A ti, oh resto mueble de la incuria de tres siglos, representante impávido del statu quo, acémila parlante, hongo viviente de la dignidad humana; a ti, vehículo vejado, ludibrio de la civilización; a ti, aguador nacional, dirijo hoy mis homilías.
Pero antes de fijar una mirada escudriñadora en este tipo eminentemente nuestro, en este perfil idiosincrásico de nuestras costumbres, en este sambenito de nuestra pretendida cultura, hablaremos del agua.
Las tribus errantes dejaban huellas de su paso a orillas de los arroyos donde paraban para tomar el agua con la mano, como las bestias feroces dejan huella de sus patas en los abrevaderos. Casi todos los pueblos de la tierra han nacido a orillas de un río, y casi todas las ciudades del mundo se han erigido allí donde se ha resuelto la vital cuestión de beber agua con comodidad y abundancia.
Las primeras obras hidráulicas tendieron sólo a hacer correr el agua en caños; después hubo acueductos y fuentes. Las obras hidráulicas de los romanos, las de los moros en España, y las de los españoles en México, llenaron cumplidamente la misión de proveer de agua a las ciudades respectivas.
Las últimas obras de este género que hemos visto, son las de los Estados Unidos de América; obras en las que las grandes máquinas de vapor, los réservés y la entubación perfecta, en el uso del agua potable, de hacerla motora de sí misma, como la sangre en el sistema arterial y venoso del cuerpo humano, recorre en infinitos tubos las partes bajas y elevadas de la ciudad, en virtud de la conveniente presión.
El agua en Nueva York, por ejemplo, no llega a la ciudad sino después de haber recorrido algunas millas en grandes tubos de fierro, de donde la toman bombas poderosas para formar depósitos inmensos y elevados donde el agua se asienta, se airea y se filtra, para volver a entrar en la cañería con la presión que necesita para ir a buscar el aguamanil del baño de un tercer piso. Llega a la casa y bifurca su entubación; por un ramal corre agua fría, por el otro va a buscar la lumbre a la cocina, pasa al través de los carbones encendidos, les roba un calor que no hace falta, supuesto que también las paredes de la hornilla lo disfrutan impunemente; con el calor robado, el agua pasa a un receptáculo cilíndrico, en el que, en virtud de la diferencia de la temperatura, el agua caliente desaloja el agua fría de abajo arriba, hasta que aquélla se apodera de todo el depósito; y como la presión general obra igualmente en todos los ramales de la entubación, el agua, caliente y fría, se distribuye a voluntad en todos los lugares de la casa, proveyendo a los aguamaniles, los inodoros, el baño, la lavandería y la cocina. Además, la presión facilita el adoptar una cañería o tubo de goma elástica provisto de un sifón, y se tiene así el regadío del jardín, del parque y el aseo de vidrieras exteriores, pasillos, escaleras, etc., con la aplicación de un chorro constante y expelido con fuerza.
Cada vecino toma el agua que necesita de cada uno de los bitoques de su uso privado, sin más tasa que su discreción, y seguro de que ninguna mano extraña ha enturbiado el precioso líquido, que viene desde gran distancia resguardado de toda contingencia y hasta de las miradas profanas.
La pensión municipal por el uso del agua en las anteriores proporciones, es de 6 a 8 pesos al año.
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Nosotros tenemos las obras hidráulicas que nuestros ascendientes
(Dios los bendiga) tuvieron la amabilidad de construir en el año 1500;
tenemos el manantial de los Leones, que se va agotando a gran prisa por
la tala de árboles, que es la manera que las ciudades tienen de
suicidarse lentamente; y no haya miedo, porque al fin todos estamos
contentísimos de vivir, aunque en la apariencia demos señales de odio a
la vida. Mientras la juventud suicida deja su vida en la cantina y en
otras partes, la ciudad se suicida talando bosques y aglomerando
fabulosas cantidades de gases deletéreos.
Tenemos la alberca de Chapultepec, que arrancaría un suspiro de compasión a Netzahualcoyotl, porque a duras penas alcanza ya los arcos, y eso merced a que el vapor la obliga. Tenemos canoas por donde viene el agua como hace cuatrocientos años, y tenemos, como es muy natural, ladrones de agua y arquería con más grietas que ojos. Tenemos, y no vayan ustedes a pensar que no es exacto, tenemos cañerías de plomo de tan respetable fecha como los arcos, y ya se sabe por experiencia lo que son las sales de plomo; generalmente son tan útiles para acabar con el prójimo como la tala de árboles, las cantinas y esas señoras. Es cierto que tenemos ingenieros muy sabios que han traído de Europa libros muy buenos y que saben muchas cosas útiles que nos convendría aceptar, pero no hay para qué molestar a esos señores y distraerlos de sus importantes estudios. Cuando se rompe una cañería de plomo, que es a todas horas, se la amarra con mecates, se la remienda con zulaque y se le amontonan virutas de carpintería, se echa la tierra encima y ¡viva el municipio! Finalmente, tenemos, y ésta es la más preciosa de las cosas que tenemos nosotros, tenemos al aguador, y no sólo le tenemos, porque el tener no siempre es punible, ¡se tienen tantas cosas malas sin poderlo evitar! Nosotros, además de tenerle, le consentimos y además de consentirle no nos apercibimos de lo que nos deshonra, y además de consentirle le necesitamos, que es la más grande de las calamidades.
