Los Fantasmas del Museo del Prado

José María Salaverría


Arte, historia



Evocaciones

Hay en Madrid un lugar de reposo, a donde van los niños y los viejos paseantes en busca de sol y de paz. Antiguamente, cuando la villa coronada era más pequeña, en ese mismo lugar se concentraba la vida elegante, y bajaban al Prado las carrozas de los nobles señores, los apuestos jinetes, las damas de la Real Casa. Hoy el tumulto de la vida se ha desviado hacia otras partes de la ciudad.

Pero el sitio ha ganado en poesía, tanto como ha perdido en mundanidad y ajetreo. Bajo los viejos y mal cuidados árboles se respira un aura de soledad y de calma, y las personas que se asustan del lujo y el ruido vienen a pasearse al abrigo de su benéfica sombra. Los carreteros que bajan hacia los barrios populares se ponen a cantar perezosamente, mientras las muías cabizbajas campanillean. El sol tibio y sereno del cielo castellano pone su adorno de luz áurea y neta en los árboles, en las paredes, en las afiladas agujas de las torres. Y así, adornado por el sol, supremo artífice de Madrid, el Paseo del Prado aparece lleno de melancólicas nostalgias. Es un rincón romántico, con el romanticismo de las cosas desvaídas, viejas y nobles.

En el fondo de este paseo, un poco hundido en el hueco de unos desmontes, se levanta un edificio grande, rosa y gris. Atrevámonos a decir que acaso resida en ese edificio la mayor potencia gloriosa y jerárquica que posee actualmente España. Una vez que los triunfos guerreros se acabaron, España vive hoy en la conciencia de los pueblos civilizados merced a su historia y a su Museo del Prado. La historia de España pesa como un bloque abrumadorsob re la memoria del mundo; pero la historia es cosa muerta. Si nada más que historia poseyese España, las gentes no se acordarían de ella mucho más que de Persia o del país de los etruscos. Tiene España su Museo y gracias a él se mantiene viva en la conciencia del mundo. Y un incendio repentino y enorme, al abrasar todos los lienzos del Museo, sumiría a España en la mayor indigencia. Desaparecidos los tesoros de Velázquez, del Greco, de Murillo, de Ribera y de Goya, España no podría presentar al mundo sino pavesas, cenizas de gloria, sombras de genialidad. Las cosas definitivas, eternas y universales que ha dejado España al mundo, son El Quijote, América y un centenar de lienzos geniales.

Se entra en el edificio por una doble escalinata, que termina en un vestíbulo acristalado. Cuando un hombre sensible y culto llega a este vestíbulo, irremediablemente percibe una mayor celeridad en el pulso; es esa grave e inefable sensación a la que llamamos religiosidad. Efectivamente, en el interior del edificio están congregadas las obras culminantes de los genios, y cada obra mantiene dentro de sí como un trozo del alma del pasado. Si los muertos nos sugieren ideas religiosas, las obras geniales nos producen una idéntica sensación, pero más intensa todavía, porque percibimos en torno de ellas el halo del espíritu creador. El genio que las produjo murió, la tierra lo ha disuelto en tierra; pero las obras están vivas, y a través de las obras creemos atisbar la figura depurada del creador, que viene a saludarnos como un fantasma propicio.

Al pasar el vestíbulo, el aura religiosa nos posee. Sentimos un involuntario deseo de descubrirnos, como en un templo, y nuestros pasos apenas quieren rozar el pavimento, por temor de turbar el reposo sereno de los fantasmas.

La pintura, por lo mismo que es un arte concreto, causa al espíritu emociones más directas. La música nos produce emociones nihilistas, incoherentes e indeterminadas; la literatura se apodera tanto de la mente, que la absorbe y la conduce por caminos puramente intelectuales: ambas emociones son egoístas y conducen a la absorción y a la soledad. Pero la pintura habla al mismo tiempo a la mente, a la imaginación, a los sentidos materiales. Se traba una comunicación ideal entre las figuras del cuadro y el espectador, y surge el efecto dramático. La pintura es un arte dramático y por eso nos produce tan viva emoción. Las figuras del cuadro nos miran e interrogan; nosotros, por nuestra parte, vemos positivamente el desarrollo del drama. Creemos asistir al acto, y somos espectadores a la vez que cómplices del drama.

Pero si un solo cuadro nos sugiere esas dramáticas emociones, ¿qué clase de abundantes, intensas emociones nos sugerirá un Museo en donde están colgados cientos de cuadros geniales de diferentes autores, climas y edades? Entonces el alma del hombre culto y sensible se figura asistir a un congreso de fantasmas pretéritos; la atmósfera tiene para él no se sabe qué ocultos pliegues, que extrañas y acumuladas interpretaciones; las personas, las leyendas, los Reyes, héroes y mendigos de varias centurias, las batallas y las apoteosis, los gestos beatos y los trágicos ademanes, todo esto se arremolina ante los ojos del espectador. Llega un momento en que el espectador se olvida del día actual, piensa que él, únicamente él es un fantasma inactual, y que los personajes de los lienzos son los que tienen verdadera y real existencia...

Pasado el vestíbulo, se abre una rotonda que ofrece al visitante varias puertas. Por la mano izquierda está la entrada a la sala de la escuela italiana; por la derecha mano solicitan al visitante la sala de los retratos y la de los pintores primitivos; enfrente, una amplia puerta da acceso a la sala principal del Museo. Se entra en ella, y uno se siente encogido, abrumado.

De repente, sin una preparación gradual, el espectador se encuentra dentro de una sala en cuyos muros están colgados los lienzos de los pintores españoles más fuertes y representativos. El espectador queda abrumado bajo aquella pesadumbre genial. Salen a su paso el Greco, Velázquez, Zurbarán, Goya. Toda la España artística está allí. Todo el espíritu realista, y a la vez macerado, de la España vieja, se congrega en aquellas paredes. Los príncipes de Velázquez, los monjes ascéticos de Zurbarán, las apoteosis místicas del Greco, las sangrientas y pavorosas figuras de Goya, viven allí una vida anacrónica, pero tan humana y real, que a pesar del tiempo que los separa, parecen todos contemporáneos, hijos de la misma mente y del mismo instante. Sin duda está allí España, toda la España vehemente, violenta, altiva y caballeresca. Y el espectador siente que viene a besarle un viento trágico: el viento de España, la nación de la tragedia.

¿Existe una melancolía más profunda que la del noble arruinado, condenado a guardar los restos gloriosos de sus antecesores? Vedle en la estancia de su palacio secular. De las paredes cuelgan viejos retratos de capitanes, obispos y comendadores; en las panoplias se reúnen las espadas que brillaron al sol de la victoria; en los rincones duermen las arcas que en un tiempo guardaron el oro de pasmosas riquezas. El noble personaje mira estas preseas antiguas y su alma se llena de dolor, porque ya no le quedan criados ni feudos, ni riquezas, ni apenas un pedazo de pan, y cuando su necesidad le grita, al levantar los ojos tropieza con los nobles vestigios que hacen todavía más penosa su indigencia.

Así le ocurre a España con su Museo. Están allí reunidas las preseas artísticas de varios siglos. En aquella época de poderío, de fuerza, cada pintor pagaba su contribución a la gloria hispánica. Los Reyes llamaban a los más célebres artistas y les mandaban grabar en lienzos la apoteosis de la dinastía triunfante. El insuperable Tiziano retrataba a Carlos V en actitud magnífica, a caballo sobre un victorioso bruto, armado de lanza y casco. Desde Flandes e Italia acudían los pintores a ofrecer la ofrenda de su genio. El mismo Greco, abandonando su patria natal, se establecía en Toledo, y allí se identificaba con el espíritu castellano.

Pantoja de la Cruz pinta a Felipe II en aquel talante noble, severo y espectral que se ha hecho famoso; Velázquez se encarga de sublimar la figura de Felipe IV y de los Príncipes, poniéndoles sobre grandes corceles, con los ricos mantos tendidos ante un paisaje solemne y teatral. Y para colmar la medida de la apología hispánica, pinta su célebre cuadro de «Las Lanzas», en donde los soldados flamencos rinden sus espadas a las históricas picas castellanas. Acude también Rubens, y añade su arte aparatoso a la apoteosis española. Todo son grandezas, victorias, batallas campales, reyes y capitanes triunfadores. Las paredes del Museo del Prado parecen temblar bajo la pesadumbre de tanta grandeza. La historia española de dos siglos, de los dos siglos culminantes, vive en estas paredes, pero agrandada fastuosamente por la fuerza enfática de la pintura. Entretanto, el espectador se detiene entristecido y medita sobre el contraste que ofrecen esas glorias pretéritas en un país indigente de ilusiones.

La historia que se lee en los libros es incompleta, porque le falta el concurso de la emoción viva, dramática, visual; mientras que los cuadros, con su palpitación veraz y su fuerza expositiva, llegan adentro de nuestra alma, hasta el albergue íntimo. Sabemos, porque lo leímos, que España tuvo famosos príncipes, invencibles soldados, altos caballeros; pero ante la demostración tangible de los lienzos, nuestros propios ojos comprueban las acciones. Después de ver y palpar esa realidad antigua, el espectador se palpa y examina a sí mismo, y siente entonces la enorme distancia que le separa de la gloria pretérita.

¡Raza de soberbias y renunciaciones! Los principales componentes del carácter español están expresados en la sala central del Museo del Prado. La psicología ibérica la han grabado ahí los pintores, sin recatarse y tal vez sin proponérselo! Un fraile de Zurbarán, tendido en el suelo de piedra, apoyada la cabeza en una teja, mirando con los ojos errátiles la claridad mística que llega del cielo, nos manifiesta la voluntad fatal que el alma española ha sentido siempre por la renunciación. Los dislocados gestos que pinta Greco, las caras maceradas y los ojos de alucinado, nos muestran el impulso ciego con que el español se lanzó siempre hacia el fanatismo. La nobleza de las figuras de Velázquez nos representa vivamente el atormentado prurito de grandeza que socavó el alma española.

A la entrada de la sala central, Goya tiene acaparado aquel rincón medio en sombra. Goya es como el punto final de una narración épica. En la penumbra de aquel rincón, el alma rota y violenta de Goya traza sus escenas antitéticas. Aquí tiene colgado un Cristo, y cerca del Cristo ha puesto la insuperable maja desnuda. Frente a un cuadro popular en que bullen las carrozas, las majas y los chisperos, aparece el cuadro brutal donde «Malasaña», lanzándose a la grupa de un ginete francés le mete un puñal por los riñones, mientras que con su boca quisiera aún morder y despedazar al moribundo.

Pero el punto final de la epopeya española está en ese alucinante, ese macabro, ese feroz cuadro que se titula «El fusilamiento de la Moncloa».

Yo recuerdo que en la escuela donde aprendí a leer había, junto con otros cuadros de historia religiosa y profana, colgada una copia del cuadro de Goya. Mi imaginación de niño consideraba aquel cuadro con horror, y el pasado de España se me representaba con un fondo triste en que palpitaba el heroísmo desgreñado y la muerte sin apelación. Ahora mismo, cuando ha transcurrido tanto tiempo, no puedo mirar este cuadro sin que tiemble algo dentro de mí. Es la muerte sin apelación, en efecto, el heroísmo final y sin fruto. Sangre, vencimiento, decadencia, mezclado todo con hiel y con rabia.

Los aparatosos príncipes velazqueños están un poco más arriba; pero aquéllos terminaron su carrera. Estos Príncipes de la casa de Austria, decayendo, descendiendo, avillanándose, acaban en estos feroces hombres, rotos y descamisados, a quienes los soldados invasores de Francia van a fusilar.

Los soldados forman en fila. Sus cuerpos simétricos avanzan en actitud de apuntar. Están apuntando a unos hombres pequeños, hirsutos, feos, pobrísimos. Unos han muerto ya; otros se preparan a morir. Alguno tiembla a la hora capital. Alguno esconde el rostro, por no ver la boca de los fusiles. Pero uno de los hombres, el más feo, achaparrado y roto de todos, se yergue delante de los fusiles, abre la boca para maldecir a los verdugos, descubre el pecho para que las balas penetren con facilidad, y tiende los brazos abiertos, en cruz, ofreciéndose en holocausto a la patria. En ese hombre macabro, que abre los brazos, los ojos y la boca desmesuradamente, con un supremo gesto de desafío y maldición, en ese hombre feo y monstruoso, locamente heroico, parece que la España conquistadora pone su último rasgo. Es un movimiento galvánico. La nación venía muriendo durante dos siglos; al latigazo del invasor, la raza hace un esfuerzo de heroísmo. Aquel hombre de Goya, achaparrado, desgreñado, aquel supremo héroe, parece el último héroe de una raza que amó tanto la gloria.

Ronda de fantasmas

Entrando en el vestíbulo del Museo del Prado, a la mano derecha, hay una puerta humilde que da acceso a una de las Salas más valiosas del edificio. Es la Sala de los retratos. Allí están congregados los hombres y mujeres de cierto abolengo que tuvieron la fortuna de ser escogidos por los grandes pintores. Muchos de esos personajes son Reyes, Príncipes, héroes que alcanzaron notoriedad y cuyo renombre perdura hoy todavía; otros son individuos anónimos, cuyas hazañas desconocemos. Pero algunos de estos personajes anónimos tienen tal vida, están revestidos de tal fuerza vital, que se nos aparecen mucho más sugestivos que los Reyes o capitanes. Y todos juntos, anónimos o documentados, los personajes de los lienzos nos saludan y nos miran fijamente desde lo alto de las paredes.

Alguna vez he llegado yo a deshora hasta la Sala, y me he visto solo dentro de ella. El viejo guardián dormitaba en un rincón; el nublado día arrojaba por las ventanas una luz somera; y en aquella penumbra silenciosa he vagado yo como un hombre que sueña. Armonizados el silencio, la soledad y la media sombra, me he figurado asistir a un congreso de fantasmas. Las personas de los lienzos han tomado vida real, se han salido de los marcos que las contienen y han venido a hablarme esas raras palabras que solemos oír en el preámbulo de una alucinación. Y hasta he llegado a imaginar que yo era un ser ilusorio, fuera de tiempo y lugar, y que los seres retratados eran personas positivas y reales. Entonces toda la sala se ha poblado de ademanes, de gestos, de movimientos y de voces, Aunque a los diferentes personajes los separen tres siglos de fecha y grandes distancias jerárquicas, sin embargo, todos se han mostrado familiares unos con otros, y los Reyes, los guerreros y los eclesiásticos, los caballeros y los hidalguillos, se han cruzado entre sí miradas y frases de inteligencia.

¿Cómo vivieron esas gentes, cómo sintieron, qué dramas, qué idilios representaron en sus remotas existencias? Aquí el Tintoreto dejó sus caballeros de abundante barba, de erguida estatura, de mirada inteligente y penetrante. Son aquellos patricios de la Italia del Renacimiento, embargados por una ambición de poder y de grandeza; aquellos caballeros contemporáneos de los Médicis de Florencia, de los Borgias de Roma y de los Ducs de Venecia. Llevan ricos trajes de oro y terciopelo, y la mano derecha la tienen posada en la espada o en el pomo del puñal. Son aquellos hombres increíbles, dotados de una energía profunda, cuya moralidad nosotros no podemos conocer ni comprender; hombres fríos, y a la vez apasionados, que usaban del veneno o del puñal, y asesinaban sonriendo. Sus miradas penetrantes nos miran ahora todavía con aire de serenidad, de soberanía y de indefinible nobleza.

Enfrente de los hombres italianos, veo los reposados burgueses flamencos. No son éstos, como los caballeros y patricios italianos, almas batidas en la fiebre y la perfidia; son hombres grasos, abiertos y transparentes. Pero en sus rostros de mercaderes y burgomaestres, ¡cuánta nobleza cardinal, de esa que no llama a la tragedia, sino que está formada de civismo y de rectitud! Son los ejemplares del «ciudadano». Viven en las ciudades comerciales del Norte; tienen tiendas de lienzos o de especias en Brujas, en Gante o en Amberes; sostienen flotas nutridas que navegan por los mares y los ríos, y caravanas que van al interior de Alemania, o a las bellas ciudades de Lombardía, trayendo y llevando objetos preciosos, tapices artísticos, encajes y lienzos finísimos. Van a la casa de la ciudad y allí se congregan todos para juzgar sus pleitos y gobernar al pueblo. Viven una vida cívica, honesta. Les gusta poseer una casa abrigada con ventanas chiquitas, techos artesonados, calientes chimeneas y despensas bien provistas. Aman la vida glotona y rica. Saben reír abiertamente, y por debajo de su apariencia algo vulgar y tosca palpita un espíritu selecto, independiente y exquisito. En esos burgomaestres y mercaderes del viejo Flandes está el origen del trabajo, del estudio y de la prosperidad material que ahora disfruta el mundo civilizado. Aquellos patricios y caballeros del Tintoreto están socavados por la obsesión política; tienen el alma enferma de fiebre de poderío; mientras que estas otras almas flamencas sonríen a la vida de la acción, pero de una acción social, cívica y temperante.

