La imprenta
Por más que hayamos de resignarnos á sufrir las consecuencias de inflexible ley de las evoluciones sociales, y á no ser nosotros quienes recojamos el fruto de las ideas que humildemente emitimos para remediar ciertos males, nos creemos en el deber de insistir en nuestros propósitos, siquiera para preparar el campo de las discusiones que se suscitarán mas tarde, cuando la sociedad nuestra, aburrida de este período de inanición, se encamine con paso seguro á su progreso y mejoramiento.
Inútil será insistir una vez más en la ineludible necesidad de propagar la instrucción pública, cuando puede asegurarse que esta tendencia está ya elevada entre nosotros á la categoría de sentimiento verdaderamente nacional; pero por lo mismo que de este gran principio depende nuestra completa regeneración social, debemos consagrar una atención muy preferente á las cuestiones que se relacionan con el desenvolvimiento de este gran plan civilizador, considerando que, así como el progreso material de un pueblo está hoy representado especialmente por sus ferrocarriles, el progreso moral é intelectual está representado por la imprenta.
Cuando Gutenberg, por medio de los caracteres movibles y de la prensa, alcanzó la multiplicación del libro manuscrito, el mundo todo saludó con entusiasmo el gran invento que iba á cambiar la faz de las naciones; y sin embargo, ni la imaginación mas exaltada pudo entonces concebir una idea del grado de perfeccionamiento á que había de llegar la imprenta en nuestros días. Durante un largo período de años la prensa de imprimir no tuvo mas mejora con relación al tiempo y al trabajo que la adición del entintador voluntario, hasta la invención de la prensa mecánica, que vino á reducir á un diez por ciento las sumas de tiempo y de trabajo; y el espíritu humano, concentrado en los esplendores de esta invención magnífica, se empeñó más y más en lucha formidable para aniquilar el tiempo, hasta arrancar á ese gigante de hierro de complicadísimas entrañas, hijo suyo, á quien parece haberle trasmitido su propio aliento, no la suma de ejemplares impresos que caen uno tras otro como las hojas del árbol, sinó una verdadera catarata de papel, impreso con la velocidad del pensamiento.
Este resultado no pudo alcanzarse sin el vapor y sin la estereotipia: porque el vapor centuplica la fuerza y el movimiento y la estereotipia multiplica las planas matrices y les da la forma cilíndrica para aprovechar la velocidad y ventaja del movimiento rotatorio continuo sobre el de presión perpendicular é intermitente.
Esta combinación está dando el resultado mas asombroso que pueda imaginarse en materia de rapidez en la producción de ejemplares impresos. La prensa que imprime el Evening Star, en la ciudad de Washington, tira «veintiseis mil ejemplares en una hora». Hay detrás de la máquina un cilindro que contiene una tira de papel de metro y medio de ancho por «algunas millas» de largo. De esta manera la impresión es continua; no mediando interrupción alguna entre la impresión de uno á otro ejemplar, supuesto que ésta se efectúa á cada evolución del cilindro-planta. Lo que verdaderamente maravilla al espectador es que una vez puesta en movimiento esta prensa por medio del vapor, gira el papel en su cilindro y entra en aquel laberinto complicadísimo de ruedas que imprime el blanco, corta el papel, imprime la vuelta, dobla el ejemplar y le entrega el periódico por cuenta y en orden, en un cajón ó depósito, en el que un registro automático divide los ejemplares doblados de diez en diez.
Para que el reparto esté en armonía con esta rapidez en la producción de ejemplares, una hora antes han invadido cosa de trescientos muchachos la parte subterránea del edificio, «basement» en donde cada cual hace el pedido de ejemplares, precisamente con arreglo á la división decimal que hace la misma prensa; paga el importe y recibe una ficha; hecho lo cual, se colocan en hilera por el orden que llegan. Los ejemplares pasan de la prensa, que está en el piso superior, por un plano inclinado á las manos del empleado que los cambia por la ficha ó boletos de cada muchacho, quien una vez con su mercancía en la mano, se lanza como flecha hacia la calle vociferando el Evening Star...
Como se ve, la impresión, doblez, cuenta, distribución y venta comprobada de veintiseis mil ejemplares de este periódico se verifica en un par de horas.
Y no pareciendo esto suficiente, durante la hora en que ha atronado el espacio el ruido de aquella máquina vertiginosa, el departamento de estereotipia ha tenido tiempo de fundir y hacer cilindricas las dos primeras planas del periódico que una hora después va á formar la segunda edición en la misma tarde. Ya otro ejército de muchachos, aunque en menor número que el anterior, espera en los bajos el tiro de la segunda edición, que, no obstante publicarse con sólo dos horas de diferencia, encuentra la primera edición completamente agotada.
Este periódico vale dos centavos y sus rendimientos dan lo suficiente para pagar los siguientes sueldos:
El director ..... $ 15.000 anuales. El segundo ...... » 10.000 » El secretario ... » 5.000 » 10 reporters, á quienes se les paga á razón de $ 5 por columna.
A propósito de periódicos americanos, es curiosa y digna de contarse la historia del «Sun,» de Nueva York.
El 3 de Septiembre de 1833, el dueño de una pequeña imprenta de Springfield, tuvo la idea de entretener sus ócios, publicando un periódico de á centavo, del tamaño de un pliego de papel de cartas, más bien para llamar la atención sobre su imprenta, que con la idea de establecer una empresa periodística. El impresor redactaba, componía y tiraba el periódico, y fué el primero que se valió de muchachos para su venta y reparto; tiraba trescientos ejemplares que se vendían con estimación, y en poco tiempo subió el tiro á mil. Después pagó seis pesos semanarios á un «reporter» que le llevara escritas las noticias mas importantes del día.
En 1853, la empresa del pobre impresor había tomado grandes proporciones; tenía una prensa de vapor que tiraba diez mil ejemplares por hora, y la circulación del Sun era de cincuenta y cinco mil ejemplares por día; gastaba al año ciento cincuenta mil pesos en papel; ochenta mil en sueldos y salarios, y diez mil en tipos que había que renovar cada dos meses.
En 1867, la propiedad del periódico fué vendida por ciento setenta y cinco mil pesos al contado, y á la presente, la imprenta y el edificio del Sun valen seiscientos mil pesos. Imprime más de un millón de ejemplares á la semana, en las admirables prensas de Bullock, una de las cuales puede tirar 32,000 ejemplares en una hora El año pasado se vendieron 55.536,030 ejemplares; consumiendo 4.536,783 libras de papel, y ocasionando un gasto de más de un millón de pesos. Los gastos ordinarios de este establecimiento son de $ 17,000 semanarios.
No es, sin embargo, el Sun de New York, el periódico de más circulación: el Times y el Herald, sobre todo, le superan.
Este es el grado de adelanto que ha alcanzado la imprenta en nuestros días, en sólo el ramo de periódicos.
Por lo que respecta á la producción de libros, la casa editorial de Sippincott de Filadelfia, publica en 1881 las obras completas de Milton, 4.º, 562 páginas, edición de lujo, filetes rojos, pasta y cantos dorados por setenta y cinco centavos.
Lovell publica en New York, las obras de Lord Byron, 4.º, 544 páginas, pasta de lujo, por cincuenta centavos.
El mismo, Obras completas de Tennyson, ilustradas, 4.º mayor, 684 páginas, filetes rojos, pasta de lujo y cantos dorados, $ 1.50.
Houghton, Mifflin y C.ª, de Boston, obras poéticas de Longfellow, 4.º, 416 páginas, pasta de lujo $ 1.50.
Porter & Coates, Filadelfia. Historia Natural por J. C. Wood, 4.º mayor, 695 páginas, ilustrada con 500 grabados, pasta de lujo, $ 1.50.
Burlock & C.ª Filadelfia. Dos mil recetas de cocina, 4.º, 320 páginas, pasta de lujo, 35 centavos.
Ahora bien: cuando se suelen narrar estos hechos para dar una idea de la altura á que puede llegar la imprenta en un país civilizado, y esto se hace con la loable intención de despertar el espíritu de empresa entre nosotros, no faltan personas que, engreídas con la rutina y el statu quo, se figuren que todos esos guarismos son fantásticos, y que todas esas grandezas son los cuentos de viajeros ilusos que van á abrir la boca al país vecino para contarnos maravillas. Hay quien crea, con un candor envidiable, que en todo estamos muy adelantados. No hace mucho, un conocido mío, muy bonachón y muy patriota, me enseñaba un libro muy bien impreso en México, y hube de convenir con él, en que tenemos muy buenos cajistas, buenos prensistas y buenos impresores; tan buenos, que son capaces siempre que les den buen papel y les paguen caro, de hacer ediciones de mil ejemplares, y más, enteramente irreprochables. Con este motivo, recordamos el conocido mío y yo, que en México hubo un herrero, que bien puede vivir todavía, tan hábil, que logró hacer él sólo, solito, un fusil de Remington; y en la calle segunda de las «Damas, había en el año de 1872 un artesano habilísimo, que colocó en la puerta de su accesoria un letrero que decía: «Fábrica de máquinas de coser.» Ese artesano llegó á hacer, también solito, una máquina de coser, que cosía efectivamente. Ante adelantos semejantes no pudimos menos, mi conocido y yo, de exclamar, «¡Dios les conserve sus manos, tanto al armero que hizo el fusil, como al que hizo la máquina de coser, y Dios se las conserve también á los que hacen entre nosotros impresiones tan correctas y tan limpias, sobre papel extranjero, con tipos extranjeros y con máquinas extranjeras!» Pero después de dejar á esas aptitudes personales en su buena opinión y fama, y mas todavía, después de ser los primeros en tributarles todo el elogio que merecen, lo confesamos ingenuamente, nos dá tristeza contemplar el estado en que se encuentra la imprenta entre nosotros. Dependerá esta tristeza probablemente de que cada uno tiene su manera de querer y de ver las cosas. Yo confieso que la manera que tengo de querer á mi país, consiste en mi ardiente deseo por su prosperidad y su engrandecimiento, y confieso mas todavía, y es, que conocidas nuestras aptitudes, lamento profundamente que estén tan mal empleadas; lamento que los barceloneses nos lleven la palma, que nos hagan nuestros libros allá, y nos los remitan; lamento que no haya una empresa periodística que se parezca siquiera á las que existían hace treinta años en los Estados Unidos; lamento que en medio siglo no hayamos logrado llegar á hacer papel bueno y barato, y lamento con sobradísimo fundamento, el, estado de atraso de nuestra imprenta, porque sin que llegue ésta al estado de prosperidad en que se halla en los países civilizados, será la rémora mas poderosa para el verdadero progreso de la instrucción pública y de la cultura intelectual de México.
La educación del sentido común
I
Dura ya más de medio siglo la controversia sobre sistemas de enseñanza y estamos lejos todavía de llegar á un acuerdo definitivo. En cuanto á teorías, tenemos, es cierto, un acopio de las mas brillantes; muchas de las cuales hemos adoptado convencidos de su indisputable mérito por los resultados prácticos que han dado en otras partes; pero lo cierto es que entre nosotros no producen el mismo efecto. Creemos por lo mismo, que la gran dificultad consiste en aplicar á nuestros usos, á nuestros hábitos y á nuestros defectos inveterados la filosofía de la enseñanza..
Si alguna conclusión puede deducirse ya claramente de las diversas modificaciones é innovaciones en la enseñanza, es la tendencia manifiesta á adaptar la educación del hombre al espíritu positivo y práctico de las sociedades modernas; dicho lo cual se comprende con facilidad la trascendental importancia que ha llegado á adquirir el estudio de las matemáticas, en la educación del hombre.
Esa misma tendencia pedagógica tomada como base de la educación en México, daría grandes resultados, que serían tan palpables y manifiestos en la nueva generación, que harían cambiar radicalmente la faz de la sociedad.
Tomemos por modelo una familia cualquiera; juzguémosla en sus detalles y manera de ser, y conoceremos cuán lejos está la instrucción pública actual de influir en la reforma de las costumbres, ni de educar á la juventud conforme al espíritu positivista de nuestra época.
El jefe de esta familia es un comerciante: lleva treinta años de vivir del comercio y todavía no es rico, ni lo será jamás; gasta en su familia todo lo que gana y muchas veces algo más ¿porqué no ha prosperado? El es un hombre honrado, laborioso, metódico, inteligente. Supongamos que le hemos dirigido la anterior interpelación. Nos contestará sin duda de esta manera:
—Llevo treinta años de comerciante; y en este tiempo he estado sujeto á mil alternativas; he tenido «tiempos muy malos» y sólo en fuerza de constancia y merced á contingencias favorables, he podido permanecer en pié; dos veces estuve á punto de quebrar, y me salvó una vez la lotería de nuestra Señora de Guadalupe y otra un compadre mío, español. El comercio está por los suelos, y sólo los extranjeros prosperan y se enriquecen; los mexicanos estamos destinados á morirnos de hambre en nuestro país. Cada día mis gastos son mayores, la familia consume un dineral, y á medida que mis hijos crecen, se aumentan mis penurias y mis aflicciones.
Si se le hace observar á este comerciante que uno de los medios prácticos de prosperar en todo género de empresas es la asociación del capital.
—No me hable usted de compañías, exclamará santiguándose, no señor; yo no me asociaré jamás con nadie para el comercio. Dos veces he pactado una compañía, y las dos veces ha sido esto el semillero mas escandaloso de disgustos y quebrantos y todavía no sé cómo he podido salir avante. No señor, ¡compañías en México, ni pensarlo! Es bueno que no quisiera uno tener ni dependientes. Pregunte usted á cualquier comerciante, y por bisoño que sea, le espetará á usted estos dos axiomas, con una convicción y una seguridad absoluta; primera. El buey sólo bien se lame, y vale más sólo que mal acompañado. Segundo. Todos los negocios se pierden en México por las segundas manos.
—¿Cómo es eso posible?
—Sí, señor, de diez y seis dependientes que he tenido en mi vida, catorce han sido ladrones.
—Esa es una exageración.
—Constan los robos en mi libro de ganancias y pérdidas y lo puede usted ver cuando guste.
Todo lo dicho por el comerciante es cierto, y lo hemos oído decir miles de veces.
En efecto, los hechos no dejan lugar á duda, y la estadística, si la tuviéramos, nos daría la prueba palpable. El comercio de la República está en manos de los extranjeros. A la presente han desaparecido casi por completo las fortunas procedentes de los conquistadores y las que de éstas se derivaron. Hay relativamente mayor número de capitales mexicanos perdidos, que de fortunas extranjeras formadas en el país; y uno de los síntomas de que este mal no tiene remedio, es que todos repetimos esos axiomas, inclinándonos á creer que hay en ello algo de predestinación ó fatalidad, y conformándonos con que esa es nuestra suerte, estamos muy lejos de buscar el remedio para conjurar el mal.
El comercio no es más que el cambio de efectos por dinero y viceversa; pero de este doble cambio resulta un resíduo, que establece la progresión décupla en los cambios subsecuentes.
Sea por ejemplo el capital invertido .... 50 Y la venta efectuada .................... 60
El residuo 10 tiene indefectiblemente dos aplicaciones, para lo
cual hay que distribuirlo; en gasto muerto y en adición al capital. La
adición al capital será mayor en proporción que sea menor el gasto
muerto.
Parecería hasta inútil ocuparse en plantear la anterior sencillísima teoría del comercio, por ser simplemente una cuestión de sentido común; pero así y todo, esa teoría nos dará la clave del aspecto y modo de ser del comercio mexicano en la mayoría de los casos.
Nótese que acaso en ninguna ciudad del mundo está el comercio tan subdividido y es tan estacionario como en México.
Siguiendo la regla del comerciante que hemos descrito, no hay que pensar en la asociación del capital; y así sucede efectivamente: el comercio es individual, y sirve sólo para subvenir á las necesidades de un individuo ó cuando más de una familia.
El comercio, con ser pequeño, no deja sino un residuo indivisible en las dos fracciones de gasto y de fomento, y el mayor número de veces sucede que el tal residuo, confundido en el producto de la venta, se convierte en gasto muerto, y por consecuencia en la muerte infalible de la negociación.
Existen por miles en la capital los comercios en pequeño, como zapaterías, estanquillos, sederías, fondas, cafés y tendajones, amén del formidable ejército de vendedores ambulantes de golosinas, que desde tiempo inmemorial han decidido vivir vendiendo lo necesario extrictamente para mantenerse.
Claro es, pues, que todo comercio que permanece estacionario durante períodos de años, como el de las alacenas de los portales, adolece del vicio de consumir en gasto muerto el residuo entre la compra y la venta.
Y no es de suponer que todos esos pequeños comerciantes ignoren la teoría enumerada; pero sí es de asegurar que todos ellos están, sino conformes, á lo menos humildemente resignados con su situación.
Depende esto sólo de la miseria pública y de la pequeñez del capital invertido? No ciertamente. Hay causas morales mas poderosas, que son, no sólo personales sino características, hereditarias, é indiosincráticas. Es característico en nuestra raza el poco apego al dinero, y la falta de ambición personal; y si las razas humanas tienen el poder de trasmitirse su índole, y sus propensiones de generación en generación, no podemos menos de reconocernos en este respecto legítimos descendientes de la caduca raza indígena, que, en sus ramas y mezcla lleva todavía y llevará hasta que se extinga, la melancolía de su historia, el rencor á los blancos, la indiferencia por la civilización y la impertubabilidad de sus costumbres..
Algo de ese fanatismo indígena, de esa abyecta conformidad con su modo de ser, de ese escepticismo invencible hay en nosotros, cuando cada cual se conforma y se contenta con mezquina ración cuotidiana sin soñar siquiera en el mejoramiento. No parece sinó que en la conciencia de cada uno está la cortedad de la vida, y acaso la cortedad del plazo en que nuestra raza desaparezca por completo de la superficie de la tierra.
Este aspecto general de nuestro comercio no nos llama la atención, cuando no hemos tenido ocasión de compararlo con el de otros pueblos: pero podemos asegurarlo, porque lo hemos palpado en el extranjero, la prosperidad comercial está representada hoy en el mundo por el aumento de las empresas en grande escala y por la extinción gradual de los pequeños comercios.
Llama la atención en los Estados Unidos el reducido número de comercios en pequeña escala, en relación al de las grandes empresas y el que todas ellas, así las comerciales como las industriales, estén representadas por compañías.
La asociación del capital es casi invariablemente la base de todas las empresas.
No soy, sin embargo, ciego admirador de las causas morales que forman y sostienen por largos períodos en la mejor paz y armonía las compañías americanas en realidad de verdad, la virtud capital que las une es el espíritu práctico que les hace palpar el axioma de que la unión da la fuerza; los intereses individuales se equilibran y se ponen de acuerdo por el instinto de la propia conservación.
Este espíritu práctico nació en la escuela americana hace ciento siete años, cuando en el plan filosófico de la instrucción pública concibieron los primeros legisladores la luminosa idea de aplicar la ciencia de los números á la educación y á la vida práctica, por desgracia tan inseparable de la inflexible ley de los guarismos.
Opino, por lo mismo, que la instrucción pública debe tener por objeto entre nosotros, en vez de propagar profusa é inconsideradamente una suma enorme de conocimientos enciclopédicos, dirigirse con profunda filosofía, con delicado acierto y con prolijo esmero á un sistema de educación del pueblo que tenga por base moral conjurar la apatía, la abyección, el desaseo, la falta de decoro personal, la carencia de ambición, el desprecio á las comodidades de la vida, el poco aprecio de sí mismo, la informalidad, la pereza, la ignorancia del respeto público, el egoísmo, la falta de respeto á la mujer, la inmoralidad, la embriaguez y la prostitución.
Cualesquiera que sean las conquistas de la instrucción pública en su plan actual, sólo conseguirá tener una minoría ilustrada y hasta sabia, en tristísima desproporción con los millones de ignorantes incorregibles.
No soy de los que hacen la guerra al Conservatorio; pero creo firmemente que el porvenir de la patria exije ya con voz solemne, y acaso lúgubre, á nuestra juventud y á nuestro pueblo, más ejercicios atléticos que filarmónicos, más virilidad que estética, más aritmética que poesía, y más sentido práctico que ciencia; porque hemos llegado á esta época á condición de aprender á vivir en el mundo tal como lo ha vuelto el espíritu positivista de nuestro siglo.
II
Para que la instrucción publica, tal como está organizada en México, llegue á cambiar la faz del pueblo bajo, se necesita el trascurso de algunos siglos. Insistimos en este tema, porque estamos seguros de que nuestro pueblo es educable, y de que esta es obra en la que pudiera adelantarse muchísimo en poco tiempo. La escuela actual de primeras letras está instituida más para instruir que para educar; el pueblo pierde en ella una parte de su ignorancia, pero no de sus malas costumbre?. La reforma moral que se inicia en la escuela, apenas deja en el educando una huella, que la familia no educada se encarga de borrar con sus malas costumbres y sus malos ejemplos.
Bien comprendemos que la educación de un pueblo es una obra larga, que tiene que ir dando sus frutos paulatinamente; pero cabe en lo posible reducir el tiempo en que sea palpable el resultado de la educación. A este efecto, ningún auxiliar es mas poderoso que la buena organización de la policía en todo lo que se relacione con el orden, respetos y consideraciones que todo individuo está obligado aguardar en público.
La escuela de las costumbres de ciertas clases ínfimas, es el mercado público; luego una buena reglamentación de los mercados, sería á la vez un código de educación de esas clases. Si un artículo de ese reglamento prohibiese la venta de frutas y comestibles tendidos en el suelo, y obligara á todos los vendedores á exhibir su mercancía en mesas ó mostradores altos, claro es que se instituiría una costumbre que cedería en beneficio y comodidad del público, y en provecho del vendedor; porque adquiriría las nociones de respeto al público, y de respeto y compostura de sí mismo.
Si otro artículo de ese reglamento prohibiera, bajo pena de multa, arrojar cáscaras de fruta en las banquetas, serviría esa prevención: primero, para conservar la limpieza de la vía transitada; segundo, para evitar á los transeúntes una caída; y por último, para inculcar al pueblo ignorante y abyecto el conocimiento del límite de la libertad individual.
Si ese mismo reglamento de policía, se inspirara en el principio de que la vía de tránsito ó banqueta es del dominio del público, sólo para el tránsito; y que convertirla en campamento, aduar, dormitorio y comedor, es un abuso que ataca la libertad de los transeúntes, influiría seguramente en corregir los malos hábitos del pueblo ignorante, obedeciendo en seguida á un principio que desconoce hoy por completo.
El mismo espíritu podría influir en el aseo personal por respeto al público, impidiendo el acceso al centro de la población á ciertos grupos de gente desarrapada, cuya desnudez y desaseo son en extremo repugnantes, y algunas veces ofensivos al pudor. La mayor parte de esos miserables viven en las plazas y en las calles que convierten en domicilio propio. En el costado Sur del Palacio Nacional duermen, al medio día, familias enteras en un estado repugnante de desnudez y de abandono, rodeados de la basura que arrojan en el tránsito del público.
Hay muchos liberales teóricos que en su loco entusiasmo por nuestras instituciones les han dado á éstas un sentido amplísimo é ilimitado. No faltará; por ejemplo, quien vea en esto de no permitir á la gente convertir la banqueta en comedor y en dormitorio, un ataque á la libertad individual, ó lo tomará tal vez como un arranque de odio aristocrático á los pobres pelados. No es ni uno ni otro. Todo hombre que vive en sociedad tiene deberes que cumplir respecto á ella: este principio engendró el de la libertad individual y el que le puso por límite, el ataque á la libertad agena.
En este punto esencialísimo y primordial, base, no sólo de la vida social, sinó de la educación civil y política, debemos confesar que nuestros pedagogos y nuestros maestros de escuela no han sacado muy buenos discípulos.
El respeto á la libertad agena es la primera é ineludible condición de todo hombre bien educado; y en ninguna parte se echa tanto de ver esa falta de educación como en público, y ningún grupo social se hace tan notable por esa falta como los jóvenes que se están educando en los colegios. Prueba de ello son los exámenes del Conservatorio. Acuden á ellos todas las noches una turba de niños y de jóvenes en cantidad considerable, á presenciar los exámenes de música. Saben esos jóvenes muy bien cuál es el carácter de esos actos públicos, en los que los concurrentes deben abstenerse de toda manifestación, porque no son los jueces sino espectadores.
Que tas piezas de música y de canto na tienen por objeto divertir á la concurrencia, sinó probar ante un jurado serio y competente los adelantos de los alumnos. Bastan estas consideraciones para abstenerse de aplaudir ó reprobar; y sin embargo, podría ser disculpable un aplauso espontáneo cuando el caso lo requiera. Pero no es éste siquiera el carácter de los palmoteos que se escuchan en el salón del Conservatorio, ni esas manifestaciones son una señal de aprobación: son por el contrario, el cocorismo de las tandas, en el que, la no oportunidad del aplauso, su tenaz insistencia, el mezclarse con risas, ceceos y gritos, lo convierten en una burla de pésimo gusto que molesta á las señoras y á la concurrencia seria.
En las últimas noches hemos observado que se ha ocurrido á los gendarmes para cuidar el orden, pero tal vez en virtud de instrucciones dictadas con excesiva prudencia, el cocorismo y las inconveniencias del público de niños han ido en aumento.
Se ve desde luego, en ese género de desórdenes, que los que los cometen, no obstante ser tal vez ea su mayoría ese grupo de jóvenes que están recibiendo el inestimable bien de la instrucción de manos del Gobierno de la nación, aspirantes al título de ciudadanos de la República, han descuidado en su primera educación el principio inviolable que hemos enunciado como base de la sociedad, y es el respeto á los derechos ágenos.
Muchos habrá que califiquen esos desórdenes de meras «muchachadas» sin trascendencia; pero por lo que á nosotros toca, desearíamos ver en lugar de cócoras, en los teatros y en los salones, un público serio y circunspecto, aun cuando en su mayoría se componga de niños. Deseamos que llegue á ser un hecho el respeto público, porque este respeto emana del principio mas sano, mas moral y mas democrático de toda sociedad bien organizada, y es el de la libertad individual restringida por el derecho ageno.
De este principio bien estudiado y practicado convenientemente, como todo acto que emana de la educación personal, se sigue el respeto á la mujer, tan inherente á toda sociedad culta. Presenta, por lo mismo, un verdadero contraste el espíritu progresista de la educación al bello sexo por parte del gobierno y del profesorado, con los desmanes y faltas de respeto á las señoras por parte de los jovencitos, que no pueden dar sus primeros pasos en la sociedad sin la intervención de los gendarmes.
La policía debe por lo mismo asociarse á la instrucción pública, para plantear de hecho las teorías de una buena educación social, y cuidar extrictamente de su observancia. Para lo cual es preciso que la policía sea decente.
Los maestros de escuela por su parte, si nos lo permiten la Junta de instrucción pública y el Congreso pedagógico, deben inculcar, preferentemente en los niños, estos principios en que se apoya la educación social, haciéndoseles comprender y practicar en todos los actos de la escuela, y aplicarlos á todos los demás en que se trate de su contacto con la sociedad.
Todos los que nos proponemos estudiar las cuestiones sociales, y aún las personas menos observadoras, notamos de relieve, y sin necesidad de mucho, como rasgos distintivos de nuestro pueblo, la informalidad, la pereza y la falta de respeto público: y estos rasgos no son precisamente obra de la raza, sino diferencias de la educación.
Todo hombre que se educa para vivir en sociedad debe tener un conocimiento exactísimo del grado de libertad personal de que puede hacer uso, y de los deberes que tiene que cumplir respecto á sus semejantes. Sin esta base, la instrucción en otras materias no hace más que formar léperos instruidos ó personas que tendrán que aprender de boca de los gendarmes lo que no pudieron aprender en la escuela; que estarán expuestas al desprecio público y á cometer groserías y malas acciones, más por ignorancia que por mala intención.
Por eso creemos que son más punibles las faltas de respeto público en los jóvenes alumnos de los colegios que en el pueblo bajo é ignorante. Cualquiera que observe el aspecto general del pueblo, cuando se reúne con cualquier motivo de fiesta ó diversión pública, conoce la clase de público de que se trata, por las percepciones de la vista, del olfato y del oído. Una avalancha de color claro, pero turbio como el río de Cuautitlan, es una masa de pueblo que apesta y que silba; sobre todo esto último. La salida de los toros y la de la gente de las galerías de los teatros está caracterizada por diálogos de silbidos ó «reclamos» de «vale» á «vale» que se buscan entre la multitud y por los gritos de los vendedores de golosinas. En una masa de gente en que predomina el negro y los colores oscuros hay por supuesto carencia total de silbidos, y esta había sido hasta aquí una regla general. Pero forman la excepción los niños decentes que se han constituido en público forzoso de los exámenes del Conservatorio, y en la misma puerta del salón y en los corredores del edificio se dirigen también el «reclamo» de los léperos por medio de silbidos, sin miramiento de ninguna clase á las señoras y personas respetables de la reunión.
La educación del sentido común, debe, pues, formar parte integrante de la instrucción primaria, y tenerse presente en la formación de los reglamentos de policía.
La carne
Cuando el alimento, que es la fuente del organismo material, no se suministra en la cantidad necesaria, la nutrición es incompleta los órganos se empobrecen, las fuerzas se debilitan y se entorpecen todas las funciones del cuerpo. Faltando la energía muscular, el vigor mental amengua; y el individuo, en tales condiciones, ofrece una marcada tendencia á las enfermedades.
La insuficiencia de alimentación en los niños, se opone á sil desarrollo, y es la cansa de las enfermedades crónicas. En los adultos es origen de apetitos depravados y de perversidad moral; por eso afirman los higienistas; que el hambre ha hecho más revoluciones que la ambición; y hé aquí, por otra parte, sobre qué sólidos fundamentos se apoya el derecho que el hombre tiene al trabajo y al alimento.
Uno de los problemas mas difíciles de controvertir, es el de que la cantidad y calidad del alimento que cada individuo necesita para conservarse en el pleno vigor de sus funciones vitales, no depende de la necesidad fisiológica, sinó de los recursos con que cuenta y de su ignorancia, por desgracia muy generalizada, de los rudimentos higiénicos y fisiológicos indispensables para comprender este mandato imperioso de nuestra pobre condición humana, muy especialmente cuando nos ha tocado en suerte venir á poblar esta antigua Tenoxtitlan, que aztecas y regidores han convertido en la cloaca mas pestilente y malsana de cuantas comarcas semicivilizadas existen en la tierra.
Tras de las pésimas condiciones higiénicas de nuestra vanidosa ciudad, y sobre las que sería larguísimo extenderse, vienen las pésimas condiciones del abasto de nuestros mercados, agravadas hoy con la crisis de la nueva moneda; pero aún sin esta agravación, el abasto obedece y ha obedecido sólo al espíritu mezquino del comercio fraccionado, cuyos intereses se restringen á ciertos límites de una especulación transitoria.
El comercio de abasto de comestibles de un gran centro de población, entraña cuestiones de un interés trascendentalísimo, que incumben á la administración pública, á la que toca resolver en conjunto y con mira previsora y filosófica, las cuestiones que han de influir directamente en la salud pública, y en el mejoramiento físico y moral de las gentes..
Tomando como base de la alimentación la carne, veremos cuánto deja que desear nuestro actual sistema de abasto, cuánto se puede hacer en el particular para mejorarlo, y hasta dónde ha llegado su perfección en otros países.
La carne, como alimento, presenta las ventajas de contener gran cantidad de materia azoada, grasa y varias sales importantes para la nutrición; contiene, pues, muchas partes nutritivas en forma concentrada, circunstancia que le hace de fácil digestión, como alimento asimilable, cuando está cocinada convenientemente. Pero así como la carne fresca de animales sanos y en las mejores condiciones de vida, convenientemente preparada, constituye el alimento por excelencia, las malas carnes, mal preparadas producen malísimos efectos en la economía animal.
La fertilidad de nuestros pastos en varios puntos de la República proporciona fácilmente buenos ganados, destinados por sus negras desdichas, y las nuestras, al abasto de la cenagosa capital de la República; y tras de una dolorosa peregrinación de muchos días, mal comidas y peor tratadas, llegan las mejores reses á los pantanos de nuestros alrededores, á enflaquecer y á contraer enfermedades para entrar, «en canal,» á los mercados so pretexto de alimentar á los cloróticos, á los gastrálgicos y á los raquíticos. Y por si las malas condiciones de la carne no fueran de por sí una calamidad dolorosísima, el níquel la amengua, y la cocinera mexicana, que sabe poco eri achaques de materia azoada, la esprime á golpes para convertirla en una oblea de fibrina reseca, y que no acertando con el nombre inglés (en lo cual hace bien) le llama «misteque»
Con estos «misteques» se alimentan las nueve décimas partes de esta población, creyendo de buena fé que se nutren.
Este alimento engañoso, caro, desagradable é insuficiente, prepara los estómagos, con menoscabo del desarrollo del individuo, para todo género de enfermedades.
Pocas relativamente son las personas ilustradas y pudientes que hacen consumo del verdadero «beefsteak;» el resto vive engañado respecto á la cantidad de elementos reparadores que su economía necesita, y pagan, sin saberlo, un tributo ignorado á la mortalidad y á la decadencia de la raza.
Cuando un mexicano va á Nueva York, le llama la atención entre las cosas nuevas que ve, propias de los yankees, leer en el menú de las grandes fondas el siguiente renglón:
BEEFSTEAKS.
«Grand Chateaubriand extra» (para una persona) $ 4’50.
Lo primero que nos ocurre, es que no debe haber muchos que paguen
$ 4’50 por un beefsteak; y cual más, cual menos, todos calificamos de
abuso nunca visto el cobrar semejante cantidad por un pedazo de carne, y
pasamos á ocuparnos de otro asunto.
Pero si pretendemos analizar la cuestión se abre entonces para nosotros un horizonte enteramente desconocido. Comenzamos por enterarnos de los esfuerzos y trabajos que los ganaderos han empleado durante largos años para mejorar la raza bovina, cruzando las razas y estudiando las condiciones necesarias al desarrollo de los individuos hasta obtener un resultado en extremo satisfactorio. De la carne destinada al mercado, se sabe que el músculo interior del lomo, que en términos de cocina se llama filete, es la parte mas exquisita por ser la mas tierna, en virtud de ser un músculo interno, la mas homogénea en sus tejidos, y la mas suculenta no solo por su gusto exquisito sino por sus condiciones nutritivas.
Estas condiciones la constituyen la parte mas codiciada y, por consecuencia, la mas cara, sin comparación ni equivalente en las demás partes del cuerpo de la res.
Los ganaderos, con la mira de llenar las exigencias, no solo del mercado sino de la mas refinada gastronomía, se propusieron como cuestión de mejoramiento de la raza, la de la forma ó estampa del animal; y como el músculo de que hemos hablado, ó sea filete, es la parte contenida en el ángulo formado por la vértebra y la costilla, comprendieron que la forma del lomo de la res determinaría que dicho ángulo fuese más ó menos obtuso. Efectivamente los ejemplares de las razas mejoradas en los últimos años, son ya reses cuyo lomo, casi plano, ha abierto el ángulo que contiene el músculo deseado, y los filetes de buey han llegado á tener doble diámetro que los de las reses comunes.
Los trabajos empleados en ese mejoramiento y el excesivo costo de las crías destinadas á la propagación del nuevo tipo es lo que ha hecho subir el precio de los filetes de buey, merced á su creciente demanda en las mesas de los gastrónomos, hasta la cantidad de $ 4’50.
Ya se deja entender que las reses destinadas á la matanza, nutridas, alimentadas y cuidadas con todo el esmero que especulación semejante requiere, proporcionan el alimento mas rico y nutritivo que pueda desear el hombre.
Estas consideracionen ponen de manifiesto la importancia en el mejoramiento de la cría, engorda y conducción de nuestros ganados, cuya mala calidad es notoria, y tiene no poca parte en la falta de alimentación de los desgraciados habitantes de la capital.
Hay desde luego varios medios que pueden ponerse en práctica para conseguir aquel objeto y son:
La asociación de los ganaderos bajo la protección del ministerio de Fomento organizándose convenientemente para promover la importación de las nuevas razas, su aclimatación y su cría en los paninos mas propicios para la ganadería en la República; la introducción de nuevos pastos para la engorda; las exposiciones periódicas y públicas para exhibir las crías, la institución de buenos premios para estímulo; los depósitos ó corrales de ganado en preparación y engorda para los mercados de las ciudades; la mejora de las casas de matanza, con reglamentación de acuerdo con las prescripciones de la higiene, la conservación de las carnes muertas en los mercados durante el verano etc., etc.
Tomar en consideración la cuestión de ganadería es una exigencia apremiante del estado precario y pernicioso de nuestro mercado de carnes, provisto por los ganaderos aislados que buscan un lucro por de pronto, y son bien ágenos á los intereses de la higiene y la salud pública.
Ligar estos intereses vitales con los de los comerciantes en carnes debía ser el objeto del ministerio de Fomento al promover la asociación de ganaderos.
A medida que aumenta la demanda de carne en proporción del aumento de población de la capital, van viniendo al matadero las peores reses, que con el viaje y la estancia en los pantanos de los alrededores, prestan el nocivo y pobre contingente de alimento animal que empeora la triste condición de estos mal nutridos habitantes.
El egoísmo
De todos los caracteres que figuran en la gran comedia humana muy pocos hay tan notables como el del egoísta. Todos los actores entramos en este gran escenario trayendo tres géneros de necesidades: las necesidades físicas, las necesidades intelectuales y las necesidades afectivas. Ansiosos por satisfacerlas, nos anima el convencimiento de qué tenemos el derecho, nacido de nuestro libre albedrío; entramos en escena y encontramos que si bien es incuestionable el derecho á satisfacer aquellas necesidades, ese derecho implica necesariamente un deber. Y aquí es donde la satisfacción de las necesidades y el ejercicio de los derechos empiezan á ser un asunto de no tan fácil solución; aquí es donde nacen el trabajo, la perseverancia, la abnegación, la heroicidad y el sacrificio; y en este mismo punto precisamente es donde brota el egoísta.
El empresario de nuestro teatro, que ni por las mientes nos pasaría compararlo con Moreno, tiene una ley inmutable y eterna para todos sus actores; tan inmutable y tan ineludible, que los egoístas,.con todo y serlo, entran por el aro, pasan por las horcas caudinas de la necesidad) y por más que se regocijen de haber sido los defraudadores de la suprema ley, al terminar su contrata el sepulcro, se sorprenden de encontrar la balanza nivelada porque en el platillo de los deberes defraudados, la eterna justicia ha completado el peso con el hastío del defraudador y la befa de las gentes.
El egoísta cree haber venido á este mundo con la piedra filosofal en el bolsillo; tiene cierto airecillo de suficiencia, y está seguro de ser mas feliz que otros muchos.
Tengo un conocido que si no es el tipo mas acabado que pudiera yo escoger, para retratarlo en este artículo, pertenece por lo menos al gremio y ocupa en él uno de los primeros lugares.
Se llama.... pero sería una temeridad decir su nombre y á la vez un poco aventurado el cambiárselo, porque resultaría un saco que necesariamente habría de venirle á alguien. Le llamaremos don H.
Don H. estaba ayer sentado en una de las bancas de hierro del jardín del Zócalo; y, como siempre, estaba solo. Va allí generalmente cuando hay música.
—Aquí me tiene usted, dice, oyendo la música del octavo. La aprovecho siempre que se puede, y en eso me parece que no hago más que usar de un derecho legítimo que nadie puede disputarme.
—Por de contado.
—Lo que me sorprende es cómo hay tan poca gente, cuando lo natural era que cada cual viniera á aprovechar esta ocasión de oír música de balde. Pues señor, si esta música está aquí nada más que para solaz del público, el público debe acudir á divertirse; pero las gentes son tan extrañas, que prefieren ir á pagar por oír la música en el teatro.
—Tiene usted razón, es una rareza. Y usted, ¿viene siempre solo?
—Sí, señor. Ya sabe usted mis máximas: el buey sólo bien se lame, y vale más solo que mal acompañado. Yo estoy habituado á la soledad, y así me vá mejor.
—¿No tiene usted familia?
—¡Ah! sí señor, por supuesto que tengo familia; pero como si no la tuviera. Figúrese usted que desde muy joven empecé á tener disgustos en la casa. Que si estudias, que si no estudias, que si vienes tarde, que si vienes temprano, y reprimenda á todas horas; y eso sin contar con que todos se empeñaron en que les había yo de servir para algo. Mi padre, con pretexto de que me mantenía y de que ya era yo grande, me sentaba á escribir. Y ¡qué cartas! de á cuatro pliegos; y luego.... sería muy largo de contar. Para no cansar á usted, me vine á México desde muy joven.
—¿No se ha casado usted?
—¡Quiá! no señor, ¿Casaca? ¡pues no faltaba más! No, amigo; eso del matrimonio tiene cuatro bemoles. Deme usted, sino, un matrimonio verdaderamente feliz.
—Hay muchos.
—En la apariencia; pero si va usted á averiguarlo....
—Tal vez entonces sea usted muy dado á la política.
—¡Política! No me hable usted de política, yo estoy reñido á muerte con la política; es cosa que no leo los periódicos.
—Quiere decir que no sabe usted lo que pasa.
—¡Ah! sí, señor, cómo no: le cuentan á uno.... Tengo un vecino, el del cuarto inmediato al mío en el hotel, y él me dice lo que pasa.
—Entonces, se dedicará usted á los estudios.
—Nó, ¡qué estudios! Quién me mete á mí en camisa de once varas..
—¡Cómo!
—No le negaré á usted que me gusta de vez en cuando leer algún libro bueno; pero se necesita que sea un libro de esos muy buenos que hay. ¿No le parece á usted? Ya que uno lee, que siquiera sea alguna cosa de provecho, como por ejemplo.... el «Viaje á Oriente,» de Lamartine, «Matilde ó las Cruzadas».... en fin, de esos libros antiguos.... ¿Me comprende usted? Hoy es necesario ser muy cauto para los libros; porque corren por esas librerías unos mamarrachos, y sobre todo, obras tan heréticas.... que vea usted, un amigo mío se perdió por eso; hoy está hecho un libre pensador. Ya ni nos hablamos. No, amigo, esto de perder uno sus creencias...
—Es usted católico?.
—Por supuesto.
—Será usted dado á las muchachas para entretener el tiempo.
—Vea usted ya no.... allá en mis mocedades no le negaré á usted que tuve mis quebraderos de cabeza; pero desde£que me voy haciendo viejo.... Le aseguro á usted que no hay cosa que se pague mas cara. Siempre le trae á uno disgustos. Las mujeres, amigo, las mujeres!.... Yo las conozco al palmo, le dán á usted carita, lo explotan á su satisfacción y á la mejor.... No, amigo, yo ya tengo los colmillos grandes.... me comprende usted?
—Perfectamente. ¿Entonces qué hace usted?
—Ya lo ve usted, vegetar: oigo la música del 8.°, doy mi paseíto todas las tardes, á pié, por supuesto, por la calzada de la Reforma; porque el ejercicio es una cosa necesaria para la salud; como en mi fonda de hace muchos años, en el mismo lugar, después me voy al billar.
—¡Ah, es usted jugador!
—¡Quiá! no señor. ¡Jugar! Yo soy hombre práctico, me divierto con los jugadores, pero yo no juego.
—Pero al menos pertenecerá usted á algunas asociaciones.
—¡Asociaciones en México! ¡Vaya usted á ver! ¡Asociaciones! Ya veo que empieza usted á vivir. No señor, yo ya sé lo que son asociaciones; sacaliñas y nada más, y nada de provecho. Si quieres tener dinero, ténlo.
—Dará usted entonces algunas limosnas.
—¡Limosnas! ¡limosnas á los pordioseros! Yo soy hombre práctico. Hay pordioseros mas ricos que usted y que yo. No doy más limosna que para la misa de doce y cuarto en el sagrario Metropolitano, que es la que oigo siempre, y eso porque conozco al sacristán hace muchos años, es incapaz de.... eso sí, es hombre honrado.
—Y esa limosna....
—Refluye en beneficio de la salvación de mi alma, porque eso es lo primero, amigo mío, la salvación del alma y cumplir con los deberes de nuestra santa religión; porque, eso sí, todos tenemos deberes que cumplir en este mundo. A mi edad, ya no se piensa como en la de usted, amigo mío, ya se piensa de una manera muy sólida.
—Quiere decir, que en lo concerniente á la religión es usted un hombre que....
—Oh, eso sí, por supuesto. Vea usted, yo cumplo: voy al jubileo, especialmente cuando hay cosa de música, porque ya sabe usted que la música me encanta, y siempre que se trata de fiesta religiosa, allá estoy, tomo mi banca, y á gozar, místicamente, me comprende usted?
—Ah, sí, perfectamente. En fin, como es usted rico....
—Rico, no, precisamente. Tengo mis medios, gracias á Dios.
—¿Y no se disminuyen?
—¡Ah! no señor. Yo soy hombre práctico. Hago mis negocitos, seguros, por supuesto, sobre hipoteca, ó sobre buenas firmas, sí, señor.
Este es don H. Pero don H. no está sólo por más que así se le encuentre en el Zócalo, en las bancas de los billares de Iturbide, ó en el paseo de la Reforma. Don H. está en todas partes, entra en todas partes, escala el poder, y cuando está allí, sigue viendo por la salvación de su alma, antes que ver por la de los demás; se divierte de balde y hace sus negocitos, seguros por supuesto, y no cree ni en la política, ni en la virtud, ni en la miseria, ni lee periódicos, porque su vecino, el del cuarto del hotel, le cuenta lo que pasa.
Cuando á don H. se le busca en la sociedad, se ve que no hace visitas, que no ve más que á los que necesita, que deja relajar los vínculos sociales, deja rodar el mundo, porque, como hombre práctico, no cree en la amistad, ni en el amor, ni en la abnegación, ni en el sacrificio. Don H. tiene los colmillos muy grandes. Me comprenden ustedes?
