Un domingo, a las siete de la tarde, Teresa Mugnone subía la escalera que conducía a la azotea de su casa, una casa sencilla, de dos pisos, edificada en la Avenida Agraciada, a cien metros de la Iglesia y en la parte más alta de la colina.
Llevaba consigo un jarrón lleno de agua, con la cual bañó tres plantas, de claveles, robustas y florecientes, cuyos tallos y ramitos se aglomeraban en redor de las cañas clavadas en la tierra. Hizo esta operación con cariño, enderezando los guías, soplando sobre los pétalos cubiertos de polvo. Concluyó por hablarlas:
—¡Muertas de sed, pobrecitas, muertas de sed! ¡Si no fuera por mí! ¡Ave María... qué casa esta!...
Y enseguida, como notara que uno de los tallos principales se inclinaba demasiado, se acercó a él y prosiguió en un tono quejumbroso:
—¡Mire Vd... en qué estado!... Pero aguarda. Verás que pronto te pongo fuerte. Tomó una astilla de caña, removió la tierra, aporcó el pie y con una cinta, llagada ya, envolvió los tallos en un sólo haz. Cuando hubo terminado quedó abstraída, con su cara junto a las flores, cuyas tonalidades, de un rojo palpitante, se reflejaban en su carne. Luego, sin apresuramientos besó un clavel. Iba a retirarse, cuando, sorprendida por un sentimiento de justicia volvió hacia la planta y repitió la operación con los catorce individuos. Satisfecha, se acercó a la baranda y miró la ciudad.
Era una muchacha de veinte años, algo gruesa, pero conforme a su estatura que pasaba de mediana.
El cuerpo, bien medido, se adelgazaba en la cintura, sin amaneramiento, sin violencia, con la suavidad de la carne libre, inculta bajo la presión de los corsés y las fajas. Ni fea ni bella, era una hermosa criatura, de color moreno un poco pálido; ojos grandes y negros, movidos sin nerviosidades, nariz gruesa y labios comunes. Mucho pelo amontonado en trenzas y sujeto por dos grandes horquillones. Todos estos detalles, dábanle una expresión de calma demasiado impropia para su edad. Podría afirmarse de ella que, desconocía los arranques e ignoraba las inquietudes; era una mujer lenta.
La escena culminábase. Del sol, caído ya, no quedaba sino un débil reflejo que se consumía en el horizonte, por el lado del Cerro, grisáceo y yerto sobre la bahía.
Teresa seguía con curiosidad el avance de la sombra. Vuelta hacia el Sudoeste, había puesto toda su atención en el pedazo de la ciudad nueva que cae sobre la Aguada. Vista desde allí, aquella masa heterogénea de edificios que se lanzan unos sobre otros, a grandes saltos, daba la realidad de una gran construcción que se dispersara en todos sus puntos. El tinte obscuro envolvía ahora aquel atascadero, conformándolo dentro de lo regular. Dos palomas del campanario cruzaron sobre ella; a corta distancia una en pos de la otra. Después de intentar distintas direcciones se detuvieron en el pretil opuesto, hasta donde llegaban arañando, las avanzadas de una enorme enredadera.
Teresa se acercó a ellas y agachada, oculta por la claraboya, las miraba, sonriente, animada por un sentimiento de ternura que mecía su espíritu. Estaba inmóvil por temor de que echasen a volar.
¿Qué se dirán las palomas? ¿quién sería él? ¿quién seria ella? El murmullo del diálogo, aquellas dos cabecitas que se buscaban perdidas entre las plumas, la emocionaron de tal modo que se sintió turbada. Pero no era la suya una turbación del sexo. Sin saberlo, se había arrodillado y el índice de la derecha permanecía sobre sus labios, cual si poseída por una doble visión quisiera impedir que el avance de las cosas, impulsadas por la hora, disolviesen la escena. No obstante, un fuerte golpe de luz, llenó la claraboya. Las aves, sorprendidas por el cuerpo luminoso echáronse al espacio, buscando en la altura la soledad de las torres, cuyo pesado cuerpo de campanas permanecía mudo.
