El Maestrín

José Zahonero


Cuento


I
II
III

I

El sol, el hermoso y espléndido sol, iluminaba con brillo y magnificencia; era aquella la más bella mañana de Mayo. La luz prestaba visos de raso á los espesos campos de trigo, altos ya y verdes aún, vigorizaba los indecisos colores de la tierra, teñía de bronce oscuro y férreo morado los montes, hacía saltar vivo centelleo de las fuentecillas y riachuelos y en ondas y cintas de fuego, chispas y deslumbradores reflejos, caían sus rayos sobre las tersas aguas de la bahía.

Margarita miraba con alborozo infantil aquella bailadora superficie, aquel mar claro y terso sobre el cual resaltaban inmóviles los buques, de modo que hubiera podido decirse que, en vez de anclas, habían echado cimientos, convirtiéndose en casas ó que aprovechaban aquella dulce paz para reposar de sus viajes y de sus combates con las tempestades; veíanse los cascos oscuros, las arboladuras rectas, sin que por unos ó por otras se indicasen la menor ondulación ni el menor vaivén. Cuando por acaso viraban, hacíanlo tan imperceptiblemente como cambia de postura quien duerme sueño tranquilo y profundo. El viento, muy suave, volvía sus proas.

Como los pajarillos, van de un vuelo de esta á la otra rama, pero sin salir á cortar largo espacio bajo aquel sol ardiente, iban los botes y lanchas de uno á otro navio.

Margarita tenía echada la cortina blanca de listones azules sobre su balcón, y en él cosía mirando y remirando por debajo de la cortina al puerto y al muelle.

En este, un bullicioso desconcierto de voces de niños alegraba el alma. Eran los que producían aquel bullicio, pilluelos de la playa, diablos del mar de los que se revuelcan y saltan por la arena, rebuscan sus conchas y caracolillos; pescan mariscos en las ásperas rocas, se zambullen al fondo como buzos y nadan como peces.

Sobresaliendo en tal desconcierto, dominándole completamente, oía Margarita el cantar de unas niñas que saltaban bajo los árboles al término del muelle enlazadas por las manos unas á otras formando corro. Casi embobada, con su linda boca entreabierta, inclinándose hasta pegar á los barrotes del balcón su rostro ovalado y Cándido de mujer-niña, apartando á un lado la almohadilla á que estaba prendida la costura, quedábase á veces Margarita mirando con envidia al corro de la gentecilla voluble y alborozada. Reflejábase el contento de las niñas en los azules ojos de Margarita, mientras el sol escarchaba de hilillos y de finísimo polvo de oro sus cabellos castaños.

En uno de estos momentos, los chicuelos de la playa, seguidos de un perro tan audaz, tan bullanguero como ellos, y como ellos abandonado, se abalanzaron á romper el corro de las niñas, saltando como ardillas, chillando como loros enfurecidos, gesticulando como micos… el corro se rompió, y las niñas se dispersaron como al sorprendente estallido de un tiro huyen por una y otra parte las azoradas palomas.

Margarita maldijo á los chicuelos.

—¡Habrá picaros! —dijo, sin apercibirse de que hablaba en voz alta.— Siempre lo mismo. No, como yo fuera alguacil, á todos os llevaba á la cárcel.

Después, la que tan complacida y contenta estaba, quedóse repentinamente triste.

Acordábase de su madre, habíala perdido hacía dos años. Cuantas veces Margarita y sus amigas habían sido víctimas de ataques semejantes al que acaba de molestar á las niñas, Margarita entonces volvía huyendo á refugiarse en los brazos de su madre, echaba en el regazo de esta su cabeza, recibía sus caricias y ocurría en ocasiones que, cerrando sus ojos, oía cantar á su madre, y primero estática, respirando dulcemente, escuchaba; luego acometíale un grato desvanecimiento, no tenía sino la conciencia de que se hallaba como en el mismo cielo, y, por último, nada sentía, sonreíase su madre en este momento, conociendo que Margarita se acababa de dormir, y tal vez la niña dormida viera en sueños aquella sonrisa, como intensa luz que bañaba su alma.