Y cuando don H. está en el comercio se le oye exclamar: El buey sólo bien se lame. Asociaciones? ¿Asociarme yo para el comercio? Si no se puede usted fiar ni de la señora que le dió el ser. ¡Bonitos los comerciantes para andamos con compañías! Toda compañía quiebra. ¡La asociación del capital! ¡Vaya usted á ver! eso está bueno para los yankees, que hasta pata hacer bola para el calzado forman compañías. Pero entre nosotros? ¡qué disparate! Cada uno con su poquito para ir pasando el día como se pueda, y con la ayuda de Dios, que puede más que nadie.
Y finalmente, cuando á don H. se le busca en familia, se le vé de marido solo por todas partes, en todos los teatros, mientras la mamá lava á los niños, que son muchos, desgraciadamente; se le ve de hijo de familia, en el billar y en la cantina, corriendo de su cuenta, porque su casa es tan triste, y luego hay enfermos.... y miseria.... y disgustos domésticos.
Don H. vive sólo para vivir bien; porque el buey sólo bien se lame; pero cuando en una familia, en una sociedad y en una nación se entroniza don H. y todo se hace á su gusto, se acaban la familia y la sociedad; y en cuanto á la nación, necesita para salvarse de don H.... muchas generaciones de héroes.
Dos millones de pesos
Si el ayuntamiento de 1884 no termina en el presente mes un plan de hacienda que dé por resultado triplicar los ingresos municipales, la nueva corporación no habrá hecho más que heredar la situación de su antecesor, agravada por las crecientes exigencias de la ciudad. Será el blanco de la prensa y habrá de desesperarse entre su impotencia y las quejas del público. No es envidiable, por lo tanto, el purgatorio de doce meses á que la situación de la ciudad condena á los nuevos regidores.
A ese paso la ciudad y la riqueza de sus habitantes están en abierta pugna; y siempre que le pasa por las mientes á algún financiero proponer una nueva contribución, la prensa, el «Monitor» in capite, pone el grito en el cielo; los legisladores tiemblan ante el monstruo apocalíptico formado de párrafos y exclamaciones, y los planes de hacienda se echan á dormir. El ayuntamiento hace pininos para ver cómo se para sólo, pero los Bancos lo conocen al palmo y acaban por no entenderse.
Entretanto, el polvo crece, y mármoles, estátuas, jardines, arbolados y monumentos se visten con una capa cenicienta como en las primeras horas de la destrucción de Pompeya. Los charcos de agua corrompida asumen un carácter geográfico; pasan del estado de emergencia al estado crónico; ya no se puede transitar por ciertas calles sin el pañuelo en las narices, ni se puede andar por otras sinó á tientas. Todo el mundo sueña en el lodo para salir del polvo; porque la pobre ciudad no tiene más que dos fases, ó polvo ó lodo. La avenida de los Hombres Ilustres, que es la mas transitada por bestias de todas clases, está en peor estado qué los antiguos caminos al interior de la República; las pocas piedras que quedan, desaparecen bajo los médanos de polvo, que el viento se encarga de llevar á las habitaciones, á los vestidos, á los ojos, á la boca, á los árboles, á las estátuas, á las golosinas, á los comestibles y á todas partes.
No cabe la gente en los mercados, y se apodera de las calles adyacentes, y viven y comen y hacen otras cosas, y pernoctan en ellas sobre la basura, á la hora en que el teatro de la ópera está resplandeciente de brillantes, encajes y sedas. Hasta las losas de las banquetas desaparecen bajo capas de polvo, porque los barrenderos, si los hay, se ocupan ya solo en quitar lo gordo. Las arañas se apoderan de Palacio y de otros edificios públicos, y les pintan á su sabor las arrugas de la senectud y las señales de la incuria. El pueblo se enteca, se inficiona en pocilgas inmundas, para pedir camas en los hospitales y fosas en los panteones; vive sucio, empiojado y hambriento, incrustado en la ciudad de los palacios y de los" ricos-homes; y cuando suele lavarse busca las acequias cenagosas de los suburbios, y moja sus harapos en los charcos, mientras los ricos dejan correr el agua de sus mercedes y de sus pozos artesianos.
La ciudad ha duplicado su población su propiedad raíz; y su población flotante, merced á los ferrocarriles, ha aumentado en diez años en la proporción de uno á diez. El capital representado por la gente acomodada de la capital, puede, ámpliamente, sin gravamen y menoscabo, subvenir á un impuesto municipal capaz de duplicar los ingresos del ayuntamiento.
Desde luego resulta un hecho palpable en el modo de ser de la capital que, sin recurrir al pormenor de la estadística, presenta al hacendista ancho campo para sus cálculos.
I. Populacho miserable que demanda socorro y protección.
II. Comercio de licores embriagantes en todo el auge de su preponderancia, y tomando creces cada día.
III. Los precios ínfimos, de plaza y mostrador, poniendo la embriaguez al alcance de los pobres y de los hijos de familia.
IV. El vicio de la embriaguez arrebatando á las familias y á las carreras profesionales á jóvenes imberbes, aumentando las afecciones del hígado, la estadística alcohólica y propagando el raquitismo de la prole, y llenando las cárceles y los hospitales con los criminales y heridos en riña de borrachos.
Junto á este cuadro, la moral, la filantropía y el sentido común colocarían este otro como.
Primer arbitrio municipal
I. Cincuenta centavos de contribución municipal á cada botella que contenga licores embriagantes del país, especialmente chinguirito y mescal.
II. Un peso de contribución municipal á cada botella que contenga licores embriagantes extranjeros, principalmente cognac, ajenjo, ginebra; wiskey, catalán, kirsch, rom, etc.
III. Aumento de contribución á las cantinas, por orden de categoría y ubicación.
El reglamento de la ley respectiva debe no olvidar los puntos siguientes:
Toda cantina debe sostener en perfecto estado de aseo un mingitorio para el público.
Tener persianas y canceles que determinen claramente, ante la sociedad honrada, que la embriaguez es un vicio vergonzoso, y que los que toman copas, aun cuando no se embriaguen, deben ocultarse de los transeúntes, de las señoras y de los niños.
Todo expendedor de pulque y de licores que venda una copa á un hombre ya en estado de embriaguez, pagará una multa de cinco á cincuenta pesos.
Habrá un departamento en la cárcel para borrachos reincidentes, sujetos á un sistema de curación en que se emplee el tratamiento hidroterápico, los antialcohólicos, el ejercicio corporal y el trabajo como medio curativo.
El ayuntamiento tendrá á su disposición una gendarmería inspectora especial, numerosa y bien retribuida, interesada en los denuncios y multas, para hacer efectiva la contribución y eficaz la vigilancia.
Iniciará una reforma en la legislación, que consista en declarar, que la embriaguez en los delitos no es falta atenuante sinó agravante.
Duplicar las penas, castigos y multas á los borrachos.
Segundo arbitrio municipal
Cuadro:.
I. Trescientos mil habitantes echando humo por la boca, de día y de noche.
II. La industria del cigarrero en todo el auge de su preponderancia.
III. El precio ínfimo de los cigarros y de los cerillos, poniendo el vicio de fumar al alcance de todas las fortunas y de los niños.
Contribución municipal
I. Cada cajetilla de cigarros pagará un centavo al ayuntamiento,
cada puro un centavo: cigarros habanos cinco centavos, puros, cinco
centavos.
II. Cada cuatro cajas de cerillos de á un centavo pagarán un centavo al ayuntamiento.
Si los cincuenta centavos ó el peso de cada botella que se
destape en la capital y el centavo de los cigarros y los cerillos que se
queman, no bastaran al ayuntamiento para salir de pobre, puede dirigir
una mirada tierna al colosal movimiento de la usura en esta capital, y
pensar en que el Sacro y Nacional Monte de Piedad de ánimas y todos los
empeños de su alrededor podrán ser muy sacros, muy piadosos y muy
benéficos; pero el hecho es que el pueblo se queda sin camisa y el
Montepío y los empeños se toman poderosos.
¡Qué mucho que ese Sacro Monte, que ha sido usurero de escapulario por tantos años, para ser hoy usurero de guante blanco, con un palacio sucursal en cada esquina, y que á los nombres de ánimas y sacro, y nacional sustituye el título moderno de banquero elegante y solvente; qué mucho decíamos, que tan encopetada entidad, á quien el desbarajuste hereditario y recalcitrante de los habitantes de todas clases de esta capital han elevado, sin sospecharlo siquiera; qué mucho, repetimos, que en descargo de su conciencia le ayudara al pobre ayuntamiento con una contribución proporcionada á su prosperidad y á su grandeza!
Por otra parte, los acaudalados que viven en esta capital, no pagan contribución por sus bienes en la proporción en que la pagan los ricos de New York.
Nada mas natural ni mas justo que el excedente de la riqueza privada, cuyo origen es el sudor del pobre, dé la vuelta pasando por las horcas caudinas del municipio, para redundar en bien de los pobres, y en solaz y confort de los ricos, siquiera para que les quiten el polvo de las narices y les hagan calzadas para sus carruajes.
Nada mas justo y mas natural que hacer pagar al borracho de levita dos reales por una copa, y que subir á seis y medio reales el precio de una botella de chinguirito, que es dosis suficiente para envenenar dos cargadores.
Qué resultará de semejante alza de precios? que el pobre, ó no se emborracha, ó trabaja más, y las dos cosas son una ventaja.
En cuanto á los ricos, lo mismo les importará dar un peso por un cero ó una X más en una botella de cognac que por un timbre municipal. De todos modos, esos miles de pesos que circulan en las cantinas diariamente, sin más destino que el culto á Baco y la prosperidad de los propagadores del vicio, dará la vuelta pasando por las arcas municipales, para purificar el aire de México, haciendo la guerra á los borrachos y al tifo á un mismo tiempo.
Y ese otro montón de miles de pesos que esta bendita capital se encarga de convertir en humo de tabaco y de fósforo, ¿qué más dá que antes de escaparse al espacio infinito, donde no es sentido ni agradecido, deje un buen contingente al pobre municipio, para curar heridos y mejorar el gas y barrer las calles?
Qué mal puede resultar? que los fumadores fumen menos, ó gasten más. Pues ambas cosas son una ventaja.
Los cigarros, los fósforos, los licores, la usura y la riqueza privada, no cuotizada, son fuentes sobradas para proporcionar á nuestro Ayuntamiento otros dos millones de pesos al año.
La ciudad los necesita, y, ó se gastan para salvarla, ó su lamentable estado de decadencia y de ruina la irá haciendo cada día más inhabitable; rechazará, por ser mal sana y sucia; la inmigración extranjera, y la población flotante, hasta que una epidemia ó una inundación la asolen por completo.
Subsidio extraordinario
Hace algunos años que en todos tonos, con los mas numerosos cambiantes, en estilo didáctico unas veces, en son de editorial otras, con sabor de gacetilla las más, como epigramas repetidamente, como consejo, como advertencia, como denuncia y como ritornelo, la prensa de México está llenando sus columnas con las repetidas é inveteradas faltas de policía, de ornato, de aseo y de higiene públicas, en una palabra, con la insuficiencia probada y manifiesta del poder municipal.
Este viento reinante de la capital, levanta como el N. E., grandes nubes de polvo que caen sobre las estatuas, sobre el ayuntamiento y sobre sus expedientes, hasta que se modera un tanto cuando se propala el rumor de un empréstito; porque está en la mente del público la imperiosísima necesidad de aumentar considerablemente los fondos municipales á fin de socorrer á esta desdichada ciudad, cuyo desaseo é insalubridad adquieren cada día una celebridad funesta.
La actual corporación vuelve á girar dentro del limitado círculo de su antecesora, y al ver que no está en su mano repetir el milagro de los cinco panes, se resuelve á ejercer sus funciones ordinarias, como se pueda, hasta que el ayuntamiento de 1885 venga á sacarla de su purgatorio.
Desvanecida la esperanza de un empréstito, y con esa esperanza la del insuficiente paliativo que el empréstito realizado proporcionaría, vuelven á quedar en pié y sin solución todas las cuestiones hacendarías que son nuestra única esperanza de salvación.
Si la ciudad de México no quiere seguir siendo el lunar de las capitales del mundo civilizado, debe hacer un esfuerzo supremo y decisivo, para salir del estado de postración, abatimiento y ruina en que se encuentra sumergida; y debe hacer este esfuerzo, ya no sólo movida por espíritu de progreso y por decoro nacional, sino por un deber de humanidad y por el instinto de la propia conservación.
Los fondos municipales, son é irán siendo cada día mas insuficientes ya no solo para emprender las muchísimas obras que demanda la ciudad, sino para sufragar los gastos de simple conservación. Con la población ha aumentado el tráfico, y con el tráfico el deterioro de los pavimentos que van en su totalidad á la completa ruina. De manera que cada día de uso y deterioro aumenta progresivamente la enorme cifra de lo que se necesitará más tarde para su completa reposición.
En este estado de cosas las obras de ornato y los paseos públicos presentan un aspecto deplorable y ridículo que nos atrae la burla de los extranjeros; y las pésimas condiciones de salubridad, aumentando cada día, llenan de luto á la población, en la que la numerosa y creciente falange de los deudos, dirige, entre sus lágrimas, miradas de rencor y de odio á los encargados de la salud pública.
Hay muchas personas que creen que éste es un mal sin remedio, que en virtud de circunstancias excepcionales la ciudad de México es, y seguirá siendo la capital mas pobre del mundo, á menos que los regidores tengan un día la fortuna de encontrarse un tesoro de cien millones de pesos á flor de tierra.
Cuando se piensa en todos los males que aquejan á esta desventurada ciudad, se encuentra como única solución pedir dos millones de pesos ¡dos millones! cuando si se tratara de un presupuesto digno de esta ciudad, y de la cultura de sus habitantes, debía exceder de cien millones!
Hemos llegado, pues, á este deplorable estado de cosas, cuya causa principal, aunque entre otras muchas, es la falta de estadística. Si un día surgiera ésta de entre los abusos y las rutinas y el «statu quo» de nuestras cosas, nos asombraría contemplar el inmenso cuadro de elementos desconocidos, y por lo tanto no explotados, en beneficio de la ciudad. La estadística nos mostraría claramente una escandalosa desproporción en los impuestos, un capital ignorado hasta ahora y segregado del contingente que soportaría en cualquiera nación bien organizada.
Las necesidades graves y apremiantes de la ciudad tienen que satisfacerse, porque así lo demandan la conciencia, la moral, la salud pública y la civilización; y en el deber imprescindible de satisfacerlas, no es la rutinaria corporación municipal, con sus mezquinos recursos, la que puede hacerlo; no es el pueblo menesteroso el que va á erogar los gastos, sinó el capital privado oculto y sin el gravamen correspondiente á su monto y al apremio y gravedad de la situación.
Un principio de justicia, de equidad, de patriotismo y de buena administración, exije que: siendo la capital el centro de la civilización, cultura y progreso del país, la contribución municipal se haga extensiva á todos los bienes muebles é inmuebles de los individuos residentes en México, ya sea que esos bienes estén dentro de los límites del Distrito Federal ó ubicados en los Estados de la Federación. El propietario de una fortuna que tiene derecho de elegir como punto de su residencia el centro mas civilizado del país, debe cooperar con una parte proporcional de su fortuna para que en cambio de los empedrados, calzadas y paseos que se construyan, para proporcionar uniforme y regular movimiento á las ruedas de sus carruajes, proporciona él á su vez, por medio de ese justísimo impuesto á su capital, el desagüe de la ciudad, el saneamiento de los barrios infectos, la corriente fácil de los desechos, la provisión de agua potable, la supresión de las pipas de noche, de los aguadores y de los tipos asquerosos de la plebe; la comodidad y aseo en los mercados públicos, los dormitorios para los infelices, la higiene de las casas de vecindad, la construcción de habitaciones modernas y sanas para los pobres, los baños y lavaderos públicos y gratis para el pueblo, los parques y paseos para solaz y recreo de todas las clases, el servicio perfecto de bomberos, el mejoramiento de la policía, el plantío de arboledas, las reforma de las prisiones, el mejor servicio de los hospitales y la prodigalidad en los gastos relativos á la instrucción pública.
El capitalista que en proporción á sus propiedades coopere con la cantidad mensual de cincuenta, cien, quinientos, mil y más pesos para tal objeto, no habrá hecho más de lo que hacen los ricos en otros países mejor organizados, y es devolver á la circulación una parte de su capital, que después de derramar bienes positivos entre las clases inferior es, vuelve, y con creces, á su origen, en el movimiento progresivo de una ciudad que crece y se mejora, que atrae á su centro á todos los pueblos circunvecinos, con el imán de su cultura y con los atractivos de sus adelantos, que se liga con las poblaciones lejanas para centuplicar su población flotante, y que vendría á ser para la República lo que es París para las demás naciones. El movimiento del capital, por oneroso que se juzgara al principio un impuesto excepcional y pingüe á favor de la ciudad, imprimiría una marcha nueva al comercio y á todas las empresas; abriría una era de prosperidad y de bienestar social, de que carecemos hoy absolutamente, ocupando muchos miles de obreros que en su demanda, fundarían la colonización por los medios mas prácticos y mas sencillos que se conocen: y esta nueva faz de México determinaría, sin duda alguna, por la evolución precisa de los sucesos, una prosperidad de que los grandes contribuyentes serían los primeros en aprovecharse..
Ante el cuadro desgarrador de las necesidades apremiantes de la capital y ante el prospecto de mejoras que implicarían un progreso positivo, los habitantes de esta ciudad necesitaríamos todos tocar el último límite del egoísmo y hacernos indignos de toda cultura, si repugnásemos un impuesto municipal extraordinario, proporcional tanto á las necesidades públicas como á los recursos individuales.
Y si saliendo de la rutina y del empleo de medios ineficaces y gastados, se le diera al nuevo subsidio municipal una forma bancaria, de emisión forzosa, en proporciones convenientes para que la masa del capital se ensanchara con las conocidas y seguras operaciones del crédito, resultaría: Primero, que el sacrificio personal de los contribuyentes, lejos de constituir un fondo más ó menos dilapidare y de definitiva inversión, se convertiría en un valor redimible con una parte de sus réditos. Segundo: Que el alto carácter que asumiría un banco poderoso crearía una entidad respetable entre el contribuyen, te tenedor de acciones y la inversión legal del fondo, encargada á una corporación que se renueva en su totalidad anualmente, y sería esto, á la vez, el mejor principio para llegar á fundar la independencia del municipio. Tercero: Que la estabilidad del Banco, por una parte, constituyendo un fondo permanente, y las rentas municipales ordinarias por otro, que representan un capital nominal, hoy sin crédito, podían combinarse en beneficio y aumento de ambos fondos.
No sabemos si la buena fé de las anteriores ideas encontrará prosélitos, pero lo que sí está fuera de toda duda, es, que el vientecillo reinante de que hablamos al principio volverá á arrojar sus espesas nubes de polvo sobre las estátuas del Zócalo, sobre el ayuntamiento y sobre el presente artículo.
Los cook-tails
Debe haber una causa primordial desconocida, pero poderosa, en la evolución de la humanidad, que explique el incremento que en las sociedades modernas ha llegado á tomar la pasión por las bebidas alcohólicas. Claro es que este incremento tiene una explicación fácil é inmediata en el perfeccionamiento y progreso de las industrias que se relacionan con la embriaguez y en las nuevas creces del comercio del mundo, merced á la facilidad de las comunicaciones. Pero en el orden moral deben existir también causas morales que van determinando esta nueva faz de las sociedades é imprimiéndoles su carácter distintivo. Desde el espíritu que guía al cenobita á renunciar á los bienes de este mundo, hasta las orgías parisienses, hay que recorrer no solo la distancia de muchos siglos, sino la lenta pero decidida trasformación de las costumbres. A medida que el mundo adelanta, las sociedades se ponen de fiesta, y la fiesta moderna está invariablemente ligada por multitud de puntos de contacto con la embriaguez, ley á la cual no escapa ni la fiesta religiosa, extrictamente sobria por su mismo carácter. La fiesta religiosa» instituida para sustituir las saturnales, ha perdido su brújula, para volver á la saturnal que se verifica alrededor del templo. Saturno, ó la imágen de Nuestra Señora de los Ángeles, como si fueran el mismo númen, dan el mismo contingente á la estadística alcohólica.
Sea cual fuere el punto de vista bajo el cual se considere al borracho, hay que juzgarlo bajo una ley que llamaríamos de las deficiencias.
Fisiológicamente apelaríamos á la deficiencia de los glóbulos rojos de la sangre, á la deficiencia de las sustancias nutritivas y á la deficiencia de oxígeno puro en las habitaciones de los centros de población.
Moralmente, pueden ser aún mas numerosas las deficiencias que de día á día, y hora por hora, hacen pasar presélitos del estadio de los temperantes al estadio de los borrachos.
La deficiencia del valor y del desprecio al peligro, recurre á alcoholizar la sangre en las venas, y entonces el cobarde le llama á este envenenamiento «darse valor».
La deficiencia de justicia para ejecutar un acto que la conciencia sana rechaza, establece una pugna entre la razón y la pasión. El hombre nombra árbitro al alcohol para dirimir esta contienda y el alcohol decide siempre, como muchos jueces, á favor del mas fuerte, que es la pación.
El espíritu humano, tan desigualmente distribuido en la larguísima escala de los seres vivientes, coloca á la vanguardia del movimiento moral intelectual una minoría escogida, para dejar atrás y atrás multitudes que, de deficiencia en deficiencia, van á perderse hasta los aborígenes de la humanidad. Claro es que la perfectibilidad moral excluye por completo ese acto atentatorio, ese suicidio cobarde dé la embriaguez. Claro es que mientras más resplandezca la inteligencia humana por la instrucción, mientras más se enaltezca por la ciencia, y mientras más se perfeccione por la moral, se alejará más y más de la intoxicación estúpida, que sofoca y apaga la tea divina con que el hombre ilumina la senda tenebrosa de su destino.
Así como en el orden físico la falta de vigor en la sangre induce al anémico á alcoholizársela, en el orden moral la falta de vigor intelectual, la falta de valor, la falta de sociabilidad y el deseo de sofocar la voz de la conciencia intranquila, forman al borracho, que acaba sus días con una vida ficticia en este mundo, para despertar en la vida futura ante una espantosa realidad.
Nuestra sociedad se resiente ya profundamente de los efectos de la pasión alcohólica. Ha desaparecido casi por completo la conversación que se generaliza en los grupos, la charla que entretiene y el trato sincero y franco entre personas de diferente sexo. Debe haber excepciones; pero una reunión, hoy por lo general, se resiente de estiramiento y fría inmovilidad por parte del bello sexo, y retraimiento y rusticidad en los jóvenes que no se ponen en contacto con las señoras sinó exclusivamente para bailar, y para saludar y despedirse. En cambio hay que buscar á los jóvenes en el comedor al lado de las botellas, y si se les quiere ver expansivos, desembarazados y decidores, hay que buscarlos en sociedad que no es para descrita.
No quiere decir esto que esta regla general no tenga excepciones, y honrosísimas, y hasta nos atreveríamos á decir numerosas; pero la mayoría que da la acentuación y el carácter á la sociedad, es á la que nos referimos.
A ese paso los salones permanecen cerrados, y sucede frecuentemente al que va á hacer una visita de noche, sufrir un interrogatorio del portero, que en vez de esperar visitas teme una asechanza; después sigue la aparición de una recamarera medio azorada de que á las nueve de la noche entren personas á la casa. Mientras da cuenta á la familia de semejante novedad, y la visita espera en el corredor se oye el abrir de puertas, el crugir de las llaves y el movimiento de las vidrieras. La criada acierta apenas á encender la lámpara de petróleo que está sobre la mesa de centro, y cuando la señora de la casa entra á la sala, la visita pide perdones por su importunidad, y la señora se disculpa por su retraimiento, y manifiesta cómo su marido se fué al teatro, y los jóvenes N y M vuelven á casa generalmente muy tarde y que los primos H y R no van á verla sinó de tarde en tarde, que éstos y los amigos de sus hijos, y el hermano de la señora y todos los hombres de la casa, en fin, no acostumbran estar allí de noche, y esa es la razón porqué la mamá y las niñas están solas y se encierran á las nueve.
—Los jóvenes N y M estarán haciendo visitas.
—No señor, dice la mamá, M debe estar en casa de su novia, que es la única casa que visita. N debe estar en el billar; es afectísimo á esta diversión, y dicen que es un jugador de primera.
—Y su marido de usted?
—El pobre, como trabaja tanto, se sale de noche á divertirse; muchas veces me invita, pero qué, si cuando uno tiene niños....
Los niños de esta señora saben beber y jugar; pero no visitan á nadie. No se les ve en su casa más que á la hora de comer, y eso no siempre.
N, el que juega al billar, tiene veintiseis años, cortó su carrera, y es un gran bebedor de copas. Era un joven muy apreciable, tenía talento y su porvenir hubiera podido ser brillante: pero un amigo que tiene y que se precia de tener muy buena cabeza, lo invitó un día á tomar un «cook-tail» y N se sintió por el momento expansivo y despejado por la primera vez, había perdido su habitual encogimiento, y conoció que lo que él necesitaba era tomar un poquito; y á la media hora él invitó á su amigo á tomar otro «cook-tail;» el convidado le aconsejó que probaran otro brevaje americano compuesto de varios licores y varios aromas, y helado por añadidura. De esa mañera el alcohol logra penetrar á la sangre disfrazado de refresco. N. descubrió en sí mismo la facultad de tomar varios «cook-tails» sin sentirse borracho. Lo único que sentía era una especie de felicidad, de cuya aparición estaba muy ancho.
Así pasó la mañana de un domingo. En la tarde quiso probar, sólo, y volvió á la cantina por otro «cook-tail» y se echó á andar, tenía una empresa amorosa hacía tiempo, y mientras vagaba por las calles después del primer «cook-tail» vespertino, pensó en una barbaridad, pero no se sintió con valor suficiente para llevarla á cabo, volvió á la cantina, y á poco rato se admiró de la prodigiosa virtud de los «cook-tails.» Los escrúpulos habían desaparecido. Esa noche procuró llegar á su casa lo mas tarde posible para que no lo vieran.
Al día siguiente al verse en el espejo, fluctuaba su ánimo entre la vergüenza de lo que había hecho, y la idea de que era ya un calavera, y un hombre de mundo. Se atusó su pequeño bigote, y su primer cuidado fue buscar á su amigo, el de la buena cabeza, para contarle su aventura. Esa mañana probó N. á elección de su amigo, la tercera clase de brebaje, mucho mejor, por supuesto, que los anteriores. Esta vez tomaron los dos amigos una mesita en el rincón de la cantina para platicar cómodamente. ¡Cosa rara! N. que se sentía hasta enfermo en la mañana, volvió á experimentar el bienestar de la víspera, y se sintió muy bien; empezó á estar ocurrente y cínico, cosa que le hacía mucha gracia á su amigo el de la buena cabeza.
Esto pasaba hace tres años. De entonces acá N. ya dejó los libros, y las visitas. No va á su casa más que á comer, como dice su mamá. Su amigo le tiene miedo á N. cuando se embriaga; se convierte en una especie de loco furioso, á quien es preciso no contradecir. Le da por Tenorio, y busca á doña Inés entre esas señoras; algunas ve ces ha encontrado la estátua del Comendador en forma de gendarme.
N. ha cambiado mucho en tres años; era delgado y buen mozo; hoy está gordo, con una gordura hinchada y fofa, lo cual se le conoce especialmente en la nariz; tiene los ojos inyectados, y la mirada vaga y huraña. Vaga por las calles de Plateros, parándose en las puertas. Ha llegado á tomar más que su amigo, el de la buena cabeza, y ya no puede estar en equilibrio si no toma de diez á doce copas al día. Cuando se le pasa una hora sin «cook-tail,» esa hora es negra, porque entonces se acuerda que ha robado á su mamá, que empeñó un anillo ageno, que ha pedido prestado y no puede pagar, que le debe al sastre, que la familia H, ya no le habla; y todo esto viene acompañado de unas punzadas en el hígado que le hacen sufrir horriblemente; además se siente desvanecido y débil; con un temblor como calosfrío, y suele perder hasta las palabras; conoce que su voz está hueca y siente en la lengua una contracción extraña. Todos estos acreedores le piden el «cook-tail:» cuando lo toma se vuelve á sentir feliz, como su amigo el de la buena cabeza.
Así vive N. Las amistades de su casa hablan de él como de un muerto. La madre llora todos los días. Su papá le ha reprendido de una manera severísima, el doctor que cura á la familia le da un año de vida; dice que la cirrosis está muy avanzada, que el corazón está seriamente afectado, y opina porque á esta altura es casi imposible la curación. Además N. no quiere curarse; le ha confesado á su amigo, el de la buena cabeza, que desea morirse.
El maguey de los llanos de Apan y los «cook-tails» de la capital responden de la solvencia y prosperidad de las agencias de inhumaciones.
Pachuca
A las diez y media de la mañana empieza á rodar penosamente, y como esperezándose por su larga parada en la estación de Buenavista, un pesado tren mixto de carga y pasajeros. Estos en su mayoría llevan sombrero ancho y pantalón de montar, que dibuja la pantorrilla. Van algunas de esas beldades de ranchería exentas de clorosis, pero coloradas por las virtudes terapéuticas del Agave americano; algunos empleados en negodaciones mineras, y otros individuos indescifrables, armados basta los dientes.
Se fuma y se charla en voz alta en el vagón, desde las diez y media de la mañana hasta la una del día. El tren, dentro de los estrechos límites de la prudencia, camina despacito y se para seguido, siempre que hay una estación, y por consiguiente, una emborrachaduría al aire libre: la mayor parte de los pasajeros se cree en el deber de refrescarse, hasta agotar el pulque de cada lugarejo. El pulque aprovecha los cascos del padre Kerman, del anisete, del marrasquino y del cognac. Los vendedores en esas refresquerías escancian el glutinoso líquido en tarros de todas formas, y los bebedores dejan siempre la huella de su refresco en la tierra sece. El que quiera tomar uno de esos cuadros «après nature,» puede observar en el buen tomador de pulque tres cosas: 1.° Que bebe á tragos gordos; 2.° Que del último trago deja escurrir por el extremo izquierdo de la boca, un chorro baboso que llega hasta el suelo; y 3° que escupe después de tomar y arroja á sus piés la hez del vaso, para devolverlo. La estética pura del tomador de pulque exige limpiarse los labios con el dorso de la mano derecha.
De libación en libación se llega á Irolo, y el pasajero tiene necesidad de repetir la tramitología de sacar boletos, cuidar del equipaje, pagar por que lo saquen, ver que lo pesen, sacar talón, y volver á pagar por que lo pasen al vagón del ferrocarril de Hidalgo. Cierto es que todo esto podría evitarse en obsequio del pasajero, poniéndose de acuerdo las dos compañías, para expedir recíprocamente sus boletos de Pachuca á México, y viceversa, Pero como ésta sería una combinación exclusivamente en obsequio del público, y no de las respectivas empresas, es probable que no la intenten. Cierto es también que se podría hacer ese camino en la mitad del tiempo que ahora se emplea en recorrerlo; pero como eso sería también en beneficio del público, las empresas no lo hacen, fiadas en que peor sería hacer el camino en burro.
El panorama de México á Pachuca se compone de magueyes de cerca, y de cerros de lejos; es el vasto emporio, del Agave, planta indígena que, con pretexto de curar; la clorosis, multiplica por veinte los guarismos de la estadística criminal; y con el pretexto de refrescar, embriaga; y con el pretexto de entretener el hambre, consume en la embriaguez lo que él tomador emplearía en su verdadera nutrición.
Esto no obstante, el maguey es una de" las bendiciones del Anáhuac, que cuesta al municipio de México una suma de: consideración, empleada en mantener criminales y en curar heridos, víctimas del pulque.
Esta misma bendición lo es, y grande, para los dueños de los magueyes, plantas, que viven y mueren menospreciando, la agricultura y el cultivo; para el ferrocarril de Veracruz, por el flete cuotidiano y gordo con que hace boca en sus maravillosas tarifas: y para el gobierno, por la alcabala, que es uno de sus mejores ingresos.
La bendición toma la forma de felicidad en la clase menesterosa, que emplea las tres cuartas partes de su haber en «refrescarse,» y por último la tal bendición toma la forma de gravamen y ruina del ayuntamiento, que mantiene presos, recoge borrachos, y sostiene hospitales, faltándole siempre siete reales y medio para completar un peso.
Se llega á Pachuca á las cuatro de la tarde, como en tiempo de Zurutuza; observación que están muy lejos de hacer los que se han refrescado en el camino; porque está probado que los que se refrescan no son generalmente los mejores observadores.
Pachuca se parece á muchas personas: no pasa día por ella; todavía nó tiene empedrados, ni banquetas, ni arbolados, bebe agua en barrilitos y en cántaros, y está amenazada de bebería en botellas. Sigue atravesada por una especie de caño que se llama el río, por donde se arrastra entre guijarros una culebra de lodo amarillento, que es la defecación de los patios de beneficio de los cerros vecinos; la plata se bebe toda el agua de la población y le arroja lodo. Algunas mujeres, sin embargo, le confían á este lodo la limpieza de sus harapos; los lavan allí para hacerlos cambiar de aspecto.
Todavía no se ha quemado, ni se le ha podido acabar la polilla al teatro que sigue llamándose del Progreso, contra la voluntad de Dios y contra la índole del idioma.
Pachuca quiso hacerse un gran teatro; pero lo quiso hacer tan grande, que no pudo, y descansó al séptimo día que no acaba de pasar: el del Progreso que está enfrente, con un tejado de tejamanil desvencijado y negro, se le ríe en las barbas cada vez que enarbola una banderita de media vara para anunciar los sacrificios de Thalía y Melpómene, que son frecuentes. Mientras el Progreso se ríe del proyectado teatro por un lado, una plaza de toros se ríe de la civilización por el otro, y los barreteros que destripan los cerros entre semana, van á ver destripar caballos los domingos.
Así como el maguey es una de las bendiciones del camino, el aire es una de las bendiciones de Pachuca. Por aquellos cerros, agusanados de hombres y perforados como la madera apolillada, sopla un viento N. E. que se encarga de sacudirle el polvo á la ciudad, y se lo sacude efectivamente con más insistencia de la que apetecerían sus moradores. Después de abatir el humo de las chimeneas en los cerros, el viento aquel, recogiendo todos los ruidos de las máquinas, y provisto de un puñado de constipados y pulmonías, se revuelca en las calles, remueve la basura y levanta torbellinos de polvo, hace crujir las puertas, penetra por las hendiduras, silba por los callejones, hace temblar los tejamaniles del teatro del Progreso, arroja puñados de tierra sobre la carne de la plaza y pone en un momento las naranjas y los tejocotes del color de los cacahuates; hace cerrar los ojos á las placeras y sube el embozo de las frazadas, manda á pasear algunos sombreros de petate, revolotea sobre los malvones del jardín de la plaza y los deja pardos y como petrificados, empuja á los robustos eucaliptos de aquel desgraciado oásis de la ciudad, y con los empellones estos árboles han acabado por tomar una postura diagonal, como queriendo huir de tan repetidas caricias. Estos héroes de la vegetación y los magueyes resisten con sus hojas acartonadas y lustrosas al polvo, como resiste su vida vegetativa á la sequía y al abandono, y crecen y viven sin pedir amparo.
Cesa el viento cuando se ha cansado de azotar al pueblo, ó cesa el ruido para dejar escuchar la detonación de un cartucho de dinamita, repercutiendo los ecos de la descarga en todos los accidentes de las montañas, como si todos aquellos gigantes de plata se hubiesen constipado simultáneamente; la basura que ha cambiado de sitio descansa donde puede, esperando la otra sacudida; los penachos de humo de las chimeneas del cerro vuelven á levantarse; el rumor de los morteros de vapor se regulariza, y los transeúntes pueden abrir la boca y los ojos. Todo lo encuentran en su mismo sitio menos la basura; los bizcochos y los dulces del portal han palidecido, todas las golosinas han tomado un tono gris parecido al lodo del río.
No tiene la culpa Pachuca de haber nacido en aquella cañada batida por los vientos; la miseria la dejó allí esperando el producto de las minas, al pié de los socavones y entretenida en ver arrastrarse la serpiente de lodo de su río, que tampoco se parece á las barras de plata que por millares han atravesado sus calles tortuosas, sin proporcionarle la deseada prosperidad. ¡Pobre Pachuca, tan pobre junto á tanta riqueza, tan opaca de polvo junto á tanto brillo, tan triste al pié de la bonanza, y tan resignada con su suerte que hasta se cree feliz!
Pero en cambio del feo aspecto de la ciudad, sus habitantes se encargan, con encantadora amabilidad, de borrar en la imaginación del visitante las tristes impresiones del aire, del polvo y del río. Parece que los desapacibles minores de los morteros, los quejidos del viento y las detonaciones de la dinamita, formando la desolación de los órganos auditivos, han engendrado el amor á las armonías de la música en cambio de los ruidos estridentes y de la miseria de la ciudad, el hogar es confortable, el interior de las casas es limpio y hasta elegante. Las señoritas se refugian en el piano buscando en el divino arte, en el fondo del santuario doméstico, los goces que les niega la ciudad, el rumor de otras brisas que no se han quejado en los eucaliptos ni gruñido entre los malvones del jardín de la plaza. La apacible familia del doctor don Rodrigo Ramirez, cuelga el retrato de Betowen sobre el piano, y convierte su salón en conservatorio de música, donde los jóvenes diletanti celebran agradables veladas musicales. Durante el día, mientras la ciudad trabaja, se aturde y se empolva, ocupan las sillas del estrado y los ángulos de la sala, por un lado el contrabajo vuelto de espaldas y los violines boca abajo, como guareciéndose contra los disparos de la dinamita, las bandurrias y las guitarras primorosamente trabajadas por los industriales de Ixmiquilpan; las flautas duermen la desvelada anterior en sus estuches de terciopelo y el piano se cubre con sus tapas por temor de un resfriado. Pero en las noches, las señoritas Ramírez presiden la tertulia musical, y así recorren el teclado como arrancan á la flauta, al violín ó á los instrumentos de latón sus mejores notas.
Así como los rumores desapacibles de la ciudad engendraron la necesidad de indemnizar al oído con las veladas musicales, la ociosidad y desapacible vida de los criminales inspiró al gobernador de aquel Estado la idea de hacerlos filarmónicos. Sustituyó á la inacción é incuria de los presos, el aprendizaje de la música á las conversaciones poco edificantes de los grupos perezosos, la discusión sobre los tonos y sobre las escalas, y á las interjecciones disonantes las primeras armonías de una banda militar. Las frases musicales que expresan el amor ó la plegaria, la melancolía ó el sentimiento, han de haber tendido una gasa color de rosa sobre los remordimientos de los criminales; alguna armonía misteriosa ha de haber ido á posarse, como una mariposa sobre abrojos, en el corazón de los asesinos; alguna nota, como la semillita que lleva el viento, ha de haber hecho brotar en el corazón de los malvados como en la grieta de una roca, la flor de la ternura. Tal vez un oficloide ó un corno, una flauta ó un octavino, lleguen á ser, como la cruz, signos de redención para los presos.
Quién sabe! Pero el estupro y el homicidio, el robo á mano armada, la alevosía y la crueldad, han trocado la ganzúa, la daga y el revolver por los latones sonoros, para hablar el idioma del sentimiento, de la ternura y de la pasión. Ya los criminales son músicos, pero siguen siendo presidiarios, que no pueden exhalar sus melodías al pié de los torreones ó de los sauces de las selvas como los trovadores, sino entre los remington de la escolta; tocan entre lilas para alegrar al público y vuelven á la cárcel. ¡Ojalá que ese tormento moral y esa dura prueba influya en su regeneración!
Una vez más, y por todas, asiste al autor de estas líneas el deber de encomiar tanto el divino arte como la amabilidad de las personas que lo indemnizaron, y con creces, del viaje, del polvo, del viento y de la contemplación del río, con el obsequio de un concierto en la casa del Sr. Lic. D. Ignacio Durán.
Allí ejecutó en el piano, con la maestría, precisión y gusto que acostumbra, difíciles fantasías y piezas de bravura la estimable señora doña Marta Bracho de Acevedo. Piezas concertantes para flauta y piano las señoritas Ramírez, preciosos valses y piezas ligeras la señorita Refugio Espinosa de los Monteros y el señor Varela. Pero lo que dió un carácter especial á la velada fué la concurrencia de la Estudiantina.
Se presentaron á las ocho y media de la noche en el salón del concierto catorce jóvenes vestidos de negro, irreprochables en su traje de tertulia, llevando cada cual, en el ojal de su levita abrochada, una pequeña cinta tricolor; colocaron un pequeño atril en el centro y tomaron asiento en semicírculo aquellos distinguidos estudiantes, quienes, acertadamente, desde fiaron la quesadilla y el manteo, la cuchara y las medias negras de la estudiantina española, para vestir como caballeros de nuestra época.
Empuñó la batuta el joven director Francisco R. Bracho y los bandolones mexicanos, los bajos, el violín y el violoncello, ejecutaron con admirable maestría una pieza sobre temas de la zarzuela «Las Campanas de Carrión.» La ejecución reunió las cualidades del unísono, de la afinación y el compás, expresión y sentimiento en la melodía, acuerdo en los «crescendos» y precisión absoluta en el conjunto. De la misma manera ejecutaron en la velada hasta cinco piezas.
Mientras tocaban, el público hacía reminiscencias de la famosa estudiantina española que ha recorrido las ciudades de Europa y América, deleitando al público en todas partes, precisamente por las cualidades que acabamos de enunciar. Esta estudiantina, que se ha organizado bajo el nombre de «Estudiantina Beristain-Paniagua» puede dar un paseo por el mundo, segura de que recogerá por todas partes los aplausos que merece..
Desde luego se advierte que son consumados profesores.
Esta observación nuestra, provocó entre los circunstantes una información que nos llenó de asombro. Aquellos ejecutantes no son profesores; más todavía, ninguno de ellos, excepto el director y el joven Córdoba que toca el violín, conocen la música; y todos, sin haber pulsado nunca ningún instrumento, han aprendido líricamente cinco grandes piezas de concierto, que pueden lucir en todas partes. La información final acabó de formar nuestro asombro. La estudiantina ha comenzado su estudio hace tres meses, circunstancia que hace realzar su mérito y habla muy alto de su fuerza de voluntad y de su constancia.
Muy acreedores son pues, estos jóvenes, que han consagrado las peligrosas horas de ocio de su edad á una empresa que los honra, á los elogios de la sociedad. Nosotros nos complacemos en reiterarles en estas líneas nuestra mas cordial felicitación, y nuestro agradecimiento por la bondad con que se prestaron á proporcionarnos una velada musical tan agradable, y cuyo recuerdo no se borrará de nuestra memoria.
Hé aquí el personal de la estudiantina:
Bandolones primeros.—Miguel R. Bracho, Carlos V. Guarrero, Feliciano González.
Bandolones segundos.—Luís B. García, José Corona, Aurelio Bracho, Leandro T. Garnica, Manuel García, Enrique Osorio é Ignacio Ramírez.
Bajos.—Andrés Osorno y Melesio García.
Violín.—Fausto Córdoba.
El decoro público
No obstante la convicción que tenemos de majar en hierro frío hemos de insistir en nuestro prurito de llamar la atención de la gente decente, encargada de hacer cumplir los bandos de policía, sobre el decoro público.
Los dos grandes grupos en que está dividida la población de esta capital, presentando el mas singular contraste, caminan en direcciones diametralmente opuestas. Mientras el uno se monta á la europea en la ópera, en el hipódromo y en el paseo, el otro, refractario á la civilización, sigue revolcándose gozoso en el fango de sus malas costumbres, abandonado á sus propios vicios, como si los encargados del mejoramiento de nuestra numerosa clase ínfima hubieran prescindido para siempre de tomar parte en cuestión tan importante.
Claro es que el mejoramiento de una clase social no puede ser espontaneo, ni puede verificarse de golpe al influjo de un reglamento. Los agentes principales de ese mejoramiento son el contacto con las clases superiores, el buen ejemplo y la buena reglamentación en todos los actos de la vida pública. Así es cómo la población de las capitales se hace homogénea, se mejora y se hace culta, porque todo centro civilizado difunde la ilustración en torno suyo, establece el estímulo y engendra la aspiración de las clases inferiores á ingresar en su seno. Pero si bien es éste el camino conocido para el adelanto social y mejoramiento de los pueblos, entre nosotros, por una de esas anomalías de nuestro destino, sucede todo lo contrario: quiere decir, que no es la clase culta la que mejora la plebe, sino ésta la que contagia de ordinario á las clases superiores.
Muchos hay que creen que es falta de patriotismo declamar contra muchas de nuestras malas costumbres, que esos mismos patriotas califican pomposamente con el nombre de «costumbres nacionales.» Esos sujetos llaman «republicanismo» á la falta de conveniencias sociales, y cosas de «confianza» á inveteradas y reconocidas faltas de cultura y de urbanidad. Comer con los dedos, y otra clase de faltas de cultura, se llaman «cosas al estilo del país,» como si el país hubiera hecho voto de ordinariez.
Y tan es cierto que las costumbres de la plebe contagian á las clases educadas, que éstas, en su gran mayoría, no protestan, especialmente en las ocasiones solemnes, contra ciertos usos sancionados por la costumbre.
Una de las faltas mas graves de que es responsable nuestra policía, y que llama fuertemente la atención de los extranjeros y de las personas cultas, es el descuido absoluto que se observa en la capital respecto á la importante cuestión de mingitorios é inodoros.
Cuestión es ésta que, sin dejar de ser de importancia trascendental, no debería, sin embargo, ser materia de artículos de periódicos. Pero en otras partes, la policía y el amor propio han cumplido con su deber. Entre nosotros, por desgracia, se hace indispensable poner el grito en el cielo para sacar á la vergüenza asuntos que el decoro público no han acabado todavía de resolver.
La primera, la mas importante de las cuestiones que se debe resolver en el planteamiento de una ciudad, después de proveerla de agua potable, es la del desagüe ó cloaca, cuestión relacionada íntimamente con la salubridad y el decoro público; y sin ocuparnos aquí del estado que guarda la debatida cuestión de la limpia de la ciudad, tomamos como término de comparación la cloaca de la ciudad, para deducir de aquí: que así como no puede haber ciudad habitable sin cloaca, no debe haber habitación en la ciudad sin las condiciones inherentes á tan importante servicio.
