Doñarramona y Otros Relatos

Cuentos

José Pedro Bellán


Cuentos, novelas cortas, colección



José Pedro Bellán

José Pedro Bellan no es sólo un desconocido para nuestro gran público,—gran, en el sentido numérico,—el cual se encuentra incapacitado para elegir sus manjares literarios, sino que tampoco es familiar en nuestro reducido mundo de las letras, a pesar de que hace varios años que escribe y que tiene en su haber—antes que el presente—dos libros de indiscutible mérito. "Amor", un drama raro e intenso y "Huerco", historias fantásticas. Débese esto a la vida aislada, casi misantrópica, que hace este escritor a quien hastían casi todos los espectáculos que nos placen a los más. Siente, como Ibsen, la necesidad de estar aislado, exasperado por la trivialidad de los hombres de cuyas luchas y miserias no es más que un distraído espectador. Caúsale repulsión la popularidad, fácil gloriola, y no quiere desperdigar su vida gastándola en roces continuos con los otros hombres. Quiere reconcentrarla para gustarla en toda, su egoísta intensidad, como un avaro su tesoro, como un enamorado su bien. De ahí que escriba simplemente por necesidad psíquica, como todos los verdaderos artistas y no por vanidad como lo hacen muchos arrivistas, esclavos del ansia de figurar a cualquier precio. Impresos sus libros, no se ha preocupado mayormente por su éxito de librería, ni corrió detrás de los periodistas mendigando sueltos elogiosos, ni dirigió dedicatorias hipócritas y acarameladas. Como nunca frecuentó cenáculos literarios tampoco tiene de esos amigos para todos los usos, de esos amigos que ayudan a subir en comandita poniendo en práctica el principio del apoyo mutuo y haciendo sonar ruidosamente, venga bien o no, el parche sonoro del bombo mutuo.

Todo ello no es óbice para que Bellán posea un bello talento y positivas y sólidas cualidades de escritor. Tanto en sus dramas como en sus cuentos—formas en que ha preferido hasta ahora verter su inquietud,—acusa un temperamento original y fuerte, alimentado por bien extrañas alegorías. Su primer libro de cuentos, "Huerco", seduce y desorienta al mismo tiempo. Trátase de una obra excepcional en nuestro ambiente, por la rareza de sus narraciones atormentadas, producto de violentas y frecuentes pesadillas mentales. Habría que ir a Poe y Maupassant para encontrar escenas semejantes, en las cuales interviene muchas veces la fatalidad omnipotente y oscura y bailan su danza macabra los fantasmas de la neurosis. La impresion es rara porque no es normal ni vulgar, porque profundiza y hiere y porque abre en el fondo de todas las almas vastos y siniestros abismos que en vano tratamos de colmar con rosas o de cegar con fáciles músicas que encantan el oído. Los cuentos de Bellan son todos de excepción y describen con extraordinaria eficacia, sombríos estados de conciencia que reclaman ser clasificados dentro de los dominios de la psiquiatría. Por medio de ellos, el autor demuestra una emotividad delicadísima, presta a vibrar al menor roce, una tendencia natural e irresistible hacia las dolorosas introspecciones que permiten explorar hasta las más intrincadas brumas psicológicas,—selva oscura.—"Huerco" tiene pocos cuentos, trece, número simbólico, pero todos selectos y emocionantes. A través de ellos aparece la vida con un perfil muy distinto a como la vemos generalmente. Un manto desolador pone una negrura sobre cada celaje, una espina sobre cada rosa. Son caracteres humanos, sin ningún velo generoso, sin ninguna curva que esfume la agresividad de los ángulos. Sobre esas energías desbocadas e irresponsables no hay vestigios de la huella de la educación ni del ambiente. Se muestran en toda su temblorosa debilidad como un cuerpo deforme que se hubiera despojado de las bellas vestiduras que lo hacían aceptable y se nos ofrecen en toda su espantosa y repulsiva desnudez. El pesimismo implacable aprieta como la losa a la boca desdentada del sepulcro. A veces un relámpago de ironía, brilla como una pincelada excéntrica. Primorosos en ese orden son los cuentos "No se sabe cómo"... y "Perfiles de maridos". Las demás narraciones pintan estados de alma abstrusos y complicados en los cuales domina una angustia profunda que parece buscar en el fondo del misterio el temblor más hondo que pueda soportar sin quebrarse el alma humana. Dos cuentos, "Yermo" y "Un suicidio" dan la nota álgida en esa agria literatura que parece ser la característica de este escritor, acusando en él un temperamento anormal agitado continuamente por hondas tempestades íntimas. Rebélase a través de dolorosos monólogos, contra, las fuerzas ocultas que privan a su insaciable sed de ideal superior las sendas escondidas que conducen a las fuentes eternas. La muerte y la vida se dan un abrazo estrecho y se miran cara, a cara como buenas cómplices. Un subjetivismo poderoso siempre despierto y vigilante, que podríamos definir como una mirada fija y penetrante vuelta totalmente hacia el interior, favorece tal tendencia en este sombrío perseguidor de espectros que en el fondo no es otra cosa que un alma clara y diáfana que se sorprende ingenuamente de que la razón de las cosas no se encuentre como una flor al alcance de la mano que la ansía. "

"Doñarramona", ensayo de novela, tiene un plan distinto y parece haber seguido, en efecto; otro camino. Pero no. Ese poema de la miseria intelectual de una familia tan parecida a muchas otras familias, está dentro, por completo, de la concepción virtual que de la realidad tiene Bellan. "Doñarramona" es una sátira sangrienta que deja el ánimo derrotado y sin fe. Esos seres que viven sin vivir, apretujados entre las rejas de las ventanas de su caserón colonial y triste; que sienten vergüenza de sus lacras irredimibles pero que se comprenden desarmados contra ellas; esos seres que pisan sin despertar un rumor, como sombras en la nave de una iglesia desierta; que hablan sin levantar la voz, temerosos del eco de sus propias palabras, sin una sola aspiración que pueda disculparlos, hacen el efecto de una pesadilla sin descanso, de una maldición sin, olvido. Esa Doñarramona que cruza el océano, se sienta a la mesa en su nueva casa como si fuera su puesto designado de antemano. La mirada que dirige a los que componen la familia a la que se agrega, es una mirada, de tranquila confianza: aquí estoy bien; se dice. Y en efecto; ese es su sitio. No es una distinta, es una más. Cuando se la anuncia, un escándalo quiere condensarse en aquel ambiente, inmóvil como un pantano. Pero cuando llega, nada parece haber cambiado, nada se ha roto. Trae de España alguna exterioridad religiosa, rezos a hora fija, vanas aparatosidades. Todo ello no hace más que encubrir una voluptuosidad impetuosa que contagia inmediatamente a todos los demás con fresco olor de carne madura y sana que no quiere malograrse en castidades monstruosas. En apariencia, después de un instante de sensación, todo vuelve a su cauce, todo sigue pasando allí como si no pasara nada, y los días ruedan iguales, unos detrás de otros, como las cuentas de un rosario entre unos dedos cansados. Cuesta pensar que haya quien viva así, tan sin objeto, sin variedad, sin armonía. El autor ha recargado las tintas sin darse cuenta, sugestionado por la misma basura humana que expone y revuelve. Se ensaña, en personajes tan desesperadamente insignificantes y parece sentir un placer en acumular sobre ellos fealdad tras fealdad. Otro hubiera pasado por alto sobre tanta miseria repulsiva. BelLan no; se detiene en esos pedazos de carne, en los cuales se buscará inútilmente una chispa de inteligencia, de generosidad, de sacrificio. Hace que se espíen los unos a los otros, felices en el malsano gusto de comprobar las debilidades ajenas. Y cuando las han comprobado, se sienten tranquilos y solidarios, satisfechos de ello, dichosos de poder justificar la propia falta en la existencia de las faltas de los demás. Espoleadas por una, sexualidad sin ningún encanto, producto quizás de la hipocresía y de la sordidez de sus vidas, las mujeres,—menos la menor, Dolores, que se liberta,—son míseros harapos consumidas por fiebres eróticas. Una bestialidad morbosa parece ser lo único capaz de estremecerlas en espasmos, continuos, dándoles una enfermiza ilusión de vida. Un folletín pornográfico basta para, remover la podredumbre en una, mientras que la otra no tiene más que un pensamiento obsesionante y lujurioso: ¡si me hubiera casado! En medio de ellas se mueve silenciosamente ese Alfonso, hombre de largas barbas ya, pero que no ha conocido aún caricia alguna de mujer. Es un ser pausado, casi invisible, sin brío, cuya única varonilidad parecen ser esas barbas que se acaricia a menudo en sus frecuentes instantes irresolutos. Doñarramona trae al principio un poco de bullicio en aquel ambiente sordo y frío. Introduce un poco de economía en los gastos diarios del hogar, pronuncia algunas palabras. Pero poco a poco, como saturada por la pesadez de la atmósfera que la rodea, se convierte en un fantasma como los otros, que cruza las habitaciones sin hacer el menor ruido, sin dejar ninguna huella de vida detrás de sus pasos. Ella, que viene de España a causa de la persecución francamente decidida de un mozalbete que ansia su carne, siente que poco a, poco la domina la voluptuosidad y llega a entregarse en silencio, como todo lo que sucede entre tales seres, sin una protesta, sin experimentar el menor placer, sin conciencia del acto que realiza. Una especie dé fatalidad aplasta y domina a todos esos personajes sin voluntad; una fatalidad sin poesía y sin grandeza que repugna sin emocionar, que entristece sin estremecernos lo más mínimo. Parecen engendrados para dejar una bruma grasienta ante nuestros ojos, una desagradable acritud en nuestro paladar, un eco disforme y áspero en nuestros oídos.

"Doñarramona, ¿es realidad? En Bellán triunfa el subjetivo, omnipotentemente. Por mucho que, parezca realista en esta narración, no lo es mucho más allá de las fantasmagorías de "Huerco". No sigue a sus personajes; hace que ellos obedezcan a su pensamiento, aunque esto los falsee y los violente. Acumula sobre ellos toda una montaña de desdén y los hace monstruosos y subhumanos a fuerza de exagerar sus lacras, artificiosos por mucho quererlos verdaderos. La obra no termina, y se ve bien claramente que la última escena, la capital, es la obra misma y que el autor no ha hecho más que empujar sus personajes a ese episodio desde las primeras páginas, como quien empuja piedras a un pozo. Tanto se ha obsesionado con esta finalidad que olvida en absoluto el estilo, ese fresco ropaje de las ideas que costaba a Flaubert combates interminables y victoriosos, que agotó a Julio de Goncourt y que al mismo Zola preocupaba hasta el punto de hacerlo modificar muchas veces cuartillas enteras. El lenguaje es desaliñado e inarmónico a menudo, falto de gracia, que es un ritmo vibrante y aristocratiza todo, que es como el alma misma de la belleza, y cuya posesión dió a los griegos el cetro eterno en los campos del arte con los diálogos alados de Platón, los versos inmortales de Homero y las estatuas esbeltas de Praxíteles. No hay en Bellan el amor por la frase pulida y armoniosa que da un encanto musical y sustancioso a la expresión del pensamiento por medio de la palabra. Conozco su modo de producir y sé que jamás retoca lo escrito, lo cual es, sin duda, una grave falta que esterilizará muchos de sus esfuerzos. Un argumento lo atormenta largo tiempo, lo preocupa, lo absorbe, lo martiriza; vive hundido en él, no por voluntad sino a pesar de su voluntad. Pero a medida que lo vierte en el papel, va apartándose de lo que ha escrito como si esa fijeza que dan las letras señalara, para él una verdadera muerte. Pierde todo interés ante sus ojos, un personaje que lo sugestionaba en el periodo germinativo y que ahora habla y acciona rígidamente en las cuartillas en que lo ha inmovilizado. Ni siquiera intenta modificarlo, ampliarlo, corregirlo. No. Le toma una especie de espanto invencible, lo aborrece cordialmente. Con lo cual el personaje queda inmutable con todas las fallas con que lo dibujó en el primer diseño que no retocará jamás. Es curiosa esta incidencia en un escritor que se desliga de su producción ya fija como si no sintiera por ella el amor del padre por el vástago, del artista por su creatura,.

Bellan es, además de un cuentista excelente, un dramaturgo de primera fuerza. Su drama "Amor", un drama de acción y no de palabras, así lo prueba, y así lo prueban también otros dramas que tiene concluídos y que arrancarán el aplauso de los entendidos así como se representen. Su producción en este aspecto tiene, como en los demás, una originalidad profunda. ¡Desdeñando, o no estando conformado para abordar el drama de costumbres o el regional o el de crítica social, se mueve insuperablemente en los cataclismos pasionales que arrastran a las almas como míseras marionetas obedientes en un todo a la presión de una mano invisible. No aborda sino casos de excepción, y aquí tampoco sus personajes son reales, porque son condensaciones de realidad. Huye de los espectáculos vulgares de la vida diaria que inspiran el teatro de Florencio Sánchez, insuperable pintor de costumbres. Su subjetivismo se impone en sus dramas más despóticamente quizás que en sus cuentos y sus personajes están siempre atormentados por ansias irredimibles, marchan doblegados por fatalismos incompasivos, aplastados por fallos irrevocables. No son hombres ni mujeres esos que se mueven sobre la escena en plena acción: son pasiones anidadas en cuerpos sonnámbulos, incapaces de reaccionar contra la maldición que los aniquila, impotentes para deshacer el abrazo que los ahoga. Alguna vez, aquí también, un pequeño y audaz rayo de sol apuñalea tanta sombra y ve su luz brillante y efímera, pero es sólo por un instante, como para hacer más espesas aún las tinieblas que lo rodean. Todo lo demás—característica de la obra de Bellán,—es atormentado y sombrío, cuando no, como en "Doñarramona", repugnante y desconsolador.


Alberto Lasplaces.

Doñarramona

I

La casa de los Fernández y Fernández, edificada en la calle 25 de Agosto, conserva intacta la huella colonial. Es una construcción sólida, chata, pelada, con dos pares de ventanas rectangulares, cruzadas por barrotes de hierro y cubiertas por sendas persianas de color verde, aletargadas, flojas, que se levantan de tarde en tarde, a la altura de un metro, con el único fin de lavar los marcos de las puertas cubiertas de polvo. Se entra a ella después de atravesar un ancho zaguán, obstruído por helechos, jaulas de pie, globos de cristal, perros de yeso y tres o cuatro estatuitas de biscuit, perdidas en los rincones.

En seguida el patio, enorme, con baldosas color lacre y pileta de piedra, hacia el fondo, junto a la cocina. Salvo una parra, que trepando por unos tirantillos de hierro lo cubre totalmente, el patio no presenta una sola planta. Es una superficie desierta y tranquila, con un gran movimiento de luz.

Las habitaciones, hechas sobre un plano más elevado, son ocho y comunican entre sí. Todo el lujo de la casa está en ellas. El mueblaje es pesado e indestructible: camas, roperos, cómodas, mesas, todo de Jacarandá.

Los cortinados llenan las alcobas de una paz húmeda. Al principio, cuando se entra en ellas, es difícil distinguir los objetos que las llenan. Para andar sin tropiezos, es necesario esperar la acomodación del iris o conocer la, simetría tradicional de la familia.

La sala es grande y rectangular, bastante rectangular. Los sofás en hilera, junto a las paredes, forman un marco color rojizo.

Uno de ellos, hacia la mitad de una fila se destaca por su tamaño, por su ornamento: tiene aspecto de sitial. A poco, sobre él, un gran cuadro de Carlos V.

De entre las pesadas colgaduras, se muestran las repisas, cargadas con objetos de familia, antiguos, heredados: abanicos abiertos, horquillones, hebillas, cinturones, puñales; consolas de pie, con copas de cristal, ánforas de arcilla, unas atestadas de florones, simples las otras. Un mantón de tonos verdes, rodea el pie del ánfora sencilla y suave de la samaritana. Es todo un museo pegado a las paredes, un museo que se exhibe en silencio y que nadie ve. Y en el centro del espacio libre, sobre un pedestal en forma de columna, existe una pequeña estatua de Santa Filomena, vaciada en yeso.

El cuarto inmediato está dedicado a los ejercicios del alma.

Un gran Cristo de plata, sostenido por una base de caoba que desciende hasta el suelo tapizado, resplandece en la semi-obscuridad. Le cercan los cirios, enormes, eternos, con grietas y costurones cuajados.

Frente a él, hay tres reclinatorios, separados entre sí, por escasa distancia. El olor a incienso, se espande a través de las cortinas.

Sigue a esta habitación un dormitorio con dos camas, altas, negras, de patas formidables. A pesar de ser la pieza más grande de la casa, es la más obstruida. A causa de los muebles hay que deslizarse por ella. Un ropero como un arca, cómodas de innumerables cajones, cuyas manijas, caídas en un mismo sentido y en una misma dirección, semejan escaleras bronceadas; fuertes lavatorios con molduras regias; mesas de noche ahitas de cristalería; poltronas, sillones, sillas, altas y bajas...

Sobre la cabecera de cada cama, hay un gran cuadro del Señor.

Existe una notable diferencia entre los objetos que se exhiben en la sala y los que se muestran en los cuartos íntimos. Aquí, el Señor es rubio, barbilindo, con la piel pálida y la expresión tímida. Sus ojos grises, miran de un modo suave, cándido, igual que los niños buenos, obedientes, sin arranques ni travesuras.

Un manto azul le cubre el busto y sobre el manto está el corazón, suspendido en el vacío, muy bonito, de una tonalidad informe. La mano derecha surge de entre la vestidura, completamente abierta. Una mancha rojiza:, un poco gorda y estrictamente circular, le ocupa el centro del dorso.

Y hay más cuadros, de todo tamaño. En uno de ellos la virgen reposa en un asiento invisible, y tiene al hijo sobre uno de sus muslos. A sus pies, las ondas de nubes parecen servirle de piso. Una gran cantidad de criaturas de diez a doce meses, con alitas, asciende hasta ella. Y así siguen sucediéndose en un sentido excesivamente concreto, las imágenes religiosas.

La habitación, contigua está menos atascada y presenta una variedad en la galería.

Existe una cama idéntica y con idéntico cuadro de Jesús; una representación del Purgatorio, donde grandes llamas se abren para dejar ver las espaldas de los individuos: éstos están; quietos y miran hacia arriba con insistencia.

Sobre un escritorio, donde hay libros apilados, un retrato del conde de Reus. Junto al mareo inferior, en una chapita, metálica, dice: "¡Prin! ¡El gran Prin!"

En seguida, otros y otros. La tauromaquia ocupa su puesto en aquella colección de cosas fijas. Un torero esbelto brinda ante el palco real, mientras el bicho, de cuernos pulidos, espera a que el matador se vuelva hacia él para atacarlo con coraje.

A la izquierda de esta preciosura, otro cuadro, representando una batalla naval, donde una escuadra se hunde gloriosamente, y frente a éste, Santiago, el héroe, blandiendo su espadón ávido, montado sobre un caballo blanco, que marcha en el fragor de la pelea, como el huracán, pisando muertos, magullando heridos, que gimotean en vano.

Y toda la casa sigue desenvolviéndose en el mismo tono, pesado y antiguo.

II

Don José Fernández y Fernández, natural de Oviedo, heredó de su abuelo paterno un patrimonio respetable. Decidió entonces aumentar su fortuna y llegó a Montevideo, en una fragata española, hacia fines de 1853, encontrando aún en la ciudad, la huella de la guerra que la amargara durante nueve años. Aquí se estableció con una casa importadora de vinos que sus hermanos le mandaban de la Península.

Era un hombre sano, capaz de pensar por cuenta propia y que poseía, fuerte predilección por las anticuallas de orfebrería.

Casó con una uruguaya y el matrimonio tuvo cuatro hijos: Alfonso, Concepción. Amparo y Dolores.

Recibieron una educación cerrada, la educación de aquel entonces, cargada de santidad y beatitud. Esta tendencia se acentuó más con la desaparición, del señor Fernández. Una hermana suya suplió su falta y la infancia de los chicos transcurrió en el convento, bajo el rigor de la palmeta, los ayunos y el Purgatorio.

La madre murió cuando Amparo llegaba a los treinta y cuatro años.

Era el mayor de los hijos. Alta, corpulenta y algo feúcha, presentaba en el ojo derecho una fuerte desviación, por la cual, cuando sus hermanos se indisponían con ella, la nombraban con el apodo de "la Viscaya". Una vez estuvo por casarse y esto no lo olvidaba nunca.

A ésta seguía Alfonso, de veintiocho años. Era de mediana estatura, muy grueso, con unas manoplas pequeñas, cubiertas de un vello negro y reluciente. Una gran barba cerrada le tomaba casi toda la cara, de la que tan sólo se veían la nariz, los ojos y pequeña parte de la frente. Resoplaba de contínuo, fatigado y sudoroso al menor movimiento. Vestía levita negra, llevaba galera y usaba un bastón sin cayado, con empuñadura de oro.

Luego Concepción, tres años menor que su hermano. Era una hembra suculenta, que pasaba la mayor parte del día acostada, ya en la cama, ya en los divanes, ora leyendo, ora bostezando. Pocas veces se arreglaba: alguna fiesta religiosa, algún paseo por los suburbios de la ciudad durante los días pesarosos del verano. Pero en casa usaba bastones, constantemente. Y bajo la tela fina, sus senos amplios, sus caderas amplias se estremecían como elásticos.

Dolores era la menor. De inmediato se advierte que es el miembro de la familia que vive con más libertad. Corpulenta, como ellos, en cambio es ligera, risueña, impresionante. Le agrada el barullo y canta. Es lo único que se oye en aquella casa repleta, de cosas mudas. La alegría de su voz, pasa, como, un rayo de sol a través de las espesas colgaduras.

Y ha tres años que viven así, con el varón a la cabeza de la familia: Alfonso y Amparo y Concepción y Dolores, Fernández y Fernández.

III

Un lunes a las doce del día, llegó Alfonso de su escritorio y reuniéndose con sus hermanas en el comedor, sacó de su bolsillo, mientras servían el almuerzo, una carta.

—Han de saber—dijo,—desdoblándola con cuidado—que hoy he recibido carta de Marina, en la que me dice haber encontrado el ama de llaves que necesitamos.

Dolores dijo con alborozo:

—¿Cuándo llega?

Pero Amparo, la mayor, preguntó:

—Y tía... ¿la conocerá bien? ¿será una persona de confianza?

Alfonso la tranquilizó:

—¡Ah!... en cuanto a eso no hay nada que temer. A ver, tú,—dijo dirigiéndose a Concepción

—tú que tienes mejor vista: lee para que tus hermanas se enteren.

Concepción siguió aún: con la vista sobre la página de uno de sus libros y arrojándolo después en su silla, tomó la carta, tragó una cucharada de sopa, desdobló el papel y leyó con la vista. Alfonso se impacientó:

—Ya lo dije: su Señoría quiere enterarse primero que nadie.

Entonces Concepción comenzó a leer al mismo tiempo que comía:

"Querido sobrino:"

"Que Jesús te proteja del mal y te haga un santo.

"Habéis de saber, que aquí no marcha todo como Dios quisiere ha tres meses que no cae una gota de agua y las naranjas no vienen. Las hay algunas, sí, pero son una miseria comparadas con las del año que pasó.

"Habéis de saber que la hija del hermano del cura de nuestra parroquia quedó huérfana. Yo la aconsejé que fuera con vosotros y ella me dijo que lo pensaría, porque habéis de saber que no hace nada ¡sin pensarlo. Ahora me dijo que iría y se embarcará en el "Málaga". Conque llega el quince. Conque id a buscarla.

"Podéis tener confianza en Doña Ramona. Estuvo en una casa donde todos los días encontrábase con dinero que ponían para tentarla y nunca tomó una peseta.

"Os abrazo a todos y que Dios os tenga presentes. Vuestra tía: Marina."

Añadía a modo de postdata:

"Habéis de saber que Doña Ramona lleva para vosotros un Cristo, de marfil que perteneció a vuestro padre."

Dolores exclamó decepcionada:

—¡Una vieja!...

—Hay que pensar en acomodarle el cuarto—dijo Amparo.—Tendrás que comprar una cama.

Alfonso frunció el ceño.

—No me parece conveniente lo que dices. Y esa cama de hierro que está desarmada, ¿para qué la queremos?

—¿Toda sucia y rota?

—¡Hombre!, se le dice a Juan que la pinte y ya está. Siempre te he dicho que a la servidumbre hay que tratarla como a servidumbre.

—Pero esa es un ama de llaves que nos manda tía.

—¡Bah!... Le diré a Juan que la pinte.

—Y yo te digo que hay que comprar una cama.

Entonces, Alfonso dejó la cuchara, encajó el arco de sus manos en los muslos, y mirando a su hermana con una seriedad administrativa le dijo con lentitud:

—Me estás cargando en demasía.

Pero esto no valió de nada.

Amparo volvió a decir con mayor empecinamiento

—Quiero que compres una cama nueva.

—Juan la pintará.

—Una cama nueva.

—La pintará.

—Nueva.

Y aquí hicieron explosión. Alfonso, enardecido, pegó un puñetazo sobre la mesa, que hizo vibrar los cristales.

—Yo mando aquí—gritó colérico.

Entonces, Amparo, se levantó de su asiento y comenzó a llorar. Mientras se alejaba decía:

—¡Ah!...sí...eso es lo que se te paga... por buena... a mí, que soy la mayor... yo que no me quise casar por atenderlos... ¡Ay!... si yo me hubiera casado... no me pasaría nada de esto... no...

Dolores se emocionó. Miró a su hermano reprensivamente y llegó hasta Amparo. Le enlazó el cuello con el brazo.

—No llores, Amparo, no llores.

—No, no; déjame llorar. ¿No sabes que soy una víctima? ¡Ay!... ¿por qué no me habré casado... yo que soy la mayor?

Alfonso, oyéndola hablar, oyendo sus sollozos, titubeaba. Enternecido, no pudo resistir y se levantó.

—Mira, Amparo; oye... No te pongas así. Se hará como tú quieras, pero no llores.

—No.... no... yo soy una víctima. Si yo me hubiera casado...

Dolores sufría cruelmente.

—Pero Amparito... nosotros te queremos más que a una hermana... te queremos como a una madre... no llores... ya ves que Alfonso comprará la cama.

Pero la otra, obedeciendo a su pensamiento oculto, proseguía:

—¡Ah!... si yo me hubiera casado... No estaría aquí... tendría un marido... tendría mis hijos que no me dejarían sufrir...

Dolores la besaba y Alfonso, conmovido, le secaba las lágrimas y le pedía perdón.

Mientras tanto, Concha había terminado su sopa y seguía leyendo, como si ante ella no hubiera ocurrido nada. Sobre la mesa humeaban los platos casi llenos.

IV

El quince, como decía la carta, llegó el ama de llaves.

Fué una gran sorpresa que dominó a toda la familia. La tenían junto a ellos en el comedor, y aun dudaban. Casi tenían la seguridad que la persona mandada por su tía, no era la que había desembarcado.

Dolores no pudo resistir y le preguntó:

—Pero... ¿Usted, es en verdad, doña Ramona?

—Sí, señorita; a carta cabal—dijo con gran seriedad.

—¿Qué edad tiene usted!—interrogó Concepción.

—Veinticinco años y nací en Santiago.

Y los cuatro hermanos siguieron preguntando empeñados en descubrir la verdad a todo trance.

Pero allí no había nada que descubrir. Lo que tenían delante era doña Ramona, ni más, ni menos.

Por último, Alfonso, tratando de dar el golpe certero, le preguntó:

—Dígame; tía Marina, ¿no le dió a usted nada para nosotros?

—¡Ay!... sí, señor...

—¿Y qué es?

—¡Ay!... no lo sé. Lo traigo aquí. Es una cosa pequeña,

Abrió una valija y sacó un envoltorio.

Alfonso rompió el papel fino y transparente.

El Cristo de marfil apareció entre sus manos.

Era un Cristo admirable, antiguo, una de esas tantas obras maestras que creó el Renacimiento.

Lo miraron de todos los modos y pasó de mano en mano. Cuando Amparo lo observaba, Alfonso dijo:

—Ese Cristo, fué de papá.

Entonces, Amparo, besó el pecho del Señor, y se lo dió a Concepción, quien hizo lo mismo; luego Dolores, después Alfonso. Los besos sonaron con fuerza. Concha preguntó:

—¿Dónde lo pondremos?

Y los tres contestaron casi a un mismo tiempo:

—En la sala.

De inmediato se dirigieron hacia el cuarto destinado al museo, museo de cosas olvidadas, especie de archivo, donde los miembros de la familia Fernández y Fernández, guardaban las cosas que juzgaban estrafalarias, fuera de sentido, incomprensibles.

Discutían el mejor sitio para ubicarlo, cuando Amparo recordó que el ama de llaves había, quedado sola en el comedor. Esto le pareció poco formal.

Llamó en alta voz:

—¿Quiere venir?... éste... usted...—vacilaba, no sabía cómo nombrarla.

Por último se decidió:

—Usted... doña Ramona...—y dijo el nombre, bajando algo el tono de la voz, ruborizándose, y como si obedeciera a un mandato expreso, fuera de su inteligencia.

El ama de llaves dijo:

—Mande usted...

Llegó ¡hasta la sala caminando como si anduviera por la calle. Junto a la estatua de santa. Filomena se detuvo. Hincó las manos en las caderas y quedó grave y tiesa, mirando con rigor.

Dolores, que tenía el Cristo se acercó al cuadro de Carlos V, y dijo:

—Aquí, bajo el marco. Yo haré un cuadrado con terciopelo negro y entonces quedará bien.

Pero Amparo se opuso:

—No, no; arriba de este abanico. Aquí estará mucho mejor. Para ponerlo allí, habrá que retirar un poco el sillón.

—Arriba del abanico, no cabe, repuso Alfonso, a modo de sentencia,

Amparo volvió a observar el sitio que ella había designado y comprendió y aceptó, el juicio de su hermano. Habría sido menester correr la colgadura. Concepción apoyó a Dolores y entonces la mayor dijo; con algún desdén:

—¡Bah!... Cualquier sitio es bueno.

—¿Ves?.... exclamó Dolores, queriendo atraer la voluntad de su hermana. Haré el cuadrado que tome desde aquí, hasta aquí, y señalaba en la pared.—Iba a seguir exponiendo su proyecto, pero la voz del ama de llaves llamó la atención de todos.

—¡Ay!... Ustedes me perdonen—dijo con énfasis—pero me parece que es una gran herejía, poner a nuestro Señor; debajo de Carlos V.

Todos enmudecieron. En realidad no habían previsto la grandeza del error.

Se miraban confusos, desalentados. Alfonso fué el primero en hablar.

—Tiene razón, tiene razón...—y movía la cabeza, condoliéndose, mientras hacía jugar con los dedos su gruesa cadena de oro.

—Bueno... después se colocará,—dijo Concepción, para concluir,—nadie nos apura..

Y dejaron al Cristo en una consola, apoyado contra una jardinera donde tres mujeres desnudas, entrelazadas, recibían sobre sus cuerpos una lluvia de flores.