Para paliar la demasiado fuerte impresión que dejan en el ánimo estas gentes del Renacimiento, en el centro mismo de la Sala se congregan los retratos de la época florida del siglo XVIII y finales del XVII. Estamos en plena influencia francesa. Los rostros tienen la amabilidad de la Corte de Luis XV, y la dulce, la infantil afectación de aquellas modas frívolas pone lunares postizos en las mejillas pintadas, rizos inverosímiles en las cabelleras femeninas teñidas de blanco. Ya no miran esos ojos como las otras pupilas de la época del Renacimiento; están exentos los semblantes de sabor dramático y las miradas carecen de profundidad. Parece que todos, augustos Reyes y magníficas duquesas, acaban de terminar un minué. Sin duda estas gentes amables conceptúan la vida como un tránsito frívolo. Es la época del buen tono y de los modales corteses. Cuando los ejércitos inglés y francés se encuentren frente a frente, los oficiales de una parte dirán: «Tirad vosotros primero». Y los soldados marcharán al asalto de la plaza de Lérida al son de una orquesta de violines... Toda esa vida arbitraria, elegante, demasiado exquisita, acabará fatalmente en una triste decadencia. La revolución francesa entrará a sangre y fuego, brutalmente, y la exquisitez de encajes, pelucas, sonrisas y minués, todo irá derecho a la guillotina.

De repente, en la trasera de un tabique, como si se ocultaran, veo los retratos del Greco. Sobre un fondo negro, muy negro, resaltan sus rostros pálidos. Nada se ha hecho tan «español» como esos retratos de hombres. ¿Quiénes son?... Son España. Tienen todos cara de enfermo. ¿Es porque el Greco estaba enfermo, o es porque la España de aquel tiempo empezaba a enfermar? Uno es un médico, otro es un caballero, otros son personas desconocidas, anónimas, indocumentadas; forman, pues, la muchedumbre, la nación. Entre ellos está un hombre joven, noble, sereno, supremamente aristocrático. Tiene el puño de la espada levantado sobre la cintura, como para atestiguar su condición de caballero; la mano derecha la tiene situada blandamente sobre la mitad del pecho, una mano blanca, fina y dulce. Y bajo la alta y pura frente, los ojos del caballero miran al epectador con una nobleza y una dulzura que obsesionan.

En el catálogo aparecen bajo el título de «hombres». No se sabe quiénes son. Como los expósitos, esos retratos están colgados ahí en espera de que alguien los reconozca. Pero ya nadie los reconocerá. Se sabe que son caballeros, porque los semblantes no mienten; son caballeros por ley de naturaleza, aunque nos falte la comprobación de los pergaminos y blasones; su caballerosidad está palpable en esos ojos, en esas frentes, en esa aura ideal que se desprende de los rostros. El catálogo dice: «retrato de hombre». Y no se sabe más. ¿Quiénes eran?...

Sabemos que eran hombres; sabemos que hoy mismo son «hombres». Ninguna evidencia puede haber tan fija y determinada como la realidad de hombría. Tampoco puede hacerse mejor elogio de una obra artística, que clasificarla con el título de hombre. Lo más difícil, lo más sublime que existe en arte, es crear «hombres». Cuando la potencia del artista carece de bastante nervio, en lugar de personas vivas surgen abstracciones, sombras, muñecos articulados; pero si el artista tiene fuerza interior, creadora de seres vivos y reales, entonces las figuras adquieren personalidad, viven su vida propia, se mueven como impulsados por sus propios deseos y pasiones, y muchas veces alcanzan una realidad y una resonancia superiores a las de su mismo creador. Así la Gioconda de Vinci se ha desprendido de su autor y vive una vida personal, íntegra y pasmosa. Así también Hamlet y Otelo se han independizado de su padre Shakespeare, y andan por el mundo solos, como seres vivos y reales; y acaso Hamlet y Otelo se nos presentan a nosotros mucho más definidos y concretos que el mismo autor. Este autor, a quien sus contemporáneos llamaban Guillermo Shakespeare, se nos muestra vagamente en la lejanía, en medio de dudas y de incertidumbres; no sabemos cómo era, ni podemos afirmar del todo que existiera; mientras que Hamlet y Otelo son personas reales, cuyos más íntimos pensamientos nos son familiares.

En España hubo una creación portentosa de ese género, como tal vez no haya ejemplo de otra igual; es Don Quijote una persona tan viva, tan consciente, tan conocida, noble y gloriosa, que su autor y padre, Cervantes de Saavedra, queda empequeñecido y abrumado por la grandeza de su hijo ideal.

Los hombres retratados por el Greco son de esta clase; están dotados de vida y personalidad, y vivirán personalmente hasta que la injuria fatal del tiempo quiebre la pintura, raje la tela y se deshagan en polvo. Son hombres. Si los contemplamos con fijeza, de sus ojos y de sus frentes, de sus rostros pálidos, se desprenderá una cierta aura misteriosa, que es la misma que rodea a las cabezas de los seres vivos y transeúntes. Y si paramos nuestra atención, conoceremos el carácter y los sentimientos, las tristezas o las pasiones de esos hombres. De esos hombres pálidos, vestidos de negro, que nos miran fija, atenta y melancólicamente.

Intensamente pálidos, sus rostros de palidez transparente resaltan sobre el fondo obscuro y sobre la negrura de los jubones y las capas. Uno de ellos es un médico, y él mismo conserva la tristeza de aquel que sabe que está enfermo de muerte. Solamente uno de los retratos se muestra sereno y vital; este es el Caballero de la Espada, el de la mano posada sobre el pecho.

El caballero de la espada

Aunque es hermano y contemporáneo de los otros, no participa de su decadencia y melancolía; él está sano, firme y vive; no ha llegado para él la hora de caer, abandonarse al destino y morir. También es pálido como sus compañeros; pero su palidez no tiene aquella transparencia y horror de muerte. Viste de negro también, pero su negra ropa de terciopelo posee una elegancia suprema. Todo en él es elegante, noble y fino. Tiene la sobriedad exquisita, tan difícilmente buscada, tan pocas veces conseguida. No hay en él las vestiduras recamadas en oro que se ven en los hombres del Ticiano o de Velázquez; no se viste como los ricos hombres de Italia, casi femeninamente, a fuerza de esplendor; a él le basta un traje negro, una gorguera de puntilla blanca, una espada, y nada más. Tampoco se peina con rizos y melenas; el pelo lo lleva cortado, de manera que su frente alta y pura aparezca en toda su extensión, como un nobilísimo adorno del semblante, al que parece iluminar. Las facciones son bellas e irreprochables. Sobre la recta y suave nariz, los ojos grandes y tranquilos se abren francamente; ojos que carecen de miedo, de violencia, de astucia, de odio, de envidia, de ambición y de reto; ojos nobles, definitivamente nobles; ojos que no contienen ninguna pasión vil, cobarde ni débil; ojos hidalgos, aristocráticos. Y la boca se pliega en un gesto natural, suave, acorde. Como único alarde de lujo, como única y disculpable expansión de vanidad, este caballero sobrio y elegante ha subido el pomo de la espada, recamado en plata, hasta la altura del pecho, por el lado del corazón. Es, en efecto, digna de mostrarse; es una espada rica y hermosa, con filigranas artísticas de sumo valor. Para un caballero, la espada supone el núcleo y el vértice de todo orgullo; este caballero tan sobrio, que huye discretamente de las redundancias en el adorno, no ha podido resistir a la tentación de recamar con filigranas el puño de su acero, y de mostrarlo después bajo el corazón. Pero como supremo rasgo de elegancia, ha levantado la mano diestra, y extendiendo los dedos, la ha posado en el centro mismo del pecho. La mano abierta sobre el pecho, una mano fina y dulce; la espada bajo el corazón, y los dos ojos serenos y graves que miran suavemente a quienes transcurren por delante, el hombre desconocido resume en su persona los dos atributos más caros del alma: la elegancia y la nobleza.

¿Quién fué este caballero que así trae la mano abierta sobre el pecho y que nos muestra alta la empuñadura de su espada? Nos está mirando recta y fijamente, acaso interrogándonos él también. Su alma de otro tiempo, su noble

alma de hace tres siglos nos pregunta el sentido de nuestras ideas, de nuestras preocupaciones, y acaso en el secreto de esa alma haya una sombra de desdén por nuestra plebeya curiosidad; esta curiosidad moderna, formada con heces de periodismo.

Su alma de caballero siente como un dejo de amargura ante nuestra avidez de conocimiento. Continuamente ve pasar ante sus ojos la irrespetuosa manada de los turistas que llegan poseídos de una grosera curiosidad y que, hombres y mujeres torpes, tal vez especieros o calceteros de Londres, Filadelfia y Berlín, se plantan ante él y lo examinan impertinentes, ensuciándolo con la irrespetuosa mirada, del mismo modo que sus gruesos zapatos ensucian la tersura limpia del pavimiento.

Y el pudor del caballero se sobresalta cuando los domingos, huyendo del tedio o de la lluvia, una muchedumbre heteróclita llega asimismo ante él y le mira con ojos incomprensivos. Son incapaces de comprender el espíritu de la nobleza que vive en el caballero de la espada y de la mano abierta sobre el pecho. Tres siglos de revolución asidua y encarnizada han distanciado tanto a la multitud y al caballero, que no pueden comprenderse. Aunque pertenecen a la misma raza y viven todavía sobre el mismo suelo, sus almas ya no están acordes en nada. El espíritu caballeresco flota y se evade a la consideración de los visitantes. El espectador contempla aquella espada, y no sabe que pensar de ella; mira aquel rostro sereno y puro, y no acierta a interpretarlo. Como los amuletos de los remotos salvajes, la muchedumbre contempla la espada, la mano, el rostro del caballero: los contempla, y pasa. Todo eso ha muerto. El motor íntimo que animaba esas cosas, desapareció de la conciencia moderna hace mucho tiempo.

Sin embargo, el caballero sabe muy bien que su espada, que su mano, que la serenidad de sus ojos, no son cosas sin expresión ni realidad. Su espada, por ejemplo, tiene para él una infinita intensidad. Si le preguntáramos el porqué de su espada, ese caballero se asustaría, así como el creyente, cuando le consultáramos acerca de la evidencia de su fe. Su espada es un mundo de interpretaciones religiosas, morales y sociales. Ha nacido con la convicción de que la espada y el honor son indivisibles. La espada es para él la prolongación de su individuo, un órgano tan necesario y natural como el brazo o la boca. ¿Con qué podría vengar la injuria vil? ¿Cómo, si no es con la espada, suprimiría al calumniador, al deshonesto, al salteador de su honra? ¿Cómo podría, además, defender al caído, a la mujer ultrajada, al indefenso, al perseguido? Ese caballero no concibe que se viva sin espada. Si le quitasen los fueros inherentes a su espada, inmediatamente se quitaría él la vida.

Los transeúntes llegan, se detienen ante el caballero y se marchan. El más culto ha podido interesarse por la sobria belleza de la pintura, o por el aire original y macerado que de ella se desprende. Pero son muy pocos los que descubren la idea capital del retrato. La idea capital es el «honor». En ese caballero que posa la mano abierta sobre el pecho, están sintetizadas una época y una moral.

Nosotros tenemos una moral que consiste en «no hacer daño al prójimo». La reserva secreta de esta moral positiva y democrática, tiene una apostilla inconfesada, que es: «procurar nuestro propio bien, aunque se tenga que cercenar un poco el bien ajeno». Por encima de esta moral, y exclusivamente en los momentos apasionados, se resucita en nosotros un resto de la moral caballeresca; pero siempre tiene un sabor trágico y termina de un modo feo, irritado, plebeyo; con insultos, bofetadas y tiros.

La moral del caballero no tenía reservas secretas ni apostillas inconfesadas. Decía simplemente: «procederás siempre con la más alta pulcritud». Decir honor caballeresco, es igual que decir pudor, pulcritud mental y cordial, pureza. Lo noble es lo opuesto a la avidez, a la envidia, a la codicia, a la traición, a la falsía, al miedo. El noble no puede reservarse: da cuanto tiene, tanto su bolsa como su sangre. La prodigalidad es su hábito necesario, así como la justicia y la verdad son sus imperativos morales. Siendo pródigo, se convierte en paladín del bien, en protector del débil; siendo justo y veraz, pone su esfuerzo a la disposición de las causas loables. No puede mentir jamás, aunque se atraviese la vida de su madre o la posible adquisición de un imperio o de fabulosas fortunas.

Todos estos imperativos morales llenan de trabas y limitaciones al caballero. Por eso su vida tiene un aire de religiosidad. Todos los caballeros, unidos por idénticas leyes morales, se entienden entre sí y se comunican, como los individuos de una masonería. El mutuo respeto les hace ser iguales y trabar relaciones tácitas de una inefable simpatía. A espaldas de las leyes seglares y de las prescripciones de la Iglesia, los caballeros forman entre sí una comunidad esotérica, una religión del honor, cuyo código sólo ellos pueden comprender y obedecer...

Y cuyo ejemplar representativo, caballero hasta la exageración, sublime bufo, es don Quijote.

Carlos V

Está el Emperador montado en un ágil caballo. Tiene puesta una armadura empavonada a la moda milanesa. Con una mano rige las riendas de su corcel; con la diestra empuña una lanza. La visera del yelmo la tiene descorrida, y así queda expuesto a la luz aquel rostro afilado, imponente, cuyo belfo sobresale en un gesto de arbitrariedad, de amenaza y de dominio. Ojos cansados, como enfermizos; nariz flaca y aguda; color pálido. Pero en todo el semblante de ese monarca triunfador, flota un aire de magnificencia y de voluntad que le hacen terrible, imperativo.

El viejo Tiziano ha sido llamado por el Emperador. Me haréis un retrato ecuestre para que los siglos tengan memoria de mí. Y el viejo artista veneciano pide a su paleta los colores más regios, y a sus pinceles su mejor maestría. El retrato, en efecto, era digno del pintor y del personaje; los dos genios se juntaron milagrosamente para componer esa obra suprema de Arte y de Historia, que cuelga por fortuna de las paredes del Museo del Prado.

A la vista del retrato, ¡cómo se mueven las fibras de nuestra sensibilidad! Llenan de golpe nuestra mente los recuerdos seculares, y por un fácil esfuerzo imaginativo logramos cruzar el trance de tantas generaciones, transportándonos a la época aquella en que el Renacimiento culminaba espléndidamente, como una gran explosión de luz. Trasladados a esa zona ardiente y luminosa, ¿podremos nosotros, españoles de la veinte centuria, soportar el riesgo del vértigo?

Sin embargo, el Emperador que acometía las grandes hazañas iba seguido de españoles. Capitanes de España le acompañaban; ministros españoles le aconsejaban; del fondo de España salían los caballeros a gobernar provincias o a imponer la ley como embajadores. Cuando se piensa en esto, el ánimo atribulado de un español necesita recurrir a toda su firmeza para no caer en el fondo de un irreparable pesimismo.

¿Cómo es posible, entonces, que así cambien las personas y pierdan hasta ese punto su virtud de poder, energía y eficacia? ¿Es por un milagro histórico? ¿Es porque el tiempo trabaja en los hombres, como en todas las cosas de la naturaleza, y les roba el sabor esencial o el vigor de la entraña?

Ese Emperador Carlos V que nuestros ojos ven retratado, no muestra en su apariencia nada de excepcional. Ni es más grande ni más robusto que los otros hombres; su mirada no revela una luz sobrehumana; cabalga sobre un corcel normal. Es un rey; ¿pero no son reyes también los que miramos ahora a nuestro lado? Tiene súbditos numerosos; ¿pero los reyes de ahora no los tienen también en gran número? Aquel monarca con sus vasallos acometía empresas gloriosas; ¿y nuestro rey con nosotros, sus vasallos, es posible que no podamos realizar una acción de gloria mínima ni de somera eficacia?

¡Sí, el tiempo trabaja! ¡El tiempo desgasta las aristas de la roca, tal como vulgariza a un pueblo, hasta convertirlo en una cosa estéril, lisa e ineficaz! Los hombres son idénticos acaso; hablan del mismo modo y tienen igual semblante; se reúnen en asambleas, labran sus campos, organizan sus batallones. ¡Pero algo queda perdido, hay algo ausente! Está ausente esa savia virtual que se llama espíritu, ánimo, valor, voluntad.

Por aquellos tiempos, cuando el Emperador llegaba de Flandes, subía España la cuesta gloriosa de su mayor poder. Era la hora de la plenitud. Era esa hora magnífica que conocen todos los seres nacidos, por pequeños que sean. La hora de la plenitud de la vida, la hora de la voluntad. Cuando esa hora saluda a un insecto, le vemos temblar y agitarse en su minúscula esfera de acción; el mundo, su mundo mínimo, le parece miserable para su expansivo y dominante entusiasmo. Pero la hora de plenitud llega a una alma generosa, y surge como milagrosamente un genio. ¡Esa misma hora, cuando visita a un pueblo profundo y alentado, produce la maravilla de un imperio, de una florida civilización!

Salía España de su terrible forcejeo con los árabes, y casi repentinamente, apenas Granada es sometida, las acciones españolas tienden su vuelo por el mundo. Metida en su territorio había permanecido, como un honesto labriego que cuida sus terrones; de pronto se lanza a correr países, nuevo caballero andante. Nada le arredra, todo lo encuentra fácil. Toma Nápoles, asalta Orán y Túnez, invade el Milanesado, saquea Roma, retiene Flandes, quita el trono a Moctezuma, roba el oro del Inca, rodea los apartados archipiélagos, arrostra la posesión de los mares que descubre.

Como un símbolo de la nación es Carlos V. Se mueve sin cesar, corre y viaja, acude a todos lados, emprende las guerras más terribles, desafía a los más poderosos. Amenaza a los Papas y embiste a los sarracenos en sus guaridas. Le asalta la insurrección religiosa, y pretende ahogar la herejía luterana con guerras, concilios y confabulaciones. Y entretanto concede a su sensualidad franquicias reales; boato, lujo, magnificencia, apoteosis...

Lo mismo que el rey hacen los vasallos. Es el tiempo en que la nobleza española halla su cumbre de esplendor; cuando los caballeros se arriesgan a las empresas difíciles es porque saben que tendrán un premio correspondiente. El último hidalgo rural intenta el camino de la gloria, porque sabe que la gloria es cierta, y no imaginativa. La gloria está allá, en todas partes. El español que se sienta capaz de algún esfuerzo, no necesita más que arriesgarse: le llevarán, como arrastrado, al éxito.