Entonces volvió a la baranda e inclinó el busto para ver la calle. A poco se aburrió. Nada de lo que ocurría abajo podía interesarle. Su atención estaba en ella misma, formaba parte de un sentimiento que no se concretaba aún: se hallaba perdida entre un borrón sensitivo que marchaba recién por la célula. Aspiró con fuerza y se llenó los pulmones. Luego sin acierto, tanteando la acción, desprendióse las trenzas, quienes cayeron pesadamente sobre sus espaldas, como latigazos.
Por un momento estuvo así, sin su ser, hueca, cautiva en la nada, pendiendo de los insignificantes horquillones que le ocupaban los dedos. Pero se estremeció cual si un cuerpo rozase su piel. En voz alta, había formulado esta pregunta: «¿cuándo tendré un novio?»... Temió haber sido escuchada y observó la azotea, sobre cuya superficie, la noche caía insensiblemente.
Tranquilizada, satisfecha en la soledad, se acercó hacia uno de los pretiles divisorios y se dejó caer sobre él. Estuvo tentada de echarse a lo largo, boca arriba, frente al cielo, pero un poco de educación que aún cabía en la dicha que le pulsaba las sienes, la reprendió con rudeza.
De nuevo la pregunta volvió a pronunciarse pero esta vez, más comprensiva y lenta. No le fué necesario desplegar los labios para dejar escapar el impulso de su pensamiento, elevado en lo abstracto, desprendido de la expresión del vocablo, libre, sin localización, andando por la amplitud de la mente como un cuerpo desorbitado.
¡Un novio!... Aun no era nadie; pero lo amaba, estaba segurísima de que lo amaba. Parecía preverlo en un arco de luna lechoso y transparente que enclavaba el horizonte; creía adivinarlo en la senectud de la tarde; lo sentía pasar en la atmósfera; se lo daba cl aliento de las flores.
Todo el ser habíase entregado en una pasividad absoluta. Abierta ante la corriente establecida entre ella y las cosas, su entidad acababa de disolverse en el amalgamiento común, y el momento de su existencia cruzaba por el éxtasis, alcanzando la visión de la armonía que produce al místico y al profeta.
Gradualmente, por vía directa, su concepción ideal fué tomando cuerpo. Ya no le hablaban con tanta claridad, ni la luna, ni la tarde, ni las flores. Eran ya inútiles sus esfuerzos. por verlo pasar en las ondas de la brisa. Resistióse la memoria a recordar y se mostraba más exigente el corazón.
En cambio acudió a su mente una imagen humana, no distinta aún, pero palpitante y vigoroza que se desvaneció sin dar tiempo a que fuera conocida. Y luego surgieron otras, más completas, más animadas. Eran seres a quienes había visto en alguna parte, durante sus paseos, por las calles y plazas; seres que pasaron junto a ella sin interesarle, pero que fueron recogidos por su organismo, del mismo modo que una placa fotográfica recoge un objetivo.
Y a medida que estas figuras pasaban por su mundo interior, se reanimaba y comenzaba a moverse. La dureza del asiento le había entumecido los miembros y cambió de postura, montando una pierna sobre la otra. Recién entonces notó que la claraboya había sido corrida y que un fuerte olor de guisado ascendía hasta ella, llenándole la boca de saliva. Sin embargo, no bajó. Reforzado quizá por el breve descanzo de unos segundos, su estado psíquico volvió a recrudecer, siempre en la misma escala evolutiva: del novio a un novio; ahora amaba al suyo.
Lo quería moreno, hermoso, de fuerte complexión. En un golpe de instinto ansió el vigor que a ella le faltaba, el complemento que le era necesario para conquistar el derecho a la vida. Por oposición pensó en el novio de su hermana. No le agradaba así. Era muy aparatoso y reía siempre por cualquier insignificancia. Ella deseaba un hombre bueno, cariñoso y a quien no incomodasen los niños. Con él se uniría para siempre, a él dedicaría todas las horas de existencia. ¿Qué no haría ella por agradarle? Se representaba el hogar, las noches felices junto a la cuna, las protestas de amor, los besos prolongados, el abandono total bajo las suaves caricias!... Y hubiera seguido delineando vida, pero su hermana Elvira, la interrumpió violentamente, diciendo con voz chillona:
—¡Qué aire tan fresco corre!...