El abandono en que permanece en México, dá lugar á escenas que á no ser, por desgracia, testigos de ellas, no se podría creer que pasan en una ciudad civilizada. La falta de mingitorios é inodores obliga á los habitantes á vivir con las costumbres del aduar de salvajes; y si actos de esa naturaleza son repugnantes tratándose del sexo feo, cuando es una mujer la que en pleno día sale, exprofeso, de una accesoria para convertir la vía pública transitada en lugar excusado, reina entonces el salvajismo sobre el pudor, sobre la moral y sobre todos los humos y vanidades de la mentada ciudad de los palacios.
De nada sirve que nuestra ilustre Sociedad de higiene se luzca y con razón, en su? humanas discusiones sobre materias de importancia tan notoria, si el ayuntamiento y la inspección de policía olvidan, tal vez por sus complicadas atenciones, y por lo ingrato de la materia, que no se debe autorizar ni permitir arrendamiento de habitación que no llene las condiciones higiénicas, indispensables para la conservación de la salubridad y el decoro público.
Así, pues, una accesoria sin comunicación con el interior destinada á servir de dormitorio, cocina y oficina tributaria, al mismo tiempo, no llena las condiciones higiénicas y decorosas de habitabilidad, y la autoridad, por lo tanto, está en el deber de no permitir su arrendamiento para vivienda. Una accesoria bajo tales condiciones no es un domicilio que debe tolerar una autoridad ilustrada, porque los que la habitan están en la necesidad de vivir como salvajes, violando, á ciencia y paciencia del público, las leyes del pudor y de la decencia.
No basta á esta desgraciada ciudad el pésimo servicio de sus cloacas, ni el estancamiento perenne de sus desechos en estado de descomposición en el subsuelo, sinó que éste está destinado á recibir á flor de tierra los desechos personales de una gran mayoría de sus habitantes, impelidos por la mas grande de las necesidades y consentidos por el mayor y mas punible de los abandonos.
Y como si á nuestro ayuntamiento no bastara esa culpable omisión y menosprecio de la autoridad pública respecto á los principios enunciados, no sólo no para mientes en la inconveniencia de las habitaciones y en la falta de servicio tan necesario, sino que autoriza, por el mezquino y vergonzoso interés de unos cuantos centavos, que la plaza de la Constitución sé convierta en las frecuentes temporadas de nuestros tianguis, en aduar de esas tribus de cacahuateros, dulceros y vendedores de golosinas y de cosas inútiles, para convertir el centro de la capital en una feria primitiva, en la que el polvo, la basura, las cáscaras, el humo de las luminarias y de los figones, la incuria de la plebe, los insectos parásitos que la acompañan y por añadidura las materias fecales de algunos centenares de huéspedes, marquen, ante la civilización y el decoro público, el desdoro de una corporación que se permite, en esta época, aceptar tráfico tan indecoroso como uno de sus arbitrios municipales, olvidando que la corporación municipal es la reunión de vecinos ilustrados, encargada del aseo, de la salubridad y del decoro público.
Si una accesoria no debería alquilarse para habitación por la falta de inodoros y de derrames, con más razón no debe permitirse pernoctar por semanas enteras en una plaza pública, que habrá de convertirse en dormitorio y muladar á un mismo tiempo. Bastaría esta razón.... «de desagüe», para ruborizar al regidor que da licencia para hacerlo al aire libre frente al Palacio Nacional, por unas cuantas monedas de níquel.
Decíamos al principio que entre nosotros no es la clase ilustrada la que corrige á la plebe sinó la plebe la que contagia de ordinariez á las clases ilustradas. Lo prueba el consentimiento, por la fuerza de la costumbre, de espectáculos tan repugnantes, propios de la incuria y del salvajismo de las masa?. Y para que se palpe la verdad de este aserto, no es solo el tianguis propio de la plebe el que arrastra á semejantes prácticas á personas mas ilustradas; es el gran teatro Nacional, el gran teatro de la ópera, el primero en América, el lugar donde la incuria de la plebe, su falta de pudor y sus hábitos salvajes tienen también cabida. Los mingitorios ó inodores de ese gran teatro son la cloaca mas inmunda que pueda imaginarse, dispuestos de la manera mas inconveniente, indecorosa y nauseabunda, y que en cualquiera ciudad civilizada, si tal espectáculo fuera compatible con la civilización, ó siquiera con el amor propio del empresario, determinaría la clausura del teatro y el castigo del propietario. Las familias que pagan veinte pesos por una platea para lucir sus brillantes, tienen que atravesar el tránsito de la izquierda, tapándose las narices para no respirar los vapores amoniacales y nauseabundos que saturan la húmeda y mal sana atmósfera de aquellos pasillos lóbregos, ensalitrados, ahumados y asquerosos. Pero familias y regidores, autoridades y empresario, se tapan las narices en silencio, y los caballeros del salón siguen prestando al amoniaco su contingente de los entreactos, metiéndose en grupo compacto los unos á la vista de los otros en aquel cuarto negro, ahumado, lleno de telarañas y anegado al grado que los entrantes y salientes dejan hasta en los pasillos la huella de sus pisadas, sobre las que pasan, á su entrada y salida, los piececitos calzados de raso blanco de nuestras damas elegantes.
¿No es pues la plebe, que «riega» la plaza principal, la que nos ha habituado á ese espectáculo, y ya contagiados de ordinariez nos impide pensar en que las necesidades naturales encierran una cuestión de pudor y de decoro? A nombre de él conjuramos á nuestro ilustre ayuntamiento á que pare mientes en la cuestión del «álcali volátil», y proceda á organizar en la ciudad un servicio publico de mingitorios é inodoros a la altura no sólo del apremio de tales necesidades, sinó á la altura de la civilización y del decoro público. Tales disposiciones cederán seguramente en honra de sus autores, en pro del pudor y de la decencia y en correctivo de las costumbres salvajes de la plebe.
Por vía de apéndice diremos lo que hemos observado en los Estados Unidos respecto al asunto.
Todos los dueños de expendio de licores, cafés, fondas, hoteles y tiendas, tienen el deber de establecer y conservar en perfecto estado de aseo mingitorios para el público.
Todas las oficinas públicas, los parques y paseos, tienen establecido este servicio en perfecto estado de aseo y dividido en tres departamentos, para hombres, para señoras y para niños y nodrizas.
En los hoteles está destinado un salón subterráneo para inodoros, mingitorios y tocadores con agua corriente, para el servicio del público, sin estipendio alguno. Los mingitorios contienen un recipiente de porcelana en el que cae sin cesar un hilo de agua sobre un jabón desinfectante, compuesto con ácido fénico. El piso y los tabiques divisorios son de mármol blanco. Los mingitorios de los carros Pullman son gabinetes forrados con tableros de madera de sándalo sin barniz, en donde no sólo no se percibe mal olor sino se aspira una atmósfera agradablemente embalsamada.
Las condiciones del mingitorio pues, deben ser: franco y liberal declive, tapa hidráulica interior para no dejar escapar los gases, piso de mármol blanco y perfectamente seco. No creemos que éste fuera un gasto ruinoso para el empresario del teatro Nacional ni para los cantineros, ni un ataque á la libertad individual el obligarles á cumplir con las leyes del decoro público.
Los cacahuates
Vaciadas las costumbres de esta capital en un molde legítimamente eclesiástico, llegó á ser el camino mas trillado para el cielo el de las fiestas religiosas. Salvarse divirtiéndose, mezclando sabiamente lo útil con lo dulce, fué siempre el afán de nuestro venerable clero, cuya obra utilitaria, de imponer al vecindario una vida semi divina para despachar puras almas contentas al otro mundo, debe haberle causado gran satisfacción y contentamiento. El vecindario, por su parte, muy hallado con el molde y con las costumbres, puesto que todo ello tenía por mira única la salvación del alma, ha devorado en la Villa de Guadalupe, por cuenta y riesgo de ese santo proyecto, muchos miles de cabezas de ganado cabrío en Diciembre. Este gusto por el chivo, que por ser de los peores no tendría aplicación plausible, se comprende perfectamente desde el momento en que se le sazona á lo divino: llámesele á la «salsa borracha,» con que se pretende neutralizar el tufo á vela de sebo, salsa mística, y Brillat Savarin convendrá con nosotros, en que la nauseabunda carne de chivo, seca é indigesta, es un manjar de los dioses.
Tiene este detestable gusto, no obstante, otros puntos de apoyo que no pertenecen precisamente al orden moral. La Villa de Guadalupe ha sido siempre el pueblo más feo y mas pobre de todos los alrededores de México, y su concurrencia, en sus tres cuartas partes, compuesta de hordas idólatras, á las cuales ni la civilización ni la religión cristiana han logrado todavía catequizar. A partir del año de 1531, en que empezó á haber Virgen de Guadalupe, no han transigido, ni transigirán, con la civilización, ni con la fé cristiana, ni con la fonda; pero transigen fácilmente con la carne negra de chivo, que constituye el menú de su glotonería; porque han comido maíz once meses para comer chito y encender velas de cera en Diciembre. Porras y Recamier harían, por lo tanto, un papel tristísimo en la Villa, á donde las familias semicivilizadas van precisamente á comer chito, y no otros manjares, porque esa es la gracia y la costumbre: hacer lo que hacen las hordas idólatras y salvajes; quiere decir: calentar aquella carne negra y manoseada, sobre unas piedras, y comerla con, los dedos, con exclusión de todo utensilio de mesa. Esta es una vereda por donde nos hemos extraviado la mayor parte de los habitantes de esta ciudad, porque en vez de dar con la salvación hemos dado con la ordinariez. Por más que la cuestión religiosa haya llegado á ponerse turbia con los vapores de la reforma y el descreimiento, queda el chito incólume.
Claro es que el espíritu religioso no es el mismo de hace medio siglo; claro es que la discusión, la luz y otros agentes han atentado, y no en valde, contra la popularidad del milagro, y contra el método de salvación; pero nada de esto ha podido atentar contra el chito; y como este mundo es y ha de seguir siendo patrimonio de los mas expertos y de los mas prácticos, nuestros ganaderos envían la carne negra de sus chivos para que sirva de clásico manjar á los idólatras, y mandan las pieles al extranjero para que nos las devuelvan curtidas, con un seiscientos por ciento de utilidad para los importadores.
De manera que todos los regocijos religiosos, instituidos con el santo propósito de encaminar á las almas por la senda de la salvación, subsisten por la fuerza de la costumbre, pero sin la fuerza de la intención piadosa. Subsisten la diversión y la golosina, el regodeo y la jarana, la bulla y los excesos, y todo eso crece y prospera á medida que la creencia y la intención moral desaparecen.
No habrá, pues, poder humano capaz de destruir el imperio del chito y de los cacahuates.
Los cacahuates! hé aquí nuestra golosina nacional é idiosincrásica hasta la pared de enfrente. ¿Cómo sería dable á ningún católico apostólico romano de esta bendita capital, hacer un memento de la peregrinación de la Virgen y S. José sin cacahuates? Conciben que esto pueda hacerse hasta sin novena, y sin posadas, pero no sin cacahuates.
Esta golosina indigesta por excelencia, amontonada en un petate, alumbrada con ocote y pregonada por un hombre medio vestido y enteramente sucio, es la acentuación precisa de toda fiesta, así sea religiosa ó patriótica.
Los cacahuates siguen al pueblo por donde quiera que se encamina: lo siguen en la romería, lo esperan á la entrada y salida de los toros, de los títeres y de los teatros; lo esperan en las calles en donde hubo un convento. El convento lo suprimió la Reforma, el culto se trasladó con la música y las campanas á otra parte; pero los cacahuates, consecuentes con sus principios, se quedan en la misma calle, protestando contra toda innovación, contra la Reforma y contra los catrines.
Cada montón de cacahuates es una proveeduría de basura que el vecindario se apresura á diseminar en toda el área de la fiesta. Los cacahuates siguen de cerca al patriotismo y á la religión, sea cual fuere la forma en que se presentan; el cacahuatero es el heraldo; y no bien ha plantado su ocote, dado el primer grito, acuden la tamalera, la enchiladera, la frutera y todo el ejército de vendedores ambulantes, de figones al aire libre, de dulceros, pasteleros y demás cohorte.
Cuando el cacahuatero ha sentado sus reales en alguna parte, es claro que el pueblo ha de acudir en masa á hartarse á nombre de la patria ó de la religión, porque patria y religión traen irremisiblemente al público la necesidad ineludible de comer á dos carrillos y doble ración que de ordinario.
¿Será que el pueblo es patriota y piadoso hasta el delirio, ó que un exceso de bienestar y su desahogo pecuniario lo ponen en situación de tirar sus ahorros por la ventana? No es ni lo uno ni lo otro. Aquel grupo que devora cacahuates y golosinas, y que las riega copiosamente con jarros de pulque, ó vasos de tepache, no tiene colchones, ni frazadas, ni almohadas, ni muebles, ni segunda camisa; es una familia, no de desgraciados, puesto que son felices comiendo cacahuates, que los han comprado empellando su mobilario, que tras el atracón nocturno, no tendrá mañana con que desayunarse. Y esta especie de sacrificio lo exijen en su conciencia la religión y el patriotismo? No: los cacahuates.
Cada montón de cacahuates consumido en un fiesta, representa, en la cifra de su valor en pesos fuertes, una distribución en que figuran los factores siguientes:
1.ª El capital.
2.ª La ganancia del pregonero.
3.ª Una sustracción á las comodidades ordinarias de la vida.
4.ª Un tanto por ciento á favor de la usura.
Hé aquí la fuerza de la costumbre, realizando dos de los mayores
despropósitos económicos. Primero, emplear el jornal limitado a las
necesidades ordinarias, en satisfacer una necesidad ficticia, frívola y
ruinosa. Segundo, remediar la insuficiencia del jornal con el sacrificio
de una parte de él á favor de la usura. Hé aquí el poder de los
cacahuates.
Los cacahuates desnivelan el presupuesto económico de las clases menesterosas en las fiestas de Septiembre, á nombre de la Independencia; el pueblo se harta dos noches para ayunar y mal comer, y no vestirse ni lavarse en varias semanas; y apenas pasa Octubre y el régimen se restablece, los cacahuates de Noviembre, acompañados de tandas, consuman el atracón por los muertos, Apenas en paz los restos venerados, y quieto el estómago, viene el chito y los cacahuates de la Villa, y á los ocho días los cacahuates de las posadas y los de la Noche Buena; siguen con Zaragoza los cacahuates del 5 de Mayo y á éstos, con las «rosquillas y un mamón,» los cacahuates de la Semana Santa; y con la fruta y los dátiles, los cacahuates del Corpus, en Junio, sin contar los cacahuates de las fiestas titulares, y los de las diversiones públicas ordinarias.
Mientras el pueblo come cacahuates por la Independencia política aceptada por la Corona de España, realiza su dependencia de los españoles, llenando las arcas de la usura española.
No hay un pueblo en toda la República cuya mejor tienda no sea de españoles, ni casa de empeño, ni panadería ó lencería que no sea de españoles; ni mercería que no sea de alemanes; la propiedad raíz va pasando rápidamente á manos extranjeras; las grandes industrias y las grandes empresas no son de mexicanos; los ferrocarriles, los telégrafos, el teléfono, el gas, y la luz eléctrica, son de extranjeros. El Tamaulipas y demás buques de la nueva linea no tienen de mexicanos más que la carta de naturalización; quiere decir, la bandera. Los extranjeros se apoderarán de la marina, de los ferrocarriles, de la industria, de la minería, del comercio y hasta del territorio; pero por grande que llegue á ser su poder, nunca lo será tanto que logre quitarnos «los cacahuates.»
Los barquillos
Más ligeros no pueden ser: se componen de harina ligeramente azucarada y están tostados á propósito para que sean ligeros y frágiles como muchas señoras, y se deshagan pronto como muchas de nuestras mejoras materiales. De manera que su ligereza no le va en zaga á la de mis artículos como materia de uno de ellos. Pero no escribiría ni una linea respecto á los barquillos, tan ligeros y todo como son, y tan apropiados á mis propósitos un tanto cuanto moralizadores, si no encerraran, como encierran positivamente, un asunto trascendental.
Vean ustedes qué empeño el mío éste de buscar á las cosas mas sencillas la consabida cuestión trascendental; pero manía ó tendencia, cabilosidad ó suspicacia, el hecho es que me salgo con la mía y sin mucho trabajo encuentro que los «cacahuates» y los barquillos y los «faroles» y otra porción de objetos y productos aparentemente vacíos, encierran asuntos de importancia y dignos, por lo mismo, de tomarse en seria consideración, como decía un diputado sabio de otros tiempos.
Los barquillos me obligan siempre á pensar en el incremento que ha llegado á tomar en México el vicio del juego; y por más que parezca á primera vista que mi imaginación en ese caso da un salto mas atrevido que los de los hermanos Lewingston, no hay, sin embargo, dos ideas que estén mas cerca la una de la otra, que sean mas coetáneas y que estén mas íntimamente enlazadas en la incontrovertible lógica de los hechos.
Ya hemos convenido, mis lectores y yo en otra ocasión, en que el hombre es animal esencialmente educable, y que en consecuencia, tienen la facultad de imprimirle carácter los juguetes mas insignificantes. Eso que las gentes llaman vocación y que se caracteriza por una tendencia manifiesta en los primeros años, nace entre los juguetes del niño, versátil por naturaleza, frívolo por temperamento, y en quien la facultad de concentrarse, que es una de las mas difíciles hasta en los adultos, lo obliga á la veleidad que es su estado habitual. Pero si el niño tuvo un papá muy rico y un tío canónigo que le compraron una capilla con sus santos de barro y sus velas de cera que arden y alumbran; y si otra tía, monja, le hizo unos ornamentitos muy curiosos para vestir á los padrecitos de la capilla, y la mamá le enseñó la colocación de los padrecitos en el altar y en el púlpito, y las hermanas hicieron unos acólitos primorosos con su cruz y sus ciriales, y si para que el niño se divirtiera llegaron entre el canónigo y la familia á volver un asunto se rio, de que se ocupaban todos, la diversión de la capilla del niño, que, según expresión de las viejas devotas, no había ojos con que verla, es seguro que el niño mimado, favorecido por toda la familia, llegó á cierto grado de concentración en el negocio de su capilla, concentración que destruyó la volubilidad y la ligereza de su carácter; que del juego de pura imaginación pasó á la idea, y de la idea al sentimiento, que es la vocación, y de allí derecho á la iglesia grande, como su tío el canónigo.
Desde las leyes de reforma las capillitas hechas en cajón de vino empezaron á caer en desuso, declaradas juguetes propios de los mochos, y los niños juegan mas bien á los soldados para entrar después al Colegio Militar.
Sucede pues, en la mayoría de los casos, que los juegos y las impresiones de la niñez, preparan al menos, si no forman del todo, las inclinaciones y costumbres del adulto; y si, con una mirada retrospectiva y escudriñadora, hemos de darnos cuenta del incremento creciente que la pasión del juego adquiere en México, y hemos de buscar las causas morales que producen ese vicio, encontraremos que á la falta de principios económicos, al desconocimiento del valor del dinero, á que la prodigalidad mal entendida del padre acostumbra al niño, debemos agregar la funesta é inmoral manera de vender barquillos.
Pasean por los alrededores del zócalo todas las tardes, y por el atrio de Catedral, algunos vagabundos, entre los cuales se hace notable un hombre gordo, mofletudo, no tan desarrapado como la plebe, sinó vestido de manera que hace sospechar que el inmortal oficio de vender barquillos, despertando en los niños la afición á los juegos de azar, es provechoso. Carga el tal, un cilindro de metal repleto de barquillos, y la tapa superior de ese cilindro es una pequeña roleta con una aguja giratoria, que al recobrar su quietud apunta el número de barquillos que dará por un centavo. Este vendedor ambulante es un aborto del carcamán; mas odioso que el que en las ferias del pueblo explota á los palurdos y á los zagales; este carcamanero explota la inocencia de los niños, ya no sólo en el sentido de hacer parar la aguja en los números bajos, sinó en el de engendrar en los candorosos «marchantitos» esa curiosidad, esa tentación y esa avaricia que constituyen el instinto del jugador.
Para muchos papas no pasarán ese gordo y sus congéneres de ser unos vendedores ingeniosos; otros creen que esto de las roletitas es un adelanto de la civilización, y con la mejor intención del mundo, y rebosando amor por todos sus poros, se regodean contemplando al hijo querido acercarse al hombre gordo, entregarle su centavo, fijar su vista inquieta en el girar de la aguja, al principio invisible y luego describiendo un círculo de rayos; después girando como cansada pero pasando sucesivamente del 1 hasta el 24, donde si se parara, cuánto placer causaría en el niño afortunado que logra tener dos docenas de barquillos por un centavo, ¡qué lotería! qué felicidad! Pero la aguja se para generalmente, como la de todos los carcamaneros, en el número 1, en el 3, ó cuando más en el 5, excepto cuando, siendo muchos los pequeños «apuntes», quiere decir los niños jugadores, las larvas del tahúr, conviene hacer patente el gran premio.
Los jugadorcitos á quienes toca uno ó dos barquillos sienten la contrariedad del «punto», que pierde, á la vez que el apetito de golosinas paladeado y no satisfecho: en tal situación recurren de nuevo al papá, que tiene en ese momento la gran virtud, el gran atractivo, el gran poder de aprontar otro centavo. Si el papá no lo tuviera, vería al niño jugador negarle sus caricias, volviéndose un pequeño tirano; pero los papás tienen centavos, muy especialmente para obsequiar los deseos de esos embriones de «apunte.» El niño apuesta de nuevo y vuelve á sacar un número bajo, con lo cual el deseo vago de sacar el 24, se ha convertido en una especie de necesidad y de exigencia, tanto más cuanto que es tan fácil que la aguja se pare en ese número como en cualquiera otro; juega de nuevo y con la misma suerte, y no se separa del barquillero carcamán sin que el papá le ofrezca probar la suerte al día siguiente. Y cuando un niño logra acertar al 24, adquiere la convicción de que nació con buena suerte, y nada le inquietará más, ningún otro juego le será mas grato, que aquél en que con un centavo puede darse un hartazgo de barquillos, convidar á sus amigos y figurar por añadidura como el campeón de aquel juego productivo. Quiere decir que el niño hace en miniatura con los barquillos, lo que los jugadores ejecutan tratándose de monedas. La misma sucesión de ideas, las mismas impresiones, la misma lógica, la misma tentación, el mismo orgullo al ganar, la misma desazón al perder, el mismo empeño en dominar la suerte, la misma esperanza de acertar al premio gordo, la pasión del juego, en suma, enseñada por el sistema objetivo, tan en boga entre los pedagogos y cuyos resultados son tan prácticos y tan palpables.
¡Pobres niños, que nacen en una época de sistemas de educación tan deslumbradores, que impiden á las autoridades y á los papás, comprender que hoy se les enseña á los niños, entre otros primores, la pasión del juego por vía de asueto y recreación.
Me sospecho estar en minoría; pero me sujeto á ella con orgullo, desde que la última innovación en los sistemas de enseñanza, trae la tendencia de emprender la educación del niño en la edad mas tierna posible, para plantar desde las primeras marcas en el desarrollo de la inteligencia, de tal manera, que no haya necesidad mas tarde que retroceder para borrar defectos por medio de castigos y de correctivos en muchos casos ineficaces por tardíos.
Pues bien, si está probado que el trabajo educador es mas fructuoso cuando se apodera por completo de todas las facultades y de todas las acciones del niño, para dirigirlo con seguridad al ideal que se busca, es claro que ninguno de los actos de la vida del niño se ejecuta sin dejar huella, rastro ó consecuencia en la parte intelectual y moral del educando.
El hecho solo, tan generalizado y tan inocentemente ejecutado, de dar dinero á un niño, es y ha sido siempre para mí un error crasísimo de educación, amparado por una ternura maternal tan mal entendida cuanto funesta.
Dada la manera de ser de las sociedades humanas, debemos convenir en que la satisfacción de todas sus necesidades, desde las mas apremiantes hasta las mas supérfluas, tienen por precio el dinero; y que por lo tanto á la adquisición de este medio práctico, sin equivalente posible, se dirigen todas las aspiraciones, todos los esfuerzos y todos los sacrificios imaginables; que dejando aparte, y sin menoscabar su nobleza, al desinterés, al voto de pobreza y al desprecio de los bienes de este mundo, desde la mendicidad hasta la opulencia, el hombre liga casi todos los actos de su actividad, de su trabajo y de su poder á la adquisición del dinero. En este mar revuelto de aspirantes, surgen el avaro, el ambicioso, el mezquino, el pródigo, el económico, el afortunado y el mendigo; y entre tanto el mundo es y seguirá siendo patrimonio de los ricos, quiere decir, de los que han sabido comprender mejor, el valor del dinero. Ya se verá por lo mismo que el comprender semejante cosa tiene más importancia de la que parece tener á primera vista. Enseñad á vuestro hijo á conocer el valor del dinero, y lo enseñareis á ser rico; pero si en virtud de una vanidad eminentemente mexicana, le enseñáis á despreciar el vil metal, dándoselo sin dificultad cada vez que lo pida, estad seguro de que morirá pobre ó se expondrá á adquirir el dinero por medios reprobados.
El pequeño comprador de barquillos está pues aprendiendo por medio del sistema objetivo de enseñanza, primero, á usar del dinero desconociendo su valor y los medios de adquirirlo legalmente, y segundo está probando ya en la pequeña roleta, esa fluctuación funesta entre lo amargo y lo dulce, que engendra en el alma la pasión del juego. Cuando estos dos gérmenes prenden en el tierno corazón del niño, como toda semilla en terreno fértil, dará frutos mas tarde, frutos cuyo desarrollo y madurez no bastará á impedir, en la mayoría de los casos, ni la instrucción ni la moral.
¿Por qué será que el comercio, la industria, las empresas y la riqueza pública están representados en México casi exclusivamente por extranjeros quedándonos á los mexicanos ilustrados las carreras, los empleos, la política y la milicia, y á los menesterosos el jornal, la servidumbre, la sociedad de meseros, los pescantes de los carruajes, el cargar á lomo como las bestias, y todos los demás oficios bajos?
Es porque en la primera educación, que es la que ha formado nuestro carácter nacional, no se ha cuidado de suprimir ciertos detalles que nos han parecido tan insignificantes como la roleta de los barquillos.
La vida de noche
Desde que balaron la cabras en el primer redil improvisado por el hombre pastor, la puesta del sol fué la solemne señal de reposo. Las gentes se dormían á la par que las bestias, y despertaban todos con la aurora. Era natural; no había entonces ni el mas miserable figón, ni cafetín abierto, ni cerrado, donde pasar la primera noche; y así escondía la cabeza bajo del ala la avecilla, como se arrebujaba el hombre en su frazada para dormir, como lo hacen todavía los albergados en nuestros portales.
Pero no bien el insomnio se apoderó del hombre, cuando asomaron en el mundo los primeros síntomas de la vida espiritual. Los primeros desvelados fueron los primeros sabios, quienes, no teniendo otra cosa que contemplar más que cabras dormidas y estrellas refulgentes, descubrieron en los astros dos cosas eternamente trascendentales y sublimes: la astronomía y la religión. Y basta con que estas dos grandes conquistas se hayan hecho de noche, para que tengamos como cosa segura que las horas nocturnas son las horas del talento y del amor.
De la misma manera que los vegetales crecen de noche, podemos asegurar que el mayor impulso que la vida intelectual ha recibido, desde los orígenes de la humanidad, ha sido durante las horas nocturnas.
Los zagales y todas las personas que permanezcan hoy día tan lejos de la ciencia como el hombre pastor, se acuestan temprano; y mientras los palurdos y las bestias duermen, los sabios velan, los hombres piensan y la obra espiritual del progreso humano entra en su gran período de actividad.
Desde el Capense que estudia su clase, hasta Flammarión que se endiosa asido al telescopio, todos los seres que piensan, velan, para aprovechar el silencio de los necios, seres boruquientos de suyo y á quienes la madre naturaleza tiene el buen sentido de dormir para que no estorben.
Velar, pues, es el privilegio de los seres pensadores, excepto, por supuesto, si los que velan son gendarmes, jugadores de billar, de dominó ó de lotería de cartones, porque los tales, si no duermen, en cambio tampoco piensan, y sobre todo, se salen de nuestro tema, que es el de dividir á los seres vivientes de noche en dos porciones: una, de los que esconden la cabeza bajo del ala como los guajolotes y los del dormitorio público, y otra, de los que escriben crónicas como Vestina y el Duque Job, ó consultan los astros como los druidas y como Anguiano.
Por ampliación á nuestra pobre capital, en lo general y en algunas noches de la semana le sucede que á pesar de la luz eléctrica, del gas, de la ópera y de los títeres, esconde la cabeza bajo del ala para dormir como los pavos susodichos y como los del dormitorio público.
Ya dió su fallo sobre la ópera y se cansó de gorgoritos y ha llegado á hacerse tan de confianza con la Mascota y con el payaso del circo, que son ahora la Mascota la que se ruboriza y el payaso quien se ríe.
La música del octavo toca casi sola y casi á oscuras en el Zócalo, á pesar de las cuarenta y ocho luces de gas y los cuatro focos de luz eléctrica que la munificencia municipal concede á esas escoletas en despoblado. Ya no le quedan al Zócalo de noche más concurrentes que un señor envuelto en capa española, que ha acostumbrado por higiene tomar allí su ejercicio de ocho á diez, desde que era joven; algunas parejas de enamorados pobres, que se sientan, como todas las tórtolas, á la orilla de las fuentes; algunos cacahuateros en receso ó vendedores de golosinas en actual servicio, que á falta de consumidores se entretienen en oír á los artistas de la banda.
Por lo demás, á eso de las nueve, las nueve décimas partes de la población tiene ya la cabeza escondida bajo del ala, y la décima parte que queda despierta, no es precisamente de sabios ni de astrónomos.
No es Minerva, ni siquiera Talía, la que los desvela, sino las funestas divinidades Baco, Venus y Birján, quienes los traen á las vueltas.
Todas las casas están cerradas con vidrieras y puertas, y es raro que algún piano se deje oír desde la calle desierta, cruzada á largos intervalos por gentes que se retiran ó por pollos desvelados; y en muchas noches, los únicos ecos que interrumpen el silencio pavoroso de la ciudad, son los de la tambora del circo y los desafinados pistones de los cafetines gritantes.
Los tranvías, que en todas las grandes ciudades sirven para unir los barrios con el centro y hacer no sólo fácil sino permanente el tráfico entre los extremos, llevan la sabia máxima de que mas seguro mas marrado, y que, como según es fama, á las diez de la mañana han hecho sus gastos, se retiran entre ocho y nueve para esconder la cabeza bajo del ala, y no exponer la ganancia á los caprichos del vecindario, poco dado á desveladas.
Hacen muy bien los empresarios, porque de lo que se trata es de ganar dinero, y no de servir al público, ni de darle gusto, ni de desvelarse, porque eso es contrario á la higiene y á las buenas costumbres.
Está fuera de toda duda que si el servicio de ferrocarriles del Distrito, se mantuviera en constante actividad durante la noche, todo el tiempo que la actividad del vecindario lo demandara, cambiaría completamente el aspecto de la ciudad. Parece hoy ridículo y ageno á nuestra cultura actual ese entredicho nocturno entre Tacubaya y México, entre las colonias y la capital, entre los barrios y el centro. Los habitantes de esos lugares se resignan pacientemente; como en la época de los «guallines», á retirarse á la aldea ó al barrio apenas se pone el sol.
Si el servicio ferrocarrilero se prolongase cuatro ó cinco horas más, formarían parte integrante de la capital las colonias y los pueblos circunvecinos, y este movimiento cedería en beneficio del comercio, de los espectáculos públicos, y de la sociedad en general.
En cuanto á visitas, cada día parece esto cosa del otro mundo. Se encuentra usted por la calle con un conocido viejo, con quien ha tenido usted intimidad años atrás.
—Buenos dias! qué milagro es verle á usted la cara por estos rumbos. Hacía meses que no tenía el gusto de verle.
—Que quiere usted. Estamos en Tacubaya y vengo á México en la mañana sólo á lo muy preciso y regreso al pueblo.
—Le hemos echado á usted de menos en nuestras tertulias.
—Yo ya no estoy para gentes, amigo mío, ya no visito á nadie.
—Cuanto lo siento!
—Buenos días, señora, cuánto gusto...
—Hace seis meses nos fuimos á Mixcoac porque todos los muchachos se vinieron atacados de tos ferina, y desde entonces, no hemos vuelto á ver á nadie.
—Y usted, señor, por qué no ha venido á vemos?
—No me hable usted de visitas. De que yo llego á casa ya no me hace usted mover por nada de esta vida. Es cosa que ya casi estamos de quiebra con todas nuestras amistades, porque hemos quedado mal con todo el mundo. Son tantas las visitas que debemos y de tanto tiempo, que ya ni pensamos en ello.
—Y usted.
—Yo no visito á nadie. Ya sabe usted que yo soy así, contestó alguna muy ingenuamente.
Dos jóvenes amigas que se quieren mu cho se cambian excusas y explicaciones por este estilo:
—Anda, Gualupita, que nos has echado tierra completamente; ni por convidarte á las posadas ni al bailecito, te has dignado poner los pies en casa.
—Tienes mucha razón en estar enojada conmigo; pero te diré. No ha faltado pretexto: ya que he tenido mucho que coser, ya que el constipado de mi mamá, que le dió feroz; ya que la jaqueca ó que no tenemos ganas de salir; lo que tú quieras, pero el caso es que no ha faltado pretexto.
Después de lo cual las dos amigas que se quieren mucho parecen muy satisfechas, y vuelve cada una á su nido, para acompañar á todas las aves y á todas las personas que á prima noche tienen la cabeza debajo del ala.
Las sociedades literarias han metido también la cabeza bajo el ala, y la pobre literatura participa del marasmo y el sueño de la capital, cuya vida social «e va extinguiendo poco á poco. Los espectáculos son los únicos que logran reunir á las gentes para constituir un público; por lo demás las visitas se hacen mas raras cada día, y es muy frecuente encontrar personas que exclaman: Yo no leo periódicos. Yo no hago visitas.
La sociedad presenta de noche en la capital los síntomas de estar cansada de sí misma, y este cansancio conduce indirectamente al incremento de la inmoralidad y de los vicios; mientras que la actividad de la vida social influye directamente en el mejoramiento de los individuos, en el bienestar de las familias y en la felicidad de los matrimonios.
Ojalá los encargados actuamente de la educación de la juventud, en vista de nuestra vida de noche, dedicaran una atención mas detenida á la observancia del código de sociedad creando en los educandos los hábitos de etiqueta, que son la norma del refinamiento social.
La teoría y la práctica
No necesitaría más el mundo, para llegar definitivamente al término de su progreso, que aniquilar esa distancia inmensa que media entre la teoría y la práctica. Dueños de la intuición, de la inducción y del razonamiento, nos atrevemos á asegurar que en muchos y muy complicados y oscuros puntos de la ciencia humana hemos llegado á ver claro; que es á cuanto pudiera aspirar el sér pensador, si este sér, tan hábil y todo como Dios lo ha hecho, fuera capaz de hacer lo que dice.
Pero de mucho tiempo atrás el hombre da el espectáculo curioso, para mengua de sus privilegios, de decir cosas muy buenas y hacer cosas muy malas; de predicar como un inspirado y obrar como un estúpido, de enseñar lo que él mismo no puede aprender, y de practicar sin taxativa todo aquello que elocuente y sabiamente condena en los demás.
Estas ó parecidas reflexiones debe haberse hecho San Pablo cuando decía; «haced como predico y no como obro;» y desde San Pablo ¡cuántos padrecitos y cuántos maestros lo han repetido, movidos por un aviso saludable de su conciencia.
Y lo peor es que el mal, de puro viejo, es mal inherente á la especie humana, y lo llevará mientras exista hasta la tumba. Pero, afortunadamente, aunque no para la especie en general, durante esta comedia de los siglos, algunos actores se salen con la suya de representar en el mundo el papel de hombres prácticos; y es fama universal que son los que en la dolorosa peregrinación se llevan la mejor parte de goces y de comodidades.
La filosofía y la ciencia empeñadas en encontrar verdades, han llegado á decirlas como una loma; pero por más que se amontonen unas sobre otras las verdades, las sentencias y las máximas, la mayoría de las gentes han de seguir obrando contra la lógica del sentido común, y sólo los hombres prácticos, entre tanto, son en este mundo los que sacan la mejor tajada.
Desde el yankee que hace una nación poderosa en cien años, hasta el caballero de industria que hace diez fortunas en veinte, están comprendidos todos los hombres prácticos, y no importa si los teóricos silban ó aplauden, ellos se salen con la suya.
Que maravillosa combinación de facultades morales ha sido necesario colocar en el cerebro humano para engendrar la teoría; quiere decir, el plan, el prospecto, la regla, la razón de lo que se va á hacer, el origen del hecho, la luz. No queda más que hacer, no hay más que obrar, obedecer al plan, cumplir el prospecto, seguir la regla por la razón de lo que se va á hacer, en una palabra: practicar. ¡Qué gran conquista! ¡Albricias! Ya no hay vacilaciones, ¡á obrar! obrar es la cuestión secundaria, es la parte subordinada á la teoría. Eso es poner una piedra sobre otra piedra para hacer una casa, y esa es la tarea de los peones; el plano, el cálculo, los pesos, la resistencia, la forma y el cómputo, es lo que importa; la obra del arquitecto, esa es la teoría.
Pero hé aquí que el sér pensador en este punto importantísimo del problema, es donde se pierde el juicio, la razón, la lógica y el sentido común, y en vez de poner una piedra sobre otra para levantar la casa, rompe los planos y hace todo lo contrario de lo que manda el arquitecto.
Las teorías y las verdades se olvidan de puro viejas y el hombre sigue obedeciendo de preferencia á sus pasiones y á sus instintos. Pues señor, que la ciudad de México se hunde más y más en su fango; que la mortalidad acrece cada día, que el aire está envenenado, que la basura y el polvo lo invaden todo, que la población se arrastra penosamente hacia el Oeste huyendo del contagio.—¡Higiene! ¡higiene! grita la teoría; ¡higiene! repiten los infestados; estamos en peligro, nos morimos, socorro! La teoría se erige en congreso de sabios que desmenuzan la cuestión, diciendo cosas magníficas, apuntando verdades como un puño, derramando axiomas claros como la luz, poniendo el dedo en la llaga con una precisión matemática, redondeando, en fin, por completo, la teoría del remedio.
¡A la práctica. Aquí está la salvación, aquí está el busilis, ya sabemos á qué atenernos. A la práctica!
Y aquí es donde esa especie de maldición que pesa sobre los mortales, muy especialmente sobre los mortales mexicanos, influye en que en medio de la gritería y de la alarma, las autoridades se miren las unas á las otras con cara de sordo para exclamar después de todo «Pues no hay con qué.»
Un día inventa la teoría plantar un jardín en el centro de la plaza principal de México.
—Magnífico, exclaman los ediles, restregándose las manos; porque esto de hacer jardines, especialmente en el aire, es cosa propia de la teoría y de los regidores.
—Con estatuas! dice uno.
—Eso es, con estatuas en sus pedestales, repite otro muy contento.
—Y con cuatro fuentes.
—Eso, eso! con fuentes, con sus juegos hidráulicos!
—Por ejemplo, dice uno. Unos tritones sosteniendo una taza de bronce que derrame el agua por toda su circunferencia, para medio velar las figuras esculturales con un velo diáfano.
—Como de perlas y diamantes, agrega un regidor que hace versos.
—Eso es! y sobre la taza un surtidor, que envíe sus aguas.
—Alto muy alto, dice un tercero.
—No muy alto, compadre, objeta otro edil, porque recuerde usted que nuestra agua no tiene presión.
—Bueno, pues no muy alto.
—Hasta donde se pueda.
—Y si agregamos cuatro cisnes en cada fuente, figúrese usted compañero, qué efecto van á hacer I cuatro cisnes del tamaño natural, y como nadando en la superficie del agua trasparente de que estará rebosando el cuerpo principal de…
—Oh, magnífico! Ya me parece que los veo. Con que cuatro cisnes en cada fuente, eh? Quiere decir diez y seis cisnes por todo. Una verdadera parvada de cisnes!
—Y si á esto agregamos las estátuas, dice un regidor amante de las artes; por ejemplo Mercurio, la Venus púdica, la Venus.....
—Mucho cuidado con las Vénus. Recuerde usted, compañero, que se trata de un paseo público y las niñas.
—Esas son antiguallas: en todos los paseos públicos hay Vénus, y sobre todo las buscaremos un poco honestas.
—Pondremos flores, muchas flores.
—Pero finas, dice un amigo de Tonel.
—Finas, por supuesto.
—Y en esto de bancas?
—Ah, por de contado! bancas de fierro.
—Va á costar eso un dineral.
—No le hace; vale la pena de hacer un sacrificio.
—No es tanto lo que costará el jardín, dice un regidor muy sensato, sino el gasto de conservación que implica un gravamen permanente para los fondos municipales.
—Lo que es eso, dice un regidor muy joven, no me preocupa. Lo que importa es que la actual corporación haga el jardín, y allá los ayuntamientos que vengan verán cómo se las componen para la conservación.
—Esto de conservar jardines con fuentes y con estatuas, es una obra de lujo para lo que se necesitan fondos y gastos permanentes, agrega el regidor sensato.
—Bueno, esa no es cuenta nuestra, replica el regidor joven; lo que importa es dejar el nombre de la corporación de este año en el jardín. Por ejemplo, si ponemos banquetas de mármol, podemos poner en cada esquina con pedacitos de mármol negro y blanco como mosaico: «Ayuntamiento de mil ochocientos.... eh?» Qué gloria para la corporación, inmortalizará su nombre: figúrese usted, en mosáico!
Lo de la inmortalidad decide á la corporación á hacer la calaverada, y se hace el jardín.
No pasan muchos años y dos de aquellos regidores entusiastas, mas entrados en edad y mas tranquilos, contemplan con desencanto desde una de las bancas de fierro del susodicho jardín, su obra magna.
—Vea usted los cisnes, compañero.
—No me hable usted de los cisnes. Pobres anímales! ahí los tiene usted hace algunos años nadando en seco, sobre su pedestal desnudo.
—Y luego que los pintaron de verde.
—Cisnes verdes! Para figurar que son de bronce.
—Qué bronce ni qué nada. Están asquerosos, llenos de polvo, y de telarañas, y algunos rotos, y á todos se les vé el zinc; porque el pueblo, que convierte el brocal de la fuente en banca, les ha perdido el respeto por viejos y feos, y los manosea á su sabor.
—Vea usted; las estatuas.
—Nadie les pone la mano hace años; el polvo se ha acumulado sobre ellas y están detestables, causan lástima.
—Y recuerda usted en la discusión, compañero, cuando se decía que el objeto de las estátuas en los paseos públicos era educar la vista del pueblo, despertar el amor á las bellas artes, familiarizar á las gentes con las obras maestras de la escultura antigua.
—¡Quién nos había de decir que las habíamos de ver convertidas en espantajos de chilar! Vea usted compañero qué chorreones tiene aquella Vénus en los muslos, y qué cara la de la otra: ya no se le ven los ojos.
—Y las calzadas? Vea usted compañero están tan sinuosas como camino carretero. No han vuelto á ponerles la mano, y los guijarros se asoman á la superficie para lastimar los piés de los paseantes.
—¡Y dónde me deja usted el mármol de las banquetas!
—Como tienen eternamente una capa de tierra encima; los pies de los transeúntes lo despulen de día y de noche hasta adelgazarlo. No durará un año más.
—El mármol quiere aseo.
—Y las flores cultivo.
—Y las fuentes agua.
—Y los paseos dinero.
—¡Cuánta distancia hay, compañero; entre la teoría y la práctica!
Esta lamentación del regidor, que es también la nuestra, tiene su razón de ser en todas las cosas, así públicas como privadas, y hasta en las de más fácil aplicación.
El arte de escribir, por ejemplo, es una muestra. Creen ustedes que todo el que ha aprendido á escribir escribe? No señor, la mayoría de los que aprenden á escribir en la escuela, no vuelven á escribir sino cuando no se pueden escapar de hacerlo. No nos escribe un amigo ausente, porque, según su propia confesión, «es muy flojo para escribir,» no le contesta á usted su esquela de convite el señor N. porque no tiene á mano el tintero. Le manda á usted algún recado verbal, que el criado se encarga de tergiversar, y pone H. á su criada al tanto de una poridad de familia por no escribirle á usted un recado. La mayoría de las señoras viven y mueren sin haberle escrito más que á su novio. De todo lo que se gana en la escuela, lo primero que olvida el educando, después de los premios, es la ortografía, porque generalmente no vuelve á practicarla.
Decididamente estamos destinados á vivir en el mundo sin salvar nunca la distancia que hay entre la teoría y la práctica.
Parábola del trabajo
El hombre, como protagonista del drama de la vida, apenas se presenta en la escena del mundo, encuentra formados en semicírculos, á derecha é izquierda como los coristas de la ópera, á todos los personajes que han de acompañarle sobre las tablas, y que no le abandonan sino cuando ha caído el telón y se ha apagado el gas.
El hombre dirige la vista preferentemente á los personajes de la izquierda, y encuentra caras que le parecen conocidas de mu cho tiempo atrás; nadie le ha presentado á aquellos personajes, pero los conoce á todos, le son familiares; y su presencia no le sorprende.
La mas inmediata es una joven de fisonomía austera, de mirar resuelto, de ademanes imperiosos, y está armada su diestra de un puñal agudo de que no se separa nunca, porque acciona con él como para manifestar que cada una de sus órdenes ha de ser cumplida irremisiblemente so pena de la vida. El hombre se le acerca con complacencia; no le intimida la punta de aquel puñal envenenado, porque sabe muy bien que nunca ha de desobedecer los mandatos de la que lo blande, por más que su ceño sea de una severidad inexorable. Esta joven está casi desnuda, y sus atributos son un haz de espigas de trigo, y una ánfora con agua y no lleva más adorno sobre la cabeza que un reloj de arena.