Ya no podía gozar de esta dicha. El padre de Margarita era muy bueno, pero siempre estaba en su despacho ocupado con los patrones de barco y los mercaderes; su hermano navegaba por las costas de Portugal, y no hacía escala en el puerto sino de dos en dos meses, y Marietta, Marietta se había muerto ya. Marietta Elboni había sido una gran amiga de Margarita. Era una cantante que, enferma de gravedad, había ido á la villa á reponerse y había parado en casa de Margarita á instancias del hermano de esta; Marietta cantaba muy bien, pero no como cantaba la madre de Margarita; para esta, aquella voz sonaba como nada en el mundo.

Pocas cosas habrá más extrañas é interesantes que la melancolía de una niña, vivaz, inquieta, revoltosa como Margarita; esos momentos de tristeza parecen repentinas paradas de una avecilla herida por las púas de los zarzales.

Tan absorta se hallaba en sus pensamientos, que no oía la voz del tío Pajaritos, que pregonaba su mercancía de siempre, alborotándolo todo.

Parecíale á Margarita oir otra voz, oir las canciones de su madre, aquellas historietas que no tenían á veces ni principio, ni fin, ni asunto casi. Eran algo así parecido á las formas indecisas que en sus creadores ensueños entreven los pintores, ó á las dulces ideas-quimeras que entretienen y aguijonean la fantasía del poeta. Cosas por hacer, detalles que acusaban vagamente un conjunto, combinaciones de un pensamiento que va á enmudecer como idea para vibrar como nota, ó por el contrario, es nota que toma sentido de algo que se oye y se entiende, música que se hace cuento y cuento que se torna en canción. Semejanzas tomadas de las impresiones que acerca del mundo y de la vida se forman los niños; luz y color componiendo y descomponiendo incesantemente figuras sin la dureza del claro oscuro ni la firmeza del dibujo, apariciones que el niño entrevé despierto y completa en el sueño; canto matutino con que un pajarillo madrugador responde al primer alborear del día que ríe en el cielo.

«¡El limón de verdes hojas, limón de oro!» «¡Fuente de las rosas, duerme mi niña!» y como estas, aquella en que el diablo pregunta al marinerito náufrago qué le ha de dar este si él, con sus negras uñas, le saca del agua. El marinerito le ofrece sus naves cargadas de oro y plata, á su mujer para que le sirva y á su hija por esclava; pero el diablo no acepta y le pide á precio de la vida el alma… ¡el alma! es decir, la intención, la voluntad misma, la inspiración de lo bello, la aspiración á lo justo, la sagrada libertad de ascender á los cielos. ¡Jamás, jamás! Preferible es beber toda el agua del mar que no recibir después gota á gota la amargura de las lágrimas de la vergüenza como esclavo.

¿En qué mundo vivirán las carboneritas de la canción? Rendidas á la fatiga, abrumadas por los seroncillos del negro producto que vendían, ¡pobres carboneritas! pasaban descalzas, tiznadas, tiritando de frío. ¿De dónde son, madre, las carboneritas?

Y cadenciosas, adormecedoras, iban las canciones llenando de gracia bendita el alma de la niña. Parece que por estas canciones las madres desean fijar en el cerebro del niño impresiones que le libren de sueños tormentosos, para que en el mundo de los fantasmas no aparezcan para su niño sino los que ellas forjen ó evoquen. Juguetes de sombra y luz, visiones deleitosas, creaciones de una buena hada á quien Perrault hablara al oído é inspirara maravillas.

En todo esto no pensaría del modo que nosotros Margarita; pero se confesaba á sí misma que no podía explicarse por qué aquellas canciones le agradaban más que sus canciones de muchacha que ya se tiene por mujer, sino porque aquellas las cantaba su madre.

