me engañaba cuando me aseguró que no tenía la menor afición a Loreto? ¡De todas maneras, mil parabienes por el próximo enlace y que ustedes sean felices!
Trabajos y sudores tuvo el marqués para explicar, o, más bien dicho, referir lo que pasaba, confiando a la señora el secreto de su desesperación y encargándole el mayor silencio. Ella alzó las manos en señal de admiración, sin poder tampoco explicarse lo acaecido. Conviniendo, sin embargo, en que semejante casamiento no podía ni debía efectuarse, aconsejó al joven que procurara tranquilizarse y escoger con toda calma el medio más prudente de salir de tan horrible atolladero.
No es de omitirse en mi narración la entrevista casual del marqués con el presidente, su padrino, ni el recurso que éste propuso al ahijado para conjurar el conflicto. Halláronse en una reunión habida en palacio y como el general notara la palidez y las ojeras del joven, díjole sin más rodeos:
—¿Qué tienes tú? Esa cara de pan crudo y esos ojos de azoramiento, acusan tus vigilias en las malditas logias escocesas que frecuentas y que, sin duda, conspiran contra la paz pública. La regeneración política y social de México estriba en…
Sabiendo por experiencia el marqués que esta frase sacramental, en boca de su padrino, era el introito obligado de una peroración poco menos que interminable, llevole a un rincón de la sala y le confió sus cuitas, pidiéndole consejo:
—¡Hola, mi amigo! La cosa es grave y yo en tu lugar, apelaría lisa y llanamente a la fuga. El mayor inconveniente que yo pulso para estas bodas es la igualdad de razas de los contrayentes. Tú conoces mis ideas sobre tal punto y sabes que, según ellas, nosotros los de sangre española debemos unirnos con las aborígenes, para que de esas uniones vaya resultando una raza especial y capaz de llevar a efecto la regeneración social y política de la república… Sobre todo, recordarás mi proyecto de matrimonio con una princesa indígena de Guatemala, proyecto que dio margen a las burletas y habladurías de los chaquetas como tú; pero que si se hubiese realizado… En resumen y abriendo aquí un paréntesis, te diré que, si el inconveniente de las razas no es bastante para hacer desistir a ese caballero de su propósito de casarte con su hija, ancho es el mundo y sabio el consejo de un predicador amigo mío: «El que pueda escaparse, que se escape». Existe, y debo creer que sin moradores, la cueva en que yo permanecí oculto y fuera del alcance de las garras de la tiranía en los primeros tiempos de nuestra guerra de independencia. De igual género es la lucha que tú vas a emprender con don Raimundo y su familia. Vas a pelear por tu independencia y libertad propias… ¡Pues a la cueva contigo y que te saquen de ella, si pueden, para casarte! Por penosa que sea la vida del anacoreta, es peor la del casado contra su voluntad. Conque, si te resuelves, te daré una carta para Zenobio, a fin de que te ponga en posesión de la cueva. Estoy casi seguro de que, a los ocho o diez años de habitarla… Mas, para entonces, la regeneración social y política de la república será un hecho práctico y tú nada tendrás que temer de la tiranía de tu presunto suegro. Cierro el paréntesis y voy a enseñarte el mandil de cuero que me ha regalado míster Poinsett, etcétera.
Renegando del padrino y de sus ocurrencias, el marqués se dirigió a la tertulia de la señora Rodríguez, donde llevaba muchas noches de no presentarse. A reserva de tomar una resolución que le salvara, sintiose un momento atraído por la reunión, como suele uno sentirse atraído por el abismo.
Las bujías de esperma, reproducidas en anchas lunas venecianas, derramaban una claridad verdaderamente diurna sobre el aterciopelado cutis de las señoras, quienes no se pintaban en aquel tiempo. Distinguió el marqués a Loreto y quedó deslumbrado ante su belleza que era, en realidad, sobresaliente; dirigiose a saludarla y ella le acogió con la inefable sonrisa de la prometida. ¡Oh, si no hablara en latín y no hiciera versos! La aldeana más sencilla y ruda, con tal que posea las dotes rigurosamente femeniles de la mujer, la ternura y el pudor, tiene más atractivos, es más mujer a los ojos de los hombres, que la marisabidilla mejor recortada sobre el glorioso patrón de las Staël y Sevigné. ¿Qué varón no se enorgullecería de llamar suya a una joven tan hermosa como Loreto, animada realización de los tipos soñados por Fidias y Praxíteles en la edad de oro de las artes? Mas, por otra parte, ¿quién oye con calma a la mejor disputa en el hogar doméstico, entre la canasta de costura y la olla del puchero, el Quosque tandem de Cicerón, de labios de las esposas enmarañadas y con las medias caídas?