Teresa dió media vuelta:
—¡Cómo! ¿Tú aquí? No te había visto.
—Recién llego del Prado. Fué una tarde muy entretenida.
— ¿Había mucha gente?
—¿Si había gente? ¡Uf!... Figúrate. estaba Alberto.
—¿Y hablaste con él?
—Si. Fué casual... Invité á Josefa para dar unas vueltas por los senderos y me encontré con él en el puente chico.
Teresa no contestó y su hermana fué á sentarse en un banco desconchado por el tiempo y el agua, colocado junto á los claveles.
Elvira, cuatro años mayor que Teresa diferenciaba de ella visiblemente. Muy atractiva, muy simpática, había aprendido a tornear los ojos, a mover los labios y a enseñar los dientes. Tenía una expresión de malicia que deleitaba a los hombres y era atropellada, tocaba el piano, sabía pintar, vestía con elegancia y no descuidaba su cara. Al cabo de una pausa preguntó con alguna vacilación:
—¿Me acompañarás esta noche?...
—¿A dónde? interrumpió Teresa, casi fastidiada.
—Al Parque... Yo no puedo negarme... Tú comprenderás que no era posible. ¡Si lo hubieras visto! Se puso muy triste cuando le dije que me era difícil acceder a lo que me pedía. Después insistió tanto. Le prometí ir.
—¡Bah! ¡Bah! —exclamó Teresa —siempre con las mismas historias. ¿Por qué no viene aquí? —Porque aquí estará mamá y... nunca es lo mismo. No se puede estar á gusto.
Teresa acabó por comprender la intención de su hermana y se puso de mal humor. Sin embargo se serenó y sólo dijo:
—Yo no te acompañaré.
—¿No me acompañarás! acentuó con la voz como si fuera una víctima ¿Por qué?
—¡Qué pronto te olvidas de Gabriel, y cuántas razones hay para que lo recuerdes!
Elvira se indignó. Quiso replicar pero no se le ocurrió nada.
—Además —continuó Teresa con voz baja yo no quiero quedar sola contigo cuando estés con tu novio.
—Yo no pido que hagas eso.
—No se de donde sacarás valor para casarte.
—Sencillamente de donde lo habías de sacar tú. Teresa vibró como un impulso. Previó un insulto terrible y sintió como si su hermana le hubiese escupido en el rostro. Al volverse hacia ella, mascullaba la ira. A punto de proferir un grito, Elvira la detuvo. Comprendiendo que había sido mal comprendida, dijo a media voz:
—Crees que lo notarían?
Teresa agradeció en silencio aquella salvedad que su hermana le hacía tan a tiempo. Al cabo de un momento dijo con la voz temblorosa:
—No podrás mentir... ¡Serás desgraciada!...
Elvira rió con alborozo.
Vives en el limbo, hermanita, vives en el limbo. Tú no entiendes todavía... Ya me las arreglaré yo...
Hubo silencio. Teresa se esforzaba por deducir y no sacaba nada en limpio. Sin embargo ante aquel «no entiendes todavía» optó por callar.
Una de las, sirvientas, llegó hasta ellas.
—Señoritas... La comida está servida.
—Dígale a mamita que vamos ya.
Cuando quedaron solas, Elvira, intentó hacerle comprender a Teresa que sus circunstancias fes permitían casarse en cualquier momento. Se acercó más y le dijo en un tono cariñoso:
—¡Oye... tú eres muy inocente. ¿Crees que nuestros novios se dan cuenta de las cosas que hemos hecho? —Teresa la miró con asombro —¿Recuerdas a Lucía... a María... a Magdalena?... Tú eras muy chica aún, pero yo me crié con ellas. Imagina si sabré cosas. Pues bien: todas están casadas sin que hasta ahora les haya ocurrido ningún disgusto serio. Es una pamplina casarse.
