Perfiles de Maridos

José Pedro Bellán


Cuento


—¡Al diablo!,—dijo don Pablo Ramírez.

Me dejó Vd. turulato. Hace cosas de meses que no bebe alcohol, y ahora decide casarse, Es Vd. sorprenden te, querido amigo.

Adolfo Barrés, un poco avergonzado, respondió en voz baja.

—Advierta don Pablo, que estarnos en distintas circunstancias. A pesar de su edad, se mantiene joven y puede gozar a lo loco de esa libertad deliciosa. En cambio, yo, debo formalizar mi existencia cuanto antes. No ignorará Vd. que mis treinta y dos años, ya sólo me dan achaques y constipados. —Hizo una pausa y con ha voz abovedada agregó sentenciosamente: —Además, a Vd. le consta que no soy capaz de cometer una tonteria sino a causa de una razón muy poderosa.

Ramírez, lisonjeado, satisfecho por aquel reconocimiento hacia su constitución física, le sonrió paternalmente y llamó al mozo.

Estaban en la Giralda en redor de una de las mesas colocadas en la vereda por el lado de la Avenida.

Era sábado y acababa de ser las ocho de la noche. La multitud que llenaba las aceras iba invadiendo la plaza, desde donde, se dividía para atollar los teatros, los cafés y los arrabales.

El Giralda estaba inaccesible. Hasta en los rincones, la gente gesticulaba y bebía, ávida de noticias, de comentarios, de chismes. Las palabras se mezclaban, formando un vaivén sonoro, monótono y persistente que recorría el ámbito del salón.

—¡Cognac, dijo la voz de Ramírez al dependiente que se acercaba. Luego, con la mirada fija en los grupos de traseuntes, exclamó con entusiasmo:

—¡Mire Vd. que mujer, Barrés, mire Vd!

Y Barrés buscó.

Una mujer elegante, marchaba sola, con lentitud. Al pasar junto a ellos, Ramírez pronunció un beso lleno de sadismo. Ella ni se dignó sonreir ni se dignó fastidiarse. Pasó serenamente, derecho el talle, alto el busto y se alejó de igual modo.

—¿Ha visto Vd. que pose?, dijo Barrés, un tanto fastidiado. Enseguida piensa uno que es una mujer casada.

—¡Uf!... las mujeres decentes, agregó Ramírez. Tienen tantas zonceras que sólo pueden contentar a los imbéciles. Están llenas de remilgos y se asombran de cualquier cosa, a igual que las viejas.

Una gran risa burda saltó de la garganta de Barrés.

—¡Verdad... verdad... ja... ja... ja...!

—Son despreciables. Las cocottes, esas sí...

las cocottes! Ahí tiene Vd. la llave de la vida.

Barrés reía aún...

—Verdad...verdad!...

—Vd. las desnuda, las baña con vino, las posee como se le ocurra; les exige todo lo que puedan darle y. como si no hubiera ocurrido nada. Uno les paga y se lo agradecen por mucho tiempo.

Barrés afirmó con cierta tristeza el discurso de su compañero y, mientras éste llenaba una copa de cognac, buscó faldas y se babeó asquerosamente.

La orquesta empezó un vals ligero y chillón que muchos pies acompañaron, sin más pretensión que la del movimiento. Los dependientes formaban contínuos zic-zac por entre mesas y sillas y las monedas metálicas timbalizaban sobre el pequeño mostrador de mármol.

Ramírez, después de beber, colocó una pierna sobre una silla, lió un cigarrillo y ofreciendo otro a su camarada, dijo maliciosamente:

—¡Vamos... apuesto a que está Vd. enamorado de su prometida.

—¡¿Yo!... —replicó Barrés en un tono de imposibilidad—yo? No no; no crea Vd. Le tengo mucha simpatía, eso sí. Me agrada más que otras. Es muy hacendosa, una verdadera muchacha del hogar.

—Menos mal, menos mal.

—Jamás sale sin pedirme permiso. Y no vaya a creer que me engaña. Eso si que no. Además tengo el suficiente tacto para desempeñarme. Siempre sé a que horas sale y la dirección que lleva. Por ejemplo: hoy a las dos fué a lo de Rinaldi, a fin de que le arreglase el tercer molar izquierdo de la mandíbula superior. Yo la observé desde aquí: a la hora clavada. Usaba el mismo vestido que le había indicado dos días antes.

—De esas hay pocas, amigo mío.

—Vea Vd. A las cuatro estuvo en lo de Caubarrere y a las cinco en la Tienda Inglesa. Yo la esperaba en la esquina de Marabotto y me chocó bastante verla cambiar unas cuantas palabras con un primo suyo. Una vez sola, me acerqué y le prohibí que se detuviera en la calle para hablar con ningún hombre. Ni chistó.