¿Todo consiste en eso, entonces?... Es indudable que los individuos poseemos dos fuerzas: una nos pertenece a nosotros mismos, y la otra es refleja o adjunta, puesto que pertenece a la colectividad. Cuando nuestra fuerza propia es ilustre y halla la ayuda de la fuerza colectiva, en tal caso nos vemos ascendidos, flotantes, elevados como sin esfuerzo, como naturalmente; pero si de la colectividad nos viene, en vez de ayuda, un eco lánguido y fofo, sentimos que dentro de nosotros se nos deshace la energía. ¡Así en los períodos decadentes de un pueblo es inmensamente triste y trágico saber que infinitos hombres valerosos y geniales se deshacen, se desvirtúan y malogran en el fondo de vulgares empresas!

La fuerza colectiva es la que arranca a un Pizarro de su ciudad oculta, y en lugar de convertirlo en bandolero o cazador furtivo, lo empuja hasta el trono de un Inca. ¡Cuántos hombres tan recios y decisivos como Pizarro habrán gastado su energía en las poblaciones de Extremadura, y allí habrán muerto en un miserable olvido, ajenos a toda noble y universal hazaña!

El Emperador había llamado al artista impecable: «Hacedme un retrato bello». Y el viejo Tiziano puso al Monarca sobre el caballo piafante, armado de yelmo y lanza, en actitud segura y confiada de triunfo.

Seguro y confiado del triunfo, ése es el secreto de todo. ¿Acaso el triunfo se entrega a los que carecen de fe? ¿Se humilla la fortuna a quien no sabe o puede raptarla?...

Como una persona, un pueblo tiene alguna vez un momento de seguridad. No vacila, y por supuesto, vence. A la manera del jugador que pasa por el trance de una racha afortunada, un pueblo pujante siente que ha de vencer a toda costa. Cruza entonces por un momento exaltado que le impide dudar. Acepta los conflictos, se adelanta a los riesgos, y en los minutos de mayor zozobra halla todavía refuerzos sobrehumanos que le rinden a los pies el éxito. Todo el pueblo está en un tono agudo de seguridad y de entusiasmo. Cada hombre no es un hombre solo, es una masa ascendente que se empuja ella a sí misma.

En las épocas de decadencia, al contrario, la colectividad tira del hombre y lo abate hasta el suelo. Entonces la masa empuja hacia atrás, hacia abajo. Cualquier modesta empresa toma el aspecto de lo insuperable. Si un inventor descubre sus trabajos preliminares, pronto los amigos le reducen al silencio; si algún capitán osa algún acto temerario, en seguida le atajan, lo licencian o lo fusilan; si un escritor titubea palabras geniales, el público, tácitamente, le indica lo estéril de su camino. Y el propósito de conquistar una aldea de africanos, le suena al pueblo como una horrible temeridad.

Al subir a la meseta de Méjico, después de abandonar la provincia y la población de Centoalla, Hernán Cortés conduce sus escuadrones por los ventisqueros de la montaña. Necesitan salvar los ramales de la cordillera. El frío es intenso, el país estéril y desolado. Caminan con valor y un día se ven en medio de una fértil, cultivada y populosa llanura. Acude el cacique de la región y se pone al habla con Hernán Cortés. Este le pregunta al cacique: «¿Sois súbdito de Moctezuma?», y responde el cacique: «¿pero quién no lo es?»...

Entonces contesta Cortés que él es súbdito de otro rey más grande, más ilustre, más poderoso, que manda en muchos y esforzados príncipes. He ahí que aquel capitán, frente a un puñado de hombres, sentíase orgulloso de su Emperador Carlos V, y sentíase sobre todo protegido por el poder de su monarca, acaso más bien por el poderío de su nación, ¡monarca y nación que estaban tan lejos, y que en aquel instante no podían ofrecerle ninguna ayuda!

Pero existía la ayuda espiritual. Las gentes de Cortés ¿se hubieran aventurado a una empresa que era locura, si no sintiesen el contacto espiritual de su pueblo? Ellos, al fin, como obscuros soldados, podían vacilar algunos momentos, pero su capitán no vacila nunca. La ilusión de la fuerza de su patria le rodea y protege, le alienta y empuja.

En vano el cacique hace mención de las tropas de Moctezuma, los ejércitos, las riquezas, los enormes recursos; había, sin duda, motivo para reflexionar; aconsejándose por la lógica, el intento era absurdo, imposible. Pero Cortés no reflexionaba mediante una razón decadente. El aliento triunfal de su raza le mandó seguir adelante. El Imperio de Moctezuma cayó a sus plantas...

Felipe II

Ciertos hombres poseen la rara virtud de quedar indelebles en la historia, como surco trazado vigorosamente sobre una lámina de acero, que dura tanto como el acero mismo. La esencial condición de todo ser vivo consiste en dejar una huella tras sí; una vida equivale a una huella.

La huella que dejó Felipe II es imborrable. Preguntad a los hombres de cualquier parte del mundo por el rey español, y os hablarán como de algo que no puede separarse ni desprender de la época del Renacimiento. Está adscrito su nombre a los puntos cardinales de las controversias y disputas que originara el despertar de la edad moderna. Y en la mente del mundo, la silueta del Rey se acopla a la imagen de España, hasta formar un cuerpo, o dos sombras que une el mismo destino.

En el centro de la pared, en la sala de los retratos del Museo del Prado, pende la grave efigie del Monarca. Fué pintado por Pantoja de la Cruz, y es un retrato íntegramente hermoso, justo, sincero, impecable como dibujo y color. Estriba su encanto en la sagacidad psicológica, penetrante, del artista, que supo describir el carácter del Rey y presentarlo en una forma insuperable. La sobriedad del colorido, la sencillez unida a la majestad, y la exactitud de aquella luz que le cae sobre la frente, son perfecciones geniales. Ninguna clase de adulación se permite el artista intercalar en la efigie del Monarca; su pincel se contiene en cada instante, corre preciso y atento sobre la tela, excluye la licencia más mínima, y llega a parecemos que la voluntad acerada, fría, terminante del Rey opera sobre el pintor y le dicta su retrato. Si el propio Felipe II hubiera sabido pintar, pensamos que a si mismo se habría retratado como lo hiciera Pantoja de la Cruz.

En otro tiempo, ya distante, el Tiziano pintó al Rey en traje de corte, con arreos militares, o presentando místicamente una ofrenda al Cielo. Entonces era joven y acaso le halagaban las adulaciones de los artistas. Tenía en aquel tiempo la barba rubia, los labios gruesos y caídos como su padre el Emperador.

Pero ahora es viejo. Ha llegado a la cumbre de la vida y su mirada muestra el indecible cansancio de quien conoce la síntesis del vivir, de quien adivinó las soluciones de su destino. Es viejo, pero sin asomo de decrepitud. Cruza por esa edad, la más sabia y serena de la vida, en que el hombre, como quien reposa en una altura, contempla el panorama del mundo sin afán, sin miedo y sin indignación. La edad filosófica, saturada de estoicismo, rizada, en los hombres buenos, por una tenue melancolía.

Las galas no le solicitan el ánimo. Lleva puesta una ropa negra, un sombrero redondo, alto, sin alas, y una gorguera de impecable rizado. Pero aunque desdeñe las galas, su alma real no podría substraerse a la necesidad del adorno. La elegancia es inevitable en la naturaleza aristocrática. Tiene pues, la figura de Felipe II un aura de distinción y de elegancia que la hace inconfundible. De la rica sutilidad de la gorguera, blanqueando sobre la negra ropa, de la originalidad del sombrero que ciñe y corona regiamente el rostro, surge un efecto señorial que se completa con la blancura de la piel, por la barba pulcra, por la mirada de esos ojos impávidos, cuyas cejas sutiles y largas se curvan hacia lo alto de la frente; una frente elevada y lisa, de marfil, tan tersa como el marfil, exenta de toda arruga, limpia de toda emoción exterior; frente de soberano, que estima cosa de plebeyos el manifestar las ideas o las emociones al público. Frente fina. Pero todo el semblante, no sólo la frente, posee una finura suprema.

Vivimos de supersticiones, y el más despreocupado no se ve libre de ellas; a pesar de las revoluciones y de las democracias, la superstición de la realeza tiene culto en nuestras viejas almas. Pensamos racionalmente que un rey se halla sujeto a las mismas necesidades que el resto de los humanos. Sin embargo, algo atávico hay en nosotros que nos induce a considerar la persona de un rey como imagen sobrenatural. Los campesinos hablan del rey como de un ser casi religioso; las gentes encumbradas por el favor del comercio o de la industria, se consideran dichosas con recibir de los ojos del monarca una mirada exclusiva; los mismos convencidos de la democracia se detienen perplejos ante la persona del rey. Así, los jacobinos franceses del 93 discutieron, calcularon, retardaron temerosamente el ajusticiamiento de Luis XVI.

Dentro del raro concepto que nos inspira la majestad, el rey Felipe II concentra plenamente la idea real. Si alguien tiene derecho a ser llamado Rey, ése es el misántropo de El Escorial. Su efigie, que llamaremos estupenda, está hablándonos de todas aquellas dignidades que son inherentes a la majestad. Sus ojos nos miran un poco soslayados. Pero esta ligera desviación de la mirada no debe conceptuarse síntoma de desdén, soberbia o temor. El caballero pintado por el Greco, aquel que tiene sobre el pecho la mano abierta, mira al espectador de frente; pero la rectitud de esa mirada indica caballería, bondad, reconocimiento de la ley caballeresca. Un rey no puede mirar así; un rey se encuentra más allá de la caballería, por encima de la bondad, mucho más alto que toda ley caballeresca. En tanto que en la idea de caballería hay un fondo de democracia —los caballeros entre sí se conceptúan iguales y hermanos,— el rey no concibe que existan otros hombres iguales a él. Su fatalismo real le impide abandonarse nunca a un sentimiento dadivoso, mirar de frente ni abrir la mano sobre el pecho; es un pináculo y un fin, y todos los hombres han de estar situados por debajo de él.

Su mirada es fría, escrutadora e inteligente; pero sobre todo fría, aceradamente fría. Su rostro entero está sellado por esa marca de frialdad. La blancura mate del rostro, la nitidez imponderable de la frente, hielan los ojos del espectador. Pero no se advierte ni un matiz de soberbia o desdén en ese rostro helado. La soberbia sería un delito de lesa majestad. Tiene opción a la soberbia y al desdén quien no goza su valor o su grandeza por derecho divino, o dicho en el lenguaje actual, por ley determinista. El uso de la soberbia, la vanidad y el desdén se otorgará, por ejemplo, al hombre cuyo poder ha sido adquirido o prestado; el mismo esfuerzo de la adquisición, al henchir de fuerza la personalidad, proporciona una amplificación o redundancia de energía que se traduce en soberbia, en vanidad y desdén. Mas quien recibe el poderío consubstancialmente con la propia naturaleza personal, ése no puede conocer ciertas pasiones. Es así como nadie se asombra ni enorgullece de poseer sangre, corazón y nervios. Felipe II nos mira desde su cumbre real serenamente, con serena indiferencia.

Pero está viejo ya. Ha llegado a la edad de la fatiga. Sus mayores empresas las ha consumado; destruyó en Lepanto a los turcos, y en San Quintín humilló decididamente a los franceses. ¿Se siente satisfecho?... En vano interrogaremos a su semblante; ni una arruga, ni el menor rictus de los labios nos descubrirá el secreto de sus ideas. Tal vez acaba de concluir y amueblar su celda de El Escorial, y allí dentro se somete a su voluntario ascetismo castellano.

En la flor de sus años, su padre el Emperador le llevó consigo a Alemania, con intención de presentarlo a los rubios tudescos y procurar que se aficionasen al joven príncipe; y así, más tarde, podrían escogerlo para Emperador. Pero cuentan que el Príncipe era tan seco, tan hermético, tan obscuro en el vestir y tan español en sus gustos y en su lenguaje, de cuyo uso castellano jamás quiso prescindir, que su padre el Emperador lo restituyó a España, atento al fracaso de su propósito. Aquel Príncipe sólo servía para gobernar españoles.

¿Qué piensa el Rey, ahora que es viejo y ha llegado al límite de su camino? Más allá de su rostro impenetrable debe de haber una sombra obscura: Fracaso. Su vida, que tuvo principios tan brillantes, declina tristemente.

El Emperador le legó una corona ilustre, grandes provincias, naciones enteras, y allá lejos, tras el mar, continentes y archipiélagos fabulosos. Su palabra tenía en Europa el valor de un mandato; sus embajadores podían hablar recio en las más altas cortes; sus ejércitos eran temidos...

Una vez armó la escuadra más potente que sustentaron nunca las olas, la envió contra los ingleses contumaces, y aquella flota magnífica fué deshecha miserablemente. Unas provincias de su patrimonio levantaron bandera de rebelión y de herejía; llevó allá la flor de sus tercios, encomendó la empresa al gran duque de Alba, y los Países Bajos cubriéronse de sangre y de hogueras. Pero las provincias rebeldes se le escurrían, y su contumacia triunfaba de la sangre y las hogueras. La herejía extendíase por Europa, se insinuaba en todas partes, hasta en sus propias provincias de la amada España. El enemigo infernal se multiplicaba, y él, arma del Cielo, Rey Católico, poderoso paladín de la Virgen María, veíase impotente contra aquel enemigo. Sus años declinaban; faltábale salud; el Príncipe heredero anunciaba bien cortas energías. ¡Era preciso apartarse, camino del sepulcro, sin haber logrado la única, la obsesionante ambición de su vida..!

El Escorial, sede y tumba de Felipe II, representa como ningún otro monumento la idea de la muerte sublime. Un día helado y transparente del mes de enero sería la hora oportuna para ingresar en ese ámbito silencioso, sagrado, que albergó alguna vez el enigmático pensamiento del Rey poderoso, y donde duermen los cuerpos de tantos Monarcas y Príncipes.

Sin embargo, he ahí una tarde luminosa de primavera, tarde llena de calor y alegría, en que mi destino decidió llevarme a los páramos peñascosos de El Escorial. Toda la comarca resplandecía bajo la caricia del sol, y era de ver con qué ruda ternura se conmovían aquellos peñascos, aquellas montañas yermas, en cuya cumbre blanqueaba la última nieve del invierno.

Ante la portada del monumento, seducido por el alegre y agrio chillar de las golondrinas, permanecí largo rato como en un éxtasis de contemplación. El hada Primavera, sobre el lomo de la brisa, había querido saludar también a la severa casa de Felipe II, y un hálito de renovada juventud hacía que las viejas cosas venerables se esponjaran como si las hinchara la eterna substancia del amor... Nada tan augusto y sublime como la ternura que demostraban las ancianas piedras memorables, al ser conmovidas por el influjo de la magia primaveral. A lo lejos, en la infinita llanura castellana, los campos solitarios parecían sonreír tímidamente con un puro, con un incomparable verdor de hierba nueva.

Pero una vez traspasada la puerta del Monasterio, el sortilegio primaveral se desvaneció, y mi espíritu fué agarrado violentamente por otra clase de sortilegio histórico y artístico. La historia se me echó encima bruscamente, y con pisadas huecas y extrañas comencé a vagar por los corredores y las salas que sirvieron de refugio semiclaustral a aquel Rey de cuya alma nos ha transmitido la leyenda tan sombría versión.

Por libre que presuma estar nuestro ánimo de cualquier sugestión supersticiosa, es imposible que podamos reprimir un movimiento de estupor cuando el conserje nos lleva a las habitaciones de Felipe II y va noticiando uno a uno los distintos detalles: Aquí está la cámara de despacho; aquí el oratorio donde acostumbraba rezar; ésta es la mesa en que escribía, ésta la silla en que reposaba, éste el taburete donde reclinaba su pierna, enferma por la gota; aquí está el lecho donde dormía y murió; aquí, por mediación de esta puerta que se abría a voluntad del Rey, el ilustre Monarca podía ver todo entero el altar mayor de la iglesia...

En efecto, todos esos detalles se hallan ahí, mostrándonos o revelándonos los más ocultos pasos de Felipe II. Las habitaciones, sin que sean pobres en absoluto, aparecen frías, escuetas y sobrias. No hay más que los muebles indispensables. En lugar de tapices y ricas cortinas, pueblan las paredes algunos cuadros de temas históricos o místicos. En una mesilla, dentro de un marco acristalado, muestra aún sus gráficos rasgos enérgicos un documento; es una nota escrita por el secretario de Su Majestad, referente a ciertos asuntos de administración y buen gobierno; y en el margen, con pulso firme, el propio Monarca había escrito las observaciones que el caso exigía. ¿Es cierto, pues, cuanto ha dicho la leyenda...? ¿Podía ser un infame aquel Príncipe preocupado, constantemente inquietado por la idea de la justicia y del deber?

Después, cuando se contempla el lecho, y la alcoba en penumbra, y los someros cortinajes del pabellón dormitorio; cuando se mira la puerta que da sobre el altar mayor del templo y se comprueba la inmensa obsesión religiosa del Rey extraño, el ánimo más frívolo necesita interrumpir sus juicios ligeros. El hombres aquel que se acostaba en el lecho, y que de pronto, a la hora de maitines, mandaría abrir la puerta que da sobre el altar mayor del templo, es imposible que sea considerado según un sentido vulgar y común. Una palabra acude a los labios: ¡Fanatismo..! Pero bien, ¿existe nada que merezca tanto nuestro respeto como ese impulso indefinible que arrastra a los hombres a las más grandes empresas? Por decisión del destino, Felipe II reconcentró en su persona la idea máxima de la autoridad católica; acertó a expresar la idea culminante de la época; fué la decisiva fuerza que arrostró el terrible empeño de la inalterabilidad del dogma. Sus reinos le secundaron en esa idea. Y marchó a combatir con las fuerzas hostiles. Fracasó... Pero todo fracaso de una voluntad gigantesca debe inducirnos al respeto. Y hoy que el tiempo ha realizado la obra de las libertades del espíritu, Felipe II se levanta en el fondo de la eternidad como una de las figuras que arrostraron con más vigor y hondura el más temerario empeño.