Cuando volvían para el comedor, y al pasar por el oratorio, el ama de llaves dejó oir de nuevo, su voz severa.

—¡Ay!... Es como si estuviera una: en la casa de Dios.

Se pasó el resto del día en enterar a doña Ramona de las necesidades y gastos de la casa. Se le dió el presupuesto mensual, la nómina de los proveedores y las listas de la ropa.

Ella escuchaba con la misma seriedad del principio, muy grave y deferente con las indicaciones. Por fin la condujeron a su cuarto, donde ella invirtió más de dos horas en vaciar los baúles y acomodar su ropa. Cuando la llamaron para cenar, todo se había normalizado.

Hubo entre los hermanos una larga cuestión sobre si debían o no, permitir que comiese con ellos. Después de mucho hablar, aceptaron su compañía. Y cenaron todos juntos, silenciosos, algo cohibidos. Los Fernández y Fernández se miraban, inteligentemente, dominados por una preocupación común. Y frente a ellos, doña Ramona, con sus veinticinco años, soltera, fresca, bizarra, cenaba parsimoniosamente, cortando los bocados de pan, con el cuchillo de la manteca.

A las once de la noche, toda la casa estaba entregada al sueño. De pronto, Dolores, que dormía junto con Concepción, se incorporó, y tocando en el hombro a su hermana, la llamó.

—Oye, Concepción... Concepción...

Esta despertó sobresaltada.

—¿Qué?... ¿qué quieres?

—¿Por qué le dirán doña Ramona?

—¡Qué doña Ramona ni doña Ramona! Yo le diré Ramona y basta.

Hubo un momento de silencio. Después, Dolores dijo a su hermana, volviéndole la espalda:

—¡Quién sabe!...

V

Al otro día, a las siete de la mañana, doña Ramona, se levantó. Esperó con alguna impaciencia que la criada hiciese lo mismo. Cuando la tuvo a mano, la retó, de un modo moderado, maternalmente.

—Dios ayuda a quien madruga, Magdalena. Y Magdalena, mujer de cuarenta años, algo avejentada, curtida, la miró de un modo estúpido.

—Aquí siempre nos levantamos después de las ocho.

—¡Oh!... yo ya me lo imaginaba.

Entró en su cuarto diciendo:

—Deme el desayuno aquí.

Magdalena preparó el café y lo llevó. Encontró al ama que rezaba. No obstante preguntó:

—¿Manteca o mazapán?

Y el ama, levantando la cabeza, dijo con rapidez:

—Manteca

Comió con apetito devorando las rebanadas de pan. Después comenzó a lavarse. Sacó de un cajón una toalla felpuda, mojó uno de los ángulos, untólo con jabón y empezó a refregarse la frente, luego la nariz y las mejillas, después el mentón. En seguida enjuagó el mismo extremo y le volvió a pasar por las mismas partes. Concluída esta operación breve, tomó un peine y se alisó el cabello, muy suavemente, por temor de deshacerse el tocado. La carne fresca, y rosada, de su rostro se había enardecido.

Recién a las ocho y media, Alfonso salió al patio vestido ya como para salir a la calle.

Encontró al ama que discutía con el proveedor de la carne. Y aun cuando ella no conocía el valor relativo del artículo, quería ver su peso en la balanza. Había encargado kilo y medio y exigía la prueba de que no le daban ni un gramo de menos.

—¡Bah! ¡Bah!...—decía el proveedor, un muchachón rubio y musculoso. ¡Tanto cuento para comprar un kilo y medio de carne! ¿La quiere o no la quiere?

—Quiero que la pese usted a mi vista.

Fué en ese momento cuando llegó Alfonso. Intercedió diciendo al muchachón:

—Oye; desde mañana, habrá aquí una balanza y doña Ramona pesará la carne que traigas.

El muhacho miró al ama de llaves con curiosidad e indignación, pero ante la actitud serena de Alfonso, sólo dijo:

—Yo siempre traigo el peso justo.

A lo cual, doña Ramona repuso, altiva:

—Bien; siga usted con Dios.

Y el muchacho, americano, enrojeció. Fuese murmurando insultos, encorvado por el peso de la canasta cargada de carne. Al pasar por el zaguán, por poco hace pedazos un perro de yeso, con la melena y la cola doradas

Este suceso tuvo gran resonancia en la familia. Alfonso y Amparo sacaron consecuencias de índole moral; Concepción previó fuertes ahorros y en cuanto a Dolores, si bien aprobó el hecho, en cambio no produjo en ella ninguna corriente de simpatía,

VI

Transcurrieron dos meses. La personalidad del ama de llaves seguía afirmándose en el corazón de la familia.

Por espacio de una semana, Concepción logró decirle Ramona, al secas, no obstante sentir que, después de pronunciar el nombre, en su conciencia se empeñaba una lucha con elementos confusos y no definidlos en su mente. Sensación de irrespetuosidad, de ingratitud, algo así como si dijese una palabra irreverente ante el cuerpo exangüe del Señor. Por último no pudo resistir y al vocablo Ramona le unió el adjetivo honorífico. Y lo decía como los demás, en cualquier circunstancia y de tal modo que se llamaba Doñarramona, como podría llamarse Josefa o María.

Gradualmente, Doñarramona iba absorbiendo la voluntad de los Fernández y Fernández.

Sentían éstos, sin, poder explicar la causa, que el ama de llaves estaba siempre colocada en un punto más seguro, en una idea más sensata. Verdad es que, en la familia, jamás había ocurrido un hecho de consecuencias imprevistas; verdad que siempre habían sabida actuar con cordura, dentro de una moral rígida influenciados por los recuerdos del abuelo y los consejos del padre; verdad que siempre habían eludido hábilmente los asuntos nuevos, peligrosos por las sorpresas que traen consigo; pero, a pesar de todo, comprendían que Doñarramona tenía algo más, era más...

Durante una mañana, el ama de llaves dijo que las perillas de las camas deberían adornarse con moñas amarillas porque "eso era muy lindo". Y se compró un raso amarillo, y se vistieron las perillas con las moñitas.

Otra vez manifestó el deseo de tener un cuadro del rey. Y este deseo se hizo general: en pocos días llegaran varios cuadros. Alfonso XIII, a caballo; Alfonso XIII, en una caballeriza, acariciando un caballo; Alfonso XIII de particular, paseando bajo una alameda y conduciendo a un caballo por las bridas.

En otras circunstancias, dijo que entraba demasiado luz por el patio. Habló de unas esteras, y las esteras se compraron.

Y de las cosas materiales, siguió a las morales.

En la casa eran todos religiosos; pero, por costumbre, por los que habían sido.

No existía unidad en las prácticas del dogma.

Y ella sin exigirlo—porque nunca exigía—estableció el método.

Una vez por semana venía el sacerdote a dirigir la misa. Se decía la oración de la mañana, se rezaba antes de almorzar, antes de cenar, al meterse, en la cama. Los demás se comunicaban con Dios hablando español, pero ella conocía los latinazgos de uso.

El único punto rebelde era Dolores. Quizá a causa de su juventud, quizá a causa de su corta estada en el convento, chocaba su temperamento bullicioso y alegre con la severa beatitud de Doñarramona,

Un día mientras almorzaban el moño de Dolores cayó, debido a un movimiento brusco que efectuó con la cabeza. Dejó su asiento y fué hasta el dormitorio, a fin de peinarse. Como tardara, Alfonso dijo:

—Dolores; se enfría el guisado que está muy rico.

—Voy—contestó su hermana.

Y luego cuando volvió a la mesa, con el pelo recogido y echado en ondas sobre la frente, Doñarramona—que en ese momento oprimía con el tenedor, un bocado de pan hundido en la salsa—dijo, con lentitud y redondeando las palabras:

—Usted, Dolores es muy vanidosa.

Esta miró sin comprender. El ama hizo una pausa y prosiguió:

—Yo lo digo en bien de usted. El Purgatorio es mi lugar horrible: ya lo dijeron los Santos Padres.

Dolores, azorada, preguntó:

—¿Y por qué me dice usted eso?

El ama interrogó a su vez:

—¿Hoy cuántas veces se peinó?

—Dos: de mañana y ahora.

—Pues bien; ya pocó usted.

La pecadora rió; los demás escucharon con seriedad.

—Hace mal en burlarse—prosiguió Doñarramona en un tono profundo.—¿Sabe usted lo que le pasó a Vitalina? Pues bien. Vitalina fué siempre un modelo de virtud cristiana. Dió todas sus riquezas, y dedicó su vida al Señor. Su muerte fué muy envidiada, porque entraba en el reino de Dios. Pues bien; ahora verá usted. Una tarde, San Martín, obispo, estaba orando y se le aparece Vitalina, en espíritu. Venía muy triste y lloraba. San Martín no salía de su asombro y entonces ella le dijo: "¡Ay!... estoy ardiendo por haberme lavado dos o tres veces la cabeza con demasiada vanidad".

Dolores protestó:

—¿Por tan poca cosa?

El ama, admirada de la poca credulidad de Dolores, movió, compasiva, la cabeza y suspiró concienzudamente. Dijo luego:

—¡Por tan poca cosa! Le parece a usted? ¡Jem!... ¿qué diría usted de esto, entonces?...

Hubo un religioso que se mantenía a pan y agua, dormía en el suelo, no se lavaba nunca y andaba, poco menos que desnudo en el invierno. Era un santo un verdadero santo.... Pues bien; una vez recitaba el salmo "Miserere mei Deus", al acabar dijo: "Gloria Patri" y no inclinó la cabeza... Pues bien: fué al Purgatorio.

Alfonso dijo a Dolores:

—Aprende, muchacha, aprende,

Concepción y Amparo quedaron con los ojos fijos en el mantel. La primera tenía coloreado el rostro y jugaba maquinalmente con una migaja de pan; la segunda había palidecido. Dolores seguía, en un gesto de desconfianza.

Durante un tiempo bastante largo, todos estuvieron callados. Magdalena cambió los platos; pero las dos mayores na comían. Al fin, Amparo dijo con gran timidez:

—¡Qué difícil es no ir al Purgatorio! ¿eh?...

A estas palabras siguió un nuevo silencio. Era bien visible que estaban preocupados, cada uno con sus cosas. Dolores, algo incomodada, preguntó:

—Entonces...¿por cualquier cosa se peca?

—Siempre que se ofenda, a Dios. Al Purgatorio fué también un niño de siete años por haber hablado durante una misa,

Concepción, la interrumpió:

—Pero... si se reza...

—Es justo; es justo,—prosiguió diciendo Doñarramona,— Si rogáis por el Santo Padre, obtenéis una indulgencia plenaria cada mes; si hacéis las meditaciones, tenéis siete años y siete cuarentenas de perdón; si a ellas agregáis el Anima Christi rezado con devoción, tenéis trescientos días más de indulgencias.

Todos habían oído hablar de estas cosas, sólo que, nunca como ahora, habían podido abarcar la intensidad del perdón divino. Antes rezaban, cumplían con los preceptos principales que Dios impone a los hombres; pero lo hacían con alguna frialdad, acortando las oraciones y moviendo con demasiada ligereza, los labios. A veces, y casi involuntariamente, pasaban de golpe, dos o tres cuentas del rosario; durante las diversas estaciones de la Vía Crucis, pasaban por alto párrafos enteros, porque los consideraban inofensivos y fáciles de eludir.

No habían llegado nunca a ese estado mental del que reza, exprimiendo de las súplicas y oraciones todo el jugo; no habían llegado aún, a ese estado caviloso, donde el espíritu, tendido hacia, la dicha celestial, conquista la eternidad, a base de días, de horas, de minutos; del que sabe todo lo que valen las palabras que más aburren, que más fastidian, y para quien, sería lo mismo, decir las oraciones que contar estrellas.

Así que, las sentencias que el ama acababa de repetir, tenían para ellos un sentido nuevo. No podían ignorar cosas tan vulgares, pero jamás labio alguno las había proferido con una fuerza tan sugerente, capaz de producir un estado de conciencia asaz peligroso, a causa de los deslices que la acechan.

El mismo Alfonso se sintió intranquilo Alfonso, casto y virgen, bueno y sumiso, digno de ser elegido en una fiesta religiosa, por su dulzura y mansedumbre. Mientras comía se examinaba escrupulosamente y aun cuando no encontraba nada de que arrepentirse, le invadió un desasosiego que nunca había experimentado.

Y una sucesión de posibilidades, cruzó por la mente de los Fernández y Fernández.

VII

Una mañana, antes de almorzar, ocurrió un hecho impresionante.

La tranquilidad se quebró. Magdalena, asustada, corría por el patio gritando:

—¡A Doñarramona le dió una pataleta... una pataleta!

Todos corrieron hacia el cuarto del ama y se produjo un alboroto general. Doñarramona, sin sentido, profundamente pálida, estaba inerte, sobre la cama. Su respiración, parecía un estertor, y pasadas lágrimas empañaban un almohadón sobre el cual tenía apoyada la cabeza.

Todos preguntaban a la vez, afligidos, desconcertados

—¡Ay!... Dios mío... ¿qué tiene usted?...¿se ha hecho usted daño? ¡Pobre! ¡Qué fatalidad!

Un médico un médico aquí, ligero Juan, un médico!...

Dolores fué la única que atinó en algún sentido. Mandó traer agua Colonia y le mojó la frente, las sienes; le acercó el frasco a la nariz. Por último, y haciendo retirar a Alfonso, tomó un paño, lo humedeció en el agua, y luchando contra la opulencia del seno, logró colocar á compresa cerca del corazón.

Por fin, Doñarramona movió una pierna, luego un brazo en seguida el párpado derecho. Un gran silencio culminaba la escena. Nadie se atrevía a preguntar nada. La aflicción los había enmudecido y esperaban.

En esto, el ama, en un movimiento lento, abrió los ojos y giró su vista en torno, del mismo modo que si saliera de un sueño.

Amparo le preguntó con timidez:

—¿Le pasó?

Y Doñarramona contestó, sofocada aún:

—¡Tengo la bola!....

—¿Qué bola? preguntó Dolores, enarcando las cejas.

—¡Oh!... ¡la bola!...—exclamó Concepción, sin comprender.

Alfonso, que había permanecido junto a la puerta, de espaldas al cuarto, por razones de pudor, se acercó al pie de la cama indeciso, avergonzado. Todos, a una, le dijeron:

—¡Tiene la bola!...

Y él, frunciendo la boca como un fuelle, exclamó

—¡La bola!...

Medió una pausa breve y después, sacando maquinalmente el reloj, dijo:

—¡Y este médico que no llega!...

Mientras tanto el ama tomó en sí. Comenzaron a encenderse sus mejillas carnosas y pidió un poco de agua que Amparo trajo con presteza. Luego manifestó tener frío. Dolores, sacó un cobertor y la cubrió con él.

—¡Ay!... ya extrañaba yo. Hacía mucho tiempo que no me venía.

Concepción le preguntó:

—¿Sufre mucho?

¡Ay!... es una cosa del demonio. Primero viene un temblor y frío... El estómago se da vuelta. Todo empieza a moverse y cuando os acostáis, una bola os sube hasta la garganta,

—¡Ave María!—exclamó Amparo.

Dolores, incrédula, como siempre, interpeló:

—¡Una bola! Le parecerá a usted una bola.

Doñarramona insistió:

—Os digo que es una bola, una verdadera bola que os tapa el tragadero.

Alfonso intervino a favor del ama:

—Muchacha; no has de saber tú más que ella.

Estuvieron todos en silencio, pensando cada cual por su lado, impresionados por la aparición súbita de una bola rara. Después Amparo dijo:

—Pero no le viene muy seguido la bola.

—Según, según... La última vez, fué a bordo, al salir de España. Todos cantaban y bailaban.

Yo estaba sentada, mirando, y de repente, me vino.

Esa vez lloré mucho.

Concepción reflexionaba que, padeciendo el ama de ese mal, no era razonable que entre los dormitorios de la familia y el de ella mediara el comedor. Si la bola hacía su aparición, mediante la noche, mientras todos dormían, podría traer consecuencias graves. Contó su temor.

—No me parece bien—dijo—que el cuarto de usted, esté tan separado del nuestro.

Amparo afirmó:

—Es cierto. Tenemos que arreglarnos de otro modo.

—Muy bien pensado—dijo Alfonso.

Concepción continuó dirigiéndose al ama:

—Después del dormitorio de Alfonso, podemos poner el suyo; el comedor lo instalaremos aquí.

Y Amparo, siguiendo el pensamiento de su hermana, dijo con toda la ingenuidad de la cuarentona

—Eso es, eso es; se cierra la puerta con llave y ya está.

De inmediato enrojecieron todos. Y Doñarramona, con la vista en el techo, algo lánguida, balbuceó tímidamente:

—¡Ay!... sí!...

VIII

Desde aquel almuerzo, durante el cual Doñarramona les expuso con todo el aplomo de su creencia, los terribles castigos que sufren los deslices más inocentes, el afán al rezo se había duplicado.

Alfonso, también pasaba sus momentos prosternada ante el Señor de plata, que rodeado de cirios expiaba el delito de los hombres. Nunca hasta entonces lo había hecho. Sus dedicaciones al Altísimo, habían sido cuestión de un minuto, a lo sumo. Confesaba y comulgaba todos los meses y esto le daba su tranquilidad. Por lo demás, no entendía un pito la significación de los ritos. Su madre le había enseñado a rezar el Padre Nuestro, y lo decía diariamente, como si fuera una canción compuesta por una sola palabra. Grande estupefacción fué la suya, cuando revisando un libro de misa leyó: Por la señal de la santa cruz, etc.... Estaba convencido de ¡que era: Porla señal de la santa cruz...

Amparo dedicaba parte de la mañana y de la tarde, a sus ejercicios. Se había especializado en ciertas oraciones e himnos, y los recitaba, echada sobre su reclinatorio de base de cuero, donde estaban impresas sus iniciales.

De sus relaciones con Dios, llevaba una cuenta, semejante a un diario de caja. Su salvación oscilaba siempre entre el haber y el deber.

Como las indulgencias y las plenarias dependen de los meses y de las oraciones, no podía afirmarse en un número exacto; pero había conseguido que sus ganancias ascendiesen diariamente a cinco mil días.

Transcurría entonces el mes de junio: y he aquí el detalle: Por el himno Veni Sancti Sipiritus, 100 días; por el Santo Rosario, 300 días; por las Meditaciones, 2520 días; por la oración de San Bernardo, 300 días; por los Dolores y Gozos de San José, 100 días; por el Santísimo Corazón, 2520 días; total: 5840 días.

Pero estos cálculos a veces sufrían serios desastres. No era que fuese mala, sólo que, aquello de que podía haberse casado, no lo olvidaba nunca, y esto le traía sus trastornos. Cuando entre los miembros de sus relaciones se efectuaba algún casamiento, le asaltaban ideas pecaminosas, un tanto desposeídas de olor a santidad y un tanto saturadas de envidia,

Concepción carecía del orden de su hermana Amparo. Más joven que ésta, con un cuerpo grande, espléndido, uno de esos cuerpos donde la carne tiembla y palpita, oprimida por su misma masa, pasaba, su existencia en un transporte de voluptuosidad furtiva.

Lo había aprendido todo, a fuerza de sospecharlo todo. Ningún conocimiento directo. Su imaginación era una escala tendida, sobre todo lo vedado.

La vida pasada en el convento fué como un aprendizaje para las concepciones de la mente. Y fuera ya de él, la rigidez de los padres, la rigidez de la tía, la rigidez inmortal de la casa, habían terminado la otra del relicario y los ayunos.

Hablaba muy poco, lo necesario para ser entendida en la relación general de la familia.

Desde el advenimiento de Doñarramona sufría una voluptuosidad rigurosa, Los terribles castigos le crearon nuevas necesidades. En muchos momentos su naturaleza constituía un verdadero mal. Ante el Señor se sentía tentada. Le mareaba una ola lúbrica. Apetitos bestiales, palabras sin decencia, explosiones como espasmos, que la tomaban pálida y ojerosa.

Y rezaba, de cualquier modo, a destajo, después de cada derrumbe. Estando siempre muy cerca del delito, no podía orar por cálculo, como Amparo. El ejercicio en ella, era una contradicción sensual, un choque pasional que la mantenía viva como una llama.

Pasaba las horas tendida en los divanes y leía, leía las obras permitidas por el sacerdocio. Pero una mañana, una circunstancia completamente fortuita, puso al alcance de sus manos una nueva seducción.

Temprano aún, Concepción entró en la cocina. Magdalena, con un cuchillo grande cortaba un pedazo de lomo y junto al lomo, sobre una hoja de repollo, había unos sesos.

—Mire, señorita, ¡qué sesos más chicos!

Y levantándolos los mostró.

—Es cierto—dijo Concepción—pero sáquele usted ese papel que tiene pegado.

Magdalena obedeció, enojada con el carnicero porque más de una vez le había pedido que no envolviese la carne con papeles.

Era la mitad de una hoja impresa, cortada horizontalmente. Una vez separada de los sesos quedó pegada, a un paño de cocina que estaba al borde de la mesa, junto a Concepción. Esta pasó al azar sus ojos por la escritura interrumpida por manchas de grasa y de sangre. Leyó:

"—¡Oh! sí... siempre seré... me abraza usted así... ¡Oh!... ¡Dios mío!... novela... ¡ah!... si me amase usted... así... "

Su pecho se agitó con fuerza. Oyó que alguien venía, miró en torno y a espaldas de Magdalena que atisbaba el fuego, tomó el papel húmedo y sucio y se lo metió en el seno.

Salió de la cocina y no miró al ama que entraba por temor de ser descubierta. Sentóse en un cuarto, luego en otro y en otro. Ansiaba leer el papel que sentía adherido a su carne, pero no se animaba a cerrar las puertas. Por último tuvo una idea acertada, Cruzó el patio y se metió en la letrina.

Allí suspiró satisfecha y procurando hacer el menor ruido posible sacó de su pecina la hoja de libro. Tuvo que hacer un esfuerzo porque los borrones y la falta de luz constituían un obstáculo serio; pero siguió leyendo: "D'Auvigny había perdido la razón abrazando a María; y bien pronto la novela se convirtió en idilio, terminando, por completo esta vez, porque Pedro no estaba allí para impedirlo".

Hizo tuna pausa, obligada a ello, por una sensación de languidez semejante a un desmayo. Las piernas le temblaban y costábale trabajo mantenerlas en pie.

Luego continuó y leyó toda la hoja, de un lado, del otro, por el fin, por el principio. Sufría un estado tal que, la intención de ciertos párrafos, encendía hasta las preposiciones más lejanas. Volvió a fijarse en el título: "La Duquesita", volvió a leer el nombre del autor: Paul de Kock. Iba a iniciar de nuevo la lectura de la hoja rota y sucia; pero no pudo. Flaquearon sus fuerzas y entonces se sentó sobre uno de los ángulos del retrete. Una emoción poderosa la echó de espaldas sobre la pared y permaneció temblorosa, lívida, con los ojos enormemente abiertos, vencida, fácil, abandonada, expeliendo entre espasmos la razón de su mal.

IX

Pasó una semana. La tranquilidad de les Fernández y Fernández empezaba a perturbarse, por su fondo. Viendo a la familia, era difícil sospechar a las primeras impresiones, que los intereses de cada uno, divergían ya.

Dolores había encontrado novio. Fué en la Iglesia de San Francisco, durante la Santa Misa, Y como ambas familias eran conocidas, él so pretexto de la amistad, Mi varias visitas. Mas a pesar del disimulo de ambos, los hermanos de Dolores se dieron perfecta cuenta y pusieron el grito en el cielo.:

Amparo era la que dirigía el primer ataque. Exigíanle a Dolores que su novio la pidiera formalmente y la visitase dos veces al mes. Todas las discusiones fueron inútiles, y las relaciones entre las dos familias quedaron truncas.

Desde entonces, la menor, la más alegre, la más franca, también recurrió a los medios falsee. Se buscó tres o cuatro amigas que venían a buscarla asiduamente. Y siempre Dolores salía con ellas a pesar de las protestas y las amenazas, porque era del único medio que disponía para verlo. A veces cuando se trataba de cartas, recurría a Magdalena.

Esta, cada quincena, tenía un día libre, del que podía disponer a su antojo.

Una mañana temprano, antes de salir, Concepción la llamó. Magdalena, sorprendida, dijo:

—¡Ya está levantada la señorita!...

Pero en vez de responderle le hizo señas de que la siguiera y la llevó hasta la sala.

—Oiga, Magdalena; usted me tiene que hacer un favor, es decir, a mí no; a una amiga mía.

—Haré lo que usted guste, señorita.

—¿Usted no sabe leer, no?...

—No, señorita: mis padres nunca me mandaron a la escuela. Si yo tuviera hijos, sabría lo que se debe hacer. Porque...

Iba a seguir, pero Concepción la detuvo.

—=No importa—dijo, satisfecha de que su criada no supiera leer—usted llevará este papel y cuando esté bien lejos de casa, buscará, una librería y le dará eso al librero. Le entregarán un libro. Yo no sé cuánto vale; pero supongo que no pasará de esto.

Y diciendo, dió a Magdalena una moneda de a peso.

—Muy bien, señorita, muy bien..

—Si el librero le pregunta para quién es, no diga usted la verdad.

Aquí la criada demostró temor.

—¿Es alguna cosa de peligro, señorita?

—No, Magdalena, no; es para una amiga mía un poco enferma. En la casa no le dejan leer; pero ella se aburre tanto, la pobrecita... Si supieran, la privarían del libro.

—Muy bien. ¿No tiene más que mandarme?

—Aquí no lo ha de mostrar a nadie. ¿Entiende usted bien? Metáselo en el pecho y espere que no haya ninguna persona para dármelo.

—Bueno, bueno, ya, ya...

—Trate de hacer bien las cosas.

—¿Nada más?

—Nada más.

Y Magdalena se alejó. Estaba ya por trasponer la puerta de la calle, cuando Concepción la retuvo.

—Mire, oiga; que Doñarramona no sepa de esto ni una palabra,

—Pierda usted cuidado, señorita.—Y salió.

Desde la lectura de aquel trozo de papel diabólico, que había llegado a su casa pegado a unos sesos, Concepción había cavilado mucho, y el deseo de adquirir el libro no la había abandonado un instante. Por un momento creyó que en la biblioteca de su hermano podría hallarla. Revisó volúmenes nunca hojeados por ella y sólo encontraba cosas santas o cosas de guerra. En cuanto a los amores que se ventilaban en los gruesos ejemplares encuadernados con lujo, tenían todos un tinte tan ideal, que desesperaban. La mayor parte de los besos se daban en la frente, siempre había un padre entre los enamorados, siempre se separaban en la tierra, para reunirse en el cielo. Por último, se había decidido por enviar a la criada. Se creía en un mal paso; pero esto mismo le daba un aplomo desconocido para ella.

Esperaba el libro con verdadera ansiedad. De la escena leída, inducía y deducía, moviendo a los personajes por las instancias de su sér.

Sabía que Magdalena no volvería hasta las nueve de la noche. Tenía aún muchas horas por delante.

Al despedir a la criada desde la sala, cerró la puerta y se sentó sobre uno de las sofás. Y de un modo gradual, en la habitación amplia, cargada de antiguallas y colgaduras, sin un movimiento, sin un ruido, confuso todo en una semi-luz añorante, sufrió un vuelco moral.

Empezó a sentir en sí, una reconvención muda y mortificante, como un diente que hubiese clavado en su carne.

No era un juicio mental, no era el efecto de la crítica de sus propios actos, lo que empañaba la harmonía de su edad. Del centro de su vida emergían distintos motivos, como emergen de la caja sonora del piano, las visiones más opuestas.

Se había cubierto la cara con las manos cual si de ese modo soportase mejor el desquite de los sentimientos adormecidos, cuyo alcance rara vez apercibe la conciencia.

Largo tiempo estuvo así, abandonada a su aflicción, cuyos elementos le eran familiares; pero que no había analizado jamás.

El arrepentimiento, jugaba el rol más verídico.

Esa disconformidad íntima, que atenacea el alma sin piedad y contra la cual nos encontramos siempre solos, frente a frente, pesaba en ella como un martirio.

Una luz muy débil, rosada, llegaba de la calle, pasando a través de las persianas, postigos y cortinados.

Concepción levantó la cabeza y miró en torno. Sus ojos pasaron al azar, por distintos objetos. De pronto, su mirada se detuvo ante el Cristo de marfil. Siempre, sobre terciopelo negro, lo habían fijado en la pared, cerca de una copia de la Virgen y el Niño, de Rubens.

Movida por un estado recalcitrante acercóse indecisa, yendo hacia la imagen del Señor, con la verdad en sus labios temblorosos.

Cayó de rodillas en el tapiz y se mantuvo avergonzada con la cabeza gacha, durante un buen tiempo. Luego, poco a poco, se animó. Con las manos entrelazadas miró a Jesús y reposada ya casi tranquila, comenzó a orar.


"No me mueve, mi Dios, para quererte
El cielo que me tienes prometido,
Ni me mueve el infierno tan temido
Para dejar por eso de ofenderte".


El célebre soneto castellano, salía de su boca con una cadencia arrobante. Al iniciar el segundo cuarteto un fuerte golpe de ternura llenó de lágrimas sus ajos.

"Tú me mueves, Señor: muéveme el verte".

Su voz, empañada y convulsa, sonaba dolorosa. Sentíase culpable, condolida por su ingratitud, inferior a sus semejantes, llena de vicios, turbada de continuo por representaciones obscenas. Y a medida que recitaba los versos, su estado sensorial se hacía más complejo, más cruzado por vías opuestas.

Concluyó los tercetos, gesticulando en una declamación vehemente y quedó como estancada con las pupilas fijas en Jesús, cual si un choque interno de su pasión la hubiese roto algo. Pero volvió en seguida. El acto de contricción no había podido calmar su necesidad de descargo moral.

Enardecida, levantó los dos brazos y dijo tartamudeando

—¡Ah!... Señor... yo te quiero. Señor... yo que soy...

Y fustigándose en su cuerpo, tirábase de los cabellos, pegábase, mordíase los brazos, los senos, hasta sangrar.

Y tenía el aspecto único que deben haber mostrado los santos, bajo la influencia de la unción divina.

X

Doñarramona hacía un año que había llegado de España, y era ya, el verdadero núcleo de la familia. Su jerarquía estaba dentro de un orden moral absolutamente.

No sabía nada. Su ignorancia de las cosas más elementales la colocaba a veces en serios aprietos. Era imposible para ella, abreviar la suma por medio de la multiplicación, y leía, pausando en las sílabas, dando a las palabras un corte metódico, exacto de continuo, como un metro decimal.

Desde pequeña fué severa, dura, rígida. No jugaba con las otras chicas de la vecindad y cuando pasaba por las calles, decorosa como siempre, las mujeres, admiradas, exclamaban al verla:

—"Esta rapazuela no es para este mundo".

Y así fué criándose, considerada por su decencia y por su respeto, sobre todo, por su respeto.