Miró el retrato de esta que en un marco negro ovalado pendía de la pared; humedeciéronse los ojos de Margarita y murmuró cantando á media voz mimosa y dolorosamente las primeras palabras de una de aquellas canciones, y sintió un consuelo extraño en repetirlas, como si rezara una oración, suspiró después, se limpió los ojos y siguió cosiendo.

—Margarita —dijo en esto el padre entrando en la habitación— ¡una gran noticia!

—¿Qué? —exclamó esta mirando á su padre y sorprendida, más que nada, de verle allí á aquellas horas, durante las cuales otros días se hallaba en su despacho tras un murallón de fardos y barricas, atisbando por la rejilla del escritorio las gentes embreadas que olían á aguardiente y á tabaco, hablaban breve y paraban poco en el despacho.

En tanto Margarita fijaba en su padre la curiosa mirada, este hacía por tardar en responder, como quien desea alargar, para saborearlo mejor, el placer de trasmitir alegres novedades. Era un hombre de rostro campechano, vientre un poco abultado y ojos pequeños y vivos. Cubría su cabeza entrecanosa, con un ancho sombrero de paja, y vestía un traje claro, en el cual se marcaban roces y zurcidos; llevaba su ropa de trabajo.

—Vamos ¿á que no lo aciertas? —añadió sonriendo á su hija.— No lo acierta mi caracolitos, no lo acierta.

—Tu caracolitos hoy no está para acertar nada. Me acordaba de mamá.

Nublóse rápidamente el rostro del padre, pero volvió con presteza á su anterior expresión de complacencia, si bien menos acentuada esta vez.

—¡Está en el cielo, hija mía, está en el cielo!… pero, en fin, ¿á que no adivinas quién me ha escrito?… Pues me ha escrito Fernando; llega mañana…

—¡Mañana! ¡Oh, qué alegría! —exclamó Margarita.

—Mañana. La Compañía Hispano-portuguesa le dará pronto el mando del vapor Setubal; tu hermano asciende á capitán. Solo siento que debe de ir á América, y los viajes serán más largos y tardaremos en verle. Viene con él el Sr. Ergoski, aquel caballero que te hizo el amor.

—¡Padre, qué cosas tienes! —Y la cara de rosa carmínea cambiaba en grana.

—Con que ya lo sabes. No he tenido tiempo para darte la noticia antes, y me vuelvo al despacho; prepáralo todo, que mañana les tendremos aquí; llegan en el Vasco de Gama.

—¡Pajaritos vendooo! —gritó entonces bajo el balcón el tío Pajaritos, con su voz de timbre burlescamente femenil por lo aguda, y cómica por su grave descenso en carraspera de garganta aguardentosa.

—¡Ay, papá, el tío Pajaritos! Aguárdate —dijo Margarita abalanzándose al balcón.— ¿Trae V. el canario, tío Pajaritos?

—No, señorita, traigo cosa mejor. ¡Es nada lo que traigo! un maestro, un tesoro, un hermoso ruiseñor — replicó la voz.

¡Un ruiseñor! Margarita mandó al tío Pajaritos subir inmediatamente, y poniendo las pequeñas manos sobre los hombros de su padre, mirándole imploradora, nada decía ni había para qué, pues bien marcado estaba en su lindísimo rostro el deseo y vivo el capricho.

Entró el célebre tío Pajaritos, astuto cazador de pájaros y burlador de chicos. Un viejo de rostro atezado, que el aire y el sol habían curtido y oscurecido, y al cual todas las malicias habían delineado en quebraduras y perfiles de socarrón astuto. Recorría las calles de la villa cargado de jáulas, en las que llevaba prisioneras multitud de avecillas y de cajas con caracolillos y conchas; llamábanle también por esto, ó porque las tenía en truhanerías, el tío Conchas. Vendía también galápagos de jardín, y contrastaban en su tienda estos lagartos encarcelados en sus conchas con los seres que solo viven felices por la libertad de sus alas; los mudos y toscos revolvedores del lodo, con los animalillos graciosos maestros de trinos y gorjeos, agitadores del aire; los galápagos, chancletas vivientes de la pereza, con las avecillas, emblemas animados del pensamiento; estas, según Margarita, servían de disfraz á los ángeles; por ellas nos alegraban y consolaban estos en el hondo valle de amargura.

