Don Dieguín

José Zahonero


Cuento


I
II
III

I

—Descanse V.: aquí subimos pocas veces; cuando más, si necesitamos tomar algún objeto. Bajaré la luz del gas, y podrá V. dormir si gusta.

Mucho agradecí la invitación, y con buen deseo la acepté.

¿Qué ha de suceder? esto de trabajar todo el día, ganar poco y gastar más acaba con las fuerzas de un Hércules. Un dolor de cabeza me obligó á despachar de prisa y corriendo el negocio comercial que me había llevado á la tienda de los Tiroleses, pero uno de los dependientes de la casa, persona muy amable, compadecido de mi estado, me proporcionó el medio de lograr un ligero reposo á la fatiga.

No quedé mal del todo luego que pasaron algunos minutos, durante los cuales, con la cabeza entre las manos, los codos en los brazos del sillón, los piés sobre un calentador y los ojos cerrados, olvidé mis preocupaciones y permanecí como aletargado, medio despierto y medio dormido. ¡El descanso es una medicina eficaz!

De modo que al poco tiempo, sin acordarme del tanto por ciento por comisión, ni de los pedidos, ni del debe y haber, ni del precio de fábrica, ni del recargo de aduana… me acordé de vosotros, mis niños queridos, sentí la cabeza despejada, y creedlo, me sonreí, y aun creo que hablé solo… mas luego volvió á amenazarme el tedio. ¡Ah! pero en buen lugar me hallaba para que durara mucho mi tristeza. No necesitaré deciros que «Los Tiroleses» es una tienda de juguetes que lleva este nombre.

A la media luz del gas aparecieron ante mis ojos en abigarrada multitud, animales, reyes, príncipes, aldeanos, pastores, bailarines, payasos, casas, ómnibus, fragatas, jardineras, pájaros, en fin, un mundo de cosas, variadísimo y original. Allá un niño rechoncho y coloradote permanecía apoyado en un rincón, como esperándo la papilla; acá un nigromántico parecía evocar los espíritus levantando su varilla mágica como un director de orquesta; un ruso feroz aguardaba sentado á unos soldaditos austriacos para tragárselos con delicia brutal, y una preciosa pastora conducía sus ovejitas con solicitud cariñosa.

De pronto vi un caballerito muy lindo, parecía un señorito elegante, de esos que á su vez parecen un muñeco de feria. ¡Qué petulante era el tal monito! Tenía un bastón en una mano como haciendo el molinete; la otra mano apretaba un bouquet, un ramo mejor dicho, porque dicho está en castellano, los quevedos montados en la nariz, la cabecita tirada hacia atrás, como hombre á quien la cabeza le pesa poco y á quien la vanidad zarandea á su gusto; por último: muy petimetre, muy pisaverde y muy pretencioso.

Al lado de una cocinerita que se hallaba ocupada en limpiar sus cacerolas y de un marinerito que remaba, me pareció menos simpático el diablo del muñeco.

—¿Para qué servirás tú, mequetrefe? Seguramente para importunar menos que los de carne y hueso, tus semejantes; pero en fin, ¿pueden amarte con esa facha de bástate-solo y ese aspecto de caballero del ocio? Al menos, una muñeca sirve para que las niñas, jugandito, jugandito, aprendan á coser y cuidar sus cosas primero y las de otros después; un caballo de velocípedo para dar largas carreras higiénicas; ¿pero tú?

Y aunque sé que tocar los objetos que se hallan en una exposición no es discreto, pudo más que la discreción la curiosidad y tomando á mi hombrecillo por la cintura le alcé á la altura de mis ojos para examinarle más de cerca y al descubrir un letrero en su peana de metal, leí: «apriétese el botón contiguo y el juguete dirá su nombre.» Hombre, siquiera tienes alguna gracia oculta; me doy por satisfecho, exclamé:

—¿Cómo te llamas? dije apretando el botón indicado por el letrero: un sonido extraño, algo así como el ruido de un reloj que parece que antes de dar la hora prepara su voz limpiando la garganta, precedió á esta exclamación que salía, sin duda, de una trompetilla: ¡D. Dieguín! y volvió rápidamente la cabecita, dio un movimiento de molino á su bastón, y quedó en una postura no menos cómica, y petulante.

Me hizo reir. Hé aquí tu misión, pensé.

II

Hacía un frío glacial; era el invierno terrible. Las casas se hallaban herméticamente cerradas; los ricos alrededor de sus chimeneas, lo pasaban menos mal; los pobres, en sus tugurios, tiritaban, arrebujados en miserables andrajos. La noche oscura, y aunque no era muy tarde, apenas transitaban gentes por las calles. Pero en una boardillita muy alta de una de las casas más viejas de los arrabales, se hallaban seis personas trabajando á la luz de una de esas grandes lámparas llamadas de familia, y á las que se ama tanto, porque ellas iluminan con su pobre luz lo más íntimo y querido del hogar. Una anciana parecía muy preocupada en coser un objeto pequeño de trapo y tres bonitas jóvenes ocupadas con igual atención en otras costuras. Un niño, como de unos catorce años, trabajaba en una labor de tornero sobre un aparato de dicho arte, y un hombre de veinticinco mantenía su atención fija en un plano cubierto de líneas, puntos y dibujos extraños.

Reinaba un silencio solamente interrumpido por el rarreo del tornero y el tic-tac de un viejo reloj, testigo antiguo de la vida laboriosa de aquella familia.