Tenía, veinte años y aún no había mirado, a un hombre cara a cara.

Pero no era tímida. Todo lo que no hacía era porque no debía hacerlo. Poseía almacenados en la mente una cantidad de principios y de máximas que soltaba, ante los hechos, aún cuando hubiese de resultar brutal y descomedida.

Todo lo establecida tenía a sus ojos un carácter inconmovible; pero esa obediencia ciega a lo viejo, se trocaba en una rebelión agresiva hacia todas las innovaciones. Ni siquiera admitía el cambio inocente que sufren los muebles y que forma el encanto de las muchachas casaderas y el orgullo de las señoras formales.

Su poder moral empezó a reflejarse en los seres, desde que se inició en sus trabajos como ama de llaves. Veintidós años tenía; pero la seguridad de sus procederes y la tiesura de su espíritu la impusieron sin reservas en un ambiente conventual, donde ella pudo demostrar todo lo que sabía. Asombró a los jóvenes, asombró a les viejos. Su presencia llegó a ser, como la presencia de la crítica: despertaban inquietud sus miradas, donde fulgían pensamientos furibundos e inexorables. En las reuniones se cuidaban de ella: en aquella mujer joven y robusta, los diez mandamientos de la ley, eran como diez centinelas apostados sobre todos los declives del alma.

No obstante, sólo duró dos años en la casa. Tuvo que retirarse por defender su dignidad de virgen. En aquella familia tan seria, había un mozalbete desfachatado y sin preámbulos que la perseguía sin cesar porque era una mujer gorda.

Doñarramona—que ya era Doñarramona—opúsose con toda su vestidura de vestal; reprimieron los padres al hijo; un diácono viejo amenazó al irreverente con castigos atroces: pero el sarcasmo se reproducía siempre: los senos de Doñarramona eran mucho más poderosos que toda una teología.

Y entonces, a instancias de la tía de los Fernández y Fernández, cruzó el Atlántico.

En Montevideo, su personalidad había encontrado resistencias débiles. Mostró la hilacha y en muy poco tiempo su estado eminente de conciencia moral quebró las voluntades opuestas. Sólo que las chispas más insignificantes suelen ser las más peligrosas porque encienden a mansalva.

Desde aquel ataque raro de la bola, la situación geográfica de la casa sufrió una modificación. Con el objeto de impedir que Doñarramona permaneciese aislada—según había dicho Amparo—el cuarto del ama se puso inmediato al dormitorio de Alfonso, y la llave, con los cerrojos echados separó las dos habitaciones.

Y esa llave que se corrió cuando todo estuvo dispuesto, produjo en el ánimo de Doñarramona, una desazón áspera, semejante a la picadura de un insecto.

Por su parte, Alfonso, tuvo sus recelos, y le costaba trabajo hallar el sueno. Sin quererlo, aguzaba el oído y sentía la respiración del ama, el ruido del colchón oprimido por su cuerpo. Se dormía siempre tarde.

De día, cuando se encontraban, ya de paso por los cuartos, bien durante las horas de la comida, no se mostraban con la tranquilidad de los primeros tiempos.

Rara vez se dirigían la palabra, y cuando lo hacían los dos miraban hacia el suelo.

Pera una noche, mientras cenaban, involuntariamente, Alfonso tocó con una de sus rodillas, una rodilla de Doñarramona. Al principio no experimentaron nada, mas cuando comprendieron que eran ellos los que se habían rozado, sintieron como un repiqueteo en la sangre que les produjo un malestar agradabilísimo.

Alfonso fué el que manifestó mayor nerviosidad. Con el afán de disimular, pretendió seguir comiendo y al llevar el tenedor vacío a la boca se pinchó en los labios.

—¡Qué rico que está este cordero!—dijo sin mirar a nadie.

Concepción, preocupada por la vuelta de Magdalena, porque habría de traerle su libro, no vió nada; pero Amparo y Dolores, vieron el aturdimiento de Alfonso.

—Pero Alfonso...—dijo la última—¿en qué piensas?

Y éste, doblemente confuso, enrojeció de vergüenza. Pretendió que le molestaba mucho un residuo de comida prendido entre los dientes. Luego, un poco más repuesto, agregó:

—Son cosas del comercio, son cosas del comercio.

Y se alisó la barba, mientras Doñarramona, con su severidad habitual, cortaba menudos trozos de pan con el cuchillo de la manteca.

Las cosas no pasaron de ahí y nadie supo lo que había ocurrido bajo la mesa.

Apenas acabaron de cenar, llegó una visita. Se trataba de la señora de Lautier, vieja ya, de cincuenta y ocho años, pero, que presentaba ese aspecto de la mujer que ha sido concienzudamente hermosa, que se defiende de la edad, cargándose con afeites y que hasta huele bien.

De arriba abajo crujía la seda de su vestido erecto. Venía can una sobrina suya, de veinte años, muy pálida y almibarada como una muñeca. Saludó a gritos, con un énfasis de distinción.

—¡Ay!... Amparito... qué bien estás, Amparito... Y tú, Concepción... y tú, Dolores... siempre simpática.. y tú Alfonso... ¡qué buen mozo!.

Doñarramona experimentó como un retortijón en las tripas. Con un duro movimiento de cabeza, saludó a la señora, quien le decía:

—¡Ah!... ya sé quién es usted... ya sé que es un modelo de virtud. En una de nuestras próximas asambleas trataré de que se la tome a usted en cuenta.

La llevaron a la sala, donde ella siguió hablando.

—No vayan a creer que esto es una visita; no, no; una visita a estas horas sería una cosa muy impropia. Sólo por la religión, hijas, por la religión.¡Ah!... vivo atareadísima; no paro una hora,

Alfonso dijo:

—Es verdad que es usted una luchadora.

—¡Ah!... pero es por la religión:, hijos, sólo por la religión. Este hereje de Batlle nos da mucho trabajo....

Todos se miraron alarmados.

Ella prosiguió:

Queremos sustituir las cruces de desagravio par otras que además de llevar las iniciales de Monseñor X son de oro especial, mucho más elegantes.

De su cartera sacó una cruz, que mostró:

—Vean ustedes; mucho más elegantes, ¡qué tiene que ver! En tres días he vendido cincuenta y siete. Toda nuestra sociedad la llevará.

La cruz pasó de mano en mano.

—Es muy bonita, dijo Amparo.

—Y cuesta una bicoca—repuso la señora de Lautier—una bicoca, quince pesos, nada más que quince pesos, y su venta está bajo el contralor de nuestra iglesia. Será muy difícil hacer creer que se tienen de estas cruces si en realidad no se han comprado.

Alfonso, que quería demostrar que en materia de religión no admitía réplicas ni vacilaciones, dijo resueltamente:

—Traiga usted tres.

—Muy bien; ya la sabía yo. ¡Ah! pero es un trabajo aterrador.

En este momento, entró Magdalena. Concepción la vio pasar por el zaguán y no pudo resistir.

—Un momentito—dijo —y pasó por les dormitorios esquivando a Doñarramona.

Encontró a Magdalena en su cuarto, oscuro aún.

Con la voz muy baja preguntó:

—¿Y... le dieron lo que pedía?

—Sí, señorita. ¡Pero qué miedo! —dijo, misteriosamente y de un modo que costaba trabajo oiría.

—¡Ah!... ¿por qué?

—Por lo que me dijo el librero.

¿Y qué le dijo?

—Me dijo: dígale a la señorita...

—¡Eh!...—exclamó Concepción interrumpiéndola.

—Sí, señor; a la señorita, así mismo..

—¡Dios mío!... ¿Y cómo supo?

—Yo no sé. Entonces a mí me dió algo que pensar, ¿sabe? y le contesté enojada: "eso que me tiene que dar usted no es para ninguna señorita".

—¡Ay!... ¡qué bien hizo usted, Magdalena!...

Ya lo creo. Pero él me contestó:

¡Bah, bah!... todas dicen lo mismo; pero ya conocemos esas historias. Hágame usted caso. Dígale a la señorita que esa no es de las mejores obras. Por el mismo autor, tenemos: "El cornudo"; "La joven de los tres corsés"; "El hombre de los tres calzones"; ¡imagínese usted de los tres calzones...

—¡Ave María! ¿Le quería dar esas cosas?

—Sí, señorita. Me cobraron sólo treinta centésimos. Tome usted.

Y le daba el dinero de vuelta.

—¡Ah! no; guárdelo para usted, quédese con él... pero que nadie sepa nada, ¿oyó? que nadie sepa nada.

—¡Oh!... muchas gracias y pierda usted cuidado.

Concepción rompió el papel que envolvía el libro, hizo jugar algunas hojas con los dedos, y por último lo guardó, metiéndolo por la abertura del batón.

Cuando entró en la sala, la señora de Lautier se retiraba. Besó y abrazó una por una. Cuando le llegó el turno a Dolores, dejó con mucho disimulo, en la mano de ésta, un papelito cuidadosamente doblado.

Eran más de las diez de la noche. Dolores esperaba a que todos estuviesen acostados para poder leer lo que decía el escrito. Cuando se creyó segura, entró en el comedor y haciendo sonar una copa de cristal con una cucharita leyó:

"Querida mía: Hace ya una semana que no nos vemos. El lunes te mandaré buscar con la señora de Lautier para que asistas a la fiesta que se dará en Villa Dolores, de noche.—Te besa, tu Andrés".

Dolores besó el papel, bebió un vaso de agua y se fué a su cuarto.

Al entrar, Concepción apagó de prisa un velador de aceite y se acurrucó bajo las colchas.

Amparo, roncaba en el otro lecho.

XI

Todo es difícil de ocultar en un ambiente de disimulo. Concepción fué la primera en advertir la corriente de simpatía establecida entre Alfonso Doñarramona.

Una tarde, estando las hermanas juntas, ésta dijo::

—¿Saben ustedes una cosa?

—¿Qué?—preguntaron a coro.

—Me parece que Alfonso, está enamorándose de Doñarramona.

—Hace ya tiempo que lo había notado,—contestó Dolores, sonriendo.

Pero Amparo, abrió con fuerza los ojos y dijo, como si se hallara ante la presencia de algo horrible

—¡Supongo que no pensará casarse!...

Hizo una pausa breve, a la espera de lo que dijesen; sus hermanas; mas como ellas permaneciesen calladas, está continuó:

—Era lo último que faltaba, ¿Dónde se ha visto esto, dónde? ¿Es decir que yo soy un cero a la izquierda? Yo... la hermana mayor!...

Pero las otras dos no contestaban.

—¿Y cuándo lo supieron ustedes? ¿Cómo lo supieron? exigía con la expresión de su rostro que se había tornado severa y seca, llena de ángulos agudos.

Dolores un poco intimidada repuso:

—Sí... yo no sé... pero a mí me parece...

—Sí, no...—agregó Concepción que, influenciada momentáneamente por Amparo, tuvo la idea de que se cometía un delito de familia—yo, las otras noches, al agacharme, para recoger una cucharita que se había caído, noté que Alfonso y Doñarramona se tocaban con las rodillas.

Y era verdad. Desde aquel memorable principio de relación rotular, el hombre y el ama de la casa se tocaban dos veces en cada comida.

Amparo, de sorpresa en sorpresa, vociferó:

—¡Con las rodillas juntas, nada menos que con las rodillas! ¡Vaya una indecencia! ¡Pera cómo Doñarramona es capaz de hacer eso, el ama, nuestra ama tan virtuosa!... Y con los dedos entrelazados alzaba los brazos, cual si los elevara hacia el cielo. —Pero, ¡pensará casarse!... ¡pensará casarse!.... ¡Oh!.... es un pecado.... en nuestra propia casa... ¡Qué inmoralidad!....

Entonces Dolores, salió en defensa de su her mano.;

—Yo no sé si pensará casarse o no. Lo que sé decir es que ustedes son unas ridículas.

Amparo acentuó su enojo:

—Nosotras unas ridículas, ¿eh?... yo... ¡una ridícula!... ¿yo?, ¿yo?...

—Sí, sí; unas ridículas. ¿Qué creen ustedes que es un hombre? Es vergonzoso que tenga ya veintiocho años y no sepa lo que es el beso de una mujer.:

Concepción, muy seria, dijo:

—¡Ave María, Dolores!... ¡qué cosas estás diciendo!

—Digo lo que debo decir.

Amparo, iracunda, tuvo un gesto de amenaza:

—Te prohibo que hables así, ¿has oído? Te prohibo que hables así.

—¿Por qué he de callar? ¿Crees que habrás de manejarme a mí como manejas a Alfonso? Yo no soy un muñeco. No sé por qué te empeñas tanto a fin de que no tenga novia.

—¿Cuándo le impedí, cuándo?...

—Van dos veces ya. Cuando empezó a gustar de Adela....

¿Qué Adela?...

—Adela, sí, Adela; hazte la tonta ahora. Adela, la de Peluffo.

—Esas no son cuentas de usted, ¿sabe usted? esas no son cuentas de usted.

Y se irguió echando los ojos por las órbitas.

Pero Dolores agregó, sonriendo diabólica:

—Yo sé por qué te pica,

Entonces Amparo se levantó y acercándose a su hermana exclamó, ahogada por el enojo:

—Cállese la boca.

—No se me antoja.

Amparo no pudo reprimirse. Alzó el brazo y descargó sobre Dolores un bofetón que le cubrió todo un perfil.

El golpe fué tan rápido e inesperado que Dolores quedó desorientada. Al principio le parecía imposible; pero en sus oídos vibraba aún el chasquido: era un sonido penetrante, largo, semejante al que producen las monedas de plata sobre el mármol.

—¡Me pegó!—dijo al fin —¡me pegó!... Y la voz, bronceada por la amargura frunció sus labios, con ese gesto infantil tan común en los niños mimados. ¡Me pegó!...

Concepción, alarmada, se había opuesto entre ambas: conocía a sus hermanas y quería impedir que la situación se agravase. Miraba ya a una, ya a otra, sin saber qué decirles.

Y Amparo, con su misma expresión de enojo, permanecía en guardia, firme y atenta, cual si esperase una ofensiva.

Pero el hecho previsto no se producía, Durante un tiempo bastante prolongado se mantuvieron así; luego Dolores, lenta y triste se acercó a una silla. Sentada ya sobre uno de los costados, apoyó en el respaldar sus brazos y entre ellos ocultó la cabeza.

Concepción tímidamente fué hacia ella y al pretender acariciarle la cara, notó que la tenía húmeda por las lágrimas.

Dolores lloraba, sin estertor, silenciosa, muda: cuando algo muy íntimo se desgarra, el dolor surge siempre como en un desierto nadie lo ve. Apenas si la afluencia de las lágrimas, tranquilas, que resbalan sin prisa, por los surcos naturales de la expresión, dan una idea de la herida que lo produce.

Concepción la besó en los cabellos y dijo a media voz:

—¡Pobre Dolores!...

Amparo aflojó sus músculos y con los músculos, su mirada. Se sentía satisfecha, segura de su proceder y la alegraba la actitud sorprendente de Dolores, en la que veía una sumisión hacia su persona,

Como, si rezara, dijo lo de siempre: tenía cuarenta años y, sin embargo, era soltera; podría haberse casado; pero no quiso en atención a que sus hermanos eran muy pequeños y no tenían padres; si gritaba y parecía mala, lo hacía por el bien de la familia....—iba a proseguir en el mismo tono de voz, tono que nunca había usado; pero oyó pasos en el cuarto vecino. Dejó el asiento y observó. Esperó un momento. Transcurrió una pausa, como un compás mudo de transición y el verdadero motivo del enojo de Amparo, volvió a la carga:

—Ustedes son muy jóvenes: no pueden entender. ¡Alfonso sería capaz de casarse!...

Y mascaba la palabra, volvía a mostrarse intransigente, feroz.

Entonces, Concepción, con el objeto de calmarla, dijo:

—No hay por qué creer que todos los hombres se casan.

Esto produjo; un doble efecto. Al admitir la verdad que acababa de enunciar su hermana, ella vió su propio caso: el único noviazgo de su vida, terminado de un modo, desastroso, con sus esperanzas burladas y un hijo en el vientre que fué necesario malograr; por otra parte, la idea de que Alfonso podía hacer de Doñarramona su querida, le producía como una satisfacción de desquite. ¿Por qué no podía su hermano ofrecerle el Paraíso? Y si luego la embarazaba, que se aguantase: tiempo tendría para desengañarse: a ella le había ocurrido lo mismo y eso que no era un ama de llaves.

Una sonrisa honda la tornó feliz: era el tipo común de la solterona, siempre agresiva, que enflaquece a fuerza de cavilaciones y llena las horas de su soledad inventando desdichas ajenas, obsesionada por los chascos y las burlas y que mira con una escrupulosidad que ofende, el vientre de las mujeres que pasan por su lado.

Y a medida que avanzaba el tiempo se sentía mejor. Se movió con presteza, alegremente. Cerca ya de Dolores, pareció acordarse de lo que había hecho unos minutos antes. Y como le molestara que no se sintiese alegre, la llamó, haciéndole una caricia un poco áspera:

—¡Eh!... Dolores; no es para tanto. Alza la cabeza.

—Déjame—contestó la menor, sin hacer un movimiento.

Pero Amparo insistió, pretendiendo imponerse.

—Déjate de niñerías, mujer, y levántate.

Dolores, mordida de pronto, se volvió crispada. Alzó los brazas y exclamó ahogada por el coraje:

—Déjame ¡eh!... déjame...

Amparo, temerosa, retrocedió, diciendo:

—No sé a qué vienen esos melindres.

Quedaron un momento aún, las tres, separadas por poca distancia. Luego el grupo se dispersó, silenciosamente.

XII

Nadie dijo a Alfonso lo que había ocurrido en la familia a causa de él.

Pensaba en el ama desde que abría los ojos, con esa persistencia dominante que excluye o digiere los asuntos más incompatibles y lejanos, quizá obedeciendo a la necesidad de formar la harmonía subconsciente de que ha menester el individuo para realizar un acto.

A veces, despachando vino en su casa importadora, le ocurrió pensar en los gustos de Doñarramona.

Ella aborrecía el Champagne porque—según decía—era pervertidor. En el almuerzo y la cena, tomaba siempre el vino tinto después de engullir un bocado de pan. Durante una tarde, como él le preguntara qué clase de uva prefería, ella le contestó, en un tono de reproche: "Nunca he pensado en eso: hay cosas más serias".

Esto hizo mucho mal en su ánimo. En un momento creyó que Doñarramona acababa de descubrirle su pasión y se la recriminaba. Quedó turbado, abatido como un niño a quien se coge en una mentira grave. Pero reaccionó. Cuando llegó la hora reglamentaria, frente a frente, bajo la mesa del comedor, sus rodillas se tocaron, como siempre, dos veces. La primera durante la sopa, la segunda a les postres. Y esto ocurría invariablemente desde largo tiempo.

Sin quererlo, el ama de llaves, despertaba en el espíritu de Alfonso una verdadera revolución. Al revés de sus hermanas, él dejó de rezar. Apenas si decía un Padre Nuestro, de muy mala gana, contrariado porque le quitaba un momento de su tranquilidad. En cuanto a los negocios, dejó algunos de ellos al cuidado ajeno, se hizo menos comunicativo y logró un poco de audacia.

Estaba convencido de que todos ignoraban su cosa. Incluía en éstos a la misma Doñarramona, pensando que el juego de las rodillas bien podía tomarse como un hecho casual.

Una noche, dispuesto ya para dormir, oyó que Doñarrannona andaba por el cuarto, calzada aún.

Esto le preocupó, ya que el ama era la primera en acostarse.

Miró hacia la puerta que separaba los dos cuartos: pasando por la cerradura, un potente rayo luminoso cruzaba por la sombra de su habitación.

¿Qué estaría haciendo ella? ¡Si pudiera verla!...

Dió varias vueltas en la cama, picado por una curiosidad intransigente. En seguida se sentó y miró sin pestañear la luz que llegaba por la puerta.

Esperó con impaciencia, como si en realidad aguardase algo.

Una idea fulgía en su mente, una idea que le hizo sudar y le dió frío. Hubo un breve debate en su cabeza de tranquilidad y orden.

Con gran cautela, cual si se descolgase de la cama, se puso en pie. Y dió primero un paso, y luego, otro, y otro, y así llegó hasta la puerta, respirando con la boca.

Una emoción profunda lo mantuvo suspenso aún. Se desconocía.

De sorpresa en sorpresa, concluyó por dudar de la realidad: tenía la presunción de que estaba haciendo una cosa que no hubiera hecho nunca.

Pero se decidió. Comenzó a agacharse con gran trabajo, porqué temblaba. Cuando estuvo en cuclillas, miró con fuerza por la cerradura. Y el ama estaba ahí, a dos pasos de distancia, sentada sobre la cama y vestida todavía.

La presencia de Doñarramona le duplicó las energías. Cambió de ojo, para ver mejor, luego pretendió hacerlo con los dos; pero al fin volvió a su posición primitiva.

Apuesto así, su cuerpo perdió el equilibrio e involuntariamente tocó el picaporte, lo que produjo un ruido estrepitoso. Espantada, echó la cabeza hacia atrás y quedó inmóvil, esperando, en acecho, angustiado por su mala suerte. La idea de que pudiesen sorprenderlo le helaba la sangre. ¡Bonita manera de presentarse! ¿Qué diría Doñarramona? ¿qué pensaría Amparo?, ¿con qué pretexto podría salvarse?

No obstante, sus temores fueron amenguando. Los pasos del ama volvieron a sonar en su cuarto; pero el resto de la casa proseguía en el sueño. Corrió a mirar por la cerradura, esta vez con más firmeza, sin sospechar que, desde el cuarto, de sus hermanas, también le observaban por la cerradura.

Concepción había oído el ruido que produjo el picaporte. Momentos antes, mientras Amparo y Dolores, dormían, terminaba la lectura de "La mujer de las tres enaguas", valiéndose de la luz de una mariposa.

Como Alfonso, oyó que el ama caminaba por su dormitorio y aunque no era común que anduviese levantada a esas horas, no pensó más en ello.

Seguía con interés casi personal los distintos episodios de la novela, cuando el ¡trae!... del pestillo le dió una fuerte sacudida.

No necesitó más. De inmediato creyó descubrir la presencia de unos amores noctívagos. Se figuró a su hermano, entrando en el cuarto del ama, y a ésta tendiéndole los brazos desde el lecho, aguardándolo ansiosa, sofocada por el deseo.

Cerró el libro y lo metió en una media: le agradaba más lo que podía ver, que lo que podía leer. Dolores dormía a su lado; Amparo roncaba además.

Confiada dejó la cama y se acercó a la puerta. Allí, sus presunciones sufrieron un vuelco.

Miró y miró, pero no veía. Y lo mismo que Alfonso, cambió de ojo, luego intentó usar de los dos y terminó acechando con el primero.

No quería convencerse, y pensó lo que le convenía. "Después de pasar, debe haber cerrado la puerta"—se dijo.

Siguió en la cerradura, empecinada, sin pestañear. De pronto advirtió el rayo de luz procedente de la habitación de Doñarramona. Pero fué sólo un instante muy breve: aquel rayo luminoso se extinguió de golpe, como si hubiera sido cortado por un plano vertical.

Entonces con un poco menos de sensualismo, hubiera sospechado la verdad; pero no quería que fuese así.

Contrariada, siguió observando.

De nuevo, aquel cuerpo de luz que, cruzando por la cerradura se prolongaba en el cuarto de Alfonso, como la mirada rutilante de un reflector, apareció y desapareció del mismo modo. Esto se produjo varias veces. Y algunas imágenes confusas, incompletas, recogidas en la sombra, a fuerza de repetirse, se hicieron precisas, comprensibles.

Vió a su hermano, con su camisón de dormir, de rodillas ante la puerta, totalmente abstraído por el agujero.

Sintió ganas de reir. Tapóse la boca y aguantó.

Pero la impresión de lo ridículo duró poco. Por relación, por afinidad a través de Alfonso, fué llegando a ese estado que momentos antes le había provocado la hilaridad. Lo que podía hacer Doñarramona no tenía importancia para ella.

Su atención estaba en Alfonso, el cual de grado en grado, perdía su significación de hermano.

No era que lo desease, precisamente, pero veía en él a un hombre joven, vigoroso, frente a la mujer apetecida, sin obstáculos, próximos al goce.

Esperaba por momentos que Alfonso abriese la puerta: se lo figuraba abrazándola; oía los besos los quejidos del espasmo, toda la dentellada de la pasión, el choque efusivo, trascendental de la entrega.

Se puso febriciente, inquieta, aturdida por una multitud de escenas descriptas en los libros o pensadas por ella.

En cambio su hermano, no pensaba en nada. Veía... y un fuego interno le secaba la boca.

Después del trance del pestillo, volvió a afrontar la cerradura, cauto y tímido.

En ese momento, Doñarramona le daba la espalda y tenía puesta la mano, sobre la llave de la luz. Pero no hizo girar el resorte. Sin duda vacilaba en la acción, porque, luego, dirigiéndose hacia la cama, tomó unas piezas de ropa blanca, las dobló en partes iguales y cuando tuvo el montoncito en orden, guardólo en un armario. En seguida comenzó a rezar y Alfonso, por la primera vez en; su vida, tuvo un pensamiento malo:

—¡Mal rayo te parta!.... dijo. Y se refería, no a ella, sino a lo que tenía que decir.

Esperó poco. Se trataba de una oración breve. Hizo la señal de la cruz y empezó a desnudarse.

Fué primero la pollera, en seguida la bata. Sus brazos desnudos, fuertes, rosáceos, despedían como un aliento cálido.

Se había sentado en el lecho. Sin prisa fué sacando de su peinado, horquilla tras horquilla, hasta que el moño alto ceñido se desplomó.

Alfonso experimentaba una presión desesperante.

Su atención aumentaba sin esfuerzo alguno, como una piedra arrojada por una pendiente. No perdía el menor detalle: su ojo derecho la tomaba de lleno.

Cuando Doñarramona levantó los brazos, el vello negro de la axila ensortijado, reluciente, le golpeó en el cerebro.

El ama se trenzó el cabello, ojeando al mismo tiempo la habitación.

En una de esas Alfonso creyó que lo miraba y se retiró un poco, empujado por la vergüenza!

Doñarramona desidiosamente, giraba la cabeza de un punto a otro de su cuarto. Miraba un ropero, luego un cuadro, en seguida una silla, pero, cuando la línea de su mirada pasaba por la cerradura, un movimiento involuntario la hacía perder su disimulo, entornaba los párpados con ese aspecto propio de la atención.

Concluídas las trenzas se quitó el corpiño. Y al levantarse para ponerlo en una silla, junto a la bata y a la pollera, sus senos opulentos trepidaban, oprimidos por la camisa, en la cual se notaba, punzante, la turgencia de los pezones.

Alfonso hacía esfuerzos por ver más. Le incomodaba un fuerte dolor en la nuca y comentaba a sentir algo semejante a un mareo. A momentos, en vez del ama, veía una mancha blanca y tembleque.

Concepción por reflejo, experimentaba las ondulaciones de su hermano; pero a través de su sexo. Aquello le resultaba más interesante que todo un libro.

Seguía acechando en un deleite soporífero, donde sus nervios se desmayaban y enardecían.

En esto su hermana Dolores, al darse vuelta en la cama, hizo chillar los elásticos.

Concepción, creyéndose descubierta se aturdió, pero incontinenti tuvo una idea. Fué un movimiento rápido y decisivo.

Vió el servicio debajo del lecho y agazapándose, corrió hacia él. Pero la porcelana sonó escandalosamente.

Se produjo entonces, una retirada general, una verdadera fuga. Casi al mismo tiempo se oían, el ruido seco de una llave de luz eléctrica, pasos apresurados de personas descalzas, el quejido de los jergones oprimidos de golpe como si los cuerpos cayeran, sobre ellos.

Después nada. Todos, temerosos de Dios, recogidos bajo las colchas, recordaban. Y el cuco gigantesco del comedor, empezó a dar las doce de la noche.

XIII

Al día siguiente, todo transcurrió corno si no hubiese pasado nada. Sin embargo, durante las horas de la comida, solamente hablaron Amparo y Dolores. Los otros comían, con la vista fija en el plato, asintiendo con la cabeza de tiempo en tiempo.

Amparo, aunque torpe, como todo espíritu obcecado, comprendió que algo había.

Desde que le revelaron el colosal asunto de las rodillas, se había convertido para los dos enamorados, en esa madre, muy celosa, muy severa, que se sienta junto a la hija y observa al novio con sequedad, sin dar confianza. No era el mismo su motivo, pero sí, su actitud.

En realidad sólo le importaba una cosa, un temor, que le producía la quemazón desesperante de una llaga.

En un rato de charla, sostenido con Dolores, había manifestado con claridad su pensamiento.

Es tan bobo—exclamaba—tan bueno, que sería capaz de casarse.

Esto era lo que le quitaba su tranquilidad, la ponía fuera de sí, exaltándola al extremo de parecerse a esos gatos acorralados que aguardan el golpe, turbando con los ojos fosforecentes mientras maullan.

"Este es un mal que avanza"—se decía—y cavilando, cavilando, le pareció hallar el medro de librar a su hermano de una suerte innoble.

Cuando lo creyó oportuno, le dijo a Alfonso:

—Mañana quiero ir a Los Redentoristas contigo.¿Me llevas?

—¿A Los Redentoristas?

—Sí. He prometido ir una vez por semana.

Quería sacarlo fuera de casa, para poder hablarle con libertad, en un sitio donde no pudieran intervenir sus hermanas.

Salieron de tarde en un cupé.

Amparo comenzó a pulsarlo.

—Mira; tienes una hilacha en el cabello.

Alfonso acercó la cabeza y ella con gran cuidado le separó la hilacha, terminando con una caricia.

Después de algunas intentonas por parte de Amparo, conversaron sobre la familia.—Hace tiempo que tú me tienes olvidada, Alfonso.—Este, sorprendido, la miró sin pronunciar palabra.—Cierto, prosiguió, me tienes olvidada.

Ella al hablar, miraba distraídamente, hacia, afuera por la portezuela, mientras que Alfonso, la observaba con el rabillo del ojo, no sabiendo en confianza si se trataba de su cosa oculta o de otra cualquiera.

Pero su hermana continuó en un tren de amargura y desilusión, memorando los hechos principales de su vida en defensa de sus hermanos; su lucha contra la tía intransigente y dura, capaz de afligir a las piedras; las enfermedades que en un tiempo aparecieron en la casia, repetidas veces y que nunca la atacaron a ella, a Dios gracias, porque era la única que podía velar por la existencia de los otros.

Luego apareció lo del casamiento, y entonces dejando de mirar por la portezuela, accionando con vigor, señalando con el índice el techo negro del coche, dijo vehemente:

—¡Porque yo podía haberme casado!... Con decir que sí... nada más que sí, me hubiese casado.¡Pero Dios mío!... ¡Cómo casarme si quedaban ustedes tan solos! ¡En qué condiciones vivirían mis hermanos queridos, bajo la tutela horrible de la tía!... ¡No, nunca hubiera podido hacer eso!... Me puse la mano en la conciencia e hice lo que Dios me mandó: renunciar a la felicidad; dejar que toda mi vida se consumiese en el hogar, para ustedes, para que fuesen buenos, dichosos, para que no sufrieran, para que no tuvieran que llorar algún día, como yo, ahora.