Todas estas y muchas más ideas revolvió en un instante la vivísima imaginación del marqués, a quien se apresuraron a ceder su asiento los petimetres que daban conversación a Loreto. No hubo en la tertulia quien no los reputara moralmente casados y quien no, en motivo de ello, felicitara al uno en presencia del otro y cuando el del Veneno, después de haber acompañado hasta la casa a don Raimundo, a la novia y a la suegra, dando el brazo a esta última, como es de rigor, se retiraba cabizbajo y meditabundo para su hogar de hombre solo, díjose, entrando en cuentas consigo mismo, que verdaderamente la reputación y la felicidad de aquella familia y su propio buen nombre, dependían de la boda y que para eludirla no le quedaba otro recurso que el suicidio o la fuga.
Cristiano viejo, rechazó como malo el pensamiento de poner fin a su existencia y, hombre de corazón, reflexionó que la fuga no podía serle honrosa; si bien vista más de cerca la boda, empezó a creer que la idea de don Guadalupe de apelar a la cueva y enterrarse en ella en vida, no era del todo extravagante ni desacertada. No hallando consuelo ni esperanza de salvación en lo humano, acudió a más alta esfera, no sólo encomendándose de todo corazón a Dios, sino dando a su devoción las más raras formas que suele revestir entre las gentes piadosas menos ilustradas. Viósele, por ejemplo, tomando en jueves agua bendita de ambas fuentes de la iglesia de Santo Domingo, a un tiempo mismo; poner boca abajo a una imagen de san Antonio, y hasta danzar al son de castañuelas en algún claustro, delante de un lienzo que representaba a san Gonzalo de Amarante. Pero la Providencia no parecía poner mano en el asunto; el tiempo transcurría, los propietarios ofrecían sus casas vacías al novio mediante buena fianza; los almonederos le proponían muebles y los vendedores de objetos para donas le asediaban. Era preciso obrar.
A todo esto, ni una entrevista había tenido aún con Loreto acerca del proyectado matrimonio; la familia y los amigos lo sabían y se explicaban tal conducta por medio de esta frase de estampilla: «Rarezas del marqués».
Éste, en una de sus muchas noches de insomnio y de cavilaciones, trazó y se resolvió a poner en práctica el siguiente plan: un caballero como él, no podía dejar comprometidas y burladas ante la sociedad a una joven del mérito de Loreto, a una familia tan respetable como la de don Raimundo; en consecuencia, aceleraría el matrimonio y, cuando lo hubiera efectuado, procuraría amoldar a su esposa a sus propios gustos e ideas o amoldarse él a los de ella: si ni lo uno ni lo otro era posible, realizaría sus pocos bienes, aseguraría con su producto los medios más indispensables de subsistencia a su mujer y tomaría soleta hacia cualquiera de las otras partes del mundo. En último caso, la cueva de su padrino debía estar desocupada, y le ofrecía seguro asilo. Al levantarse al día siguiente, hubo de sentirse más tranquilo, sin duda por efecto de la resolución adoptada y con la energía nerviosa del condenado a muerte, que dice «vamos», y comienza a subir los escalones del patíbulo, propúsose ir inmediatamente a casa de don Raimundo (a quien llevaba ocho días de no ver) para arreglar con él y con su familia —a la que tampoco había visto en todo ese tiempo— los indispensables preparativos del matrimonio.
Tomaba con tal objeto sombrero y guantes, cuando oyó ruido y altercado de voces en el corredor de su propia casa y, abriéndose violentamente la puerta de su recámara, penetró en ésta don Raimundo, de montera, en pechos de camisa, con el rostro pálido, los ojos desencajados y una torta de pan en la mano. Penetró, repito, y sin decir al marqués otras palabras que éstas: «Me persiguen», corrió a esconderse bajo la cama, trémulo y fuera de sí.
Ver esto el joven, tomar una espada que tenía a la mano en un rincón y salir de la recámara al encuentro de los perseguidores de don Raimundo, fue obra de un instante.
Hallose en la pieza contigua con Fabián, el criado de don Raimundo, casi tan viejo como éste y que traía consigo a dos cargadores, sin más armas que sus cordeles. Preguntando el marqués a Fabián qué significaba aquello, el fiel servidor llevole aparte y le dijo:
—Se ha salido de casa el amo, contra las prevenciones del médico y vengo a llevármelo, pues la señora y la niña no quieren que ande solo en las calles.
Sin comprender todavía el del Veneno jota de tal enigma, dirigió nuevas preguntas a Fabián y al cabo supo que don Raimundo, después de algunos días de estar dando indicios de enajenación mental, había acabado por correr y contaba ya media semana de encierro en su casa.
Explicose entonces el marqués la conducta de su presunto suegro hacia él y vislumbró alguna esperanza de salvación. Pero, movido de profunda lástima y sin detenerse a pensar en sus propios negocios, fue a persuadir al anciano de la conveniencia de que se retirara, acompañado de Fabián, lo que a duras penas logró.
Enseguida se dirigió a la casa de la señora Rodríguez, quien recibiole con semblante afable y alegre.