—Sí, señorita, un ruiseñor rebelde y bravío aún; pero él amansará. Es de los buenos; cantará, y bien, como un maestro; ya le he puesto nombre: Maestrín —dijo el tío Pajaritos, posando en el suelo una jaula enfundada de percalina verde, forrados los alambres con acolchados de bayeta del mismo color, almohadillas como las de las paredes del cuarto de un loco, que bastábale ser independiente y artista para que como á loco se tratará al pobre Maestrín.

Dudóse un poco de las alabanzas del tío Pajaritos, que era hombre que engañaba á los chicos como chalán de pájaros y les vendía jilgueros á dos reales, mirlos á diez, hembras por machos, y aun hizo pasar por ruiseñor un vencejo rapaz, esa miniatura del águila.

Al fin el Maestrín fué comprado, y el tío Pajaritos dio algunos consejos respecto al alimento y cuidado que el ruiseñor exigía.

—¿Cantará, tío Pajaritos? —pregunto Margarita.

—Como un angélico, señorita; yo se lo fío. No hay más que esperar, esperar.

El padre de Margarita y el tío Pajaritos salieron dejando á la niña regocijada, pero tan tímida, que apenas osaba acercarse á la jáula; queditamente lo hizo y vió al pajarillo.

¡Desdichado cautivo! Conmovía mirarle. Pasado el primero y más terrible momento de esclavitud, luego de la desesperación y ciega cólera que todo ser libre siente al verse esclavo, permaneció arrinconado, altivo, desdeñoso, en el supremo dolor, en el valeroso sufrimiento del martirio, deseando la luz ó la muerte. No la luz que penetraba á través de aquel verde lienzo, con que se le quería engañar, simulando con bambalina trasparencias de hojas; la luz, toda la luz de que él había gozado en su libre existencia, la luz á que él cantaba en la noche al sentirse cerca de su amada y de sus hijuelos, á los que en dulces endechas profetizaba y prometía la cercana aurora. ¡Deseos sentía Margarita de darle libertad! ¡Ah, pero nó; ella le cuidaría, ella le amaría, sería como un lindo hijito para ella!

¡Pobre Maestrín!

—No sabes —dijo á Margarita su padre cuando, llegada la hora, se hubieron sentado á comer— no sabes que con esa contrata, por la cual has de dar á tu artista ese plato de corazón, adormideras y cañamones, me pareces al empresario de Marietta. Marietta, para pagar las deudas que dejara su padre al morir, recibió una crecida cantidad dejando al usurero en pago todas las ganancias que ella pudiera lograr en siete años; á tal esclavitud llegó con el contrato, que para redimirse en poco tiempo dándole en este lo que hubiera esperado ganar en siete años, cantó, cantó desesperada, y jamás alcanzaba la suma, y se ha matado cantando con furor. Tiéntale á tu pajarito con la redención, y no tendrás oídos con que oírle.

—¡Bah, papá, qué bromas! mi pájaro cantará gustoso —repondió la niña.

—¿Cómo?

—¡Lágrimas quebrantan peñas! como V. suele decir.

II

—¡Jesús, Dios mío! ¿Por qué les entrará á las gentes ese afán de casar á las muchachas? Algunas veces parece que tienen empeño en echarnos de casa —se decía Margarita al día siguiente, acabando de poner en el cenadorcillo del jardín, y sobre la mesa circular clavada en el suelo, botellas de cerveza amarillo naranja con espuma blanco de ámbar y vasos de recio cristal.