Y sacando de la cartera un pañuelito se cubrió con él los ojos.

Alfonso, sin saber de qué, se sintió como arrepentido. Quería atajarle el llanto y pronunciaba con desabrimiento:

—¡No... no... no!...—Con su mano regordeta y peluda le acariciaba el rostro, tratando de arrancarla de su actitud. Pero ella proseguía, en un lloro monótono, sin exaltaciones, interrumpiéndose, tan sólo para exclamar con la voz ronca y velada:

—Sufro, sufro mucho... pero hubiera sido una infamia el abandonarlos.

Callaron. Ella, echada hacia adelante, continuaba con el pañuelo en los ojos; Alfonso, no sabiendo bien si entristecido o contrariado, se afanaba torpemente, en hallar un argumento, una cosa de peso, contundente, que hiciese cambiar el estado de su hermana. Preocupado así, concluyó por no pensar en ello, de modo que, cuando Amparo volvió a hablar, Alfonso estaba recordando cuestiones muy distintas.

—.Pero la ingratitud me mata, eso sí; la ingratitud de mis hermanos... Vivo cerno una extraña

: ni atenciones, ni cariños...

—Pero eso no es cierto, Amparito; en casa te quieren todos, yo el primero.

—¡Ah! no... no digas ese embuste... Mentira, mentira... Tú eres el que me demuestra mayor frialdad, tú mismo.

—Te digo que yo te quiero como siempre: para mí eres la que fuiste: la madre de nosotros. Hablas sin razón.

—¡Te parece... te parece!... Acaso, porque no digo nada, ¿crees que se me escapan las cosas?...¡Qué equivocados están! Nadie me consulta para nada: yo estoy de más en mi casa.

Ante la extraña ocurrencia de Amparo, Alfonso se entonteció. Con los ojos muy abiertos, límpidos y sencillos como los de un buey, miraba a su hermana sin decir palabra. Había desplegado los labios e inmóvil, parecía uno de esos idiotas que se pasan la vida en un mismo sitio, viendo la misma cosa.

Amparo continuó gravemente:

—Nunca lo hubiese creído de tí, nunca. Yo he sido tu verdadera madre; porqué he velado por tu porvenir, cuidándote, educándote, haciéndote un hombre de bien. Tú me pagas hoy, con el disimulo, mintiendo sin ningún recato, alejándote de mí como si yo fuese tu enemiga. A mi edad, es un fuerte desengaño... Quizá no me importase de otro; pero de tí... Es un golpe fuerte, demasiado fuerte...

Alfonso dudaba aún. Le costaba admitir la realidad y sufría una rara combinación de rubor y tristeza. Quiso decir algo; pero las palabras no salían. El cariño hacia su hermana, le producía, en estos momentos una intensa amargura. Se creía en el caso del culpable, descubierto en pleno delito y, aun cuando comprendiese que, en el fondo, alguna parte de razón le asistía, se juzgó mal hermano.

—Nada se me ha escapado— seguía ella—tu desamor me ha entristecido. ¡Tú!... que me consultabas para todo, porque sabías que mis palabras habrían de formar tu bien!...

Hizo una pausa y luego dijo con brío:—

—¿Por qué?... ¿qué daño pude haberte hecho

Alfonso sumiso, se inclinó hacia su hermana.

—¡Perdóname... fué sin querer!...

Ella lo tomó de una mano.

—¿Tú comprendes, Alfonso? Era muy duro para mí pasar inadvertida, como en estos últimos tiempos. ¿Quién me dirigía la palabra? ¿quién me contaba algo? ¿quién se preocupaba de mí? Esto no es vivir. Parece que todos tienen que ocultarme algo: callan cuando aparezco.

—Por eso no te preocupes, Amparo: a mí me ocurre lo mismo.

—¡Ah!... lo peor, es que yo pensaba en el cariño de ustedes, para mi vejez; pero... a seguir así, es preferible la muerte. No, no; yo nunca me resignaría....

—Pero no hables así—repuso Alfonso a quien la idea de que su hermana pudiera desaparecer voluntariamente, le dió frío—yo te lo ruego. Nunca te olvidé... Sólo... verás... porque, te quiero lo mismo... pero...—Y no salía del paso. Ansiaba explicarle a su hermana, cómo el respeto que sentía hacia ella, le había obligado a callar, pero no podía decir lo que callaba.

El cochero dirigía el carruaje por la Avenida Paraguay, casi desierta a esas horas, sin los camiones y las carretas que pasan por ella durante las horas de trabajo. Eran las seis de la tarde. Amparo asomó la cabeza y dijo:

—Ya estamos por las barracas.

Alfonso no la oyó. Quería decirle aquello que tenía adentro. Con esto lograba dos cosas; ponerse en paz con su hermana a quien quería, y desprenderse de un secreto, demasiado pesado para él.

Amparo, recostada sobre uno de los rincones del cupé, esperaba la confesión.

Estaba segura de que su hermano lo diría todo; mas, como le viera aturdido, quiso ayudarlo.

—La sinceridad, ante todo, Alfonso, la sinceridad ante todo.

—Sí... sí...—decía él tomándose la barba de arriba abajo,—yo, es claro... tú sabes... Amparo sonrió cariñosa.

—Pobre hermanito querido. Sé lo que haces, aunque sean bagatelas: cuando una persona quiere a otra se preocupa de ella. Por eso es que no ignoro lo que te ocurre.

El la miró agradecido y preguntó a media voz:

—¿Tú sabes?

—Sí...

—¿De verdad?

—De verdad.

Sonrieron los dos. Un asomo de picardía les hizo mirar a cada uno por las distintas portezuelas

En ese momento pasaban junto a la estación del ferrocarril del Norte.

Un tren de Central corría hacia afuera. La locomotora echaba el humo con fuerza, en expulsiones regulares. Era al principio ese penacho vulgar que emerge de la chimenea, compacto y cilíndrico, luego se ensanchaba considerablemente yendo hacia atrás, pasando en la dirección del techado de los vagones para caer en el último, formando así una onda negra tendida sobre el convoy.

El movimiento de la ciudad recrudecía. La trepidación de las máquinas, con sus resoplidos y estridencias; el continuo campaneo de los tranvías, aglomerados por exceso de tráfico, impacientes, pidiendo paso; la marcha atrevida del automóvil, rozando con todo, escapando por los claros, sonando la trompeta o aturdiendo con voces raras, rugosas, semejantes a estornudos estupendos; et silbato agudo de les remolcadores cruzando la bahía, tranquila, azul, bajo un espléndido cielo de octubre.

Cuando el coche entró por la Avenida de la Agraciada, los dos hermanos volvieron a mirarse. Tornaron a sonreír, animado Alfonso por la buena acogida de Amparo, en la cual nunca había creído.

—¿Con que tú me juzgabas ajena a todo eso, no?...—Y soltó una carcajada joven y sonora.

—Es cierto,—contestó Alfonso, tomándose confianza.—¿Cómo lo supiste?

—¡Bah!... eso interesa, poco. Lo que yo no podía admitir era que pretendiesen ocultármelo.

Fué una picardía, una soberana picardía la tuya.

—¿Una picardía? —repuso él con lentitud, cual si extendiese la palabra por su mente—¿una picardía?

Y aun cuando su hermana sonreía, maliciosa y locuaz, agregó, poniéndose algo encarnado:

—No, no; te digo que no es picardía; hablo con formalidad.

Amparo, afirmada en la intención de no prestarle seriedad al asunto, rió todo lo que podía, diciendo:

—¿Y entonces...? ¿Qué es?...

El no contestó; pero se mantuvo serio, disgustado por el aire de frivolidad que daba su hermana, a la única pasión que había experimentado en su vida.

El silencio volvió a separarlos. Amparo, acallaba de apreciar con justeza el estado de su hermano y tornó a su rostro la expresión de desvelo y acritud que tenía comúnmente.

No, no era esa simple atracción sexual que llega a sentir cualquier hombre por cualquier mujer. Ahora lo comprendía bien: su hermano estaba enamorado hasta la médula. La misma sensación de peligro que la acometía recio, en sus horas de cavilosidad y aislamiento, la asaltó de nuevo. "De ahí al casamiento no hay ninguna distancia"—se decía, sintiendo como si una aspereza le limase la garganta.

Abarcó la extensión de su proyecto y nunca lo creyó más necesario. Jamás serían las circunstancias más propicias para intentar arrancar de Alfonso las ideas absurdas que adivinaba en él.

Pensó en un nuevo plan, porque comprendió que el primero había fracasado.

Resuelta, y como quien pide con severidad cuentas de un acto, preguntó a boca de jarro:

—Vamos a ver. ¿La quieres o no la quieres?

El contestó atribulado:

—La quiero.

—¿Mucho?

—Mucho.

Hubo una pausa breve y Amparo, entrando con un tono doctoral, algo suave, confidencial, prosiguió, haciendo lo que se había propuesto.

—Tú dices que la quieres y no me extraña. Es claro. Un hombre cuando ve a una mujer, la quiere. No lo puede remediar. El 15 de diciembre cumples veintinueve años, y... lo que tú quieres salta a la vista; yo sé bien que tú tienes toda la razón.

Alfonso se había incorporado y escuchaba sin perder palabra.

Estaba seguro de que no se le hubieran ocurrido a él los argumentos de su hermana. Le chocaba algo el pensamiento dominante; pero decía la verdad.

—Tú dices lo mismo que digo yo,—exclamó entusiasmado, al poder hablar con franqueza—y la quiero, y me hace padecer mucho.

—¿Por qué? ¿Ella no te corresponde?

—No sé.

—¡Cómo... no sabes!... ¿Qué te dice?....

—Nunca hemos hablado de eso.

Amparo soltó una risotada.

—Pero, ¿cómo...? ¿Y entonces?

—Te juro... por ésta...

Y besó una cruz, que formó rápidamente con los dedos pulgar e índice de la mano derecha.

—Vamos.... pero algo tienen que haberse dicho a veces, unas señas bastan. Anda, dímelo todo.

—Nada, nada; te juro.

—No es posible. Hace más de ocho meses que andan ustedes en esos tiquis miquis.

Alfonso titubeó; mas comenzó a soltarse muy tímidamente, pero con gran regocijo.

—Doñarramona es muy pilla, ¿sabes? pero muy pilla.

—¿Sí?

—Sí... muy pilla... ¡oh!...

Amparo, sin mirarlo, preguntó con socarronería:

—¿Por qué?...

—Porque... yo creo que ella también me quiere.

—¡Ja... ja...! ¿Y cómo lo sabes?

—No, no; ella no me dijo nada; no vayas a pensar...

—¿Pero... ¿por qué imaginas que te quiere?

—¡Oh!... a mí me parece.

—Pero... ¿por qué?

Cruzáronse sus miradas, abiertamente en una revisión rápida y Alfonso, movido por la necesidad de hablar que tiene todo espíritu simple, empezó a contar flor lo más gordo.

—¿Me prometes no decir a nadie nada?

Ella contestó con mucha naturalidad:

—¿Y tú crees que yo te he traído aquí para...?

—Comprendiendo que hablaba lo que no debía, se interrumpió de golpe, y luego prosiguió:—lo que me digas a mí, siempre se lo dirás a Amparo, ¿comprendes?

Hubo una pausa.

—Yo todas las noches la veo.

—¡Ah... gran bandido...! ¿Con que ustedes hablan de noche!...

—No... no; hablar... no hablamos. La veo, nada más...

—¿Cómo?... ¡Nada más!

—Sí, nada más. Verás. A ella le viene la hora de acostarse... Entonces yo la miro.

Amparo, no entendiendo bien, se impacientaba.

La relación se le antojaba confusa, falta de lógica,

—Vamos; explícate bien. Estás haciendo tal embrollo que ni tú mismo sacarás nada en limpio.

—No... si no es embrollo... es así, ¿sabes?... yo.

Ahora le costaba gran trabajo proseguir. Se retorcía los bigotes, esponjosos, brillantes, cuyos extremos abiertos como colas, le llegaban casi a los pómulos.

Tragó saliva y esperó. En, esto, una presencia inesperada de ánimo le ayudó a salir del paso y la aprovechó, como aprovechan las parturientes el retortijón de los músculos.

—Mira; nos vemos por la cerradura.

—¿Por dónde?

—Por la cerradura.

Ella lo miró, entre asombrada e incrédula.

Después, sin poder reprimirlo rió con todo su cuerpo.

Eran carcajadas continuas, cortas, que salpicaban en el coche. El la imitó, riendo de buena gana, saludablemente, satisfecho, imprimiendo a su abdomen un movimiento de sube y baja.

—¡Por la cerradura!—decían los dos, intercalando entre la palabra los hipos de la risa!—¡Por la cerradura

Fué como un ataque que duró unos segundos. Luego, más serenos, pero sin dejar de reir, Amparo le preguntó:

—¿Y ella sabe?

—Ya lo creo que sabe; desde la primer noche.

—¿Y cómo se te ocurrió eso?

Alfonso relató con fidelidad las entrevistas nocturnas, a través de la cerradura, entre vistas mudas, donde todo lo hacían los ojos. Confesó después lo de las rodillas, diciendo por último en voz baja, cual si se tratase de una prueba de amor:

—Una mañana había salido yo al patio, en camiseta. Doñarramona pasó junto a mí y mirándome el pecho, dijo:

—"Vaya... ¡Cuánto pelo tiene usted en el pecho, Alfonso!"...

El coche se detuvo.

—Ya llegamos—observó Alfonso, siempre riendo. La iglesia estaba en pleno Novenario. Sobre las dos aceras, los automóviles y carruajes, con sus cajas pulidas como espejos y libreas relucientes, formaban filas cerradas.

Los Fernández y Fernández tuvieron que hacer un buen trecho a pie, para llegar a la casa común.

Cerca de la entrada se había formado como una romería, discreta, de buen tono, enguantada, embastonada, con visos de gravedad y gran cultura. En aquella afluencia de gente chic, la primavera se abría en las ropas.

Formas diversas, diversos colores, luminosos, dando a los cuerpos fulgencias exóticas, produciendo sobre la carne enervantes reflejos, donde temblaba el vicio. La moda puja en el deseo como un acicate.

Las enlutadas formaban una parte de la concurrencia. Las había en todos los grados: luto riguroso, luto aliviado, medio luto y por último el luto del sport, el extravagante, donde juega un rol importantísimo la coloración del cabello: peinado negro opaco, negro brillante, rubio de oro azafrán, mucho pelo, poco pelo.

La iglesia de "Los Redentoristas" o del "Perpetuo Socorro" está sobre una colina, en un barrio tranquilo, en cuyas calles no es raro ver una vegetación enana que brota por los intersticios del empedrado.

El que entre a ella por primera vez, sufre una fuerte sorpresa. Después de haber observado su frente, sobrio, despejado, con sus dos flechas, las ventanas, el rosetón central y su puerta de arcos, no espera hallar en el recinto, ni el vigor arquitectónico que la singulariza, ni la vivacidad luminosa que pone sobre la carne de los santos y de los mártires, un poco de claridad y de energía.

La nave central, limitada hacia sus costados por dos filas de columnas sin estrías, de mármol obscuro y capiteles dorados, está cubierta por un techo rectangular, artesonado, dividido en peque ños cuadrados de ornamentación sencilla, que termina ante el altar, donde sufre un golpe simétrico que le separa de la bóveda esbelta, suave, que cae insensiblemente, pasando como una onda por detrás del retablo mayor.

Las naves laterales, más uniformes, con sus techos de arcos cruzados, reciben la luz del sol que entra matizándose a través de las pinturas que llenan las ventanas. Y un fulgor exótico anima los lienzos, llena los retablos, vela en los cuerpos de las estatuas, cubriendo de púrpura las heridas, macerando en las expresiones angustiosas, entonando la fibra soberbia de los verdugos.

En la nave izquierda está el púlpito, bajo el arquitrabe. Es ama joya, una copa de oro poliédrica, sostenida por un soporte central y cuatro columnas. Cada cara presenta un sobrerrelieve, donde el artista ha impreso las figuras descollantes de los santos varones.

Los confesonarios, repartidos simétricamente entre las dos naves, son de una estructura compleja y minuciosa. Están divididos en tres repartimientos: el central destinado al sacerdote, y dos laterales destinados a los penitentes. Una rara techumbre cubre estas casillas profusamente labradas, una techumbre erizada de flechas, torres y cúpulas, dando la impresión de una ciudad vista de lejos.

Entraron. Amparo buscó sitio. Quería un lugar cómodo y que le permitiese, sobre todo, permanecer junto a su hermano, en quien creía llegado el momento único, favorable a su plan defensivo de los intereses morales de la familia.

—Ahí, — dijo por lo bajo.

Se dirigieron hacia la nave izquierda, cerca de la sacristía, donde se abrieron paso por entre la gente que llenaba materialmente el recinto.

N habían llegado aún cuando la voz del predicador produjo un movimiento general que tardó largo tiempo en apagarse.

Era un sermón, fecundo en imágenes terribles, donde, exponía los suplicios sin fin, que torturan a nuestras almas en el Purgatorio. Luego hacía un llamado a los hijos de Dios, en una descripción patética de la caridad, dando a entender con mucha soltura que, los tormentos infligidos al hombre, muerto en pecado venial, dependían de nosotros, ni más ni menos. "Está en vuestras manos",—repetía en un énfasis emocionante—"está en vuestros corazones. Quered y basta. Contribuid con vuestro óbolo, sostened a la Iglesia, porque ella está siempre junto a Dios, y habréis logrado la salvación de las infelices criaturas que gimen en una noche eterna de fuego eterno"...

Amparo no pudo seguir el discurso del sacerdote. Para ella el sermón carecía de interés. Era aquello un asunto tan viejo, lo había oído tantas veces, que a poco, sin darse cuenta de ello, estaba totalmente embebecida en el negocio de su hermano y de Doñarramona. "Está enamorado—se decía—pero la cosa pinta bien".

Estaba casi contenta. Recordaba los momentos intranquilos de angustia frente a la visión de los dos enamorados. ¡Cuánta hora exasperante; cuánta aflicción rabiosa; cuántas protestas ciegas, coléricas, igual que golpes; qué desazón irremediable!.... Total... ¿por qué? ¡Tonta... más que tonta era!...

En realidad, aún no había conseguido el triunfo completo; pero lo presentía.

Miraba a su hermano con el rabillo del ojo, en la misma intención solapada del gato. Le tenía ahí a su antojo... Y al pensar cuan fácilmente había logrado la confesión, necesaria, para que lo demás tuviera éxito, sonrió de placer. Ahora le resultaban incomprensibles sus pasadas inquietudes. Comparó de inmediato su situación presente, con otra, distante, borrosa ya por la bruma de los años. Y el núcleo de ese recuerdo poderoso, evocado por una expresión enteramente física, le atrajo lo demás. En estos instantes lo veía todo con perfecta claridad.

Era un dolor de muelas, insufrible, que la martirizaba de continuo, sobre todo a las horas de la comida. Su padre había intentado varias veces ponerla era manos de un dentista; pero al llegar a la puerta siempre retrocedía espantada. Por fin, asediada por un sufrimiento tan tenaz, pudo sentarse en el sillón infernal del cirujano. ¿Cómo pasó aquéllo?... Nunca se lo había podido explicar. No padeció. Un escozor fulminante que le llegó hasta los pómulos, cerca de las órbitas y nada más. Cuando le mostraron la muela se creía víctima de una ilusión. Al bajar la escalera abrazaba y besaba a su padre, aturdida por la felicidad, burlándose de sus padecimientos y aprensiones.

Mientras tanto, el sacerdote hablaba, enfático, solemne, avanzando y retrocediendo en el púlpito, asustándose de sus propias palabras, cuadrándose de pronto, en actitudes especiales, con los brazos abiertos, en comba, para arriba, cual si esperase la caída de un cuerpo que habrían de arrojarle.

La multitud, seria, escuchaba mirando hacia el suelo. A la voz sonora del predicador se agregaba, de cuando en cuando, algún estornudo discretamente soltado, tosecillas ahogadas por el pañuelo y un murmullo bullanguero, animoso, que entraba de la calle para morir sabré el tapiz obscuro de la iglesia.

Amparo levantó la cabeza y dirigió su mirada, por el conjunto. Reconoció algunas amigas conocidas con quienes cambiaba saludos, apenas perceptibles, luego, cayó de nuevo en su estado ulterior.

Siempre había padecido de una gran dificultad para comprender; pero en los asuntos pertenecientes al sexo o fuertemente relacionados con él, demostraba poseer, como la mayoría de las mujeres, conocimientos y habilidades bastante respetables.

Era incapaz de emitir un pensamiento, de sostener una conversación sin quebrarla, por insuficiencia y cansancio de su mente. Bordaba con una lentitud espantosa, y cuando se le antojaba confesionar su ropa interior, entre sisas y nesgas, se pasaba una temporada.

Mas en cuestiones de amor, le era posible prever efectos a gran distancia.

El asunto de ahora lo veía con claridad. Estaba segura de que, su triunfo, consistía en quitar de Alfonso, la parsimonia particularísima de la familia. El mal estaba ahí, precisamente, en esa seriedad aplastante, que los lanzaba a la vida, como por fórmula de moral. No, no; todo estaba ahí; no había vuelta. Era necesario hacerle comprender a su hermano lo fácil que era llevar a cabo ciertas cesas...

Por dos o tres veces intentó hablarle; pero no hallaba las palabras. Por último, lo llamó, tocándole con el codo.

Alfonso, muy circunspecto, tenía metido el puño del bastón en la galera, y lo hacía girar incansablemente. Respondió al llamado, acercando el oído. Entonces, Amparo le dijo, un tanto nerviosa:

—Tú no tienes necesidad de casarte.

El se movió como un resorte y afeminando la vez para no llamar la atención, dijo, imprimiendo a la galera un fuerte impulso:

—¿Qué dices?...

—Digo que... para conseguir lo que tú quieres, no tienes necesidad de casarte... que es lo mismo... porque igual...

Alfonso abrió mucho los ojillos; pero, como viera que le observaban, repuso en unas cuantas veces:

—Espera... ahora cuando volvamos a casa...

Comenzó a sufrir una fuerte impaciencia. A cada instante cambiaba de mano el bastón y la galera; miraba la esfera de su reloj sin ver la hora; deseaba vivamente que terminase el sermón.

Cuando se encontró con Amparo, dentro de su coche, sin toda aquella gente a quien odió por un momento, preguntó, demostrando alegría:

—¿Qué es lo que me has dicho, Amparo...?

Ella esperó a que su hermano cerrase la portezuela y cuando el vehículo se puso en marcha, contestó:

—Verás. Quiero aconsejarte francamente, para que sepas bien lo que debes hacer. Nada de equivocaciones: quiero hablarte como un buen, compañero.—Le miró a la cara cual si lo interrogase, y él exclamó a modo de juramento:

—Bueno.

Amparo prosiguió:

—Doñarramona espera a que tú le hables.

—¿Te lo dijo, ella?

—No, no me lo dijo; pero lo sé. Escucha. Ella es una buena mujer, una santa, pero... te quiere mucho y... cuando una mujer quiere mucho, no sabe esperar, no puede esperar... Tú... ya sé lo que te pasa... no te decides... no te animas... porque crees que para eso es necesario casarse...

—¡Ah!... es claro—elijo Alfonso interrumpiéndola como agobiado por una pena—cuando un hombre deshonra a una mujer, tiene que casarse...

Amparo se mordió los labios y repuso colérica:

—Ahí está el disparate; eso es lo que va a dejarte sin Doñarramona.

—¿Cómo?...

—Con seguridad que ella no había pensado en todas esas pamplinas. ¡Casarse!... Para eso es necesario meditar mucho... dejar pasar algunos años.

—Justo.

Callaron. Amparo volvió a calcular la distancia a que se hallaba de su triunfo. Lo reconoció intrincado y dudoso. Entonces creyó oportuno hacerle la zancadilla en su propio terreno.

—Oye. Dices: "Justo "... Pero... mientras tanto... ¿eh?...—Y manifestó su intención acompañando a las palabras de una mirada tan significativa que, Alfonso, turbado como si lo cogieran en pleno deliz, hizo varias muecas indefinibles

Nuevo silencio y ella volvió a insistir tocando a su hermano con, el codo y mirando hacia la calle.

—¿En qué piensas, Alfonso?...

—¿Te parece que me iría bien?...

—¿Crees que si no fuera así te aconsejaría? ¡Vaya!... Cuando tu hermana habla, sabe por qué.

Alfonso, volvió a preguntar:

—¿Te parece que me iría bien?

—Pero... ¿no te digo?... Yo sé que Doñarramona espera a que tú le digas algo... ¿comprendes?...

—Pero cómo...

—Nada más fácil. Oye; ¿por qué no le haces un regalito?

—¿Un regalo?...

—A propósito. ¿Recuerdas aquellas tres cruces de desagravio que tú nos compraste el mes pasado?

—Es cierto.

—Pues aprovecha. Calladito la boca, compras otra y se la das.

Entonces, él, algo impresionado, le preguntó en voz baja:

—¡Y si se da cuenta!...

Y Amparo, maternal, sonriendo cariñosamente y guiñando su ojo bizco, contestó con gracia:

—¡Ah!... qué tontuelo, muchacho. Pero si lo importante es eso, precisamente: que se dé cuenta!...

En la casa esperaban con la mesa servida. Aquella noche se habló y se bebió más de lo acostumbrado.

Un ánimo especialísimo los tornó alegres, a punto de decirse las cosas.

Y ocurrió lo que nunca había ocurrido en redor de la mesa de los Fernández y Fernández: Alfonso contó una anécdota que todos festejaron; luego, Concepción, un cuento de mucha comicidad; Dolores puso en la picota a un cura muy embustero, cuyas actitudes falsas, provocó la risa fuerte.

Y así de chacota en chacota, llegaron a un momento feliz, de buen corazón, durante el cual se divertieron, arrojándose a la cara pelotillas de pan.

XIV

Hacía tres días que Doñarramona había vuelto a sufrir el ataque de la "bola".

Le vino en el cuarto destinado a la costura, mientras cortaba la camisa que pensaba confeccionar, para Alfonso, a fin de regalársela en el día de su cumpleaños.

Amparo, junto a ella, la vió palidecer.

—¿Se pone usted mala?

—¡La bola, Dios bendito, la bola!...—y atinó a sentarse.

A los gritos de Amparo, llegaron la criada y Concepción.

Gastando mucha fuerza la llevaron hasta la cama, donde la arrojaron.

—Tiene los pies fríos—dijo Concepción—la bolsa, vaya usted por la bolsa...—Y Magdalena salió.

A poco llegó Dolores, trayendo agua Colonia. Desabrocháronle la bata, aflojáronle la pretina, mientras Amparo le mojaba sienes y frente.

Doñarramona se quejaba, cerrados los ojos, abiertos los brazos, ocupando toda la cama con su cuerpo aflojado.

Mientras unos hacían y otros miraban, pasó un rato. Luego esperaron, aguardando la reacción de la enferma. Amparo estaba junto a la cabecera, en pie. Concepción y Dolores permanecían sentadas sobre el borde de la cama; Magdalena se había apoyado sobre el respaldar de una silla. Ninguna de ellas hablaba. Se oía retumbante el tic-tac del cuco del comedor y la respiración violenta del ama.

Dolores se sentía alarmada. Los ataques se repetían ya con mucha frecuencia. En el término de un mes le había dado tres veces. Esto era demasiado.

—¡Cómo le dan a menudo!...—dijo, mirando a sus hermanas.

Amparo agregó:

—El último fué el sábado...

—¿El sábado?... No.. fué el viernes...

—No, señor... el sábado...

—Te digo que no... Fué el viernes. ¿No recuerdas que le dió estando la viuda de Lautier?

—¡Ah!... sí... tienes razón.—Y continuó contando con los dedos:

Sábado, uno; domingo, dos; lunes, tres; martes, cuatro; miércoles... Sí, sí, justo: cinco días hacen.

Concepción intervino:

—Yo no sé. El médico asegura que no es nada.

"Cosas que se van como vienen".

En esto, el ama gimoteó:

—¡Ay!... La bolsa está muy caliente: me quema los pies.—Y lloraba.

Dolores tomó la bolsa y se sorprendió, porque apenas si estaba tibia.

—Pero esto no puede hacerle daño, Doñarramona.

—Sí, sí; me hace. ¡Ay!... me hace... me duele mucho...—Balbuceaba como un niño que pide el regazo materno.

Amparo, enternecida, se inclinó sobre ella.

—¿Qué le duele?...

—Aquí, aquí... me voy a morir.—Y tomando la mano de Amparo que en ese momento le acariciaba la frente, se la puso en el pecho, sobre el esternón.

—¡Ave María!... ¡pensar en eso!...—exclamó Concepción, al mismo tiempo que, con una expresión severa, recriminaba a Dolores, porque ésta se hallaba tentada por la risa.

—Sí, sí... me voy a morir... sufro mucho....—y al echarse sobre un costado, pasó un brazo por el cuello de Amparo. A causa de ello, ésta tuvo que acostarse a su lado. Concepción, también se acercó, acariciándola, animándola, con palabras en las cuales rebosaba el cariño. Y Doñarramona quedó así entre las dos hermanas mayores, sonriente casi, bajo el influjo de una ternura que le humedecía los nervios. Un momento más y se durmió. Los colores volvieron a aparecer en su rostro, lentamente.

Cuando Alfonso lo supo, quedó pensativo. Esa noche comió poco y al día siguiente, resolvió regalarle al ama la cruz de desagravio.

Hacía más de una semana que, envuelta con papel de seda, la conservaba en uno de los bolsillos de su chaleco.

Esperaba una circunstancia favorable que nunca se presentaba. Intranquilo, le había dicho a su hermana:

—Amparo, ¿por qué no se la das tú?

Pero ella se negó.

—De ningún modo—dijo.—Yo no¡debo saber nada de todo esto. El viernes iré con las muchachas al Señor de la Paciencia, Aprovecha y no pierdas el tiempo.

Pero no supo sacar provecho del viernes. Estuvieron más separados que de costumbre, aún cuando se hablaban de tarde en tarde, a gritos, sin acercarse.

No obstante, ahora, creía, haber hallado un medio de fácil ejecución.

Mientras cenaban, salió al patio sin pretexto alguno. Seguro de que nadie le observaba entró en el cuarto del ama, sacó la crucecita y acercándose a la cama, la dejó debajo de la almohada. En seguida regresó; pero en el trayecto previo que podrían preguntarle la causa de una salida demasiado rara según él.

Entró después de muchos rodeos,.

Cuando Doñarramona fué a abrir su cama, a levantar las colchas, arrojó la cruz al suelo. Y a través del papel, sonó el oro.

La recogió, sin entender, picada por la curiosidad.

—¡Dios mío!...—dijo por lo bajo—¡Esta cruz!...