De vez en cuando, alguna de las jóvenes alzaba su cabeza del trabajo para desarrollar el hilo de un carrete y pasar la hebra por sus frescos labios de rosa; enhebraba su aguja y volvía á su tarea. Nadie hablaba.

Nadie quería interrumpir la grave preocupación del joven que miraba los planos.

Este era de una fisonomía grave; tenía despejada la frente y en ella ese ceño de los hombres que gastan su existencia en las grandes operaciones del cálculo.

Aquel joven estaba preocupado y triste, y no sé deciros si superaba su tristeza á su preocupación.

Todos parecía que le dedicaban un profundo respeto y un cariño en el que había mucho de entusiasta admiración y el joven rodeado de libros, estuches de matemáticas y otros objetos, imponía con su recogimiento y su aspecto reflexivo. Se hallaba en la honda y áspera tarea del estudio. Así permaneció absorto un largo espacio de tiempo; pero tal vez el ruido continuo y monótono que hacía el tornero debió molestarle, porque alzando la cabeza que mantenía de largo tiempo sobre los planos, dijo:

—Por Dios, ese ruido me distrae; si tuvieras la bondad de suspender tu juego.

—No juego, Luís, trabajo —contestó el niño.

—¿Trabajas? ¿No has trabajado hoy bastante en tu imprenta?

—Deja eso —dijo la anciana dirigiéndose al niño. El niño obedeció.

—A todos os veo muy ocupados —añadió Luís.— ¿Qué hacéis? ¡Trabajáis más que otras noches! ¿Qué hace V., mamá, cansando sus ojos? ¿Qué es eso?

La anciana parecía querer ocultar su obra; pero á una mirada suplicante é insistente del joven, mostró el objeto sobre que cosía.

La admiración de Luís fué extraordinaria. El objeto era un sombrerito calabrés, casi tan pequeño como las caperuzas del sastre juzgado por Sancho en la ínsula Barataría.

—Me entretengo —dijo la anciana, y dando un giro hábil á la conversación, añadió:— Nada me has dicho de lo que te ha sucedido hoy.

Las niñas miraron á Luís.

—¡Ah, mamá querida! dijo este, he sufrido más que nunca. Inútil ha sido la recomendación. El Ministro ha desechado mis pretensiones y sin darme tiempo para hablar se puso á conversar con unos mequetrefes petulantes que se reían de mí. Uno de ellos, al oir anunciar á M. Frappó, dijo, un inventor casi helado; si la ó fuera é, quedaba fresco. Hubiera vengado la burla, pero… No me atienden, madre mía; no encuentro quien me preste capital… nadie quien escuche mi invento y le estudie… Y sin embargo, es útil un aparato por el cual á larguísimas distancias puede oirse la voz de «socorro». Aunque los náufragos se hallen lejos de toda salvación, imposibilitados de todo auxilio, teniendo mi aparato, se hacen oir, mi aparato dice clara y distintamente las supremas palabras del peligro y esta palabra recorre leguas y leguas.

Luís hundió su cabeza entre las manos; luego, pensando que apenaba á su madre, volvióse á esta y le preguntó:

—Pero en fin, madre mía, ¿qué hacéis todos desde hace algunos días, que os veo trabajar con tal fervor?

—Hijo mió, juguetes para la fábrica cercana.

—¡Oh, queridas de mi corazón! Trabajáis por alimentarme, para que viva y sustente mi fe y no desmaye en mi propósito.

Luís abrazó á su madre; rodearon á esta sus hermanos, y en un momento apareció ese grupo solemne, augusto y tierno que forma un mutuo sentimiento de amor.

Pasado este instante, el niño dijo:

—Por eso te molestaba mi torno. Yo no soy como Dios, que hace los hombres de un soplo; á mí un bracito de madera me cuesta dos horas de trabajo.

—¿Cómo? ¿Y V., madre mía, hace los sombreros?

—Sí, y tus hermanas los vestidos; las cabezas de porcelana nos las dan en la fábrica… Ahora estamos haciendo un muñeco.

Al oir estas palabras se iluminó repentinamente el rostro del joven; sus ojos brillaron como estrellas, pues la inspiración, fuego del cielo, da á la mirada destellos de astro; una vivísima agitación pareció conmoverle, y sonriente y alegre exclamó:

—¡Estamos salvados! Mi aparato puede reducirse. En vez de decir ¡socorro! dirá ¡papá! ó ¡chacha! En vez de resonar en el Océano, sonará en lo interior de un muñeco. Para esto alcanza un pobre capital: haremos un pequeño empréstito. Soy mecánico que sirve para todo: yo haré un muñeco extraordinario; la caricatura de esos petimetres inútiles que me han insultado con su necia vanidad; el dinero que esto nos produzca, servirá para redimir á miles de hermanos nuestros en la esclavitud de la explotación en que gemimos, y más tarde, lo que habla en un muñeco, resonará en los mares. ¡Devuelvo la burla!

Así fué, en efecto; y como Minerva salió de punta en blanco de la cabeza de Júpiter, D. Dieguín nació de la cabeza del mecánico parisiense.

III

¡D. Dieguín! ¡Quién había de decirlo! Pues esto acontece en toda obra de arte; si la miráis con detenimiento veréis tras ella un proceso de dolores y trabajos que os avergonzará si la habéis despreciado.

Felizmente, no cabe otra consideración, porque seres humanos de la facha del muñeco van desapareciendo ya en los pueblos activos, inteligentes y libres… y si los hay ¡Dios los perdone!


Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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