La acompaña, ó mas bien la sigue un ángel de rostro apacible de enormes alas blancas, coronado de adormideras que proyectan una sombra constante sobre su frente, cómo para defender sus ojos entreabiertos de la luz reverberante del sol.
A la derecha del protagonista hay un personaje cuya importancia es tan manifiesta, y cuyo poder es tan grande, que se le considera como el rey entre todo el elenco. Lleva efectivamente un cetro en forma de zapapico, y en la otra mano el mundo. Si se examina el trono sobre el cual permanece de pié, en lo cual se diferencia de todos los demás reyes que se sientan en él tan cómodamente, se nota que está formado de todos los instrumentos conocidos: desde el martillo del cíclope, hasta la herramienta moderna.
No es éste el único trono que hay á la derecha. Se percibe otro, resplandeciente de luz y de belleza; de él emana toda la claridad que hay en la escena. Y en él, se asienta una diosa coronada de resplandores, de mirada dulce, de frente noble y espaciosa, y de cuyas manos, brotan á raudales todos los bienes y todas las esperanzas. El protagonista reconoce en ella la Ciencia. No tiene, como Júpiter, los rayos en la diestra para lanzarlos contra los mortales, sino á sus piés para unir á los hombres con lazo fraternal..
Un tercer personaje viene en seguida, coronado con un casco de nieve; una palidez mortal cubre todo su cuerpo con tintas verdosas y frías, y su fisonomía es no menos imperiosa que la de la dama del puñal, sus ademanes son resueltos y rudos. Lleva las tijeras de la Parca Atropos en una mano, y en la otra una lanza enorme de donde pende un vellón de lana.
Estos son los tres principales personajes del grupo de la izquierda, y los cuales siguen de cerca y sin abandonar al protagonista, sinó á cortos intervalos, durante toda la representación. Por lo demás, figuran al lado de éstos, después del conocidísimo Cupido á quien no hay necesidad de describir y cuya presencia es de suponerse tratándose de la vida, otros personajes secundarios pero en número tal, que forman un grupo cuyos límites se pierden entre bastidores.
No bien ha comenzado el hombre la carrera de su vida en el escenario inmenso, cuando al lado de los personajes de la izquierda, que representan, como se ha visto, sus necesidades materiales, sus necesidades imperiosas, de comer y beber, de dormir y de cubrirse, van apareciendo otros personajes que pertenecen al orden moral, y que van á ponerse en guerra perenne contra el protagonista, Junto á la diosa del puñal envenenado que lleva por atributos el pan y el agua, aparecerá, á guisa de bufón caricaturesco y contrahecho, la gula, con extravagantes seducciones; la embriaguez manejando un veneno sutil que mata el alma antes de matar el cuerpo; y como séquito infernal, las más veces invisible, las pasiones, que deben cambiar de traje y de maneras según la escena lo requiera; la envidia, los celos, la lujuria, el juego y numeroso acompañamiento.
Comienza la representación, y el hombre inclinado siempre al lado izquierdo, hace amistad con la gula y con el lujo. La decoración toma entonces un aspecto fantástico: expléndidas mesas de banquetes, cubiertas con los manjares mas exquisitos y con los vinos mas preciados; la turba estruendosa de los placeres danzando al compás de las orquestas, y mujeres hermosísimas luciendo sus encantos y sus galas!
El hombre deslumbrado ante aquel espectáculo encantador, se inclina más y más hacia la izquierda; pero en el momento de dar un paso, tropieza con una reja de hierro gigantesca que no puede franquear, lucha en vano con los hierros colosales y la recorre en toda su longitud como las fieras en la jaula.
Llama en vano á los placeres, al amor, al lujo á todos los que pasan mas próximos á su barrera infranqueable; pero nadie lo ve, nadie le responde, todos gozan y son felices en aquel festín y no se ocupan del miserable que los llama y cuya voz se pierde en el estruendo de los coros y de las risas.
Vuelve la cara en torno suyo; retrocede algunos pasos y busca otro camino. Percibe á la Ciencia, á aquella reina resplandeciente de belleza y de bondad, ella se apiada del desgraciado, tiene una sonrisa tan llena de clemencia, una frente tan noble, una mirada tan profunda, que el hombre se lanza por la senda que vé abierta á sus piés.
La decoración ha cambiado al son del pito del consueta del teatro. ¡Qué senda tan árida! ¡qué camino tan difícil y tan largo! A medida que se avanza se alarga más y más, y el trono aquél resplandeciente de luz, casi se ha perdido en lontananza desde donde envía aún sus pálidos reflejos como una estrella.
El hombre se detiene, vacila, y vuelve la vista en torno suyo. La decoración cambia de nuevo. Ahora representa una especie de tabernáculo compuesto de piedras preciosas que lanzan millones de rayos de luz de todos los colores. En el centro está una diosa sentada sobre una roca, y á sus piés brota un raudal de oro y otro de plata corriendo y despeñándose en vistosa cascada, hasta llegar á una profundidad inmensa, donde se agita una multitud compacta de gentes de todos los pueblos y de todas las edades del mundo; unos están arrodillados, otros han clavado las manos en la catarata de oro y no pueden moverse; aquéllos besan el metal con arrobamiento, otros lo guardan con avidez en los bolsillos.
Los que más se acercan al manantial son los reyes, reyes de todos colores, reyes vestidos de púrpura, y reyes de frac negro, reyes de cartón y reyes de palo: todos juntos, todos confundidos. Un coro de vírgenes que arroja sus palmas y sus coronas para tocar la cascada con las manos y con la frente; coros de hombres que se han ocupado en traer hasta allí, cargándolas con mil trabajos, su honra y su conciencia, para arrojarlas en el manantial aurífero. Coro de criminales que traen aún la ganzúa y el puñal con que se abrieron paso. Otro coro de seres venerables, de mirada tranquila, de andar mesurado, de frente limpia, pero húmeda aún de sudor, y de manos encallecidas, no se mezcla con la multitud que se precipita y se enloquece.
El hombre va á lanzarse á aquel torbellino humano que apaga su sed en la cascada de oro, y emprende el camino. El maquinista del teatro ha recibido la señal, y cambia la decoración: otro camino árido y escabroso se presenta á los piés del hombre, y la aparición de la riqueza con tabernáculo y catarata de oro, se aleja y casi se pierde en el horizonte.
El hombre se para contemplando los abismos que lo separan de la ciencia y de la riqueza; y mientras mide con la vista aquellas enormes distancias, sintiéndose débil y desvalido para emprender peregrinación tan larga y tan difícil, los placeres y las pasiones, y los vicios, lo llaman al través de la reja colosal que no puede franquear.
Lleno de desesperación por su impotencia y su debilidad se sienta y llora.
El maquinista amenguando la luz en el escenario hace dasaparecer todas las visiones. El hombre al levantar la cabeza se encuentra solo, y entre la oscuridad de la escena no distingue más que una sola figura. Es la del primer personaje que hemos descrito; es la joven que lleva el haz de trigo y la ánfora de agua. Es la primera de sus necesidades.
El hombre procura levantarse para dirijirse á su única compañera; ella le llama á cierta distancia, con su ademan imperioso, pero el hombre no puede moverse. Entonces piensa con horror en el puñal que blande la diosa y lanza un grito.
Un hombre aparece en la escena y se le acerca poco á poco, él no lo conoce, pero el público sabe que es aquel rey que apareció á la derecha, que llevaba el mundo en una mano y un zapapico en la otra.
—Levántate, exclama, yo soy tu salvación, yo soy el precio de la vida, yo soy tu destino y tu providencia, tu guía mas seguro, tu mas cariñoso compañero, tu amigo mas fiel, mas agradecido que los hombres, mas generoso que la prodigalidad. Yo soy el escudo contra los vicios, la fuente de todos los bienes, yo doy paz al alma, tranquilidad á la conciencia, pan blanco y seguro para el sustento, sueño reparador y tranquilo al fatigado. Yo tengo las llaves de la reja que no podías franquear, yo puedo conducirte al través de las escarpadas sendas en que no pudiste dar ni un paso, yo puedo hacerte llegar hasta el manantial aurífero que te deslumbra y al templo de la ciencia. Yo sólo puedo conducirte á la felicidad, porque soy la bendición de Dios sobre la tierra.
—Quién eres y cómo te llamas?
—El trabajo.
Cuando el drama ha llegado á esta escena, el hombre ha encontrado su mejor amigo, el mejor guía en su desamparo y su impotencia; pero en cualquiera de los mil caminos que elija, ha de tener por compañeros de viaje otros personajes que no se habían presentado en la escena, y que por humildes y oscuros suelen no ser muy conocidos del público.
Estos personajes son la Inteligencia, el Ahorro, la Economía y la Perseverancia.
Cuando el hombre emprende la jornada con tales compañeros, sin separarse de ellos ni un momento, llega, cumpliendo su misión, al goce de la verdadera felicidad sobre la tierra.
El coyote en las máscaras
Salía don Antonio de su misa de doce el domingo pasado por la puerta de la espalda de la Catedral, envuelto en su capa española, y se dirigía con tardo paso hacia su casa, cuando se encontró de manos á boca con un amigo viejo que, abriendo los brazos, exclamaba: ¡Antonio, Antonio, cuántos deseos tenía de verte! Cómo te vá, mi buen camarada?
—Coyotito! exclamó don Antonio, dejándose abrazar y sin tiempo para desembozarse.
Coyote era el apodo de colegio de un condiscípulo de don Antonio y amigo de aventuras allá en sus mocedades.
Como el Coyote venía de Morelia, en donde se ha dedicado hace algunos años á la agricultura, estaba gordo, quemado, fuerte y rico; y don Antonio, como se había radicado en México, y además era empleado, estaba avejentado, pálido, débil y pobre.
—Qué tal? preguntó el Coyote lleno de júbilo, queriendo concretar en ese «¿qué tal?» las mil preguntas que se le venían á las mientes.
—Ya lo ves, pasando la vida como se puede.
—¡Tienes familia por supuesto!
—Sí, hombre.
—Mujer y....
—Cinco niños.
—¡Cinco! ¿eh? vaya, hombre, vaya cuánto me alegro!
—¿Y tú?
—Ya te contaré despacio, aventuras, ya sabes que yo soy así, ya podrás imaginarte.
—El Coyote de siempre, dijo don Antonio con ojo alegre.
—¿A dónde vas?
—A casa.
—Es que ahora me perteneces por completo, y ten entendido que no te suelto hasta la víspera de viaje.
—Pero, hombre mi mujer, mis hijos....
—Déjalos un poco por mí; vale que esto no es todos los días, y además, tantos años de no vernos, nosotros, los inseparables en el colegio, y en todas partes, ¿te acuerdas?
—Sí, bien me acuerdo, exclamó D. Antonio lanzando un suspiro, que le pareció de muy buen agüero al Coyote.
Este apodo, pasando los límites de las aulas y los años de los cursos escolares, era inseparable de aquel sujeto, especialmente entre sus contemporáneos, quienes no le llamaban de otra manera; y aún hay personas en la actualidad, como nosotros, que nunca supieron el nombre y apellido del Coyote.
Gavarni tenía razón y lo probó con su lápiz admirable: en las líneas de la humana fisonomía están confundidas las de la mayor parte de los animales; pero hay caras mas zoológicas que otras. La del Coyote era una de ellas, sus ojos propendían á tomar la oblicuidad de los de la raza asiática, y eran extremadamente vivaces; su pelo era áspero y lo usaba corto; la parte superior de las orejas se desviaba también oblicuamente, y por último, lo aguzado de su barba y un bigotito cerdoso, acababan de completar un contorno que explicaba la propiedad del apodo.
—Con que ya sabes que no te suelto; vamos á tu casa y yo le explicaré á tu mujer, con mucho gusto, que teniendo hambre de verte y de hablar contigo muy largo, te tomo por mi cuenta.
No hubo remedio, D, Antonio accedió; porque cuando el Coyote disponía algo era preciso obedecerle. Este había sido el carácter de la intimidad entre aquellos dos amigos de infancia.
Llegaron á la casa de D. Antonio, bien humilde por cierto. Los recibió Chole, la mujer de don Antonio, una santa señora que como aseaba la casa y lo hacía todo, estaba con delantal y envuelta en un rebozo.
No así las hijas. Eran dos pollas que salían en ese momento á dar vueltas en el Zócalo: llevaban vestidos de raso color de hueso una, y azul cielo la otra, sombreros con plumas y otros adminículos, extraídos como por milagro de las exiguas quincenas de don Antonio.
—Qué guapas son tus hijas! exclamó el Coyote.
—Raquel y Betzabé.
—Bonitos nombres!
Las pollas saludaron y salieron á guiñar el ojo á sus novios que las esperaban en el Zócalo.
La facundia del Coyote fue contundente para Chole, que apenas sabía hablar, y convino á más no poder en que su marido comiera aquel día en la fonda con su amigo de infancia.
D. Antonio se sentía rejuvenecer al contacto del Coyote, cuya sola presencia renovaba los recuerdos de la juventud; tanto que le empezó á parecer muy pesada su capa española, y se puso una levita, y se acomodó una corbata de raso casi nueva que le había regalado su mujer.
—Eso es, le dijo ésta, es necesario que vayas decente; qué diría tu amigo de verte envuelto en la capa como un viejo!
Animado don Antonio, se atrevió á pedirle á su mujer algún aroma para el pañuelo.
* * *
El Coyote eligió para almorzar un gabinete en la fonda del Bazar.
El pobre de don Antonio, reducido á sota, caballo y rey, quiero decir, á caldo, sopa y puchero hacía años, vio con placer los rabanitos y la mantequilla y todo aquel aparato que prometía un almuerzo opíparo, porque el Coyote era garboso. Cuando llegaron á la fonda ya habían pagado el inevitable tributo á la cantina dé Plaisant, circunstancia que contribuyó, y no poco, á la expansión de don Antonio.
—Pues aquí me tienes, chico, que vengo á pasearme y á darme gusto.
—Haces muy bien, hombre, ya que puedes...
—Y vaya si nos vamos á dar gusto, Antonio I Es cosa que en el camino venía pensando: como encuentre á Antonio él será mi compañero de aventuras, porque por cambiado que esté, yo estoy seguro de que no hace más que verme y alegrarse.
—Y ya se ve que sí. Si me siento otro.
—Cuánto me alegro.
—Llevo una vida tan triste y tan monótona.
—Pues nada, chico, á desquitarse, vamos á echar una cana al aire y á volver á nuestros primeros tiempos. Oye; no lo has de creer, pero he hecho el viaje, casi exclusivamente, por ver en México un baile de carnaval.
—Hombre! piensas ir al baile?
—Piensas ir! Iremos.
—Pero si yo no bailo ya, ni...
—Nada! no admito disculpa. ¿Qué quiere decir echar una cana al aire?
—Pero oye, eso es ya más que una cana.
—Lo que quieras; pero vamos al teatro.
—Y mi mujer?
—Tu mujer! Corre de mi cuenta como ahora.
—Como que me sorprendió ver la facilidad con que consintió, porque has de saber que es muy celosa.
—Tanto peor para ella.
—Pero cómo vas á componértelas?
—Muy sencillo; para alejar toda sospecha, desde ahora la prevenimos de que el martes vas á acompañarme á Toluca, ó á cualquier parte. Tenemos todo el día para disponernos, y el miércoles de ceniza para dormir; y como en la tarde le llevamos á tu mujer unos chorizos y una mantequilla, acabará por quedar enteramente tranquila.
—Pero hombre, la oficina....
—Constipado al canto, bronquitis, ó lo que gustes.
No había remedio: las palabras del Coyote eran todas órdenes para don Antonio. Sobre todo empezaba á adquirir un encanto irresistible la tentación del baile, porque de muchos años atrás don Antonio se había limitado en días de carnaval á llevar á su familia á la calle de Vergara á oler las máscaras, y ahora la escena iba á cambiar completamente; pensaba, yendo disfrazado bien puedo permitirme.... que diablo, dice bien él Coyote!
El almuerzo fué opíparo, don Antonio comió á reventar. Hacía años que no comía tanto, y como el Coyote mandó servir champagne helado, don Antonio acabó por transar completamente con todos sus escrúpulos.
* * *
El Coyote, si no tenía la práctica, conocía perfectamente la
teoría desde Morelia, pues comenzó por tomar un cuarto en el hotel del
teatro, por alquilar dos pierrots y por preparar una agradable sorpresa á
su amigo don Antonio.
Chole, por supuesto, estuvo deferente. Como su marido, no podía negarle nada al Coyote. Era tan insinuante, tan fino y sobre todo tenía un talento tal para imponerse, que su satisfacción favorita era salirse siempre con la suya.
Mientras Chole arreglaba la maleta de viaje para el mártes, las niñas Raquel y Betzabé, se entretenían en analizar los regalos de aquel señor, cuyo verdadero nombre ignoraban todavía, pues sólo por lo bajo se atrevían á decir refiriéndose á él, «ese señor á quien mi papá le dice Coyote.»
Cuando don Antonio y su amigo llegaron al cuarto del hotel, el mártes en la mañana, lo primero que vió don Antonio sobre la mesa fué los chorizos y las mantequillas para Chole.
—A ver, qué te parece ese pierrot, dijo el Coyote.
—Excelente, hombre, es el traje mas cómodo.
—Hoy conviene que no nos demos á luz. Comeremos aquí y platicaremos porque tengo muchas cosas que contarte..
Así lo hicieron, y fué tal el número de aventuras que el Coyote le refirió á su amigo, que la conciencia de éste acabó por alborotarse, y sintiendo un nuevo caudal de vida y de alegría, que hacía mucho tiempo no probaba, se decidió á hacer el, calavera y no desdecir de sus antecedentes juveniles al lado del Coyote.
A eso de las nueve de la noche salieron en un coche los dos amigos disfrazados de pierrot, y se dirigieron á una calle; no importa cuál, porque á don Antonio le era igual; estaba dispuesto á dejarse llevar por el Coyote hasta el quinto infierno.
Bajaron del coche y entraron á una casa, donde los esperaban dos máscaras hembras. Pero qué máscaras! una tenía unos brazos esculturales y un pecho de alabastro; la otra una pierna y un pié, enteramente español; era una maja, pero con un salero legítimamente andaluz, tan andaluz como si don Antonio acabara de entrar á Andalucía.
Ya tenían puestas las caretas ¡qué lastima I pero no, pensó don Antonio, han de ser bonitas y si no lo son no les hace falta, con un brazo basta.
No necesitó elegir don Antonio. El Coyote había dado el brazo á la de los brazos esculturales y don Antonio se sintió enteramente satisfecho con la andaluza.
Llegaron al teatro. Cuánta luz, cuánto ruido! cuántas máscaras! La música! las flores, los aromas embriagantes! Qué tropel de ilusiones! qué perspectiva de placeres! qué deslumbramiento, qué felicidad!....
Todo esto lo espresó don Antonio estrechando convulsivamente contra su costado el brazo de su andaluza, quien sin más preámbulo tomó á su compañero en actitud de danza habanera, bailada en mártes de carnaval por una máscara que podía muy bien ser andaluza de nacimiento, y con residencia en la Habana, tierra de cuyo calor húmedo nació la danza una noche á la luz de las luciérnagas.
Don Antonio llegó hasta el vértigo de la felicidad.
El Coyote también. Después de haber probado aquellas máscaras que sabían bailar, pretendieron probar que sabían beber,—Yo también, dijo don Antonio en voz de falsete, en una voz que le disonó tanto á él mismo, que se propuso formalmente elegir otro diapasón si había de seguir hablando como máscara. Las dos parejas se dirigieron á la cantina á tomar champagne, y no era aquélla la primera libación, al grado que cuando don Antonio sintió el cambio de atmósfera entre el salón y el vestíbulo, sintió también que el terreno comenzaba á faltarle; pero lo atribuyó á la fatiga de la danza.
Sediento como estaba, apuró con fé, y casi sin interrupción, tres copas de champagne, y se sintió tan animado que empezó á hablarle de amor á la andaluza, sacando á lucir todas sus frases galantes, todas sus hipérboles, todas sus flores, que como restos inútiles de una juventud agostada ya, dormían «en un rincón de la memoria echados.»
En un momento no sé porqué fatal atracción, fijó la vista en una joven que acababa de quitarse la careta para apurar un poncha caliente, á instancias de un galancete que no llevaba disfraz.
Un temblor convulsivo se apoderó de todos los miembros de don Antonio. La joven que tenía delante era su hija Betzabé!..
—¡Mira! le dijo al oído al Coyote. ¡Es mi hija!
El Coyote lo tomó fuertemente del brazo:
—Te equivocas. Se parece mucho y eso es todo.
—¡No!.... ¡es ella, es ella! ¡es su voz! ¡es mi hija! ¡Déjame!
—¡No!
—¡Déjame!
—¡Imprudente, callate!
—Déja...me, aulló don Antonio haciendo un esfuerzo tan desesperado, que al desprenderse del Coyote cayó, al suelo como un cuerpo muerto....
El Coyote se apresuró á levantarlo: hubo un pequeño tumulto, al que acudieron varios gendarmes, quienes inmediatamente ayudaron á llevarse á aquel borracho.
* * *
A las dos de la tarde del miércoles despertaba don Antonio
después de un sueño horrible, en el que las imágenes de su mujer
engañada y de su hija mancillada, habían acabado por trocar en desazón,
en amargura y en remordimiento aquellos fugitivos momentos de un placer
imposible.
En cuanto al Coyote, lo había hecho como lo ofreció; había gozado sin tregua, no había probado el sueño.
En la tarde, don Antonio había envejecido diez años; estaba horriblemente conmovido y le parecía el más amargo de los sarcasmos entrar á su casa con el alma hecha pedazos, y llevándole á su mujer los chorizos y la mantequilla que le había traído de Toluca.
Don Antonio sigue enfermo hasta hoy y no tiene más idea fija que cerciorarse de si efectivamente su hija Betzabé estuvo en el teatro, ó si fué una visión del Champagne, que en todo caso le servirá para no volver á juntarse con «el Coyote en las máscaras.»
Decadencia del carnaval
Las costumbres tradicionales se perpetúan trasmitiéndose de generación en generación á las masas populares que no discuten ni razonan y que jamás pondrán en tela de juicio sus propios usos y costumbres. Así, desde luengos siglos acá, han pasado de mano en mano la tarasca, la matraca, la careta y los cascarones. El pueblo se cree en el deber de divertirse y de hartarse cada vez que la época prefija pone en sus manos alguna de esas misteriosas alegorías. Pero por qué se cree en ese deber? él mismo no lo sabe, y todo el que pretende explicárselo se conforma en repetir que el pueblo cede á la fuerza de la costumbre. Y realmente el pueblo no hace otra cosa; y esta fuerza de la costumbre es tal, que se convierte en deber ineludible y de aquí la perpetuidad.
Nuestra gran conquista política tuvo que herir en muchos casos la ley de la costumbre; pero esta ley, que es ciega y sorda de nacimiento, se abre paso á través de la reforma misma y restituye su esplendor á ciertas fiestas, vuelve á recobrar el equilibrio y prevalece y triunfa definitivamente.
¿Por qué, pués, el carnaval languidece y muere en México sin que nadie lo ataque, sin estar en pugna con la reforma y á pesar de la fuerza de esa ley imperiosa de la costumbre? ¿Porqué, siendo palpable y manifiesta la reacción de la costumbre á propósito de todas las demás fiestas, que de alguna manera se relacionan con el culto católico, el carnaval, que subsiste con todos sus episodios legendarios en Roma, en París y en muchos pueblos de Europa, languidece y casi se acaba en México?
¿Será porque, considerado el carnaval pecaminoso, la sociedad lo rechaza porque se moraliza? No. Es porque la sociedad está cansada de divertirse? No; supuesto que acude en masa á ver si hay máscaras. ¿Dónde están las máscaras, se pregunta, dónde? El carnaval ha muerto. ¿Por qué? Nadie lo sabe.
—Ha caído en desuso, dicen unos.
—No hay esperanza, dicen otros, esto se acabó para siempre. No ha habido máscaras este año ¡que carnaval tan triste!
Procuraremos averiguar por qué languidece y se acaba el carnaval.
Esta diversión que, como sabemos, existe en todo su vigor en otras partes, se considera por lo que toca al culto externo de la iglesia católica como la despedida de la carne; despedida un poco estrepitosa, que manifiesta el pesar con que de la carne se despiden los que van á entregarse á la vigilia, y que, supuesta la prescrita abstinencia, se permiten asir doble y triple bocado durante el carnaval.
Como costumbre el carnaval ha sido trasmitido hasta nuestros días desde las Bacanales. Pero en el fondo de todo, y prescindiendo de su simple aspecto, como fiesta popular, el carnaval, es una de las diversiones mas espirituales, que ni se concibe ni es posible sin suponer previamente en la sociedad ciertas condiciones de educación, de cultura y de bienestar; y hé aquí dónde está el «busilis.»
Supongamos una sociedad en la cual cada una de sus mitades conoce en mucha parte los secretos de la otra recíprocamente; pero que la conveniencia social y otra porción de consideraciones impide á cada una revelar, ni hacer uso ostensible de un secreto, durante once meses del año. Dense por subsistentes además todas las afecciones recíprocas, todas las relaciones lícitas é ilícitas, todos los parentescos y todos los lazos y vínculos que unen á las gentes; mézclese á todo esto una dosis conveniente de bonhomía, otra de educación, otra de ingenuidad y de deseo sincero de divertirse sin escándalo y sin vicios; póngase la parte conveniente de esprit y de talento; y una vez juntos todos esos elementos, y todos subsistentes, suprímase la personalidad por medio de la careta, y se tendrá la diversión mas social y mas espiritual á que pueda aspirar el mundo culto y elegante. Concíbase un máscara con la dosis suficiente de educación de discreción y de prudencia, de moderación y de talento, de honradez y de sinceridad, capaz de hacerlo formar el plan de disfrazarse con el objeto de hablar con sus amigos, excitar su curiosidad, tocándoles puntos que promuevan interés y empeño en conocer al disfrazado, pero sin herir á nadie, sin tocar cuestiones de honor, ni publicar secretos vergonzosos, sin lastimar los sentimientos, sin provocar un lance, sin ser grosero ni abusar de la careta.
Concíbanse máscaras capaces de bailar con las señoras sin llevar tas licencias del baile, ya un poco liberales, mas allá de lo que prescribe el código de la decencia.
Concíbase una sociedad en estado de dir vertirse inocentemente, porque la educación y el respeto público están difundidos de tal manera, que con sólo las precauciones que aconseja la prudencia puede un padre de familia garantizar el éxito feliz de una diversión brillante y por mil motivos atractiva. Concíbase una reunión de cuatro mil personas en la que predomine la gente distinguida, culta y de buena educación, manténgase el termómetro del carnaval á la temperatura de las conveniencias sociales, y el carnaval será la prueba mas palpable del refinamiento, del progreso y de la cultura pública.
Empezamos á comprender por qué se acaba el carnaval. Para satisfacción de nuestros abuelos y para vergüenza nuestra, recordamos que no hace muchos años, concurría al Teatro Nacional lo mas granado de la sociedad mexicana; que las primeras y mas distinguidas familias ocupaban los palcos primeros, los intercolumnios y muchos de los segundos, disponiendo precisamente del cuarto anexo al palco que hacía las veces de tocador y de bufet; que los coches se instalaban en las calles inmediatas al teatro, que se convertía en tales noches, en una espléndida reunión de familias honradas, que gozaban de los encantos del baile de disfraces. ¡Ya se vé, era aquello en los benditos tiempos en que todavía las negras, de la Habana no nos habían enseñado la danza, y en que la autoridad pública prohibía á los franceses, únicos que lo sabían, bailar el «cancán!» Era un tiempo en que ni la palabra llegaba al oído de las niñas, y sólo los calaveras la pronunciaban por lo bajo, haciendo alusión al género de cuadrillas que algunos peluqueros borrachos empezaron después á bailar á las tres de la mañana, cuando la mayor parte de las familias habían desaparecido. Eran, en fin, aquellos tiempos en que la prostitución estaba representada tan pobremente, que las mujeres públicas, pertenecientes á la hez del pueblo, no podían, aunque quisieran, confundirse ni por un momento con las señoras. Aquéllos eran los buenos tiempos del carnaval, en que se organizaban comparsas de ambos sexos, que bailaban y cenaban juntas en el teatro, que recorrían las calles, y eran recibidas en las casas particulares para constituir un baile que nunca acababa á puñaladas sino con la consabida voz de «abajo caretas.» Y las máscaras de la comparsa se las quitaban! Podían dar la cara después de las bromas. Habían manejado lo mas delicado y difícil de manejarse: la chanza, arma que no es dado manejar sin peligro sino á las personas de buena educación.
Todos estos son los elementos indispensables de una sociedad para entregarse á los placeres del carnaval sin hacer degenerar esta diversión en una orgía desenfrenada. Faltando estos elementos, el carnaval se desnaturaliza, languidece y toma las proporciones de una bacanal; el teatro no es el concurso de las familias honradas, sino simplemente una reunión de hombres y mujeres, que ni aún vigilados de cerca por la policía pueden reducirse á un orden pasadero. Ya lo vemos despojarse de año en año de su carácter alegre y de los atractivos, á los cuales sin peligro de la moral pueden ceder los padres de familia. La sociedad se retira en masa de los teatros, cediendo su puesto á las hijas del placer, que son ahora las que se creen llamadas en primera línea al foco de la corrupción. Los bailes de máscara son hoy la reunión pública de esas señoras con un cupo de hombres que saben á qué atenerse en materia de bailes de disfraces, y de disfraces de baile. La concurrencia, pues, á tales espectáculos, va asumiendo cada día un carácter infamatorio, y la condición esencial para permitirse esa diversión es no tener nada que perder.:
La decadencia, pues, del carnaval, es una señal inequívoca de decadencia social. Indica que la mayoría honrada ni aún pretende luchar por conservar su puesto, que cede sin esfuerzo á las clases degradadas, en cuyas manos vendrán á parar exclusivamente las caretas y los disfraces.
Muchos años han de pasar para que asome la reacción de las antiguas costumbres; y eso si la sociedad honrada hace esfuerzos para rescatar sus fueros. De otra manera, el carnaval acabará definitivamente, porque cada día irá siendo mas y mas incompatible con la moral y las buenas costumbres.
La asociación gregoriana
Esta sociedad existe desde el año de 1866 y está compuesta de todos los individuos que pertenecieron al Colegio de San Gregorio hasta su clausura. El primer aniversario de su instalación se celebró el día 12 de Marzo de 1866 con un banquete á que concurrieron más de trescientos gregorianos. Esta reunión tuvo un carácter especialísimo, porque se juntaban bajo un mismo techo, después de algunos años, y después de muchas vicisitudes, ya en edad madura, todos los antiguos compañeros de colegio.
En ninguna otra reunión podría hacerse mas patente ni la versatilidad de la fortuna, ni la diversidad de caracteres y aptitudes en un grupo determinado de la sociedad. Se sentaron á la misma mesa el abogado y el pintor, el músico y el general, el propietario y el dependiente, el presbítero y el libre pensador, el alto magistrado y el desheredado de la suerte.
La sola inquisición confidencial que tenía por objeto enterarse de la posición social de cada cual de los presentes, dividía á aquella reunión en pequeños y grandes grupos, animados todos con una charla llena de emociones y novedades, de sorpresas y congratulaciones. Renacían los afectos de colegio, se exhumaban los apodos perdidos, se recordaban las travesuras, se abrazaban con efusión, perdiendo su natural gravedad, dos eminentes jurisconsultos, ó dos adversarios políticos; volvían á encontrarse dos condiscípulos compañeros en travesuras y vida de colegio, trasformados uno en general del ejército y otro en músico de un regimiento.
Se mezclaban con agradable sorpresa, respecto á algunos individuos, la antigua idea de un «perdulario» ó un «modorro,» con la fama y el renombre actual y la alta posición social del trasformado. Los recuerdos de la primera juventud que tienen siempre para el hombre maduro tantos encantos íntimos, y sobre los que cavila aisladamente cuando empieza á vivir de su pasado, se evocaban en grupos, en coro, de mancomún; como retrocediendo todos juntos, al amor de las memorias juveniles, á las horas de colegio, que se perdieron para siempre.
Tal cúmulo de impresiones y de sentimientos, cerrando un paréntesis de veinte años, y tal exhuberancia de recuerdos, no podían menos de formar el elemento moral indestructible de una asociación.
Al calor del sentimiento que renacía en aquellas almas que se habían amado jóvenes, y con todo lo que aquellas efusiones tenían de sinceras, brotaban naturalmente la bondad y la filantropía; porque la intuición moral en todo lo que tiene de pura, acerca al hombre á la justicia, y la justicia es á su vez condición inherente de la perfectibilidad.
Resaltó el desnivel sensible en las fortunas, y los socios nos cuotizamos. Desde entonces nos reunimos cada día 12 de Marzo, y desde entonces estamos los gregorianos socorriéndonos los unos á los otros. Ningún gregoriano ha invocado inútilmente hace diez y ocho años á la asociación, y los recuerdos de colegio han producido ya algo más que sueños del pasado.
Como es muy natural, año por año ha ido disminuyendo el personal de la asociación, al grado que este último día 12, no hemos podido reunimos más de sesenta. Han muerto catorce socios el año pasado.
En esta proporción, y aún sin contar con que por razón de la edad la disminución será progresiva, esta sociedad está destinada á desaparecer dentro de breves años, no por la razón porque desaparecen generalmente entre nosotros las asociaciones, sino por la razón mas poderosa de todas: por la muerte; á menos que empiecen á ingresar desde ahora á la sociedad los hijos de los gregorianos.
Previendo el fin de la asociación, nuestro último banquete ha asumido no sé qué carácter de melancolía y de grave contemplación al oír la lista de los muertos. Yo propuse que se deposite una botella de vino destinada á «los dos últimos gregorianos» que comerán juntos un 12 de Marzo de no sabemos qué año, y en vez de nombrar mesa directiva, como lo hacemos al fin de cada banquete anual, guardarán el libro de actas y el archivo de la sociedad que habrá terminado allí su vida.
Es de reglamento brindar cada año por los muertos, por los desgraciados, por los ausentes, por los superiores del Colegio y por la prosperidad de la asociación.
Fui nombrado para hablar de los ausentes y he aquí mi brindis:
Los ausentes
I
Sin saber cómo ni cuándo,
Envueltos en bruma densa
Desde una distancia inmensa
Vamos al mundo llegando.
Nos encontramos llorando
En la vasta soledad
Y en medio á nuestra orfandad
Tendemos todos las manos,
Para unirnos como hermanos
En dulce fraternidad.
II
Es natural: el destino
Lo quiso así, por fortuna,
Para salvar una á una
Las malezas de un camino
Donde cada peregrino,
Lleno de angustia y pavura,
Buscar amparo procura
A trueque de darlo él mismo;
Pues está cerca el abismo
Y muy lejos la ventura.
III
¡Extraña senda, en verdad,
Es esta senda de horrores!
Por todas partes dolores,
Desdicha y adversidad.
Por eso en nuestra ansiedad
En este mísero suelo,
Nuestro más constante anhelo
Es ese amparo sagrado,
Porque amar y ser amado
Es el más grande Consuelo.
IV
Y cuando fuertes y unidos
La jornada comenzamos,
Animosos caminamos
Con la dicha entretenidos;
Confiados, inadvertidos,
Y alguna vez indolentes,
Vamos todos los presentes
Abarcando con la idea
El grupo que nos rodea,
Sin pensar en los ausentes.
V
Hé aquí el primer desazón
Que en la jornada resalta:
La triste voz de «uno falta»
Oprimiendo el corazón.
Y la severa razón,
Que la falta aquella advierte,
Tiembla ante la varia suerte
De la mísera existencia,,
A los golpes de la ausencia
Y á los golpes de la muerte.
VI
Y vamos los peregrinos
Surcando nuestros senderos,
Como surcan los romeros
La tierra de los caminos.
Los arroyos cristalinos
Calman nuestra sed, es cierto,
Al correr de huerto en huerto
Buscando paz y ventura,
Pero ya con la amargura
De algún ido ó de algún muerto.
VII
¿Quién no lleva el alma herida,
Aunque ría y aunque cante,
Por el recuerdo constante
De dolorosa partida?
¿Quién se libra de la vida
En este camino incierto,
Previsivo ó inexperto,
Gozando de humano trato
En el momento más grato
De que le toquen á muerto?
VIII
Son tributo indefectible
De nuestra pobre existencia
Las lágrimas de la ausencia
Y las de la muerte horrible.
Suprimir es imposible,
A pesar de nuestro afan,
Esta cruz que aquí nos dan,
Pues nuestro calvario hicieron
Las cruces de los que fueron,
Y la cruz de los que van.
IX
Y pues que la vida entera
Con sus cambiantes sin cuento,
Ha de amargar el memento
De ausencia ó de muerte artera,
Si la antorcha pasajera
De la dicha terrenal
Se apaga por nuestro mal,
Al irse los que nos aman,
Es que los muertos nos llaman
Con acento sepulcral.
X
Idos, que así nos llamais
Con tan estridente nota
Desde una región ignota
Donde en vano nos buscáis;
Sé bien que nos esperáis
Do quiera que esteis presentes;
Que el destino de las gentes
Es uno en la estirpe humana,
Esperad; porque mañana
Seremos de los ausentes.
XI
Y puesto que aquí no están
Algunos, y así resalta
A nuestros ojos su falta
Pues se fueron ó se van,
Y como acaso serán
Más que nunca infortunados,
O enfermos, ó desterrados,
De sus hermanos ausentes,
Que el brindis de los presentes
Alcance á los desgraciados.
XII
A mí, desde muchos años
Me han amargado la vida
Una herida, y otra herida
De ausencias, duelos y engaños:
Y he sufrido tantos daños
Y he perdido tantas gentes
Con ausencias tan frecuentes
Que en mi dolorosa calma
He levantado en mi alma
Un altar á los ausentes.
Las botellas
Algo como un vientecillo frío que fe viene del rumbo de la moralidad, empieza á soplar amenazando á los borrachos. Algunos centenares de miles de botellas están temblando en estos momentos, esperando calarse cada una su respectivo gorro de á veinte centavos; de manera que cada cien mil botellas van á producir á la recaudación del timbre la suma no despreciable de veinte mil pesos. Y aunque los diez millones de bebedores que pueblan la República permanecen impasibles, supuesto que han de seguir bebiendo desde agua gorda hasta cognac de cinco ceros, los vendedores de botellas andan mal trechos y cariacontecidos, sumando el inmenso número de timbres de que tienen obligación de proveerse en el perentorio término de quince días.
Asústanles por la primera vez esas triples hileras de cuellos de vidrio que veían hace pocos días con tanta complacencia; y no pueden ya mirar serenos sus numerosos ejércitos de tapones esmaltados, porque cada uno de ellos, como si hubiera sido pasado por cajas y sentado plaza, demanda imperiosamente un día de haber, ó lo que es lo mismo, veinte centavos por cabeza. ¿Quién lo había de preveer? Esos inofensivos artefactos de vidrio, que la vinicultura y la química se han encargado de llenar de brebajes en honra é incremento de la toxicología moderna, se convierten nada, menos que en acreedores del propio dueño, blandiendo cada botella su vale de veinte centavos pagadero en quince días.
Por supuesto que mientras esas baterías venenosas servían solo para liquidarles la cuenta, y la vida, á la hepatitis, la cirrosis y el «delirium tremens,» eran para los vinateros una bendición de Dios, porque permitía el lujo, el confort y la prosperidad de las cantinas, y no ponían de mal humor más que á los borrachos insolventes.
Pero por obra y gracia del ministro de Hacienda les toca á las botellas su turno.; son ellas las que van á jugarle un vinatero ó «un gregorito» como se ha dicho después, á los vinateros mismos. Ellas con el cuello erguido, como lo han llevado siempre, amparadas por la ley justiciera y moral, esperan formaditas en sus escaparates adornar su casquillo esmaltado con una graciosa cinta de papel de á veinte centavos. Están ellas que se regodean de gusto, como las pollas que esperan una pluma de á diez pesos para la Semana Santa. Cansadas las pobres botellas de que se abuse de su índole pasiva y condescendiente, de que se les forme en terrible fila de batalla como las figurantes de la profusión, del «surtido», del lujo y de la riqueza; de que se las encarame en pirámides como las de los egipcios, ó se las recueste entre avellanas tras de las vidrieras, ó se les destape sin compasión para ir á figurar después entre las cosas inútiles; llegaron por fin al gran día de la venganza para levantar un coro unánime en el que millones de voces repiten esta letra que aterroriza á los vinateros: «ó me timbras ó me vacías,»
Ya era tiempo de que la moral tomara cartas en el asunto, para bien del erario y mengua del alcoholismo. Aquél necesita recursos y éste necesita coacción y trabas y dificultades, para llegar á hacer, si no difícil, al menos costoso el emborracharse.
Por supuesto, que además de los vinateros hay muchos, partidarios de la libertad en las botellas, que ponen el grito en el cielo; abundan personas que deseen que el Estado pueda vivir sin rentas, y la sociedad sin deberes, y que creen el derecho de emborracharse inherente á la condición del ciudadano libre, y que toda contribución es atentatoria contra la libertad individual. Esas personas objetan que los vinateros no pueden timbrar de golpe todas sus mercancías, que la contribución es inusitada, injusta é imposible; y circulan en forma de amenaza los rumores de clausura de cantinas, de supresión de botellas, de huelga de copas, de sobriedad forzada, de moralidad mandada fabricar ele orden suprema, y de otra porción de calamidades de que el vicio de la embriaguez está amenazado. El pobre vicio derrama hoy las mismas lágrimas que derramaban esas señoras cuando las reglamentaron.
Se hizo la nuestra, exclaman las botellas, ya no podrán sacarnos á luz sin la intervención del timbre; y si el contenido de una de nosotras basta con frecuencia para obligar al ayuntamiento á pagar seis raciones por espacio de un año en la cárcel de Belem,. y la asistencia por dos meses á dos heridos en el hospital de San Pablo, y el sueldo de gendarmes, practicantes y médicos, es justa que con anticipación nos pongamos el gorro de veinte centavos, por cuenta de esos gastos, que lo que tenemos de venenosas y funestas obliga á hacer á la ciudad.
Véase, pues, cuán distinta es la lógica de las botellas tapadas, de la de las botellas que se destapan.
Yo, por mi parte, que no soy ni vinatero ni bebedor, aplaudo la medida con todo el fervor de mi odio á la embriaguez, y me huelgo de contemplar en forma de ley lo que no ha mucho me dio materia para uno de mis artículos ligeros sobre asuntos trascendentales, sólo que yo iba un poco mas lejos que el ministro de Hacienda; yo les había aplicado á las susodichas botellas cincuenta centavos en lugar de veinte; pero bueno es empezar por algo para hacer boca, ya que de bocas se trata.
Sucédele á los gobiernos en la imprescindible necesidad de los impuestos, tropezar á cada paso con la resistencia constitucional de los causantes; y por más que en teoría convengan en que no haya sociedad ni gobierno posibles, fuera del convenio tácito de deberes y derechos recíprocos, no hay causante que pague de buen grado su contingente; y si en manos suyas estuviera la administración pública, suprimirían al gobierno. Todos los que venden algo empiezan por ver á la oficina de contribuciones de mal ojo; á considerar al gobierno como padrasto, y á creerse, como los judíos respecto á los cristianos, en el deber de defraudar al fisco, al marchante y á todo el que no venda. Al paso que el comercio es la vida de las unciones, los mercaderes son los enemigos de los gobiernos.
De manera que la nueva ley para timbrar las botellas viene á chocar contra la resistencia habitual del contribuyente, contra la baratura de los licores embriagantes, contra el generalizado vicio de la embriaguez y contra el espíritu de esas gentes que desean vivir en un país de bendición que les permita enriquecerse sin el menor sacrificio respecto al bien de la comunidad.
Cierto es que puede haber muchos comerciantes que estén en un verdadero conflicto por la imposibilidad de gastar cinco mil pesos de timbres para adornar de una manera provechosa su ejército de botellas; pero el ministro de Hacienda no es un ogro, y ya encontrará medio para reducir esos inconvenientes «insuperables» al procedimiento expeditivo de una manifestación escrita de mercancías timbrables existentes y ventas diarias; entre cuyos dos términos caben los abonos, los plazos, las concesiones, y sobre todo, la equidad; pero ninguno de estos inconvenientes le quitarán á la ley consabida sus dos calidades esenciales, de moralidad y de oportunidad.
Previo un anticipo más ó menos posible por parte del comercio, y fácil de reglamentarse equitativamente en obsequio del timbre y del causante, el gravamen resultará sólo en contra de los viciosos, ó de los que tienen la mala costumbre de consumir bebidas embriagantes; y puesto que en México, como en muchas otras partes, hemos llegado desgraciadamente á la edad de la copa, justo es enaltecerla, encareciéndola como cosa apreciada y tenida tan en alta estima por la sociedad moderna.
Los vinateros tendrán buen cuidado de ponerla á quince centavos; y los bebedores que son generalmente hombres garbosos y desprendidos, y que entre las galanterías más en boga y los obsequios del mas exquisito refinamiento, cuentan, el de pagarle á usted las copas, y el de obligarle á tomarlas, van á encontrar muy de su gusto hacer obsequios de á quince centavos; pues mengua fuera de bebedores garbosos y de abonados á cantinas, hacer ascos á los tres centavos de aumento y perder por tan insignificante gravamen la inveterada galantería y la afición al trago.
Quiere decir que esos miles de pesos que entran todos los días al cajón de los mostradores, en holocausto al mofletudo Baco, el ministro de Hacienda hace muy bien en apartar un tanto en desagravio de la moralidad y en provecho de las rentas nacionales.