Poco a poco comprendió que no era un milagro. Mientras la examinada, echó una ojeada sobre la habitación y contra su costumbre apagó la luz, estando aún completamente vestida.

Recostóse en la cama, sobre el almohadón y no pensó que arrugaba su funda almidonada, adornada con puntillas y cintas de raso amarillo.

—¡El cielo me valga, Dios mío!... ¡estoy pecando!...—Su conflicto se le presentaba por vez ¡primera en la mente.

Hasta ahora, todo había ocurrido dentro de una sencillez admirable. Se preguntaba: "¿Qué hice yo? ¿qué hago yo? "... Sólo servía a la familia fielmente. A causa de su rectitud y buen sentido, ahorraba mucho. Durante un mes, había llegado a economizar por valor de $ 12.45. Amparo dijo entonces: "Si esta mujer sigue así, hará que vivamos gratis".

Trabajaba con ahinco y era un modelo de virtud. Ya lo había dicho la secretaria de una sociedad de damas que moralizaba a diestro y siniestro: "El caso magnífico de Doñarramona me trae a la mente el recuerdo de Santa Gertrudis". Luego... ¿qué había hecho, ella?... Admitía algunos actos; pero les negaba participación de su voluntad. "El es, quien me toca con la rodilla; él es, quien me mira por la cerradura". Pero al pensar en Alfonso, su imaginación; tomó vuelo y lo vió, como siempre, en camiseta.

Esto era fatal; cada vez que lo recordaba veíalo del mismo modo. En la representación había un detalle peligroso, constante, que le provocaba los síntomas de su ataque de la "bola". "¡Cuánto pelo tiene usted en el pecho!", había exclamado en un arranque. Y desde entonces, aquella hilera de pelos ensortijados, saliendo por entre la cartera de la camiseta cerrada, semejante a ese follaje aislado que llena las hendeduras ruinosas, le producía un tilín del diablo.

Por lo demás, ni siquiera lo miraba, como no fuera para hablar de cosas que atañían a su trabajo. Y el ama empezó a monologar, interrogándose, defendiéndose, ruborizándose de continuo animada por el noble afán de justificar algunos hechos que en tropel le traía la memoria.

No, señor;—se decía—no, señor... Bueno; es verdad... pero, yo ¿hice algo? ¡Válgame el cielo... si lo quiero como a un hermano...! Es bueno... siempre me ha tratado bien... ¡Virgen Santísima...! ¿Qué tiene que ver la camisa?... La tendrá en su día...

Hablaba así, contestando a cargos cine se hacía a sí misma, desligándose fácilmente de las contradicciones. Pero, cuando pensaba en la cruz, que oprimía entre sus manos, sentía como si se hallase en un callejón sin salida.

Se originaba entonces una lucha, un verdadero conflicto de deberes capaz de entusiasmar al más intransigente examinador de moral dentro de nuestro magisterio.

Las primeras impresiones fueron favorables: había tomado la cruz como el que cierra los ojos ante un peligro, y... sigue. Sólo que el peligro estaba en ella.

Aquí el obsequio de oro le daba chuchos. Conmovía sus nervios, agitaba su corazón, tenía la rara virtud de presentarle las cosas que en realidad quería.

Reflexionaba: "¿Por qué Alfonso no me dió esto delante de todos?". Y cubría la respuesta espontánea con otra artificiosa y rancia: "Es modesto, es muy modesto".

Y de aquí partió en una serie de motivos santos, donde la inspiración divina lo dirigía todo.

En cierto modo, creyó ver una retribución a su dedicación religiosa. ¿No ocupaba ella muchas horas de su vida, hablando de Dios, persuadiendo, infundiendo el respeto y el miedo al Señor? ¿Acaso en la familia no rezaban mucho más que antes? ¿No podía ser agradecimiento por parte de Alfonso?... Iluminada por estas ideas cristianas se sintió aliviada, y comenzó a desvestirse a obscuras.

Había puesto la crucecita sobre la mesa de noche y la palpaba a menudo, movida por el terror de perderla.

Acostada ya, la tomó con una delicadeza impropia de su ser.

Suavemente la pasaba por sus mejillas, y a veces, cerca de sus labios, retirándola de pronto, cual si quemase. No obstante insistía. Llegó un momento durante el cual le faltó movimiento a sus brazos. La cruz quedó sobre sus labios y la besó. No pudo reprimirse. Luego perezosamente cambió de postura, quedando acostada sobre el lado izquierdo. Las manos abiertas, plegadas muy juntas, guardaban la cruz, y permaneció así largo rato como si estuviese dominada por el sueño.

Sin embargo, ya tarde, su voz sonó en la obscuridad. Era como un susurro silbante: "¡Oh... Luis Santo!... ". Y la oración a San Luis Gonzaga se desarrolló dentro de una monotonía lúgubre, hasta terminar en un amen, prolongado y profundo.

XV

Era el 15 de diciembre y Alfonso cumplía veintinueve años.

Desde este día la casa quedaba vacía hasta les principios del Otoño.

Las mujeres, a medio vestir, habían entrado en el cuarto de su hermano y alborotaban gritando y riendo.

—Querido hermanito.... que los cumplas muy felices... Y al mismo tiempo que le tiraban de las orejas, le besaban en la boca, efusivamente.

Amparo y Concepción hicieron lo mismo y luego, cada una, hizo presente su regalo.

Dolores abrió un estuche y lo dió a su hermano. Era una pesada boquilla de ámbar, para cigarro de hoja, con sus iniciales y arandela de oro.

—¡Qué boquilla bonita!—y la puso en sus labios,,

Concepción destapó una caja y sacó de ella un tintero, con pie de alabastro, sosteniendo una estatura metálica, simbolizando la Libertad.

Alfonso lo observó con gran detenimiento. Luego, a fin de apreciarlo a la distancia, pidió que lo pusieran sobre la mesita de luz. Mirándolo aún, dijo con gravedad:

—¡Vaya una cosa más seria!...

Llegado el turno, Amparo, que evidentemente esperaba ser la última, desdobló un pañolón de hasta terminar en un Amén, prolongado y profundo seda en el cual había bordado más de un mes. El, admirado, lo extendió sobre las colchas. En tinta roja decía: "Recuerdo de su hermana Amparo. 15-12-1906".

—¡Muy bonito, muy bonito!...—repetía—¿A ver cómo me queda?—Le dió forma de triángulo y se cubrió con él.

Era grande. Fácilmente le cubría pecho y espaldas. Pero se lo había puesto de modo que era imposible leer lo que estaba escrito.

—Espera—dijo Amparo—así no. Le sacó el mantón, hizo unos dobleces bien calculados y volvió a extender sobre Alfonso.—Ahora; miren ustedes ahora...

Le pidió a su hermano que se echara, un poco hacia adelante y ellas so amontonaron entre él y la cabecera de la cama. Y las tres pudieron leer sin tropiezos, porque la línea de lo escrito formaba un arco de círculo que iba de hombro a hombro.

—Ahora sí, está bien,—decía Concepción. Y leyeron en voz alta, lentamente.

Alfonso estaba conmovido. Reunió los tres regalos, y miraba a sus hermanas, agradecido, contento.

—Os quiero mucho—exclamó con tibieza.

Se oyeren de nuevo los besos y Magdalena entró, trayendo el desayuno.

—Que Dios le dé a usted muchos años—dijo, poniendo el pocillo sobre una mesita.

—Muchas gracias, Magdalena,—y también tuvo para ella una sonrisa cariñosa.

Amparo había salido, y se oía su voz en el cuarto de Doñarramona.

Dolores preguntó:

—¿A qué hora llegan los coches?

—A las siete, contestó Alfonso.

—Sólo falta media lucra, —dijo Concepción—voy a acabar de vestirme.

Y salieron las dos cantando, alegres, como los chicos cuando se sueltan.

Alfonso tomaba su café con tostadas, cuando Amparo, entrando con un envoltorio, dijo:

—Pero, ¡vaya una cosa!... No quiere venir porque estás acostado. Mira, mira lo que hizo para ti.—Y desdoblando una camisa la puso sobre la cama.

Fué de un efecto mágico. Quedó sin pestañear, sorprendido, teniendo en alto el pocillo casi lleno.

—¿Ella?...—preguntó emocionado.

—Ella misma. ¡Muchachas!, ¡muchachas!, vengan a ver... El regalo de Doñarramona.

Llegaron en seguida. Dolores abrochándose una bata y Concepción enrulándose el pelo con la tijera.

—¿Qué hay?

—Miren, miren si está agasajado este señorito.

Era una camisa blanca, muy blanca, de pechera de hilo, bordada, lustrosa, novísima.

—Muy bien hecha—decían—muy bien hecha.

—¡Y no quiere venir!...

—¿Por qué?—preguntó Concepción.

—Porque está acostado.

—¡Vaya, una cosa! A buscarla—gritó Dolores.

—En un día como éste... No faltaba más.

Y salieron las tres, ante la estupefacción de Alfonso, que no atinaba a decir nada.

Se oían protestas, ruegos y risotadas. Por último, en pelotón, aparecieron las cuatro. Doñarramona en el medio, grandota, sofocada, con el rostro coloreado como una manzana, no sabiendo si reir o estarse seria, avergonzada y feliz.

La empujaron hasta los pies de la cama donde quedó protestando débilmente. Dolores tomó la camisa y se la entregó al ama..

—Usted misma tiene que hacer el regalo, Doñarramona, usted misma. De otro modo no vale.

—¡Qué muchachas, Dios mío! Es para enloquecer.

Alfonso había dejado el pocillo sobre una mesita y estaba sentado con mucha compostura. Pero se sentía atribulado, serio. De poder hablar a tiempo hubiese impedido que trajesen al ama.

Cuando Doñarramona tomó la camisa, se hizo un gran silencio. La reunión, adquirió ese aspecto característico de las familias numerosas que, al fin del festival íntimo, se aprestan a escuchar el discurso paterno.

Balbuciente, como si le tiraran de las palabras para adentro, dijo:

—Que Dios os dé muchos años; que Dios os preserve del mal y os haga muy feliz... y a los presentes...—Hizo una pausa y terminó:—que seáis dichoso, es mi deseo.—Se acercó a la cabecera, cohibida, tropezando con sus pies.

Alfonso tomó la camisa con mucho cuidado, cual si se tratase de algo que pudiera quebrarse. Y Dolores, que tenía el demonio en el cuerpo, empezó a gritar, aplaudiendo con fuerza.

—¡Viva Alfonso! ¡Viva Alfonso!

Las demás hicieran lo mismo, y luego besaron y abrazaron a Doñarramona. En esto, vino Magdalena

—Llegaron los coches.

—¿Ya?—Y hubo una corrida general.

Se pedían a gritos las cosas que no encontraban a mano. Alfonso se lavaba cuando una dijo:

—Que se ponga la camisa.

Y repitieron:

—Que se la ponga.

—¡Ave María!...—profirió Doñarramona desde su cuarto—estáis desatadas, hoy...

Concepción vestida, ya, se encargó de ponerle los gemelos a la camisa nueva. Al mismo tiempo examinaba, escrupulosamente la costura y el festón rameado de la pechera, Entusiasmóla la prolijidad con que todo estaba hecho; pero no le gustó por considerarla fuera de uso.

Por fin, después de revisar varias veces las habitaciones y de cerrarlas con gran cautela, salieron a la calle. Amparo, Alfonso y Doñarramona ocuparon el primer carruaje; Dolores, Concepción y Magdalena, el segundo. Todos los años, en el mismo día salían de la ciudad para la quinta, donde pasaban dos meses justos. Era una costumbre de los Fernández y Fernández, impuesta a la familia por el padre.

Dieron las ocho cuando: se pusieron en marcha. Dolores cantaba y de cuando en cuando, decía ocurrencias que Concepción festejaba a carcajadas. En cuanto a Magdalena, permanecía ante ellas riendo para ocultar lo que pensaba.

Viéndolas juntas, tan de cerca, se le ocurría reflexionar sobre los tejes y manejes de la una y de la otra.

Conocía los asuntillos de ambas. Dolores la mandaba con y por cartas; sabía muy bien los lugares de las citas; cuándo y cómo se veían; Concepción la mandaba por libros, de los cuales había llegado a sospechar cosas graves e indecentes. ¡Ah!... si ella hablase!...—Y se sentía magnánima, piadosa, ante aquellas dos mujercitas que necesitaban de ella. Adelante, en el otro cupé Doñarramona contaba el sueño que había tenido durante la noche.

—¡Qué sueño, Dios mío! Yo estaba cosiendo, y cuando quería hacer correr la costura, me metía la aguja de la máquina en los dedos. Yo gritaba porque me dolía mucho. A lo mejor llega Dolores y me pregunta:—¿Qué hace usted, mujer?—Pues, cosiendo, le contesto.—Pero, ¿cómo va a coser usted con una gallina? No ve que está empollando.—¡Ay!... qué disparate: había confundido una gallina con una máquina de coser.

Amparo y Alfonso se rieron. Los dos hermanos ocupaban un mismo lado del coche y Doñarramona enfrente, junto a una valija llenada con adminículos de tocador.

Poco a poco dejaron de hablar. Amparo miraba obstinadamente hacia afuera, volviéndose a veces para averiguar por dónde se hallaban, o a fin de señalar algún edificio importante.

Alfonso llevaba puesta la camisa bordada y Doñarramona la ojeaba furtivamente. El se distraía, ya con la calle, ya con la empuñadura de su bastón, o haciendo doblar, sobre uno de sus dedos, la larga cadena del reloj. Y su vista, al girar, cruzaba por la cara del ama, sin detenerse. Pero bastaba ese instante para recoger una impresión fuerte que exaltaba los latidos de su pecho.

Pasaron a las ocho y media frente a la estación. Reducto. Al cruzar sobre esa red de vías donde empalman las distintas líneas, el vehículo sufrió un movimiento brusco y se fueron unos sobre otros.

Alfonso aparentó incomodarse y achacó la culpa al cochero. Volvieron a establecerse las distancias de cuerpo a cuerpo; pero aquel incidente fué agradable y aceleró la marcha de la sangre.

Al pasar junto a la fábrica de chocolate, Amparo olfateó con avidez.

—¡Qué rico!... ¿No sienten ustedes?

—Sí... ¡Vaya un olorcico!—dijo Doñarramona, dilatando las narices.

—¡Qué gusto a galletitas!—exclamó Alfonso, cual si las paladease.

Y estuvieron los tres, un momento aún con la atención en el olfato acuno si quisieran aprisionar la esencia aromática que se desvanecía.

Esta circunstancia los condujo a un estado más general.

A medida que avanzaban, la edificación disminuía notablemente. A derecha e izquierda, grandes masas de árboles se detenían en líneas para dejar pasar bajo su sombra clareada, el camino límpido y recto, dan de sonaba la voz de los pájaros.

—Mira qué derecha es aquí la calle. Fíjate, mira. Me gusta pasar por eso...

Alfonso se asomó y Doñarramona observó a través del vidrio. Un encanto singular les hacía mirar sin decir palabra. En efecto;, la calle, al dejar el barrio del Reducto marcha sin torcer en una longitud cercana al kilómetro. El arbolado de sus aceras, si bien no llega a cubrirlas con su ramaje, da, a la distancia, la impresión de la alameda cerrada. Baja en casi toda su extensión, se eleva bruscamente hasta alcanzar Larrañaga, para caer en seguida, y subir después, y así continuamente. Pero ya no tiene ese carácter de alegría y exuberancia. A medida que se dirige hacia afuera, va desnudándose. Pierde los árboles, las aceras, el empedrado. Al pasar por el Cerrito, no es más que un camino árido, angosto, sinuoso, que aparece y desaparece a cada instante. Por último, desde la cumbre, se le ve, cerca del horizonte, destacando su lomo grisáceo en el tono verde de la campiña. El placer que les producía el lugar, les duró poco. Deseaban llegar cuanto antes, molestados por el calor y el traqueteo del carruaje.

Ya en Larrañaga, los dos vehículos marchaban juntos. Desde ellos se hablaban a gritos invitándose para distintas diversiones.

El bote y la hamaca se llevaban la preferencia y las dos partes querían a Alfonso, porque era el único que remaba y era el único que hamacaba. Después de grande discusión triunfó el bote.

Pasadas las nueve, llegaron a la quinta. Se aligeraron de ropa y recorrieron las habitaciones revisando con curiosidad. Subieron hasta el mirador, colocado como una garita a mitad de la azotea. Desde él era imposible ver nada, porque, amén de ser bajo, estaba rodeado por una gran cantidad de eucaliptos gigantescos.

Al bajar, hallaron a Doñarramona dando indicaciones a la cocinera. Se quería el almuerzo para las doce clavadas.

Llamándose unos a los otros siguieron por un camino lateral que llegaba hasta el arroyo. La quinta no tenía nada de particular. Presentaba como la mayor parte de ellas, dos aspectos: la estensión de terreno que mediaba entre la calle y el edificio, era el objeto de una dedicación especial. Ni una brizna fuera de línea. La piedrecilla blanca, la tosca dorada, la gramilla, el boj... todo obedeciendo a un plan de curvas intrincadas, que después de dar algunas vueltas se encontraban, con otras curvas difíciles y lindas. En el medio una fuente con un niño de mármol. Las plantas crecen trabajosamente y las flores tienen perfumes raros.

Luego de la casa, la otra parte de terreno, limitada por el arroyo, daba una impresión de rudeza y vigor. Sólo se cuidaba del camino, angosto y cubierto de guijarros, asediado de continuo por un follaje espeso: y salvaje, que se desarrollaba libre, extendiéndose en el vacío, trepando por los troncos de los árboles, cubriendo los cercos. De trecho en trecho había algunos lugares destinados al pantío de patatas, tomates y repollos.

Dolores fué la primera en llegar al arroyo. Y apenas le vió con el agua transparente, casi inmóvil, guardado por aquella, doble fila de sauces retorcidos, con sus melenas blandas, tuvo un arrebato de chicuela y echó a correr.

—Por aquí, por aquí...

Desapareció por unos barrancos, llamándolos a voz en cuello:.

La encontraron descalza, con las faldas recogidas, empeñada en desatar la cuerda que amarraba a la chalana. El esfuerzo le había enrojecido el rostro y un sudor de salud manaba de su frente. Los demás se habían agrupado, junto a ella y miraban. Parecía que, después de la primera impresión sufrida a la salida, tornaban a su estado habitual, algo aburridos, algo contentos, pero siempre con esa marca que graba la tranquilidad bajo el techo de la casa.

Apenas si había transcurrido un minuto y Concepción sentía ya cansancio. Buscó un lugar cómodo y se dejó caer en él, diciendo en un bostezo:

—¡Tengo un sueño!...

Amparo hizo lo mismo; Alfonso se recostó sobre la pared de una barranca y Doñarramona, en pie, con las manos en las caderas observaba porfiadamente el nudo que desataba Dolores.

—Esto está como garrote.—Forcejeaba sonriente, animosa, doblando la pesada cuerda entre sus dedos finos.

Casualmente halló junto a sí una gruesa astilla de madera, de la cual se sirvió con habilidad, palanqueando en ella hasta vencer la tenacidad del nudo. Fué toda una exclamación ruidosa:—¡Ya está!... ¡ya está!...—Pero se desconcertó al ver a sus compañeros. Los miró uno por uno y luego preguntó riendo:

—Pero.... ustedes... ¿vienen aquí para dormir?... ¡Es increíble! Vamos. Arriba. Hay que ayudarme. Echemos la chalana.

—¿Nosotras?...—preguntó Amparo con gran sorpresa. Perezosamente se puso de pie; pero Alfonso dijo:

—Tú estás loca, muchacha; eso pesa mucho. Haremos venir al quintero y a Juan.

—¿Para esto vamos a hacerles venir desde allá arriba? ¡Qué vergüenza!.... ¡Vamos, vamos.... aquí!; y dando el ejemplo, hincó sus pies desnudos sobre el terreno arenoso y se aprestó para el esfuerzo

No hubo más: fué necesario hacerle caso. A desgana, todos se pusieron junto a Dolores y empujaron; pero como estaban amontonados, entorpecíanse la acción, y la chalana sólo se movió en un espacio muy pequeño.

—Así nos costará, mucho trabajo—dijo Dolores.

—Mira, Alfonso: ponte del costado, allí, donde se prende el remo; tú Concepción, del otro lado. Ahora nosotras de aquí.—Esperó a que todas estuvieran en sus puestos y dió la voz de mando.—¡Vamos... ahora...!

Con las fuerzas repartidas y empujando todos al mismo tiempo, la chalana anduvo más de medio metro y su proa había entrado ya en el agua. Resollaron y se prepararon de nuevo para dar el segundo envión; pero Alfonso no podía acomodarse.

Dolores le dijo entonces:

—Pon el pie izquierdo sobre esa piedra que sobresale... ahí... mira... esa...

Alfonso la observó y convencido de que pisaba en firme, se acomodó.

—Ya estoy—dijo.

A un aviso de Dolores, dieron el segundo golpe y la chalana estuvo a flote. Pero ocurrió algo inesperado. Alfonso perdió el equilibrio y metió el pie izquierdo; en el agua basta el tobillo.

—Ahora, sí... ahora sí... Lo único que me faltaba... Por empujar la chalana. Y mostró ante la consternación general y las risotadas de Dolores, su pie chorreando.

—¡Pero qué baño te has dado! ¡Mira si te hubieras caído!—decía Amparo asustada.

—Todo por el bote, ¿Qué cuernos tenía yo que empujar la chalana?...

—Y, ¿por qué no te descalzas?

El miró a Dolores sorprendido y colérico:

—¿Adonde? ¿Aquí?.... ¡Hombre!.... Bonito momento para chancearse.

—¿Acaso yo no estoy descalza?...

Y mostraba sus pies sonrosados, mientras Doñarramona decía con mucha persuasión:

—¡Ay!... cámbiese usted, que puede coger una pulmonía...

—Ya lo creo—dijo Amparo.—No hay peor cosa que tener los pies mojados.

Concepción, aún cuando veía en qué estado se había puesto, le preguntó;

—¿Te mojaste mucho?

—¡Sí me mojé mucho!—repitió Alfonso, sarcásticamente.—¡Mira, mira cómo hace!...—Y pisando con fuerza, hacía sonar el botín y la media empapados.

Esto los decidió por la retirada. Se dirigieron hacia la casa, de prisa, marchando Alfonso en medio de ellas, de mal humor y renegando del arroyo, del bote y de la mala idea de Dolores.

—A hacerme caso a mí, el quintero o Juan lo hubiesen hecho todo y yo no estaría como estoy.

—Ya sabes cómo es Dolores. No hay que hacerle caso.

—Pero... fíjense cómo estoy... miren, miren....

Y cuando todos se paraban, él golpeaba el suelo con el pie, produciendo ese chas, chas, tan característico de la ropa mojada. En seguida apuraban la marcha.

Dolores quedó sola. Juzgaba la actitud de su? hermanos como una cosa corriente, de modo que, cuando les vió alejarse se encogió de hombros. "Se aburren —decíase—eso es todo". Pensó también en la argucia del complot formal y sutil en el cual tomaban parte todos los Fernández y Fernández. Ella misma había acariciado el oído de Doñarramona hablándole de su hermano. Era una fuerza que lanzaba a la familia en un mismo sentido: las palabras se pronunciaban con ese fin, se hacían las cosas con ese fin. Pero, así como confesaba su intervención influenciada quizá por la corriente general, veía de lleno el ridículo, el plano de una moral estúpida donde se movían semejante a los gusanos.

—Esto es una verdadera porquería—dijo en voz alta.

Metida en el agua hasta las rodillas subió a la chalana, y cual si se despidiese del asunto, agregó:

—Nada, es inútil; mi hermano es un bellaco.

Acomodó los remos y comenzó a marchar. Al principio dió unas cuantas vueltas sobre el mismo sitio, porque no sabía remar; pero arrancó al fin, y andando a los tirones se fué contra la extremidad de un barranco. Esto, en vez de enojarla, la hizo reir. Festejaba su torpeza, y para sacar la canoa de donde la había encajado, le fué necesario meterse en el agua. En poco tiempo estuvo otra vez en medio del arroyo y en dos remadas iguales y casuales, que le pusieron muy contenta, recorrió un buen trecho.

De pronto un golpe seco la detuvo: un tronco de árbol corpulento, caído de orilla a orilla, le cerraba el paso. Sobre él, la resaca traída por la corriente formaba un pequeño salto. Un perro muerto, sin piel, podrido, lleno de buracos, hoyaba entre un montón de inmundicias, y el agua corría, tranquila, transparente, deslizándose por los cuerpos fétidos, en una marcha serena, soltando, al echarse del tronco cardado de purulencias, una profusión de notas, despedidas como escamas, breves,agudas, que brillaban bajo la luz difusa de las barrancas.

Retrocedió entonces, avanzando hasta un recodo donde bailó a un muchachote que sorprendido trataba de escapar de la quinta. Dolores le habló:

—Oye, ¿a dónde vas?...

Hizo la pregunta en un tono tan bondadoso que el pillete se detuvo y dijo rascándose en la nuca:

—¿Me deja? ¡Vaya! ¿Me deja?

Era un verdadero desarrapado, uno de esos muchachos que se pasan la vida por los campos, a pedradas con los nidos y robando fruta, listaba descalzo y llevaba unos pantalones que le alcanzaban a la mitad de las piernas, gastados, descoloridos, con un rajón en el muslo izquierdo. Usaba un saco de hombre, deshilachado, y un sombrero de paño, sin forma, hundido en la cabeza, de modo que le echaba las orejas hacia adelante. Sobre sus espaldas sostenía una bolsa casi vacía.

—¿Que te deje... qué?

—Sí... ¡Vaya... déjeme!

—¿Pero qué?...

—Agarrar resaca para el fuego.

—¿Para tí?...

—Sí; para llevar a mi casa.

—¿No compran carbón?...

El muchacho pensó un momento e hizo con la cabeza una señal de negativa.

Ella lo miraba con visibles muestras de contento. Le agraciaba trabar conversación con aquel pillete, que atento y socarrón la, observaba, a su vez, guardando la distancia, ladino y experto, no convencido aún de que Dolores estuviera sola.

—Ven, acércate. ¿De dónde eres?

El señaló con la cabeza el Norte y contestó:

—De allá arriba,

—¡Vaya! ¡Qué noticia!...—exclamó riendo.

—Pero acércate.. ¿me tienes miedo? ¿Soy tan fea?...

Entonces se movió titubeando. La idea de que pudieran tenderle un lazo, hacíale andar con cautela, huroneando, cual si quiese olfatear al enemigo. Ella lo comprendió y quiso animarlo.

—Mira, estoy sola. Además, yo no permitiría que nadie te hiciese daño. Ven...

Más resuelto ya, bajó hasta la orilla, quedándose allí, con los ojos fijos en el agua. Ella volvió a preguntar:

—¿Trabajas?...

—Sí.

—¿Juntando leñas?

—No; resaca.

—¡Ah!...

Le costaba trabajo hacerle soltar la lengua. Después de una pausa prosiguió:

—¿Te levantas muy temprano?

—¡Uf!...

—¿A qué hora?

—¡Cuando pasa el padre de Miguelito.

Dolores volvió a reir.

—¿Te gusta ir en bote?

Contestó con una señal de afirmación.

—Sube, entonces. Vamos a pasear.

Por primera vez la observó de frente, y por primera vez sintió el influjo moral de la miseria. La miró, se miró... y avergonzado, sin comprender lo que le pasaba, hizo unas cuantas muecas. Pero Dolores insistió:

—Vamos; te digo que subas. A ver, salta...

Acercó la embarcación a la orilla y él obedeció, como una máquina. Sin pensarlo, se encontró sentado en la popa, muy tieso, sin soltar la bolsa que mantenía siempre sobre sus espaldas.

Pero, la sonrisa bondadosa de Dolores, sus preguntas y la marcada expresión de infantilidad que había en su voz, le devolvieron poco a poco su naturalidad.

—¿Cómo te llamas?

—Roberto.

—¿Sabes remar?

—Sí. ¿Quiere que reme?

Y sin esperar la respuesta se paró en la extremidad de la chalana, trabajando con un sólo remo que hundía en el agua, verticalmente, hasta afirmarlo en el fondo del arroyo. Impulsada así, la chalana anidaba más ligero, y torcía poco. Dolores veía con alegría que el chico cambiaba. No era ya aquel sér demasiado tímido y hasta tonto del primer momento. Sus ademanes eran libres y tenía en su expresión, una sonrisa sana que se encendía a raíz del esfuerzo y le iluminaba el rostro. Mirándolo mucho, también a ella se le ocurrió pensar, por la primera vez durante su vida, en los efectos distintas del desnivel social. Le sorprendía la existencia de una persona semidesnuda, cubierta apenas por unas piltrafas mugrientas, que le colgaban por los muslos. Obedeciendo a una representación íntima le preguntó:

—Oye, Roberto. ¿No tienes más ropa que esa?

El, con la cabeza, hizo una señal de negativa y ella volvió a preguntarle:

—¿No sientes frío en invierno?...

Entonces, Roberto, clavó sus ojos pardos en Dolores, y después de un breve silencio, contestó:

—¡En invierno, sí... hace frío!...

Siguió a esto una conversación locuaz, ardiente, donde los dos parecían empeñados en un cambio de impresiones, diciéndose cosas raras, insospechadas, como dos viajeros que, llegando de distintos extremos de la tierra, se encontrasen de pronto en un camino solitario.

Se habían detenido bajo la sombra de un peral, arraigado casi en el agua, destacando su ramaje obscuro y rígido entre das sauces que caían desde lo alto en una onda tranquila. Sólo se oía la voz de los pájaros, la canción perenne del arroyo, y de tarde en tarde, el balido córneo y ancho de la vaca.

Ellos continuaban hablando, animados por una simpatía poderosa, que les elevaba en la vida. De pronto, Roberto, viendo unas peras en el árbol, exclamó, abriendo mucho los ojos:

—¿Quiere peras?

—¿Adónde?

—Allí.—El señaló las ramas.

—¿Podrás subir hasta la copa?

—Aunque fuera un eucalipto subiría.

—Bueno, anda. Tú las arrancas y yo las recojo. Roberto saltó a tierra, y en unos manotones estuvo en la copa. Tiró la primera fruta; pero mal dirigida cayó en el agua.

—¡Oh... se me escapó!—dijo Dolores apesadumbrada

—Después la agarro—replicó Roberto.

Ella rió de buena gana.

—¡Qué tonto! ¿Te tomarías ese trabajo? Allí hay muchas. Tira las que quieras.

Y empezaron a caer, unas sobre el piso de la chalana y otras sobre las faldas de Dolores.

Arrojaba las peras contándolas, eligiendo las más maduras, recomendando a su nueva amiga las que creía mejores, cuando una voz, saliendo de un matorral cercano a las zanjas, gritó:

—Ea, te pillé, gran bandido; ya te cacé. Baja, baja, que te arreglaré las cuentas,—y se oía el chasquido del látigo, castigando el vació.