Como exacta expresión del fundador es el Monasterio de El Escorial. Si estuviera asentado en otro sitio, ya no sería tan justo y auténtico como es. La casa del Rey austero no podía construirse en los lugares floridos del litoral español, ni en la riente y fértil Andalucía, ni en las frondosidades de Aranjuez. Necesitaba el marco de los agrestes montes del Guadarrama, y la vecindad de los desolados peñascales, con la llanura solitaria del fondo. Y es así como Felipe II, que no dejó huellas de magníficos edificios, que ni siquiera adornó su nueva corte de Madrid con monumentales iglesias y palacios, hizo el milagro de este Escorial, por donde el Monasterio parece una cosa que se ha desprendido del espacio y se ha posado, todo enorme y suntuoso, en mitad de un desierto.

Entre tanto, he ahí la mole del silencioso edificio. El sol de la tarde vierte en sus muros una luz cernida, densa y calma. Y el regio monumento, parto de la mente de un Rey y lleno de sarcófagos de Reyes, se diría que al beso del sol hace un sensible movimiento de incorporación, en una grave postura regia, para recibir el homenaje dorado de la eternidad.

¿Qué sentido vario tiene entonces la vida, y a qué humildes equivocaciones nos llevan las falaces palabras? ¿Llamamos enfáticamente vida al turbulento vibrar de una muchedumbre trepadora, ávida de un éxito efímero, y llamamos, al revés, muerte y amodorramiento a esa otra aspiración de la vida inmortal que trasciende de la casa de Felipe II?

En la media ladera del monte, puesto como un balcón sobre la llanura infinita, la mole de El Escorial afronta frente a frente la temerosa proposición de la eternidad. Y en aquel mismo sitio, en una tarde semejante, ¡cuántas veces el propio Felipe II, con su ropa negra y su clara mirada de acero, interrogaría a la inmensidad de la llanura y a la otra inmensidad, dorada de rayos crepusculares, en donde amanecen los luceros, tan pronto como el sol huye sobre las crestas nevadas de los montes! Y en su aparente reposo monástico, y en su conocida inalterabilidad del gesto, sin ademanes ni brincos, sin timbres ni corrientes eléctricas, sin la plebeya gesticulación jactanciosa de los devotos de la vida intensa, ¡cuánta actividad, sin embargo, y qué vida tan intensa en aquel Rey de quien partían los hilos innumerables que iban a las guerras de Francia, al gobierno de Milán, a la atención de los puertos y los campos peninsulares, a la población de los continentes y los archipiélagos..!

Se hizo más tarde, y casi rozaba el sol la cresta de la colina, cuando en la explanada del Monasterio, recostados en el pretil, distinguí a dos yanquis, mudos y absortos en la contemplación de la llanura, que verdaderamente hacíase solemne y majestuosa en aquella hora trascendental de la primavera. Y me figuré entender que los dos yanquis estaban cogidos, dominados por la grandeza de la obra, de los recuerdos, de la hora y del sitio. Y esa inevitable petulancia que acompaña siempre un poco a los hijos de las naciones ricas, entonces estaba ausente de los yanquis. Era conmovedora la actitud de sumisión que ponían ambos en sus personas. Por un momento, la América juvenil y despreocupada, exitista y sin historia, se sometía al prestigio de la España secular, y era como un piadoso homenaje a la tierra que, en suma, dejó la prueba de su ambición de vida inmortal, en la obra descubridora y colonizadora de los dos continentes.

Felipe IV

Este Rey decadente pulula por las salas del Prado, como el efectivo señor del Museo. Se le ve en todas partes, en todas las formas, ahora joven o niño, luego adulto y provecto. Se le ve a caballo y a pie, vestido para las batallas como para los torneos. Es el Rey familiar y habitual del Prado, el Rey cotidiano. ¡El Rey madrileño! Parece arrancar de él toda esta turbia burocracia del Manzanares, en que titubea España hasta nuestros días.

Le vemos, pues, retratado de cien posturas, y no hallamos ocasión de dudar. Su carácter, su contextura espiritual y su miserable amasijo de decadencias saltan a nuestros ojos sin remedio. Ha tenido mala fortuna. Se ha servido para el viaje gráfico de la posteridad de un hombre funesto: Velázquez. El gran artista andaluz no sabe mentir; si acierta a encorvar su talle enfrente de la Majestad de su amo y señor, no logrará nunca infundir a su pincel aquellas palaciegas artimañas de la lisonja artística que hacen ilustre a un semblante idiota. La mano pulcra y magistral de Velázquez pone en el lienzo la verdad auténtica; tiene el artista, acaso, una inteligencia ingenua y una destreza manual insuperable; con otra alma complicada, la mano, más diestra, sabría corregir la realidad. Pero Velázquez sólo sabe pintar. Y así, cuantas veces arrostra la reproducción del talante monárquico, lo retrata lealmente como es. Y bien sabemos cómo es él: un hombre frívolo, a quien le pesan la vida y la corona. Le pesa la corona de España, todavía grande cuando cayó sobre su frente. ¡Esa corona sagrada, tan responsable y crítica, que ya, desde entonces, no ha de hallar la cabeza propicia en el curso del tiempo!

Esos ojos de párpados abultados, ¿podrán resistir la luz estremecedora de las batallas campales? Esa frente abultada e inexpresiva, ¿será capaz de contener la pesadumbre de los destinos españoles? Y esa mano blanda, que sabe acariciar el rostro de las actrices y la vanidad de los poetas, ¿es la mano que ha de retener con vigor las ligaduras de tantas naciones, Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Milán, Flandes, Rosellón, Granada, Orán, Algarbe, Portugal, Méjico, Perú, las Indias de Oriente y las Occidentales..? De esa mano débil irán desprendiéndose las provincias una a una, como de la mano del niño y del manirroto.

En el rostro opaco, los bigotes trazan dos altas guías, que simulan un gesto de suficiencia y de valor. ¿A quién, sin embargo, podrán intimidar? Richelieu no hace caso de tales mostachones puntiagudos; les ha perdido el miedo, y ladinamente arrebata al predio español tierras, prestigios e influencias.

He ahí que los embajadores y los capitanes de España conservan el estímulo heredado, la idea de grandeza, la presunción de una nativa superioridad; sostienen el boato de sus abuelos y piensan que el valor esencial de la estirpe les pertenece como un derecho de mayorazgo. Pero tienen demasiada confianza en las formas. Ignoran que el valor, entraña de la nobleza, no es como el pergamino, que se transmite de mano a mano; se han olvidado de continuar el hilo tenso de la voluntad antigua. Se sienten demasiado perezosos. ¡Quisieran disfrutar de los afanes de sus antepasados, y de los tesoros que conquistaron sus abuelos! No puede ser. El prestigio y el mando necesitan un ojo vigilante y una voluntad jamás fatigada.

La nación ha llegado a ese momento crítico en que se trasluce la decadencia con hechos irremediables. La decadencia es correlativa de penuria. Y la peor penuria es la que se significa con una imposibilidad desesperante de producir genios. El genio virtual se ha concluido en España. No surge ya el capitán ni el gobernante que puedan reactivar el paso moroso de la raza. Saltan los conflictos, pero no salta el hombre adecuado. Parece que la fortuna pone a prueba a España y le incita a reponerse; le da continuas y numerosas ocasiones de despertar; la agobia con desastres y complicaciones; pero no brota el hombre, no salta el genio. Convencida del hecho, la fortuna abandona a España.

Los ociosos de Madrid pensarán que el mundo es todavía suyo, y no se enterarán nunca enteramente de cuantas cosas circulan por el orbe. España, que antes corría el mundo y que se enteraba, desde ahora se ocultará en Madrid, lejos de Europa. Empieza, pues, la era madrileña. Torneos, cañas, autos de fe, camarillas, favoritos; Madrid se ha consolidado.

Hasta Felipe IV, ha sido Madrid una cosa indecisa. Aunque Felipe II pusiera su corte al margen del Manzanares, Madrid conservaba un carácter subalterno e impreciso. La mente de Felipe II podía reposar en el paisaje de Madrid y pedir a los aires del Guadarrama el vigor que exigía su cuerpo flaqueante; pero su preocupación se ampliaba a todo lo ancho de sus Estados y abarcaba los continentes. Era Madrid para el Rey el sitio material donde se habita; su espíritu miraba al mundo.

Este otro Rey modesto carece de fuerza para mirar lejos. Se ha hecho «madrileño»... ¡Cómo estima a Madrid! Le concede regalos y fiestas. Levanta conventos e iglesias. Planta jardines. Construye teatros. Organiza cosos y procesiones. Favorece los mentideros. Crea oficinas y empleos. Mima a las comediantas. Fomenta las camarillas. Se interesa por lo que dicen los escritores.

¿Qué será desde entonces la moral de las gentes? He ahí que, en una forma que intimida, se producirá un trastrueque angustioso; he ahí que se verificará en España una confusión absurda; se creerá, por ejemplo, que los empleos son para los hombres y no los hombres para los empleos.

¿Es preciso, pues, buscar otra causa para la explicación de las decadencias nacionales? La moral que sigue un curso ascendente reclama, para existir, la virtud del sacrificio. De esta manera, el hombre que aspira al bien de la colectividad, pide el empleo por el cual pretende hacer más valioso sacrificio. Si quiere ensalzar a la Iglesia, se dispondrá a toda suerte de injurias y penalidades, como San Ignacio o un San Francisco de Borja; si desea la gloria de su raza, llevará su espada siempre la primera, como un Gonzalo de Córdoba o un duque de Alba, y sabrá en último término morir pobre y retirado; si aspira a la fama de las letras, fraguará como Cervantes su libro genial en la pobreza, lejos de las mercedes. Después será todo lo contrario.

Un conde-duque de Olivares exigirá el gobierno para su lucro; los poetas se harán clérigos por la cuenta de las prebendas; el mismo Rey pensará que la corona se hizo para su comodidad, y no él para la corona y para los vasallos.

No se puede mirar sin pena el retrato de Felipe IV, cubierto de armadura y en trance de marchar a la batalla. Su rostro fofo está desmintiendo los arreos militares. ¿A qué batalla pensará acudir? ¿Qué proeza pretenderá consumar? En cuanto arrostre el empeño, una provincia se le caerá de las manos.

Vive ese Rey de ficciones; y su pueblo está ya condenado a debatirse en el seno de una ilusión contumaz. Los españoles, desde ahora, se alimentarán con residuos. La gloria y el poder pasados gravitarán sobre el alma española como fardo abrumador. El pasado, hostigando a España, la obligará a soñar grandes empresas.

Es la era de la ilusión. La ilusión de creerse apto, no siéndolo realmente, ilusión de creer que se puede. Cuando se pierda una provincia, los cortesanos le dirán al Rey que es más grande cuanto más le quitan, a la manera de un pozo. El Rey, sonriendo, agradecerá la lisonja, y el pueblo se sentirá también lisonjeado.

Carlos IV

Deberíamos llamar a Francisco Goya y Lucientes, de sobrenombre, el pintor exasperado. Su alma grande hubiera querido ensalzar la grandeza. Merecería, como el Tiziano, tener para tipo de loa al Emperador Carlos V, y poder ponderar la soberbia granada de los españoles del Renacimiento. Pero su mala suerte le dió por modelo a Carlos IV. Y como objeto de ponderación le dieron majos, chulas, toreros, petimetres.

El gesto de Goya, todo indignación y escarnio, está revelado poderosamente en el gran lienzo que retrata y engloba a toda la familia real. Detrás de los Reyes y de los Príncipes, en una modesta lejanía, Goya se ha retratado a sí mismo. Tiene la mirada severa; la boca se comprime despectivamente.

¡Qué feliz sería Goya si poseyera el alma clara de Velázquez, el alma neutral, que se inhibe y no juzga ni analiza¡ Pero Goya vive en un constante comentario. Tiene el espíritu agudo, atormentado, crítico y exigente. Y para la moral exigencia de su crítica le ofrecen a Carlos IV, y a la Reina María Luisa, y al Príncipe Fernando. Le dan por modelos una corte envilecida que representará en uno de los instantes más difíciles de la Historia, una serie de espectáculos cobardes, egoístas y abyectos. Llegará Napoleón, en suma, y la corona se la disputarán el padre y el hijo, la Reina y el favorito; y cuando Napoleón los desprecie y los despoje, todos ellos se revelarán a su país en una miserable pobreza de ánimo.

¡Oh, pobre efigie de Carlos IV! No dirás que te faltó la suerte; un verdadero genio te ha de traspasar al lienzo. Te ha de pintar de varios modos; en plena corte, en pleno campo, con bandas y toisones, o armado de tu escopeta de caza. ¡Tu querida escopeta, que fusilaba a los ciervos del Pardo, cornudas bestias simbólicas!

¡Oh, pobre efigie real, rostro encarnado, mejilla carnosa, nariz abundante, barriga prócer! ¡Pura efigie del siglo XVIII! ¡Oh, naturaleza sensual, hombre blando, ánimo débil, frente que huye hacia atrás y nariz que cae sobre la boca glotona! ¡Y esos ojos que no saben ver el ludibrio de la familia! ¡Esos ojos delincuentes que se evaden a la investigación del oprobio y que sonríen cobardemente, porque se asustan de tener que indignarse..!

Pues bien, el destino se ha consumado. La curva ascendente que arrancaba de Castilla y Aragón y que culminó en Carlos V, abrumada por su misma temeridad, ha descendido y cae ya en el cansancio de las cosas excesivas. La nación ha caído. Y mientras, el Rey dispara escopetazos a las inocentes bestias de sus parques.

No se puede mirar la efigie de Carlos IV sin sentir vergüenza y piedad. Vergüenza, por considerar que un Monarca haya podido rebajarse tanto; piedad por un Rey que no ha tenido completamente toda la culpa. Esa cara fofa y rubicunda nos mira, en efecto, como suplicando indulgencia. Su sonrisa bonachona, su sonrisa de hombre débil, parece decirnos: ¿qué podía hacer yo..? ¡Nada! ¡No podía hacer nada! Es ley del destino que los grandes hombres no aparezcan sino cuando el pueblo exige que surjan. Un poco antes o un poco después... y Napoleón no sería más que un capitán impaciente, pero obscuro. Así, Cristóbal Colón llama en vano a las cortes, y no le contestan sino en la corte de España. La oportunidad del hombre y del pueblo que ha de seguirle no es casual, es fruto de una lógica cierta.

Al pueblo de Carlos IV no podía reavivarlo un Rey. Cuando se cae del todo, tal vez conviene esperar, hasta que acuda la reacción adecuada. He ahí que la reacción llegó pronto. ¡Dos de Mayo! ¡Bailen! ¡Zaragoza! ¡Gerona! ¡Mina! ¡El Empecinado..! España es la eterna sorpresa heroica.

Las lanzas

Siempre que acierto a pasar por delante de la «Rendición de Breda», espontáneamente me detengo, con ganas de hacer un saludo ceremonioso. Todo el cuadro respira caballerosidad. Pocas veces, de manera tan íntima y noble, se ha hecho historia de un fracaso y de un triunfo.

Se lucha, en efecto, con todas las consecuencias de la ira y de la crueldad. Armas blandidas, pescuezos segados, cabezas machacadas por el tiro de los mosquetes. Pero después, cuando la fortuna se ha decidido, ¿para qué ensañarse? ¿Qué objeto tendrían los ademanes rencorosos de los vencidos, ni las miradas injuriantes de los vencedores? Así en el cuadro de Velázquez, los flamencos acuden a ponerse en manos del triunfador, reconociendo su impotencia, en tanto que los españoles aceptan la sumisión del adversario como el mandato del destino, que ahora les muestra la cara de frente y mañana tal vez les llevará a la ignominia. Soldados jugadores... ¡El éxito es la suma de los imprevistos!

Así, pues, Spínola sonríe al recibir las llaves de la plaza. Sonríe con su más urbana sonrisa, con una sonrisa dulce y compensadora. Y se inclina ceremoniosamente. Parece querer destruir el efecto incómodo del suceso. Bajo su sonrisa, el Marqués estará pronunciando algunas palabras amables. Y allá al fondo, categóricas, contundentes, las lanzas están todas erguidas... Y más lejos aún, las trincheras y las granjas se consumen al fuego de la artillería.

En el primer plano del cuadro, vuelto de espaldas al espectador, un soldado holandés está contemplando fijamente el grupo de los capitanes españoles. Está ensimismado en sus

ideas, con el sombrero en la mano, mientras con la otra sujeta una lanza breve y robusta, de hierro corto y ancho. Es un hombre fornido. La espalda la tiene maciza y formidable, Y con sus ojos pensadores examina a los adversarios. ¿Por qué han vencido?

El rubio poblador de las llanuras verdes pregunta a los hados la causa y la razón de esos hombres morenos que han salido de las cálidas guaridas meridionales. ¿Qué vienen a traer? ¿Qué vienen a traer a los Países Bajos esos hombres del Mediodía? Acaso una intención religiosa, un sentido más firme; solidario, universal, católico, de la Fe...

