Una tarde de agosto, fría y seca, paseaba por el Prado. Acababa de dejar el puente y me dirigía por la avenida, a paso lento, perdido, sintiendo una tranquilidad confortable que me hacía feliz.
Ya frente a los pabellones, me llamó la atención un transeúnte que venía por la misma acera. Era un hombre alto, fuerte, vestido con corrección. Un automóvil le seguía a corta distancia.
"¡Calla!... si es Fortuny, mi amigo, es decir, mi ex amigo, mi antiguo compañero de estudios", me dije.
Pareció reconocerme; pero dudaba. Nos contemplamos un instante y luego, Fortuny, levantando sus manoplas al cielo, exclamó:
—Pero... ¿y eres tú?...
Nos dimos un abrazo formidable.
—Nunca lo hubiera soñado,—decía movido por una reaparición espontánea de nuestra vida pasada.
Me soltó para mirarme. ¡Pero si estás lo mismo!... Mira que no haberte reconocido en seguid a... No has cambiado, no has cambiado...
—En cambio tú estás hecho un hércules.
—¿Un hércules?... ¡Ja... Ja!... Un hércules que tiene afectado un pulmón.
—¡Tú! ¡No creo...
—¡Eh!... ¿no crees?... Pero no hablemos de esto ahora... Vaya... acompáñame. Es un trayecto que hago cuatro veces en la semana... por prescripción de la ciencia. Míe bajo del coche a la entrada del Prado y sigo a pie hasta al casino. Allí siempre bebo algo.
Nos tomamos del brazo y empezamos a andar hacia el hotel. Pero él caminaba de prisa: me llevaba a remolque.
—¿Por qué te apuras tanto? —pregunté.—¿Tienes algún asunto?
—No, no... es que lo hago sin darme cuenta. Es una costumbre en mí, una costumbre que se traduce en el menor acto. Como de prisa, bebo de prisa, vivo de prisa. El tiempo me asedia de tal modo que, aun cuando no tenga nada que hacer, no puedo desprenderme de esta rara sensación de vencimiento o plazo fijo.
—Pero... ¿y qué haces, a qué te dedicas?
—Gano dinero.
—¿Tú?... ¿Y todo aquello?...
—¿No sabes que me casé?
—Sí, lo supe.
—Tengo ocho hijos.
—¡Qué bárbaro!...
—Convenido. Es el caso vulgar de todos los que tienen muchos hijos. Pero ¡canastos!... No ta imaginas el cambio que ha sufrido mi vida. Yo mismo dudo, yo mismo...
—Parece que te quejas.
—¡Mi temperamento!... ¿Recuerdas aquella timidez de la que tanto se burlaban mis compañeros?
—Es lo primero que veo al acordarme de ti: tu timidez.
—Era, en realidad, un exceso de precaución, ahora lo entiendo claramente.
—¿Y la escultura?
—La escultura se fué con mi timidez. ¡Ja, ja, ja!... Siempre que me pasaba muchas horas en el taller mi padre decía: "éste con sus romanticismos fracasará cada vez que intente algo" ¡Ja, ja...! ¡Si me viera ahora!...
—¿Sabes que empiezo a desconocerte?
—No lo dudo.
—¡Vaya!... Estás agriado. Algún contraste rudo, quizá...
—Te digo que no. En el desenvolvimiento simple y sencillo de una familia no existen contrariedades capaces de volear un temperamento. Yo cambié con naturalidad, la misma naturalidad con la que se gesta un hogar.
—¡Bah!... no hay mucha diferencia.
—Te equivocas. Cuando el hecho surge de golpe, presentándose ante la conciencia como una cosa externa, entonces, ella, resiste o se entrega; pero cuando la naturalidad comienza a filtrar en nuestras vidas una cantidad de detalles insospechables, que pasan ocultos, inadvertidos, las transformaciones "se efectúan sin lucha. Recuerdo que una vez fuí artista.
—Es verdad. Siempre creí en tu gran porvenir. Aquella mano fué una revelación.
—¿La recuerdas? Era una mano crispada. ¡Cuántas promesas! Hoy no siento nada. Haría vulgaridades.
—Pero vamos; explícate. ¿Cómo es posible todo esto?
—Los hijos. Yo me casé con las manos vacías. Todo iba bien; pero la llegada de nuestro primer hijo, trajo consigo la primera turbación seria. Fué como si la vida se me presentase de golpe y me dijera: "soy un conjunto de necesidades: hay que llenarme, hay que darme. De lo contrario no confíes en mí".