Roberto comprendió en seguida que el terrible quintero le tenía a mano. Cogido en el árbol, se asustó y acudió a ella, llamándola por su nombre:

—¡Dolores!, ¡Dolores!, el viejo me quiere pegar.

Esta se puso de pie, sobre la embarcación, y preguntó en voz alta:

—¿Quién anda ahí?

Aún no había tenido tiempo de terminar la pregunta, cuando don Cecilio se hizo presente.

Tardó mucho en comprender lo que veía, como si se hallase ante un hecho sobrenatural. No obstante siguió amenazando..

—¡Baja!... ¡baja!... verás cómo te zurro.

—No, don Cecilio; no hay que tocar al muchacho yo lo mandé.

—¡Ah!... ¿Usted lo mandó?...

Miró al chico refunfuñando, y se alejó unos pases del árbol. Luego, dirigiéndose a Dolores se detuvo al borde del barranco.

—Mire, señorita Dolores; yo quiero avisarle para que sepa. Ese bandido que está arriba del peral—y lo señalaba con el índice de la mano derecha—es un ladrón. Usted no lo conoce. No puedo tener un solo tomate bueno para ensalada.

—¿Le roba los tomates?, don Cecilio—dijo Dolores, admirada y contenta de que fuese así. Y después agregó mirando hacia el árbol:—No me parece que sea él.

—Ya lo creo que es él—repuso el quintero —pero ya sonriente y animadlo por una benevolencia que no era la suya—me roba los tomates y la fruta.

—¿Usted le vió bien?...

—¡Jem!... una vez lo cacé, pero se me escapó el condenado.—Y comenzó a relatar minuciosamente. Dolores le escuchó un momento; pero aburrida lo despidió con muy buenas maneras.

Transcurrió un tiempo durante el cual, ¡ninguno, de los dos profirió palabra. Ella esperaba, distinguiéndolo con dificultad, a través de las hojas, sentado sobre una rama corpulenta. Luego lo llamó.

—¡Roberto!...—Nadie contestó. El silencio de su amiguito, empezó a sorprenderla. Volvió a llamar:—¡Oye, Roberto... baja... Roberto!... Tampoco respondió; pero el ramaje se estremecía, ahora, produciendo un ruido semejante, al roce de dos cuerpos ásperos. En seguida se le vió aparecer por el tronco.

Cuando le tuvo junto a sí, ella le dijo sonriente:—¿qué te pasaba? Mas, él se obstinaba en callar, con la cabeza echada hacia adelante, tirando nerviosamente de las solapas de su saco.

Dolores comprendió. Rehizo la escena última, y la emoción de Roberto cruzó por sus sentidos como una nube de tristeza. No obstante sonrió y cogiendo una pera se la dió, diciendo:

—Toma; ¡mira qué madura!...—El la agarró; pero no la llevó a la boca,

Dolores temió incomodarlo y no dijo nada. Observándolo siempre, había tomado el remo izquierdo y lo hacía correr por la superficie del agua, levantando un arco de chispas. Luego dijo:

—¿Sabes una cosa?... yo no creo...—Y, contra lo que esperaba, él se puso más encendido y dijo:

—Es ¡verdad.

—¿Es verdad?...—preguntó Dolores haciendo un gracioso mohín de malicia. Y como viera que su compañero permanecía serio, agregó: bueno; que sea verdad. Yo soy la dueña y no te digo nada. ¿Has oído? No me importa eso. Vamos... come... ¡qué ricas!... —Y el jugo reventó entre sus dientes clavados en la carne de la fruta.

Entonces, él también comió. Indeciso, envuelto aún, por el efecto de un choque íntimo, masticaba apenas, mirando a Dolores, mostrando en sus labios una sonrisa confusa y velada por el movimiento de la boca. Pero el sentido de la fruta, expansivo y salvaje, le llenó los ojos de luz. Mordía con avidez, hundiendo hasta las encías, experimentando un placer muscular: por toda la dentadura parecía efectuarse una absorción de impulsos. Se alejaron del peral y volvieron sobre los mismos sitios, siempre comiendo y conversando.

—... ¿Y tú vienes todos los días por acá?...

—No.

—Y, ¿adónde vas, entonces?...

—Y... a veces voy hasta el Casavalle... ¿Nunca fué usted?...

—No. ¿Queda lejos?

Negó con la cabeza y dijo:

—Y siempre voy por aquí.—Y señaló el arroyo.

—¿Vamos?

—¿Los dos?...

—Es claro. Salimos de mañana, tempranito.

—Pero... ¿los dos?...

—¿Qué te extraña? ¿No podemos ir?...

El dejó de mirarle y frunció el entrecejo. De pronto manifestó atemorizado:

—¿Y si nos corren?...

Dolores soltó una carcajada.

—Y ¿por qué?

Roberto, al verla así, tan alegre, sonrió, diciendo para justificar su temor:

—Por ahí no se puede pasar.

—¿No hay caminos?

—Hay.

—Vamos por los caminos.

—¿Por los caminos?...—preguntó como si se tratase de una cosa nueva.—¿Nosotros dos?...

—¿Por qué?...¿no quieres?...

—Sí... quiero, quiero—contestó pensando en otra cosa,

—Entonces, mañana, a las siete me vendrás a buscar. Mira; en una cartera que tengo, llevaremos fruta, queso, pan.... y una botella de agua... ¿eh?...

—¿Quiere que yo traiga higos?... — unas brevas así...—y juntando las dos manos hizo un círculo con los dedos, muy admirado él mismo de que fuesen tan grandes.

—¿Son negros?... ¡Ah!... ¡si vieras cómo me gustan!...

Se separaron a las doce. Amarraron la chalana en el lugar de costumbre y escalaron los barrancos opuestos que bordean el arroyo.

Roberto fué el primero en subir. Llevaba sobre sus espaldas la bolsa casi vacía, completamente olvidado del objeto que le había traído. Cuando vió aparecer la cabeza de Dolores no pudo menos de gritarle:

—¡Estoy aquí!...

Ella soltó una carcajada semejante al canto del arroyo y agarrándose de las raíces que quedaban al descubierto y de las hierbas que crecían en la cima concluyó por escalar la pendiente. Cuando estuvo en firme le dijo:

—Acuérdate bien. A las siete, ahí, donde está la chalana...

—Sí... sí...

—Hasta mañana, Roberto.

—Adiós.

Y empezaron a andar.

Ella marchaba lentamente, a paso derrengado, con sus pies desnudos, llevando los botines y las medias en una mamo, las faldas recogidas y una expresión de entereza en su rostro cargado de sonrojos, cubierto por un fino sudor semejante a una pelusa líquida, orlado por la negrura del cabello rebelde.

Había andado ya un buen trecho, cuando se volvió, con el brazo en alto, agitando el calzado como si fuera una bandera y gritó con toda fuerza.

—¡Adiós, Roberto!...

Y Roberto invisible ya, le respondió de lejos. Su voz infantil, aguda, llegaba como un eco expirante.

—¡Dolores!...

—¡Roberto!...

—¡Dolores!...

Y así siguieron llamando sin verse. El vocablo sonoro, como una síntesis vital, eran bólidos de alegría que se cruzaban por el arbolado, arrasando el obstáculo, para perderse luego, asimilados por el murmullo general del paisaje.

XVI

Eran las dos de la tarde y todavía estaban ante la mesa del comedor, atolondrados a causa de una temperatura sofocante, acometidos por una soñera, opaca, efecto de una comida excesiva, que los mantenía en el plano de las bestias.

La cocinera había hecho un cálculo exacto y a las doce, tenía dispuesto el almuerzo, extraordinario, complejo, cuantioso como convenía a una fiesta dada para celebrar los veintinueve años de Alfonso Fernández y Fernández.

Cuando Dolores volvía del arroyo salían en su busca.

—A prisa, muchacha—le gritó su hermano.—¿No ves que van a servir el almuerzo?...

En redor de la comida humeante Doñarramona se puso en pie y pidió al Señor que bendijera la comida. Todo se hizo con gran rapidez porque se suplicó en latín, para mejor.

Al principio hablaban mientras comían. Dolores contó su aventura refiriendo el encuentro con Roberto, la escena del peral, la tenaz vigilancia del quintero y aquella despedida a grito. Oían los demás, sonriendo al son de las palabras; pero cuando manifestó que, al día siguiente, se iría a campo atraviesa con su amiguito, sucio y haraposo, que le robaba los tomates a don Cecilio, se produjo un claro asombro.

—¡Pero!... ¿está usted en sus cabales?...—le preguntó Doñarramoma dejando de chupar un hueso de cerdo.

—¡Hombre!... te has enloquecido—dijo Amparo.

—¡Qué papel!...—agregó Concepción juntando las manos.

—¡Bah!... ¡bah!...—repuso Dolores—yo, no he venido a la quinta, para vivir en los cuartos. No sé por qué encuentran feo que salga con un chico que apenas tiene doce años.

Alfonso intervino, diciendo calmosamente, pero con gran aparato:

—Ahí está... eso no es lo importante... eso no es lo esencial...—y recorrió con la vista el grupo que aprobaba con ademanes—lo esencial es lo siguiente: supuesto que salgas con ese gorrín...

Aquí Dolores le interrumpió violentamente.

—¡No es ningún gorrín, che!...

Alfonso abrió la mano pidiendo espera y continuó:

—Oyeme y déjame hablar. Lo esencial, como decía—volvió a mirar en torno—lo esencial es lo siguiente: supuesto que salgas, ¿tú no ves que te pueden ver?...

—Pero... ¿qué tiene que me vean?...

—¡Ps!... si no es que te vean... o tú, ¿no entiendes?

Dolores lo miró un instálate y respondió:

—Mira; la verdad es que no entiendo.

La conversación hubiera terminado mal, con un enojo, a no mediar una buena ocurrencia de Doñarramona:

—¡Qué haya paz!... En un día como hoy no se debe pensar en cosas serias.

A poco se restableció el buen humor, y comentaron de nuevo el accidente de la mañana,

—¡Ah!... yo... cuando veía que te ibas al agua —decía Amparo en un transporte de cariño repentino—se me hizo un nudo en la garganta.

—Y yo.... continuaba Concepción....—que no sabía qué hacer!... Pensaba: ¡mire si se hubiese ahogado!...

—¡Ah!... no hay nada más fácil...—agregó el ama.

—Ya lo creo—dijo Alfonso, repartiendo vino. Dolores rió:

—¿Pero cómo; se hubiese ahogado si no hay ni un metro de agua?

A lo cual respondió Doñarramona:

—No me diga usted, Dolores; cuando uno tiene que allegarse, se ahoga.

—Es verdad—afirmó Alfonso. Y en seguida contó que, en un arroyito de una cuarta de agua a lo sumo, encontraron un hombre muerto.

Todo esto se dijo mientras comían los fiambres. Ya a la sopa la conversación había languidecido. El sonido de las palabras, fué sustituido por el ruido que producían las bocas llenas. Se oía masticar y se oía ese ¡uff!... de los que chupan los fideos. Y así pasó todo el tiempo. Cuando más comían, menos hablaban. Alguna que otra pregunta, alguien que exclamaba: "esto es de chuparse los dedos". "Qué rico". "Casi me quemo". Expresiones así, giros del paladar que se manifestaban a escapadas, sofocados por una deglución continua..

Al finalizar de la comida, atracados ya, Doñarramona hizo presente un plato que ella misma había preparado.

Con gran cuidado descubrió "As filloas" y todos apladieron.

—Tía Marina, las hacía—dijo Dolores parándose para verlas más de cerca,

—Sin mentirle a usted—manifestó Alfonso, con gran circunspección y encarándose con el ama —hace ocho años que no las pruebo.

"As filloas" animaron la reunión como un vino generoso. Ahora mascaban y hablaban.

Todas acudían al mismo plato, sirviéndose de a una por vez. En seguida las arrollaban y cuando tenían la forma cilíndrica, sumergíanlas en los vasos llenos de vino tinto.

Doñarramona sufrió una verdadera, carga de elogios.

—Nunca las he comido mejores, afirmaba Concepción

El ama explicó entonces cómo se hacían, asegurando que, de la habilidad para darles vuelta, estribaba el éxito.

—Usted sabe hacer de todo, Doñarramona—dijo Amparo.—Mire usted que esa camisa... es muy difícil encontrar una que se le iguale.—Todas las miradas se dirigieron a la pechera bordada de Alfonso y la conversación pareció entonces adquirir un doble sentido.

Duró poco el tema; pero, mientras hablaban de la camisa nadie miró de frente. Un mismo pensamiento los tomaba involuntariamente y el regalo del ama era sólo un pretexto.

Cansados, entristecidos por una digestión difífil, fueron separándose. Amparo, la primera en dejar la mesa, bostezó, y entrando en el dormitorio, se acostó sobre una de las camas. Y así fueron saliendo uno tras el otro. Sólo quedó Alfonso.

Tenía desabrochado el chaleco y la pretina del pantalón. Los párpados le caían pesadamente y después de un breve cabeceo se durmió, con la nuca apoyada sobre el respaldo de la silla.

Al abrir los ojos, a eso de las cuatro, buscó por las paredes un cuadro de Alfonso XIII, a caballo, que se exhibía bajo el gran reloj de su comedor en la calle 25 de Agosto. Comprendiendo al fin, estiró los brazos y piernas, poniéndose rígido, mientras soltaba un gran bostezo. En seguida se acarició la barba formando con ella, una comba hacia arriba; pasó repetidas veces la lengua por los bigotes, chupándose las guías inferiores con el propósito de definir los contornos. De pie se estiró todavía, parándose sobre los dedos y abriendo de nuevo la boca,

Al entrar en el dormitorio de sus hermanas, encontró a Amparo, peinándose ante un espejo. Ella fué la primera en hablar.

—¿Dormiste?

—Sí; he pescado un poco. ¿Y tú?...

—¡Quiá!... ¡Quién duerme con este calor!...

Vueltas para un lado, vueltas para el otro hasta que me aburrí de la cama. Después... ¿no oíste a un pájaro?

—No.

—¡Qué modo de chillar!....

Callaron un momento y cuando Alfonso iba a salir, Amparo lo detuvo:

—Oye; si quieres lavarte, lávate aquí porque aún no saqué tu palangana.

Volvió entonces y sin esperar a que su hermana terminase el tocado, tomó un peine y hundiéndola en el agua, moviólo luego, bruscamente, sobre su cabello. Cuando le tocó mojarse la barba sacó el gemelo que cerraba el cuello. En seguida, tomando una toalla, empapó uno de sus extremos para frotarse con él el pescuezo, costumbre inveterada de los Fernández y Fernández, excepción hecha de Dolores, pues ésta era la única que se desnudaba para asearse el cuerpo. Pero, como el cuello, aun sin gemelo, no le dejaba libertad para este lavado por parte, trató de desabrocharse el primer botón de la camisa, botón bastante grande, forrado, que hacía juego con el bordado de la pechera.

Primero forcejeó en todo sentido, sin lograr sacarlo del ojal. Se hizo de paciencia y siguió trabajando, pero se enardecía, poniéndose nervioso. Amparo quiso ayudarle, mas él no consintió.

—Ya saldrá.... verás cómo sale—repetía—con el rostro congestionado. Ella se acercó:

—Así no; déjame a mí...

—Te digo que me dejes a mí—replicó enfurecido.—¿Crees qué podrás más que yo?... —Y dale que dale, se le escaparon los músculos. Un golpe seco y saltó el botón cayendo en la cama.

—Ahí tienes... mira lo que has ganado—dijo Amparo.

—Oye. no me embromes, ¿eh?... no me embromes... ¡hombre!... ¡Cómo hablas!...

—Muy bonito... La otra trabaja como una burra para que tú lo deshagas en un minuto.

Aquí Alfonso pareció reflexionar y como se había desahogado, fastidióle haber desprendido el botón. Lo buscó en la colcha de la cama y cuando lo tuvo, permaneció unos instantes, mirándolo en silencio. Luego, encarándose con su hermana le dijo de golpe:

—Oye; pégamelo...

—Ahora, borriquín... si me hubieses hecho caso, no habría pasado nada. Hay que hacerme caso, ¿entiendes?... hay que hacerme caso...—y se alejó en busca de aguja e hilo.

La operación era un tanto difícil, sobre todo para, Amparo. El botón había sido desprendido con un poco de tela y esto complicaba el asunto,.

Concepción recostada en una silla miraba hacer y dijo:

—Lo mejor es dársela a ella misma para que lo arregle.

—De ningún modo, repuso Amparo. Una camisa nueva que éste ha roto por puro gusto.... ¡Qué diría!... No... no; ni decirle nada siquiera.—Y buscaba afanosamente el medio que le permitiese disimular la rotura.

Pero la suerte fué adversa. Doñarramona entró sin que fuese posible ocultar la verdad.

—¡Ay!... ¿cómo ha sido eso?... ¿Se rompió el botón?...

—Con el fleco de la toalla, Doñarramona, con el fleco de la toalla— decía Amparo, sin mirarla, atendiendo a la costura,

—Y... ¿cómo?...

—Yo me secaba la cara cuando éste entró. Entonces, por jugar le pegué con la toalla. El siguió caminando y ya tiré de ella sin ver que el fleco se había prendido de uno de los botones.

—¡Ave María!...—exclamó el ama, acercándose—¡qué tirón!... pero se puede arreglar... ya lo creo, se puede arreglar...

Alfonso, con la cabeza en alto, miraba hacia el cielo raso. Era la primera vez que tenía al ama tan cerca suyo, y, por más que ésta no le tocaba, sentía que sus ojos le pesaban sobre el pecho.

Concepción salió del cuarto preguntando por Dolores.

—Debe de estar en la hamaca—contestó Amparo, dando las primeras puntadas, bajo la vigilante mirada de Doñarramona.

Después de esto, siguió una escena muda, de gran fuerza, uno de esos silencios formidables que explotan con la acción.

Era como para creer que, en la dichosa camisa hubiese algo de diabólico.

Amparo cavilaba. Sentía lo que podríamos llamar la presencia del punto final. En sus pensamientos se producía una harmonía espontánea: ni una idea discorde: todo su interior parecía decirle: ¡Ahora... ahora!"...

Mas no se animaba todavía. Estaba segura del éxito; pero, aunque el espíritu se afirme sobre una base de piedra, siempre persiste en su centro un vacío lleno de duda, que puede comprimirse pero nunca llega a desaparecer.

Alfonso sofocado, miraba obstinadamente el mismo lugar. A su modo luchaba contra una avalancha cuya potencia no había experimentado jamás.

Hasta entonces, sólo había experimentado simples sofocaciones, arrebatos de vergüenza, aprensiones de pudor, momentos de incomodidad, físicos, locales y al final, una laxitud desesperante que le daba el aspecto de una flor marchita. Pero, estos instantes de inconsciencia duraban poco, pues trabajaba mucho y no era raro, verlo a menudo, entre sus peones, ayudando a cargar y descargar las bordelesas.

Ahora, todo explotaba en él cual una pirotecnia del deseo. Chispeaban los recuerdos unidos como por una mecha de pólvora y veía lo que había visto, sin orden alguno, igual que un rompecabezas. De pronto era un brazo desnudo, aislado, separado del cuerpo, semejante a esos que se exhiben en los bazares ortopédicos; ya unas palabras, una máxima cristiana, el principio de un rezo; bien una pierna, desde el tobillo hasta el ruedo del calzón, cubierta por una media de color naranja; el roce ardiente de las rodillas bajo la mesa común; el chillido de les muelles de la cama; el olor de alcanfor que emerge de las arcas repletas de ropa blanca; los pechos ocultos por la fina tela de la camisa.

Doñarramona parecía tranquila observando con muestra de interés la marcha de la costura que, en realidad, no adelantaba gran cosa.

No obstante, Amparo creyó descubrir que el ama no las tenía todas consigo. Aunque aparentase seguir las evoluciones de la aguja, su mirada se detenía demasiado en la cartera de la camiseta, donde, como siempre, asomaba el negro y reluciente pelo del pecho;.

Era el mismo efecto de la primera vez, aquel que le había hecho exclamar en un arranque de sinceridad: "¡Cuánto pelo tiene usted en el pecho, Alfonso!".

A partir de ahí su vida sufrió la primera contradicción seria, y durante esa noche no pudo pegar los ojos. "Mañana mismo, me confesaré, mañana mismo".

Fué un lunes. Ella tenía señalado un viernes, pero la espera se le hacía imposible.

Era de mañana. En la iglesia no había nadie. Sólo, después de pasear un buen rato, encontró a un mucamo saliendo de la sacristía con un gran plumero al hombro. Ella se acercó de prisa.

—Buenos días, si Dios quiere—dijo.

—Buenos... ¿qué deseáis?...—Era un compatriota suyo.

—Quisiera hablar con el padre Manfredi.

El padre Manifredi, viejo ya, era un excelente hombre. Confesaba mascando tabaco y se enojaba con sus penitentes, al extremo de que sus retos, dichos en una mezcla de español e italiano, hacían temblar a las pobres muchachas. Pero era sano, muy sano y se le quería sobre todo, por eso.

—¿Con el padre Manfredi?—preguntó el mucamo, alejándose—¿y no sabéis que no viene hasta el viernes?...—agregó, desapareciendo por entre el cortinado de una puerta.

Iba a retirarse; pero se detuvo.—¡Hasta el viernes!... No, no; era esperar demasiado. Volvió a pasear hasta encontrarse con un sacerdote alto y flaco, de piel curtida.

—¿Qué quieres, mi hijita?

—Buenos días, si Dios quiere, padre. Yo soy Doñarramona Urquijo y venía a confesarme.

El sacerdote mostró les dientes y le preguntó:

—Dime... ¿y qué has hecho hoy para tener eses colorcitos tan pintones?

Doñarramona no entendió:

¿Yo?...

—Sí, tú... tienes una linda carita—y alargando el brazo le acarició el mentón.

Doñarramona no sabía qué pensar y siguió al cura que se dirigía al Confesonario.

—Vamos a ver. ¿Cuándo fué la última vez que te confesaste?

—El viernes.

—¡Caracoles!... De modo que ya hiciste alguna cosita, ¿eh?... ¿Cuándo fué?... Cuenta, cuenta... ¿Quién es tu novio?...

Doñarramona contestó balbuceando:

—Yo no tengo novio, padre...

—¿Qué no tienes novio?... ¡Jem!, ¡Jem!... A otro perro con ese hueso... ¿Y quién te hace las cosquillitas, entonces?...

El ama sintió rabia. Quizá el día antes no hubiese experimentado la humillación que ahora provocaban las palabras del cura. Se levantó y le dijo impulsiva:

—Es usted un libertino, señor cura; que Dios le perdone...—Y salió de la iglesia como si huyera.

Esta fué la primera consecuencia producida por los peles ensortijados de Alfonso. Desde entonces a acá, la influencia se había acentuado y pese a la terquedad de su defensa, Doñarramona, ante ellos, sufría desvanecimientos contundentes.

Amparo se decidió al fin. Quería jugarse la partida o ahora o nunca.—La integridad de la familia y la felicidad de su hermano, dependían—según ella—del momento.

—¡Ay!... ¡qué mal me está saliendo esto!... ¡Psch!... mire lo que acabo de hacer..—Tironeaba del hilo que se había anudado.—¡Qué esperanza!... ya no sé hacer como se debe... no... no... estaré hasta la noche inútilmente.—De pronto, aparentando incomodarse, se dirigió al ama.—A ver... ¡por favor!... Usted con dos puntaditas lo arregla todo...—y le daba la aguja.

—¡Yo!...—exclamó Doñarramona como si despertase de un sueño.

—Sí; líbreme usted de esto: no acabaría nunca.

Fué tan sugerente que el ama, no supo negar. Hubiera deseado defenderse, protestar, probar que ella no había venido para eso, que no quería eso; pero una fuerza sutil convencía sus músculos.

Cuando pudo hablar, ya era tarde. Se encontró en el sitio de Amparo, cosiendo. Temblaban sus manos y un fuerte temor de rozar con sus dedos el pecho de Alfonso, la volvía torpe. Echó las culpas al hilo.

—¡Ave María!... este hilo es un poco grueso...

—dijo serenándose, como si las palabras le sirviesen de escudo.

—Tengo más fino..... si quiere....

—Sería mejor... pero no... deje usted. Aquí vendría bien un zurcidito...

—¿En la pechera?....

—Sí. Después de puesto el botón, quedará tapado.

Más dueña de sí, comenzó a coser, sin lograr dominar el temblor de sus manos.

Entonces, Amparo, como quien no quiere la cesa, se asomó a una de las puertas y llamó:

—Dolores...—Esperó y volvió a llamar con más fuerza.—¡Dolores!...

—Están en la hamaca, señorita—respondió Magdalena, desde la cocina.

—¿En la hamaca?—repuso Amparo, siempre en vez alta—¿en la hamaca?... ¿Están en la hamaca?...—y salió de la habitación alejándose, de prisa, como si corriera. Desde lejos se oía su voz, todavía.—¡Dolores... Concepción!...

Doñarramona quiso seguirla; pero no le dió tiempo, ni siquiera para decirle: "¡Ay!... si usted se va, yo también".—Alfonso dudaba. Empezó a girar su cabeza, en alto, con la cara congestionada, los ojos muy abiertos buscando a su hermana en el cuarto. Y como no la encontrara se sintió inquieto. Decía para sí:—"Ya lo creo... se fué". Al volver a su posición, para permitir que continuasen cosiéndole la camisa, sus ojos se encontraron con los del ama. Por primera vez se hicieron frente. Con las cejas enarcadas parecían exclamar:—¡Oh!... Fué cuestión de segundos. Humilde, casi esquiva, ella interceptó con sus parpados la corriente visual y Alfonso tornó a mirar al techo.

Pero perdían la línea moral como, un borracho pierde su línea física. La ingenuidad vela siempre sobre estos actos con una prudencia demasiado sutil. De ahí que, en emergencias semejantes, se llegue a pensar al revés sin que lo advirtamos, alcanzando convencimientos absurdos y aceptando valores falsos.

Alfonso habló:

—¡Qué calor!...

Dijo esto por cálculos, por disimular. Temía al silencio y deseaba conversar, de cualquier cosa, a fin de que ella no supiese la verdad.

Doñarramona no contestó de inmediato. Su problema era más complejo. Hubiera querido dejar la aguja y escapar, mostrarse a la familia, estar entre todos, pero... ¿no era decirlo claramente?... ¿qué podrían creer?... En cambio... ¡si se quedaba!... Lo cierto es que ella estaba trabajando, cosiendo...

Nada podían recriminarle. Cuando; logró hablar, tomó por pretexto la camisa.

—¡Vaya... cómo se ha roto esto!

—No lo hice adrede—contestó Alfonso.—No podía desabrocharlo... me enfadé, y plim... saltó el botón.

—¡Oh!... pero entonces no fué con la toalla.

—¡Ya, ya!—dijo avergonzado, recordando la mentira de Amparo. Y después de una pausa breve, agregó:—Si callé, fué porque no lo hice adrede.

Hubiera deseado explicarse, dar a entender su poca suerte, la pena que le producía su propio acto; pero aún cuando no pudo decirlo, Doñarramona lo entendió. Esta simple intención bastó para producir en ella, un soplo de dicha. Se sintió galanteada, como si él hubiese hecho a su oído, una formal declaración de amor.

—¡Ave María!... No vaya usted a creer que esto me cuesta mucho trabajo..

—¡Oh!... yo sé bien todo lo que usted vale...

—En costura, es lo que hago mejor: las camisas.

—Todos dicen que está muy bien hecha. Yo nunca tuve una igual.

—¿Le dijeron a usted que le preparaba una camisa para su onomástico?

—No, no; si la tenía delante y no sabía lo que era!...

Hablando se miraron varias veces. Sólo que cuando los ojos comenzaban a decir la verdad, los párpados se cerraban cautelosos.

Callaron un momento.

Durante los intervalos silenciosos la emoción común se hacía más profunda y absorbente.

Doñarramona apenas movía la aguja. Sus músculos se encaprichaban: una cantidad de movimientos reflejos dislocaban su voluntad.

En su mente normal, tranquila, había caído un gran borrón. No podía pensar. Deseaba ver, deseaba saber; pero esto no pasaba de una simple intención, débil, indecisa, que se apagaba al pronunciarse. Vagamente comprendía que todo aquello que debía hacer, no podía hacerlo. Le faltaba su índice, el regulador constante de su existencia.

Alfonso cedía más visiblemente, porque sólo luchaba contra su timidez. No sufría retroceso alguno. Entregado por completo a su necesidad, ella le movía como un guía experto. Ahora observaba al ama sin recato. Sus ojos seguían la curva del cuello, la pendiente del busto, el movimiento sugerente de los bracos. Estaba en ese estado de comparación subconsciente que verifica el sexo: experimentaba esa sensación de contraste que oprime y entrega.

Sintió un imperioso deseo de tocar al ama, de acariciarle la carne, de acercarse a ella.

Sus manos se agazaparon bajo las mangas de la bata. Doñarramona se encogió, tembló, mirando con fijeza el pecho de Alfonso. Luego fué cediendo lentamente. Su cuerpo se hallaba dominado por una pereza invencible, pereza que le nublaba los sentidos, la hacía desfallecer como un narcótico.

Pero ninguno de los dos hablaba a propósito de eso. Perdidos ambos en el laberinto del deseo, no olvidaban, sin embargo, la camisa.

Cuando Doñarramona sintió que la acariciaba sufrió una última sacudida. Estuvo a punto de echarse atrás, retirar las manos de Alfonso; pero no pudo levantar los brazos. Sólo dijo con la voz apenas perceptible.

—Este hilo es muy bueno.. me costó cincuenta centésimos el metro.

—¡Ah... sí!—repuso Alfonso.

El sexo los acercaba con violencia. Ella hacía rato que no cosía. Estaba parada como una estúpida, soportando dócilmente la presión de las manos de Alfonso, que le recorrían todo el cuerpo, palpándola, buscándola, atrayéndola entre sus brazos.

En un arranque, él inclinó su cara sobre el cuello descubierto del ama. Pero en vez de besarla, la olfateó, hincándole su nariz, en la carne.

Ella se sintió removida en las entrañas. La barba de Alfonso le rozaba el pecho, el aliento la quemaba. Le acometió una ligera convulsión y quedó pálida, desencajada. ¡Exclamó quejándose:

—¡Ay!... ¡la bola, la bola me viene la bola!... El se animó y dijo:

—No es nada.

Y completamente vencido, empujaba al ama hacia el lecho, repitiendo como un idiota:

—No es nada, no es nada...

Y todo ocurrió como si no ocurriera.

Unas horas después frente a frente, ante la mesa, del comedor, se mostraron con la misma serenidad, igual que antes. Y era que, a pesar del hecho, una simple camisa, un simple pretexto, velaba por la dignidad de los Fernández y Fernández y amparaba sobre todo, la rectitud inconfundible de Doñarramona.

¡Alabado sea el Señor!...

"Los últimos serán los primeros".

Sine qua non

I

Fué al final de una fiesta.

Con bastante regularidad dedicábamos un día de cada mes para una excursión al aire libre.