Frente á la joven, ocultando su cabeza con un enorme periódico y sentado en una silla de jardín, se hallaba el capitán Eluso, hombre poco afable, de cabello negro, ni largo por excentricidad ni corto por aseo, sino enmarañado por descuido, rostro moreno, nada feo, pero sí en apariencia por lo huraño del gesto; esto hacíale parecer más viejo, no siendo hombre de más de treinta y un años.

Aquel era el hombre de hierro; así le llamaban; un valeroso viajero, un marino arrojado, un hombre, en fin, cuya voluntad iba mezclada á la vida, á punto de que si el imposible existía, el imposible había de ser el punto contra el cual, á fuerza de choques tenaces, habría de morir el capitán. Parco de palabras, paciente en los propósitos, y el mismo hierro en tenacidad y dureza para acabar los empeños.

—Sr. Eluso —dijo Margarita con timidez— ¿sabe V. si vendrá con mi hermano el Sr. Ergoski ó si se queda en el hotel?

El tosco capitán se encogió de hombros, y solo en dulcificar un poco la mirada podía conocerse que había puesto en ella algo de galantería; luego volvió á enfrascarse en la lectura.

—¡Como mi Maestrín de hosco; solo que este jamás cantará! —se dijo Margarita.

Aquel día iban á refrescar en el jardín el padre y el hermano de Margarita, que acababa de llegar acompañado del rico extranjero Sr. Ergoski. Fernando y Ergoski habían salido á la fonda donde vivía este, y el padre de Margarita no podía tardar.

Dejando solo al capitán, volvió Margarita á la casa por los senderitos del jardín, mirando muy atentamente al cordón de verdes plantas y vistosos pensamientos que á la derecha cerraba el camino, festoneándole paralelamente á otro igual tendido por el opuesto lado; diríase que Margarita iba leyendo en aquella línea de flores. El Sr. Ergoski venía á pedir la mano de Margarita. Era un caballero joven, muy pulido y ceremonioso; salían de sus labios muy oportunamente sus palabras, y estaba en el punto obligado de toda cortés demostración, sin pecar ni de más ni de menos; manteníase silencioso cuando no ocurría necesidad de hablar, y en caso contrario lo hacía discretamente. Era rico, muy rico; y un poco raro. Hacía más de seis años que no veía á su madre, con la cual cumplía quincena por quincena en cartas de severa diplomacia. Guapo era, ciertamente; demasiado blanco tal vez; su rostro, un poco frío; en él no había expresión viva, lo que se llama animación; parecía estar dotado de una expresión regida á voluntad. Margarita no sentía repugnancia hacia él ni le era desagradable; pero no creía ella que esto fuera bastante para decidirse á aceptarle por marido. El extranjero y el capitán iban á emprender con el padre de Margarita y con su hermano atrevidos negocios, para hablar de los cuales sin duda se reunieron en el cenador.

Margarita había oído aquella mañana á su padre y á su hermano Fernando, los cuales la habían consultado la voluntad de Ergoski; estaba decidido á tomarla por esposa; de ella dependía no más. ¡Dios mío! —decíase Margarita— ¿cómo puedo decidirme tan pronto? ¡Dos días! ¿Qué prisa tendrán?

El capitán Eluso se impacientaba evidentemente; apenas Margarita hubo penetrado en la casa, cuando se alzó, dobló el periódico, miró su reloj y dió un golpe fuerte sobre la mesa, produciendo un estremecimiento de vasos y botellas que amagó derramar la cerveza.

—¡Por fin! —exclamó.

Fernando, el padre de Margarita, y M. Ergoski entraban por la puerta del jardín; al poco tiempo se habían sentado y charlaban de negocios y bebían en grande; convinieron todos en un acuerdo; después de las sensatas observaciones del padre de Margarita, los entusiasmos de Fernando, las finas y oportunas advertencias de M. Ergoski y los decisivos y lacónicos exabruptos del capitán, el negocio que los había reunido quedó resuelto.