Entre los capitanes que rodean a Spínola, ved ahí, noble presencia de viejo militar, ese guerrero calvo, armado de peto, la gorguera a la antigua usanza; Descansa las manos en el pomo de su acero. Y doblada un poco la cabeza, hondamente pensativo, mira de cerca el acto de la rendición. Mira la llave grande de la ciudad que se entrega. Es de todos los capitanes el que presta más atención al acto. Los otros capitanes se distraen; pero él no puede separar la vista y el alma de aquel acto de sumisión en que la llave de una ciudad fuerte pasa al dominio del Rey, su Señor.

¡Viejo capitán! ¡Vestido a la antigua..! Es de otro tiempo, efectivamente; es de otro siglo más grande. Para él la guerra no es sólo un oficio, es una misión espiritual. Trae del tiempo de Felipe II la intención profunda de confirmar la Fe legítima, y de extenderla por el mundo, y de que sea precisamente España la fuerza que difunda, confirme y selle dicha Fe. Asiste al acto de la rendición como a una ceremonia mística.

No se ha quitado el sombrero por motivo del cansancio, por librarse del sudor ni por cortesía a los señores adversarios. Se ha descubierto como suele en la iglesia. Para el viejo capitán de los tercios de Flandes, la batalla que se ha ganado importa una función trascendente en la continuidad de la misión española en el tiempo y en el espacio.

Los otros capitanes son jóvenes. Caras castizas. Miradas de empeño, bigotes erguidos, pelos hirsutos sobre la frente y las mejillas, a la moda cuartelera del tiempo. Miran a un lado y a otro; conversan entre sí. Ninguno de ellos posee el «fervor del momento». Han triunfado. ¡Está bien! Ya conocen el sabor de la derrota... Saben también reír en el triunfo, y mañana se tomarán la compensación junto a una amable doncella de la ciudad. Soldados, capitanes, gentes de armas. Ganar, perder, ¡es el oficio! Tienen valor para el ataque, y empujados por la fortuna, se sienten capaces de una noble heroicidad. Ahora bien, si la fortuna se les vuelve, también saben no entristecerse demasiado.

Estos son jóvenes y, por tanto, no han conocido el siglo de la trascendencia hispánica. Son buenos vasallos de Felipe IV. Entienden de comedias, suspiran por los mentideros de Madrid. Hablan de mercedes y regalías. Murmuran del reparto de las gratificaciones. Manejan las intrigas y mueven los parientes para el logro de los grados. Si consiguen una licencia oportuna, correrán a Madrid y formarán en las filas de los palaciegos. Suspiran por la banda de coronel, de general.

Entre tanto, las lanzas vencedoras, todas erguidas, forman al fondo una muralla terrible, inexorable. Abajo, en segundo término, se ven los batallones enemigos que rinden las armas. Una bandera tricolor, blanca, roja y azul, se abate y capitula. Después, las granjas y las trincheras que consume el incendio. Todo el país asolado bajo el cielo nubarroso.

Y el soldado holandés de espalda robusta y lanza corta, sigue contemplando al enemigo, sigue mirando la desolación de la patria, y se obstina en preguntar para adentro: ¿Por qué, por qué?

Velázquez y Zurbarán

Tal vez insoportable en verano, quizá desapacible en invierno, el clima de Madrid halla en otoño su mejor prestigio, y el grave campo que se tiende a los pies del Guadarrama cobra entonces un tono augusto y señorial. Como una síntesis de Castilla es ese campo tan noble, tan severo, de una sugestión tan hondamente literaria y evocativa. Es imposible contemplar el paisaje de la Sierra, los montes de El Pardo y la extensión semiarbolada que bordea el Manzanares, sin sentir llenarse el espíritu de ideas eternas.

Otros paisajes tienen la ternura bucólica de la granja, del seto florido, de la hierba patriarcal, y en ellos el alma del hombre se abandona confiada con un fácil panteísmo, como un sujeto familiar que roza la tierra y participa del regocijo de otros seres. Pero el campo castellano elude toda familiaridad; es preciso mirarlo con ojos respetuosos, a la manera bíblica, sagrada, como se mira un fenómeno extraordinario y espectacular de la Naturaleza.

Este paisaje austero y noble encuentra correspondencia en el Museo del Prado, y es en otoño, acaso, cuando el Museo procura mejores halagos al espíritu. Recorriendo las salas del insuperable palacio, inevitablemente procuramos sorprender la relación que pueda existir entre los grandes artistas españoles y el tono del campo castellano. Son dos, en mi opinión, los pintores representativos de España, por lo menos de la España histórica: Velázquez y Zurbarán.

Uno de ellos representa la distinción, y el otro la austeridad. Lo fundamental y más resaltante de España se halla en esos dos artistas meridionales, no del todo castellanos, hijos natales o adoptivos de la hermosa Sevilla. Velázquez ha pintado algunos trozos de paisaje; Zurbarán prescinde foscamente de interpretar los árboles y los ríos. Pero no importa; actúan sobre las figuras de los hombres, y en el hombre, verdaderamente, suele residir toda la Naturaleza.

Elegante, suntuoso y aristocrático como una puesta de sol vista desde una colina de El Pardo: éste es Velázquez. Todo lo que toca su pincel se convierte en distinción y en belleza. En su pintura queda excluido lo grosero; hasta cuando reproduce tipos miserables, maltrechos y monstruosos, brota del cuadro un algo de salud moral, de fuerza varonil. Carece su musa de morbosidad, de comentario enfermizo, de literatura, en el sentido moderno y decadente de la palabra. Carece, pues, de la literatura del Greco. Elude toda decadencia y complicación patológica y, más bien que del siglo XVII, necesitaba haber sido Velázquez un hombre del Renacimiento, súbdito de Carlos V y compañero de los escritores varoniles, sanos, fuertes, como Hurtado de Mendoza, Herrera, Granada y el propio Cervantes. Es un alma que no se queja, que no decae, que no tiene amargura ni pesimismo. Sus Menipos, Pablillos, Esopos, sus Enanos y sus Borrachos, tienen una monstruosidad saludable, una alegría franca y normal. Toma a los Príncipes más linfáticos y los exalta asimismo. Los Infantes y el Rey, las meninas y las ayas, todos salen a la vida inmortal del arte supremamente ennoblecidos. El rostro pálido y caído del Rey, halla singular relieve sobre el terciopelo denso. Las frágiles Infantas, en sus atavíos huecos, de tonos delicados, cobran virtud de muñecas, semejantes a joyas. Los ágiles perros participan de la común nobleza. Pero son sobre todo aristocráticos, monárquicos, reales, esos caballos suntuosos a quienes Velázquez transporta al seno de la inmortalidad. Ved ese retrato ecuestre de la reina Isabel de Borbón; nada tan regio y ceremonioso como el amplio manto bordado en oro cayendo con la opulencia de un tapiz a modo de singular gualdrapa. Y el caballo blanco es igualmente regio. Este pintor caballeresco asiste al espectáculo de la Naturaleza como un hidalgo sublime que en todo instante sabe adoptar la postura más digna. Sus dos pequeños paisajes de la villa de Médicis son realmente caballerescos, íntimamente nobles, al modo de una gran reverencia cortesana. El fondo del retrato del Conde Duque de Olivares serviría bien para un desfile de ópera wagneriana: caballeros armados y ronda de semidioses.

El paisaje de Madrid es rico en blancos y amarillos; mientras el Mediterráneo tiene los tonos rojizos, azules y verdes intensos, y el Centro y el Norte de Europa cuentan sus verdes delicados y sus grises. La luz blanca y limpia, fría y fina, de Madrid, da unos blancos elegantes que insisten en su nitidez eternamente, y que al apatinarse, como en el Palacio Real, cobran un valor exquisito y regiamente suntuario. La nieve del Guadarrama, que aparece al fondo, sirve de motivo a esta «sinfonía en blanco».

Los verdes apenas si existen en Madrid. Por la primavera hay una explosión de trigos unánimes, que desaparece pronto, y las encinas y los carrascales del Pardo son negros. El verde de Madrid se traduce pronto en amarillo. Un amarillo algo terroso y plebeyo por el lado de Vallecas, y otro amarillo aristocrático, señorial, hacia la banda de la Casa de Campo.

Al contrario, en el Centro y el Norte de Europa tienen los verdes una variedad inextinguible. Hay el verde del árbol en el bosque; el verde múltiple de los sembrados; el heno y los alfalfares en flor; la flor verdosoamarilla de las coles y los nabos; el verde cambiante de la pradera segada, que varía de tono a cada hora y a cada siega, y que da con el sol, tras de la lluvia, un verdor limpio, húmedo, amarillento y jocundo.

Los grises del Norte ofrecen igualmente una variedad infinita. La poeísa de los grises es tan inefable como inmensa. He ahí el gris delicado, el gris intelectual, el gris de ensueño, el gris místico, el gris nostálgico; he ahí el gris cernido sobre el verde de las colinas; y las manchas divinas de azul instantáneo, mágico, cuando se rompe el cendal del cielo y alumbra un pálido sol...

En otra sala está Zurbarán. Hay allí un cuadro de medianas dimensiones, alargado, bajito. Representa un fraile penitente. Se halla el monje tendido a lo largo, y muere. Muestra en pies y manos las huellas de los clavos de la crucifixión. Duerme, o agoniza, y se viste con un sayal de estameña burda y parda. Detrás de su cabeza, un crucifijo, y a los pies de la cruz, una calavera; y como almohada, el penitente guarda para apoyarse una teja, una grande, fría y dura teja. Y todo esto lo vemos pintado íntegramente, sin efectismos, sin argucias, sin habilidades, leal y espantosamente, sencillamente, sublimemente pintado.

En las visitas otoñales al Museo del Prado, yo no puedo prescindir de asociar a esos dos hombres paralelos, representativos de las esencias españolas. Noble, fuerte, señorial y distinguido Velázquez, él atestigua un aspecto fundamental de España: la facultad vigorosa del mando y señorío, y el fondo de distinción y de confiado empaque. Mientras que Zurbarán representa la cualidad negativa de la renunciación y el ascetismo; la inutilidad del esfuerzo ante lo fatal de la miseria del mundo; la estoica, simplista y varonil interpretación que hace el espíritu español del cristianismo. ¡Oh, España, la cosa más difícil y desconcertante, la mina más copiosa de sugericiones!

Las Meninas

Más de una vez he estimado acompañar al Museo del Prado a personas iletradas, exentas de erudición artística, y cuando, de repente, se han situado ante el máximo lienzo de Velázquez les he oído exclamar: Este es el cuadro mejor del Museo.

Positivamente hay un instinto universal que sabe, que descubre, que falla la obra del genio. Frente a la sanción manifiesta y espontánea de ese instinto universal, ¿qué valor tienen nuestros distingos estéticos? Nosotros mismos, por más llenos de reservas eruditas que nos veamos, ante el cuadro de las Meninas sentimos el agobio de la admiración suprema, y verdaderamente comprobamos que las Gracias suelen visitar por ventura una vez el espíritu de un hombre, de un pueblo, de un siglo. Es la visita sagrada de la que nace la obra genial.

El cuadro de las Meninas nos aturde y desarma, porque en él contemplamos la perfección unida a la verdad. Si fuera solamente bello, todavía podríamos libertarnos de la tiranía genial que ejerce el cuadro sobre nosotros; pero es bello, y además perfecto, y además real. Todo está bien: el dibujo, el ambiente, la composición. No bastando esto, después de tantas cualidades reunidas, el cuadro es elegante.

Hay una elegancia natural y positiva que no proviene de ninguna mixtificación; el pintor no ha tratado ahí de componer las figuras al arbitrio, ni exagerar su belleza o su carácter mediante las licencias que todo artista conoce y posee. No estamos, pues, frente a una deformación de la Naturaleza, como en los griegos o en Leonardo. He ahí Velázquez, alma fuerte y sincera de español, que absorbiendo en su espíritu toda la aptitud realista de la raza española, se coloca delante de la Naturaleza y la desafía. Es más fuerte que la Naturaleza, porque lucha con ella en el campo de la realidad, y no la soslaya como los simples estetas.

Lejos de él la intención de la obra bonita y angustiosamente atormentada. Lo atormentado puede suponer una excesiva agudeza y penetración del ingenio; pero también puede significar impotencia y un modo hipócrita de soslayar la pesadumbre y el resplandor de la Naturaleza... Velázquez representa, en este sentido, el «genio que se atreve». Parece limitarse a situar los personajes del cuadro unos junto a otros, y abrir las ventanas a la luz. Y la luz penetra, es cierto, ¡divina, idealmente real!

Saber que cada persona y cada objeto buscarán el lugar que por jerarquía estética les corresponde, y adquirirán el valor merecido: ved la serena convicción de Velázquez. La noble, rubia, frágil y decadente princesa no podrá confundirse con las otras figuras; la enana monstruosa hace su gesto habitual y correspondiente; la monja está donde debe estar, junto al ayo doméstico; el can aristocrático ocupa asimismo su puesto y llena oportunamente su función decorativa. Y el propio Velázquez, que tiene en las manos los atributos gloriosos de su oficio, se ha retrasado modestamente a un segundo término, y hasta en ese protocolar término secundario reclama el lugar que le corresponde: el de la inmortalidad.

En el fondo del cuadro, una puerta se ha abierto. Un caballero se aleja por unos escalones, descorriendo antes la cortina. Parece que el cuadro fuera una superchería... ¿Acaso nos engañan?... Aquella puerta no es pintada; aquel caballero que sale de la estancia no está inmóvil ni es de materia insensible; está vivo y animado, y sube realmente los escalones, con grave y señoril apostura. Y por esa puerta vemos y sentimos que penetran la luz y el aire. Esto se llama ambiente. Es la vida, en efecto. Y exclamamos, vencidos del todo: No es posible hacer más.

El cuadro de las Meninas es en la pintura, lo que el Quijote es en las letras. Es lo máximo, lo insuperado. Además, es la expresión del genio de la raza que halla una vez por ventura la forma definitiva.

Jamás pensaría nuestra imaginación que un escritor de otra nacionalidad pudiera escribir el Quijote, tal como es el Quijote. Cada país da a sus obras un sesgo particular, sobre todo a sus obras geniales y representativas. La fábula del Quijote sería sorprendentemente diversa cuando la interpretaran un francés, un inglés, un alemán, un ruso. Pero es vano imaginar nada en tal sentido, porque el Quijote no podía escribirlo nadie más que un español. Igualmente diremos de las Meninas: nadie más que un español pudo pintarlas.

Lo distinto y lo original es la gracia, entre tantas desdichas, que el Cielo quiso otorgar al genio español. Y es lo cierto que entre las naciones que ocupan el sitio central y propiamente continental de Europa, los matices y las diferencias suelen borrarse bastantes veces; mientras tanto, el genio español, como una fatalidad extra europea, busca espontáneamente la separación.

La palabra espontáneo tiene en las Meninas de Velázquez un valor insubstituible. Porque la obra genial nace ahí sin violencia, sin prurito de la genialidad, y si existió alguna angustia de germinación, el pintor lo ha disimulado con éxito. Igual efecto nos produce el Quijote; parece haber salido de la pluma creadora sin violencia ni angustia, sin el trágico prurito de la genialidad. Es también el efecto que nos producen las obras de Shakespeare. Pero, al contrario, la Divina Comedia de Dante viene a nosotros investida de un previo y trágico afán de genialidad; en el mismo caso se halla la Gioconda (y tal vez todo el arte italiano).

He ahí, por lo tanto, una cualidad del carácter español: la genialidad como sin esfuerzo, como espontáneamente, como por gracia del cielo. De esta cualidad participa también el carácter inglés, y acaso el ruso. Los otros pueblos europeos, los propiamente continentales, diríase que logran la genialidad con trabajo y con esfuerzo. Se proponen la obra genial, y esto quizá sea muy humano y admirable.

Pero la genialidad espontánea parece envolver una idea divina, una gracia especial de preferencia, y realmente es una gracia que el Cielo sin duda concede a los pueblos preferidos de quienes espera grandes cosas, o a los cuales escoge para cumplir por su mediación las acciones providenciales.

Las batallas y la universalidad

Apenas entramos en el vestíbulo del Museo, cuando unos grandes lienzos, de forma teatral y ostentosa, nos hablan de antiguas y crueles guerras. Los cuadros de batallas no escasean en el Museo del Prado, y suelen ser casi siempre fervorosos homenajes que hicieran alguna vez los artistas a la gloria de España. Ante esos cuadros, ¿qué clase de emoción se despierta en el alma de los españoles modernos? ¿Qué le dicen al alma del visitante esos lienzos ostentosos en que las batallas adquieren un sentido tan apologético y magnífico?

Un español moderno considera el acto marcial como un sacrificio, mejor que como una apoteosis triunfal y jocunda. Desde los últimos grandes hechos de armas en que interviniera España, Trafalgar y 1808, los españoles conocen el ácido sabor de la caída gloriosa, del sacrificio heroico. Por eso en el Prado, inmediatamente de pasar el vestíbulo, salen a nuestro encuentro los cuadros de Goya, y ellos se nos figuran lo más representativo de la guerra, por lo menos de la guerra en España. Vemos, en efecto, las turbas sublimes atacar con cuchillos y trabucos a los caballeros de Napoleón; y vemos después, en los descampados de la Moncloa, morir fusilados aquellos héroes a la luz de un farol pavoroso. Nos figuramos que ésta «es nuestra guerra», que ha sido siempre así: una forma de valentía desesperada y estéril.

En cambio, dos siglos antes tenían los españoles una idea gloriosa y universal de las batallas. En pleno período decadente, cuando Felipe IV, ya viejo, recibía constantes nuevas aciagas de la guerra, los españoles no dejaban entrar en sus espíritus al áspid del desconsuelo, ni mucho menos osaban menospreciarse y disminuirse a sí propios. ¿Era que estaban ciegos? ¿Era que no podían reaccionar contra el influjo cortesano y de sumisión monárquica? ¿O que la misma decadencia los había hecho excesivamente jactanciosos, vanos, imposibilitándolos para la crítica?