Nos reuníamos basta cuarenta individuos, de ambos sexos, amigos, amigas, no faltando a veces, matrimonios jóvenes, alegres aún, que nos acompañaban de buen corazón.

Desde que dejamos las últimas casas de la ciudad, empezamos a experimentar ese placer casi físico que se siente a la vista del campo.

Ese día, el tiempo se mostraba como un verdadero camarada.

Todo el encanto de la mañana estaba sobre el horizonte cargado de oro y la luz corría como desbordando por la comba del cielo cruzado por nubecillas que se crispaban de rojo.

Nada más admirable para un hombre de la ciudad que este espectáculo del sol.

Por un momento todos marchamos silenciosos, sin orden, amontonados, y por un momento nos detuvimos frente a la luz.

—¡Qué hermoso!...—exclamó una voz de mujer.—Nadie repuso una palabra.

Seguimos andando, pero, un instante después, cuando el sol mostró su superficie vidriada e inquieta, la alegría se apoderó de nosotros, una alegría ruidosa, muscular, que se manifestaba en gritos y carcajadas.

Llegamos a las ocho. Era una quinta que, además del terreno dedicado a la labranza, poseía una extensión considerable de campo libre.

Nos cambiamos de ropa y el grupo se dispersó. En poco tiempo, sólo quedamos en la casa, un viejo y yo. Se llamaba Juan, hacía el oficio de mayordomo y cantaba canciones tristes al final de las comidas.

—¡Cómo, tú aquí!—dijo, fingiendo sorpresa.

Respondí sin entender:

—¿Y no sabía usted que yo había venido?

El viejo me guiñó un ojo.

—¡Sí... eh?... ¿Y Rosita?...

Le miré más extrañado aún.

Rosita era una compañera nuestra, de unos veinticinco años de edad, rubia, elástica, espiritual, gran jugadora al tennis y excelente compañera de mesa.

Simpatizábamos mucho los dos, pero era la nuestra esa simple simpatía, del enmarada, que nace en el bullicio y muere con él,

—¿Y por qué me pregunta eso?—respondí.

—¡Ancla, hipócrita!—repuso el anciano, burlón.

—¿De modo que no sabes nada? ¿Acaso no se nota? ¡Si ella no te saca los ojos de encima y tú te pones bobo!...

—No, no; usted está equivocado, don Juan.

—¡Equivocado, no!...—y se alejó sonriendo.

Yo quedé desconcertado y salí a mi vez, buscando con la vista en distintas direcciones sin preferir ninguna.

Se jugaba al tennis, a las bochas, al cricket; se tiraba al blanco, se divertían en las hamacas.

Me acerqué a un grupo que merendaba debajo de un árbol.

Me ofrecieron fruta y pregunté por un compañero.

—Está en el Tiro—me respondieron.

Me fui hacia él. El stand distaba unos doscientos metros.

Tardé más de cinco minutos en llegar. Me detenía a menudo. El cielo estaba resplandeciente y un fuerte olor a heno soplaba de las chacras vecinas.

—¿Eh?... ¿qué haces? ¿No tiras?

—No. ¿Qué tal?

—Mal, mal... estoy haciendo un papel feo. No he colocado más que uno.

Estuve un rato observando hasta que me aburrí.

—¿Te vas ya?

—Sí; hasta luego.

Había andado unos pasos, cuando me hablaron de nuevo.

—¡Eh!... mira... te buscaban...

Me volví diciendo:

—¿Quién?

—Los muchachos. Rosita me preguntó si no habías venido por acá.

¿No sabes dónde fueren?

—No. Hablaban de una quinta... No sé...

Seguí caminando, malhumorado, fastidiado conmigo mismo. Se me antojaba orne ese día yo no estaba para fiestas. Empezaba por llegar tarde y quedaba aislado en medio de tanta gente que se divertía.

Anduve vagando toda la mañana, recorriendo las canchas, viendo a unos y a otros. Por fin, llegué a la cocina.

El aroma penetrante de los condimentos y el olor de la carne asada, apestaban de lejos.

Me acerqué a la puerta y miré.

Dentro estaba Juan, arremangado, sudoroso. Cuatro hombres le ayudaban en la tarea.

Al verme sonrió:

—Espera; no entres: saldrás oliendo a ajo.

Cuando estuvo junto a mí, agregó:

—¿Y... hay apetito?...

—Ya lo creo. ¡Con estos aires!...

—¿Qué tal el paseo?

—¿Qué paseo?...

—¿Cómo? ¿No fuiste a la quinta?

Disimulé como pude.

—¿A qué quinta?

Después de una pausa, el viejo respondió:

—Por aquí te anduvieron buscando: yo creí que habías ido con ellos.

No pude evitar que una sonrisa de satisfacción recogiera mis labios y dije, tocando al anciano en el hombro:

—¿Trajeron buen vino?

En este momento, un grupo formado por hombres y mujeres apareció por un costado de la casa.

—¡Eh!... ¡remolón!... ¿Dónde estaba usted?

Era Rosa que volvía. La miré como si por primera vez la viese: Estaba hermosa.

Llevaba puesto el traje de tennis y su gran cabellera de oro, suelta, alborotada, le cubría la espalda, brincando, al menor movimiento. Cubría su cabeza con un sombrero de paja, de alas anchas, sujeto bajo la barba por una cintilla celeste.

Presentaba el rostro sonrosado, jadeante pero sin fatiga, animado por una extraordinaria claridad.

Con su brazo izquierdo completamente combado, sostenía un brazado de rosas que oprimía contra su pecho. Y sus ojos, azules como el mar, se tornaban inciertos, bajo la reflexión enervante de las flores. Estaba hermosa.

Le hablé con cierto embarazo:

—Yo no salí de aquí.

—Pues no sabe usted lo que se ha perdido. No he visto nada tan lindo como la quinta de Alfaro.

Esto es una muestra...—y me indicó con la vista el enorme ramo que le cubría el pecho.

—¡Están bien las flores!...—le dije con dulzura.

Ella, se alejó sonriente, algo aturdida; pero se volvió para arrojarme una rosa.

—Para usted, charlatán...

Fué un instante de gran emoción: ¡pocas veces en mi vida he recibido tanto bien de una mujer!...

Me invadió una gran vaguedad y pensaba en ella como si soñara. ¿Estaba enamorado? ¿Estaba enamorada? ¿Desde cuándo?

Anduve caminando, a paso lento, disimulando todo lo que me era posible, el ensueño que se tejía entre los dos.

A la hora del almuerzo, después de algunos rodeos entré al salón.

Era una baraúnda, un vocerío estrepitoso, una verdadera multitud de conversaciones a gritos que se interceptaban, se confundían como en una red descompuesta.

Contra lo que esperaba, aquello me disgustó: me resultaba chabacano, sin sentido: evidentemente, no estaba para fiestas.

Cuando llamaron a la mesa, no obstante el desorden y la algarabía, yo me hallé sentado frente a Rosa. El viejo Juan, que en esos momentos pasaba con una gran fuente llena de comida, me guiñó un ojo, maliciosamente.

Nuestro amor avanzaba, pero avanzaba de un modo desconcertante, sin dar tregua, de sorpresa en sorpresa. Y en los claros breves que presentaba este embeleso casi continuo, decía como cuchicheando conmigo mismo: "No; esto no es posible, esto no debe ser verdad".

Pero sus ojos azules volvían, vehementes, dolorosos, despertando en mí, todo lo bueno que tengo y que no doy, todo lo hermoso que pienso y que no digo.

Y en las postrimerías de aquel banquete, cuando ya asomaban las canciones inspiradas por la satisfacción y el vino, yo mondé una naranja y se la entregué.

Ella parecía esperarla. Y luego mientras la gustaba, oprimiendo la fruta en su boca, me miró un instante prolongado, como diciéndome: Muchas gracias. ¡Cuánto le agradezco a usted! ¡Qué dulce, pero qué dulce es la naranja!".

II

Eran ya pasadas las tres de la tarde, cuando salimos para una correría. Habíamos proyectado llegar a un pequeño bosque de sauces que se mostraba desde una loma, como una cabellera desgreñada. Por eso, a fin de estar ágiles, el almuerzo se había servido a las once.

Formábamos el conjunto más cómico y ridículo, íbamos como disfrazados. La mayoría de los varones llevaban los rostros desfigurados con afeites groseros, de fabricación casera y se cubrían la cabeza con bonetes de papel, no faltando quienes habían logrado conseguir el sombrero de sus compañeras, lo que les daba un carácter más grotesco; aún.

Adelante marchaba el tipo más chusco, de gran galera alta y culero prendido a la cintura. Iba montado sobre un asno, muy pequeño, muy bellaco, que se paraba de continuo, empacándose, aferrándose al terreno con una obstinación increíble. Lo tiraban por la cabeza, le empujaban por las aneas, pero inútilmente. Podían cambiarlo de lugar como a un mueble; pero no conseguían hacerlo caminar. Sólo cuando a él se le ocurría, aburrido quizá de tantos gritos y estrujones, daba unos cuantos pasos y vuelta a empezar. Y todo entre bromas, carcajadas y burlas, en las que tomaban parte activa las mujeres.

Yo también, poseído momentáneamente por aquel espíritu de la risa, anduve un buen trecho confundido entre la comitiva del asno. Pero después, me fuí entregando al recuerdo de la mañana dócilmente, volviendo a mí como si una música me subyugara desde adentro.

Habíamos andado cerca de un kilómetro cuando la casualidad nos reunió, ya en el bosque, en el momento de atravesar un arroyo que lo cortaba por su lado sur.

—¡Ay!... ¡nadie me ayuda!...

Corrimos dos, pero yo llegué primero. Ella me alargó la mano, presurosa, alegre como una chiquilla y trepamos por la pendiente.

Después dijo en un tono de broma:

—Ahora que no lo necesito puede irse.

Repuse con la misma intención:

—Aun cuando me echara usted no me iría.

Rosa soltó la risa y dijo al fui:

—¡Tiene gracia!...

El tiempo cambiaba insensiblemente. Hacia el mediodía, una inmensa nube, prolongada y maciza, llegó de la lejanía, navegó sobre el paisaje, se aglomeró, se abrió y concluyó por extenderse como una cadena de montañas blancas.

Hasta entonces, nadie se había inquietado. Sin embargo, cuando las crestas de las nubes comenzaron a confundirse en un mismo tinte obscuro, muchos pensaron en la retirada.

Nos reunimos bajo los sauces y deliberamos. La mayoría, confiada, decidió proseguir la fiesta. El cielo mantenía aún, en casi toda su extensión, el esplendor de la mañana, Además, en el horizonte amenazante se produjo un movimiento repentino: se abrieron grandes claros, enormes buracos que llegaron hasta el fondo azul.

Volvimos a dispersarnos en pequeños grupos.

Rosa y yo, pasamos por un instante de verdadera confusión. Era como una rozadura moral que nos obligaba a volver la vista hacia los demás, pero, al mismo tiempo, algo más poderoso y exigente nos mantenía solos. Al cabo le pregunté en voz baja:

—¿Vamos hasta la línea férrea?

—¿Hasta allá?... ¡tan lejos!...

—¡Oh!... habrá tres cuadras a lo sumo.

Ella pareció medir la distancia y dijo de prisa, poniéndose a andar:

—Pero volveremos en seguida.

Este episodio, tan simple y vulgar, tuvo para mí un alcance grandioso.

Empiezo por decir que me sentí cambiado, como tocado por una de esas varitas milagrosas que aparecen en los cuentos viejos.

El que no haya experimentado este florecimiento, esta inspiración suprema de la vida, ante la cual los enigmas caen, y se corre el infinito, no podrá jamás explicarse el sentido íntimo de la belleza.

Andábamos a paso perdido y tardamos bastante tiempo en alcanzar la línea del ferrocarril, que pasaba rozando la copa de los árboles. Y allí, sentados sobre los extremos de un durmiente y mirando hacia las colinas lejanas, Rosa dijo con una voz que parecía un susurro:

—Es un sueño... es un sueño... —y después de una pausa, volviéndose hacia mí con la cara llena de sonrojos, añadió:—No comprendo nada de todo esto.... siento una gran alegría y nada más...

Yo continué hablando, exaltado, dominado por una nerviosidad aprensiva. Cada vez que la miraba, un nuevo pensamiento caldeaba mi mente, una nueva fuerza templaba mi ánimo. El amor me colocaba en el plano donde no existen los imposibles.

Ella escuchaba inmóvil. Mis palabras parecían hacerle el efecto de una descripción maravillosa. Sólo de cuando en cuando, levantaba su cabeza para mirarme, con los ojos ávidos. Tenía en su rostro una expresión de inquietud y hacía visibles esfuerzos de atención, como si pretendiera reconocer en mí alguna imagen perdida en su cerebro.

De pronto, un hecho inesperado nos dejó aturdidos por breves instantes.

Un viento huracanado sopló en la campiña, una obscuridad densa corrió por el cielo como si la noche nos tragara de golpe. Fué cuestión de segundos. Llegué a oir algunos gritos, voces de los compañeros que llamaban... después todo fué una confusión espantosa.

Confieso que el pánico me paralizó. Aquello era un báratro, una manifestación sublime de la fuerza arrancando de las praderas quejidos bárbaros, rabiosos, que cimbraban como corrientes de odio. Y sobre este estrépito colosal se movía un cielo mudo, deshecho, con vetas siniestras y grandes manchones negros que corrían en tumulto.

No obstante oí pronunciar mi nombre. Rosa se había movido hacia mí agarrándome por uno de los brazos. Una gran palidez hacía resaltar" sus órbitas y los ojos me interrogaban inútilmente.

—No es nada—dije—esto pasa pronto.—Me bastó sentirla a mi lado para que la atonía del primer momento desapareciese de golpe.

Entonces traté de buscar un refugio. La violencia del ciclón era tan intensa, que amenazaba arrojarnos de la vía férrea. Miré en torno. Todo era hostil. El bosque de sauces silbaba,

Sin embargo creí conveniente bajar hasta él, siguiendo el cauce del arroyo. Allí estaríamos más seguros que en el terraplén, donde era imposible mantenerse en pie.

—Vamos.... bajemos por aquí.

Descendimos la pendiente unidos de la mano. Rosa había perdido el sombrero y su gran cabellera de oro, suelta, flotaba como una llamarada en la semiobscuridad del ambiente.

El arroyo estaba sediento. Era un zanjón hosco, lleno de cortaduras, abierto entre peñascos, con un lecho ancho y arenoso. Sobre nuestras cabezas, los sauces se sacudían como trapos.

—¡Ahí!; sentémonos allí...

Habíamos encontrado un refugio, una entrada del terreno sobre una de las paredes, donde nos acurrucamos, al mismo tiempo que se oía el ruido de la lluvia que castigaba con rudeza, impulsada en el torbellino.

—Aquí se está mejor—dijo Rosa con una expresión más tranquila. ¡Qué manera de llover!... ¿No oye?...

Iba a responder, pero mis ojos se encontraron con los sayos y una misma emoción nos detuvo, indecisos, vehementes, como dos alas trémulas. Yo oprimí una de sus manos, la mano que el miedo había puesto entre las mías y la llevé a mis labios. Ella tembló, trató de separarse de mí, pero no pudo. Entonces dijo en tono de súplica: "¡Vámonos... vámonos!.

¡Ah!... siempre recordaré esa hora de mi vida. Nunca jamás fuí tan grande, jamás ascendí tan alto. No había un punto de mi cuerpo que no fuese puro. Me invadió una energía desconocida, un calor heroico que me adueñó del mundo. Todos los obstáculos de la existencia me parecieron despreciables y ridículos. Me convencí de que no había distancia que no recorriese, obra que no cumpliera, esfuerzo que no intentase. Toda la bondad y toda, la belleza estaban conmigo.

Rosa repitió débilmente:

—¡Vámonos!...—y añadió dominada por la inquietud:—No debemos quedarnos!...

Pero ardía en los dos el mismo fuego, formábamos una sola llama.

Lentamente abandonó su cabeza sobre uno de mis hombros, cayeron sus párpados y quedó, cual si durmiera, con el rostro iluminado por la dicha.

Yo sostenía su cabecita, envolviéndola con mis brazos, con mis manos, padeciendo la ilusión de que, a la menor violencia se me quebraría sobre el pecho. Y le hablaba junto al oído, refiriéndole mi amor, mi fe en el mañana, mi creencia en la vida, todo en voz baja, apenas perceptible, como si le contara un secreto. Y ella exclamaba, sin abrir los ojos:

—¡Qué alegría!... ¡qué alegría!...

Nuestras bocas se plegaron en un beso interminable, silencioso. Largo rato estuvimos así. Los corazones empezaron a llamar desde cada pecho, latido a latido. Y bajo el vendaval rudo, nuestros cuerpos se poseyeron en una entrega suprema. Después, solo un instante después, ocurrió algo insospechado y desgarrante. Nos miramos desconcertados y yo, sin saber por qué, me alejé unos pasos.

El temporal había amainado, pero llovía aún, una lluvia fina que caía sin violencia. Por el lecho del arroyo corría ahora el agua y a través de algunas nubes deshilachadas, se mostraba el cielo.

Yo miraba con indiferencia, sumido en un estado de idiotez, cuando sufrí una sacudida nerviosa. Oculto entre el ramaje de los sauces, un avechucho soltó un grito estridente, que me hizo el efecto de una burla despiadada.

—¡U... ásjajá!... ¡u... ásjajá!...

Era un canto sarcástico, cínico. Una rabia súbita enardeció mi cuerpo extenuado. Lo busqué con la vista: a tenerlo a mi alcance, lo hubiera aplastado como a un sapo.

Luego volví hacia Rosa. Estaba en el mismo sitio, inmóvil, con la cara cubierta por las manos. Al acercarme oí que lloraba.

Me detuve sin saber qué decirle y esperé un momento. Comprendí: pensé que pasaba por un trance amargo, semejante al mío, quizá. Al cabo, con gran trabajo, logré decir:

—No llores...—Pero el dolor la ahogaba, y continuó llorando. Entonces insistí:—No llores, Rosa... todo se arregla... Vámonos... Ya no llueve...

Se levantó como movida por un impulso y preguntóme:

—¿Por dónde?

—Por aquí.

Tratamos de salir del arroyo por una cortada; pero patinamos sobre el barro. Fué necesario retroceder, buscar otras salidas. A cada fracaso aumentaba mi mal humor y renegaba como un energúmeno. En cambio, ella me seguía, callada, obedeciendo mis indicaciones, ajena por completo a las incidencias de nuestra marcha. Por fin, agarrándonos por unas raíces conseguimos escalar el barranco.

Cuando caminábamos sobre el césped, le vi un gran manchón de barro en su pollera de tennis y se lo hice notar.

Ella, después de mirarse hizo un gesto doloroso de indiferencia. En seguida me preguntó con la voz silbada y mostrándome la cara:

—¿Se me conoce que he llorado?...

—Algo. No te restregues los ojos.

Y seguimos andando, alejados, silenciosos, cada uno con su muerto al hombro, perseguidos de cerca por el canto del avechueho:

—¡U... ásjajá!... ¡u... ásjajá!...

En el Prado

Una tarde de agosto, fría y seca, paseaba por el Prado. Acababa de dejar el puente y me dirigía por la avenida, a paso lento, perdido, sintiendo una tranquilidad confortable que me hacía feliz.

Ya frente a los pabellones, me llamó la atención un transeúnte que venía por la misma acera. Era un hombre alto, fuerte, vestido con corrección. Un automóvil le seguía a corta distancia.

"¡Calla!... si es Fortuny, mi amigo, es decir, mi ex amigo, mi antiguo compañero de estudios", me dije.

Pareció reconocerme; pero dudaba. Nos contemplamos un instante y luego, Fortuny, levantando sus manoplas al cielo, exclamó:

—Pero... ¿y eres tú?...

Nos dimos un abrazo formidable.

—Nunca lo hubiera soñado,—decía movido por una reaparición espontánea de nuestra vida pasada.

Me soltó para mirarme. ¡Pero si estás lo mismo!... Mira que no haberte reconocido en seguid a... No has cambiado, no has cambiado...

—En cambio tú estás hecho un hércules.

—¿Un hércules?... ¡Ja... Ja!... Un hércules que tiene afectado un pulmón.

—¡Tú! ¡No creo...

—¡Eh!... ¿no crees?... Pero no hablemos de esto ahora... Vaya... acompáñame. Es un trayecto que hago cuatro veces en la semana... por prescripción de la ciencia. Míe bajo del coche a la entrada del Prado y sigo a pie hasta al casino. Allí siempre bebo algo.

Nos tomamos del brazo y empezamos a andar hacia el hotel. Pero él caminaba de prisa: me llevaba a remolque.

—¿Por qué te apuras tanto? —pregunté.—¿Tienes algún asunto?

—No, no... es que lo hago sin darme cuenta. Es una costumbre en mí, una costumbre que se traduce en el menor acto. Como de prisa, bebo de prisa, vivo de prisa. El tiempo me asedia de tal modo que, aun cuando no tenga nada que hacer, no puedo desprenderme de esta rara sensación de vencimiento o plazo fijo.

—Pero... ¿y qué haces, a qué te dedicas?

—Gano dinero.

—¿Tú?... ¿Y todo aquello?...

—¿No sabes que me casé?

—Sí, lo supe.

—Tengo ocho hijos.

—¡Qué bárbaro!...

—Convenido. Es el caso vulgar de todos los que tienen muchos hijos. Pero ¡canastos!... No ta imaginas el cambio que ha sufrido mi vida. Yo mismo dudo, yo mismo...

—Parece que te quejas.

—¡Mi temperamento!... ¿Recuerdas aquella timidez de la que tanto se burlaban mis compañeros?

—Es lo primero que veo al acordarme de ti: tu timidez.

—Era, en realidad, un exceso de precaución, ahora lo entiendo claramente.

—¿Y la escultura?

—La escultura se fué con mi timidez. ¡Ja, ja, ja!... Siempre que me pasaba muchas horas en el taller mi padre decía: "éste con sus romanticismos fracasará cada vez que intente algo" ¡Ja, ja...! ¡Si me viera ahora!...

—¿Sabes que empiezo a desconocerte?

—No lo dudo.

—¡Vaya!... Estás agriado. Algún contraste rudo, quizá...

—Te digo que no. En el desenvolvimiento simple y sencillo de una familia no existen contrariedades capaces de volear un temperamento. Yo cambié con naturalidad, la misma naturalidad con la que se gesta un hogar.

—¡Bah!... no hay mucha diferencia.

—Te equivocas. Cuando el hecho surge de golpe, presentándose ante la conciencia como una cosa externa, entonces, ella, resiste o se entrega; pero cuando la naturalidad comienza a filtrar en nuestras vidas una cantidad de detalles insospechables, que pasan ocultos, inadvertidos, las transformaciones "se efectúan sin lucha. Recuerdo que una vez fuí artista.

—Es verdad. Siempre creí en tu gran porvenir. Aquella mano fué una revelación.

—¿La recuerdas? Era una mano crispada. ¡Cuántas promesas! Hoy no siento nada. Haría vulgaridades.

—Pero vamos; explícate. ¿Cómo es posible todo esto?

—Los hijos. Yo me casé con las manos vacías. Todo iba bien; pero la llegada de nuestro primer hijo, trajo consigo la primera turbación seria. Fué como si la vida se me presentase de golpe y me dijera: "soy un conjunto de necesidades: hay que llenarme, hay que darme. De lo contrario no confíes en mí".

Esto era crudo, ademas era inexorable. Cada vez que veía a mi criatura, sobre todo si la hallaba dormida, oía con una intensidad demasiado viva:

"Juan: este sér depende de ti". "Juan, tú no tienes nada, eres un desposeído". "Juan; si tú te enfermaras, tu gente tendría que recurrir a las amistades, a la benevolencia, a la caridad". Desde entonces empecé a sufrir una tiranía inclemente. Es cierto que yo calculaba, quería teorizar con la suerte de mi hijo. Me decía: "Yo, sólo estoy obligado a prepararlo, a desarrollar sus aptitudes y luego que se arregle". Pero eran mentiras, bien lo veía, mentiras. Estos pensamientos estaban huecos, no me libraban de esa impresión acre, intransigente, no me quitaban la visión borrosa del día que llega, de la comida que hay que preparar. Y empecé a buscar dinero. ¡Ah!.... esa primera búsqueda, esos instantes corrosivos, semejantes para mí, a las primeras copas de alcohol, a las primeras humadas de cigarro. Delante de la víctima, me mentía avergonzado y perdí muchos negocios precisamente por eso, por vacilar. Por supuesto que me dediqué al negocio por excelencia, al negocio puro. Alguien más reposado que yo, hubiera elegido una empresa más firme. Pero para constituirse con firmeza, era necesario mucho tiempo y esto me desconcertaba. Sentía premura, ansiedad por el oro. Y cuando volvía a casa, después de haber logrado una ganancia regular, decía para mi coleto, junto a mis seres queridos:

Hoy hice un buen día. Durante un mes, por lo menos, ni el hambre ni el ridículo, llamarán a la puerta. Pero un mes, nada más... después.... ¡quién sabe!.

El nacimiento de mi segundo hijo, decidióme, por completo. Fué entonces cuando aproveché todas las ventajas de la ley. ¡Ah!... no hay nada comparable a la ley!...

Presté quinientos pesos—todo lo que tenía—sobre una finca. Las amortizaciones eran severas, como convenía a un asunto tan serio. Cumple el individuo con les dos primeros vencimientos; pero al tercero no aparece. Y ahí está, en este trance cimenté mi fortuna Pero, no podía dormir, créelo, no podía dormir!...

Por una parte veía mi porvenir asegurado: el porvenir de los míos ¿entiendes? La casa valía dos mil setecientos pesos y yo encontré con ellos el caudal que poseo hoy. Era una alegría. Sólo que, no podía olvidarme de la víctima.

Esta se entrevistó varias veces conmigo. Una noche al llegar a mi casa, lo hallé en mi escritorio esperándome. Hablamos más de dos horas, más bien dicho—habló él. Yo no hacía más que negar. A cada argumento suyo, contestaba, "no". Estaba convencido de que en cuanto hablase le entregaba la casa, porque era suya. Quiero que notes esto: yo no me creía con derecho a ella. Sé perfectamente eme el oro no es elástico y que por lo tanto, todo individuo enriquecido presupone varios en la miseria. Por momentos, cuando mi víctima estaba a punto de convencerme, yo soltaba este estribillo: "la ley es terminante, la ley es terminante"....

Ja, ja, ja.... la ley es terminante... jamás supe lo que quise decir con eso. Por último mi hombre, bajando la voz, concluyó:

—"Señor, soy casado. Si usted me deja sin la casa le quita a mis tres hijos todo lo que tienen".

¡Ah!... entonces sentí un extraño acceso de rabia. Le observé de firme y exclamé: "¡Qué me viene usted con esas! ¡Yo también tengo hijos!..." Transcurrió un instante verdaderamente terrible. Los dos nos miramos con fiereza y por poco nos saltamos al cuello. Después sin decir palabra se marchó. No lo he vuelto a ver más.

—¡Fuiste un canalla, Fortuny!

El no contestó. Nos habíamos soltado el brazo y anduvimos mucho rato sin hablarnos. Algo incómodo pesaba sobre nuestra amistad. Por fin en el hotel, Fortuny volvió a hablar, sentados ambos ante la mesa servida.

—Después todo marchó sobre carriles. A más hijos, más dinero. A fuerza de dedicarme a esto, todo lo demás ha desaparecido para mí. Ahora dicen que tengo enfermo un pulmón: casi me divierte.

Volvió a callar y después de comer un sandwich me preguntó:

—Y tú, ¿qué haces?, ¿de qué vives?...

—¿Yo?... trabajo dos horas por día y gano unes cuarenta pesos por mes.

—¡Cuarenta pesos!...

—Y el resto del día lo dedico a pasear, a caminar. Me gustan mucho las carreteras, los árboles...

—¿Y vives?...

—Vaya si vivo. ¡Vivo!!...

Fortuny se iba a llevar otro sandwich a la boca; pero se detuvo. Clavó su mirada en mí, y largo rato me estuvo observando sin pestañear. Su expresión de insensible, aquella cara donde la crudeza había estirado los músculos, se dulcificó. Y un pensamiento oscuro pasó en el iris claro de sus ojos.

La señora del Pino

Llegué a la ciudad de X., un domingo a las siete de la noche. En ese momento, mi amigo, confundido entre una multitud de personas, recorría el andén mientras observaba el interior de los vagones

Se llamaba Julio Serrano. Frisaba en los treinta y dos años. Era alto, fornido, de juicio recto y muy animoso.

Habíase graduado en Medicina a los veintisiete años. Médico al fin, resolvió establecer su consultorio en uno de los pueblos cercanos a la Capital, donde casó un año más tarde, con la hija de un rico negociante, hermosa mujer, que lo mostraba con orgullo en los salones, cual si hubiese hecho una adquisición rara y costosa.

Poseía, Julio, en extremo, ese don que tienen algunos hombres, de agradar al primer golpe de vista. Su gran cultura le permitía colocarse en un plano de inferioridad intencionada, cosa que le había valide la sonrisa de las mujeres y la confianza de los hombres.

Se hizo médico de moda; se hizo ese ser necesario, enigmático, que penetra en las alcobas suntuosas, lento y desdeñoso. Y aun cuando él me asegurara en sus cartas que en el transcurso de tres años, sólo había hecho tres curas, sus triunfes comenzaban a celebrarse en la capital.

Me dirigí a él, llamándole, y como sucede generalmente en esos casos, sólo me vió cuando le tuve abrazado.

—¡Al diablo!... ¡Cómo no te vi!—exclamó con alegría.

—Ahí está el peligro de ver las cosas muy de cerca,—contesté riendo.

Nos abrazamos de nuevo, y el cariño que nos unía desde tanto tiempo, acreció en aquel instante.

Entramos en una de las salas de espera y nos sentamos. Preguntaba él, preguntaba yo. En un breve plazo revivimos los hechos principales en los cuales habíamos actuado separadamente. Y así, después de haber formado esa red de comunicación que tejen las ideas y los sentimientos, nos pareció que no había mediado entre nosotros ausencia alguna.

—Vamos—me dijo.—Es la hora de cenar. Conocerás a mi mujer y al chico. Es muy travieso. Me entretiene mucho.

Subimos a un coche, un coche casi heráldico, de estructura particular, tirado por un solo caballo, especialmente negro, sobre cuyo pecho y ancas, se quebraban líneas difusas de luz.

El cochero tomó una de las calles laterales de, la población y tendió al caballo en un trote sostenido.

La noche era cálida y húmeda. Se sentía penetrante él olor de las granjas vecinas, ese olor enervante que afloja los músculos y da a los sentidos la vaguedad deliciosa, sensual que produce el ensueño

Al mismo tiempo que hablaba observaba hacia afuera.

Hacía ya algún tiempo que habíamos penetrado por un camino bastante ancho, guarnecido por una doble fila de chopos antiguos, soberbios, que daban a la distancia impresión de murallas. Debíamos haber salvado la ciudad sin pasar por ella, porque a derecha e izquierda, la campiña lo abarcaba todo.

