En la revuelta de un sendero que no sé adonde va, hallé un pobre hombre. Uno más, porque pobres hombres lo somos todos.
Vestía severamente, y su amplio y negro levitón se cerraba desde el cuello a las rodillas con cierta cautela decorosa. Tenía esa equívoca edad que puede señalarse con varias cifras: cuarenta y cinco, cincuenta, cincuenta y tres…. La barba entrecana, el pelo largo y descuidado, la mirada clara, la frente serena.
–¿Va usted al Sanatorio?
–No, señor –le contesté.
–¡Es lástima, porque usted también padece!
–¿De qué?
–De lo que padecemos todos los de ese Sanatorio.
Con una disimulada inquietud eché una rápida ojeada por mis achaques. ¡Qué nueva cosa tendré yo, Dios mío!
Hablamos; al principio, la charla fue algo incoherente y trivial.
–¿Muchos enfermos?
–Bastantes.
–¿Buenos médicos?
–Ninguno.
–¡Hombre!
–Aquí cumplimos enteramente el precepto evangélico.
–No veo la relación……
–Lo que usted no sabe es el sistema. ¿Qué ha dicho Jesús? “Dejad a los muertos que entierrren a sus muertos”
–Justo.
–¿Y qué deduce usted?
–Yo, nada.
–Los muertos antes de serlo son enfermos: así es que hay que dejar a los enfermos que los curen sus enfermos. La cosa es terminante.
–Estoy convencido… aunque no iniciado.
–Ya le iniciaremos. Por lo pronto, aquí nadie nos oye, le confiaré un secreto: ¡Yo soy un corazón!
José Nogales y Nogales, cuento
Un soplo de serena brisa movió las frondas quejumbrosas con el rumor de un rezo no entendido. Pasó por los aires un bando de alondras seguido de algunos cuervos voraces; un gallo silvestre lanzó al pasar un áspero grito de recogida; el césped otoñal resplandecía con un verdor suave de viejos terciopelos; una fontana parecía reír; un álamo parecía llorar…. Y entre aquellas dos pinceladas de luz que cerraban el horizonte, la una de sangre, la otra de oro, la mansedumbre de la tarde entonaba su Angelus.
En aquella paz del cielo y de la tierra, la palabra del pobre hombre se fundía como en otra Anunciación de un verbo prodigioso. “Yo soy un corazón”. ¡Bendito sea!
***
–Para el vulgo siempre hay casos extraños e inexplicables. ¿Conoce usted la historia del hombre de cristal?
–No sé si será cierto, Licenciado Vidrieras…
–El mismo.
–Pues mi caso es más trágico. Se puede ser frágil y huir de la rotura. Pero imagine usted un hombre-corazón…! Lo que habré sufrido!
–También habrá gozado.
–Imposible. ¿No sabe usted que todo duele y sofoca? Las caricias son en mí como pedradas. ¡Qué serán las pedradas!
–¡Desdichado!
–Estoy inerme. Otros tienen corazas de hueso, coletos de músculo, ropones de piel, generalmente dura…Yo no. Corazón limpio y mondo, latiéndose al aire libre. A mí me puede matar un beso.
–¿No hay curación?
–No.
–¿Paliativo?
–El trato suave de estos tres buenos amigos que se llaman Silencio, Olvido y Soledad.
–Eso hicieron muchos santos.
–Porque eran corazones.
***
El rojo vivo del ocaso se fundía en el sereno azul. Las dos pinceladas de oro y de sangre se desvanecían, en un resplandor sagrado de amatistas sacerdotales. La fuentecilla reía, el álamo lloraba… El grito del ave silvestre hería los aires con larga puñalada; la mansa dulcedumbre de la tarde elevaba su oración o su lágrima. Era una estrella.
Por el verde sendero venía otro desdichado huyendo de un fantasma. Pocas veces vi un pedazo de juventud tan pálida y triste.
–¿Qué tienes, hermano?
–Un miedo atroz. La blanca señora sabe que tengo el corazón de madera olorosa…. Lo trajo un abuelo mío de ciertas islas de Katay (China). ¿Qué culpa tengo yo? He perfumado con sus astillas todos los bellos cuerpos y todos los lindos camarines; y ahora que ya no me queda sino una partecilla ruin, la blanca señora me persigue… Trae en la mano una copa de plata llena de ascuas. “¡Echalo, échalo”! me grita. ¿Y para qué lo he de echar? ¿Para que usted se perfume? No me parece justo. ¿A vosotros sí?
–Guárdate ese pedazo de corazón oloroso que cada día valdrá más.
–Y en cuanto a esa señora blanca…
–Miradla: ahora se columpia en aquel pino. ¿No veis el resplandor de su incensario? ¿Ni el brillo de su hacha? Me aguarda… ¡No partirás este corazón para quemarlo!
Yo no vi sino un azulado jirón de la neblina enredado en las frondas. Por los huecos que el viento abría, asomaba el último resplandor rojo y sanguíneo del ocaso, como una grande ascua. No vi más…
No vi más hasta que llegamos al manicomio.