Como el sol, que después de ocultarse en el horizonte llena largo tiempo el cielo y la tierra con sus resplandores, igualmente los pueblos que han sido grandes alguna vez tardan mucho en extinguirse y pierden con dificultad los atributos y el prestigio de su grandeza. En el siglo XVII estaba ocultándose el sol de España, y sin embargo los hombres contemporáneos sentían como si viviesen en pleno mediodía victorioso. No era a causa, no, de la petulancia y la fanfarronería; era porque se hallaban próximos aún al meridiano, llenos de luz viva y refleja, incapaces de comprender el fenómeno de ocaso.

Sin esfuerzos adulatorios, espontáneamente, hace Velázquez a sus príncipes y señores cabalgar en aire de victoria. Pinta a sus soldados en tono de osadía y confianza, y expone en su cuadro de la rendición de Breda una apología real, sincera, de los famosos tercios españoles. Escuchad a Quevedo cuando la preocupación política y patriótica le aparta de los temas jocosos; su protesta contra la rapacidad de los franceses, su ingenioso y apasionado memorial dirigido al Rey Luis XIII y a su Ministro Richelieu, nos demuestra el grado de dignidad y orgullo que alcanzaban los espíritus españoles de aquel tiempo. Y si son los poetas, ¡con qué altivo calor hablan de los soldados! La misma eclesiástica musa de Calderón sabe dar marcial colorido, como en una «Ronda Nocturna» de Rembrandt, al movimiento cuartelero en aquellos breves y firmes trazos del «Alcalde de Zalamea»:

«Hola, soldado, id volando,

y a todas las compañías

que alojadas estos días

han estado y van marchando,

decid que bien ordenadas

lleguen aquí en escuadrones,

con balas en los cañones

y con las cuerdas caladas...»

Verdaderamente nos asustamos cuando alguna vez nos transporta la imaginación a los escenarios antiguos. Un simple envío de tropas a los riscos de Marruecos nos sugiere temblor y espanto; de tal modo nos hemos hecho, con las predicaciones caseras y cobardes de los últimos años, tímidos, limitados, «peninsulares». Las cuatro vueltas de llave al sepulcro del Cid y todas las exhortaciones disminuyentes y antitemerarias de Joaquín Costa y sus discípulos, han convertido al español en una cosa pedestre y, sobre todo, en un ser irreal y absurdo, desde que rompe el contacto con sus antepasados y con su tradición, con su instinto y con sus deberes geográficos e históricos.

Hace todavía dos siglos distinguíase el español por su cualidad universalista. Iban de España los capitanes, los embajadores, los pilotos y los evangelistas a recorrer las cuatro puntas del mundo, y esto lo realizaban sin zozobra, como un acto usual y sencillo. Entonces nuestra política estaba ligada con las de todas las naciones. Pactábamos con el Japón, reñíamos con Suecia, conversábamos con los emperadores turcos. Enviar un ejército de invasión a Inglaterra parecía un acto razonable; el duque de Alba atravesó Europa, desde Italia a Flandes, con sus viejos tercios, y nadie temió por la empresa. Era el tiempo de efectiva universalidad, cuando teníamos Virreyes en Nápoles y en Bruselas, en Milán y en Méjico. Entonces nuestros escritores conocían a Europa al detalle, y hoy mismo nos sorprende el modo con que Fajardo, Gracián y Quevedo describen y retratan a las distintas naciones de Europa. Hoy no existe acaso en España un escritor que pudiese, como Cervantes, hablar tan exactamente de media Europa. En el Licenciado Vidriera, por ejemplo, no es una descripción de Italia lo que realiza; es Italia entera, fresca y en viva síntesis, la que pasa veloz ante nuestros ojos.

Y cuando se decide a pintar el tráfago y la maniobra vistosa de la antigua milicia, su corazón de curtido soldado parece exaltarse y perder aquella habitual serenidad que es su distintivo. Así llega Don Quijote a la playa de Barcelona, y Cervantes, lo mismo que su héroe, se siente emocionado por la gravedad de la hora. «El mar alegre, la tierra jocunda, el aire claro, sólo tal vez turbio del humo de la artillería, parece que iba infundiendo y engendrando gusto súbito entre las gentes...»

Entonces, pues, «vieron las galeras que estaban en la playa, las cuales, abatiendo las tiendas, se descubrieron llenas de flámulas y gallardetes, que tremolaban al viento y besaban y barrían el agua; dentro sonaban clarines, trompetas y chirimías, que cerca y lejos llenaban el aire de suaves y belicosos acentos. Comenzaron a moverse y a hacer modo de escaramuza por las sosegadas aguas, correspondiéndose casi al mismo modo infinitos caballeros que de la ciudad sobre hermosos caballos y con vistosas libreas salían. Los soldados de las galeras disparaban infinita artillería, a quien respondían los que estaban en las murallas y fuertes de la ciudad, y la artillería gruesa con espantoso estruendo rompía los vientos...»

En estos pasajes cobra la guerra un sentido de opulencia y de entusiasmo ditirámbico; hay una alegría brillante y loca que traspasa la idea de la muerte; la milicia se convierte en un ejercicio generoso y vital, único de majestad y de lujo, verdadero empleo del hombre, el objeto más honroso y lógico de la vida.

La batalla era entonces una fiesta y casi una ceremonia, y los guerreros entraban a combatir vestidos con sus mejores galas. Por tanto, estos cuadros del Museo del Prado nos describen los sitios y los combates a la manera de una apoteosis suntuaria. Está la estrategia contaminada de estética, de forma que los escuadrones en marcha cuidan tanto de parecer rítmicos y bellos, como de ofender. Esto se observa en el prurito de las bandas y plumas de los soldados, en las gualdrapas y adornos de los corceles, en los banderines y oriflamas que ondean en las puntas de las erectas picas, y en ese lujo de banderas, estandartes y gallardetes que llenan y cubren a las naves de guerra, con perjuicio todo, sin duda, de la buena defensa, y siendo seguramente un embarazo y estorbo para la acometida.

Cosa de sutil interés y de gran importancia es ese instinto, esa preocupación suntuaria y estética que se asocia al ejercicio marcial. Tal vez porque la frecuentación del triunfo excita la vanidad; o porque la sangre, el peligro y la necesaria crueldad predisponen a una especie de monstruosa complacencia o narcisismo varonil. Lo cierto es que la cualidad masculina y guerreadora va asociada entre los seres a la preocupación estética y al adorno. La fuerza y el triunfo son bellos y suntuarios por instinto, ya se trate del caballero Bayardo o del brillante gallo de pelea.

Los cielos primitivos

Como un arca milagrosa, el Museo del Prado está lleno de sorpresas. Tiene pasajes laberínticos, corredores misteriosos, subterráneos obscuros, escaleras secretas. Pero igual que en los cuentos orientales, los corredores, puertas y pasadizos del Museo conducen siempre a algún lugar mágico donde los ojos quedan seducidos.

Yo siento un gusto nunca fatigado en descender por la escalera que conduce a la sala de los pintores primitivos. Allí, en la discreta media luz de aquella especie de sótano, hallan refugio amistoso los cuadros flamencos y alemanes, entremezclados con los lienzos de la antigua escuela castellana. Allí Van Eyck y Memling muestran la viva magia de su colorido radiante y minucioso, y junto a la concienzuda manera de los flamencos, hacen los pintores españoles su ademán trágico.

Cuando el ánimo padece de acedía o de nostalgia, es grato entonces, en esas horas de vaga fatiga, entregarse a la contemplación de los fondos, cielos y paisajes de los primitivos. Es para mí un ejercicio gustoso el ir buscando entre los lienzos esos pedazos de cielo ideal que los viejos artistas supieron concebir, y cuyo secreto se lo llevaron consigo. Cuando los ojos descubren el cuadro estimable, el alma se regocija como si apareciera repentinamente una dulce y amada imagen que se había extraviado.

Esos cielos primitivos, en efecto, los ha visto el alma alguna vez, en alguna parte... ¿Dónde? No sé. Acaso en la infancia. Tal vez durante el sueño. Quizá nunca y en ningún sitio... O ¿quién sabe si el alma recuerda haber visto esos cielos mágicos en una vida anterior e hipotética?

Lo cierto es que los ojos quedan conquistados por el halo ideal que mana de esos cielos primitivos. Cielos dulces y tiernos; cielos verdaderamente celestiales; cielos místicos y profundos; cielos tan ingenuos como complicados; cielos que invitan al júbilo y al rezo; cielos trascendentales... ¡Por qué no serán verdad esos cielos! Pero después, cuando se mira el cielo real y auténtico, ¿qué valor conserva la realidad, ni qué importancia asume la claridad del sol meridiano..? Saliendo a la calle, después de mirar esos cielos primitivos, la celeste bóveda madrileña nos parece de una desconsoladora tosquedad.

En mitad de la sala hay unas tablitas de Petrus Cristus, donde el remoto pintor flamenco explicó los diversos episodios de la vida de la Santa Virgen. Los interiores y los personajes están pintados con la maestra y concienzuda prolijidad de los buenos tiempos del arte. Pero yo busco especialmente la magia divina de los fondos. Contemplo aquellos cielos de miniatura, y cuanto más agudizo y perfecciono la mirada, descubro nuevos y sucesivos encantos. Llego a pensar que el viejo Petrus Cristus pintó sus cuadros con un pincel inaudito e hiperbólico; se me figura que si hiciese uso de un microscopio, surgirían del cuadro nuevos y numerosos e increíbles detalles minúsculos.

¿Qué especie, pues, de religioso deliquio embargaba el espíritu de aquellos remotos artistas? Jamás, como entre ellos, ha sentido el creador con mayor intensidad la sagrada complacencia de la propia obra. Pero no la complacencia, un poco inmoral, de la obra terminada, sino la complacencia que se exime de la vanidad y que busca el goce en el simple hecho de la obra que va ejecutándose, y que va ejecutándose casi como a pesar y con independencia de la mano creadora... Momentos inefables en que la obra tiene personalidad y parece surgir por sí misma. Momentos de olvido y de inefabilidad, los más felices del artista, y lo único también que verdaderamente premia al artista.

Los árboles, por ejemplo, tienen en los artistas primitivos una encantadora complicación. Día vendrá en que los artistas pintarán los árboles con grandes, groseras y efectistas pinceladas; pero los primitivos entendían que un árbol posee tanta gracia decorativa como mística profundidad. Los árboles de los fondos primitivos no están puestos en el lienzo con una idea secundaria; no son meros comparsas anónimos; no sirven solamente para llenar un vacío. Sino que aquellos árboles tenían toda la trascendencia de la personalidad. Son árboles pensativos. Asisten, como personas efectivas, al asunto místico del cuadro. Por eso no son nunca numerosos, ni se hallan en montón, ni forman bosques. El pintor los ama efusivamente. Por eso los coloca en el sitio principal, en la abertura de una ventana o en el centro de un prado florido. Y los peina, los alisa, los recorta con un fervor entusiasta y minucioso. Les dibuja las hojas una a una, sin olvidar ninguna...

Pero en la misma sala de los primitivos hay otro pintor amado. He ahí a Patinir. Es el pintor visionario y abstraído, que tiene el alma llena de ensueño. Patinir, pintor flamenco... No se sabe gran cosa de él. No abundan sus cuadros en los Museos, ni tiene una fama clamorosa y universal. Se sabe que murió joven. ¡Se alejó temprano de este mundo terrenal, impaciente de contemplar los otros cielos divinos!

Mirando sus paisajes, yo busco en Patinir la explicación de un misterio. Ahí está un hombre que vió hace cuatro siglos la misma luz que yo he visto alguna vez en sueños... ¿Qué alma, pues, era la de aquel hombre meditabundo y soñador, para quien la tierra y los cielos se convertían invariablemente en un paisaje crepuscular?

Todos sus cuadros están iluminados por esa idéntica luz de crepúsculo; pero de un crepúsculo visionario que nunca ha existido en la tierra, sino en el reino del sueño y de las almas. Así en el cuadro de Caronte, las dos partes del lienzo quieren ser distintas; en un lado están las almas felices, gozando de la dicha del Señor, entre árboles fecundos y fuentes deliciosas, mientras en el otro lado lloran las almas protervas bajo una nube tormentosa. Pero en el lado de la felicidad como en el de la tristeza, aunque el artista pretendió diferenciar el cielo, resulta únicamente la misma luz de crepúsculo. Sólo se diferencia el tono del crepúsculo. En el lado de la bienaventuranza es un crepúsculo dulcísimo, blando, inspirado, gozoso. ¿Cómo era, pues, el alma de aquel hombre, que concebía la región de la eterna bienaventuranza como un dulcísimo crepúsculo bañado por una luz decreciente, por una luz intelectual, metafísica, y sin embargo tan tierna y cordial?

Hay en nuestra vida momentos trascendentes que hacen asomarnos a imprevistas y deslumbradoras posibilidades. Y en esos momentos raros y efímeros, los gruesos velos de la realidad cotidiana se rasgan, se abren, y columbramos de pronto escenas y cosas que no pueden expresarse con la palabra sublime, puesto que lo sublime es ya demasiado concreto; sino que necesitan nombrarse con la palabra inefable. Esos momentos raros nos son concedidos a veces en el transporte y la embriaguez de la música. Pero la música, que es ensueño también, se muestra incapaz de reducir a forma y color las creaciones del mundo fantástico.

Los paisajes y los cielos que hemos visto en el sueño, ¿en dónde existen, en qué vida diferente a la actual los hemos visto otra vez..? Y esa luz inmensamente inefable que llena el panorama de esos sueños, ¿cómo es que ha podido imaginarla nuestro espíritu, aunque éste sea nuestro espíritu subconsciente?

No existe para mí mayor amargura que el despertar de uno de esos sueños trascendentes. Toda mi alma llora entonces la dicha perdida, como un ángel rebelde pudiera llorar la pérdida de la gloria. Se me figura que he sido derribado a una sima negra. La luz del sol, la primavera, el mar, las flores, los cantos y la caricia del viento..., todo eso, después de la vida que ha sugerido el raro sueño, me parece inmensamente grosero y duro, hiriente al oído y a la vista, rodeado de maldad y de jactancia.

A veces, en la siesta, cuando a medias nos dormimos, o cuando más exactamente dormitamos, acude el ensueño, y se descorre ante nosotros el velo que oculta la vida trascendental. Este fenómeno ocurre también en la languidez de la convalecencia, cuando la enfermedad ha perdido su alto grado febril.

Recuerdo que siendo niño, en los períodos dolientes, si por la tarde me dormía, concedíame la fortuna la gracia de un sueño visionario. Y en aquel sueño yo veía abrirse un paisaje divino, lleno de trascendencia y de inefabilidad. ¿Cómo era que el alma infantil, el alma ignorante, podía realizar y comprender la trascendencia del paisaje y de la luz de aquel sueño..? ¿Era una rememoración que hacia el alma de otra vida recién abandonada..? ¿Era que en el alma infantil convergían potencialmente todos los cielos reales e imaginarios de todas las almas antepasadas? ¿Algo, en fin, como la acumulación de todos los esfuerzos que los espíritus anhelantes de los infinitos antepasados realizaron para la busca e invención de un cielo más profundo, más hermoso, más inefable que este grosero y material cielo que nos alumbra..?

Brueghel el flamenco

Frente a los lienzos de la escuela flamenca considero la idea supersticiosa de la predestinación de los pueblos. El país flamenco es uno de los grandes predestinados. Y ahora, como ayer y como siempre, las ambiciones y los antagonismos europeos buscan la grasa y blanda tierra de Flandes como el más propicio campo de batalla.

Jan Brueghel, materia rica y jocunda sensualidad... Yo busco siempre su compañía cuando he verificado una visita larga al Museo. Lo considero, para mi gusto, como el pintor flamenco más representativo. Yo busco su compañía, aunque sólo sea una ojeada fugaz, como lenitivo y reposo; me gusta descansar el alma en su ecuánime humor y en su riente abundancia después que el alma se ha sumergido con exceso en los grandes artistas de la pasión y de la tragedia (Zurbarán, el Greco, Goya), o en los pintores visionarios (Patinir, Durero), o en la magnificencia cortesana del Tiziano y Veázlquez. Mis ojos, después que han visto a Brueghel, parece que se lavan y depuran; parece que se visten de un poco de la necesaria vulgaridad, y en seguida pueden afrontar la contemplación de las cosas de la calle.

¡Oh feliz y honrado Jan Brueghel! No eres tú, sin embargo, completamente grosero y burlón como Teniers. No estás exento de elegancia ni te falta gravedad. Eres, sin duda, el pintor exacto de Flandes, menos adulador que Rubens, menos hiperbólico y carnal que Rubens.

Y bien, grasa y blanda tierra de Flandes, ¿eres el matadero de Europa..? Ahora, mientras contemplo estos gozosos cuadros, el cañón está rugiendo en Ostende, y los sables de Prusia arrastran su imperativa pesadumbre sobre las calles de Amberes, de Gante y de Bruselas. Cuando Brueghel pintaba estos mismos cuadros, los arcabuceros de España hacían sus sangrientas pendencias con los insurgentes. Antes había estado el duque de Alba. Antes estuvieron los príncipes borgoñeses, los austríacos, los imperiales, los bárbaros, los romanos. Después estuvieron los franceses. Para ser vencido del todo, Napoleón buscó ahí su campo en Waterloo. La sangre de los hombres ha estado ahí corriendo constantemente. Campo de batalla de Europa. Plano y propicio lugar de matanzas. Suelo empapado de tragedia.