El aguador de México, único en su especie, se pierde en la noche de los tiempos; aunque si hemos de precisar su aparición, para no llamarle prehistórico, debemos traer su origen de la época de piedra. El aguador, tal como es hoy, y tal como ha sido probablemente hace algunos siglos, no lleva más objeto de metal en su cuerpo que algunos botones de latón en los pantalones o calzoneras, sustituidos en el auge del oficio con algunas monedas de plata de a dos o cuatro reales; por lo demás, es el legítimo e imperturbable representante de la consabida época de piedra.
La educación y la cultura, y en general el mejoramiento moral del hombre, lo van apartando de todo oficio servil, de todo trabajo humillante; la mecánica trabaja empeñosamente por la disminución del trabajo material, y la dignidad humana se afana por confiar el fardo a otros vehículos que al ser pensador, y países hay en que se han emancipado ya de la carga a lomo hasta a las bestias.
El aguador en México sigue cargando cien libras de agua por dos centavos, ciego y sordo a todo adelanto. Y la filantropía no ha pensado en él, y los apóstoles del pensamiento, y los propagadores de las luces, y los fanáticos por la educación del pueblo, y los ilustradores de las masas, aparentan no haberse dado cuenta de que el hombre que en un período de quince o veinte años ha sufrido un bendaje en la cabeza, de la presión de cien libras, durante ocho o más horas diarias, debe acabar por ser un hombre de muy pocos alcances; y sin necesidad de recurrir a la frenología que nos explicaría claramente el resultado moral preciso de la depresión de ciertos órganos, dejaremos consignado solamente el hecho de que el cráneo de los aguadores de México acaba por ser notablemente más chico que el de los otros hombres, y con una depresión muy marcada en los huesos frontales y en el occipital; y ya que recurrimos al hecho, dejaremos también sentada otra observación, y es la siguiente:
El vulgo tiene, por lo general, dichos y axiomas que si no son la conclusión de un silogismo perfecto ni de una observación sabia, no dejan por esto de encerrar una verdad. Muchos de nuestros lectores habrán oído entre la gente del pueblo, cuando se trata de calificar una torpeza, o de poner un adjetivo a la palabra tontera, exclamar: tontera de aguador.
Siendo, pues, proverbial la torpeza de los aguadores, no debemos buscar la causa en calidad de la carga que llevan, sino en la manera de llevarla, con detrimento probado y manifiesto de los órganos del desarrollo cerebral.
Habiéndonos propuesto escudriñar al aguador, debemos seguir en la tarea de examinarlo detenidamente y seguir confirmando su aparición en la época de piedra. En efecto, todo en el aguador es primitivo. Lleva el agua en una vasija esférica, llamada chochocol, vasija por su forma y materia lo más inadecuada a su objeto, especialmente desde la época de la hojalata, del zinc y de la tonelería.
El chochocol es de barro, casi esférico, y en atención a sus dimensiones tiene que ser de paredes gruesas y resistentes, y por lo tanto, contener no pocas libras excedentes de peso muerto; el chochocol subsiste como en su origen, a pesar de los adelantos de la alfarería, y es, por lo tanto, anterior al descubrimiento del vidriado. A ningún chochocol se le aplica esta mejora sólo porque siga siendo el chochocol. El aguador, antes de servirse de él, tiene necesidad de curarlo en sana salud; quiere decir, cubrir los poros del barro ordinario de que está hecho el traste, pero no por medio de un barniz que forme una superficie impermeable sino introduciendo algunas onzas de sebo, merced a la acción del sol, en todo el espesor de las paredes de barro, operación que dura, como es de suponerse, muchos días. Casi no hay chochocol que no se parta a la primera prueba, o sólo con un enfriamiento antes de usarlo, y entonces el aguador lo cose, practicando con un clavo algunos agujeros a los lados de la partidura, y pasando después un hilo grueso que plastece con zulaque, mezcla de aceite de linaza y albayalde. Un traste impregnado de sebo y oliendo a aceite de linaza, debería destinarse a cualquier uso menos a conducir agua potable; pero aun no es eso todo; el chochocol, para acabar de ser lo más asqueroso posible, necesita indispensablemente de la tapa; ésta se compone de alguna ruedas de cuero (suela) superpuestas. No nos detengamos por respeto a nuestros lectores en averiguar el origen estas suelas, y baste decir que el aguador desdeña lo nuevo y aun le parece condición indispensable el que esos cueros sean lo más viejos que se pueda. El cuero curtido sometido a una nueva infusión, tiende a despojarse del tanino que adquirió en la curtiduría, tanino que, en unión del sebo y del zulaque, hace exclamar a muchas personas cultas candorosamente: ¿a qué sabe hoy el agua? ¡tiene un saborcillo!... Pero al año de estar cambiando sabores, paladares y chochocoles, acaban por ser los mejores amigos del mundo.
