Vía Libre

José Pedro Bellán


Cuento


No, no puedo irme sin aniquilarlo. me moriría de despecho. Anduvo unos pasos más, y se detuvo, apoyándose sobre la verja de la última casa del pueblo. En su cerebro, las ideas iban y venían en tumulto, fuertes, fugitivas, vacilantes y todas girando en redor de; pensamiento tenaz, poderoso, que se había apropiado de su vida hacía unos tres años.

—Lo matare— murmuraba, y el odio despertaba, lleno de rabia, provocado por las ideas, latiendo fogosamente en sus músculos, en su carne y en sus pensamientos febriles y trágicos.

Era un odio continuo, socarrón e hipócrita, que se había unido estrechamente a su vida y se había mezclado en sus fines e intereses; un odio sangriento y diabólico que había germinado en ciertas circunstancias, por las cuales, la naturaleza de las cosas coloca a dos hombres frente a frente, el uno víctima, el otro victimario.

La vendetta, la terrible vendetta, le causaba un alivio, una alegría feroz, en la cual descansaba su alma como en un consuelo. Había ideado muertes, estudiado ensañamientos, pero ninguno le satisfacía: necesitaba algo fuerte, algo que fuera monstruoso, y el sentimiento de venganza, a fuerza de perpetuarse, había concluido por refinarse, por tender a lo perfecto, como una obra de arte.

Mientras el que había sido su verdugo estaba al lado suyo, mientras lo tenía a mano, los ensueños sangrientos lo desahogaban y no lo impelían al fin, pero, ahora que necesitaba dejar cl pueblo, ahora que el azar de la vida lo llevaba lejos, que lo separaba del esposo de la que había sido su novia, ansiaba imperiosamente acabar de una vez. —No, no; era tilla locura dejarlo vivir; era absurdo que él se fuera para cualquier parte, sin saber si volvería, mientras el otro quedaba allí, gozando la vida tranquilamente, en compañía de Mariana, y sin más trabajo que el hacer señales a los trenes nocturnos. Y al mismo tiempo que se convencía de que no debía marcharse sin haber concluido con el canalla, seleccionaba de nuevo el medio más certero y de mayor efecto. Pero, por más que buscaba, por más que quería ver fuera de él el espectáculo, no veía sino el cuerpo del otro, muerto, ensangrentado pero sin muecas de dolor, sin un gesto horrible que denotara padecimientos atroces. Esto le causaba malestar; se enojó consigo mismo y se apretó la frente con los dedos, como si quisiera arrancar de su cerebro la idea aquella que rehusaba salir. Después, decididamente, se caló el sombrero, metióse las manos en los bolsillos del saco, y empezó a andar de prisa, ofuscado, hacia la casilla de} guarda aguja.

Daban las siete. La tarde caía en silencio, posternada: se arrodillaba como una religiosa ante la noche vecina. Y mientras por el Este, los tintes violáceos se almacenaban en la atmósfera, fuertemente perfumada por el hálito de la tierra, en frente el sol, oculto ya refractaba su forma sobre la línea de las colinas, cual un disco flamígero que rodara sobre el horizonte.

Toda forma se esfumaba. La campiña, callada, solitaria, envuelta en la triste paz del silencio, desaparecía lentamente devorada por la sombra, por la taciturna sombra. Sólo la aldea, matiz de la noche en la campiña, se destacaba en un tono grisáceo presentando en último término, tres o cuatro luces, débiles, apagadas, que oscilaban en los sucios y envejecidos faroles.

Ambrosio llegaba al fin. Había andado mucho más de una legua en menos de una hora. Al salir de la aldea, todo su ser se había encendido corno una hoguera. Ya no reflexionaba. Su espíritu se preparaba como para un festín y no sentía sino placer, un placer infernal que le retozaba por todo el cuerpo y que lo llevaba hacia la casilla de una manera salvaje, impetuosa. Andaba a saltos, casi corriendo, como si temiese no llegar a tiempo. Cuando divisó la covacha se tranquilizó. Ya llegaba... unos pasos más y sorprendería al otro, sentado, leyendo quizá como era su costumbre, sin sospechar nada de la terrible venganza que le preparaba. Cuando estuvo más cerca pensó de nuevo en el medio. Reflexionó sobre el puñal que llevaba en la cintura, pero no le satisfizo. No, no, él quería otra cosa, quería algo más fuerte, y seguía empecinado en su deseo de ser terrible, inexorable, de caer sobre él como una sentencia de Jehová.

Cuando llegó, encontró a su víctima como se la había imaginado: leía un diario a la luz de un farol de señales. Al entrar, José levantó la vista y se extrañó: —Cómo ¿tú aquí?...

Ambrosio sintió una fuerte sacudida en todo su ser... Lo tenía allí, a su lado; no tenía más que abalanzarse hacia él y el enemigo de toda su vida caería desesperado, sin poder defenderse. Sin embargo, se limitó a contestar:

—Sí; he venido a verte; me voy del pueblo.