Esto era crudo, ademas era inexorable. Cada vez que veía a mi criatura, sobre todo si la hallaba dormida, oía con una intensidad demasiado viva:
"Juan: este sér depende de ti". "Juan, tú no tienes nada, eres un desposeído". "Juan; si tú te enfermaras, tu gente tendría que recurrir a las amistades, a la benevolencia, a la caridad". Desde entonces empecé a sufrir una tiranía inclemente. Es cierto que yo calculaba, quería teorizar con la suerte de mi hijo. Me decía: "Yo, sólo estoy obligado a prepararlo, a desarrollar sus aptitudes y luego que se arregle". Pero eran mentiras, bien lo veía, mentiras. Estos pensamientos estaban huecos, no me libraban de esa impresión acre, intransigente, no me quitaban la visión borrosa del día que llega, de la comida que hay que preparar. Y empecé a buscar dinero. ¡Ah!.... esa primera búsqueda, esos instantes corrosivos, semejantes para mí, a las primeras copas de alcohol, a las primeras humadas de cigarro. Delante de la víctima, me mentía avergonzado y perdí muchos negocios precisamente por eso, por vacilar. Por supuesto que me dediqué al negocio por excelencia, al negocio puro. Alguien más reposado que yo, hubiera elegido una empresa más firme. Pero para constituirse con firmeza, era necesario mucho tiempo y esto me desconcertaba. Sentía premura, ansiedad por el oro. Y cuando volvía a casa, después de haber logrado una ganancia regular, decía para mi coleto, junto a mis seres queridos:
Hoy hice un buen día. Durante un mes, por lo menos, ni el hambre ni el ridículo, llamarán a la puerta. Pero un mes, nada más... después.... ¡quién sabe!.
El nacimiento de mi segundo hijo, decidióme, por completo. Fué entonces cuando aproveché todas las ventajas de la ley. ¡Ah!... no hay nada comparable a la ley!...
Presté quinientos pesos—todo lo que tenía—sobre una finca. Las amortizaciones eran severas, como convenía a un asunto tan serio. Cumple el individuo con les dos primeros vencimientos; pero al tercero no aparece. Y ahí está, en este trance cimenté mi fortuna Pero, no podía dormir, créelo, no podía dormir!...
Por una parte veía mi porvenir asegurado: el porvenir de los míos ¿entiendes? La casa valía dos mil setecientos pesos y yo encontré con ellos el caudal que poseo hoy. Era una alegría. Sólo que, no podía olvidarme de la víctima.
Esta se entrevistó varias veces conmigo. Una noche al llegar a mi casa, lo hallé en mi escritorio esperándome. Hablamos más de dos horas, más bien dicho—habló él. Yo no hacía más que negar. A cada argumento suyo, contestaba, "no". Estaba convencido de que en cuanto hablase le entregaba la casa, porque era suya. Quiero que notes esto: yo no me creía con derecho a ella. Sé perfectamente eme el oro no es elástico y que por lo tanto, todo individuo enriquecido presupone varios en la miseria. Por momentos, cuando mi víctima estaba a punto de convencerme, yo soltaba este estribillo: "la ley es terminante, la ley es terminante"....
Ja, ja, ja.... la ley es terminante... jamás supe lo que quise decir con eso. Por último mi hombre, bajando la voz, concluyó:
—"Señor, soy casado. Si usted me deja sin la casa le quita a mis tres hijos todo lo que tienen".
¡Ah!... entonces sentí un extraño acceso de rabia. Le observé de firme y exclamé: "¡Qué me viene usted con esas! ¡Yo también tengo hijos!..." Transcurrió un instante verdaderamente terrible. Los dos nos miramos con fiereza y por poco nos saltamos al cuello. Después sin decir palabra se marchó. No lo he vuelto a ver más.
—¡Fuiste un canalla, Fortuny!
El no contestó. Nos habíamos soltado el brazo y anduvimos mucho rato sin hablarnos. Algo incómodo pesaba sobre nuestra amistad. Por fin en el hotel, Fortuny volvió a hablar, sentados ambos ante la mesa servida.
—Después todo marchó sobre carriles. A más hijos, más dinero. A fuerza de dedicarme a esto, todo lo demás ha desaparecido para mí. Ahora dicen que tengo enfermo un pulmón: casi me divierte.
Volvió a callar y después de comer un sandwich me preguntó:
—Y tú, ¿qué haces?, ¿de qué vives?...
—¿Yo?... trabajo dos horas por día y gano unes cuarenta pesos por mes.
—¡Cuarenta pesos!...
—Y el resto del día lo dedico a pasear, a caminar. Me gustan mucho las carreteras, los árboles...
—¿Y vives?...
—Vaya si vivo. ¡Vivo!!...
Fortuny se iba a llevar otro sandwich a la boca; pero se detuvo. Clavó su mirada en mí, y largo rato me estuvo observando sin pestañear. Su expresión de insensible, aquella cara donde la crudeza había estirado los músculos, se dulcificó. Y un pensamiento oscuro pasó en el iris claro de sus ojos.