Pero si miro los cuadros de este bueno de Jan Brueghel, la mayor perplejidad me asalta. Será igual que mire a Teniers o Snyders y a todos los flamencos; de su arte emana un perfume sano de vida, pero de vida sincera, alegre, feliz, abundante y agradecida.

¿Es cierto, pues, que la guerra produce la ruina y el llanto de los pueblos? Deberíamos imaginarnos a Flandes como un país melancólico, pensativo y miserable, lleno de tumbas, donde las poblaciones arrasadas no han podido ser reconstruidas, y los hombres, cegados por el rigor de sucesivas levas, no han podido formar nutridos centros populosos. Todo es al revés. El país ríe y prospera, crece y se rehace prodigiosamente. Las ciudades vuelven a surgir más bellas de sus cenizas. Las industrias y el comercio tienen constantes renovaciones. Los prados florecen fecundos y las huertas se aprietan unas junto a otras. Se multiplican los habitantes. Se enriquece el pueblo... Esto ocurrió antes, y esto ocurrirá también mañana, tan pronto cese el tronar del cañón.

Y surge, por tanto, la duda burlona y sarcástica: ¿Es cierto, entonces, que la guerra destruye y arruina a los pueblos? ¿Será esa opinión vieja y clásica una nueva mentira..? Quién sabe, pues, si la guerra y todos los obstáculos conocidos no serán formas estériles frente a la voluntad del hombre. La voluntad y la fuerza del hombre están por encima de la guerra y de todos los obstáculos, grandes o pequeños, naturales o políticos. Cuando el hombre quiere, transforma los arenales de Prusia en una comarca triunfante, y los yermos de California en fértiles huertas. Cuando el hombre no quiere (por no se sabe qué determinación del Destino), se arrastra perezoso y miserable sobre valles soberbios.

Jan Brueghel se halla agradecido a la vida y canta las glorias del mundo. Los sujetos de su arte sonriente y sano son aquellas cosas que los dioses otorgaron de regalo a los hombres de buena voluntad. Campos floridos, fiestas públicas, bodas, bailes, palacios a la orilla de los arroyos, apoteosis y triunfos pacíficos.

Una escena de caza, un castillo a lo lejos; árboles verdes y ampulosos; el archiduque Alberto, con un séquito cortesano, reposa en plena primavera. Molinos de viento; vacas pastando; gentes que viajan en un coche de caballos cascabeleantes. Un baile campestre donde mujeres rústicas, asidas de las manos, evolucionan en grandes círculos, mientras los músicos tañen sus violines. Una boda en la aldea; y van los convidados en procesión, vestidos con sus mejores galas, sobre un prado ameno, guiados por los tañedores de violín. Un mercado al aire libre, junto a un canal de aguas mansas, y un prado lleno de ropa blanca, puesta a secar, y una alquería entre los árboles. Unos señores que pasean a la sombra estival. Unos barquitos en la ribera del mar. Campesinos que ordeñan sus vacas, y unas mujeres que hacen manteca, y un grupo de señores sobre el césped, bebiendo leche... Uno mira esos cuadros bondadosos que retratan la vida de la paz, y dice: Así debiera ser todo el mundo en todos los tiempos. Es la ilusión que ha sobornado siempre a los pacifistas, a los utopistas. Pero el mundo, ¿puede de veras ser así..?

En el mundo ruedan las pasiones carniceras, y ellas existirán mientras haya hombres. Son la vanidad, la ambición, el hambre, y, sobre todo, la necesidad de poderío. Si en el mundo, por mágico acuerdo unánime, los hombres se ocuparan solamente en ordeñar las vacas, concertar bodas y bailar a la sombra de los árboles, de pronto se levantaría uno, cualquiera, y reanudaría la guerra de las pasiones. Necesario es luchar, y la vida es una guerra, según sentenció el Eclesiastés.

Los pueblos que no quieren luchar, como Flandes, logran que otros luchen sobre el mismo país. El egoísmo cantonal y el gusto de la vida incruenta, es el camino para que el país se convierta en el gran campo de batalla de todas las naciones. Cuando se quiere luchar, ya es tarde. Y a fuerza de ser invadido, el país cobra los malos hábitos del odio. Así Flandes ha sabido odiar largamente a los españoles, a los austríacos, ahora a los alemanes, mañana a los ingleses o los franceses.

Invadido, deshonrado, saqueado cien veces, el bello país de Flandes renace siempre, rico y feliz. Canta, ríe, trabaja, bebe y se engalana. Es más fuerte que la guerra, más fuerte que la muerte. Es un jardín europeo donde florece la civilización. Pero toda su civilización, tan intensa y renovada, está manchada por el odio... No ha sabido agredir, y ha sido atacado. Su deshonor le ha dado cierto aire egoísta, suspicaz y rencoroso. No ha sabido agredir, ¡y es necesario agredir! Toda civilización que carece de agresividad y de valentía, parece que lleva dentro algo de judaico, de cojo y poco varonil. Pero la civilización, como toda idea activa, generosa y expansiva, ¿no es ella misma una agresividad?

Las pinturas macabras

Después de bañar los ojos en la pureza de los paisajes primitivos, el espectador quisiera alejarse, huir, reteniendo en el alma aquella ternura alboreal de los cielos místicos. Pero alguien, al pasar, nos detiene con gestos diabólicos y tirones irresistibles. Son los otros cuadros de la sala. Son los demonios de la fantasía, desencadenada y terrible, grotesca y trágica, truculenta, febril... Los cuadros de El Bosco, de Brueghel el Viejo, de Peeter Huys y de sus secuaces.

Vencido, pues, por la fuerza diabólica de estos cuadros, algunas veces me abandono a la delectación morbosa de sus fantasías. Sigo con espanto y sorpresa las peripecias de esos folletines que se llaman Danza Macabra, Triunfo de la Muerte, y a los pocos instantes observo en mi espíritu el fenómeno que hubo de ser tan frecuente en la Edad Media: la complacencia de la propia disminución vital. Es así que el hombre opera de dos modos ante la idea de la muerte: o huye de ella, tratando de olvidarla y entregándose a las caricias del mundo, o se sumerge en el centro de la misma idea mortal, con un temblor que conocen bien aquellos que son propensos al vértigo.

Los pintores de las Danzas macabras se abandonaban al vértigo de lo espantoso, y sentían una enfermiza complacencia escalofriante cuando su imaginación reproducía las escenas más increíbles. En ese trance del pintor escalofriado, el espíritu debía conocer todos los prodigios del vértigo. Y la fantasía no ha inventado nunca nada tan repugnante en el sentido flagelador, en el sentido terrorífico. Es algo que linda con la obscenidad, puesto que en el terror existe tanto de sensualismo.

Mirad ahí ese cuadro. En una carreta van amontonados los cadáveres; unos se caen y las ruedas los trituran, como a piltrafas. Un desgraciado se debate en una charca pestilente, en tanto que un espectro irónico le golpea la cabeza. Los muertos que se murieron ya, parecen reírse de los muertos incipientes o inminentes. Las calaveras hacen por todas partes sus gestos de risa filosófica, su mueca de brutal escarnio contra la vida. ¡Todo termina en esto..! Y los esqueletos ríen con grotesca y apasionada risa vengativa, como en una monstruosa represalia mortal... En un ángulo celebran un festín damas y caballeros; la Muerte acude; un caballero saca la espada briosamente... (Nuestro Don Juan Tenorio.)

Yo me represento a los hombres del siglo XV, la extraña y algo borrosa edad que precedió al Renacimiento, y los veo investidos de una poderosa energía vital. Era el tiempo en que había madurado totalmente el medioevo. La idea ascética terminaba su curva, y las almas, llenas de madurez y de experiencias monacales, soñaban con algo remoto que dormía en Grecia y que no había fracasado nunca totalmente. Presentíase la brillantez meridiana del Renacimiento. Las cismas y las rebeliones se agitaban en el fondo de Europa. Entre tanto, una sensualidad mal reprimida pugnaba por salir a la blanca luz y desbordarse.

Para mi gusto, el siglo XV es la edad esencialmente fina, delicada y aristocrática. En Italia brillaba ya entonces el Renacimiento; ¡pero qué dulzura, qué elegante alegría de aurora en aquel divino Donatello, en aquel tierno Della Robbia, en aquel noble Botticelli, en toda la Florencia insuperable y profunda! Un poco más al Norte, el dogma ojival dominaba en las Artes. Pero la ojiva iba perdiendo su austeridad ascendente y angustiosa; la ojiva intentaba rebajarse, humanizarse, en la querencia del arco de punto, fórmula terrena y mediterránea. Florecían, por otra parte, las ojivas, y los piñones se transformaban en rosas. Los monasterios adquirían cualidad de joyas (es una joya de piedra, sin duda, la Cartuja de Burgos). Y en los sepulcros de las catedrales, el mármol era macerado, afiligranado, batido prodigiosamente en virtud de una teoría de floresta. Yo no encuentro un ademán de decadencia más interesante que el del siglo XV. Es una decadencia eximia en que se descomponen todos los factores medioevales: el ascetismo, el feudalismo, el misticismo, el ideal guerrero y caballeresco. La descomposición de todos estos factores príncipes, eminentemente nobles y aristocráticos, origina una decadencia de fondo elegante y de sensualidad torturada. Es el tiempo de los bellos cuadros, de las finas esculturas, de las portadas y los ventanales floridos; la época de los banderizos, de los Estados que se desmoronan, de las guerras civiles, de los primeros heresiarcas; la moda de los rostros rapados, de la melena corta, del cerquillo sobre la frente y de las calzas ajustadas.

Entonces, para nutrir la necesidad mística, el monje arrecia sus imágenes terroríficas, y ante la inminencia, ante la aurora del Renacimiento, los cuadros de las Danzas macabras exageran sus visiones infernales. Su misma exageración nos revela la magnitud del pecado ambiente. Esos lienzos no podrían ser pintados para una sociedad pura y completamente incontaminada. Ellos representan más bien la actitud irritada del predicador que habla a gentes un poco escépticas y desde luego solicitadas por el halago del lujo, de la carne y de la ambición. Procuran pintar a la señora Muerte con los estigmas fundamentales; les ponderan, les recuerdan la muerte a los Papas mundanos, a los Príncipes bulliciosos y díscolos, a los eclesiásticos carnales, a los mercaderes codiciosos y a los pecheros distraídos.

¡Mirad que os aguarda la Muerte en el umbral del Infierno! Ella va tañendo, es verdad, un violín sin cuerdas, y el esqueleto es quien baila con más primor. Detrás les siguen los hombres, los niños, los purpurados, los caballeros, las bellas damas...

Pero el mundo no prestaba completa atención. Era el siglo de los grandes pecados. De aquellos pecados habían de brotar los grandes hombres y las grandes virtudes renacentistas.

Las vírgenes de Murillo

El viejo Murillo, desde las paredes ilustres del Museo del Prado, ejerce todavía su autoridad sobre los ingenuos visitantes. Pero sólo sobre los ingenuos, los humildes, los que no están excesivamente contaminados por el rigor de las modas y de las críticas más recientes. Los otros, llenos de cultura y de lecturas de revista moderna, pasan ante el pintor sevillano con un tácito desvío y buscan a Zurbarán y al Greco, a Velázquez y a Goya.

Pocas cosas oprimen tanto el corazón como la inconstancia de la gloria. Es triste la cualidad del genio ignorado para quien se retarda el día del triunfo y de las alabanzas; pero acaso es más doloroso el trance del hombre que ha brillado largo tiempo, que disfrutó todos los bienes de la fama, los agasajos unánimes de la muchedumbre y de los siglos, y por último cae en el desvío o el menosprecio.

Había sido Murillo el pintor por excelencia y el pintor por antonomasia. Decíase, por ejemplo: «Pinta como Murillo», de igual modo que para fines marciales se recordaba a Napoleón y para ponderar una sabiduría se evocaba a Aristóteles. Hoy mismo, en los museos extranjeros, suele guardarse con particular orgullo algún cuadro de Murillo, y se le concede alta importancia. Los diletantes y los progresistas de la pintura hacen un gesto suficiente.

¿Por qué causa? ¿Porque carecía de profundidad? ¿Porque sus figuras eran demasiado simples y regulares? ¿Porque no había un punto de complicación, de amargura o de malicia en sus personajes?

Durante dos centurias ha llenado Murillo la parte indefensa y vagorosa del alma humana, con el blanco y el azul de sus Concepciones, y con la rosada turgencia de sus ángeles. Hay en el hombre una necesidad inaplazable de adorar a la mujer, trocada en divina por virtud de la pureza inmortal que reside en estos tres nombres, profundamente santos: madre, hermana, novia. Para llenar esta parte indefensa del alma del hombre, Murillo había pintado sus Vírgenes, hechas de blanco y azul, puras y simples en su tierna humanidad. ¡Cuántos corazones se han inclinado ante ellas, buscando el consuelo divino a través del verdadero intermediario entre el hombre y lo eterno, la mujer..!

Hay pintores que son por esencia varoniles; otros son femeninos; y otros nada más que sensuales. Es difícil representarnos a Zurbarán deleitándose en la pintura de una Virgen; su pincel masculino se siente inhábil para representar a la mujer, y omite en cuanto puede el comentario femenino, con un pudor de asceta. En cambio, el Tiziano y Rubens omiten la representación de la Virgen por incapacidad de comprender la idea de inmortal pureza que se oculta en la mujer, o por ese extraño pudor religioso que existe con frecuencia en los libertinos.

El pintor español de las Vírgenes necesitaba ser andaluz. Hace falta un determinado sentido de molicie, de ternura, de gracia mimosa, de caricia y de celo, para realizar la idea del eterno femenino divinizado. Si no fuera por Italia, la Virgen, como expresión plástica inmortal, hubiera quedado sin nacer; y el mundo debe a Sevilla la representación más humana, real y tierna de feminismo a lo divino.

La Grecia de Fidias y Praxiteles llegó demasiado temprano a la cumbre del arte; hubo de contenerse en los límites de la fémina pagana, y todo su profundo idealismo se reconcentró, como un haz de sublimes y apasionados rayos, en la forma terrenal de Venus. Si el espíritu que dió inspirada existencia a Afrodita hubiese encontrado a María, ¿qué especie de deslumbradora concepción del arte tendríamos ahora los hombres..?

Esta celeste primicia fué reservada a los italianos, verdaderos creadores de la Virgen como representación plástica. Y entre la vana penumbra medioeval, la Madona emerge al modo de un vivo y esperanzado resplandor de primavera.

El italiano se recrea en el concepto de la Virgen, goza en su representación, se regocija en ella; incurre casi un poco en el pecado de voluptuosidad. Se diría que el paganismo no fué del todo expulsado de su alma clara, vibrante y sensual. La Madona, por tanto, no es sólo el sujeto de un culto sometido a leyes rituales; el italiano añade un fervor a otro fervor, acumula sobre su Madona todas las potencias plásticas e ideales, y finalmente le adjudica la excelencia carnal de la Venus antigua. En sus manos se transforma la Virgen original, y adquiere insensiblemente la jerarquía del adorno,

Es una joya, en efecto, que el artista italiano acicala y mima hasta un punto increíble. Nada tan bello y definitivo como la «Virgen en el Trono», que Juan Bellini legara a la iglesia de Santa María dei Frari, en Venecia. La Madre de Dios toma suavemente, artísticamente, al Niño con las manos, y la Madre y el Hijo se esmeran en conservar la actitud perfecta del hieratismo estético. La hornacina renacentista en que se albergan, añade al cuadro expresión de joya. Y a los pies del pequeño trono, los ángeles, igualmente perfectos, con estudiadas e insuperables actitudes, tañen la mandolina o soplan la frágil flauta. Este concepto de perfección en la actitud, esta idea de filigrana en la concepción, este prurito de joya, se repetirá siempre en la imaginería madonesca del arte italiano, hasta culminar en el dulce y místico preciosismo de Luca della Robbia. La misma «Virgen de la silla», de Rafael, insiste a su modo en la idea de la joya.

Pues bien, el triunfo de Murillo consistió en la densa humanidad que supo infundir a sus Concepciones. Todavía son joyas, en cuanto a la composición; todavía continúan las normas de la teatralidad, acaso porque era imposible substraerse al diseño convencional que el hombre de todos los siglos asignó a María. Pero el hondo e inevitable realismo del alma española guió el pincel de Murillo y le hizo poner en sus Concepciones un fervor humano que tal vez faltara en las Madonas italianas.

Humana y tierna sin dejar de ser divina: he ahí la Virgen de Murillo. Todas sus Vírgenes poseen idéntica cualidad de celeste humanismo. Ante ellas no acabamos de inmutarnos del todo; sentimos que están todavía cerca de nosotros... Son semejantes a nuestra madre, o mejor, son como nuestras hijas... Representan, pues, la aspiración humana de la mayor pureza, y presentimos que la mujer mortal, hija del hombre y del pecado, pudiera llegar a ser como esas Concepciones...

En tal sentido las Vírgenes de Murillo son el mayor consuelo que el arte ha podido brindar al hombre. Otra vez, ante la Venus de Médicis que se guarda en Florencia, sentí la emoción pagana del helenismo, y comprendí la aspiración profunda hacia un tipo de mujer excelsa, plena de hermosura y de humano pudor. Pero aun en el concepto griego late demasiado la idea limitada, terrenal; y aquel pudor, como si dijéramos, es todavía temporario y contingente... Mientras que en la aspiración de la Virgen de Murillo, la idea de la castidad es eterna e insuperable.