El viernes de Dolores
La religión ha consagrado un día ira la conmemoración del dolor; la Virgen María al pié de la cruz en que espiraba el Redentor del mundo; ha señalado como punto de meditación aquel trance terrible, aquella escena desgarradora, en que el mas grande de los dolores iba á ser objeto de culto para la cristiandad enternecida. Pero la cristiandad se ha cuidado bien poco de la tradición y del espíritu de las ceremonias, y ha visto venir el día de tan triste aniversario, pensando en todo, menos en el dolor de la Virgen, hasta llegar á convertir el viérnes de dolores en viérnes de placeres..
Á medida que el mundo avanza, la humanidad marca más y más su tendencia al placer, y parece ya convencida de que no ha nacido para otra cosa. En los avances del progreso no se han desarrollado en la misma proporción las costumbres austeras y los placeres; y esta tendencia á divertirse es tan poderosa, que sacrifica desde las tradiciones mas respetables hasta la simple lógica de los aniversarios.
Parecía natural que al civilizarse las sociedades, tomaran el debido incremento y perfección, asilas costumbres que reconocen una tradición doliente y fúnebre, como las que tienen un origen de festejo y alegría. Era natural esperar que el ineludible dolor por los muertos, de que nadie está exento, formara, como movidos por el mismo resorte, grupos y grupos de dolientes, preocupados con la memoria de sus muertos y que en día señalado fuesen consecuentes consigo mismos, con los finados y con el sentido común. Era natural esperar que los fíeles católicos en su habitual intransigencia con los demás cultos, lo fueran con el carácter y espíritu genuino de los aniversarios; era natural, era lógico y ageno de toda falsa interpretación, encontrar hoy á la cristiandad, en una conmemoración repetida hace diez y nueve siglos, entregada á la contemplación de un asunto tan serio, tan triste, tan conmovedor y tan luctuoso, ocupada por lo tanto en prácticas y ceremonias, ya no sólo perfeccionadas y engrandecidas en virtud de la civilización creciente de las sociedades, sinó en analogía siquiera con el carácter del acontecimiento que se recuerda.
Pero ni los muertos, ni los dolores de la Virgen, ni los dogmas mas sagrados, ni las tradiciones mas veneradas bastarán nunca á destruir el predominio que entre la gente tiene el deseo de gozar y de divertirse.
Si los ecos de Carmen y la Mascota han llegado ya, por lo repetidos, á los habitantes de alguno de los planetas de nuestro sistema, se han de ver en apuros para saber cuándo lloramos y cuándo nos reímos en la tierra.
—Compañero dirá algún habitante de Marte: están tocando en la tierra la Mascota. ¿Por qué será?
—Ha de ser el circo.
—Otra vez la Mascota, compañero.
—Ha de ser el aniversario de alguna matanza.
—Otra vez.
—Han de estar llorando por los muertos.
—Otra vez y mas recio:
—No tenga usted cuidado, compañero; se han de estar acordando del terrible dolor de la Virgen al pié de la Cruz.—Hoy es para ellos Viernes de Dolores.
—Es posible!
—Sí, compañero, vamos al observatorio.
Y colocándose en los sillones de un telescopio perfeccionado de que no tendremos idea en algunos siglos sobre la tierra....
—Vea usted compañero aquella mancha verde, en el viejo continente.
—Quiere decir en América...
—Sí, en lo que ellos llaman «nuevo».
—Ya veo.
—Eso es México.
—Verde oscuro?.
—Sí, negruzco. Bueno. No pierda usted el punto y démosle al instrumento algunos grados más.
—Ahí sí los volcanes!
—Y los lagos.
—Junto á los lagos.
—Bueno, vea usted la ciudad; pero tápese usted las narices.
Los dos habitantes de Marte sacan su pañuelo para ver á México.
—Ya estamos?
—Ya.
—Busque usted un cuadrilátero verde. Es la Alameda.
—Ya, con árboles secos, y mucho polvo.
—Esa es. Vea usted el centro.
—Una fuente medio cincundada por un toldo. Ese toldo no está completo.
—Es cierto, por unos pedazos tiene lienzo, y por otros tiene sólo los cordeles, no está acabado.
—Lo dejó así Barreiro, apropósito, para que pudiésemos ver el paseo de las flores los habitantes de Marte.
—¡Cómo el paseo de las flores! ¿pues no decía usted que son los dolores de la Virgen?
—Es lo mismo, hombre, flores y dolores, son una misma cosa allá abajo.
—Bueno, Sí, efectivamente hay muchas flores de venta.
—Y otras alquiladas en el jardín. Allí alquilan macetas para todo.
—Este Barreiro!...
—Y dan vueltas y vueltas, ¿Sabe usted compañero que son originales aquellos bárbaros en la manera de vestirse? Allí va una mujer, lleva falda de raso amarillo, la cara pintada de blanco, el pelo casi le tapa los ojos y lleva metidos los piés en unos zapatos de raso encarnado bordados de oro y con un apéndice por tacón que la obliga á andar de puntillas. Esa no es azteca.
—No; ha de ser española, de nueva importación: hay muchas de esas. Pero no todas son lo mismo.
—Ya lo veo: las otras parecen parisienses, ¿Qué tocan ahora?
—Carmen.
—Y quién es Carmen?
—Una española que mató á un torero é inmortalizó su nombre.
—Y qué significan esos pedazos de trapo pendientes de estacas?
—Adoraos de Barreiro...
—¡Cómo de Barreiro!
—Sí, municipales.
Pero esas gentes que dan tantas vueltas ¿qué buscan? ¿las flores ó los dolores de la Virgen?
—Ni uno ni otro. Esos que dan vueltas no compran flores. Van allí para verse los uno? á los otros. Los jóvenes van en general para ver lo que se pesca.
—Son pescadores.
—Sí, pero no de camarón ni dé bacalao.
—Ah, ya comprendo. Oiga usted, ya tocan otra cosa. ¿Qué es eso?
—La Traviata.
—Quién es ésa?
—Una meretriz francesa que murió tísica, y de cuya historia hicieron Dumas y Verdi las delicias de la posteridad.
—Y se la tocan á la Virgen?
—No, hombre, no sea usted bárbaro. No se trata de la Virgen?..
—No obstante, usted me ha dicho, que los dolores de la Virgen son el asunto de esa fiesta.
—Bueno, pero las clases se han civilizado, y ahora se ríen de lo que antes las hacía llorar.
—Cuánta música! hay tres bandas militares. Porqué son militares los músicos de la fiesta?
—Es una galantería de la Plaza á las muchachas bonitas.
—Quién es la Plaza?
—Una entidad moral militar.
—Que no tiene nada que ver con la Virgen?
—No, nada.
—Esa otra banda toca ahora una pieza muy alegre.
—Es danza habanera.
—Van á bailar?
—No; de día no bailan.
—Solo de noche?
—Naturalmente.
—Y qué es danza habanera?
—Es el baile obsceno de los esclavos en Cuba.
—Y lo bailan esas señoritas?
—Sí, todas las niñas.
—Ah! sí; las de zapatos colorados.
—No; todas sin distinción.
—Entonces no es obscena la danza.
—La danza no pierde su carácter; la intención es la que se acanalla más ó menos según los actores.
—Y se baila en viernes de Dolores?
—Otra vez con los dolores! Las que nacen en ese día se llaman Lolas, y por lo general son muy alegres y muy bailadoras.
—Qué rarezas tienen en la tierra!
—Y que no ha visto usted nada.
—Con que el municipio y la autoridad cooperan á profanar la memoria de los dolores de la Virgen?
—Vuelta con la Virgen! Ya he dicho á usted que no se trata de eso. Es un pretesto para que la gente se divierta, y como la corporación municipal ama tanto al vecindario, no lo dejó ir á la Viga, porque allí está un poquito sucio, y le llamó la atención por este otro lado, de acuerdo con Barreiro, que es el que hace allí los jardines, no en el aire, sino en tierra agena siempre que se ofrece.
—Y esto que estamos viendo ¿es la fiesta como se celebra en su origen ó es una degeneración?
—Eso. Hace un siglo, por ejemplo esta era una solemnidad puramente religiosa. Casi no había familia en México que no pusiera en su casa «altar de dolores», el cual consistía en poner una imagen de la Virgen de los Dolores sobre unas gradas, y á sus piés no solo muchas flores, sino trastos y objetos de barro, cuya superficie cubierta con semillas germinadas, verdegueaba, simbolizando la entrada de la primavera, la época de la siembra cuya suerte se encomendaba á la Virgen. En una especie de oración agrícola un simbolismo en que había mucho de patriarcal y de sencillo, por que la ofrenda era humilde ingénua y significativa; había necesidad de cultivar con veinte ó más días de anticipación aquellos sembrados en pequeño que iban á constituír un adorno agreste y de muy distinto género y acaso más grato á Dios que los blandones de oro.
Ahora bien, como casi todas las familias mexicanas necesitaban proveerse de flores en la mañana del viernes la demanda era superior al producto y cada madre de familia, persuadida tierna y profundamente de su deber religioso de poner cuantas flores pudiera á los pies de la Virgen dolorosa en el día en que la cristiandad recordaba las mortales angustias de la madre de Dios; la madre de familia repito, llena el alma con aquel recuerdo con que edificaba y enternecía á sus hijos, al rayar el alba en desabillé de mañana, sin lazos ni cintas, sino cubierta con un tápalo negro, se apresuraba á esperar á la orilla del canal á las indias introductoras de flores. Así podía comprar muchas flores á poco precio, y apenas hacía su provisión, regresaba al hogar doméstico en donde toda la familia estaba ocupada en poner el altar.
—De manera, repuso el otro habitante de Marte, que hace un siglo esa sociedad era todavía religiosa.
—Sí, conservaba costumbres mas puras, y los jóvenes y los viejos, y los niños y las mamás, eran en ese día exclusivamente sacristanes en honor de la Virgen.
—Cómo degeneró esa costumbre?
—Es muy sencillo. Algunas mamás empezaron á llevar á sus hijas; lo cual sabido por los novios de éstas, llevó á la orilla del canal á los primeros concurrentes que no iban á comprar flores; á los novios siguieron los que no tenían sino querían novia, y á estos últimos siguieron los que no querían novias ni flores, sino echar flores á las novias. El amor sustituía á la devoción, las muchachas se componían, las mamás tenían necesidad de peinarse y los pollos se enseñorearon del paseo de las flores. Algún coronel de cuerpo, místico profano, tuvo en mal hora la inspiración de mandar la música, y aquella silenciosa, elocuente y piadosa colecta de flores, ha venido á parar en lo que está usted viendo.
—¡Oh témpora, oh mores!
Exclamó en un aparte.
Muy tieso y muy sereno,
(Que era poeta y bueno)
Aquel sugeto del planeta Marte.
Comprendo por qué arte
Han llegado á adunar allá en la tierra
Cármen, y la Traviata, y la Mascota
Y Barreiro, y las niñas y las flores
A la solemnidad santa y devota
De la Madre inmortal de los Dolores.
Los dos habitantes de Marte se fueron á acostar, porque con el aspaviento del poeta se les descompuso el telescopio.
Baco, Mercurio y la ley del timbre
Estaba no hace muchos días el mofletudo Baco sentado en su consabido tonel, con la barriga a aire y los pámpanos en la frente; trasudanl do como de costumbre y con la nariz mas violácea que de ordinario. Hubiérase dicho, á juzgar por el talante, inusitadamente mustio, del dios de las viñas que algún asunto serio le preocupaba; había despertado ese día cariacontecido, y las hojillas de su corona silvestre, enjugándose como las hierbas cocidas, caían sobre su frente sonrosada con esa poca gracia con que muchas de nuestras pollas dejan caer su «burrito» sobre las cejas. Tenía el tirso en la mano izquierda, dejándole caer de manera que la piña con que remata este atributo tocaba al suelo.
Al verlo su mujer en tal talante, hubo de acercársele, lo mismo que se acercan aquí en la Tierra todas las mujeres á sus maridos cuando los ven cabizbajos ó cuando les van á pedir un aderezo.
Baco no se dio por entendido de la proximidad de Ariadna, hasta que ésta, con la familiaridad propia de los casados viejos, le puso la palma de la mano sobre la tetilla izquierda.
Todos los músculos de Baco se extremecieron como los de la rana de Volta.
—¡Ah, eres tú! exclamó el dios con voz de falsete.
—¿Por quién me tomabas, Bronio mío?
Ariadna le llamaba á su marido «Bronio» ó «Líber». Este modismo olímpico equivale en la Tierra á los nombres de cariño, Nito ó Nacho ó Chucho. Allá «Bronio» quiere decir ruido y «Liber» insubordinación.
—Por quién te había de tomar, por Mercurio, dijo Baco suspirando.
—¿Qué te ha hecho ese pícaro?.
—¿No le has visto en estos días á mi lado horas enteras?
—Sí; y ya me temía que estuviera haciendo una de las suyas.
—Pues ni más ni menos. Se trata de un negocio feo, escandaloso, atentatorio.
—Con motivo de qué?
—De la ley del timbre.
Cualquiera otra mujer que no hubiese sido Ariadna habría exclamado: ¡Ave María Purísima! porque con la palabra «timbre» estaba dicho todo. La ley es familiar á los dioses..
—Pues de qué se trata?
—Vas á ver, dijo Baco haciendo un movimento con la barriga que proporcionó seis piés cúbicos de aire á sus pulmones.
—¿Conoces México?
—Cómo no. Si mi hilo, el hilo que le sirvió á Teseo para salir del laberinto de Creta....
Baco movió una ceja al oír el nombre de Teseo, amante de su mujer. Los dioses en su calidad de maridos ya no mueven más que una ceja en señal de desaprobación.
—Y bien ¿decías? insistió Baco.
—Que sí conozco á México, porque mi hilo es el único que les sirve á los habitantes de la capital para salir de un laberinto en que cada calle tiene un nombre distinto. Si no fuera por este hilo, los pobres regidores se verían en la necesidad de reformar la nomenclatura de las calles. Sí, mi Bronio, conozco á México.
—Y sabes por supuesto á lo que allí llaman Semana Santa.
—Semana Santa.... repitió Ariadna recapacitando, ó lo que es lo mismo, Semana Mayor.
—Eso.
—Ah, sí, ya me acuerdo. Esculapio me dijo que es la semana en que hay más indigestiones, gastroenteritis y desarreglos intestinales.
—Esa. Figúrate que en esa semana de abstinencia, de penitencia y recogimiento me pongo las botas.
—No entiendo.
—Así dicen en la tierra cuando se gana, cuando se roba, ó cuando se hace un buen negocio.
—Bueno, dijo Ariadna, muy disculpable por otra parte de no saber lo que eran botas, ni lo que es ponérselas.
—En esa semana, continuó Baco, todo el mundo bebe y anda suelto»
—No dices que es semana de abstinencia y recogimiento?
—No te olvides que se trate de la Tierra, y sobre todo de México; debes tener en cuenta el adelanto de los pueblos, la civilización y el progreso. De otra manera no podrás entenderme: cuando yo diga abstinencia tratándose de allá, entiéndase embriaguez, y cuando diga recogimiento, entiéndase jarana, bulla, desorden etc. Ahora bien, tú sabes que México es mi país favorito, y merece toda mi predilección por sus costumbres muelles, por su informalidad, y, sobre todo, por el amor al trago. Yo no pude menos de enviarles á una parienta mía á descubrir el pulque; bebida que como sabrás engendra á los valientes; desde entonces se destripan aquellas gentes por quítame allá esas pajas. Dime tú si amaré á los mexicanos! es gente alegre y de todo mi gusto ¡Oh México! Es la tierra de promisión para mis adeptos: figúrate que allí no se necesitan más que seis centavos para emborracharse con pulque, y diez ó veinte para procurarse una congestión cerebral con chinguirito.
La Semana Santa, que, como tú sabes, es fecunda en indigestiones, lo es también en excesos alcohólicos y otros; y como debes figurarte, tal estadística me encanta; pero no sé de dónde ha salido un tal Peña, que por lo visto no tiene nada que ver con el Olimpo, pues ha dado en la flor de ponerle timbre á todo, hasta á las botellas.
¡Pásmate, Ariadna mía! ¡timbrar las botellas en el país clásico de la embriaguez! ¡ponerle cortapisas á esa noble pasión del vino cuando ya estaba yo logrando madurar algunas docenas de jóvenes decentes, que tambalean de lo lindo por esas calles de Plateros, agraciados ya con la vaguedad de la mirada, con la lividez alcohólica y algunos, como un güerito muy simpático y muy querido mío, con los síntomas precursores del «delirium tremens.» Pues bien, todo este cuadro risueño, toda esta perspectiva edificante, ha recibido un golpe terrible con esa ley del señor Peña, quien, por lo visto, ha de ser un gentil mancebo que no bebe más que agua fresca.
—Pero bien visto, dijo Ariadna, que era muy perspicaz, esos borracliitos de que me hablas, lo seguirán siendo á pesar del timbre; ya sabes que un borracho cuando puede bebe, y cuando no puede bebe; y cuando no lo puede adquirir, lo pide, y cuando no, lo roba, pero bebe. No tengas pues cuidado, Bronio mío, que borrachitos no te han de faltar en toda tu vida.
—Pero no es eso lo peor, replicó Baco, sino que Mercurio ha ido á complicar las cosas de manera que van á tomar un carácter grave.
—Pues qué ha hecho?
—Escandalízate, mujer, ¡cerrar las cantinas!!
—¡Es posible!
—Como lo oyes. Pero aquí viene Mercurio, míralo que aire de triunfo trae; ha dado en hacerse el majo, y echa bravatas como un andaluz; vaya si está inconocible!
Efectivamente, el dios Mercurio se acercó dando brinquitos y moviendo las alitas de los piés como un chupamirto; traía el casco medio de lado, de manera que una de las alitas casi le tocaba el hombro, y venía jugando con el caduceo como cualquier chulo con la muleta.
—Cómo te va, gordo? ya se te pasó la murria? No te des á la pena, hombre; que no es propio de los dioses andarse con escrupulillos por cuestiones de pipiripao.
—Es que....
—No tengas cuidado, ya sabes que soy fuerte y que donde yo pinto no hay quien borre; y no ha de ser el primar gobiernillo á quien yo me meta debajo del brazo, y no me vuelva á acordar de él en toda la cuaresma! Pues qué te parece que estoy allí para que se me jueguen las barbas? Salirme ahora á mí con estampillas! Como si no estuviéramos más que para darle gusto al gobierno. No, señor; el comercio sobre todo, el comercio manda, por el comercio vive el país, y al comercio deben rendirle homenaje el gobierno y la sociedad. Cuando el gobierno necesite dinero está bien, el cincuenta por ciento, y ya sabes que nosotros somos francos, aquí está la bolsa, ¡qué diablo! y cuando la sociedad quiera divertirse, ahí está el Casino, que vayan, que se diviertan de balde, eso es muy justo. Pero salimos ahora con leyecitas, no señor, qué ley ni qué cuatro cuartos, aquí no hay más ley que nosotros, y á cerrar las puertas y que se muera de hambre todo bicho viviente.
—No, hombre, no tanto, exclamó Baco asustado.
—No tengas cuidado, chico; se cierran las puertas pero se vende por la trastienda. De lo que se trata es de tomar una actitud importante, me comprendes? Figúrate á trescientas mil almas que á las doce del día no se han desayunado. Aquello va á estar espléndido; por supuesto la plebe se amotina, la guarnición se pone sobre las armas, hay algunos balazos y el gobierno canta la palinodia, se deroga la ley y á mamar de nuevo. Este es el plan. Con que ya ves que no tienes por qué afligirte. Déjame preguntar por el teléfono lo que ha pasado.
Mucho tiempo estuvo Mercurio hablando por medio del instrumento maravilloso. Cuando Baco vió que se tardaba tanto, se bajó del tonel y fué dando traspiés hasta donde estaba Mercurio.
—Qué hay? preguntó, ya se desayunaron esos trescientos mil infelices?
—Déjame Baco que estoy para tirar el caduceo; no solo se ha desayunado todo el mundo, sino que están almorzando como si tal cosa. No; si con esta gente no se puede hacer nada. Figúrate que se comprometieron todos á matar de hambre al vecindario, y á aterrorizar al gobierno. Es cierto que han cerrado muchos, pero en nada se ha alterado el orden común. Todas las pollas tienen sus zapatos nuevos de Semana Santa, y sus sombreros y sus matracas. Todo el mundo ha encontrado donde emborracharse y ninguna falta han hecho las cantinas cerradas. Sucedió lo que yo me temía, han vendido, por la trastienda. El gobierno se ha tenido fuerte, y en la prensa han salido derrotados todos los que increparon la ley. El ministro ha sido deferente y ha allanado todas las dificultades para que los comerciantes puedan proveerse de timbres pagando en abonos.
—En sustancia, exclamó Baco, poniéndose rubicundo de gusto, han hecho un «fiasco» redondo, amigo Mercurio.
—Qué quieres. Si los comerciantes se hubieran tenido tiesos... pero no, señor, nos traicionaron algunos y nos desbarataron el plan. Pero ya nos desquitaremos con el contrabando y con apretarles la naranja á los marchantes.
—Vamos á echar un trago, amigo Mercurio, porque bien necesitas refrescarte. En cuanto á mí, me reconcilia contigo saber que mis borrachitos de levita siguen tambaleándose por la calle de Plateros, como si tal ley del timbre y tal Mercurio existieran en el mundo.
—La Semana Santa, observó Ariadna, ha sido realmente de recogimiento, pero sólo para algunos vinateros recalcitrantes.
Corrillo en el Olimpo
Como todos los periódicos se han ocupado de la cuestión del timbre en estos últimos días, yo, aunque Sin lira debajo el brazo y sin laurel en la frente, me dirigí al Olimpo, en donde aquellas gentes están siempre de buen humor y á fuer de dioses sintetizan las cosas de una manera muy propicia para mi objeto.
Ño habían dado aún las once, y ya los dioses las estaban haciendo: lo mismo que en México porque éste Baco ha logrado entre copa y copa contaminar á los dioses con muchas de las malas costumbres de la Tierra.
Como me lo figuraba, no se hablaba allí de otra cosa que de la ley del timbre y de las ruidosas manifestaciones que se preparan acá abajo al señor gobernador saliente.
Mercurio había llevado multitud de botellas sin timbre, que Baco destapaba con su habilidad de costumbre. La pobre de Ariadna, estaba ya muy tranquila al ver á su marido tan contento, y habían tomado parte en el corrillo aquel, para hacer las once, Birján y Vénus; porque allá como acá abajo, las once es la hora de las buenas amistades. Los dioses, lo mismo que nuestros léperos, nunca se ponen en contacto con usted sin ofrecerle una copa.
Vénus no podía contener la risa al ver á Mercurio, y dándole de codo á Ariadna le preguntaba.
—¿Quieres decirme qué le veo á Mercurio de extraño?
—¡Qué ha de ser! que se ha dejado las patillas á la andaluza.
—¡Acabaras! es cierto! con razón le notaba un airecillo de Cúchares, algo así como de majo.
—¡Qué! si se ha dado una agachupinada en estos días, que está inconocible, contestó Ariadna. Con decirte que pronuncia la C y la Z como un madrileño, cosa que no había hecho nunca. Si en su mano estuviera ya hubiera cambiado su casco por un calañés. Míralo, no bebe ya más que Manzanilla, como los andaluces.
Efectivamente, la copa que bebía Mercurio era cilíndrica y honda; la misma que en Andalucía se llama «caña.»
—¿Y de qué proviene ese amaneramiento de Mercurio? preguntó Vénus contemplando la morvidez de su pierna izquierda que tenía extendida.
—Se ha vuelto así en México.
Vénus se puso colorada al oír estas palabras y encogió la pierna.
—Ah! exclamó Ariadna riéndose, mira qué impresión te hace oír el nombre de ese país.
—Y con razón «mialma», contestó Vénus. Aquél es un país que adelanta visiblemente; pregúntale á Birján.
—Todos los países de la Tierra están adelantando mucho.
—Pero todo lo nuevo.... Ya sabes. Allí mi culto está tomando tales proporciones, que va llevando los mismos pasos que Roma. Mina Baco y Birján te pueden dar mejores informes.
—Qué están hablando esas señoras? preguntó Baco, dejando percibir entre palabra y palabra el hipo que le era característico después de las once..
Ese hipo olímpico, corresponde exactamente al que se oye á esas horas en el cuadrilátero da Plateros, calle del Teatro Principal, Coliseo, Refugio y portal de Mercaderes.
—Preguntaba Vénus, dijo Ariadna, si es cierto que México está adelantado tanto como dicen.
—Vaya! exclamó Baco eruptando, México!.. México!.... Y el dios cerró los ojos y sacudió las caderas en señal de júbilo y recogimiento.
—México I repitió Birján restregándose las manos. ¡Ah! ¿ya saben ustedes que se prepara una manifestación ruidosa?
—¿A quién hombres? preguntó Mercurio. ¿A los comerciantes?
—No, qué comerciantes; al señor gobernador.
—Pues qué ha hecho?
—Que sale, hombre, que sale.
—Muy bien hecho; ha sido un excelente gobernador; ha hecho muchos beneficios, repitió el dios con entusiasmo. Es muy justo que se le haga una fiesta.
—Por lo visto, observó Ariadna, no se había dado el caso desde los tiempos prehistóricos, de que en el Olimpo se pusiera tan en boga un país de la Tierra.
—Por lo menos en ciertos círculos del Olimpo..
—Eso! murmuró Baco, en nuestro círculo que se compone todo de gente del bronce.
—Yo no soy gente del bronce, replicó Vénus. Te olvidas que soy la diosa de la hermosura y del placer?
—Por lo mismo, chica, por lo mismo. Nosotros somos los dioses de la jarana y de la bulla, que nunca tomamos las cosas por lo serio.
—Exactamente, como los mexicanos! exclamó Birján haciendo sonar los dados que tenía en la mano.
—De manera, dijo Mercurio, que era el mas práctico de todos los dioses, que con razón somos todos nosotros tan parciales por México. Todos tenemos nuestras razones para amarlo.
—De mí ni se diga, exclamó Baco. Yo he dado mis razones: Júpiter hizo crecer allí el maguey, y con esto está dicho todo; mi culto era asegurado por toda la vida del planeta. Ya voy consiguiendo que en algunas poblaciones no se pueda hablar con nadie después de las once, merced al «tequila;» y Gayosso, aunque no me conoce ni de vista, me manda seguido muestras de su agradecimiento por las defunciones que le proporciono. ¿Y tú, Mercurio, qué tienes que decir en abono de México?
—Hombre! lo único que puedo «dezirte» es que es un «paíz» de «bendizión!» Meto el contrabando por todas partes, defraudo los intereses del fisco á toda mi satisfacción, improviso fortunas, y cuando algún gobierno me viene con bravatas y con leyecitas como las del timbre, ¡cataplum! le doy con la puerta en los hocicos.
Eso sí, cuando el pobre gobierno está apurado, le presto unos cuantos reales; pero por la buena y así como de compadres, me comprendes? con buena garantía y vaya usted con Dios. Ahora acabamos de tener nuestro disgustillo por eso de las estampillas; pero le hemos encontrado la contra, porque ya saben ustedes que soy hombre de recursos. En primer lugar hemos quitado todas las botellas de los escaparates, y no habiendo botellas no hay estampillas, ¿Me comprenden ustedes? Eso sí, las casas de comercio están un poco feas; los escaparates tienen cuando más tarros de cerveza vacíos, otros escaparates están llenos de cajas de cartón, de velas esteáricas y de otra porción de chácharas, agenas al comercio de caldos. En segundo lugar, tenemos un recurso magnífico.
—Qué recurso? preguntaron los demás dioses.
—Toma! las estampillas de quita y pon.
—Y cómo son ésas?
—Son las mismas que sirven para las ventas; pero como están pegadas con goma sobre lacre, sobre estaño, ó sobre hojadelata, el marchante las despega en su casa intactas y vuelven á servir. De manera que las tales estampillas van á ser el papel de los mites en el teatro, que para que parezcan muchos entran por una puerta y salen por la otra; pero son los mismos.
—Este Mercurio es terrible, exclamó Ariadna.
—Por algo he de ser no sólo dios del comercio, sino del robo y de otros asuntillos de cierto género ¿no es verdad Vénus?
—¡Cállate, y no empieces con impertinencias! dijo Vénus haciendo un melindre.
—A ver acá otra caña de Manzanilla.
Baco le sirvió á Mercurio, quien apuró «la caña» sin pegarla á los labios, sino enviando el contenido por el aire y recibiéndolo en la boca, en forma de chorro. Después volteó «la caña» y quedó muy satisfecho de no haber desperdiciado una gota.
—¿No te digo que Mercurio está hecho un majo? le dijo Ariadna á Vénus.
—En tercer lugar, continuó Mercurio, han dado la ley sin nombrar siquiera unas ocho docenas de agentes supernumerarios del fisco, como se necesitarían para vigilar más de mil establecimientos de bebidas. De manera que mientras por unas partes estiran por otras aflojan, y el final del cuento será que no sirvan para nada las tales estampillas.
—Ahora, sí, parece que la cosa está seria, dijo Baco.
—¡Qué seria va á estar! deja que se les acabe el entusiasmo. Ya sabes que el entusiasmo dura poco como los fuegos artificiales.
—No tan poco, dijo Venus. Yo no me puedo quejar del entusiasmo de los mexicanos. Son muy entusiastas, yo sé lo que les digo á ustedes, son muy entusiastas los mexicanos....
—Ya se vé que sí, repuso Birján. Que me lo digan á mí! Mi culto está asegurado por toda la vida, y eso que no tengo magueyes, como Baco; pero aquellos chicos son gastadores, lujosos, y tan afectos al naipe, que hasta las pollas y las madres de familia frecuentan los garitos. Yo estoy muy contento de esa adquisición de madres de familia, que he hecho en estos últimos años, porque como saben ustedes la madre es la que forma al hombre, la que lo educa, la que le inspira la moral. Pues bien, si la madre es «un apunte», la prole con seguridad me pertenece.
—Y á mí! dijo Baco. No hay naipe sin trago.
—Y á mí! gritó Venus. Tengo una colección de barbilindos que no hay más que pedir; son todo mi querer: figúrenselo ustedes borrachitos, jugadorcitos y.... y amorositos. Se van por donde pueden, y los que se me escapan por un lado, caen por el otro en el matrimonio; ellos forman un gremio tan curioso, que Facundo ha escrito una novela titulada LOS MARIDITOS.
—En resumidas cuentas, dijo Baco, todos estamos contentos de México. Propongo un brindis por su prosperidad.
—¡Por que se acaben las estampillas! dijo Mercurio.
—¡Por la libertad del juego! gritó Birján.
—¡Por esos niños y por esas señoras! dijo Vénus apurando su copa.
—¡Viva México!
—¡Viva!
Los cumplimientos
A muchas pobres palabras castellanas les sucede que, de puro traqueadas, suelen perder su verdadera significación, y después de servir muchos años literalmente empleadas, llegan á un período en que sirven para significar cosas diametralmente opuestas, hasta que sancionada la aplicación por el uso, la Academia de la lengua se ve precisada á consignar en el diccionario las nuevas acepciones.
«Cumplimiento» es literal y simplemente la acción de cumplir, sin que implique esta acción móviles ó intenciones mas ó menos sinceras. En la esfera social la palabra «cumplimiento» no puede referirse sino al de los deberes sociales, al de las consideraciones recíprocas y hasta á los sentimientos amistosos. De manera, que el cumplimiento no puede eludirse ni suprimirse, aún tratándose de las relaciones mas cordiales, mas familiares y mas íntimas.
Partiendo de este principio, una visita es siempre una visita de cumplimiento, porque el que la hace cumple con un deber de amistad, de cortesía, de sociedad, de gratitud ó de afecto.
Si el cumplimiento no hubiera pasado de los límites de su significación genuinos, el código de urbanidad estaría hoy en todo su apogeo, y la sociedad hubiera dado ya un paso agigantado á su perfección.
Pero el cumplimiento, con sólo el hecho de serlo, implica un esfuerzo, y en no pocas ocasiones un sacrificio; y esta tendencia dé la humanidad á descartarse de todo lo qué envuelva molestia, gravámen ó esfuerzo, siquiera sea en pequeña escala, ha sido lo que, conspirando hasta contra la significación de la palabra «cumplimiento,» que, como hemos dicho, no significa más que el acto de cumplir, inventó esta otra acepción de la palabra, prohijada ya por la suprema autoridad de la lengua, á saber: «cumplimiento.»—Ceremonia, acción fingida, palabra falaz, que se pretende rebozar con el tono de la finura y la cortesanía.
De manera que una vez promulgado en la sociedad el código de urbanidad, como su ley suprema, las gentes encontraron) como sucede generalmente con todos los códigos, que el «cumplimiento,» objeto principal del código, era un tanto cuanto embarazoso, y hasta ha de haber habido quien lo califique de tiránico; por lo menos había una distancia inmensa entre el «cumplimiento» y lo que se llama vivir á «la pata la llana;» como la hay entre la persona culta y bien educada y el palurdo; porque el cumplimiento y la mayor suma de cumplimientos constituyen al hombre fino, mientras que la ausencia total de cumplimientos constituyen al salvaje.
Pero no había remedio; á las gentes les pesaba el código, era mucha su tirantez, muy rígidas sus prescripciones, muy complicados los deberes que impone, muy difícil, en fin, el cumplimiento.
Y de aquí viene que no se trabe amistad alguna, sin la sacramental protesta de «no andarse con cumplimientos.» Quiere decir que vamos á ejercer uno de los actos primordiales de sociedad, previsto y documentado por el único código competente, por el de la urbanidad, que nos impone deberes y cumplimientos recíprocos, no arbitrarios sino basados en la ley universal de las sociedades; y precisamente en los momentos de caer bajo la férula del código, en vez de protestar su cumplimiento, nos ofrecemos recíprocamente, como falsa garantía de nuestra amistad, faltar al código á diestra y siniestra.
Esta, frase de «no andarse con cumplimientos,» gastada también en fuerza de ser una muletilla, tiene circulación legal como los medios lisos, pero en su sentido literal quiere decir: hoy contraemos amistad, pero no nos comprometemos á ser con ella consecuentes: los dos tendremos deberes que cumplir, pero no los cumpliremos, y cada una de nuestras inconsecuencias estará salvada de antemano, porque nos hemos dicho bien claro, que no «hemos de andarnos con cumplimientos.»
Las dos acepciones opuestas de la palabra cumplimiento sirven admirablemente para este juego de palabras, que nadie toma por lo serio.
El tonillo con que se dice siempre «nada de cumplimientos,» indica que se refiere á la cortesanía empalagosa, afectada, falsa é inconducente.
—Yo no puedo ver los «cumplimientos,» dice una polla repitiendo lo que le ha oído: decir á su mamá, creyendo con esto darse un baño de ingenuidad y de sencillez muy interesantes.
—Yo los detesto, dice un sujeto echándola, llano, de despreocupado y de francote.
—Yo no gasto cumplimientos, y soy hombre de pan, pan, y vino, vino. Yo les llamo á las cosas por su nombre;
Excepto, digo yo, en lo de llamar falsedad ó inconveniencia al cumplimiento de los deberes sociales.
Difícil ha sido en todos tiempos gobernar á las masas, y para haber de sujetarlas á una ley común, á una constitución política, ¡cuánta sangre se ha derramado, y cuántos sacrificios ha costado esta tendencia al orden!;
Y como de todos los códigos, el de urbanidad es el único que no se impone con bayonetas, las masas sociales juegan con él como los muchachos con su silabario.
Predomina por lo tanto, sobre la tendencia al orden y perfección social, la propensión á descartarse de toda traba, lazo, compromiso, deber ó sacrificio en obsequio de la sociabilidad.
Pero nada muestra más la sabiduría, la rectitud y la necesidad del código social, como el forzado retroceso de los que, optando por la patalallana, recurren, sin embargo, al cumplimiento, cuando les conviene.
La protesta contra los cumplimientos no es tan absoluta que suprima la tarjeta del pretendiente el día del santo del ministro, ni el pésame del deudor cuando al acreedor se le muere la suegra; ni la visita del que piensa sacar raja, ni el saludo del que lo necesita á usted, ni el interés que tiene por la interesante salud de usted aquél que está pensando pedirle un favor gordo, ni las consideraciones del presunto heredero al tío octogenario, etc., etc., etc.
Entonces las gentes vuelven sobre sus pasos, reconociendo la necesidad de los cumplimientos..
¡Qué diverso sería el aspecto de la sociedad si cada uno, después de haberse enterado del código de urbanidad en todas sus partes, se propusiera observarlo, en vez de protestar contra su cumplimiento, y que en vez de cambiarse la frase «nada de cumplimientos» se dijera: Protesto no omitir cumplimiento, en obsequio de nuestra amistad!
Pero la urbanidad, como toda ley común, no es hija del sentimiento, sino del juicio, no emana del capricho, sino de la justicia, que es el gran problema de la moral universal.
Ya hemos dicho que la palabra cumplimiento pierde más y más su verdadero sentido hasta llegar á representar ceremonias ridículas y grotescas.
Una persona es capaz de cometer todo género de inconveniencias en materia de cumplimiento de sus deberes de sociedad; pero tomando al acaso diez de esas personas, para hacerlas pasar por una misma puerta, se representará, sin que venga al caso, un verdadero sainete de cumplimientos.
—Pase usted.
—No, señorita; después de usted.
—Pase usted primero.
—De ninguna manera.
—Hágame usted favor.
—Usted está más cerca.
—Pero los mayores en edad...
—Como nos toca.
—Pase usted.
—No, yo no paso sino después de usted.
—Pues Vd., (dirigiéndose á otra persona.)
—No, señorita, á usted le toca.
—Usted sabe mejor el camino.
—Hágame usted favor..
—Sin cumplimientos;
—Tenga usted la bondad.
—Así no pasamos nunca. Pase usted.
—Con permiso....
—No hay de qué.
Hé aquí un cumplimiento de un artículo del código inconocible por la mala ejecución, como les sucede á muchos de la constitución política.
Nada digo de esas personas que se empeñan en que se siente uno. No bien ha acabado de saludar se escucha el.
—Siéntese usted.
—Pero sea que usted no tenga mucha prisa para sentarse, ó porque espere concluir alguna frase.
—Siéntese usted, le repiten.
—Y si no lo hace usted en el acto, le interrumpen para decirle de nuevo.
—Pero tome usted asiento.
Y no le dejan terminar hasta que les dá usted gusto, y si en el calor de la conversación se pone usted de pié, porque así le place.
—Siéntese usted le repiten, y aún suele haber personas, de esas mismas que protestan contra los cumplimientos, que le toman á usted por la solapa de la levita y le hacen sentar por fuerza.
Hay efectivamente personas que toman tan á pechos los deberes de la hospitalidad, que una vez sentado á su huesped, no le han de dejar que cambie de postura, de puro cumplimiento. En materia de cumplimientos, los orales son de uso general, y éstos son los que corren de boca en boca,. hasta entre las personas mas incultas, y son en general lo único que del código susodicho ha llegado á sus noticias.
En suma, detrás de la protesta contra la cortesanía afectada ó grotesca, se oculta comunmente la repugnancia al cumplimiento de los deberes sociales, y este cumplimiento es ineludible, si la sociedad aspira de buena fe á su cultura y refinamiento.
¡Agua!
En Octubre de 1882 publiqué en La Libertad uno de estos mis artículos ligeros titulado El aguador. No hice por cierto su panegírico, ni le presenté á la posteridad con esa envidiable buena fe con que algunos articulistas se han entretenido en retratar al aguador, presentándolo como «tipo nacional,» con lo cual lo han dicho todo; no. Confieso que no he sido de los que han sentido hasta patriotismo al exhibir ante los extranjeros, ya en cera, en barro ó en litografía, el tal «tipo nacional,» que, candorosamente nos complacemos en retratar para que conozcan en otras partes una de «nuestras cosas.»
Yo, por el contrario, le presenté como un ejemplo de degradación personal, desde el momento en que sustituye á la bestia de carga; como una muestra de atraso y de barbarie, supuesto que desde su origen el aguador no ha dado un solo paso para mejorar su condición personal y su sistema absurdo y sucio de conducir el agua y su sistema estúpido de llevar la cuenta de los viajes; y lo exhibí, en fin, como el testimonio de nuestra incuria, desde el momento en que teniendo los veneros, afortunadamente, á algunos miles de piés de elevación, no hemos pedido en un siglo entubar las aguas para recibirlas puras, con presión y á la altura de todas las necesidades domésticas.
Muy lejos de eso, bebemos agua acarreada en vasijas curadas con sebo, remendadas con «zulaque» y tapadas con suelas nauseabundas; y esa agua viene de fuentes descubiertas, donde cada consumidor introduce las manos, los piés y todo lo que le gusta. Pero el hábito embota el sentimiento; y el no tener idea de que podríamos llegar á beber agua limpia, ha habituado nuestro paladar al sebo, al zulaque, á la suela y á todos los misterios de la fuente abierta, seguros de que ése debe ser el sabor del agua.
Luengos años há que no sale un solo chorro de agua de ninguna fuente en la Alameda, en el paseo y en el Zócalo, donde los pobres cisnes momificados no tienen más esperanza de refrescarse que un aguacero ó una inundación.
¡Agua, señores regidores, agua por el amor de Dios! Nuestro pueblo harapiento, el mas sucio del mundo, y de cuya proverbial incuria y desaseo ha tomado la vecina república (en revancha de que les llamamos yankees) la idea de llamar á todos los mexicanos «greassers,» nuestro pueblo, que se desbarata en filánganos, que se bosqueja en sombras de mugre, y que apesta á salvaje, necesita agua, mucha agua, señores regidores, mucha agua y regalada, para que se enmiende, para que se lave, para que le entre el amor propio, y para que ustedes puedan, por vía de medida de policía y de decoro público, impedir la circulación, en la ciudad, de algunos hombres y mujeres escandalosamente nauseabundos.
¡Agua, mucha agua en cañerías de hierro en todas las casas de la capital y de los barrios, en todos los pisos de las casas y sus dependencias, para asear los inmundos patios, las letrinas y los caños azolvados!
Encerrando el agua de los veneros de los Leones, y evitados así la evaporación, el desperdicio, los robos y las filtraciones, triplicaremos la cantidad de agua de que actualmente disfrutamos. Así lo dije en mi artículo «El Aguador», y la presión del agua será tal en la mesa de la capital, que puede sobrepasar los edificios mas altos; y con el uso de cañerías portátiles de goma elástica provistas de sifón, puede hacerse el regadío diario de las calles y los jardines, y adornar éstos con fuentes, con ricos y variados surtidores; y los dos tantos más de agua de que disfrutaremos, si se la entuba,.será la única ayuda y esperanza para empujar hacia la laguna el insoportable, pestilente y mortal azolve de nuestras atargeas.
¡Agua, señores regidores!
Hay más de siete mil casas en la capital, que por término medio pagan, (á razón de cuatro pesos cada una) veintiocho mil pesos mensuales á los aguadores y á la fontanería municipal. Cuando en las siete mil casas haya agua corriente, los inquilinos pagarán con más gusto la renta fija de cuatro pesos al propietario, al ayuntamiento ó al contratista, que al inmundo y retrógrado aguador, cuya supresión reclama imperiosamente la cultura y la dignidad de la capital de la República.
Como se trata de una mejora á todas luces conveniente y necesaria, como se trata de salir del «statu quo» y de dar un paso hacia el mejoramiento y progreso, hay que advertir ha de haber muchos señores Marroquís, que se opongan á la mejora; ha de haber muchos celosísimos defensores de la libertad individual, quiero decir, de esos que creen que la libertad consiste en hacer cada uno lo que le diere la gana, que consideren y hasta que discutan con luminosísimas razones como un atentado, esto de obligar á las gentes á tener agua en la casa en beneficio propio y muy especialmente de la comunidad; pero no hay que hacer caso de la familia Marroquí, porque así se llaman los que opinan por el atajo y la diligencia en lugar de los ferrocarriles y por el aceite de nabo en lugar de la luz eléctrica.
Las ruedas del carro del progreso no han hecho en su gloriosa carrera más que aplastar Marroquís.
¡Agua, señores regidores, mucha agua barata para las casas y regalada al pueblo, porque el primer paso al mejoramiento personal es el aseo; y no es extraño que; dado ese primer paso y con él engendrado el deseo de perfeccionarse; se acorte más la distancia entre el baño y la escuela, entre la incuria y el abandono del que no sabe apreciar en sí mismo, ni su cuerpo ni su salud, y la idea regeneradora de educarse por aprecio á sí mismo y aspiración á su progreso!
¡Agua, agua á nombre del pueblo menesteroso, agua para los mingitorios, para las casas de vecindad, agua para las calzadas de los paseos, para la arboleda de las calles, para los pobres cisnes del Zócalo!
¡Agua en postes de hierro, salientes, visibles y practicables en las esquinas, para apagar incendios, y para regar la calle con sólo la adaptación de una manga con sifón. Agua por todas partes y á todas horas, y las bendiciones de la capital al municipio, serán mas fervorosas que las de los israelitas á Moisés en el desierto!
Va á haber muchas almas caritativas, Marroquís de raza pura, que se enternezcan al reflexionar sobre la suerte de los mil y quinientos aguadores que van á quedar cesantes porque se les acaba el oficio. Va á haber quien abrazado cariñosamente con el maestro aguador, anatematice el progreso y todos sus secuaces, y muy especialmente á este señor Facundo que tiene la manía de meterse en todas esas cosas de la civilización y del progreso, por amor á sus semejantes y á su patria. Va á haber vieja y propietaria que prefiera darle cinco pesos al maestro por agua de sebo, de zulaque y de suela, poca y cara, que cuatro pesos al municipio por agua abundante, con presión, y tan limpia como la del manantial, no tocada por manos ni por zapatos extraños. Va á haber de todo eso y mucho más; pero, adelante, señores regidores, agua y más agua, porque la sequía de la capital se va haciendo insoportable y nos morimos de sed, de desaseo y de asco. ¡Agua, señores regidores, más agua!