—Iba a mandar llamar a usted —le dijo— porque tengo cosas muy importantes que comunicarle. Ya sabrá usted que el infeliz don Raimundo está loco de remate. Pues bien, Loreto y su mamá, después de haberse devanado los sesos en vano para explicarse cómo era que usted no les había chistado una sola palabra acerca del casamiento, de que sólo don Raimundo les hablaba, tan luego como advirtieron que el anciano estaba trastornado, comprendieron todo lo demás y yo las he confirmado en sus deducciones. No hay que decir si lo acaecido les causa mortificación poca o mucha, pues ya usted lo calculará; únicamente, cumpliendo el encargo que me confiaron, declaro a usted que le juzgan libre de todo compromiso y que, además, le agradecen vivamente la prudencia y caballerosidad con que se ha manejado en tan espinoso y desagradable asunto.
—Es que yo no sería capaz —exclamó impetuosamente el marqués— de dejar a una familia como ésta en una posición ridícula. No, señora mía; puede usted decir a Loreto, que decididamente y contra todo viento y marea, me caso con ella y que esto ha de ser a la mayor brevedad.
—¡Marqués, no tiente usted a Dios de paciencia! Ya que se le abre una puerta, sálgase por ella sin volver atrás el rostro y dese por bien librado. Por otra parte, aunque Loreto mastica el latín y hace dísticos, no es tan zurda como usted cree, en esto de saberse conducir. Ha comprendido perfectamente su posición y su conveniencia y una sola ojeada le ha bastado para atraerse a sus pies al comerciante en abarrotes, más rendido y enamorado que nunca.
—¡Cómo, señora! ¿Sería posible que Loreto?…
—Loreto se casa con Ledesma antes de ocho días.
¿Quién descifra el caos del corazón humano? El marqués, que hacía un momento sentíase dichoso ante la sola idea del desbaratado matrimonio y de su propia libertad, sintiose contrariado y humillado al saber que Loreto le daba con tanta presteza su remplazo. Pusiéronsele amarillas las pupilas, volviéronle los ataques de nervios y esto, sin duda, impidió que se echara a rondar la calle a Loreto como verdadero enamorado y que desafiara a muerte a Ledesma.
Tuvo lugar la boda y la sociedad mexicana, que nunca llegó a saber lo que había pasado bastidores adentro, habló durante un mes de las terribles calabazas dadas por Loreto al del Veneno. Éste, pasado algún tiempo más, se calmó y hasta llegó a comprender el beneficio que la Providencia le había dispensado; con cuyo motivo costeó un novenario solemnísimo a santa Rita de Casia, por atribuir a su intercesión tal beneficio.
Ocho o diez años después de estos sucesos, volví a ver al marqués y conocí a Loreto. Hallé al primero cano, calvo, arrugado y desesperado de la mala suerte con que tropezaban todas sus pretensiones matrimoniales. La segunda estaba hermosísima de figura y, aunque todavía con algunos resabios de pedantismo, muy torpe ya en el manejo del latín y sin conato alguno de versificar. Ledesma había llegado a ser inmensamente rico, gozaba de la reputación de íntegro y hábil en los negocios y habiendo, por pura casualidad, conseguido unas hormas regulares para su calzado, no parecían tan descomunales ni escandalosos sus pies. Media docena de chicos, a quienes la madre, por más esfuerzos que impendía, no lograba hacer pronunciar la o, alegraban el hogar de tan feliz pareja y Ledesma, al montarlos en sus piernas y besarles la frente, exclamaba enternecido: «¡Tuditus a su abuelu!».
VII. Conclusión
Cuando el antiguo ayudante del general Victoria acabó de hablar, rayaban las primeras luces del alba. Las personas que constituían el auditorio del último narrador, profundamente dormidas, sólo despertaron al cesar el monótono rumor de la voz del viejo. Convencidos todos de que no se les proporcionaría otro vehículo, emprendieron a pie y con la fresca el camino de Puebla, donde llegaron, cansados y mohínos, en la tarde.
Quisieron, por medio del procurador y a instigación suya, demandar al dueño del coche por daños y perjuicios; pero, habiendo ofrecido el segundo mejores gajes al primero, cambió de blanco el látigo y fueron acusados, el militar de haber quemado los restos del carruaje y golpeado al cochero y el farmacéutico y el almonedero de no haber tratado de impedir tales desmanes; en cuya culpa de omisión no resultaba cómplice el procurador, por impedirle el espíritu de su profesión —decía él mismo— todo acto de fuerza no decretado en autos.
El militar y sus dos compañeros de acusación viéndose mal parados, tuvieron a bien salirse furtivamente de la ciudad, y demandado a su turno el dueño del coche por el procurador, para el pago de honorarios, viose en la necesidad de vender las mulas y de adjudicarle su producto, por vía de transacción amistosa y equitativa.
¡El licenciado Retortillo conocía bien a Rascón!