Significa, así, el concepto cristiano por excelencia, puesto que sólo modernamente ha sido alcanzada la idea de la pureza trascendental. Y merced al realismo español, la Virgen de Murillo, que roza con su frente el Cielo, no se aparta en absoluto de la Tierra; es una mujer, sin embargo de su divinidad; y por esto nos procura tanto consuelo, porque presentimos que puede realizarse en la mujer, hija del hombre, el milagro de la Virgen.

Dulces y suaves, divinas y maternas, las Concepciones de Murillo el sevillano sirven en el Museo como prendas de paz con que podamos restituir a nuestras almas la eterna fe en el eterno, puro y sagrado feminismo.

No es posible substraerse al tono lírico cuando queremos hablar de las Concepciones. Hechas de blanco y azul, rodeadas de ángeles niños, ellas arrancan de nuestro corazón las viejas palabras que nuestra propia madre nos transmitiera algún día: «¡Dios te salve, María! ¡Llena eres de gracia..!»

Una Virgen de Murillo, tiene, es cierto, la gracia esencial de la mujer que fué escogida por el Cielo para llevar en el vientre a Jesús. Llena eres de gracia... Y los ojos del espectador se iluminan tiernamente porque han visto sellada en arte la imagen de la Gracia, de la Maternidad, de la Feminidad.

Es un extraño efecto el que se produce en nuestro ánimo. Y en tanto que delante de una Madona italiana o flamenca nos presentamos en actitud de observador, y analizamos el dibujo o los colores, frente a una Virgen de Murillo no osamos, no podemos razonar ni especular. Lo instintivo y lo inconsciente nos sujeta. Nos sentimos, sin remedio, adoradores, y espontáneamente murmuramos: «¡Dios te salve, María! ¡Llena eres de gracia..!»

Las Concepciones de Murillo tienen eso de particular: que sirven exactamente para aquello que fueron creadas, para adorar. Una Madona italiana o flamenca puede servirnos de adorno, de objeto suntuario, y en el caso más irreverente, de dije. Son Vírgenes como filigranas, en las cuales, algo más que unción adoradora, existe una intención de estética prolija y nimiada.

En todo caso, son Vírgenes de otra patria. Porque si la religión toma en cada país un sentido particular, la imagen de la Virgen se nacionaliza visiblemente. La Madona italiana como la flamenca se diferencian de la Virgen española en algo, en ese algo imponderable que no tiene relación con la fijeza y universalidad del dogma, pero que existe y lo comprendemos.

No se concibe bien que un alma devota pueda en España adorar a otra imagen que no sea la Concepción de Murillo. Y ante ella verdaderamente tienen expresión y vida las viejas palabras siempre juveniles:

¡Dios te salve, en fin, María, pues estás toda llena de Gracia!

Goya, o el sublime plebeyo

Algunos grandes artistas recibieron de los dioses tantas mercedes, que sus rostros reflejan una eterna paz y una expresión de bella armonía.

El busto del divino Rafael, como la faz del caballero Velázquez, nos muestran la serenidad olímpica del que ha sido agasajado por el cielo con los dones de la hermosura personal, la distinción, la salud, el talento y la gloria.

Otros artistas, al contrario, parecen una protesta viva e inextinguible contra el Destino. Tienen el gesto eternamente trágico, intranquilo, lacerante. Son feos de rostro, incompletos de algún órgano personal, sordos o enfermizos, y, además, en sus almas roe y muerde el gusano de las ansias insatisfechas, y de los anhelos improbables, y de las amarguras jamás bastantemente justificadas. He ahí la cara triste y maltrecha del viejo Miguel Angel; el rostro cejijunto y enorme del solitario Beethoven; el gesto violento y despectivo de Goya.

Por qué estaba Goya tan rabioso y por qué introdujo tanto la tragedia en el mundo y en la vida, ¡esto es imposible desentrañarlo! Se lleva dentro de sí la tragedia, y entonces no valen nada los fenómenos y las cosas circunstantes. Llevaba Goya el espíritu trágico dentro de su ser, y todo el mundo, como un reflejo sumiso, se le convertía en violencia y en tragedia.

Sin embargo, ¡cómo estaba dotado para la expresión dichosa y jocunda de la vida! El rico y perfumado siglo XVIII tiembla de emoción y elegancia cuando su pincel quiere; las sedas y las mantillas, las gasas y los chales, los casacones dorados y las calzas carmesí, las peinetas y los alamares, todo lo que hay de brillante, alegre y lujoso en aquel siglo, Goya lo ha retratado y ensalzado. Pero es como a regañadientes. Y es lo cierto que el alma de Goya se siente más libre y a gusto cuando se abandona al impulso de su carácter: aguafuertes, caprichos, tapices, fusilamientos y muecas horribles de la guerra.

Resulta, pues, al modo de una vida defraudada. ¿Qué tiene que hacer Goya en el siglo XVIII? Su sitio estaba bastante atrás, en el Renacimiento, la época de la violencia y de los personalismos exaltados; o un poco más adelante, en el Romanticismo, la edad patética y arbitraria. El siglo XVIII sienta bien a Tiépolo, a Reynolds, a Gainsborough que, como a ntes Van Dick, extraen de Inglaterra el hondo, el implacable, el inexorable sentido británico de la aristocracia. A la manera de los griegos, el inglés estima lo que hay de dulce, perfecto o progresivamente estético en la Naturaleza. Las personas de Gainsborough y los paisajes que las rodean, se nos aparecen como compendios de cuanto bello y noble y elegante puede crear el mundo. ¿Eran así siempre las personas y los paisajes que rodeaban al artista inglés? Tampoco las personas de los griegos podían ser tan puras e insuperables como aparecen en las estatuas que nos legaron. Pero esta rectificación o mixtificación de la Naturaleza, cuando colabora el genio griego, produce la obra sublime; en cambio, si el genio no es bastante poderoso, puede producir únicamente lo bonito...

Goya era inhábil para incurrir en lo bonito, y aunque su siglo le instaba con falaces recomendaciones, aunque en efecto se veía rodeado de frivolidad y de minuetos, de sedas, gasas y casacones, el agrio artista se evadía impetuosamente, y a través de su siglo perfumado y razonable, introducía por todas partes su violencia y romanticismo.

Dentro de la escala de los caracteres españoles. Goya es un continuador, un hermano de Quevedo. Le gusta añadir a los episodios que narra o pinta una objeción personal. El mundo

lo comprende en forna de controversia, y sus comentarios no faltan nunca; cuando no le basta el pincel, agrega una frase de su propio puño. ¿Por qué pinta sus caprichos? ¿Cómo justificar muchos de sus aguafuertes? Tiene necesidad de exprimir la ácida poma de su temperamento, y para su fantasía desenfrenada los cuadros murales serían insuficientes. Y al pintar sus tapices, ¡vedle reservarse un lado de licencia! La maja y los embozados, El cacharrero, La gallina ciega: hay en esos tapices más desenvoltura, imaginación, gracia y novelería que en todo el siglo XVIII entero.

Las grandes figuras del Arte nos las podríamos imaginar como pedazos sensibles de la Naturaleza. Un libro, un cuadro, una sinfonía, son especies de paisajes en cuya contemplación nos sentimos dichosos o angustiados. Y así como existen paisajes trágicos o placenteros, igualmente las obras de arte nos producen sensaciones tranquilas o turbulentas. En el seno de Virgilio, de Botticelli y de Mozart, nuestro espíritu descansa confiado; pero nos sentimos arrebatados por una ráfaga dramática cuando escuchamos o contemplamos a Dante, al Greco y a Beethoven.

De este género de artistas dramáticos era Goya. No se puede decir que fuera peor o mejor que los otros genios risueños, serenos y sedantes. Todo lo que respira genialidad debajo del Sol, es bueno. Pero en los días de desgana y de melancolía, ¿es cierto que Goya nos reportará la dulce serenidad que necesitamos? ¿Es cierto que él nos hará descender de las peligrosas alturas negativas, concediéndonos la idea de conformidad y de eterna ilusión que buscamos..?

Como una selva enmarañada y crujiente es Goya, el pintor exasperado (el hombre íntimamente pesimista y amargo). Es el hombre del pueblo que se encumbra por la genialidad hasta las altas cumbres de la Corte. Pero a medida que se encumbra, lo contemplamos siempre en su postura de plebeyo rebelde y arisco. Si retrata a la familia real toda completa y en grupo, no se sabe qué aire de protesta vaga por entre aquellos rostros ignaros, aquellas miradas estúpidas, aquellos gestos de concupiscencia o de torpe brutalidad. Es el plebeyo, sin duda, que pone un algo de indeterminado y hasta inconsciente en la atmósfera que envuelve a los Monarcas y los Príncipes.

El hombre del pueblo que hay en Goya, le hace buscar con predilección los motivos populares y groseros. ¿Acaso esto es así porque en su época, en aquel período de triste decadencia española, la vida nacional estaba toda ella saturada de grosería, de superstición, de vulgaridad? Es el caso, que Goya presta a sus personajes continuamente un ademán grosero o mediocre. Los Reyes, en sus manos, se convierten en pobres diablos; las Reinas se le convierten en chulas. Si trata de componer cuadros místicos, la devoción se halla tan ausente de allí, que el espectador se siente avergonzado. Pero cuando acomete la reproducción de asuntos populares, entonces Goya se encuentra desembarazado y en su propio ambiente. Majos, chulas, palafreneros, embozados, brujas, ahorcados, todo este tumulto bajo y turbio sale de su pincel nervioso henchido de una vida y una fuerza prodigiosas.

Diríase, pues, que Goya es a la manera de una playa, adonde refluyen todos los residuos revolucionarios y ácidos de la Enciclopedia y la Revolución. Lo que tiene de elegante, sensual y aristocrático el siglo XVIII, no se traspasa al espíritu de Goya; toma de aquel siglo inteligente y dulce la parte más turbia, el comentario final, la rebeldía plebeya.

Los rostros que pinta Goya, ¡cómo son de vulgares y negativos! Era Goya realista y reflejaba, en efecto, la realidad. Pero a veces pensamos que se ensañaba demasiado en esa realidad... La realidad no existe siempre fuera de nosotros; la llevamos dentro de nuestro mismo ser. Por tanto, si la Naturaleza nos brinda diversas facetas, nosotros escogeremos aquella que más se acople a nuestra propia sensibilidad.

Y es así, entonces, que los griegos tomaban a la Naturaleza el modelo para esculpir sus Apolos y sus Venus, aunque ese modelo fuese la excepción. En cambio los otros buscan preferentemente los modelos vulgares o feos, como hacían nuestros profesionales de la novela picaresca. Por consiguiente, Emilio Zola trataba en balde de sincerar su literatura por motivos sociales o pedagógicos; llevaba una bestia dentro de su ser y ello no podía evitarlo de ningún modo. De repente, entre las figuras de Goya descubrimos una que nos atrae y nos conforta por su brío, su nobleza y su gracia. Sirve para reconciliarnos con la humanidad española de aquel período triste, especie de broche temporal que une a dos siglos.

Era hijo del pueblo. Era un plebeyo, y tenía toda la amargura y rudeza del pueblo. Le gustaba pintar la vida de las plazuelas, de las verbenas y de las romerías. Sus modelos principales fueron los «chisperos» y las «majas». Es el cronista de la plebe. Marcha a los toros, confundido con la ralea, y con la mano temblorosa por la emoción dibuja los lances de la lidia, el ondear gracioso de las capas, el revuelo amenazador de la fiera, el gesto despavorido del torero, y se confunde con la canalla de los suburbios, merienda con los truhanes, piropea a las mozas de rompe y rasga.

Pero no es un español impasible, como Velázquez; no sabe ser un artista frío y espectador; su alma violenta se apasiona ante el modelo, y entonces se convierte él mismo en actor. No bastándole el pincel, recurre a la pluma. Así vemos esos maravillosos y extraños apuntes, en donde el espíritu de Goya ha grabado su sello enérgico, por conducto de aquellas palabras que acompañan a los dibujos. En los dibujos, el espectador no sabe qué admirar más, si la imaginación de las figuras, o la imaginación del texto. El texto es breve siempre.

A veces consiste en una palabra sola, con una interrogación. Pero esos breves trazos de pluma, esas rápidas palabras, tienen una fuerza y una expresión no igualadas.

Goya aparece en los cuadros como recatándose; es el hombre que actúa en sociedad y necesita velar sus pasiones. En los tapices y fantasías, Goya se abandona ya a su carácter. Ríe, llora, ruge, maldice, escupe injurias. Su alma de plebeyo, su alma de español popular, se hunde en el cieno y sale exasperada. La decadencia española está sangrando entre los dedos temblorosos de Goya. Todas las figuras del hampa, de la miseria y del fanatismo, salen de la mano de Goya a borbotones; y no contento con dibujar las figuras, todavía les añade al pie su comentario de palabras.

Allí danzan su danza macabra todos los personajes; Goya los va sacando al escenario entre burlas y bramidos. Allí están las brujas, las viejas celestinas, los vagos, los hambrientos, los frailes inquisidores, los condenados a muerte, los avaros, los mendigos, los valentones, los curas fanáticos. Se complace en retratar el gesto agónico del ahorcado, y lanzarle la injuria de una patibularia frase humorística. Goya gusta trazar los rasgos siniestros del juez ignorante o de la vieja alcahueta, y cuando se ha saturado bien de locura, él mismo enloquece, dibujando cosas estrambóticas, alucinantes e incomprensibles.

Tapices de Goya

El espíritu de Goya se nos ofrecerá siempre como un caso de extraordinaria complicación, y estamos ahí, en efecto, ante uno de esos hombres geniales cuya característica más atrayente es la variedad.

Pertenece Goya, por tanto, a la filiación de los caracteres múltiples, de infinitas fases y de imprevistas apariciones. Es una de esas almos que yo me obstino en comparar a los cielos de Marzo, llenos de sorpresas y variaciones, tan pronto aborrascados como serenos, ahora fríos y después calurosos, pero a todas horas interesantes, emocionados y profundamente sugestivos. Es curioso poder seguir a ese espíritu intranquilo, mudable, que era D. Francisco de Goya y Lucientes, y asistir, como en un cielo de Marzo, a la cambiante rapidez de su humor vertiginoso. He ahí un pintor que se elevaba sobre las terrenales dificultades del oficio y se atrevía con todo. La vida del Arte no tenía para él secretos, y todo lo osaba. Y de esta multiplicidad proviene el carácter artístico de Goya, que semeja un pintor propiamente cósmico, hábil para abarcar los infinitos matices del color y de la forma y todos los asuntos y emociones.

Así pasa de la emoción serena de sus retratos a la sensual picardía de sus Majas, y de la tragedia de su Fusilamiento al aire optimista de sus Frescos. Y después, en fin, da un brinco extraño y salta de sus Dibujos y Caprichos, empapados de violencia y de polémica, al alegre juego de sus Tapices.

En los Tapices, es verdad, parece recrearse el alma de Goya. Y no es que se humanice en ellos, porque Goya es una sublime expresión de humanidad en todos sus momentos; pero se diría que aquí el alma grande y furiosa del pintor desciende a flor de tierra y halla gusto en abandonarse, en reposar.

La gracia, el lujo, el donaire y la alegría corren por los Tapices como en un haz de cuentos amenos. Figurémonos a Dante entretenido en componer algunas narraciones del Decamerón, Beethoven componiendo Las bodas de Fígaro. Esta aptitud para descender de la gran tragedia hasta el humor regocijado, está palpable en Shakespeare. Pero no debemos traspasar la frontera para extraer ejemplos de esa promiscuidad trágico-humorística; el genio español tiene esa aptitud alterna, duple, desconcertante, y a la fila de Cervantes y Quevedo debe añadirse el nombre de Goya.

Fantasía y novelería, imaginación y movimiento, todo está incluso en los Tapices; y el espectador transita ante ellos con la sorpresa de ver cómo la fecundidad y la creación son otorgadas a veces por el Destino sin medida, con estupendo despilfarro.

Tenía Goya un temperamento de novelista, y es así como nos maravillamos de sus composiciones en que las figuras intervienen con tan estupendo movimiento de seres vivos, actuantes. No componía, pues, sus cuadros al modo del pintor, sino a la manera del novelista. Porque el pintor que sólo es pintor, deja, como si dijéramos, sus figuras abandonadas en el cuadro a su propia suerte; las deja, por muy ilustre que sea el pintor, inmóviles en el cuadro; mientras que las figuras de Goya continúan viviendo, siguen moviéndose... Y el espectador, que sabe que los Borrachos de Velázquez y las hermosas mujeres del Tiziano no abandonarán nunca la actitud definitiva que les otorgara el autor, no está muy seguro de que los hombres del Fusilamiento no cambien cualquier día de lugar. La misma imprecisión, como abocetada, con que están hechos tantos personajes de Goya, ayuda a la idea de su impermanencia formal. Son figuras llenas de vida y movimiento, como nerviosas concepciones de un genial folletinista.

En los tapices se abandona Goya al regocijo de la composición, y cada cuadro es una escena, un cuento que vive. Además, ¡cómo se presiente la facilidad! Se comprende que la imaginación corre aérea y fácil, y otro tanto la mano.

Además, nuestros ojos reposan en esas escenas populares de los Tapices y recorremos sus paisajes, sus tipos, como a través de una función amable e ingeniosa. En algunos momentos salta, acaso, el espíritu de furia y de polémica; el partidista y el sectario (el plebeyo que hay en Goya) aparece en algunos Tapices todavía, como en la Nevada, el Albañil herido, la Riña en la Venta Nueva. Pero no insiste mucho en su furia, y su pincel traza amablemente esos cuadros de movimiento, gracia, lujo y novelería pintoresca que se llaman El cacharrero, La maja y los embozados, El baile de la Florida, La gallina ciega.


Publicado el 8 de diciembre de 2024 por Edu Robsy.
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