El cántaro es un apéndice indispensable del aguador; cargando el peso del chochocol en la frente y no oponiendo más resistencia al peso del agua que la tensión de los músculos del cerebelo y la inclinación de la cabeza, se vio precisado a cargar otro peso que gravita sobre los parietales para aumentar la resistencia del cerebelo. La posición es la más incómoda que pueda tomarse; el cuello tiene que permanecer inmóvil por algún tiempo, y la inutilidad del hombre, que sólo puede ver el suelo, es absoluta.
El aguador se ha visto precisado a defenderse de su propia carga, y el cuero, pues ya hemos convenido en que cuando apareció el aguador no había ni hule ni goma elástica, el cuero, decimos, sigue siendo parte integrante de este vehículo humano, tan inmediato a la bestia de carga. De cueros superpuestos es una especie de cojín que suple las diferencias anatómicas del dorso del aguador, para adaptarlo con la esfericidad del chochocol. De cuero es un delantal que se ve obligado a usar para defenderse de los escurrimientos y salpiques; de cuero es una pechera o collar con que se resguarda el pecho, y de cuero, por fin, es una bolsa o escarcela en que lleva los tantos.
Como está probado que el aguador nunca ha servido en materias de enseñanza ni para discípulo, por antonomasia instintiva del vulgo, todos le llaman maestro.
Extraño y tal vez anterior a la invención de los números arábigos y a la aritmética y al lápiz y al sentido común, lleva en su escarcela unas semillas rojas de la flor del boj, que llama colorines, y deposita en poder de la Maritornes de cada casa tantas semillas (que no se atreve a llamar fichas, sino tantos, porque tampoco las fichas ni la palabra se habían inventado cuando el aguador apareció en el mundo), tantas semillas, decíamos, cuantos viajes hace al cabo del día.
Y para hacer llegar a lo sublime la bien sentada estupidez del aguador, no ha habido desde hace siglos hasta la fecha un individuo de esta clase a quien le ocurra hacer la aplicación racional del sistema de fichas o tantos como el maestro les llama, sino que todos practican la operación al revés: quiere decir, ponen en poder del deudor los justificantes de la deuda, siendo así que al acreedor y no al deudor corresponde acreditar el monto de la deuda y recibir por cada entrega un equivalente de su precio, ya se llame ficha, tanto o vale, para que juntos formen la cuenta de crédito contra el deudor. El aguador entrega los vales o tantos a la buena fe de la Maritornes, cuya legalidad, movida por el candor del maestro, suele ser la única a que se acostumbra.
El agua que bebe en México la mayor parte de la población, si el aguador interviene en su acarreo, suele tener no sólo el saborcillo aquél, proveniente del sebo y del cuero y el zulaque, sino el de la fuente, y al hablar de ella tenemos indispensablemente que dar un paso adelante, uno solo, y pasar del aguador al regidor.
Las fuentes con taza o recipiente descubierto son construcciones propias para los paseos públicos, y erigir una fuente de esa naturaleza destinándola a surtidor o toma de agua para el público, es uno de nuestros resabios, de nuestras antiguallas, de nuestras cosas, en fin; todavía, por desgracia, en consonancia y a la altura del aguador, a la altura decimos, porque no pareciendo todavía bastante impropio, sucio y repugnante el modo de conducir el agua, es necesario que esa agua sea constantemente una infusión de las más inaveriguables y complicadas combinaciones, cuyos detalles sería prolijo enumerar. Nótese solamente que el que toma agua de una fuente descubierta, especialmente si lo hace por una sola vez, se cuida bien poco de los que le suceden. El curioso lector que quiera explicarse estos misterios, procure presenciar la limpia de una fuente pública y analizar, si puede, lo que sacan del fondo.
Los municipios modernos han comprendido esto y ponen a disposición del público no fuentes abiertas, sino tomas de agua, bien sea con llave o bitoque o simplemente un chorro continuo sin depósito para que cada cual reciba el agua de la cañería directamente. Vosotros, filántropos desinteresados, vosotros los que abogáis por el mejoramiento moral y material del pueblo, fijad vuestras miradas en nuestros mil y quinientos aguadores, condenados irremisiblemente a perpetuar la raza de las acémilas parlantes, lanzados por el chochocol al embrutecimiento y a la ignorancia; redimidlos; pero para poder instruir, quitadles el vendaje de cuero que deprime los órganos del pensamiento, y habréis hecho una obra meritoria.