La Bestia

José Pedro Bellán


Cuento


Hacía cuatro días que la mujer de mi amigo reposaba entre la tierra húmeda y aún no había conseguido saber la verdadera circunstancia de su muerte en la que aparecía una mona, presa ahora en una fuerte jaula colocada hacia el fondo de su jardín.

Los diarios afirmaron que la señora había sido víctima de una fiera oculta por las apariencias de la domesticidad, cosa que a mi me parecía falsa ya que mi amigo, involuntariamente dióme a sospechar de su veracidad.

Al quinto día de mi permanencia en su casa quinta apenas si habíamos cambiado algunas frases frívolas. Estaba No se sentía triste ni melancólico. Al contrario. Parecía dominarlo un fuerte deseo de movimiento y andaba de aquí para allá sin objeto alguno. Al menor asunto, saltaba vivamente, impetuoso y salvaje.

Sin embargo, como a las cinco de la tarde de ese mismo día observé que se apaciguaba. Estaba en mi cuarto, preocupado en mí mismo, cuando entró sin hacer ruido. Su rostro ya no estaba tirante ni eran fijas sus miradas. Sentóse a mi lado, me pidió un cigarro y con la voz sorda y dolorida díjome confidencialmente.

—Ya me he fumado más de dos cajillas.

Quedamos callados, casi en una misma actitud, uno al lado del otro. Por tres o cuatro veces intenté hablar, quise decir algo, pero no me decidía. Mi imaginación trabajaba infatigablemente y la idea de que en el alma de mi amigo hubiera algo extraño, algo inmenso; la presunción de que en sus sentidos se agitara un secreto de esos que no deben decirse, que no pueden expresarse me ataban inconscientemente a un respeto grave y profundo.

Acabó de fumar y arrojó la colilla descuidadamente. Después, como siguiera ensimismándose, me ví obligado a decirle:

—Advierto que el dolor no te suelta y que tú te dejas dominar demasiado.

No contestó. Se alzó lentamente de hombros y juntó sus manos, luego, como sorprendido por una idea repentina, me miró con interés, con bondad, con dulzura, como vencido. Sólo dijo:

—Hay días terribles.

Después de cenar bajamos al jardín. Era una noche blanca, llena de luna, idéntica a muchas noches. Sólo que allí era más bella porque había silencio y además había árboles.

El estado de mi amigo se dulcificaba por momentos. Andando por los senderos de su quinta, empezó a quejarse de su suerte de una manera triste y suave.

—Es un fracaso muy fuerte, me decía en voz baja; creo que nunca podré hacer nada.

Yo me complacía en rebatir sus pensamientos y me sentía mejor. Mi espíritu poco acostumbrado a reconcentrarse habíase visto obligado por espacio de muchas horas a permanecer quieto, callado, casi mudo, cosa que concluyó por ponerme sombrío. Ahora, sus confidencias tristes, sus quejas amargas, dábanme cierta felicidad, una alegría interior que provocaron en mi memoria el recuerdo dé unas canciones que yo siempre canturreo cuando me encuentro bien.

Nos sentamos sobre un banco de piedra colocado entre dos árboles centenarios.

—Este lugar me es muy querido, dijo sin mirarme. Aquí he pasado las horas más dulces dé mi vida. No sé porque causa, como si ella estuviera aquí, en este banco, en este camino, entre esos árboles... —Y luego, después de una pausa, agregó con voz sorda y ahogada:

—Y pensar que ahora no me oiría, que no siente nada, que no es nada... que está muerta!... Terminó con esta frase original:

—¡Si siquiera te quedara memoria!

Yo, esta vez callé. Consolar a un espíritu en tales circunstancias me pareció pobre y hasta mezquino. La evidencia del dolor es soberana.

Pasó un momento de silencio. Yo pensaba en la muerta y debo advertir aquí, que no había en ello nada de sentimental... La conocía poco y además me era profundamente antipática. Sólo que su muerte tenía algo de misterioso y me dominaba la curiosidad.