—Este camino es muy hermoso—dijo Julio—sin contar con que es el trayecto más directo para llegar a casa.—Y añadió, después de una pausa:—Si estuvieras acostumbrado al lugar, alcanzarías a divisar mi quinta. Allá, ¿No notas una mancha gris? ¿A un costado de aquella arboleda, sobre el camino?

Miré en la dirección indicada; pero no lograba distinguir nada. El fondo del paisaje se me presentaba monótono, de una obscuridad igual. Sólo, de vez en cuando, veía pequeños fulgores rojizos, de color lacre, que despedía a través de las ventanas, el hogar iluminado de los campesinos.

Llegamos a las ocho. La señora, amable, con una sonrisa tenaz en los labios; el chico realmente travieso. Hubo una escena. Le acariciaba la cabeza, mientras él montado sobre mi valija, pretendía abrirla. Hasta entonces todo iba bien; pero llega una muchacha de unos quince años, rubia, pecosa, que agarra al chico por mi brazo y le dice resueltamente:

—¡A dormir!

El chico contestó enfadado:

—No quiero.—Y echándose sobre la valija como un jockey sobre su cabalgadura, se aferró a ella desesperadamente, chillando de un modo enloquecedor.

Se entabla una lucha entre él y la sirvienta. La madre dice:

—¡Pero Rodolfo!... ¿Tú no ves que es hora de ir a la cama?

Pero ninguno de los dos combatientes la oye. La sirvienta parece que siente placer en llevárselo a la fuerza; pero él, asido fuertemente a los repliegues del cuero, patea fuertemente en las piernas a la muchacha y le muerde las manos. La voz del padre, benévola, tampoco surte efecto. Entonces intervengo.:

—Deje usted—digo a la sirvienta.

Abro la valija, y el chico, ávidamente, revuelve en el interior. En un momento disemina por el suelo ropa y adminículos.

Julio quiere impedir que su hijo prosiga haciendo una inspección tan despiadada, pero yo lo detengo.

—Déjalo. Verás qué pronto se cansa.

Y fué así. Arrojó aún un libro y un cepillo; tocó, palpó, y luego, sonriente, satisfecho, se abrazó a una de mis piernas. Yo lo alcé y lo besé en la boca. Cuando la sirvienta se lo llevaba, y al trasponer la puerta, me saludó con la mano, al mismo tiempo que me decía con una voz insinuante y juguetona:

—¡Ayós... Ayós!...

En la cena éramos tres solamente: Julio, su mujer y yo.

Por espacio de media hora, fuí víctima de los sentimientos paternos.

Rosalía hablaba con esa pujanza y convicción propias de la madre orgullosa de su cría. Relataba los hechos de Rodolfo, acalorándose, entusiasmándose con los detalles que ponía de relieve con mucha expresión. Y como si alguien dudase de lo que decía, exclamaba, refiriéndose a su marido:

—¡Oh!... ¡éste sabe!... ¡éste sabe!...

Julio me guiñaba un ojo, socarronamente. Pero, a pesar del asomo de un poco de vergüenza que creía ver en sus mejillas, se ponía serio a su vez, y decía con mucho énfasis:

—¡Hombre!... es vendad, es verdad. Tal como lo cuenta.

Me hacía mucha gracia ver aquellos dos padres a quien la parsimonia social obligaba a ser graves, dominados por una corriente de ingenuidad, que les tornaba pueriles y algo cargosos. No pude menos que faltar al respeto que le debía a la señora. Solté una carcajada estruendosa. Pero ellos, comprendiendo, rieron también. Julio dijo a Rosalía:

—Delante de estos señores solteros, querida, no es posible hablar de estas cosas. No entienden.

—No se pueden entender las cosas que no se sienten.

—¡Oh! no se puede;—y después de una ligera pausa, y como conduciendo trabajosamente un recuerdo, dijo:

—A propósito. Has de conocer aquí un caso extraordinario....

—¡Ah!...—interrumpió Rosalía,—el caso de la señora de del Pino.

—¿De qué se trata?

—Es un caso espantoso de monoideísmo. Una señora que sufre desde hace cinco años hipertrofia de la atención. Tú verás.

Eran ya cerca de las once. Habíamos estado en la sala escuchando un scherzo de Griey, que Rosalía ejecutó con suma elegancia. Luego, como mi cansancio era bien visible, Julio me condujo hasta mi cuarto.

Me habían dedicado una pieza en la planta alta. Se trataba de un verdadero aposento de soltero, limpio hasta la exageración, con dos grandes ventanas que tomaban casi toda la pared.

—Aquí tienes tu dormitorio. Mañana a las ocho te vendré a buscar e iremos hasta La Puente. Un paraje admirable.

—¿Queda lejos de aquí?

—Cinco kilómetros. Verás a mi enferma. Que duermas bien.

Salió cerrando la puerta. Mientras me desnudaba pensaba en los sucesos del día: un viaje de cinco horas en un expreso cargado de gente que alborotaba por cualquier insignificancia; la llegada; el encuentro con Julio; el paseo por el camino de los Chopos; Rosalía; Rodolfo; la escena de la valija; la comida exclusivamente familiar, y la futura visita a la mujer enferma, todo esto lo sentía en mi cerebro, sin orden alguno.

Quizá había comido o bebido demasiado. Aun estando acostado mi malestar aumentaba. No podía dormir. Contra lo que deseaba, las ideas me asaltaban como un enjambre enfurecido. Era a la vez, doloroso y cómico. Me ocurría, por momentos, oir dentro de mí, las voces de una cantidad de personas desconocidas que hablaban a, gritos, sin escucharse, empecinadas en articular palabras. Algo semejante a una reunión dé locos adiestrados.

Entonces me levanté. Tomé una colcha, me envolví en ella como con una manta, abrí una ventana y me eché de brazos sobre el marco.

Y estando así empeñado en librarme de mi estado mental, incómodo y peligroso, tuve una sorpresa conmovedora.

A poca altura sobre el horizonte y detrás aún de un ramaje, la luna, enorme, magullada, sangrienta, aislada en la obscuridad, dábame la impresión de que cayera en la tierra. Quizá lo que tanto me emocionaba, era verla sin proyecciones, cortada de un modo tan brusco, sobre aquel fondo negro. Pero a medida que ascendía palideciendo, cual si se entregara a la noche, su luz fué mostrando lugares, abriendo sendas, descubriendo la comarca.

Los que, refiriéndose al paisaje hablan de formas y colores inadmisibles, no han observado bien a la naturaleza. Dentro de la reflexión y refracción, caben todos los matices, todas las figuras.

Durante unos minutos, un cuerpo de nubes, alcanzado por los rayos lunares, se iluminó vigorosamente. Dominaban los colores fuertes, con tendencias al rojo. Fué aquello un verdadero crepúsculo en plena noche.

Y así pasé tui breve rato aún. Me sentía aliviado. Insensiblemente fui llegando a la tranquilidad interior. Logré ese punto de descanso, de olvido, que parece desengranarnos de la vida, y dejarnos un instante inmóviles.

Me acosté de nuevo y con el sueño ya sobre mis párpados, noté que la luz blanca de la luna llenaba casi teda la habitación.


* * *


Al otro día, a las nueve, subimos en un tílbury que nos condujo hasta la quinta de la señora de del Pino.

La alegría de la mañana, luminosa y serena, retozaba en mi sangre.

Marchábamos por una carretera abierta entre campos labrados. Se podía apreciar de inmediato el esmero con que era trabajada la tierra, en la regularidad de las figuras geométricas que formaban los distintos plantíos. Brillaban las herramientas con un fulgor fulminante, y se oía el canto de los campesinos semiocultos en los sembrados.

Haría media hora que andábamos, cuando Julio me señaló una arboleda próxima hacia el lado derecho del camino.

—Ahí principia la quinta—me dijo.—Tiene un aspecto salvaje. Todo está, dejado a la buena de Dios.

—Yo haría otro tanto. Alabo el gusto.

—No se trata de gustos—replicó Julio.—La dueña de todo este pareare es enferma, Para ella no existe nada fuera de su dormitorio.—Fustigó al caballo que había dejado el trote y prosiguió:

Cuando yo la conocí, hacía ya dos años que estaba loca. El hecho que le hizo perder la salud y la modalidad rara de su desequilibrio, constituyeron un drama, uno de esos dramas que ensombrecen el alma popular y fijan en ella un recuerdo inextinguible, que resurge, de tarde en tarde, y que se cuenta en las horas de invierno, al finalizar de las comidas.

La señora de del Pino enviudó muy joven. Dicen que sufrió mucho por esta causa, Tenía entonces una chica de cuatro años, criatura delicada, de rara belleza, y la madre, nacida indudablemente para amar, dedicó toda su vida a la hija.

Fué una entrega continua, amplia, sin reservas. No era posible ver una sin ver a la otra. El transcurso de los años, en vez de aminorar este afecto, lo hizo más potente.

Desde entonces, la ciudad entera tomó a la señora de del Pino, como un modelo de madre. Se le admiraba. Dondequiera que fuere, era el centro de la simpatía general y siempre dejaba en pos de ella una murmuración sana, amable, cual si proyectara sobre los demás la sombra de su dicha.

Cuando Adela tuvo diez y ocho años, se presentó un muchachote, algo mayor que ella, empleado en una casa bancaria, y de unos simples flirteos efectuados en los salones, pasaron pronto a una pasión intransigente.

Pero no creas que esto enturbió la alegría de la señora de del Pino.

Fué al revés. Como era poderosa, obtuvo para el novio de su hija un empleo de importancia; agrandó y hermoseó el parque y tomó a su cargo la tarea de amueblar las habitaciones destinadas a la futura pareja.

Las bodas debían verificarse un 30 de mayo. La sociedad invitada esperaba ansiosa.

La personalidad de la señora de del Pino, tomaba el vuelo de una heroína del amor materno. La dicha de su hija exaltaba su dicha. Todo lo que pudiera decirte de sus manifestaciones resultaría pálido. Su estado moral dependía de las facciones de Adela.

El 29 de mayo, víspera del día fijado para el enlace, los novios con sus familias, regresaban de un paseo. Subían la escalinata del edificio cuando se produjo algo inesperado. Adela cayó y quedó inmóvil. Fué aquello tan brusco que nadie tuvo tiempo para impedir que su cuerpo chocase contra el mármol.

Lleváronla a la cama. Todos creyeron al principio que reaccionara, todos menos la madre. Cuando llegaron los médicos, Adela moría.

No fué posible ocultar nada a la madre. Un fuerte ataque ansioso la mantuvo fija junto a la cabecera de la moribunda. Su dolor era imponente. Aun hoy, cuando los testigos recuerdan el su ceso se emocionan. Una veintena de personas enmudecidas rodearon el cuerpo exánime de Adela y sólo se oía la respiración estentórea de la señora de del Pino.

Pasó un mes, y cuando todo parecía vuelto a lo normal, la pobre madre, sufrió de nuevo otro ataque idéntico al primero. Pero esta vez, su presencia se caracterizó como un verdadero síndrome morboso.

Los médicos pudieron constatar que la enferma había retrocedido un mes en su existencia. Hablaba de su hija como si viviese y razonaba del mismo modo que razonan los sanos. Un médico: amigo, psiquiatra de fama que le asistió durante cinco meses, me relataba el fenómeno, entusiasmado por su carácter excepcional.

En apariencia no padecía ninguna enfermedad. Su vida era lo mismo que antes: se desarrollaba con la sensatez que había tenido; hacía lo que había hecho; pensaba lo que había pensado. Deliberadamente se le hablaba de la muerte de su hija y de los sucesos ocurridos desde entonces. En esas circunstancias era bien visible su perturbación psíquica. Aunque al principio demostrase oir, bien pronto se le notaba una indiferencia absoluta. No recibía nada del exterior. Su mente se había cerrado con la desaparición de Adela.

A la ausencia de su hija le daba un carácter accidental. La esperaba asiduamente, pero sin llegar a constituir una preocupación seria. Y de tarde en tarde, sufría un fuerte ataque de angustia que la postraba por unos días, cual si padeciera de asma.

Así pasó un tiempo. Se pudo notar entonces que su vida la dedicaba por entero a la espera. Descuidó la casa, desatendió las relaciones y se negó a salir. Llegó así a un estado obsesionante, próximo a la locura.

Alarmado por el avance del mal, el medico tuvo una idea feliz, que si bien no salvó a la paciente de un modo total, en cambió logró que la enfermedad se localizara.

Un hermano de la señora de del Pino, llevando consigo una de las últimas fotografías de Adela, llegó hasta Londes, Y allí, pacientemente, construyendo y destruyendo, obsedido por una producción exacta, exigido por el detalle, apreciable tan sólo para los ojos que la habían visto muy de cerca, el artista creó un cuerpo de cera, el cuerpo de la muerta.

Vestida, con su último traje, fué puesto sobre el lecho vacío desde más de un año. Y cuando la señora de del Pino, vio el cuerpo de su hija, porque aquello era su hija, sólo: sufrió una emoción de alegría suave, tierna, la misma emoción que sentía tiempo atrás, cuando por las mañanas llegaba a la cama de Adela,

Y ya van tres años que vive así. No podría calificar su existencia, no podría decir: es esto o aquello. A veces dudo. Se me antoja algo profundo para ser analizado desde afuera.

Duerme con ella, come con ella. A cada etapa del día le muda la ropa. Tiene un cochecito man dado hacer a propósito, y por las tardes, es muy común verlas a través de los árboles, recorrer las alamedas del parque.

Rara vez le habla a la muñeca delante de la gente, pero cuando la señora de del Pino cree estar sola, se abraza al cuello de cera, y le interroga, constantemente la interroga. ¿Comprendes tú? No es posible determinar nada. Además cuando están en el comedor, delante de la mesa servida, la pobre madre llora. Llora también cuando la viste, y llora asimismo, cuando los criados la cargan para sentarla, sobre el cochecito, donde pasan juntas las horas.

Acabábamos de cruzar un arroyo que se perdía a ambos lados del camino por recodos violentos, ocultos en el matorral. Habíamos dejado atrás los campos labrados y el árbol fuera de línea, asimétrico, lo ocupaba todo..

—Es allí—dijo Julio.

La entrada, estaba cerrada por un ancho portón, de hierro. Dos bancos de material, construidos sobre los flancos, impresionaban por su aspecto de abandono. Se hallan descostrados, mucilaginosos. Sus pies desaparecían en un césped hirsuto y la hierba crecía entre las hendiduras. En uno de ellos, junto a la articulación del respaldar y el brazo, una planta de cicuta, floreciente, llenaba con su tallo el hueco de una grieta.

Julio hizo avanzar el caballo, hasta llegar a los barrotes. En seguida, levantándose, observó hacia adentro. Luego de un momento, llamó a gritos:

—¡Eh!... Leoncio... Leoncio...

Un hombre grande, tosco, viejo que calzaba botas y se cubría la cabeza con un sombrero de paja de alas anchas, combadas hacia abajo, apareció de pronto en el camino central. Se dirigió a nosotros, de prisa, refregándose las manos sobre el pantalón.

Saludó parsimoniosamente y comenzó a desarrollar un fajo de cadenas. Mientras tanto nos explicaba que, a tardar un poco más, no lo hubiéramos encontrado.

Seguimos por la avenida donde sólo se oían loa pasos de Leoncio y del caballo.

Bajamos junto a la escalinata.

Allí fuimos recibidos por una señora vieja ya, muy vivaracha, que anclaba sobre la punta de los pies. Nos llevó a un salón silencioso, cargado de muebles, cornisas y colgaduras. Quedamos solos.

—Ahí tienes—me dijo Julio, señalando un cuadro de gran tamaño—esa es Adela.

Miré. De inmediato tuve la sensación de encontrarme frente a un ser mustio, triste, de esos que pasan por la vida como sombras. Tenía la desesperanza en los ojos.

—Pero esta muchacha debió haber sido enferma—dije.

En este momento tornó la señora como si anduviera en el aire.

—El señor doctor ¿quiere llegar hasta la glorieta?

—Ven—me dijo Julio.

Descendimos la escalinata y seguimos tras la señora que, sobre la arena y el césped, aun hacía esfuerzos por que no se oyeran sus pasos.

Anduvimos un buen trecho, de prisa. Pasamos sobre un puente de material, y a poco Julio me detuvo.

—Espera aquí.

Le seguí con la vista. Estábamos al lado de la glorieta. Distinguía perfectamente la coloración del vestido femenino a través de la malla verdosa.

En este momento recordé estas palabras de mi amigo: "No es posible determinar nada"; y me sentí algo cohibido. ¡Si la señora de del Pino llegara a comprender el verdadero interés de mi visita!

La misma mujer, arrugada y vivaracha se acercó.

—El señor ¿quiere venir?

Cuando llegué, la señora de del Pino estaba colocando sobre la mesita un trabajo de hilados.

Julio me presentó. Ella inclinó ligeramente la cabeza y en seguida, «lavando con firmeza los ojos en mí, dijo lentamente:

—Mi hija Adela.

Miré y no obstante de tener conocimiento de aquel ser de cera, sufrí una sorpresa fuerte, inhibitoria. Era una verdadera mujer, débil, con la clorosis en el rostro, que miraba distraídamente hacia el suelo. Y la impresión de aquella muñeca y lo ridículo de la escena, me entorpecieron de tal modo, que no pude decir nada. Sólo atiné a sonreir y le hice un movimiento de cabeza, brusco, semejante a una afirmación rotunda. Me senté sobre un taburete.

La señora dijo a Julio:

—Ayer lo esperamos toda la mañana. Y éste, que acababa de saludar a la muñeca con una seriedad increíble, contestó sentándose frente a mí:

—¡Ah! ayer pasé hasta la una de la tarde en el hospital. Operé a un hijo del comandante Ventura.

—¿Del comandante Aventura? ¿Cuál de ellos?

—Luis.

—¿Cáncer, acaso?

—Es verdad.

—¡Pobre gente! Toda esa familia padece de lo mismo.—Tomó una de las manos de su muñeca y comenzó a acariciarla. Después de una pausa, dirigióse a mí:

—Entonces... ¿son ustedes muy amigos?

—Mucho, señora. ¡Hace tanto tiempo! ¿Verdad?—dije dirigiéndome a Julio.

—Toda nuestra vida, —contestó.

La señora de del Pino, bajó las cejas y preguntó con verdadero interés:

—¡Ah!... ¿Son ustedes amigos desde niños?

—Sí, señora. Y aun cuando median entre nosotros separaciones prolongadas, nuestro afecto no disminuye jamás.

Se hizo una ligera pausa y ella dijo:

—Es cierto. Existen afectos indestructibles.—Un ligero rubor le iluminó un instante la cara y se apagó. Fué semejante a una guiñada, algo así como si una luz interior hubiese enfocado el rostro.

Julio me miró de un modo significativo. Yo entendí. Sin quererlo había tocado la herida de su infortunio.

Ella se acercó más a su hija, y comenzó a estirar suavemente uno de los brazos que pendían sobre su pecho. Y cariñosa, haciendo visibles esfuerzos por sostener el atropello de su mente, dijo a Julio:

—¿Le agrada a usted este kimono?

—Es muy elegante—contestó éste.:

Ella prosiguió:

¡Ah!... he trabajado mucho en él. No crean ustedes que me lo mandaron así. El corte me satisfizo; pero en cambio, el cuello y los puños eran horribles. El color kakí la ensombrecía. Daba pena verla. Entonces hice este encaje veneciano, yo misma, sin ayuda de máquina ¡Qué bien le está!

¿No es cierto?

En efecto, el color champagne del tejido, junto a la cabellera rubia y al aspecto seco de la cera, difundía por la cara y sobre el pecho escotado, una suave claridad.

La señora de del Pino, se había levantado y pasaba sus manos sobre el trabajo. A través del encaje se veían sus dedos, nerviosos, apresurados, revisando los rosetones, las hojas, las presillas, combas y erectas como estambres.

Yo, repuesto ya, la observaba con mayor entereza. Tendría cuarenta años, y era alta, amplia, morena, Vestía con sencillez refinada y su pelo caía por las espaldas hasta las caderas. En cuanto a la expresión de su rostro tenía un tinte especial. Parecía el rostro de una actriz en el momento culminante del drama. Una potencia sensorial le contraía los músculos continuamente.

Julio dijo:

—Para hacer ese trabajo, es necesario una gran dedicación.

—¡Oh!... Sí...—prorrumpió ella con vivacidad

—sobre todo cuando uno se impacienta. Creía no terminarlo nunca.

Se sentó nuevamente, apretando entre las suyas, una de las manos de cera. Aspiró con fuerza el aire y prosiguió:

—Pero es una gran dicha hacerlo para ella. Todos los días al levantarnos, me parece que le falta algo, algo que depende de mí. —Su rostro volvió a colorearse progresivamente y quedó así, encarnada. En su epidermis ondulaba la luz, como ondula sobre el paisaje cuando las nubes vagabundas interceptan el sol.

Hablaba con dificultad, arrastrando la idea sobre la palabra. Era bien visible el esfuerzo suyo por no decir lo que sentía, Profirió algunos pensamientos quebrados que no pudo detener, y pasando el brazo por la cintura de su hija estuvo durante un breve tiempo, muda, temblorosa, jadeante, mirando hacia adentro.

Julio parecía no sentir nada: debía estar acostumbrado. En cambio, yo, frente a aquella mujer, experimentaba una piedad desgarrante. Hubiera preferido no ver. Dirigí una mirada a mi amigo como diciéndole:

—¿Por qué no intentas algo? ¡tú! que eres médico. ¿No puedes?

El enarcó las cejas y levantó los hombros.

Fué un gesto de resignación.

Entonces dejé mi asiento y me acerqué a ella. No: sabía a punto fijo para qué. Me obsediaba aquel sufrimiento y quería concluir con él. Imaginaba medios distintos que desdeñaba de inmediato por considerarlos impotentes. Por poco digo:

—Señora... no sufra usted así. Su dolor es negativo, absolutamente. Acepte usted la muerte de su hija. Eso que tiene al lado, es una simple muñeca contra la que estrella usted su existencia. No hay que mirar a la muerte como un mal; al contrario: es un bien. ¿No es usted católica? ¿No cree usted en la teoría del retorno? Los seres no se pierden. Convénzase usted de todo esto y se salvará... pero, cuando fuí a hablar, la expresión de su mirada me detuvo. Comprendí hasta dónde hubiese sido estúpido mi discurso, vacío como su hija. Retrocedí avengonzado.

Entonces ella, inmóvil todavía, dijo con la voz cascada como un sollozo:

—¡Hablará!...—y luego dirigiéndose a Julio, humilde, suplicante, vencida, continuó:

—Doctor... yo lo espero todo de usted... daré el oro que sea necesario... ¿por qué no habla ya?... ¿hablará?...—Y Julio, contestó con aplomo:

—Hablará.

Pasó un momento en silencio. Aquella simple palabra dicha por Julio, había caído sobre la vida de la señora de del Pino, como esas piedras pesadas que, arrojadas sobre el estanque, remueven todas las cosas.

Empezó a hablar, exaltándose, arrebatada por el flujo y reflujo de su pasión, pasando con facilidad del llanto a la risa. Nos contaba su espera; sus momentos de dolor, sus ratos de placer; escenas nimias, extravagantes, sin ningún sentido para nosotros. Y decía, decía... No nos miraba ya. Era un turbión de amor que surgía omnipotente. Sus pensamientos parecían dirigidos hacia lo exterior, hacia lo general. Se preveía con facilidad que del mismo modo que hablaba en la glorieta, hubiera hablado ante los árboles y ante las piedras del arroyo.

—¡No, no!...— exclamaba—mi hija me llamará. ¡Mi hija, mi Adela!...

Frenétrica, se hincó ante la muñeca y abrazándose de su cintura, le gritaba:

—¡Adela... Adela!...—Se levantó y le besó la boca, la frente, los ojos y siguió besando, sobre el cuello desnudo, sobre la ropa, dándose con los labios sobre toda la extensión del cuerpo de cera. Quedó exhausta, sentada en el suelo, con el mentón apoyado en un muslo de Adela, pero con la mirada fija en el vacío.

Yo sufría la misma emoción, más acentuada, casi física. Acaso por cobardía, bien por solidaridad, sentía pesar sobre mí, aquel optimismo brumoso, inicuo y falso.

Julio se dirigió hacia la señora de del Pino, quizá para poner en acción sus medios técnicos; pero no tuvo tiempo. La mujer de los pasos breves, leves, entró en la glorieta.

Echó una ojeada y decisiva, se acercó a su señora, diciéndole con dulzura:

—Las once. La comida.

Creí que no se movería. Fué al revés. Se levantó con presteza y dijo:

—¿Está José?

—Sí, señora.

Entonces ella, con alguna cortedad, se dirigió a nosotros:

—Ustedes perdonarán... El almuerzo está servido.

—¡Oh!... sí, señora—dije—deseando concluir cuanto antes.

El encuentro terminaba de un modo brusco, sin despedida. Julio tomó su sombrero; yo lo imité. Ambos salimos de la glorieta, al mismo tiempo que llegaba un carricoche. Un mocetón rabio bajó de él.

Nosotros nos dirigimos hacia el puentecito y allí, a insinuación de Julio, nos detuvimos.

—Ahora verás qué cuadro más inverosímil—me dijo.

Al momento apareció el grupo. La muñeca venía entre la mujer vivaracha y el mocetón. La llevaban cogida por las axilas, como a un convaleciente muy débil. Detrás marchaba la señora de del Pino, atenta, vivaz. Se oía su voz que decía:

—¡Despacito! tengan ustedes cuidado; ¡despacito!...—Sus manos habían tomado la cintura de su hija y caminaba sobre un costado.

Aquello era ridículo, terriblemente ridículo. No podía conciliar a aquel grupo tan heterogéneo. Viendo aquellos dos sirvientes, graves, decorosos, mudos, empleando la inteligencia en defender la dignidad absurda de un fantoche que avanzaba con el cuello, independiente del movimiento de las piernas, igual que un avestruz, me venían ganas de reir a carcajadas. Sólo que la preocupación ansiosa de la señora de del Pino, sobrecogía. Ya con sus muslos, ya con sus manos, era la encargada de poner en juego las extremidades inferiores del muñeco. Y éste se sostenía sobre sí mismo, afianzado en el mecanismo de sus articulaciones.

Llegaron junto al cochecito. La mujer subió y se puso en actitud de esperar. Era evidente, que ya estaban acostumbrados a esa rara tarea y que cada uno desempeñaba un puesto especial.

Se dió comienzo a una porción de tentativas, lo que concluyó por impacientarme. Nada me hubiera sido más fácil que bolear aquel cuerpo como a un ladrillo. Pero comprendía con justeza, que la vida depositada en él, le hacía pesar bestialmente.

Le pusieron al fin, un pie sobre el estribo. El mocetón tomóla por la cintura sosteniéndola, mientras la señora del Pino, hacía articular la otra pierna, en tierra aún. La mujer vivaracha, esperaba parada, sobre el coche.

Entonces ocurrió algo inesperado. En el instante durante el cual le colocaban uno de los pies sobre el pescante, la muñeca—no sé a causa de quién—trazó en el vacío un arco de círculo y cayó de bruces sobre las ancas del caballo.

La señora de del Pino lanzó un alarido desconcertante.

—¡José!...

Y éste, apremiado por aquel grito irresistible, olvidándose de la parsimonia que debía al acto, tomó vigorosamente a la muñeca y la plantó en la delantera del coche. Quedó rígida, inmóvil, como un palo. Mantenía el brazo derecho levantado, en ángulo, tocándose con la yema de los dedos, la cabellera rubia y ondulada.

Transcurrió un tiempo breve. Nadie hablaba. Por último, la mujer breve, logró colocar la muñeca sobre el asiento. En seguida bajó.

La señora de del Pino, se pasó repetidas veces las manos sobre la frente. Luego, lentamente, ocupó el asiento al lado de Adela, y acicateando el caballo con las riendas, se dirigió por uno de los caminos.

—Vamos—dijo Julio.—Todavía es probable que la encontremos de nuevo. Por fuerza, tiene que andar por la avenida.

Llegamos hasta nuestro tílbury.

Leoncio estaba allí, cuidando el caballo. Este, impaciente, golpeaba con fuerza sobre el pavimento.

Empezamos el viaje de regreso, y fué necesario mantener frenado al animal que, a todo trance, quería correr por entre aquella doble fila de árboles gigantes, cuyas raíces solevantaban el terreno e inclinaban con violencia él ligero vehículo. Cerca del portón, y como Julio había previsto, encontramos al carricoche. La señora de del Pino llamó:

—¡Doctor... Doctor!...

Y como viera que éste hacía ademán de bajar, lo detuvo diciéndole:

—No; no baje usted. No es necesario.

Cuando llegó junto a nosotros noté que en su rostro se había efectuado un cambio muy sensible. Se hallaba pálida, demacrada y su expresión era fija. Dijo con la voz muy apagada:

—He pensado una cosa, doctor, una cosa... no se ofenda usted: no se moleste en venir.

Este preguntó sorprendido:

—¡Que no venga!...

—Sí... creo que no es necesario... ¿para qué?...

—Levantó los hombres y los dejó caer de golpe. Al hablar sonreía: esa sonrisa que el desaliento graba en los labios, como un signo maldito.

Julio respondió eme no había una razón fuerte para que sus visitas cesasen. Trató de impresionarla favorablemente y manifestó, por último, que su decisión traía aparejado un grave conflicto moral que pesaría sobre él.

Pero ella no oía ya. Movía la cabeza de izquierda a derecha, en un compás escéptico. Dijo al fin:

—No, doctor, no... Nadie me verá... nadie... jamás...

Sus ojos se empañaron y el llanto que quería detener hipaba en su garganta, Tuvo un gesto enérgico. Tiró con violencia de las bridas y entró en la alameda. Con la voz completamente cascada exclamó:

—¡Adiós!... Mande usted por sus honorarios—e hizo correr.

Julio, emocionado por primera vez, preguntó con fuerza:

—¿Es su última resolución?

Y la señora de del Pino, distante ya, sin volver la cabeza, gritaba llorando:

—No... no venga usted... no venga más...

Quedamos un momento inmóviles, sufriendo de frente, aquella huella de desolación que arrojaba en pos de sí, el carricoche. Cuando éste desapareció, Julio dijo:

—Vamos.

Salimos. El camino se presentaba ardiente, y desierto.

Ninguno de los dos hablaba. El caballo, lo mismo que en la avenida del parque, piafaba, pidiendo rienda, amenazando encabritarse. Cediendo a la presión de mis nervios, dije casi colérico:

—¡Suéltale!...

Cedidas las riendas la bestia manoteó en el vacío y emprendió una carrera fogosa. Retumbaba en la carretera su trote sin ritmo, se estiraba, buscaba el galope, golpeaba con las ancas la delantera del tílbury.

Y corría, corría, como si en ese momento, llevaba algo nuestro en su sangre.


Publicado el 24 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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