Comercio y otras cosas al aire libre
Las dificultades é inconvenientes que de mucho tiempo atrás vienen combatiendo el espíritu de asociación y la formación de compañías industriales para ensanchar la esfera de los negocios, dan por resultado la mayor división en el comercio y en las pequeñas industrias.
No sabemos si la larga serie de vicisitudes porque ha atravesado México ha impreso al carácter nacional el mezquino límite de sus aspiraciones y la perfecta conformidad con el mediano bienestar, pero el hecho es que no hay un comerciante en pequeño que no clame contra la asociación ó compañía mercantil y que no se considere muy feliz con que su negocio, su comercio ó su industria le proporcione lo extrictamente necesario para mantenerse.
De aquí viene ese crecido número de pobres comerciantes y de pobres industriales que pueblan la ciudad dándole, especialmente en los centros mas poblados, el aspecto de baratillo ó feria de pueble. El portal de Mercaderes presentad los ojos del viajero el conjunto mas extravagante de inconveniencias. Las cantinas, las sombrererías y las imprentas, las muñequerías, los dulces, los pasteles y los zapatos en un totum revolutum indescriptible. No les basta á los pobres dulces y á los desgraciados pasteles aumentar de peso y de volumen á fuerza de capas de polvo, que forzosamente recogen, sinó que además de esta geología peculiar de las golosinas al aire libre, soportan la fumigación perenne de grandes cantidades de zapatos de á peso, y por ende apestosos, cuyas emanaciones de tanino y de descomposición cadavérica con que se distingue el curtido imperfecto de la suela barata, impregnan los susodichos dulces y pasteles á que el paladar de nuestro poco exigente pueblo está tan acostumbrado, como todos los habitantes de la capital lo estamos al sabor del chochocol.
Y por si acaso los dos olorcillos nauseabundos de tanino y cadáver no fuesen suficientes para sazonar los merengues y los pasteles, los pobres que se proveen de zapatos, tan ricos en emanaciones fétidas, exhiben á todas horas, sin maldita la aprensión, y á media vara de los pasteles, exhiben.... su pié! á ciencia y paciencia de las señoras que pasan y de las dulceras que.... bendito sea Dios! venden todos sus calabazates.
No nos sorprende que una dulcera, que vende acitrones hace veinte años frente á un montón de zapatos apestosos, no haga reparos en materia de olfato ni de emanaciones; tampoco es de extrañar que el vendedor de zapatos no se cuide de los merengues, que ningún daño le hacen, ni debe sorprender, por último, que individuos de nuestro pueblo, acostumbrados á no respetar al público, porque nadie les ha enseñado esas cosas, enseñoreados de la calle que les sirve de alcoba y de mingitorio, como la arena del desierto al salvaje, no tengan reparo en lucir sus miserias y fumigar los dulces al probarse los zapatos delante de todo el mundo; no, nada de esto es sorprendente. Pero lo que sí no cabe en el juicio es que el ilustrado señor regidor, á quien incumba la policía de esa demarcación, no haya parado mientes en los espectáculos de esas zapaterías de villorrio, ni en lo repugnante de la amalgama de zapatos y pasteles.
¿Qué necesidad hay de aglomerar, precisamente en el portal de Mercaderes, esos surtidos de zapatos ordinarios, que ninguna persona que se aprecie es capaz de comprar en aquel sitio, á la vista de todos? Esos zapatos son exclusivamente para la plebe? Por qué se la obliga á que ese acto de calzarse y descalzarse que pertenece, por su naturaleza, á los actos privados personales, lo ejecute, precisamente, en el lugar mas céntrico y mas concurrido de la ciudad, cuando lo natural sería ocultar esas poridades y esas escenas asquerosas, relegando á los zapateros á una plazuela poco transitada? Ningún perjuicio seles seguiría; porque no son los concurrentes ordinarios, ni los principales transeúntes, ni las señoras ni los caballeros, los marchantes de esas zapaterías, sino los indios, los rancheros y los pobres que generalmente no ocurren al portal más que cuando se permiten el lujo de comprar tales zapatos.
La capital no puede preciarse de culta, mientras tolere esa amalgama, especialmente cuando no hay necesidad de hacerla; y si ella existe, no es más que por incuria y por la fuerza de la costumbre; y ésta es tal, que nadie en su propia casa permite que! los zapatos estén en el comedor; pero nadie, los regidores inclusive, deja de comprar gaznates ó bocadillos á media vara de los zapatos olorosos del portal.
Y supuesto que este local ha sido elegido por la mayoría de los dulceros y pasteleros, tolerados allí desde tiempo inmemorial, envíese á los zapateros de ordinario, con sus malos olores á otra parte, y el público goloso vivirá agradecido al Ayuntamiento si pone, como debe, cada cosa en su lugar.
Y ya que de poner las cosas en su lugar se trata, bueno será fijarse en otra clase de vendedoras trashumantes: en las enchiladeras, que, parapetadas detrás de un brasero en la línea que divide la propiedad particular de la vía pública, fríen pambazos, enchiladas y tripas, en un lago de manteca hirviente, salpicando y manchando los vestidos de las señoras y los pantalones de los caballeros.
Esos figones al aire libre, son un ataque á la libertad individual de los transeúntes, y no está en las facultades legales del Ayuntamiento tolerarlos, permitirlos, ni recibir de ellos cuota ó contribución municipal, porque las leyes de policía tienen por objeto obligar á los ciudadanos á que cumplan con sus deberes personales respecto á los demás; y la enchitadera que sobre manchar la ropa del transeúnte sirve además de punto de parada á aquéllos que gustan almorzar al aire libre, formando en la banqueta un grupo de golosos que obstruyen el tránsito, no cumple evidentemente con sus deberes de respetar el derecho de transitar, sino antes bien ataca la libertad de los transeuntes, obligándolos á detenerse, á manchar su ropa ó á bajarse de la banqueta.
No hace muchos días, dos niños que salieron de la Escuela Preparatoria con sus libros debajo del brazo, pasando junto á la enchiladera de la segunda calle del Reloj, dio uno de ellos un grito y se llevó las manos á la cara. Le había entrado una gota de manteca hirviente en un ojo. Los dos niños siguieron su camino, muy ágenos, por supuesto, de que tal desgracia fuese motivada por una infracción de policía, tolerada por la autoridad..
Todos nos lamentamos, y con razón, de las costumbres ordinarias de esa plebe que, á falta de comodidades domésticas que desconoce por completo, vive en la calle con la misma libertad de acción que en su domicilio; en la calle se sienta, se acuesta, come, se pone y se quita los zapatos y satisface todas sus necesidades, sin que le haya pasado jamás por las mientes que tiene deberes que cumplir respecto al público.
No faltará quien se ría juzgando ridícula la pretensión de que los léperos sean pulcros y bien educados; pero si hemos de ser consecuentes con nuestro programa de educar al pueblo, debemos convenir en que esas malas costumbres y esas infracciones de policía, son el resultado de deficiencia en la enseñanza de urbanidad en las escuelas, y de punible tolerancia y descuido por parte de los agentes del orden público.
Y como quiera que la educación social y el espíritu de las leyes de policía reconocen el mismo principio, conviene que tanto el niño en la escuela como el gendarme, no olviden jamás que el límite de la libertad individual es el punto en que el ejercicio de esta comienza á atacar la libertad de otro.
Pero mientras el niño y el gendarme lo aprenden, lo cual va largo, el señor regidor á quien le toque, que debe haberlo aprendido hace tiempo, convendrá con nosotros en la conveniencia de desterrar á los zapateros del portal y á las enchiladeras de las puertas.
La casa de vecindad
Se entra por un zaguán de pesadas puertas carcomidas por los años á un callejón de paredes descarnadas por el salitre. El pavimento está formado de piedras de superficie irregular, no domadas por ruedas de carruaje, sinó mas y mas prominentes á medida que la escoba recoge la tierra suelta que las unió. En muchas partes faltan las piedras porque los vecinos las han robado. Corre hacia un lado de aquel triste vestíbulo un caño descubierto en donde se estanca un lodo negro y pestilente. En el quicio del segundo muro una gran mancha negra revela la calidad del alumbrado que la incuria y la avaricia del propietario proporciona á sus desgraciados inquilinos..
La primera pieza habitada es la de la casera, mujer de un cargador y madre de cinco muchachos. Esta mujer, como casi todas las demás vecinas, tiene «sus arrimados,» como ellas les llaman. Viven con ella su cuñada, abandonada por el marido y con dos niños, y duerme en el mismo cuarto un pobre viejo cojo que pide limosna durante el día en la calle. El cuarto mide cinco varas y media por lado y duermen en él cuatro personas grandes y siete muchachos.
En el cuarto número I vive un zapatero que trabaja jueves, viernes y sábado; se emborracha domingo y lúnes, el mártes está «crudo» y el miércoles consigue obra; tiene también mujer, tres arrimados y cuatro hijos. El cuarto tiene las mismas dimensiones que el de la casera, y alberga á nueve. El piso es de madera y se mueve al andar. Debajo de las vigas «mana el agua y bullen los mestizos» según expresión y testimonio de los mismos moradores.
En el cuarto inmediato, que sólo tiene cuatro varas, viven tres tortilleras; y el número de arrimados de ambos sexos varía en razón directa de la carestía del maíz y de la baratura del aguardiente. Nadie, ni en la misma vecindad, ha podido averiguar los grados de parentesco y consanguinidad entre los arrimados y las tortilleras: aquélla es una tribu mas oscura que la de los Faraones.
En una de las viviendas altas acaban de morir de tifo el padre y la madre de dos niñas que están buscando donde ir á vivir. En otra vivienda vive un empleado que acaba de empeñar la cama, que era el último mueble que le quedaba.
Todavía quedan algunos vecinos ni mas afortunados ni con más recursos que los anteriores, y algunos perros que comen en la calle y duermen en la casa. Cuando aquellas puertas se cierran, el aire cargado de miasmas y emanaciones de todo género se hace irrespirable.
La casera cuenta que han muerto en la casa nada más seis personas en menos de dos meses.
Esta casa pertenece á uno de tantos propietarios, á quienes la codicia, las circunstancias, el egoísmo, la falta de amor al prójimo, la desidia de las autoridades, la deficiencia de los reglamentos de policía y la apatía general de superiores y subalternos para vigilar su cumplimiento, han llegado á constituir en negociantes de rentas que recojen con los ojos cerrados como en la trata de negros.
Esta casa que es el modelo de muchos centenares de casas de vecindad, se viene abajo por la acción del tiempo y de la inmundicia; nunca se asea ni se pinta, ni se repone lo que se deteriora ó se acaba, como las vidrieras, los ladrillos, los braseros y los caños. El propietario tiene varias de estas grandes pocilgas atestadas de infelices, que tienen que vivir sentados al borde de su sepulcro; tiene un cobrador y un abogadito novel, pero muy «templado» para lanzar inquilinos, y para contemplar con la sonrisa en los labios los cuadros mas espantosos de la adversidad. El cobrador paga la contribución y el propietario se pavonea en la Reforma en su carretela, y en el palco de la ópera. No ha visto su casa en cinco años, y no habla más que con el cobrador cuando le lleva dinero y con el abogadito cuando no se lo lleva. Tienen orden el cobrador y la casera de subir las rentas en cada desocupación, y de no trasmitir queja ninguna de los inquilinos, porque eso es muy molesto y se pierde el tiempo.
Pobres gentes, pobres clases proletarias que viven en la abnegación y la miseria, y mueren sin haber tenido jamás ni idea del bienestar doméstico. No se ve en esas habitaciones un lavamanos, un lebrillo, ni mucho menos un aguamanil. Esas gentes despiertan, abren los ojos, se levantan y andan. No se sacuden siquiera como el perro ni se asean como el gato, ni como casi todos los animales que no desperdician momento en su aseo y compostura. Sabido es que el desaseo de la piel engendra en el hombre no sólo el malestar y la pereza, sino que le predispone á todas las afecciones parasitarias é influye en su nutrición y desarrollo; de manera que una de las causas del raquitismo y mala constitución de la prole, es el desaseo del cuerpo, cuyas secreciones constantes é insensibles forman aglomeraciones y capas de residuo que acaban por alterar y modificar las funciones de la piel.
En esa clase desgraciada se ha perdido ya por completo el hábito, la necesidad y hasta la noción del aseo personal; y el sentido del olfato se ha connaturalizado con los malos olores. Pruébese á darles á aspirar uno de los perfumes modernos mas exquisitos, y se les verá hacer aspavientos como nosotros cuando se trata de algo nauseabundo.
Se necesita de una circunstancia extraordinaria ó de holgura en el haber cuotidiano, para que esas gentes piensen en bañarse, lo cual no hacen nunca si no es para cambiarse ropa. No habría, pues, obra mas meritoria, filantrópica y trascendental que el establecimiento de lavaderos y baños gratuitos en los suburbios de la ciudad, obra que relativamente costaría bien poco, y cooperaría grandemente, á crear en esas clases abyectas el instinto del mejoramiento individual, y con este instinto el amor al trabajo. La mayor suma de necesidades trae consigo la mayor suma de esfuerzos y ésta la mayor suma de recursos. Pero nada es mas funesto para el adelanto de las sociedades que el estoicismo: los filósofos de esa antigua secta, después de oír el relato de la miseria y de la desgracia contestaban: «Suicídate.» Si á la plebe de los barrios de México se les hiciera pensar en su propia incuria y abyección contestarían «pos si sernos probes...»
Y como son «probes» van cargando por años las secreciones de su propio cuerpo y los parásitos que los consumen; como son «probes» creen tener derecho á la vida del perro vagabundo, viviendo en la calle sin la mas remota idea del respeto público. Este estado de miseria estoica les predispone á la embriaguez y al hurto. En la embriaguez sintetizan todos los placeres y en el hurto, ó como ellos lo llaman, «lo que Dios les dá,» todos sus recursos.
Esta clase no puede existir impúnemente confundida entre las demás sin causarles daño, y se los causa bajo el punto de vista higiénico, porque en su desaseo forman un gran foco de trasmisión de enfermedades y de emanaciones pestilentes; porque mantienen y propagan la cría de animales parásitos en su cuerpo y en sus habitaciones; por que su incuria, su desaseo y sus costumbres, protegidas y toleradas, imprimen á nuestros mercados públicos ese aspecto asqueroso y repugnan te, que hace imposible en México la costumbre de que las clases acomodadas visiten el mercado por placer y por recreo. Las perjudican, en fin, porque los paseos públicos á que tienen libre acceso hay que abandonárselos, como sucede en el centro del Zócalo, y finalmente, porque los esfuerzos del gobierno y el empeño de los profesores de las escuelas se hacen estériles, por que la lección de aseo y urbanidad dada en la mañana, la olvida y la pierde el pobre niño en la noche al contacto de su familia.
En el origen de los pueblos los legisladores se ocupaban tanto de las leyes como de las costumbres. No encontramos pues la razón por qué, tratándose de una clase semisalvaje, con la que forzosamente tenemos que estar en contacto, la legislación municipal, con un espíritu mas filosófico, no se reforme, en el sentido de mejorar la condición y las costumbres de la clase abyecta. Ciertas disposiciones de policía, llevadas á cabo con criterio y con constancia, empezarían á crear en esa parte de la población el sentimiento de decoro personal, y sobre todo, de respeto público tan inseparable del respeto á la ley y á las autoridades.
El high life y las «ramas de apio»
Extraña manía de escritor, dirán algunos, es ésta de ocuparse tan asiduamente de nuestra clase pobre; de esas gentes miserables y abyectas que viven en medio de nosotros en estado casi salvaje. Ingrato tema es éste, máxime cuando en nuestro deseo ardiente de civilizarnos hemos alcanzado ya las mas altas conquistas, como la del «Jockey Club.» Hé aquí un asunto brillante, y que se presta á deslizar adrede en la crónica, algunos inglesismos para manifestar que el periodista está en contacto tan íntimo con los ingleses (de nacimiento y no los suyos), que sin sentir suelta un «high life» por un «gran tono» y otros muchos por ese estilo. Y si á este chapurrado se agrega cierto amaneramiento británico en el vestir; unos zapatos muy grandes, muy feos y muy puntiagudos, y unos pantalones muy angostos, muy altos y muy mal hechos y del casimir mas feo que se encuentre, no se necesita más para soñarse hijo de lord en Peralvillo.
Esta diversión de las carreras tiene sus ventajas grandes para todos; pero la principal es la de figurarse que está uno en Londres, lo cual es mucho en ese potrero tequesquitoso; y luego que los empleados de poco sueldo y los dependientes de tienda, pueden con sólo dos pesos tener un rato de «high life;» y ya se deja entender cuánto se halagará la vanidad de un pobre al codearse con los caballos de los ricos, al conocer y pronunciar familiarmente el nombre de una yegua, y contar las hazañas del animal á las niñas, con un entusiasmo enteramente hípico.
En cuanto á las señoras, les resulta una ventaja grande. Ninguna es fea; ni siquiera regular ó pasadera. Al través del polvo sutil del tequesquite, todas son astros y aparecen en las tribunas en forma de nebulosas, de pléyades, de constelaciones, de estrellas dobles y de satélites; y no así como quiera, sino con sus nombres y apellidos. No importa que el cronista las conozca ó siquiera las vea: ellas tendrán los calificativos de divinas, lindísimas, elegantísimas y deslumbradoras en un periódico, y ésta es otra de las dulces ilusiones del «high life.»
Partidario del sistema de los contrastes, nos desprendemos de buen grado de esas tribunas que se llaman firmamento, donde no se necesita ni de la naturaleza para ser hermosa, ni de la sangre para ser inglés, y dirigimos nuestras miradas, ¡qué mal gusto! al pobre pueblo bajo de nuestra hermosa ciudad de los palacios y nos internamos en la casa de vecindad para escuchar lo que dicen esas gentes sin cronista.
Hablan dos mujeres de color magro y pelo erizo. Su epidermis ha perdido hace tiempo no sólo la frescura, sino sus condiciones fisiológicas, para convertirse en un pergamino seco, y medio barnizado por el uso. Pende del lugar donde debían tener la cintura algo que fué una enagua de lienzo, y que actualmente tiene tantas partiduras como tuvo pliegues; de tal manera que al material aquél no son aplicables ya las medidas de superficie. Este desastre, á fuerza de ser familiar en esa clase, atrae sobre la propietaria un mote; pero no sobre la prenda, sino respecto á la persona; y como si en homenaje á la belleza, la plebe estuviera de acuerdo en que al abrigo de esos harapos no caben ni el sexo, ni la persona, le llama al conjunto todo de hilachas y mujer «rama de ápio.»
Con toda probabilidad esas enaguas no se han desprendido de la propietaria en algunos años, ni la propietaria ha tenido necesidad de hacerlo, puesto, que, filánganos como son, le sirven de enagua de día y de colchón y de cobertor de noche. En su azarosa carrera, esa clase de prendas, en su primera época, se cosen, en la segunda se remiendan y en la tercera se anudan; porque las partiduras son tantas, que la tela ha llegado á asumir el aspecto de un gran fleco, y la mujer que se lo enreda en la cintura la apariencia de una borla ambulante.
El deterioro de la tela en esas mujeres pasa del aniquilamiento á la evaporación, se acaba en la atmósfera sin quedar de ella más que algunos de los corpúsculos que flotan en un rayo de sol.
Quién sabe si al «high life» le parezca esto exagerado, ó cuando menos inconducente, ó indigno de narrarse, pero podemos asegurar formalmente á la «créme de la créme» de la alta sociedad, que esta «créme de la créme» de la miseria, influye de una manera poderosa en la calidad y la carestía del papel de las fábricas nacionales! Y he aquí á la prensa y á toda la literatura de un pueblo, uniendo sus destinos á las «ramas de apio» que se encargan de consumir ¡pobrecitas! no los desechos definitivamente inútiles, sino un artículo que en la moderna industria tiene una importancia colosal: «las hilachas.»
¿Podría llegar á imáginarse el «high life,» que las «ramas de ápio» han obligado á los fabricantes de papel mexicano á mandar traer hilachas á Alemania? Pues así sucede, y este hecho prueba que por grande que sea la miseria en otras partes, las hilachas, lejos de consumirse por desprendimiento de moléculas hasta su total desaparición, alcanzan en vida los honores de convertirse en papel ministro.
Por qué existen las «ramas de apio?» Es nuestra ciudad mas pobre que otras? No. En México no hay quien se muera de hambre como en Londres, ni el refinamiento del egoísmo, ni la falta de caridad han llegado al grado de presentar al mundo un excedente de población sin pan y sin hogar, que no cabe en ninguna parte.
Las «ramas de apio» caben todavía en las pocilgas y comen y hasta se embriagan, lo cual es, en este caso, la esplendidez en la miseria.
«La rama de apio» que logra envenenarse con el alcohol, se ríe y canta, y se deja arrastrar por un gendarme á un lugar que tiene piso, paredes y techo, donde no llueve ni entra el aire, no importa si se llama la Chinche, Belem, ó el palacio de los pobres.
«La rama de ápio» supera á la gitana en independencia. No necesita de la ley, ni del sacramento. No tiene marido; tiene hombre.
—Dónde esta tu hombre? pregunta una á la otra.
—En Belem otra vez, bendito sea Dios. Allí está mejor, no «quere» trabajar, y «no-mas» me pega; como que mira mi ojo: por nada me lo saca.
—Y qué haces ora?
—Pos «arrimada» con mi comadre.
«La rama de ápio» pues, se arrima, come, se embriaga y se enamora. No es precisamente la víctima expiatoria y forzosa de la miseria pública; no son las vicisitudes sociales las que la forman; es su degradación personal la que determina su manera de ser, forma una casta como los gitanos, y es esencialmente el producto de las malas costumbres. De manera que con sólo difundir el sentimiento del decoro en la última clase social se extinguiría esta escoria, mengua de cualquiera sociedad civilizada.
Sucede en toda sociedad que los gremios ó clases sociales no permanecen estacionarios, sino que obedecen á un movimiento de repercusión, de clase en clase, como las olas.
La relajación del principio moral, engendra un encanallamiento que se repercute de clase en clase, no porque, se corrompan todas las masas en conjunto, porque eso nunca sucede, sino porque cada una de ellas da un contingente parcial á la que sigue, y ésta á la inferior hasta producir la escoria social, cuyo incremento estará siempre en razón directa de la moralidad de la clase predominante.
Y lo notable en toda decadencia social es que, como la humanidad no llega nunca á perder la intuición de lo bueno y de lo justo, cuando las clases buscan simultáneamente, y por medio de ese instinto, la disculpa de sus faltas, cada uno se encuentra mejor que las de la clase inferior que le sigue, y no se inculpa de haberse contagiado en la superior, sino se envanece de no haber llegado á la inferior y mas abyecta.
Por eso la clase que se conoce con el nombre de «pelados,» ha encontrado para la escoria social el mote de «ramas de apio» y mientras exista ese término de comparación que le es propicio, el pelado no podrá mejorarse por sí mismo.
No nos cansaremos pues de insistir en que la filosofía de la enseñanza en México, debe hacer solidarios á los maestros de escuela y á la policía, en el difícil y trascendental problema de la educación del pueblo.
El ahorro y la economía
Hace algunos años que en mi constante estudio y observación respecto á las condiciones y modo de vivir de nuestras clases proletarias, descubrí que la causa principal de la postración é incuria en que se encuentran viene de la falta absoluta de un plan filosófico de educación del pueblo. En la série de mis artículos ligeros sobre asuntos trascendentales, me he ocupado preferentemente de las cuestiones que mas inmediatamente atañen al mejoramiento de nuestras clases pobres; su desaseo y abandono me han sugerido algunas ideas sobre la higiene: y aún con la profunda convicción de lo desautorizado y débil de mi voz, he abogado por el establecimiento de baños y lavaderos gratuitos para los pobres; su falta de decoro personal y de respeto al público me han obligado á llamar la atención, ya de nuestra corporación municipal, ya de nuestra junta de instrucción pública, á fin de que, de acuerdo con el principio reformador y educador que debe normar los actos de esos cuerpos colegiados, se dictaran medidas acertadas, en armonía con el espíritu de mejoramiento y de progreso, tan característico en las sociedades modernas.
En los cortos límites, ya no sólo de mi capacidad sino en los del artículo de periódico, he procurado tocar una por una todas las cuestiones sociales, con las observaciones, comentarios, sugestiones, é ideas mas adecuadas á cada asunto.
—No ha de conseguir usted nada, me dicen, con la mas profunda convicción, muchos de los que me leen, usted tiene razón de sobra. Todo lo que usted dice son verdades innegables y manifiestas, claras como la luz del día; pero no le han de hacer á usted caso, porque el mal no está en los que deben aprender, sino en aquéllos á quienes les toca enseñar; y más le valiera á usted emprender descomunal batalla contra molinos de viento ó contra pellejos de vino, que pretender sembrar una sola semilla nueva en corporaciones municipales que van y vienen, como la ardilla en su jaula cilíndrica de trescientos sesenta y cinco días dando las mismas vueltas y comiendo las mismas nueces.
En efecto; tienen tanta razón los que así desesperan del remedio, como yo la tengo insistiendo en él. Y harto habituado estoy, como hijo nato y de antaño avecindado en esta dichosa capital, á todos los despilfarros y gollerías, así privadas como municipales y administrativas, que para algo he de haber nacido en este país de bendición.
Ya no me sorprende, como debiera ver caballeros con un brillante de á mil pesos en un dedo, sin tener sillas en su casa; ni ayuntamientos sentados á la mesa en un banquete espléndido, mientras el vecindario á su alrededor se tapa las narices. Ni si en sesión se trata en vez de caños, de letrinas y de higiene; de inventar monumentos á los Reyes Católicos, no; nada de eso me sorprende, en fuerza de verlo todos los días; pero no por eso dejo ni mi tema ni mis propósitos.
Suelen llegar á mis manos y al conocimiento de los lectores de este periódico, algunos trabajos de hombres pensadores que me proporcionan la satisfacción de ver corroborados mis asertos y autorizadas mis teorías y mis principios, emitidos á propósito de ciertas cuestiones: tales son por ejemplo: un notable artículo del Dr. Morím sobre el aseo, su importancia y su extensión, premiado y publicado con gran éxito por la Sociedad francesa de higiene; y posteriormente una conferencia sobre el ahorro por Mr. Laurent tenida en la Escuela normal de profesores de París.
Aquéllos de mis lectores que hayan visto en estos últimos días el concienzudo y minucioso trabajo de Mr. Laurent, pueden haber recordado que en algunos de mis artículos ligeros he tocado precisamente la cuestión del ahorro, á propósito del deplorable estado de abandono de nuestras clases proletarias; y considerando el ahorro y la economía como la base mas segura del bienestar social y de la moralidad pública.
A ningún pueblo le conviene tanto como al nuestro la aplicación de esos sanos y fecundos principios de la ciencia educativa moderna. Ningún pueblo de la tierra necesita más del ahorro y la economía, como base de su educación civil, moral y política, como el nuestro, en el que, el despilfarro, la prodigalidad, la vanidad y el lujo norman las acciones, tanto del lépero que no tiene segunda camisa y lleva un sombrero plateado que vale veinte pesos, como del petimetre que lleva brillantes en la camisa y come en su casa con los dedos; tanto de la polla que se viste como duquesa, á trueque de todo género de comodidades domésticas y hasta de su nutrición, como del Ayuntamiento que embaldosa un día con mármol, y abandona diez años el empedrado, que dá banquetes á los extranjeros, y no alberga á los infelices que no tienen donde dormir.
A ningún pueblo, repito, le convienen más las máximas de ahorro y economía que a este nuestro, destinado á presentar al observador los risibles contrastes del «high life» junto á la mas desarrapada é inmunda plebe; «á la créme de la créme» de la Reforma envuelta en nubes de polvo ante las cuales el poder municipal es impotente; á las estatuas de los paseos públicos como padrón de ignominia, en fuerza de la incuria que se observa en todo y por todas partes; á las fuentes públicas secas, áridas y polvosas dentro de la cuenca del valle, rodeada de agua por todas partes; á los árboles de las calzadas enfermizos y moribundos, en medio de las apremiantes necesidades de la higiene y de la voraz destrucción de nuestros arbolados vecinos; á la inmunda cloaca ó hacinamiento de petates y basura que pomposamente llamamos «mercado,» junto al palacio de los supremos poderes de la nación, y finalmente al rico, preponderante y próspero negocio de la usura en todas sus manifestaciones, y del juego en todas sus variedades, levantado en medio y á costa de la miseria pública y del malestar y ruina de las clases menesterosas.
En el estudio de Mr, Laurent sobre el ahorro, acabado de publicar, se encuentran los mismos principios que desde el año de 1870 propuse como base de la primera edución, en mi estudio social sobre nuestras costumbres, contenido en mi novela Chucho el Ninfo. Posteriormente he venido sosteniendo que la falta absoluta de esos dos grandes principios, «ahorro y economía,» imprime el carácter á nuestra sociedad, y viene reflejándose desde el niño pobre que rompe un juguete costoso sin encontrar freno á sus deseos, hasta los gobiernos que no acaban de resolver el difícil problema administrativo.
Mr. Laurent considera el ahorro, y con mucha razón, de una importancia trascendentalísima en la formación de las sociedades. Cuando se logra inculcar en el niño la idea del ahorro, y más, cuando se consigue que el niño lo practique, se han hecho dos grandes conquistas sobre su moral y su inteligencia, y respecto á su porvenir. Sobre su moral y su inteligencia, porque se le ha dado una clave preciosa que vale más que todos los placeres de la infancia; se le ha hecho dueño de sí mismo enseñándole á moderar sus deseos; se le ha hecho capaz del sacrificio, preparándolo para que mas tarde lo haga cuando necesite moderar sus pasiones. Se ha hecho una gran conquista respecto á su porvenir, porque el ahorro y la economía no sólo son la base segura del bienestar y de la riqueza, sino del orden y de las buenas costumbres.
El ahorro que se dirije á la formación de una propiedad, de un capital ó de una fortuna, aumenta el interés y aviva el estímulo del trabajo; porque el ahorro representa no solo una esperanza, sino una segunda recompensa. De manera que mientras el haber dilapidado es el pan de cada día, sujeto á todo género de cambios y vicisitudes, el ahorro es el pago doble del trabajo y tal vez un gran consuelo en la mayor y mas imprevista de las desgracias.
Bajo otro punto de vista, el ahorro, que encierra un plazo y el plazo un más allá risueño, forma una base en que se apoyan la Constancia y el orden.
El estado primitivo fué la tribu salvaje; mejorando el hombre tuvo el rebaño; dio un paso más y tuvo la choza; pero cuando sembró, amó la tierra y el hombre se redimió por el amor y por el trabajo.
En nuestra edad el bandolero es todavía el salvaje de aquella tribu; no posee nada, y roba para esconderse. La vida, la patria y la sociedad, tienen más atractivos para él que más posee; quiere decir que la familia y la patria se forman con la posesión.
No hay el mismo fondo de ternura, de amor y de virtud en el que ha conseguido tener un hogar suyo, que el trashumante que pasa la vida donde puede, y como puede, sujeto a todas las eventualidades.
Es mas común ver correr á las armas á los padres de familia en una guerra extranjera, que á los moradores de los cafés y los garitos.
Con el ahorro se conjura el hastío del trabajo, aún del trabajo mal retribuido, puesto que la retribución es susceptible de cubrir las necesidades del presente y preparar el porvenir. El ahorro es el sistema diametralmente opuesto á la usura, al préstamo y á la hipoteca; es la gota de agua que forma la estalactita; es el capital que se reproduce y crece por sí mismo.
Esta sociedad que se empeña, para no ser pobre, en enriquecer á otros en vez de enriquecerse á sí misma; esta generación que empeña y que juega, regalando al agiotista y al tahúr lo que no puede guardar, no prosperará jamás por ese camino; se hundirá en la ruina y en la miseria, para que le suceda otra generación mas raquítica y mas viciosa, hasta la total desaparición de nuestra raza.
Esta capital, emporio de los empeños, de las loterías y de los garitos, se irá extinguiendo lentamente por la formidable sangría de esos tres monstruos; mientras la colonia extranjera, apoyada en los dos grandes principios de ahorro y economía, irá tomando pacífica, merecida y legal posesión de todos nuestros bienes y de todo nuestro territorio.
La única defensa posible de la generación que nos suceda, contra las adversidades seguras del porvenir, es que nosotros modifiquemos lo que se llama el carácter nacional, dándole por bases en vez del despilfarro y la falta de cálculo, «el ahorro y la economía.»
Las narices
Tarea difícilísima es ésta de enderezar entuertos, de antaño inveterados y condenados á perpetuarse por las leyes de la rutina y de la costumbre; y no es que se nos haya metido en mientes hacer proposiciones extravagantes, ó que tengamos la pretensión de reformar las costumbres conforme á un modelo creado exclusivamente en nuestra fantasía; no señor. Lo que se nos ocurre ahora á nosotros ya se le había antojado á Moisés dos mil años ha, esto es, lavarse. Desde entonces es incorregible la calaña de los puercos. El Santo Profeta hubo de prescribir el aseo por medio de su poder teocrático, porque la razón, el sentido común y el olfato, son negativos en los desaseados, así se trate del pueblo hebreo ó de nuestros léperos.
Y ya que los poderosísimos resortes de la razón y del sentido común, por una parte, y del poder teocrático por otra, no han de operar milagro alguno en la plebe actual, deberíamos apelar al recurso fisiológico de estimular en los léperos, en «los garbanzos» y en los indios, el sentido del olfato, para que lleguen á comprender que se apestan á sí mismos.
Bueno sería decretar un premio gordo al descubrir de droga, específico ó procedimiento capaz de sobreexcitar la sensibilidad del olfato.
Supongamos que le tenemos ya, y que los desgraciados habitantes del Distrito Federal comenzamos á experimentar los efectos de un olfato exquisito.
Supongamos que el tal específico sea un pomo conteniendo una sustancia volátil, capaz de flotar en moléculas en la atmósfera, y que baste respirarla para que el olfato entre en cierto período de excitación anormal.
Ya le tenemos, hemos dicho, ya estamos provistos de nuestro pomo milagroso, y escurriéndonos bonitamente hasta el palacio municipal, le destapamos en pleno cabildo. Una serie de pensamientos reflejos partirán de la punta de la nariz de cada regidor; quiere decir, que por una combinación de moléculas desprendidas del pomo y mezcladas con las del fósforo del cerebro de los ediles (precioso asunto que desarrollaría divinamente un materialista) vendríamos á parar en una serie de proposiciones por este estilo.
—Los que suscriben piden á este respetable cuerpo se sirva aprobar con dispensa de todo trámite:
1.ª Que se prohíba el libre tránsito por las calles de la ciudad á
los mantequeros, jaboneros, carniceros y demás hombres nauseabundos,
bajo penas impuestas á los dueños de tablas de carnicería y á las
fábricas de jabón, velas, manteca, aceite y demás talleres que por su
naturaleza demandan, no la exhibición de hombres degradados y
asquerosos, sino dobles gastos de aseo, por respeto al público, y en
cumplimiento del deber de todo ciudadano de no causar daño, perjuicio,
mancha, ni asco á los demás, por ser todo esto el límite democrático,
social y moral de la libertad individual.
2.ª Que de las arcas municipales se asigne un fondo especial, privilegiado, y preferente al de cohetes, faroles, banquetes á los yankees, luz eléctrica y demás gollerías, para el uso de soluciones de sulfato de hierro, ú otras, para hacer instantáneamente inodoras las materias fecales que los carretoneros de ciudad pasean en triunfo entre siete y ocho de la noche, á despecho de la civilización, del decoro y del olfato.
3.ª Que el que se espulgue en la calle, hombre ó mujer, se le rape á navaja, como medida de policía, de decoro é higiene.
4.ª Que el que use ropas insuficientes á cubrir sus carnes se le recoja y se le proporcione trabajo en una penitenciaría provisional hasta que salga vestido.
5.ª Queda prohibido sentarse en las banquetas, en los quicios de las puertas y en la vía pública, cuyo uso legal es el tránsito sin impedir el de los demás.
6.ª Queda prohibido probarse zapatos en la calle, el vender rebozos, ceñidores, bandas, sombreros, sillas, mesas, bateas, ú otros objetos en la vía pública.
7.ª Se admiten proposiciones para la ubicación y construcción de un mercado de zapatos, y otro para todos los objetos de mercería, muebles y demás que hoy se venden al aire libre en las calles de Porta-coeli, Flamencos, Jesús é inmediaciones del mercado y del Palacio.
8.ª Todo vendedor de comestibles deberá andar aseado, so pena de recogerle la licencia de vender; porque hay dulceros, pasteleros, castañeros, pateras y fruteras, que la policía debe recoger por asquerosos, ya que el respetable público, sin hacer reparos en la inmundicia; sigue siendo estoico consumidor.
9.ª Que se establezcan en los barrios de la capital baños y lavaderos gratis para los pobres, y que el fondo para los farolitos de papel del Zócalo se inviertan en jabón.
10.ª Que á la entrada de los salones de las escuelas municipales se coloquen lavamanos y tocadores habilitados, para que no se permita á ningún niño desaseado la entrada á las clases.
Todas estas proposiciones serían el resultado inmediato de una destapada del frasco susodicho.
En seguida sería saludable destaparlo en un grupo de calaveras, de ésos que hacen alarde de su amor al «garbanzo;» y claro es que excitado el sentido del olfato, palparían en el acto la diferencia de emanaciones entre una señorita nacida en buenos pañales y que practica todas las leyes del aseo personal, y las características del «garbanzo» mexicano para quien el aguamanil y el tocador y otras cosas le son desconocidas»
No es mucho pretender el de Moisés y el mío éste de las abluciones obligatorias. A los hebreos de entonces se les caía la ropa á pedazos y cundían entre ellos la lepra y las enfermedades cutánea y parasitarias. Nosotros tenemos en la capital una casta de «ramas de apio» y de hombres asquerosos que no les van en zaga á los israelitas del desierto.
Bacón decía que el aseo es al cuerpo lo que la decencia á las costumbres.
El aseo es no sólo la base de la salud, de las buenas costumbres y del bienestar material Yo le considero como el primer paso del hombre á su mejoramiento moral, y por eso debe imponerse como dogma en todo sistema educativo. El sentirse limpio del cuerpo engendra una satisfacción íntima que predispone al bien obrar, y proporciona una alegría tranquila, porque al asearnos hemos cumplido con el principio fisiológico de conservé nuestra piel en el estado que conviene á las importantes funciones de este tegumento externo, de que se desprenden más sustancias que de los riñones mismos.
No sólo Moisés, sino Mahoma y Brahma, comprendieron la importancia de las abluciones y los baños: los griegos lo ofrecían á su huésped y los romanos llegaron al mas alto grado de refinamiento en esta materia; y hebreos, árabes, indios, griegos y romanos se bañaron porque tenían autoridades, que cuidaban de la salud y de las costumbres del pueblo.
No sé si nosotros con dos mil años de ventaja, vendremos á parar en que la Constitución de 57 está en contraposición con el espíritu eminentemente progresita de Moisés; pero se me figura que cualquiera disposición de policía que tenga por objeto ya no sólo mejorar la condición de las clases desvalidas, sino la salud y la moralidad públicas, puede defenderse victoriosamente con nuestro Código fundamental en la mano.
El desaseo peculiar en esas clases las predispone al mal, porque no solo las priva del placer de su mejoramiento y bienestar sensible, sino que las sumerge en una especie de estoicismo y de desprecio á su propio individuo, que hace imposible toda aspiración al bienestar y por consiguiente todo esfuerzo en el trabajo.
El hombre que permite que desaparezca la epidermis de sus pies y de sus piernas bajo capas sucesivas de secreciones y agregaciones ha perdido el dominio de su persona, no ha conocido el amor propio ni la vergüenza, y en el límite marcado en las costumbres de las bestias, muere sin haber dado el primer paso á su mejoramiento.
El aseo, es ese primer paso; y si por desgracia existen entre nosotros, y en tan crecido número, esas clases degradadas, los que conocemos su envilecimiento y las ventajas de la educación, debemos redimirlas. Para ello nos asiste no sólo el deber de filantropía y amor al prójimo, sino el derecho de no ser infestados y asqueados por individuos para quienes notoriamente existe, como para nosotros, el límite racional de la libertad individual.
Cuando ni el ejemplo de los grandes legisladores de la antigüedad, ni mucho menos mis artículos, deciden, en medio de nuestra cultura, tan radicales y necesarias reformas, me figuro que esto debe consistir, no en nuestra ignorancia, ni en nuestra falta de ilustración, porque esa la tenemos y buena, sino en que no tenemos buenas narices.
El aseo, la urbanidad, la policía y la plebe
Hace dos años que guiado por es mi manía de enderezar el ido he llegado á zurcir hasta un centenar de artículos ligeros sobre asuntos trascendentales en el hueco que La Libertad me concede generosamente los domingos.
Tuve para mí desde el principio todo lo que de estéril y fatigoso acompaña á la extraña tarea de flotar contra la corriente, y aún me esperaba, como ha sucedido, que viviría ignorado y en lamentable minoría. Animábanme, sin embargo, en lo privado personas muy sensatas é ilustradas á continuar mi propaganda, en que no habría de recoger flores ni elogios de la multitud, lo cual me tenía muy bien sabido de antemano.
Pero la perseverancia de mi grano de arena dominical, llamó por fin la atención de la «Epoca» y después del «Nacional» uniéndose franca y abiertamente á mis ideas sobre el aseo y la higiene del pueblo; y no así como quiera, sino en los términos mas lisonjeros respecto á mi oscura personalidad. Sin contar lo que á mi individuo se refiere, porque ello implica, más que merecimiento mío, galantería de mis amigos, huélgome de pensar que mucho han alcanzado mis pobres artículos ligeros, si de hoy más han de contar con el apoyo ilustradísimo de los periódicos que he nombrado.
El Sr, D. Juan de Dios Arias en la «Época,» y el Sr. D. Francisco Sosa en el «Nacional,» se manifiestan enteramente de acuerdo con mis sugestiones respecto al indispensable aseo de ese grupo nauseabundo de nuestro pueblo, tolerado hasta hoy como tantas otras cosas, que no cuentan con más apoyo para existir que la fuerza de inercia y la fuerza de la costumbre.
Cada Asolación del decoro público y cada uno de los actos de incuria y salvajismo de nuestra plebe inplican no sólo el descenso y degradación del infractor, sino la negligencia de la autoridad municipal en el cumplimiento de prevenciones rudimentales de policía, caídas en desuso de mucho tiempo atrás.
Nuestros ayuntamientos han ido estrechando poco á poco su círculo de acción, y los estrecharán más todavía, porque la índole de la institución municipal no se amolda ya á nuestro modo de vivir actual.
Todo cuerpo colegiado que pretende apoyarse en el entusiasmo, en el patriotismo, y en el deseo del bien procomunal, está condenado á sufrir en la época que atravesamos sustanciales transformaciones, porque las cargas concejiles son de mejores tiempos que pasaron ya.
Ya murió para siempre aquel candor ó bonhomía de los tiempos de Revillagigedor que ponía de muy buena fé los negocios municipales en muy buenas manos, para que se lucieran sus señorías, disputándose el cumplimiento de sus deberes en bien de la ciudad. El regidor moderno es de distinto cuño, se mueve con otros resortes, y hasta se incrusta de año en año voluntariamente en el penoso desempeño de la regiduría por razones de peso. Otras son las miras, puestas muy especialmente sobre los arbitrios, y se cree hacerle al municipio un gran servicio, cuando á despecho del decoro, del derecho y del buen sentido, se le alquila la plaza pública á Bejarano, á las poblanas de las aguas frescas, á los Orrín y á los titiriteros. De la misma manera alquila la vía pública por un centavo, que con el título de contribución de mercado no es en sustancia más que un cohecho legalizado para contravenir arbitrariamente los bandos de policía.
El Ayuntamiento no tiene dominio legal sobre las plazas y las vías públicas para disponer de ellas como de cosa propia, enagenándolas en parte y por dinero á unos cuantos con perjuicio de los demás. El uso de la calle, común á todos los habitantes de la ciudad, implica el derecho de tránsito con el deber consiguiente é imbíbito de no impedir el de los otros; y esta es la razón toral porque no tenemos derecho ni mis lectores ni yo de poner nuestro catre en la mitad de la banqueta para dormir una siesta. Pues por la misma razón toral el Ayuntamiento, aunque lo sea, no tiene derecho ni de alquilar el Zócalo ni de permitir á las poblanas que vivan seis meses en barraca sin caño de desagüe, sin inodoros y sin las condiciones higiénicas, decentes y de policía para domicilio; por la misma razón toral no debe permitir que la banqueta del lado Sur del Palacio Nacional sea invadida y obstruida el día entero por gente que sienta allí sus reales, que comercia en la mañana en frutas, almuerza, duerme siesta al medio día y se espulga en la tarde; y como de allí no se mueve, dejo á la consideración privada de los regidores de policía, la cantidad de residuos animales y vegetales con que ese centenar de piojosos regala la vista, el olfato, los piés y la ropa del inofensivo transeúnte. Y esto pasa en el muro del Palacio Nacional y á inmediaciones del Palacio municipal; porque, como se sabe, ésta se llama la ciudad de los palacios.
Pero ni en el ayuntamiento pasado ni en el presente ha habido un solo señor regidor, ni entre los mas pulcros é ilustrados, ni entre los mas progresistas y amantes del decoro público, á quien se le haya pasado en mientes la idea de ordenar al gendarme ocioso que quite ese fila de piojosos del muro de Palacio.
Y para apoyar racionalmente mi pretensión, y que ni por asomo aparezca ridícula ó arbitraria, me he fundado (y lo repito) en que nadie tiene derecho de convertir la vía pública en fonda, en alcoba, en espulgadero, en mingitorio y en basurero; y que de esta falta de policía no hay que culpar á los infractores, á quienes supongo, y no gratuitamente, á veinte leguas del espíritu de la ley, de las reglas de urbanidad y de los deberes del ciudadano, sinó directa y simplemente al ciudadano regidor encargado de la policía de esa demarcación, y á quien de buen grado juzgo mas cerca, sí, mucho mas cerca que esos parias, del espíritu de las leyes de policía, de las reglas de urbanidad y de los deberes del ciudadano.