—¿Pero y Margarita, padre? ¿Por qué no baja Margarita?

Margarita no estaba lejos; pero no se atrevía á acercarse.

M. Ergoski no hizo aprecio de la pregunta de Fernando, y dijo con la mayor frialdad que, como la villa era poco animada, iría á pasar seis días á Valencia y volvería á la hora fijada aquella mañana. Bien conoció Margarita que esta hora sería la señalada para dar ella su respuesta, y picóle un poco á la niña la indiferencia de su pretendiente.

—Pero padre, ¿no viene Margarita? —añadió Fernando.

—Déjanos de faldas, grumete —dijo con rudeza el groserote del capitán.

—¡Qué oso! —pensó Margarita y se alejó de allí.

Cuando todos se hubieron marchado no fué pequeño el asombro que recibió Margarita al oir á su padre que la dijo, haciendo por contener la risa, y apenas pudiendo dominarla.

—Vamos, jamás, jamás lo hubiera creído ¿pues no me ha dicho ese cabeza dura de capitán llamándome aparte al salir del jardín: Tiene V. una hija, lista, buena, y si V. y ella quieren me caso. Otro novio, chica, otro novio; un marido que no se te romperá, no haya miedo… ¡El hombre hierro… ja ja!

—Elige, Caracolillos, elige.

—¡Uf! ¿ese salvaje? No habría que dudar; prefiero al D. Dengues de M. Ergoski.

III

Margarita no se cuidaba de otra cosa sino de su lindo ruiseñor; dábale lástima el pobre Maestrín. Cuando Margarita le vió comer, tuvo un momento de gozo; pero bien pronto comprendió que nada suponía que aceptara el pajarillo la comida, porque seguía huraño y triste.

Cuando por casualidad pasaba por allí el tío Pajaritos, consultaba con él Margarita.

—Señorita, ya cantará; esperar y esperar —respondía el tío Pajaritos.

Pero la niña dudaba. ¡Oh! ¡Cuánto hubiera dado ella por resolver el problema este de ablandar á su fiero Maestrín! Más hubiera preferido que la dejaran en tal empeño, que no que la obligasen á decidirse si había ó no de aceptar por marido á M. Ergoski.

No se atrevía la niña á dirigir palabras cariñosas á su pájaro, porque no bien se acercaba á la jáula, el Maestrín, que más había de entender de guerra y de locura que de poesía y músicas, según las muestras que de ello daba, revolvíase furiosamente en la jáula con peligro de matarse á los recios golpes.

Pero Margarita no pudo ya dominarse, y se atrevió á decirle con su mimosa voz de puro y fresco sonido…

—Maestrín, bonito —y añadió tiernas y lisonjeras palabras que hubieran podido servir de invocación en un Idilio cantado por los pájaros alegres para ufanar á las flores.

El artista se estremeció; fué aquel un estremecimiento simpático; después inclinó su cabecita y miró á la niña con sus lindos ojos; entonces era el artista que jamás puede negarse á las impresiones del arte. «Esa voz,, parecía decirse pensativo, es gorjeo de buena música. Yo he oído y he ejecutado esas notas tan hermosas; diríame la ilusión que no vivía tan apartado como pensaba del mundo en que he vivido siempre, que no estaba tan lejos de aquella ramita cerca de la cual se hallaba mi nido.»

Y volvió el pájaro á caer en la tristeza, sin duda porque en él se daban tales recuerdos.

—¡Pobrecito mío! Maestrín, ¿no cantas? —exclamó un día Margarita— y de sus labios salieron palabras cariñosas, diminutivos que se reducían en la dulzura y la delicadeza del acento á dulces arrullos, y con tono de sonoridad gutural producían algo semejante á gorjeos, y con ruidos de besos remedaban piadas, suaves, acariciadoras; el pío de los pájaros es eso tan exquisito: un beso en música; el beso estalla y se hace nota.