—Me alegro, hombre, me alegro.

Barrés sonrió con modestia. Después como si quisiera hacer notar al compañero que su superioridad no podía ofenderle, agregó meneando la Cabeza:

—Bastante trabajo me ha costado.

Ramírez quiso comprender mal. Sonrió indulgentemente y dijo:

—¡Cómo!... ¿ha conseguido ya... —No lo dejó concluir.

—¡Oh!... no... nunca logré nada. La he puesto a prueba una infinidad de veces y sólo he conseguido su enojo. No es cosa para todos. Esa si que es honrada! En cambio, Jacinta... ¿recuerda?... aquellas hermanas que dragonáebamos juntos?

—¡Ah! ah!...

—Esa sí... a los seis días le besaba hasta los senos y se ponía echa una brasa ¡Imagine Vd! ¡a los seis días!... ¡Pobres maridos!...

Ramírez se agitó convulso, dominado por la risa. Nada le era tan cómico como el marido engañado. Constituía una de las principales preocupaciones de su vida, casi una finalidad, algo así como una tendencia.

Durante su larga carrera de hombre no había podido vislumbrar algo que no fuese su propio pensamiento. Para él, el suceso del amor era una manifestación de la voluntad de engañar. Todos los actos consumados por la pasión, todas sus consecuencias morales, eran «puro canto religioso», expresión que usaba, con mucha regularidad.

Cuando joven aun cortejó a una rubia de su tiempo, llamada Amalia Rodríguez y fué su novio oficial. De este suceso hablaba así:

«Me gustaba mucho porque era una de esas mujeres como Dios manda; pero, al poco andar, comprendí su intención. Tenía entonces veintidos años y ganaba doscientos pesos. Vi claro: después de casada gozaría mi dinero y podría arrimarse a cualquiera sin temor de ser descubierta.

No le dí a entender mi perspicacia, pues habíame propuesto vengarme. Al fin, después de tanto bregar, la muchacha cayó y la hice mía. Enseguida busqué un pretexto y me enojé.

No habrían trascurridos quince días y toda la sociedad estaba enterada. Cuando se hablaba de ella, preguntaban de este modo: «¿Quién... ¿Amalia... ¿la del lunar en el muslo?...

Tuvo que abandonar Montevideo.

Esta fué la suerte de los sentimientos que muchacha reflejó en él.

Contaba esta historia amenudo, en los cafés rodeado de un grupo de amigos, de compañeros, de socios, todos solteros. Y cuando alguien comentaba una reputación honrosa, ya fuese de hombre o mujer, adelantaba la cabeza y preguntaba con un tonito rebuscado:

—¿Qué me dice?...

Por eso, la expresión de Barrés, le contaminaba de risa. La sola posibilidad de que un hombre estuviese en condiciones de ser engañado, le satisfacía en extremo. De un modo vago, sentía en ello su propio triunfo, un triunfo sui generis, que le hizo decir casi frenético:

—Todos los hombres son cornudos!...

Barrés aceptó en parte esta proposición. Enseguida y con el objeto de colocar a Ramírez en su mismo terreno, le preguntó, demostrando especial interés:

—Y Vd... ¿Cuándo se casa?... —El efecto de esta interrogación fué rápido. Cesó de reir, entrecerró los párpados y contestó, cual si pesara las palabras:

—Creo que nunca me casaré —Con su bastón empezó a agujerear nerviosamente una caja de fósforos, arrojada a sus pies.

Algo habría de haber en su mente, algo que olvidaba en sus momentos de. protesta y de risa. Cambió su estado como cambia el aspecto del cielo en las tardes de verano y quedó pensativo, mirando distraídamente a los transeuntes que cruzaban por su lado.

Por la vereda de la plaza seguía una mujer vestida de blanco. Ramírez, reconociéndola, llamó al mozo y pagó de prisa. Luego, dirigiéndose a Barrés le dijo atropelladamente:

—Allí va una de mis predilectas. No lo invito a Vd. porque ya no pertenece a nuestro bando. Mañana nos veremos... y se alejó a zancadas.

Barrés se levantó. Vaciló un momento, frunció el ceño y luego siguiendo a su amigo, le llamó en voz alta:

—¡Eh!... ¿Al Royal?

—Al Royal, —con testó deteniéndose —¿Viene Vd?

—Sí, exclamó con alguna cortedad. Aún pertenezco a su bando.

Después los dos, del brazo, siguieron en pos de la dama.


Publicado el 24 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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