No para que las conozca el señor regidor aludido, porque las sabe al palmo, según yo creo, sinó para que las aprendan muchos á quienes no se las han enseñado, no está por demás repetir aquí las reglas fundamentales de buena educación que constituyen en sociedad los deberes del ciudadano:
I. Las banquetas son para ir y venir; quiere decir, para
transitar por ellas de manera de no impedir el libre tránsito de los
demás.
II. Nadie tiene derecho de sentarse, pararse ó acostarse en las banquetas, porque esto es constituirse en obstáculo para el transeúnte, que es el que hace el uso legitimo de la banqueta.
IV. El que obstruye el paso, aun cuando no sea más que porque se para, abusa del derecho que tiene para transitar y ataca el mismo derecho que tienen los demás.
Este abuso implica una falta de educación y el desconocimiento de los límites racionales y debidos de la libertad individual.
V. Todo transeúnte debe tomar su derecha para dejar pasar á su izquierda á los que vienen. Generalizada esta regla de urbanidad, ignorada entre nosotros, y sólo observada por los cocheros como medida reglamentaria, el tránsito por las calles será regular, ordenado y por consiguiente mas libre.
No sé si habrán enseñado esto en las escuelas; pero si puedo
asegurar que maestros y discípulos perdieron el tiempo, porque no hay
quien practique estas reglas en la calle. Apelo al testimonio de los
transeúntes acostumbrados á hacer «balancé» y «media cadena» á cada
cinco pasos hasta que se escapan por donde pueden.
¿Quién no ha bailado con una vieja ó con un cargador dos minutos mortales porque vieja ó cargador mudaban de intención y de dirección simultáneamente?
¿Quién no ha tenido necesidad de echarse á la calzada ante un pelotón de comadres que disertan y se platican á sus anchas en medio de la banqueta, ó ante dos léperos que se abrazan con la expansión del pulque?
Si se enseñaran prácticamente las reglas de urbanidad en todas las escuelas, y haciendo pasearse á los niños en encontradas direcciones se les obligara á tomar siempre su derecha, acabarían por tomar su derecha por costumbre cuando van por la calle.
Es cierto que los individuos de la presente generación no ganaríamos más que no tropezamos ya con los muchachos sinó con las viejas y demás incultos, pero la generación que viene acabaría por andar en la calle como Dios manda.
Sabias y presidiarios en ciernes
Cuando se tiene que ser testigo de la inconveniencia, de un desacato, ó de una grosería, se experimenta un sentimiento de reprobación y de disgusto contra un acto que está fuera del orden común y es contrario á la moral y á las buenas costumbres; pero cuando esta inconveniencia, este desacato y esta grosería es cometida en masa, en medio de una de las solemnidades mas pulcras de la civilización y del progreso moderno, no se encuentran palabras para calificar ese escándalo de lesa sociedad, y sí los mas tristes pensamientos y las mas sombrías consideraciones respecto á la sensible y rápida decadencia social, que, con síntomas alarmantes, se percibe ya en todo agolpamiento en que figura nuestra juventud y nuestros pelados.
El Ministro de Justicia é Instrucción pública, representando al primer Magistrado de la nación, rodeado del grupo de señoras y caballeros mas respetable de la capital, directores de nuestros más distinguidos planteles de enseñanza, ocupando bajo el dosel de la Cámara popular la presidencia de uno de los actos literarios mas serios, mas trascendentales y mas honrosos para nuestro país, ha sufrido, con una prudencia heroica, los desmanes de un público de los toros, formado de la plebe que se apoderó de las galerías, capitaneada é inspirada por ese grupo, desgraciadamente numeroso, de pollos irrespetuosos y ordinarios, que son la plaga funesta de las reuniones, la violación flagrante de todo respeto y miramiento social, y mengua y baldón de los padres y maestros encargados de educar á nuestra juventud.
No es éste el primer escándalo que produce esa falange de leperitos de levita, que ha dado en imponerse en los espectáculos públicos á despecho del respeto á las señoras, á los caballeros y á las autoridades. En fin del año pasado, en los salones del Conservatorio de música, donde se verificaban los exámenes de las alumnas, logró esa turba darse á conocer bajo su aspecto mas repugnante, cometiendo todo género de inconveniencias y faltas de decoro, al grado de hacerse indispensable la intervención de la gendarmería para eliminar por la fuerza ese elemento disolvente y despreciable de aquellos amenos certámenes de la inteligencia y del estudio.
En la noche del miércoles, que el Gobierno destinó para distribuir solemnemente los premios á que se habían hecho acreedores en los pasados cursos todos los alumnos de los planteles nacionales de la Capital, esa turba de joven titos, que ignora por completo las mas rudimentales reglas de urbanidad, que nunca ha sabido cuáles son sus deberes, ni cuál debe ser su comportamiento en público, ni cuáles los miramientos que se merece el bello sexo, ni cuál el respeto que deben inspirarles la autoridad, los maestros y los superiores, se ha creído en la plaza del Huizachal, y ha prorrumpido en aplausos estemporáneos, indebidos, inconvenientes y á todas luces mal intencionados, para convertir en un acto de guasa y de cocorismo el acto solemne de la distribución de premios.
Esa turba de imbéciles pelados y pollos de levitas que no veían en aquella solemninidad más que la ocasión de divertirse, y no podía conseguirlo sino desnaturalizando el espíritu de aquella reunión, prorumpía con frenéticos aplausos, con vivas y bravos, cuando la señorita que iba á recibir el premio de sus estudios llevaba vestido de raso mas ó menos vistoso.
Cuando era una niña de corta edad, los léperos callaban; pero cuando era una señorita casadera y bien vestida, entonces los Lovelaces de quince años, los elegantes de casa de vecindad, agrupados al pié de las escaleras, desde donde podían juzgar de la clase de calzado de las alumnas, punto objetivo de su entusiasmo, aplaudían con una vehemencia y una animación que por no estar motivadas, servían á la infeliz premiada de una verdadera carrera de baquetas.
Llegó la grosería de esa plebe al grado de lanzar una carcajada, seguida de un aplauso prolongadísimo y de una jácara, que sólo arranca el payaso del circo, cuando el señor secretario, encargado de llamar en voz alta á las señoritas premiadas, pronunció el nombre de «Rosaura Toro.»
Fué tal la guasa y el escándalo, que la señorita nombrada se abstuvo de subir la escalera y de recibir el premio. ¿A qué grado de estupidez y de indecencia habrá llegado ese grupo podrido del público cuando se burla en masa y á mansalva de una señorita, digna mil veces de respeto por su sexo, por el alto homenaje de que era objeto, por la ocasión solemne en que recibía su premio y por la alta autoridad que lo ponía en sus manos?
¿Qué calificativo merecen esos sabios, ó esos presidiarios en ciernes, cuando en ocasión tan solemne, en asamblea tan respetable, les arranca una carcajada y una tempestad de burla la palabra «Toro?»
¡Y esto pasa en la ilustrada capital de la República, delante de los extranjeros que vienen á juzgarnos!
Una oleada de indignación y de vergüenza inundó, en medio del escándalo, los semblantes de todas las personas respetables y serias. El disgusto mas profundo se apoderó de las señoras madres de familia, que veían sufrir á sus hijas aquella burla de motín, aquellos aplausos que, por estemporáneos é inmotivados, había que atribuirlos al color del vestido, á los adornos de las niñas, á su manera de andar, á su edad, á todo menos á la sinceridad de la admiración. El aplauso se pronunciaba más y más, ageno al criterio del acto literario, porque era prodigado á las jóvenes en relación con su lujo, su hermosura y su edad y con exclusión de todo otro mérito.
Esa «claque» empezó por aplaudir frenéticamente á la única niña que se presentó mal vestida, y tal aplauso fué perfectamente necio, porque si lo arrancó el placer de palpar que el pobre se instruye, tal placer, según el buen sentir y según la buena educación, debe ser individualmente privado; porque la manifestación ruidosa á las enaguas de percal ó al vestido de raso, son una legítima ordinariez, que ofende y que lastima, que avergüenza á la pobre niña que no puede vestirse mejor, y que mortifica á la señorita que cree haber llamado demasiado la atención con su vestido color de rosa.
Una vez excitada la grosería y la ordinariez de aquella turba, fué objeto de burlas, risas y guasa el señor secretario de la Escuela secundaria de niñas, quien no hacía más que llamar, con voz bien clara, á las niñas premiadas.
Antes que repetir espectáculo semejante, antes que exponerse á apelar á la fuerza armada y á convertir en motín escandaloso; y tal vez sangriento, un acto literario y serio, antes que dar lugar á que se describa una función de premios de esta especie en algún periódico de ultramar, suprímanse, una vez por todas, las distribuciones de premios en los teatros á puerta franca. Y como no sería justo ni exponer á las niñas á otra rechifla, ni privarlas por otra parte de ese gran día de grata y merecida fiesta, subdivídanse las distribuciones de premios en pequeños grupos, y verifíquense en las condiciones siguientes:
I. Con boletos personales repartidos á personas serias.
II. Prohibiendo la entrada á los exámenes públicos y á los premios, á los alumnos de otras escuelas y en lo general á todo individuo menor de edad.
III. Prohibiendo severamente aplaudir ó hacer cualquiera manifestación ruidosa, de aprobación ó desaprobación, en los exámenes y funciones de premios.
IV. Las distribuciones de premios serán parciales, privadas y de un carácter puramente literario y sin música. Los concurrentes se eligirán entre los individuos que pertenezcan á la instrucción pública, entre los literatos, periodistas y personas de respeto y alta posición social.
Además de las anteriores bases, proponemos que la Secretaría de
Justicia é Instrucción pública, por medio de una circular, ordene á
todos los directores de los establecimientos nacionales, así de
instrucción primaria, como secundaria y superior, que alterando, desde
el recibo de la circular, el orden de las clases, se dedique una hora
diaria en todos los establecimientos al estudio y aprendizaje teórico y
práctico de urbanidad y buenas maneras, para hacer comprender y
practicar á los educandos sus deberes con respecto á sus semejantes, y
muy especialmente sus deberes en la calle y en toda reunión ó paraje
público, recalcando, á juicio de los profesores, todas aquellas máximas
que tiendan á destruir radicalmente los vicios, defectos y deficiencia
de urbanidad, que caracteriza á nuestra juventud actual.
Igual excitativa deberá hacer el Ayuntamiento á los directores de los establecimientos municipales, y no dudamos que los maestros de planteles privados secundarán este intento, tan saludable como necesario.
Este género de escándalos degradantes son el resultado preciso de la negligencia y descuido de los maestros en la enseñanza teórica y práctica de la educación social.
Importancia de la educación
No sé si los afanes del progreso humano, en virtud de alguna ley desconocida de la evolución social como se llama ahora, están destinados á matar toda tradición provechosa; pero lo cierto es que muchas gentes, á las que pudiéramos llamar gentes nuevas hacen alarde de su desprecio á las verdades manifiestas, y lo que es más, á los axiomas de la experiencia, como si al mundo no le sucediera lo mismo que á Satanás, que sabe más por viejo que por diablo.
Han dado esas gentes nuevas en que las cosas han de ser como de ahora; sin cohesión ni enlace con las cosas de antaño, sinó enteramente nuevas y al gusto de la época, olvidándose de que, por muchos y variados que sean los aspectos de las sociedades modernas, ellas han de vivir siempre sujetas á ciertos principios incontrovertibles.
Estos principios son de tal naturaleza, que sin ellos, no puede haber entre los hombres ni paz, ni orden, ni felicidad. Son las bases del código por excelencia; del código social, el primero de todos y el mas indispensable para el orden y concierto de la sociedad; son principios que emanan de una ley superior á las leyes humanas, supuesto que rigen á todas las sociedades que pueblan la tierra.
El hombre en su contacto con los hombres necesita una manera de ser, y esta manera de ser es la prenda de su ingreso á la sociedad, la cual no podría existir sin el acuerdo recíproco de los asociados; y este acuerdo recíproco supone el cumplimiento de los deberes y el ejercicio de los derechos individuales. La enseñanza de éstos deberes y derechos es lo que se llama educación. El hombre, pues, no ingresa á la sociedad sin conocer sus leyes, ó de otro modo, ingresa á condición de venir educado. Las leyes de la sociedad, lejos de emanar de un código arbitrario ó convencional, son nada menos que la doctrina de los mas altos principios morales: la fraternidad y la justicia.
Dado que el hombre ha sido creado para vivir en sociedad, se ve en la necesidad de sacrificar una parte de su voluntad ciega en obsequio de los demás, para tener derecho al mismo sacrificio de los otros en obsequio suyo; y aquí empieza el pacto social, compuesto de todas las transacciones recíprocas, que van aumentando la suma de deberes y derechos: desde aquéllos que dicta el simple instinto de la propia conservación, hasta los que constituyen las mas altas virtudes del ciudadano y las proezas del héroe.
El hombre, con ser eminentemente educable como lo es, ó se somete á la ley de la educación, para pertenecer á la comunión social, ó permanece en estado salvaje. En el primer caso, emprende paso á paso el camino de su mejoramiento y de su perfección, concurriendo al ideal del progreso humano: en el segundo, figura en la escala formada desde el salvaje de las tribus hasta el criminal de las sociedades, salvaje en el sentido moral aún á despecho de la instrucción y conocimientos que posea.
En tal disyuntiva, las naciones modernas se disputan á porfía sus esfuerzos y sacrificios por la educación, como base única de todo progreso material, moral é intelectual; y á tal grado están penetradas de la importancia indiscutible de la educación, que no queriendo perder momento, comienza con Froebel á educar al niño de dos años de edad en el Kindergarten.
El hombre es esencialmente armónico y su estado moral definitivo es el resultado de agregaciones y superposiciones subsecuentes; por eso la educación no se improvisa, ni el hombre se moraliza ó se transforma en un solo día pasando del estado salvaje al de hombre culto.
La educación tiene que ser lenta, ya se trate del desarrollo físico ó del desarrollo moral é intelectual; y ésa es la razón por la cual el Estado no admite al ciudadano en su seno antes de los veintiún años.
Tratándose del desarrollo moral, que incumbe á la educación, no le basta al educando la intuición ni la teoría; necesita del ejemplo y de la práctica para formar el hábito del bien obrar, necesita del discernimiento y el juicio que ratifican, aprueban y afirman su conducta.
Cada práctica del niño en el sentido educativo, convenientemente impuesta y cuidadosamente sostenida, le hace dar un paso á su mejoramiento, engendrando en su alma la íntima y tranquila conciencia del bien obrar y le prepara para adquirir una y otra virtud, que atesora con la mas noble de las ambiciones, de enseñanza en enseñanza es como van haciéndose sólidos, duraderos é invulnerables los principios morales del honor, de la virtud, del decoro, del amor al prójimo y del amor á la patria.
Por las superposiciones lentas de las gotas de agua se forman las estalactitas que son después indestructibles rocas, y por las superposiciones y adiciones de pequeñas enseñanzas, hábilmente encaminadas, se llega á formar el corazón de los héroes y de los mártires.
Esto es lo que filosóficamente se llama educación, y ésta su importancia en el porvenir de la sociedad humana, ya se trate de ateos ó de católicos, de ultramontanos ó de librepensadores.
Este espíritu filosófico y trascendental es el que debe dictar todo plan de enseñanza. Hacer lo contrario, es invertir el orden sabio y armónico de la sociedad para constituirla sobre bases deleznables que la harán desaparecer del concurso universal.
Conviene pues no caer en la confusión lamentable de las palabras educación, urbanidad, instrucción, civilidad y etiqueta.
Cada una de ellas tiene una significación bien distinta, y de aquí nacen los diferentes tipos sociales y la falta de cohesión moral. El hombre cuya educación ha sido descuidada durante sus primeros veinte años, podrá llegar á ser hasta un sabio; más todavía, un hombre de civilidad y buenas maneras, observador de la etiqueta y cubridor de todas las apariencias; pero está expuesto en el fondo y en realidad á ser un pillo, un ladrón, un juez venal, un mal esposo, un mal amigo, un tirano, un criminal y un traidor á su patria.
Pero si durante esos primeros veinte años, ha tenido la fortuna de que un buen padre, una madre inteligente y un profesor digno de su alto magisterio, hayan ido creando, inspirando, cultivando y robusteciendo, en su alma los saludables principios de una educación perfecta, el sér por excelencia armónico y educable, entrará en la mayor edad á luchar con las pasiones y los vicios, armado de convicciones arraigadas y profundas y fuerte con los sentimientos del honor, de la virtud y del patriotism.
La educación perfecta es la que engendra las virtudes privadas y las virtudes públicas, que son el brillo y la esperanza de la sociedad y de la patria.
El buen hijo, es buen hermano, será buen esposo y buen padre de familia, y por último buen ciudadano.
No de otra manera se forman el valor civil, el respeto á la propiedad y al derecho ágenos: en suma, la verdadera honradez y el verdadero patriotismo.
Cuando una sociedad, sacudida por las vicisitudes, menosprecia tan saludables é incontrovertibles principios, y á la estentórea voz de las gentes nuevas, corre tras el brillo deslumbrador de la instrucción y de la ciencia, sin orden ni concierto, llega á un punto del camino en que, asombrada de su propia obra, nota la desaparición de todas las virtudes cívicas y privadas, y lamenta en vano la pérdida del sufragio popular, del valor civil de los jurados, de la integridad de la justicia, de la independencia de los poderes públicos y del verdadero amor á la patria..
He aquí por qué defiendo el principio de la educación perfecta; por qué abogo para que se le consagre una atención preferente, por qué llamo la atención de las autoridades sobre materia tan importante y trascendental. Porque la creo el único camino de la perfectibilidad social, y la garantía mas segura de la autonomía de México.
La informalidad
Hay palabras que, como la moneda corriente, se gastan con el uso y siguen corriendo en el mercado de las ideas sin su valor intrínseco; pero si á una cosa que han inventado los hombres, bautizándola con el nombre de puntillo, no le sucediera lo mismo que á las monedas, nadie podría tolerar con paciencia que le espetaran al rostro estas palabras…. ¡Qué informal es usted!
Después de todo, uno de los inconvenientes mas serios con que nos encontramos en esta vida tan llena de suyo de vicisitudes y contratiempos, es el formidable poder de los adjetivos; porque, cuántas cosas malas se dejan de hacer en este mundo sólo por el temor del adjetivo!
Y ello es que, por otra parte, nos aguijonea el deseo inmoderado de hacer cosas malas; pero el adjetivo se levanta amenazador y tremendo para herirnos con un solo golpe; golpe frío, que es una especie de sentencia inapelable, dada por una autoridad invisible, articulada por una boca muda que habla dentro de nosotros mismos con tal misterio, que por quedo que pronuncie el adjetivo nos parece que lo van á repetir muchos millones de hombres.
Confesemos que el adjetivo nos apoca, nos mete en cintura, nos hace andar derechos y hasta pone la sonrisa en nuestros labios; sonrisa que está muy lejos, muchas veces, de nuestra manera de pensar, como la sonrisa de las bailarinas, más todavía, como la de las bailarinas con callos y ojos de perdiz.
Conciben ustedes cómo una de esas mujeres cartilaginosas, de tendones de acero á fuerza de gimnástica, se les puede reír á ustedes en una pirueta con dolor de callo?
Ese es el milagro del adjetivo fría ó del adjetivo adusta, dos adjetivos ágenos de Terpsícore.
Pongan ustedes un puñado de brillantes capaces de sacar más de cuatro vientres de mal año, al alcance de muchas manos, capaces de coger, de agarrar y de esconder, y comprenderán el poder terrible del adjetivo ladrón, cuando los diamantes permanezcan en la mesa y las manos vacías.
Las gentes que se portan bien en público, obran así no sólo por temor al qué dirán, que los temores mas buenos, sino por temor al adjetivo grosero, y á otros muchos por el estilo.
No acabarse un vol-au-vent por temor del adjetivo glotón, levantarse al alba por temor del adjetivo perezoso y cumplir uno su palabra por temor del adjetivo informal son otras tantas pruebas del poder del adjetivo; pero como todo esto es muy tirante y contrario á esa propensión egoísta de todo hijo de vecino de vivir á la pata la llana, las gentes han encontrado un expediente sencillísimo para librarse de esta tiranía; y este expediente consiste en gastar el adjetivo, torturarlo, estropearlo hasta que pierda casi su verdadera significación. El procedimiento parecería á primera vista impracticable; pero no lo es tanto, si se atiende á que han pasado ya á la categoría de palabras familiares y hasta inofensivas de puro gastadas, muchos adjetivos de los que antes nos parecían terribles.
Uno de ellos es el adjetivo «informal.»
Para comprender su alcance, el que tenía antes, su poder perdido y el valor que tenía en otro tiempo, veamos lo que significa la palabra «formal.»
Formal quiere decir: serio, grave, circunspecto, sesudo, concienzudo, amigo de la verdad, enemigo de las chanzas impertinentes, de las cosas frívolas, insustanciales y ligeras, incapaz de faltar á su palabra y severo é inflexible en el cumplimiento de su obligación y deberes.
De lo cual se deduce que la formalidad es la primera y la mas importante de las virtudes sociales, porque casi las abarca todas.
Figurémonos sino un pueblo de personas formales, un gobierno de personas formales, un congreso, un gremio de artesanos, compuesto de personas formales, y tendríamos el bello ideal social, el mejor de los pueblos y el mejor de los gobiernos posibles.
Convenimos en que todo esto es muy difícil, y en que ser formal es una cuestión que tiene sus puntas, y sus inconvenientes y sus dificultades; porque contra la formalidad están en lucha constante el «dolce far niente,» la debilidad de carácter, las propensiones muelles, la benignidad del clima, la falta de educación y otra porción de cosas, hasta el pulque; y todo esto ha cooperado á que implícita y bondadosamente le rebajemos algo de su tirantez á la palabra informalidad, alegando que la informalidad es una de las mas dulces prerrogativas de los muchachos.
Vayan ustedes en esta tierra de las precocidades á pasar sin esfuerzo de la categoría de niños á la de hombres formales; aquí donde los niños escriben novelas á los nueve años y son notabilidades filarmónicas á los quince; aquí, en la tierra de los «mariditos» y de los matrimonios liliputienses! ¡Qué formalidad vamos á tener, ni qué seriedad en edad tan tierna, ni cómo hemos de tomar por lo serio lo que lo es en sí, cuando tenemos, sin poderlo remediar, la risa en los labios y la chanza en la punta de la lengua! Pruébalo sinó el que ni el crimen ni la muerte, que son dos cosas de suyo completamente serías, nos imponen respeto. Regístrense las gacetillas de muchos periódicos, y se verá cómo el gacetillero, que ha dado en que su oficio es hacer reír al público, les cuenta á ustedes con una gracia que causa dolor de estómago á las personas formales, que don Fulano de tal, (respetable padre de familia, que murió mártir de horrible enfermedad) se largó con la música á otra parte; y cómo un monstruo que asesinó á su mujer y á su hijo, hizo la travesurilla de introducir una hojita de acero en el corazonzote de la mujer yen el coranzoncito del niño, por quítame allá esas pajas, y tal gacetillero gana sueldo y come pan á manteles por el innoble oficio de torcer el sentido moral, convirtiendo en guasa y dicharacho el respeto á los deudos y á la muerte, el horror al crimen, la indignación saludable contra la inmoralidad, la reprobación provechosa contra el escándalo, el anatema contra los vicios.
Nada mas explicable que nuestra informalidad idiosincrática, tomando por modelo á nuestra respetable cámara popular, citada á sesión, «in illo tempore,» á las diez de la mañana; hora que la informalidad de los padres de la patria cambió en las once, en las doce, en la una, y así sucesivamente hasta llegar al crepúsculo vespertino, hora ya de suyo indiferible para las sesiones; y cuidado si se trata en este asunto de personas formales, de los padres de la patria nada menos.
Vayan ustedes á exigir que el zapatero les lleve los botines el día convenido; ó que la función de teatro comience á la hora anunciada, ó que vengan sus convidados de ustedes á la hora en que se comprometieron á estar presentes, ¡imposible! tanto más, cuanto esto de la informalidad es defecto tan general, que cuando alguno piensa en ser formal le dicen á porfía.
—Pero qué va V. hacer hombre de Dios!
—¿Cómo qué? es la hora de la cita.
—Sí, pero ya sabe usted nuestras cosas: la cita es á las diez, pero si llegamos á las once será buena hora.
Esta razón convence á todo el mundo, y la informalidad se erige en virtud.
Sucede que un señor convida á su amigo íntimo y muy querido á comer bien y á tomar un vino especial que le había estado reservando.
—A las dos de la tarde.
—A las dos de la tarde, en punto.
—Convenido.
Á las seis se encuentran en la Alameda. El anfitrión tiene cara de vinagre. El invitado tiene cara de lechuga.
Está fresco.
—¿Qué sucedió?
—¿De qué?
—¡Cómo de qué! He esperado a usted hasta las tres y media.
—¿Para qué?
—Cómo para qué! para comer. No recuerda usted que le invité ayer y me ofreció estar en casa á las dos de la tarde?
—Hombre, tiene usted razón. Se me olvidó.
Entre ingleses esto seria motivo de un duelo; pero en el paseo de la Reforma, los dos amigos se toman del brazo para entonar un dúo bufo á la informalidad. ¡Cosas de los ingleses! quienes para nosotros las tienen tan raras, como ésta de cumplir su palabra.
Nosotros, que estamos en nuestro derecho para ser como nos dé la gana, hemos convenido explícitamente, desde tiempo inmemorial, en que los ingleses son formales, y nosotros no; con lo cual estamos muy conformes al grado de que, al citar á un amigo, añadimos:
—Cita inglesa.
—Pero, ¿por qué inglesa? pregunto yo. ¿Son por ventura los ingleses los únicos, hombres formales en el mundo?
Esta transación, por otra parte, viene EL precisar estas dos aseveraciones. Cita inglesa: la que se cumple. Cita mexicana; la que no se cumple. Lo cual no honra demasiado nuestra nacionalidad.
La informalidad, introduciéndose en nuestro cuerpo social como la bilis en la sangre del enfermo de la ictericia, sale de los patios de las escuelas á la hora del asueto, para contaminar al artesano, al comerciante, al juez, al diputado, y al funcionario; va, viene, baja y sube en todos sentidos, é interviene en los contratos, en las citas, en los matrimonios, en las deudas y en el cumplimiento de todas las obligaciones. La jurisprudencia se ve obligada, á multiplicar sus defensas, sus precauciones, sus cauciones, sus garantías y sus hipotecas, convirtiendo los contratos en carteles de humillación; obligando á los deudores á firmar cláusulas vejatorias y condiciones que por sí solas lastiman los sentimientos delicados. La informalidad arma la usura de ominosas condiciones, único refugio de las informalidades de los deudores, y así presentarán á los ojos de las generaciones que nos juzguen, el padrón que contiene las medidas de la rapacidad y la ambición contra la mala fé y la moralidad.
Es ésta la marcha regular de una sociedad que progresa? No; esta marcha es la del descenso y la decadencia; porque la base de todo trato social, de todo contrato, de toda transacción, que es la formalidad, está minada; porque el sentido moral de la palabra está gastado; porque el adjetivo informal, que constituye literalmente un reproche y un calificativo desfavorable, ha llegado á ser entre nosotros parvedad de materia, defectillo de que nos acusamos todos, conviniendo en llamarle bondadosamente «una de nuestras cosas.»
Ya veo encogerse de hombros á muchos de esos á quienes les caen en gracia «esas cosas nuestras,» y exclamar:
—¿Y qué tenemos con eso? Ese es nuestro carácter, ése es nuestro modo de ser. Eso está en la masa de nuestra sangre; sí no somos formales es porque no lo podemos ser. Es inútil por lo tanto hablar mal de la informalidad.
Claro es, que yo no voy á remediar el mal con un artículo, ni mucho menos á esperar el resultado de mis reflexiones al día siguiente de hechas; pero me creo con el derecho, en bien de mis semejantes, de protestar contra la informalidad inveterada, que ha llegado á dar color á nuestra nacionalidad; y como estoy persuadido, por otra parte, de que los deberes de nuestros altos funcionarios no deben circunscribirse en materia de instrucción pública al principio instructivo, sino preferentemente al principio educativo, como elemento reformador de la sociedad, apunto sin vacilar lo que en concepto mío y de los demás, es un defecto trascendental, por si los encargados de la enseñanza quisieran, como el que planta un árbol cuyo frutos comerán sus nietos, ir sembrando los reglamentos interiores de las escuelas, los textos de enseñanza y los reglamentos municipales de policía y buen gobierno, de «máximas» prácticas y prevenciones, cuyo espíritu filosófico sea la reforma de la educación, con el objeto de ir formando ciudadanos mas y mas apegados al cumplimiento de su palabra, de sus obligaciones y sus deberes; tanto y tanto, que algún día, cuando en otros países atrasados se quiera dar una idea del cumplimiento exactísimo de una cita, no haya necesidad de decir «cita inglesa,» sino «cita mexicana.»
El regidor y la gacetilla
Una de las reglas que es preciso saber y que va tomando el carácter de máxima en esta bendita capital, es la de que para ser regidor es necesario no leer periódicos. En efecto; meta usted un hijo de vecino dentro de las cuatro paredes del Cabildo, en virtud del voto popular de suyo tan derrengado y maltrecho desde hace mucho tiempo; hágale usted creer á ese hijo de vecino que va á servir para algo, que es una persona muy ilustrada, supuesto que se le distingue entre doscientos hombres idóneos; póngale usted la ciudad por un lado y el exiguo presupuesto municipal por otro; colóquelo usted entre la espada y la pared y suplíquele por medio de las mil trompetas de la gacetilla, que nos haga favor de hacer este caldo tajadas, y quedará plenamente justificado el horror que el regidor les tiene á los periódicos.
No faltaba más sino que un pobre munícipe, condenado despóticamente por las circunstancias á quedar mal; arrastrado por la lógica inflexible de los hechos á la suerte del cohetero; destinado por la manera de ser de nuestra gran metrópoli al tormento forzoso de doce meses; no faltaba más decimos, que con ese gregorito en el cuerpo, y esa babel en la cabeza, se pusiera á leer gacetillas insulsas, donde de seguro no ha de encontrar más que impertinencias de los vecinos que protestan contra la inmundicia, contra las faltas de policía, contra el tifo, contra la peste, contra los caños azolvados, contra la basura, contra el peladaje asqueroso, contra las faltas al pudor, contra la incuria, contra el desaseo, y, en una palabra, contra el Ayuntamiento.
Hacinen ustedes este montón de quisicosas y de dificultades delante de todos los regidores habidos y por haber, y verán cómo las cosas y los regidores se quedan de tal tamaño. En la imposibilidad de hacer lo que debieran, hacen lo que pueden, y no hay que pedir más.
Hace algunos años viene siendo nuestra institución municipal perfectamente impotente para salir avante de su cometido. Van y vienen corporaciones, vaciadas en el mismo molde, mientras la ciudad se arruina, la inmundicia se amontona, la insalubridad crece, las buenas prácticas se olvidan, las viejas disposiciones se relajan y caen en desuso, y la corporación, mas impotente cada día, y mas impopular, gira en un pequeño círculo de párrafos, con un algodón en cada oreja y el «qué se me dá á mí» por lema.
Los regidores nuevos se apuran, se ponen colorados, toman la cosa á pechos, y sien ten que el mundo se les viene encima; pero los regidores viejos los aplacan, los consuelan y los hacen á las armas.
—No se apure usted, compañero; esos son los gajes del oficio. Es usted bisoño, y por eso se apoca su ánimo y se pone en un brete.
—Vea usted, compañero, lo que dice la «Patria,» el «Siglo,» el «Monitor,» la «Prensa,» la «Epoca,» la…
—Lo mejor que puede usted hacer, compañero, es no leer periódicos.
—Pero compañero, la opinión pública....
—Palabras.
—La voz autorizada de la prensa…
—Palabras, nada más que palabras. Nosotros no podemos hacer más que lo que hacemos. Pesan veintitantos ramos sobre cuatro gatos; porque esa es la verdad, compañero, nosotros somos cuatro gatos. Hagamos lo que se pueda, y con eso habremos cumplido.
El regidor nuevo se siente consolado con esa profunda filosofía del regidor viejo, y vuelve á sus lábios la sonrisa.
—Vaya usted á ver, dice el regidor viejo. Tenemos instrucción pública y cárceles, alumbrado y aguas, atargeas y empedrados, mercados y rastros, policía y teatros, festividades y paseos, ríos y acequias, puentes y calzadas y.... la mar. Para que la ciudad estuviera bien servida, como pretenden esos diablos de periodistas, se necesitaría un ayuntamiento para cada ramo, con fondos proporcionados. Pero hé aquí que las gentes se empeñan en que hagamos el milagro de los cinco panes, y esto es imposible. Nada, compañero, yo llevo ya algunos años en este oficio, y como usted vé ya no se me derrama la bilis, porque me he acostumbrado á ver las cosas como son; y vendrán años, y con los años corporaciones y corporaciones y las cosas se quedarán de tal tamaño; más todavía, irán de mal en peor; porque hoy por hoy, para empedrar y embanquetar la ciudad se necesitan veinte millones de pesos; para la construcción de mercados y rastros cuatro millones; para la instrucción pública dos millones más, para una penitenciaría dos millones, para arbolados, jardines y paseos, cinco millones, y no tenemos, como usted lo sabe muy bien, más que un millón para todo eso.
Con razones tan poderosas, el regidor nuevo se satura de filosofía, y en pocos días está perfectamente impermeable á las gacetillas, queda constituido en un regidor á prueba de párrafos, y listo para el servicio municipal.
Echense ustedes ahora encima la tarea gacetillera, que es como quien apedrea á un paquidermo con arvejones. Nada, el regidor ya no oye por ese lado, y hace bien, porque de otra manera sería cosa de perder la paciencia,
Así las cosas, la corporación, encastillada en su vieja filosofía, y la prensa ejerciendo su oficio á palo seco y como si le hicieran caso, presentan el espectáculo de un matrimonio desavenido, pero que tiene que vivir unido, porque así lo quieren las circunstancias.
Y el mal no está para mí en que no hagan el milagro de los cinco panes, repetido sólo en virtud de la ley de adjudicaciones, que como es bien sabido, pudo repartir cinco mil casas entre cinco adjudicatarios y sobró, sinó en que ese sistema de sordera se hace extensivo hasta aquellos asuntos para los que no se necesitan millones, ni mucho menos, sinó pura y simplemente lengua y voluntad.
Nada mas fácil, por ejemplo, que cambiar el aspecto de nuestro asqueroso mercado. Con sólo emplear la mitad de lo que produce en la compra de losas, madera y hierro laminado, pueden irse construyendo paulatinamente mostradores con tejado, divididos en lotes ó puestos numerados, para alquilar á fruteros y verduleros, y dejando entre uno y otro mostrador el tránsito enlosado, que se mantendrá limpio bajo la responsabilidad de cada ocupante.
De esta manera, desaparecerán, primero: los petates de aspecto repugnante y primitivo y fácil combustible en un incendio. Segundo: lo intransitable y sucio de los pasillos ó tránsitos para el público. Tercero: el uso primitivo y ordinario de vender comestibles en el suelo al alcance de la basura, del polvo, de los pies, del lodo, de los perros y de las emanaciones de los vegetales descompuestos con las lluvias, y demás detritus nocivos.
Transformada la plaza de esta manera, dividida toda en lotes ó puestos numerados, será fácil, obvia, sencilla y clara la recaudación de sus productos, sin lugar al peculado; recibirá el pueblo una lección de buena policía y respeto al público, obligada á vender sus frutas y verduras en mostradores altos, mas fáciles de cuidarse, y mas adecuados para la compra y venta, y aún para la elección y la vista.
Así tendrán acceso al mercado las señoras y los caballeros, como sucede en los mercados de otros países, y este ingreso de marchantes que no van precisamente á comprar barato sino á tener el gusto de comprar personalmente lo mas escogido, proporcionará á los traficantes no despreciables utilidades porque bien pronto, comprendiendo sus intereses, empezarán á separar sus productos en dos clases: una, escogido supremo y caro, y otra de productos baratos y ordinarios.
Aseado el mercado del Volador con buenos pavimentos y con mostradores y tejados, se convertirá en un paseo que bien pronto estaría de moda entre la clase acomodada, para la cual es ahora un sacrificio y un desdoro meterse en ese repugnante hacinamiento de comestibles é inmundicias.
El primer arranque
No sé si los prodigiosos adelantos e las ciencias biológicas lleguen encontrar la razón matemática entre los grados de latitud terrestre y los átomos de fósforo del cerebro humano; pero en virtud de una observación, que no tiene nada de científica se puede asegurar que los pueblos mas cercanos al Ecuador ganan en imaginación y en entusiasmo lo que ceden en juicio y madurez á los pueblos del Norte. Y ya que tan lejos nos remonta el deseo de encontrar la causa de efectos pequeños, no sería aventurado suponer que la inmensa altura en que nos encontramos sobre el nivel del mar, influye, no sólo en nuestro organismo material, sinó en nuestro carácter.
Apenas si podemos aspirar á los dictados de perseverantes y de previsores, facultades propias de organizaciones frías y concentradas. En cambio nadie nos gana en el primer arranque, ni en entusiasmo y calor nos aventaja raza alguna del Norte, ni á imaginación los mas inveterados soñadores. En tal predicamento tenemos un enemigo invencible, contra el que nada pueden ni núestros versos ni nuestras virtudes. Este enemigo es el tiempo; no el periódico, sinó el de la guadaña y la ampolleta. Ese viejo, además de los perjuicios ordinarios que nos causa en razón de lo deleznable de nuestro sér, pone de manifiesto lo poco resistente de nuestros hombros para toda tarea larga; siendo así que las tareas largas, y en general todas las obras encomendadas á la perseverancia, son, por lo común las mas trascendentales, como que realizan las grandes transformaciones y los hechos históricos.
Pero es una calidad inherente de nuestro carácter sentir el cansancio moral después de los primeros pasos, como sentimos el cansancio de nuestros órganos respiratorios, después de subir algunos escalones de las escaleras de Palacio y de otras partes. No se puede negar, sin embargo, que hemos hecho muchas cosas buenas favorecidos por ese primer arranque. Él ha engendrado muchas sociedades científicas y literarias, y muchas instituciones benéficas, de las cuales el viejo tiempo, tan circunspecto y grave como es, se ha reído por la seguridad que tenía el muy tuno, de que unos cuantos años bastarían para dar cuenta de esas instituciones.
Otro de los ejemplos mas elocuentes del primer arranque es el difunto Bazar de Caridad, que amenazó á los pobres con sus jamaicas, sus letras doradas y sus esplendideces, para morir de inanición y de hambre.
En el primer arranque brotó un Congreso higiénico, que tras de admirables axiomas, y tras de luminosísimos discursos científicos, pronunció la última palabra sobre higiene, y se quedó dormido sobre su gloria.
En el primer arranque se mandan visitar los expendios de comestibles y licores, se nombran interventores del timbre, inspectores de sanidad, inspectores de policía, veladores, vigilantes, barrenderos y demás gente útil, y toda fuerte, inabordable é impervertible en su primer arranque.
En el primer arranque se hacen todas las cosas buenas y que no debían acabarse ni perecer, Y ¿qué más? en el primer arranque se hacen las tres cuartas partes de los matrimonios, de esos que anuncian los periódicos juntamente con los casos de tifo y enteritis.
En el primer arranque llegó la sociedad mexicana, lo mas granado, se entiende, á impulsos del amor propio y del mas saludable acceso de civilidad, á proyectar un Casino mexicano en esta capital, para irles en zaga á españoles, franceses, alemanes, y pagarles algún día en buena ley, la generosa hospitalidad que por largos años nos han dado á nosotros los vecinos de esta capital, que vivimos sin salones.
Pero pasado el primer arranque, que produjo una suscripción de siete mil pesos, el Casino se quedó platicado y el dinero fue devuelto á los accionistas.
Decididamente la virtud de la perseverancia anda por las nubes.
Otra de las cosas buenas, hechas en el primer arranque, ha sido la introducción del alumbrado de gas; tan brillante y tan deslumbrador hace diez años, y tan mortecino, maltrecho y amarillo en estos tiempos, en los que á pesar de las muchas luces que arden, el salón del teatro nacional está casi oscuro y á media luz las calles. En todas partes el mejor alumbrado es el de gas; en el de México el petroleo y el sebo lo superan; y cuando los periódicos, en un primer arranque, menudean párrafos contra el gas y contra la empresa, el cabildo ha solido tener un acceso de sensibilidad auditiva, y ha nombrado en otro primer arranque una comisión de peritos. Y ¿qué piensan ustedes lo que han dicho los peritos? Que el gas está muy bueno, con la presión suficiente y produciendo la luz necesaria. Cuando los peritos hablaron, como había pasado ya el primer arranque, todo el mundo se conformó con el dictamen y la luz en la ciudad siguió siendo tan mala como siempre.
Parece increíble; pero así ha pasado. La prensa se quejó y tuvo razón. El Ayuntamiento nombró peritos y cumplió con su deber: los peritos dieron su dictamen y cumplieron con su conciencia; también tuvieron razón. El gas resultó ser de buena calidad, cierto; con la presión suficiente, cierto; y dando la luz suficiente, cierto. Y no obstante tanta luz, tanta ciencia y tanta verdad, seguimos á oscuras, sin esperanza de remedio.
Esta charada tiene una solución muy sencilla: la comisión nombrada para examinar el gas se dirigió, como era muy natural, al gasómetro, lo mas cerca posible, no sólo del gas, sino de la empresa, la cual, y para el uso de su propia oficina, disfruta, al pié del depósito, el máximun de presión, y por consiguiente de luz, la cual examinada por los peritos y sin examinar, resultó bien.
Pero es claro que si la comisión en lugar de examinar los quemadores al pié del Gasómetro en San Lázaro, y de día, hubiera examinado los de la Alameda y de noche, hubiera cambiado su dictamen, asegurando lo que es cierto y sabe todo el mundo y es que para el servicio del alumbrado de la ciudad es insuficiente un solo depósito en San Lázaro; y tras este dictamen el Ayuntamiento se hubiera visto en la necesidad de exigir á la empresa la construcción de nuevos gasómetros al poniente de la ciudad, todo lo cual ya no hubiera pertenecido al primer arranque, que, como el gas, se había ido extinguiendo lentamente hasta volver á quedar todos á oscuras y resignados.
México sería muy feliz y las cosas caminarían á pedir de boca, si encontrara la mañera no sólo de utilizar sinó de repetir los primeros arranques, en cuya repetición es precisamente en lo que consiste la firmeza y la perseverancia.
Las sociedades mutualistas subsisten porque en la renovación de funcionarios aprovechan el primer arranque de los nuevos; como el himeneo subsiste porque aprovecha el primer arranque de los novios.
El lujo
Cuando la industria hubo satisfecho todas las necesidades de la sociedad organizada sintió el impulso que la iba á llevar por el camino de su progreso hasta llegar á las maravillas del arte. Ya había vestido al hombre y colmado su hogar de todas las comodidades de la vida, ya había provisto á todo lo útil y á todo lo necesario, y seguía en su camino infatigable, y laboriosa, en busca de un ideal, asombrando al mundo con sus productos y sus creaciones.
El telar es uno de los mas grandes prodigios de la industria y que llenará de admiración todavía á muchas generaciones, sea cual fuere el grado de civilización que alcancen en el porvenir; el telar es una de las mas grandes conquistas del ingenio humano, que no será suficientemente elogiada. Con nadie es mas ingrato el mundo que con los inventores y perfección adores de esas máquinas ingeniosísimas, que producen los tejidos de lujo. Esas telas deslumbran por su riqueza, seducen por su vista, y la imaginación del que las contempla, absorta en el artefacto, casi nunca se ocupa de su autor, ni mucho menos de ese verdadero milagro de la mecánica y de la matemática, que se llama telar, que es la hada encantada de la industria moderna. No hay más que contemplarla por un momento manejando miles de hilos finísimos que suben, bajan y voltean, y se esconden y se enredan, cosiendo, bordando, tejiendo, dibujando, calando, modelando, realzando y matizando con una pasmosa exactitud matemática, con una destreza inconcebible, con una limpieza sin ejemplo y con una precisión que realiza la idea de lo definitivamente perfecto.
Pero nadie piensa en ese prodigio, incomprensible para la mayoría de las gentes, y cuyo mecanismo complicadísimo cansa la imaginación y abruma la comprensión del que pretende explicárselo. Yo he elevado el himno mas ferviente de mi alma al Hacedor de la criatura inteligente, cuando delante de una de esas máquinas, he palpado cómo el hombre ha trasmitido su vida, su movimiento, su poder y su inteligencia á la materia, convirtiéndola en una especie de sér organizado que piensa, que obedece y que trabaja.
Cuando en medio del ruido peculiar que producen esos roces, de giros, de fuerzas y de movimientos, se contempla aquel fantasma de hebras de todos los colores, elegir las que necesita, retirar las que estorban, tramar las que enlazan, aflojar las qué cosen, matizar las que cuadran, escoger las que no han de verse, y tejer, unir, calar, realzar y dibujar hojas y flores con contornos y escorzos, y sombras, toques, luces, relieve y brillo; no parece sinó que una inteligencia, superior á la humana, está encerrada en aquel prodigio de la industria.
El telar, aún en su estado rudimentario, cambió el aspecto de los pueblos de Oriente; despojó á los reyes pastores de la piel de tigre para entregarles la tela color de púrpura, y al telar debieron las fastuosas cortes asiáticas gran parte de su esplendor y magnificencia. El trabajo manual de miles de esclavos producía las vestiduras de los reyes. La China, una de las primeras naciones industriales del mundo, con sus millones de gusanos y sus millones de súbditos, hacían entre las crisálidas y entre los bambús el silencioso trabajo de Penélope, en medio de la forzosa concentración del espíritu en la esclavitud irredimible.