Pensaba en muchas cosas, todas semejantes todas relacionadas entre sí, cuando mi amigo exclamó con sarcasmo:

—¡Yo celado por una mona!

—¿Qué, pregunté sin comprender.

—Es que la mona sintió celos y la mató por eso, sencillamente, me contestó con la voz ensordecida por la rabia.

¿celos. de una mona?... —Esto me parecía cómico, ridículo, espantosamente feo. Y como viera que yo sonreía con incredulidad, prosiguió:

—Comprendo que no lo creas. Eso es horrible, pero es verdad. Sabes que me la mandaron de Oceanía. Era tan mansa y tan inteligente que en poco tiempo se hizo dueña de toda la quinta.

Se acostumbró a muchas cosas y nunca dió gran trabajo para ello. Se bañaba todas las mañanas de la misma manera que lo hace un ser humano. Trabajaba en la limpieza de la casa y hasta carpía la tierra. Debido a estas habilidades Lucía y yo le tomamos un gran cariño. Tenia una especie de manía y era la de meterse en nuestro dormitorio. Entonces ignoraba la razón. ahora lo veo todo claro. —Nerviosamente se abrochó y desabrochó el saco. Después, continuó:

—Al cabo de un tiempo la mona manifestó por mí, una predilección extraordinaria. Cuando no salía de casa se estaba al lado mío, acechando mis menores movimientos, acariciándome las piernas, mirándome a los ojos como absorta por un pensamiento.

Esto acabó por disgustar a Lucia, quien, con bastante regularidad la echaba de mi presencia. «Te hemos dado demasiadas alas, mona del diablo; vete», le gritaba y hacía sonar el látigo.

En poco tiempo nació entre ambas una rencilla de la cual yo, muy ingenuamente, me divertía. Una noche pasó una escena bastante singular. Estábamos los dos acostados y de súbito la mona empujó la puerta y entrando en nuestro cuarto se acercó a la cama. Para que se fuera fué necesario que yo me levantara y la echase por la fuerza. Recuerdo que me mordió una mano.

Por espacio de una semana la traté malamente y, por otra parte, la mona ni se acercaba a mi. Sin embargo, días después se mostró más solicita que nunca. De noche, cuando Lucía dormía, ella esperaba tras los barrotes de hierro de la verja, mi vuelta del Club. Me recibía saltando, entre gritos y gruñidos.—Aquí hizo una pausa y se levantó. Yo hice lo mismo y nos pusimos a andar por los senderos curvos, ciegamente, como un tren sobre sus rieles.

Después de un momento, prosiguió de nuevo llevándose las manos a la cabeza: —No me explico... no me explico... Aquella escena me hundió en una profunda idiotez que habrá durado algunos minutos. Al cabo de ellos, sólo atiné a gritar

—¿Por qué?, le interrogué ávidamente.

—Imagínate, imagínate... Encontré a Lucía muerta, estrangulada, tendida sobre el suelo. con la cara y el pecho destrozados a mordiscos. Primeramente sentí estupefacción, después, cuando pude ver a la mona acostada en nuestra cama, tapada por las colchas hasta el cuello, con la cara empolvada y sonriente, entonces sentí necesidad de gritar y grité todo lo que pude:

—¡La mona me agarra... la mona me agarra!...

Habíamos llegado hasta el fondo de la quinta y la mona, prendida de los barrotes de su jaula, gritaba desaforadamente.

A partir de este momento no experimenté más que sensaciones. Oí como mi amigo exclamaba delirante:

—Lo que es ahora, no; ahora no... —Después lo ví correr hacia la jaula y abriéndola torpemente se abrazó del animal.

Se entabló una lucha a muerte. Los dos proferían gritos que se confundían como notas idénticas y rodaron por la arena.

Entonces yo eché a correr, buscando afanosamente la salida, perdiéndome por entre los senderos como por entre un laberinto. Sólo se tranquilizó mi ánimo Y sólo me sentí libre, cuando me hallé lejos de la quinta

Han pasado cinco años y aún no acierto a explicarme, si es que huí de la mona o de mi amigo.


Publicado el 24 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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