Teresa se apretaba los labios. Sentía su alma anegada por un gas asfixiante.
Elvira prosiguió:
—Y además ¿tú piensas que a los hombres les importa el asunto? No. Lo que ellos desean es que uno pretenda hacérselo creer, después que lo crea alguien. ¡Qué se yo! Enseguida se con vencen. Tienen la monomanía de ser los primeros y siempre lo consiguen.
Teresa preguntó débilmente: —¿No bajas a cenar?
—Sí, ya voy. Pero ¿qué tienes? ¿te pasa algo?
—Me duele la cabeza, pero no es nada... se me pasará... Hubo una pausa. Elvira prosiguió:
—Si yo tuviera una base segura. Por ejemplo. una renta que cubriese mis gastos, entonces me reiría de todos los maridos.
—¡Pero Elvira!...
—¡Bah!... Yo soy capaz de hacer locuras pero no le aguanto una pulga a nadie. Me da fiebre saber como viven mis amigas. Sufren las humillaciones sin pestañear. ¿Sabes como Lucía consiguió su collar?
—No quiero saberlo.
—¡Ah!... no quieres... Te lo diré lo mismo. Tuvo que vivir seis meses como una mísera. Ahorraba en los vestidos, salía poco, se medía hasta en los alimentos. Pero hete aquí, que un buen día se descubre todo y entonces el marido le disminuye el presupuesto. Discuten a cada momento, pero ella no puede sacarle un centésimo más.
—¡Bueno!... Ya lo sé.
—¿Te has enterado de qué medios se vale la de Fernández para tener mucama? Simulando su debilidad. Es una farsa, que sostiene en compañía de su médico a quien aprecia mucho. Teresa se irguió.
—¿Me harás el favor de callarte!... No quiero saber nada de eso. Me hace mal, ¿comprendes?
Elvira no respondió. Canturreando una canción se dirigió a la baranda y miró la Avenida. Luego, después de un momento, volvió hacia su hermana, preguntándole mientras le acariciaba el rostro:
—Bueno... ¿me acompañarás?
—¿A dónde?
—Al Parque.
—Te he dicho que no. —Ante este fracaso, la voz aguda de Elvira se tornó grave, pronunciándose con rabia.
—Es que me parece que tú tienes agua en las venas, ¿sabes? agua. ¡Tanta pulcritud! ¡Puf!... ¿qué esperas? ¿qué te vengan a buscar? ¿Quieres un novio? ¿uno de esos que aparecen en las novelas? Aguarda a que te agarre un crápula y te enseñe a vivir. Ya necesitarás de mí. Y bajó, cerrando la puerta con estrépito.
Teresa, en vez de irritarse, cayó postrada de una profunda tristeza. Se sentó en el banco dejado por su hermana, y largo tiempo estuvo así, perdida entre el recuerdo, cuyo realismo le ahogaba. Presentía un derrumbe y hacía esfuerzos mentales cual si pudiese evitarlo.
La atemorizó el sonido de las campanas que volteaban en el vacío sus voces formidables, sus voces fantasmas, articuladas desde lejos, lenguaje apenas comprensible, débil latido de la historia.
Se levantó con el ánimo de distraerse, pero le fué imposible. Tenía la boca seca y una angustia intensa se adhería a su garganta. Resistió un momento, más cedió al fin, quebrantada por el dolor.
Entonces, movida por un sentimiento de gratitud, miró las flores, el mismo cuerpo de claveles arreglado por ella una hora antes y le pareció que no estaba sola. Inclinó el. cuerpo y besó con ansias. Enseguida se despeñó de su alma el llanto. Casi gritaba. Había cogido el ramo de flores y lo besaba con avidez, hundiendo en ellas su cara, barboteando la angustia, desesperante, dolorosa, sintiendo la rara sensación de contar a la planta el suceso de su alma.