Nacía entre esperanzas é intuiciones esa divinidad dominadora, el dios del lujo, que había de prestigiar la teocracia de los primeros reyes, dorar los templos, arraigar la idolatría y revestir con los mas deslumbrantes atavíos al hombre que se hacía dios sobre la tierra; dividía con Brahama las castas, dedicaba la púrpura á los reyes, y surgen todavía desde entonces legiones y legiones de esclavos, aherrojados al carro de esa deidad, cuyo reinado comienza en el Indostán cuatro siglos antes de Jesucristo y que, extendiendo su dominación entre todas las razas orientales, resiste á todos los cataclismos y á todas las vicisitudes de la historia, hace tributarios suyos, como lo acostumbraban todos los pueblos conquistadores, á los vencidos; avasalla á las artes apenas nacen en Grecia, roba sus secretos á la ciencia, que, aunque libre, presta dócil su contingente á esa divinidad pagana, que se apodera después del culto católico para que el lujo reine en las pagodas y en las catedrales, en la religión y en las costumbres.
Numen de mil industrias riquísimas, dá creces al comercio del mundo, para levantar y derribar fortunas; dá nuevo aspecto á las sociedades que lo adoran como á un dios y le tributan culto y homenaje, y caudales de vida se derraman para que exista ese irresistible ideal de la existencia humana.
Pero tras de los potentados que forman su cohorte, tras de las naciones ricas que lo exhiben en sus monumentos, en sus paseos, y en sus edificios, viene una falange de personas pobres y de naciones pobres, que recogen los recortes de oropel para ataviarse, queriendo que el lujo que nace en el Indostán y reina en las fastuosas ciudades europeas, venga á visitar la «ciudad de los palacios» y á pasearse con las beldades domingueras en el Zócalo.
El Zócalo, ese sambenito municipal, que tan exacta idea dá de nuestra pobreza pretenciosa, tiene su ayuntamiento que lo cría y lo amamanta, su plebe, feliz de sentarse en bancas de hierro después de haberlas desprovisto, robándoselas, de todas las perillas de plomo que las adornaban, después de haber arrancado los adornos y argollas de las farolas; tiene sus carcamaneros ó vendedores de barquillos, enviados allí por la inmoralidad pública á engendrar la pasión del juego de azar en el corazón de los niños; tiene sus dulceros sucios, su música oficial, y por último sus beldades zocaleras, últimas sacerdotisas de la deidad reinante, envueltas en raso maravilloso tramado de algodón.
La pasión del lujo es un monstruo insidioso y artero que roe el corazón de las sociedades para alimentar los costosos talleres de la industria con el propio dinero de sus víctimas. Pocos, poquísimos ricos lo sostienen victoriosamente, sin menoscabo moral y sin transacciones con la virtud.
En las fortunas escasas y mediocres, causa los desplomes, las ruinas, la vergüenza y el crimen; y en los pobres, además de la parodia y la vanidad sainetesca del grajo de la fábula, causa casi siempre las caídas mas escandalosas de la miseria y la abyección.
El lujo aparece en la mejor de sus fases, cuando se ostenta por una nación civilizada en sus hospitales, en sus establecimientos de beneficencia pública, de instrucción y de recreo, cuando después del orden de la administración y la munificencia en los gastos empleados en llenar el objeto, rebosa el sobrante en la construcción de edificios monumentales, como homenajea la civilización, á la filantropía, á las artes y á las ciencias.
Un gremio numerosísimo de desheredados corre en pos de la deidad, sin maldita la aprehensión del ridículo; es un gremio feliz que se contenta con engañarse á sí mismo, usando piedras falsas y doublé, y géneros tramados y todas las cosas que llaman «de imitación;» y acicalados con las plumas del pavo, se pavonean, por esas calles de Dios y por ese Zócalo, exhibiendo su munificencia zarzuelesca.
Hay también muchos cronistas, optimistas de índole y candorosos de carácter, cronistas felices también porque les gusta todo; de esos cuyo oficio es aplaudir, y para quienes todas las señoritas que se casan son, además de virtuosas, hermosísimas; cronistas boquiabiertos y miopes para quienes todas las telas son ricas, todos los encajes finos, todas las piedras brillantes, todas las feas encantadoras, todas las reuniones elegantes, y todo lo que ven irreprochable.
Las horcas caudinas de la crónica obligatoria los tiene lelos, y palmotean automáticamente siempre que se trate de lujo.
No ha faltado cronista que con la mejor intención del mundo, y puede ser que hasta sintiendo algún arranque misterioso de amor patrio, elogió no hace mucho la riqueza del traje con que la señora del ministro mexicano en Inglaterra se presentó en el besamano de la Corte.
El mismo señor ministro al leer en Londres esas noticias me escribe lo siguiente:
Querido amigo:
Lo que ha visto usted publicado en México sobre la elegancia y lujo de Laura en la corte, es una de tantas exageraciones de periódicos de sociedad y modas, que no sólo á Laura, sinó á otras muchas señoras elogiaban descompasadamente por lo que hace á sus vestidos. Agradeceré á usted que en alguno de sus artículos, y aunque sea de paso, ó como mejor le parezca, diga que si mi señora, al ser presentada en el «drawing room» ó besamano, estaba vestida con algún gusto, no tenía puesto nada de gran valor, como otras señoras de esta corte; porque yo no soy rico para poder costearlo, ni vanidoso para arruinarme por llevar las apariencias mas allá de lo que exige mi decoro como representante de México, Tenía Laura un vestido bordado de perlas como se ha dicho, pero perlas de imitación ó falsas, pues era de un género con ese adorno, y bastante conocido por ser ahora de moda, hallándose al alcance de todas las fortunas.
Digo esto porque no ha faltado persona tan candorosa en México que ha creído que mi esposa eclipsó con sus perlas y su fausto á las señoras de esta riquísima aristocracia, sorprendiéndose naturalmente de mi improvisada á incomprensible riqueza. Semejante error depende no sólo de ignorancia en quien tal cosa há creído, sino de la natural exageración en los «reporters» ingleses, así como de los comentarios con que periodistas mexicanos amigos míos, y con las mejores intenciones en mi favor han llamado la atención de nuestro público hacia el vestido de mi mujer en una ceremonia. Sin embargo, yo no quiero quedarme con la reputación, siquiera sea entre pocos, ni de rico misteriosamente improvisado, ni de loco y aturdido que pretende esa apariencia.
Su afectísimo amigo que no le olvida y le desea felicidades.
Ignacio Mariscal.»
Este rasgo que honra sobremanera á nuestro Ministro pone de manifiesto la inconveniencia de las exageraciones de los revisteros.
La visita de digestión
¡Qué es eso! preguntó doña Rosa con mucho interés, porque era dispéptica.
—La visita de digestión! contestó un pollo que tenía mucha confianza en la casa, vaya! todo el mundo sabe lo que es la visita de digestión.
—Menos yo, replicó doña Rosa, y cuidado si me importa saber todo lo que se refiere al estómago; porque lo que es el mío me tiene aburrida. Explícate Alberto y dime por fin qué es eso.
Alberto que hojeaba un álbum.—Que se le explique á usted Esther, ella fué la que lo dijo.
—Yo no me doy tono de saberlo, como Alberto, y confieso sin embozo que no sé lo que es visita de digestión: contestó Esther, y precisamente porque no lo sé, me ha estado labrando la frase desde que se la oí á ese joven de la Legación que vino anoche.
—Pues estamos frescos! dijo doña Rosa, No hay cosa peor que estar oyendo una palabra sin entenderla.
Alberto que en la materia estaba tan á oscuras como los demás, vislumbró un rayo de luz; recordando efectivamente que el joven de la Legación había dicho que tenía que hacer la visita de digestión á N., creyó haberlo comprendido todo, y con la seguridad de que sabía más que todos.
—La visita de digestión, dijo con tono magistral, es la que está uno obligado á hacer á los pocos días después de haber sido invitado á comer.
—Cómo es eso de obligado! exclamó doña Rosa. Quién ha impuesto esa obligación?
—La costumbre, contestó Alberto.
—Es la primera vez que oigo semejante cosa. Lo que soy yo, he sido convidada á comer muchísimas veces en mi vida, y no por eso me he creído obligada á hacer semejante visita. Esas son invenciones de Alberto.
—No son invenciones mías, Rosita, pregunte usted á personas competentes y experimentadas.
—Ya se ve que sí. Preguntaremos; pero sólo para probarle á usted que eso de la visita de digestión es un absurdo.
Dª Rosa, era una de esas personas refractarias á toda innovación y á todo aprendizaje. Y como además era mayor de edad, y por su posición había tratado muchas gentes, y dado muchas comidas, en las que siempre había recibido los elogios y cumplimientos de sus comensales, estaba enteramente segura de que nada tenía que aprender en esta materia.
—Habráse visto, decía, venirme á mí ahora con que se tiene que hacer visita después del convite! y luego, quién lo dice! un pollo sin experiencia y sin sociedad como Alberto.
Picada doña Rosa no quitó el dedo del renglón y se propuso hacer tema de sus inmediatas conversaciones lo de la visita de digestión.
En la noche le preguntó á un señor muy pulcro y muy bien educado, que era visita de la casa hacía algunos años.
—Le diré á usted, Rosita, le contestó aquel señor. Efectivamente entre nosotros no es una costumbre muy generalizada de hacer una visita después de haber concurrido á una comida ó á cualquier otro convite; pero en realidad de verdad, ésa es la regla prescrita por la buena educación.
—Quiere decir, interrumpió doña Rosa, que, los que no hacemos esa visita, somos mal educados.
—No, Rosita, no digo tanto, y he comenzado por decir que entre nosotros no está generalizada esa buena costumbre.
—Eso es. No está generalizada. Estamos conformes. Pero lo que yo pregunto ahora es esto. ¿Los que no hacemos la visita de digestión, cometemos una falta?.
—Respecto á las leyes de urbanidad, no puede negarse que ésa es una omisión, pero respecto á nuestras costumbres es otra cosa, porque.... en fin, usted vé que nadie practica esa regla.
—Eso es lo que yo digo. De manera que no hay en ello falta ninguna.
—No hace mucho, me decía un personaje, continuó el señor pulcro, que había experimentado un desagrado profundo después del primer convite que hizo en México, al ver que las personas invitadas no habían vuelto á verle después de la comida; que hasta llegó á tomar como una muestra de estudiado desvío la omisión de la visita que esperaba, y se persuadió de que su tentativa para estrechar sus relaciones con sus convidados había salido fallida. Consultó el hecho con algún otro extranjero que había residido mas largo tiempo que él en México, y lo tranquilizó, manifestándole que aquí no se llevaba muy extrictamente esa costumbre.
—Acabara usted! Ya lo comprendo ahora exclamó doña Rosa; se trata de una costumbre europea. Yo he tenido razón al sostener que eso no reza con nosotros; por que cada uno en su tierra tiene sus prácticas y sus costumbres. Cosas de los extranjeros habían de ser! Pues ya se lo digo á usted; yo por mi parte estoy cansada de convidar á comer en mi casa á multitud de personas, y hasta, ahora ninguna me ha salido con la pata de;: aquí estoy porque vengo á hacer la visita de digestión; no señor, los convido, vienen, comen y se van, y hay veces que se me pasa un año para volver á ver á alguna de las personas que comieron con nosotros. Sin ir muy lejos, mi compadre Gutiérrez: viene cada año el día de mi santo, pasa el día con nosotros, come, brinda por mí en la mesa, se va y adiós, hasta el año que viene, el mismo día de Santa Rosa de Lima.
—Efectivamente, ésa es la costumbre de muchas gentes, dijo el interlocutor de doña Rosa.
—Y ahora que me acuerdo, ¿conoce usted á las R...
—Sí, conozco á toda la familia.
—Ya ve usted qué entonadas son y qué pataratas. Como que han estado en Europa y la echan de aristócratas no es extraño que hayan creído que yo soy una persona mal educada.
—Pues qué ha pasado?
—Nada, que las convidé á comer un día.
—Ya me acuerdo.
—Vinieron todos y comieron con nosotros. A los pocos días ahí están las R; cosa que las agradecí mucho á las pobres y recibí su visita como una prueba de su estimación. Quedé de que las iría á ver muy pronto, y semanas y semanas y nada. Para no cansar á usted, llegó el día del santo de la señora y nos convidaron á comer, y fuimos; fuimos, sí señor, y comimos muy bien, porque ya sabe usted que allí es todo de lujo. De esto hará como seis meses, y ni las R... han vuelto á hacernos una visita ni nosotros tampoco.
—Pero por qué, señora?
—Qué quiere usted! achaques que no faltan; ya que el catarro de Juan, que le dió tan fuerte; ya que Pancho viene tarde, ya que las noches están malas, ó que tenemos visitas, ó lo que usted quiera; el caso es que se nos ha ido pasando el tiempo, y meses van y meses vienen, y nosotros no podemos hacer por fin la visita á las R.„. Se pudiera decir que hemos quebrado.
—Cuánto lo siento!
—Y ahora estoy cayendo en cuenta. Mire, usted, las R..„ son personas de etiqueta muy pegadas á todas esas monerías y es seguro que la visita aquélla que nos hicieron, fué la consabida visita de digestión. ¿No le parece á usted?
—Por de contado. Supuesto que son tan cumplidas.
—Pues bien. En seguida nos convidan á comer, no obstante no haberles hecho ninguna visita. Vamos á la comida y desde ese día no las hemos vuelto á ver para nada.
—Ah! pues está claro, dijo el señor. Las R, esperaban la visita de digestión; usted no la ha hecho y ellas dan por cortadas las relaciones con ese desaire.
—¡Cómo desaire!
—Digo. Eso es lo que las R... han de pensar, supuesto que ellas tienen esa costumbre.
—Ya usted lo ve, por eso no me gusta á mí tratar con «personas de cumplimiento» que andan con todas esas «etiquetas» ridículas. A mí me gustan las amistades francas y sin cumplimientos.
—A mí también, dijo entrando en la sala una persona.
—Oh, Licenciadlo, tanto bueno por acá! exclamó doña Rosa. Pase usted á sentarse.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes, Licenciado.
—De qué se trataba?.
—De la visita de digestión, dijo riéndose doña Rosa. Usted sabe lo que es eso?
—Sí, Rosita. Todo el mundo lo sabe.
—Todo el mundo? Eso sí que no; porque á mí me ha cogido de nuevo.
—Es posible?
—Si, Licenciado, y debe usted convenir con nosotros en que ésa es una costumbre nueva que pretenden introducir aquí los extranjeros.
—No soy de esa opinión. Eso no tiene nada de nuevo. Esa visita es de rigor entre personas bien educadas.
—Adiós de mí! exclamó doña Rosa, pues con otro testigo me ahorcan. A lo mejor va resultando que yo soy una persona sin educación.
—Pero quién ha dicho eso, Rosita?
—Todos: el señor y usted que dicen que esa visita es de rigor. Yo sostengo que eso será en otras partes, pero no en México.
—Vea usted, Rosita. Lo que es de rigor, lo es en todas partes. Lo que sucede es que en México, ésa y otras muchas reglas de urbanidad, no se practican por toda clase de personas.
—Adiós! Ahora está peor el cuento! y yo voy resultando ser de «la clase» de personas que no practican las reglas de urbanidad. Pues le diré á usted Licenciado, que empiezo por negar que ésa sea una regla de urbanidad.
—Eso sí me consta, Rosita. Yo tengo muy buena memoria, y recuerdo perfectamente que esa visita está prescrita en el código de urbanidad, y tiene por objeto manifestarse agradecido al obsequio ó agasajo recibido; porque convenga usted, Rosita, en que esto que le den á uno de comer bien, ó que lo llamen para disfrutar de una reunión, de un baile ó de un concierto, es cosa de agradecerse; y parece muy natural, no darse por bien servido, sinó corresponder á la manifestación ú obsequio amistoso con tomarse la molestia de hacerse presente á los pocos días. Esto me parece muy natural y no sólo, sino que sin la práctica de esta regla no es posible estrechar los lazos sociales, que es precisamente el objeto de las reuniones y las invitaciones á comer.
—Todas esas son argucias de licenciado, dijo doña Rosa; yo nunca he hecho esa visita, ni me la han hecho á mí, en lo cual han hecho muy bien mis amistades, porque bastante favor me hacen en venir á mi casa, cuando las convido, y ya no me creo con derecho de exigirles que vengan dos veces.
Tanto el licenciado como el otro señor, comprendiendo que doña Rosa no había jamás de cambiar sus costumbres, mudaron de conversación.
La adquisividad
Licurgo dividió el territorio de la de Esparta en treinta di partes para repartirlas entre nueve mil familias espartanas y treinta mil periecos, y eso sin consultar préviamente si los espartanos tenían desarrollada la protuberancia del cráneo á la que la frenología atribuye la propensión á adquirir. Quería Licurgo que cada uno de los defensores de la patria defendiera lo suyo con el doble caracter de propiedad particular y de territorio nacional.
Sea ó no el resultado de una protuberancia huesosa la adquisividad, ha sido desde el origen de los pueblos la primera prenda de la estabilidad social y uno de los primeros alicientes del amor á la patria.
La adquisividad ha engendrado el espíritu de conquista, y los pueblos de la antigüedad se han despedazado unos á otros durante siglos merced á su propensión á adquirir territorio. La adquisividad, arma de valor heroico á los navegantes portugueses, trae á Colón al Nuevo Mundo y en seguida á Cortés, cuya propensión á adquirir también, comprobada por la historia de la conquista, no le va en zaga á la de los denunciantes del hospital de Jesús.
¿Qué sería del mundo si los hombres no contáramos para nada con esa inapreciable tendencia de adquirir? la humanidad seria todavía cazadora, carnívora y salvaje.
Por la adquisividad hubo agricultura y arquitectura, artes, y sobre todo industrias. Todas ellas tienen casi el exclusivo objeto de fomentar la adquisividad.
A imitación de Licurgo, Manuelito Carrera nos ha repartido el territorio de la República de la Castañeda á treinta mil periecos, casi tan pobres, los más, como aquellos espartanos, propietarios de la noche á la mañana en virtud de una ley.
La adquisividad nuestra se despertó á la idea de colonizar la Castañeda; idea á su vez engendrada por la adquisividad de Manuel Carrera.
Esta preciosa facultad ha hecho los milagros de la opulencia, y por ella existen en el mundo los millonarios; sólo que si lo poseído guardara relación con el desarrollo del órgano huesoso de la frenología, la casta de los ricos, especialmente en los Estados Unidos, necesitaría usar sombreros de una forma especial y algunos, como Vanderbilt, serían una especie de unicornio mitológico.
La adquisividad tiene el defecto de engendrar ladrones; pero esto depende de las pasiones humanas, y del «modus faciendi;» porque la tendencia en sí no tiene nada de malo: al contrario ella ha cambiado la faz del mundo.
En nuestros indios esa facultad es completamente nula, por cuanto á que los pobres se abstienen intencionalmente de adquirir, porque nó se lo roben, y una masa considerable compuesta de individuos de raza mixta, vive con el día por la misma razón. Las condiciones domésticas de tiempo inmemorial inveteradas ponen al barretero de las minas y al jornalero en la necesidad de gastar toda la raya en sábado y domingo, porque no tienen dónde guardarla, y por otra parte en esa clase de adquisividad ha asumido todo el carácter de rapiña, ó sea el de adquirir lo necesario para el momento, aún sin el consentimiento de su dueño.
El bienestar social está en relación de la multiplicidad de hogares domésticos. Por eso el exceso de concurrencia en los cafés, en los garitos y en las loterías son un síntoma de malestar y decadencia. En todos los centros de civilización se está procurando hace tiempo proporcionar cierto número de comodidades domésticas á las clases pobres, porque el hogar doméstico es el santuario de los deberes, la cuna de las afecciones, el objeto mas noble de las aspiraciones del hombre, el teatro de las virtudes, el verdadero consuelo, ta verdadera paz y la verdadera dicha; pues como dice muy bien Zimmerman, no hay felicidad posible fuera del hogar doméstico.
Y si algún pueblo del mundo necesita una protección decidida á efecto de proporcionarle las comodidades del hogar es el pueblo nuestro, en el que predominan el estoicismo y la indiferencia de la raza indígena, que entre los que pueblan la tierra está considerada como raza cansada y caduca, como originaria de una civilización tan remota y perdida para siempre en la historia del mundo.
Hay algunos millones de habitantes en nuestro territorio, que basta con que en ella sea, como hemos dicho, casi nula la tendencia de adquisividad legítima, para constituirse en una masa estacionaria é inerme en el gran trabajo del progreso nacional, limitando su producción y su consumo en un estancamiento rutinario y perenne.
La mas ligera modificación en el vestuario de esos millones de habitantes, el mas pequeño adelanto personal, como el uso de pantalones y de zapatos, emplearía un gran impulso á las industrias, al comercio y al movimiento del capital; y este adelanto prepararía los subsecuentes; porque es mas fácil progresar, una vez impreso el movimiento, que desarraigar rutinas inveteradas y costumbres que han tomado con los años el carácter de estado definitivo y absoluto.
Ya en alguno de nuestros Estados, y echando á un lado escrúpulos contencioso-democráticos, ha habido gobernador, á quien causándole rubor que el pueblo se presentara en público en paños menores, ha prescrito el uso de los pantalones. Si este ejemplo se imitara en nuestro Distrito y en todas las capitales, serviría de una lección provechosísima á los millones semi-desnudos, cuyos individuos tendrían por la primera vez la noción del respeto público, la noción del deber de respetar las costumbres de la mayoría civilizada; y esta coacción saludable pondría á esas masas en el camino del progreso común, y en la posibilidad de seguirse civilizando, que es la gran misión de los pueblos todos de la tierra.
El primer paso al mejoramiento individual es el aseo y la compostura. No es cho que, á nombre del derecho de adquisividad y de las masas desnudas, aboguemos porque se pongan los pantalones, Y por más que tengamos la vista acostumbrada á esas desnudeces, su inconveniencia saltará á nuestra mente imaginándonos que en lugar de adquirirlos ellos nos los quitávamos nosotros.
Los niños con falda
La sabia naturaleza ha ordenado la impresionabilidad del cerebro de los niños para advertir á los hombres que se encargan de educarlos que, como en cera blanda, habrán de grabarse allí las imágenes, las lecciones y los ejemplos. Hay impresiones recibidas en la niñez que toman el carácter de imperecederas, que no se olvidan nunca y que en la mayor parte de los casos, influyen, mezclándose en las impresiones subsecuentes hasta determinar un rasgo distintivo del carácter.
Lo que muchos llaman vocación no es otra cosa que una serie de impresiones recibidas en la niñez, que logrando formar más relieve, digámoslo así, en el cerebro, han sido guía de las ideas, de las obras y del criterio posteriores.
En la limitada educación del indio bárbaro, el niño que, robado al aduar florecería en un liceo, recibe una serie de impresiones de la vida salvaje, y esas impresiones predominan en él hasta formar su carácter, sus tendencias, sus costumbres y su manera de ser definitiva.
La multiplicidad de impresiones que el niño recibe en la ciudad civilizada, forma la multiplicidad de caracteres, de tendencias y de propensiones de los individuos; pero en medio de esa variedad de impresiones, las predominantes son por lo general las que forman al hombre. Por eso es tan árdua, tan difícil y tan trascendental la cuestión de educar; y ese período de la formación del sér moral está sujeto á tantas vicisitudes imprevistas, á tantos giros ocultos, á tantas deducciones erradas y á tantos cambios insensibles, que, por desgracia son todavía impotentes al magisterio el celo paternal y el mas asiduo esmero para evitar que detrás de la educación y formación ostensible del niño, no estén ocultas ya, como sabandijas venenosas entre las malezas, los gérmenes del vicio.
Los que están acostumbrados á tratar muchos niños y se sientan á la vez dotados de espíritu de observación y de gran penetración para conocerlos, convendrán en que hay en el niño una duplicidad inevitable, que nace de la duplicidad de teatros en que obra: el teatro de los niños y el teatro de las personas grandes. El niño nunca es uno mismo en ambos círculos; y la manera de conocerlo es observarlo en sus reuniones íntimas al lado de sus compañeros, sin que note que se le estudia, y aún así y todo, hay niños profundamente reservados que tienen para sí ideas que no se atreven á confiar á sus mismos compañeros.
Al padre de familia le sorprenden las faltas y las maldades de su hijo, y está siempre lejos de confesar que tal falta es el resultado lógico y preciso de ciertos precedentes; la falta del hijo es por lo común inesperada, y aflije tanto más al padre, cuanto que éste, parcial consigo mismo, no busca la explicación en su propia conducta, ni en la manera con que su hijo ha sido educado.
Ahora bien: el teatro de los niños debe ser preparado convenientemente, para rodearlos, hasta donde sea posible, de impresiones que les sean provechosas. Sus ejercicios corporales deben ser dirigidos á procurar el desarrollo físico, la agilidad, la destreza, la fuerza y la virilidad; y, en todo caso, alejarlos de prácticas y diversiones que estén en contradicción con el espíritu de la educación varonil.
Muy agradable es contemplar un grupo de niños jugando á los soldados, ó haciendo ejercicios de fuerza y de destreza, al paso que sería repugnante ver á varios niños jugando á las muñecas.
Pero no todos los padres, ni todos los maestros son bastante escrupulosos en la observación de ciertas leyes generales de la educación; y un amor y una condescendencia mal entendida, los convierte á veces en cómplices de actos que, pasan como por verdad de materia ó como circunstancias transitorias y sin ninguna trascendencia, cuando, si bien se examina, encierran un verdadero peligro y dejan una huella que á veces no puede borrarse nunca. Me refiero á las comedias caseras, ó representadas en público, en las que, por salvar de un salto la dificultad de encontrar una niña actriz, encomiendan esta espinosa tarea al niño mas bonito; más todavía, al niño que no le repugne, como á la mayoría de sus compañeros, vestirse de mujer para hablar de amor en público con otro niño.
A la mayoría de las gentes les cae en gracia esta promiscuidad, y toman la cosa á guasa, y aplauden al niño que, entre otras dotes naturales, tiene la intención cómica bastante para ocultar su sexo.
Estas promiscuidades repugnantes no son tolerables ni aun entre cómicos de baja ralea; porque si bien hacen reír al vulgo necio, son despreciables para las personas sensatas, porque la afeminación es una de las corrupciones mas repelentes, sea quien fuere el individuo, que en tal aberración incida, aunque sea en apariencia.
Las leyes de policía no permiten en ninguna parte el disfraz femenino ni en pleno carnaval; quiere decir, ni en el salón á donde concurren libremente las clases degradadas de la sociedad.
Nos sorprende por lo mismo que el público en general tolere, ya sea con el mas loable de los pretextos y aún por vía de broma, el espectáculo de niños educandos vestidos de mujeres; y más todavía, que aplauda el poco envidiable talento de persuadir á los espectadores con los atractivos, mimos, monerías, gentileza, donaire y coquetería del bello sexo.
Tal papel es una especie de gana-pierde, en que lo peor que le puede suceder al actorcillo en ciernes es hacerlo bien; á más de que las impresiones que cause entre sus compañeros, no son de las que aspiramos todos á causar á nuestros semejantes, ni mucho menos.
Que los alumnos de nuestros planteles nacionales hayan dado en ser soldados, es una aspiración que merece aplauso; porque en todo caso, ése es un entretenimiento provechoso, un ejercicio varonil, y el sentimiento que despierta en la juventud, es el de la defensa de la patria; pero entre esta y vestirse de raso, y hacer la Marica, y ponerse polisón, y pecho de lana y onditas en la frente, va su diferencia.
Que jueguen los niños á soldados, que sueñen en ser generales, que tomen por ideal á Napoleón, son tendencias plausibles y varoniles que cederán en beneficio de la juventud y de la patria; pero que ni de chanza jueguen á Maricas, tomando por ideales y por modelo individuos del sexo hermoso.. Cada cosa en su lugar, quiere decir en el lugar en que la colocan la naturaleza y la moral; y si para disculpar tan inconveniente promiscuidad se alega que hay razones poderosas que hacen imposible la sociedad de niños y niñas, entonces en lugar de hacer comedias hagan evoluciones militares y el público de ambos sesos quedará mas satisfecho.
El jarabe de pico
Desde que apareció el cólera en Marsella, se ha publicado en los periódicos mexicanos una verdadera biblioteca compuesta de todos los métodos conocidos y desconocidos para combatir la terrible epidemia; de todas las prevenciones higiénicas que la ciencia aconseja poner en práctica, antes y durante la invasión del asolador viajero; de todas las recetas, específicos, hierbas, y antídotos; y de todas las precauciones que toman en la actualidad las poblaciones de Europa, mas afortunadas que la nuestra en materia de dotación municipal; historia del cólera, teoría de los microbios, tratamiento en los hospitales de todo el mundo, teoría de los lazaretos, utilidad de las hermanas de la Caridad en tales casos, y todo en fin, cuanto pueda necesitar un colérico erudito para morir á gusto.
Qué más? ha hablado nuestro Congreso nacional de higiene, y ha dicho cosas magníficas; ha tratado la cuestión «pro famonori», no se le ha quedado nada en el tintero, y como cuerpo científico ha cumplido en conciencia con su cometido, pronunciando hasta la última palabra en tan árdua é importante materia.
En cuanto á salubridad pública (y que me desmienta Gayosso) estamos en nuestra época mas floreciente; no se mueren todavía mas que cuarenta por cada mil habitantes; quiere decir, más que en Marsella; y esto de morirse se va volviendo entre nosotros una cosa no sólo sencillota y natural, como lo es de suyo, sinó perfectamente indiferente y hasta divertida; estoicismo en el cual les aventajamos á los hijos de Brahma.
No ha mucho tiempo, cuando se moría algún prójimo, se dignaba hacerlo con más circunspección y miramiento; iba en carro que rodaba pausadamente sobre las piedras, y era seguido de un cortejo fúnebre que cerraba las ventanillas de los coches, que caminaban con ese paso tardo y pesado de los duelos, en los que correr ó brincar hubiera sido una profanación: el paso de los coches tenía mucho de solemne, era el paso de la muerte, el último camino, el paso á que camina el reo que va al patíbulo, el paso del doliente á quien el paroxismo del dolor abate y descoyunta, era el duelo, en fin, en carácter, y tan imponente, que los transeúntes se paraban, se descubrían y enviaban un sudario mental al muerto.
Pero el espíritu ferrocarrilero descendió á este valle, y reconociendo con una sola ojeada la buena calidad de los pantanos que nos circundan, y que vivimos sobre depósitos de miasmas, detritus, microbios, gases y demás combinaciones mortíferas, capaces de acabar con la población, comprendió que habían de llegar á ser más los muertos que los vivos, y construyó un camino de hierro no á las minas de cuarzos argentíferos sino á la de los panteones, para poder vaciar esta; piscina de cuatrocientas mil almas de un golpe, el día menos pensado y con toda la comodidad apetecible.
La autoridad municipal se dejó seducir, como se comprende desde luego, y se olvidó adrede de la compostura y de la solemnidad que requieren los entierros, y se olvidó del respeto á la muerte y de que la jarana y la fiesta y el libre tránsito de los vivos, es incompatible con el acarrear de restos mortuorios: se olvidó, en fin, de que uno es el camino de la vida y otro el de la muerte; y olvido semejante determinó el grotesco desfile de los pobres muertos al trotar de las mulitas, al tronar del látigo y al chirrido de las trompetas destempladas; y en Jifa todos, unos tras de otros, van vagones de vivos respirando una columna de aire impregnada de emanaciones cadavéricas de los pobres tifoideos que corren por delante.
¡Repugnante tragín de cadáveres, ante los cuales ya nadie se santigua, ni se descubre, ni reza, porque van al trote con su cochero alegre que da garrote y chicotea, y loca la trompeta y chifla á algún vale ó blasfema si tropieza un macho. Y cuando los tales vehículos, cuyas muías jadean sudorosas y azotadas, llegan á las afueras, sin moderar el paso entran en el camino legítimo de la muerte, formando un cordón de puros muertos y dolientes, unos que van y otros que vienen, unos de subida y otros de bajada, unos con muerto otros de vacío, y los carruajes de la muerte se saludan y se chiflan con menos miramientos de su carga que Carón en la laguna Estigia.
Ahora bien: supuesto que todos somos mortales y los del Valle de México mas todavía que los habitantes de las orillas del Ganges, no tenemos nada por qué apurarnos, una vez que estamos realizando el milagro de vivir á pesar del Ayuntamiento; y en materia de higiene, de saneamiento de la capital, de limpia de atarjeas, de construcción de albañales, de reglamentación de casas de vecindad, de abastecimiento de agua potable y, sobre todo, del conocimiento de lo que se debe hacer, estamos tan en nuestros cabales, y tan penetrados de la teoría, y tan eruditos en la materia, que no nos coge nada de nuevo. Es cosa que para probar que la muerte entra á esta bienhadada ciudad mezclada con el agua, se acaba de publicar un libro, al cuarto siglo de edad de los arcos, en que se nos hace caer en cuenta, con mucha justicia, que las aguas potables recogen en su curso los materiales orgánicos y gaseosos de la atmósfera pantanosa de los alrededores de la capital, y los polvos de diferentes géneros suspendidos en el aire; y que las aguas de Santa Fé y los Leones, son empleadas en su largo y descubierto trayecto, en una friolera, en el lavado de ropa. De manera que la tal agua viene sazonada con todas las inmundicias consiguientes, y hasta con gérmenes de enfermedades infecciosas.
Dada nuestra sabiduría en materia de tan vital importancia, no;se dirá que si viene la muerte ha de cargar con nosotros por ignorantes, puesto que sabemos del pe al pa todo lo que nos importa.
Ahora, en cuanto á la práctica de todo eso que sabemos bien, tenemos nuestra panacea universal, nuestro remedio infalible. Es un jarabe, no de ninguna farmacopea nacional ni extranjera, sinó de nuestro pueblo, él inventó el «jarabe de pico» para significar todo aquello que nunca pasa de la teoría á la práctica, y está probado que con este jarabe milagroso nos la vamos pasando en muchas cosas.
Conocemos un inquilino cuyo ánimo apocado en materias de cólera y otras plagas, por tanto como se cuenta y se vé de todos estos azotes, solicitó del propietario la limpia de los conductos de desagüe de la casa que ocupa. El propietario mandó hacer la limpia interior, y la obra se detuvo en el dintel de la puerta, porque destapar caños de puertas afuera incumbe á la Obrería Mayor, cuya intervención se ha estado solicitando por inquilino y propietario hace tres semanas, sin que hayan conseguido hasta ahora que el caño se desazolve.
La razón es muy obvia. Tanto para librarnos del cólera, coto o de todas las demás enfermedades palúdicas que nos aquejan, se ha hecho ya todo lo que está en nuestro poder: el jarabe. Y supuesto que para poner en práctica el saneamiento de la ciudad y los medios preservativos de la epidemia que nos amenaza, se necesita mucho dinero y ése no lo tenemos, muy natural es reducirnos á curarnos á lo pobre, con el jarabe de pico.
La evolución social
Hay una fuerza mas poderosa que las razones de la justicia, de la moral y de la propia conservación, que determina lo que los sociólogos modernos llaman «evolución;» quiere decir, un movimiento simultáneo de causas, de multitud de fuerzas y de elementos diversos, que imprimen á la sociedad una marcha fatal hacia un punto lejano del porvenir. Es como la ola del mar que una vez levantada á la orden tronante de la tempestad, se yergue sobre sí misma, se enarca y crece, ruge y se eleva en medio de los abismos que deja á sus flancos, y avanza con fuerza irresistible; y aunque el huracán la azote con sus alas poderosas, apenas logra disolver los penachos de sus espumas; pero la ola avanza y no hay poder humano que la detenga ni otra ola que la desbarate, avanza señoreándose en el piélago inmenso, hasta que cansada de luchar sin resistencia, y huyendo á sus piés las olas mas pequeñas, amengua su empuje y su volumen, y achatándose gradualmente se confunde en la tropa de olas que, disminuyendo una tras otra, van á acostarse en la playa sin ruido y sin espuma.
México ha enarcado el lomo, como la ola del mar, á la terrible voz de los vicios; y por más que el huracán de la prensa lo azote con sus alas, bien sea la «evolución,» que dicen, ó que una vez empinando el codo sea muy difícil bajarlo, ello es que la ola ésta de borrachos, jugadores y mesalinas, mas encrespada cada día y mas furiosa, ha de irse llevando en sus entrañas devoradoras la honra de las familias, el pan de los pobres, la moralidad y el bienestar social hasta que, cansada de luchar sin resistencia, se deprima sola, se achate y se anonade para irse á perder, sin ruido y sin espuma, en no sé qué playas desconocidas.
Suele consolarme la idea de la ley de las reacciones que, según la experiencia, no llegan sinó cuando el estado social que va á desaparecer ha subido á su máximum de intensidad; y bajo ese punto de vista, lo de la vista gorda respecto á arañas, á borrachos y á jugadores es una actitud profundamente filosófica.
Ahora que todos somos positivistas, necesitamos de la sangre fría de Porfirio Parra para atravesar esta situación; y la tenemos. Noten ustedes con qué estoicismo hemos presenciado la catástrofe del Monte de Piedad. Ningunos mas templados que nosotros para las catástrofes agenas; y no sólo, sinó que hay algo de crueldad neroniana en los cuchicheos y comentarios respecto al pobre Monte, tan orgullosote hace poco días dicen¿y tan repleto de billetes y de pianos, y comprando cada sucursal que parecía un palacio y dando dinero á sus amigos que parecía un banquero; había llegado, en fin, á su apogeo, tiempo preciso de la crisis, para tronar como arpa vieja.
Hoy, corrido y maltrecho el Sacro y Nacional, llama en vano á Fuentes Muñiz, como recurso supremo, para que le aplique el cauterio de los billetes: el exministro de Hacienda se sienta en un sillón envuelto en nubes de humo de papel, que huele á carne quemada, y contemplando la llama que serpea entre cientos de miles de pesos, piensa por la primera vez en la versatilidad de las cosas humanas. ¡Pobre Monte!
Entre tanto, las cantinas prosperan á pesar del timbre. ¡Vaya! Sobre que yo en mis tendencias anti-báquicas les había impuesto hace un año, cincuenta centavos por cada botella....! Ahora veo que tenía razón y ojalá el señor ministro de Hacienda se decidiera á cuotizar los tapones extranjeros con timbre de á tostón, ahora que nos vamos convenciendo de que cuando las cosas llegan á su mayor grado de intensidad, revientan como el pobre Monte. No sería malo hacer la experiencia á ver si revientan las cantinas, y queman sus papeles los cantineros, y esta bendita capital logra por fin estar algún día en su juicio.
Eso, ó conceder toda clase de franquicias á los cantineros, declararlos exentos de contribuciones y libres de derechos de importación los licores embriagantes.
Estoy seguro de que los borrachos no cabrían en sí de gusto, cuando el vino de Champagne estuviera al alcance de todas las fortunas; sería, como quien dice, ayudar á la evolución y buscar en el orden filosófico el necesario máximum de intensidad de la embriaguez, para esperar la reacción saludable.
Con franquicias por el estilo al juego y á esas señoras, la ola seguiría encrespándose furiosa, ó lo que es lo mismo, la evolución se acentuaría perfectamente, y ya al tocar al máximum de intensidad ¡qué máximum, eh! quiere decir, cuando empezara á caer el fuego del cielo que destruyó Sodoma, entonces es cuando venía la reacción como de molde.
El plan, aunque me parece atrevidillo, porque equivaldría á quemar el campo para sembrar después sobre las cenizas, es el único remedio que nos queda, y bárbaro como es, no carece de partidarios, á juzgar por el incremento que van tomando esas tres calamidades sociales.
Otra de las ventajas del plan sería que una vez en vigor, nos veríamos resueltamente libres del cólera, que buen cuidado tendría el terrible viajero de venir á México en tales circunstancias, por temor á la ola esa, ó lo que es lo mismo, á la evolución social.
El matrimonio
No sé hasta dónde vamos á parar, me decía no hace mucho un observador de nuestras costumbres, ya entrado en años. Por mi parte no, me queda más consuelo que la seguridad de no ser testigo de la manera de vivir de la generación que viene. Digo esto á propósito de la corrupción reinante, y de que por parte de los que pudieran influir en la moralización de las masas, se ha prescindido completamente de poner el remedio, sí no para los males que nos aquejan al presente, al menos para prevenir los del futuro.
Hay ciertos vicios sociales que, por manifestarse de una manera negativa, no hieren nuestro sentido moral, como pudieran si se manifestaran abierta y desembozadamente. Me refiero á la sensible disminución de matrimonios entre la clase ínfima del pueblo. Los matrimonios, lejos de ser mas numerosos en esa clase, tanto por el guarismo que representa en el censo de la población, cuanto porque el celibato entre los jóvenes pobres es mas difícil de sostenerse, los matrimonios, decía yo, son mas escasos todavía.
—A qué atribuye usted esa disminución? le pregunté.
—Hay varias razones, que procuraré explicar á mi manera.
Las leyes de reforma, escritas para un pueblo adelantado y culto, han producido en nuestras masas abyectas un afecto contrario á la mente del legislador. Desde el momento en que nuestra plebe vió que no sólo los curas, sino también los jueces del registro civil podían casar, perdieron la fé en la virtud y la legalidad de la ceremonia.
Nada le dará á usted una idea mas cabal de la exactitud de esta mi aseveración, que oír cómo se expresa Pedro, mi portero, en el particular. Ya sabe usted que mi señora es muy escrupulosa en materia de conciencia, y al solicitar un portero casado, quiso cerciorarse de si Pedro lo era realmente por la Iglesia.
Pedro, con un aplomo perfectamente sostenido, le aseguró que él era buen cristiano y que por decontado se había casado por la Iglesia. La manera con que Pedro contestó á mi señora, me fué sospechosa, y aproveché la primera oportunidad para tener coa él una conferencia á este respecto.
Empecé por abrirle camino, inspirándole confianza y asegurándole que nada sabría mi mujer.
—Yo, la verdad, me dijo Pedro, «paqué» he de engañar á la buena persona; yo, es cierto que vivo con «Miquela» pero en cuanto á eso de la «ilesia», «paqué» es más que la verdad, señor amo, «no juímos.»
—Y por qué no fueron? le pregunté.
—«Pos» vea su mercé; en la familia por parte de mi padre, hagasté cuenta, que todos viven así, con su señora, pero en esto de la «ilesia» tampó han ido, no señor.
—Pero bien ¿qué razones han tenido presentes para omitir esa ceremonia?
—Pos yo no sabré decir á su mercé bien á bien, pero según le oí decir á mi padre, «dende» que empezaron á casar los señores, pues así, los de levita como ora su mercé, mi padre dijo: ya lo ven como el casamiento no es cosa de Dios; ya también los rotos casan como los curas, y eso ha de ser por sacar los tlacos; porque llevan mas barato que los padrecitos. Pero como uno es probe, y solo tiene lo que trabaja, pos mi modo de guardar los tlacos para el cura. Pos ora sí ¿adónde iba yo á dar trece pesos, si en mi vida los he visto juntos? Eso está bueno para los ricos, y para que la novia se vista de blanco y hagan en la «ilesia» toda la «putiforma» con el órgano y todo eso; pero nosotros los zapateros, por onde! ni en un año Íbamos á «horrar» trece pesos, alcanzando los sábados veinte reales ó dos pesos. Ora en cuanto á que lo casen á uno los de levita, pos Miquela me dijo: Pos oye, será mejor que no, que al fin y al cabo ¿cómo ha de valer eso? Ya ves á doña Celsa que vive con don Antonio y la pelona que la tiene «ora» don Anacleto el de la carnicería, y hasta doña Carmensita, con todo y que tiene tantos hijos de don Ceferino, nada de ilesia ni de juez; y viven en paz, que al fin para dejarla á uno los hombres por otra, pos eso lo hacen todos los días, y que como decía mi madrecita: que vale más buen acomodo que mal casamiento, y que todo lo hace el cariño, porque en no queriéndose las personas lo mismo da que los haya casado cura ó juez.
Yo, la verdad, continuó Pedro, siempre le dije á «Miquela» que le preguntara á su señora madre, y su señora madre le dijo: Pos anda bendita de Dios; y ese es cuento tuyo, y allá te las «haiga;» porque cada quien sabe lo que hace, y á lo tuyo tú, conque si te conviene don Pedro y te ha de dar lo necesario, como ora á mí tu padre, y te pone cuarto, pos anda, que ya eres «grande.» Y entonces «Miquela» se vino conmigo.
—La mancebía, continuó el señor á quien me refiero, es el estado natural de nuestra clase pobre con raras excepciones. Más de una vez he oído alegar las mismas razones de mi portero, razones que entre esta gente forman su profesión de fe y su moral. Están muy lejos, por otra parte, de comprender las ventajas del estado civil, ni mucho menos la cuestión trascendental de la separación entre la Iglesia y el Estado. Para ellos cayó en desprestigio la ceremonia religiosa, sin más razón ni argumento, que supuesto que los de levita pueden casar, el casamiento no es cosa de Dios, y no siendo cosa de Dios, tanto da vivir juntos con la firma del juez como sin ella...
Y una de las razones que sostienen este estado de cosas, es la falta de dote, de patrimonio y de propiedad. Las gentes que nada poseen tienen más razón que nosotros para considerarlo todo transitorio. No conocen ni saben apreciar las comodidades domésticas ni el aseo. Las une el instinto sexual, y aceptan su estado simplificado y obvio hasta la sencillez salvaje. La actual generación es ya el fruto del sacudimiento producido por la reforma en los antiguos hábitos; y dada esta práctica, como natural y generalizada por el ejemplo y por el hecho, el matrimonio en nuestra clase pobre está destinado á desaparecer por completo.
—Tiene usted mucha razón, dije á mi amigo; y sólo agregaré un toque final al cuadro que acaba usted de bosquejarme. A esa disminución de matrimonios coopera también poderosamente el nuevo giro de la prostitución en México; porque algunos miles de muchachas que llegarían á ser buenas madres de familia, á contar con el número competente de artesanos y proletarios honrados, deciden fácilmente el dilema entre los malos tratamientos de un zapatero ó vestirse de raso.