—Haces bien, dijo José en un tono irónico, aquí te morirías de hambre. Y luego, soltando una carcajada:

—Mira, tú, si Mariana se hubiera casado contigo... que carrera habría hecho!— Ambrosio no contestaba. Estaba de pie, inmóvil, con su vista clavada en tierra. Siguió un silencio. Luego se levantó José y golpeándole en el hombro le habló familiarmente: sabes tú... Mariana está embarazada de siete meses; con toda seguridad que es un machito. Los hombres deben ser así y se sonrió de nuevo, sentándose sobre un montón de cuerdas que, habían sido arrojadas hacia la puerta. —Después de todo eres un buen muchacho y... —No pudo concluir.

Ambrosio se le había echado encima y de un fuerte golpe en la cabeza lo había desmayado. Luego, inspirado de pronto, tomó una de las cuerdas y lo empezó a atar envolviéndolo fuertemente, maniatándolo para todo movimiento. Después, lleno de júbilo, cargó con el cuerpo, se acercó a la vía, buscó una parte del riel que estuviera levantado y lo acostó transversalmente y de manera que la garganta quedara sobre el hierro. Pasó sobre ella una cuerda sujetándola al riel todo lo que permitía la vida del otro que ya parecía volver en sí. Luego ató los pies a la otra línea, de tal modo que no podía hacer el menor movimiento. Cuando hubo concluído se sentó a su lado.

Esperó. Había hecho todo el trabajo con una rapidez pasmosa. Obraba ciego, febrilmente, pero obraba bien. El sentimiento de odio que había germinado gradualmente; que había llenado todo su ser, explotaba ahora como una locura; aquel odio juraba, accionaba, pensaba, se con vertía en hombre como una deidad maldita: —Cuando pase, cuando pase, murmuraba Ambrosio sordamente.

Sabía que el tren pasaba a las nueve y treinta. Tenía pues, una hora y cuarto de espera. Al cabo de unos minutos, José abrió los ojos. —¿Qué es esto, qué es esto? dijo con voz débil y lleno de estupefacción al notar que estaba atado. Pero al ver a Ambrosio que sonreía a su lado, montó en cólera. ¿Por qué canalla, por qué?

El le largó una carcajada. ¡Acuérdate, acuérdate, se limitó a contestar y José se acordó: Recién entonces se estremeció. Sintió miedo, llegó al terror. La súplica acudió a sus labios. Le daría todo lo que quisiera; la mujer. el oro Pero Ambrosio parecía no tener oídos.—¡Acuérdate, acuérdate! proseguía socarronamente.—Reinó silencio. José forcejeaba por salir, contorsionando todo el cuerpo; pero las ligaduras seguían siempre seguras, hundidas en su carne. De pronto largó un grito. ¡Allá viene, ahí viene, exclamó lleno de angustia. ¡Por favor, por favor!... La propiedad tan característica del hierro de trasmitir el sonido, le anunciaba a la víctima su cercana llegada, y veía la máquina, a la enorme mole de hierro pasar sobre su garganta, y adivinó los sufrimientos, vió la muerte, la muerte asesina que lo obligaba a morir aplastado por el tren. Entonces gritó; pidió socorro; pero Ambrosio como si temiera

escaparse, le amordazó con su pañuelo.—¡Acuérdate, acuérdate!. mis trabajos... mi padre... mi novia... los golpes... acuérdate... —y reía ferozmente al mismo tiempo que le palpaba la cara. José se desesperaba. Hizo un esfuerzo supremo. pero la cuerda que le pasaba por la garganta lo ahogaba. Entonces echó hacia atrás la cabeza y oyó de nuevo el murmullo de la locomotora, cada vez más fuerte, más cercano, más asesino, unido a la voz de Ambrosio que proseguía más sarcástico: ¡Acuérdate, acuérdate!...

Un momento más y apareció la luz, la fuerte luz, aquel ojo de cíclope que palpitaba, que avanzaba cada vez más luminoso. Entonces Ambrosio corrió la cuadra que lo separaba de la casilla, tomó el farol de señales y dió el vía libre. Una fuerte pitada sorda y prolongada atronó el espacio. Y el tren llegó al fin con sus seis vagones de carga, corriendo velozmente y todo pasó sobre aquel cuerpo que se retorcía preso del terror.

Cuando su papel de guarda aguja hubo terminado, corrió hacia el sitio donde estaba el cuerpo y fué feliz, enormemente feliz. Por efecto del degollamiento, la cabeza había rodado a dos metros de la vía. La agarró por los pelos, la puso frente a su cara y enfocándole la luz del farol, vióle el rostro, con su expresión trágica, llena de surcos y deformidades y por donde acababan de pasar la súplica, el terror, la locura y el terrible tren impelido por el vía libre de Ambrosio.


Publicado el 24 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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