No Se Sabe Cómo

José Pedro Bellán


Cuento


No se sabe cómo pero, lo cierto es que la gran reina Leonora, víctima de un feroz naufragio, era arrastrada por las olas, sobre un pequeño bote, hacia las costas de una isla montañosa, pero pequeña.

La gran señora, una vez en tierra, con el ánimo abatido y el cuerpo desfalleciente, miró con asombro la gran desolación que la rodeaba. El mar, aún iracundo, sucio y despiadado, en constante lucha, ya se amontonaba, ya se abría, barbullando como una muchedumbre acorralada. Sobre él, un cielo obscuro, completamente cerrado, se prolongaba hasta el horizonte, siempre en la misma tonalidad.

En vano intentaba la señora reina ver allá lejos, formas de buques en les contorsiones de las olas; en vano se esforzaba por empinarse; en vano poníase horizontalmente las manos sobre las arcadas de las cejas: todo era inútil. Allí no había más que agua y agua terrible, tumultuosa, convertida en una Hidra invencible.

Desalentada, se internó en la isla con mucho miedo y mucha precaución. Buscó un sitio y después de limpiarlo, se sentó sobre la hierba, sin atinar a sacarse sus vestidos que, debido al agua que absorbieran, estaban lisos, mansos, superficiales, sin blondas y sin fruc-fruc.

En este estado desesperante, casi de atontamiento, los recuerdos golpearon en su cerebro. Se vió nuevamente en el Océano, en el momento de la catástrofe. Recién entonces bebió un poco de amargura y se dijo muy inocentemente:

—¡Qué terrible es la vida!...

Una emoción intensa la conmovió. Recordaba cómo el gran ministro, en su afán de salvarse, la había arrojado al agua, donde hubiese perecido si la suerte no hubiera hecho pasar por su lado a un bote que, libre de cabos escapaba del circuito fatal. Recordó esto y muchas cosas más, tan parecidas entre sí, que le produjeron el mismo efecto.

Preocupada estaba por estas divagaciones involuntarias, cuando el hambre, poco a poco, trasformóle las ideas. Se levantó, miró en torno suyo, y siguió internándose.

A medida que la gran reina avanzaba, la superficie de la isla ascendía a golpes bruscos y la vegetación aumentaba en rigor del ascenso. En el fondo, aparecían dos montes, azules y yertos.

A la media hora de marcha se sentó de nuevo. Sentíase agotada y... comenzó a llorar.

La realidad la espantaba. —¡Una reina se decía—toda una reina hambrienta y olvidada!

¿Cómo era posible? —De pronto oyó ruidos, sintió pasos y paróse bruscamente, recostándose contra el tronco de un árbol. Su vista aprisionó el espacio y vió como a veinte metros de distancia, pasaba un hombre desnudo, enteramente desnudo, de color bronce, con un animal muerto sobre sus hombres. —«Ni siquiera lleva hojitas de parra» murmuró entre dientes. Pero cuando el espacio entre ambos se hizo mayor, en ella la curiosidad y la sorpresa, fueron vencidas por el hambre. Entonces, resueltamente le chistó.

No se sabe cómo el hombre hablaba el mismo idioma que ella. Al oirse chistar dió media vuelta y, después de haberse sorprendido bastante, le preguntó con mucho desparpajo.

—¿De dónde vienes?, ¿qué quieres aquí?...

No aceptó la reina esta confianza porque, llena de indignación y altanería se acercó a él y le contestó con voz severa:

—Eres un insolente y un mal educado. ¿No sabes acaso que te encuentras ante la reina Leonora? Si hablas otra vez de esta suerte, mandaré que te saquen la lengua, y, para que ahora aprendas, verás... —y no se sabe cómo, pero lo cierto es que, con voz lenta y solemne, agregó: —Marqués... Haced que prendan a este lacayo...

El hombre giró sobre sus talones y siguió tranquilamente, dejando a la gran reina, en la más vergonzante de las Situaciones.

Nuevamente reconoció su impotencia y, obedeciendo a una razón que ella desconocía, fué siguiendo, paso a paso, el trayecto de aquel devergonzado que andaba con un animal muerto sobre sus hombros.

Mucho rato transcurrió y siempre él delante y ella detrás.

Las zarzas desgarrábanle eh vestido y las carnes. Su pollera se había convertido en harapos y estaba toda ella dolorida, hambrienta y cansada. Durante dos o tres momentos, estuvo por arrojarse sobre tierra y quedar allí para siempre.

Al fin se vió una choza muy pequeña y el hombre entró para salir enseguida con una mujer y dos chicos, todos vestidos como él. Leonora permaneció distanciada, oculta por un tronco de árbol. Ya no la sorprendía nada. Observaba como el hombre asaba aquella carne, y sentía deseos de correr y arrebatarles la presa que chirriaba sobre el fuego.

Pero cuando vió que se repartían el alimento entre los cuatros, la reina cambió de idea. Se acercó a ellos y fes dijo en voz baja.

—Tengo hambre... dadme de comer.

La madre de los muchachos le recorrió fa vista por el cuerpo varias veces.

—¿Es ella?, le preguntó a su compañero. El se encogió de hombros y cortando un pedazo de carne se lo dió a Leonora. Esta, sonrojada de nuevo, dejó caer lo que había pedido.

—Yo no como de esta manera. Así lo hacen los cerdos.

Ninguno tomóle en cuenta lo que decía. Sólo los chiquillos empezaron a burlarse de los trapos que la vestían.

Sin embargo, ella no salió de allí. Ya era noche y el cansancio la obligó a acostarse sobre el césped, al lado de la choza. Durmió, durmió mucho. A la media noche despertó, pero el hambre no la dejó proseguir su sueño. Nuevamente lloró Después, recordó aquel pedazo de carne que había tirado y, no se sabe cómo, luego de buscarlo un ratito a tientas, como podía, lo encontró y comióselo todo sin reparar en que lo agarraba con las manos y en que estaba sucio y frío y crudón.

A la mañana siguiente volvió a comer asado y se acostó nuevamente en la tierra y... transcurrió un tiempo. Se había repuesto mucho y como se aburriera en la choza, acompañaba algunas veces al hombre en la ruda labor de la caza. Así pasó un mes y dos y tres. Hasta pasó un año. Después, no se sabe cómo, la gran reina Leonora, dió a luz un hermoso niño, muy llorón y todo desnudo.


Publicado el 24 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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