El pájaro volvía á estremecerse, y tornábase más atento y sorprendido.

«En esa voz hay algo que yo reconozco —se decía— en ella palpita el amor.»

Pero cuantas veces intentaba acercarse Margarita á la jáula, otras tantas el artista, recordando su triste condición de esclavo, volvía á rebelarse furioso.

Un día Margarita cantó, y en este, como todos en los que el Maestrín la escuchaba:

«Este diablo de muchacha —se decía— me va á dar lecciones;» y seguía escuchando haciendo aprecio como inteligente de aquel canto y como compositor, entreteniendo tal vez su tristeza, creando en el pensamiento nueva música, sorprendentes creaciones con que divertir á su amada y vencer á sus rivales si alguna vez ¡vano sueño! volvía á su bosque, más feliz al verse libre y más docto en su divino arte.

Pero no cantaba; el día mismo que habían ocurrido las escenas antes referidas, Margarita, preocupada, había olvidado á su pájaro; pasó junto á él como lo hacía los primeros días; más aún, sin mirarle.

Entrada ya la noche, y cuando la niña se retiraba á su cuarto, el pajarillo se conmovió; tal vez con aquella nueva pérdida, con la falta de aquel consuelo, no pudiera avenirse fácilmente. La luna llenaba de escarchas de luz plateada el mar; el silencio era solemne. Margarita oyó con viva conmoción piar dos ó tres veces á su pajarillo, piaba á manera de preludios. ¡Maestrín canta! hubiera gritado; pero se dominó y escuchó. No hay emoción semejante á la que produce oir por vez primera el canto del ruiseñor.

A los preludios siguióse un silboso canto, prolongado, lleno de tristeza; en él se hallaba el gran secreto que Maestrín había descubierto en Margarita; en él palpitaba el amor; luego lanzó sonidos llenos, vigorosos, endechas tristes, quejidos y protestas. ¡Era un artista maestro; sabía muy bien lo que se hacía! Luego sobrevino un silencio que dejaba al que oía suspenso ante lo escuchado y anheloso de lo que esperaba oir; rompió después en aparente desconcierto, como inspirado por la desesperación; calló durante menos de lo que dura un suspiro, y la queja lamentosa y tiernísima dejábase oir; después flajelaba con ella el aire, mandábala á su nido amado, al cielo en demanda de la libertad perdida.

Margarita lloraba sin saber por qué.

—¡Maestrín celestial —decía con vehemencia— qué alma más hermosa tienes!

Mas á la noche siguiente asaltó á Margarita un terrible temor; al oirle cantar durante toda la noche, acordóse de Marietta, que, desesperada, cantaba por redimirse de su opresor. ¡Marietta, pobre Marietta; quizá hubiera muerto! ¿Padecería Maestrín de ese terrible vértigo que lleva á morir cantando?

Marietta cantaba por joyas, por el oro, por complacer á un público que no la estimaba sino en tanto la oía; pero Margarita amaba á su pajarillo como á un hijo, y celosamente velaría por él; poco á poco moderaría su afán, quitándole de sitios que pudieran sobreexcitar su inspiración; y en efecto, tal empeño puso en ello, que Maestrín no se asustaba ya, antes bien recibía gozoso á su amita… pronto estaría vencido.

Con esto habían pasado los seis días; ¡diablo de muchachas! Margarita algo había pensado en ello, y hasta en el extravagante capitán, á quien hubiera comparado en lo fiero con su Maestrín; pero esto del capitán era cosa de reírse al pensarlo.

—Vamos, Margarita, ¿qué has resuelto? —le preguntó su padre.

—Nada… contestó azorada la niña.

—¿Aún estamos así? Hasta el oso del capitán te ha escrito, y hoy viene M. Ergoski.

—¡Ay, Dios mío! no me acordaba de la carta; me dieron una carta esta mañana, pero distraída con el ruiseñor… será del capitán la carta.

—Claro, como tienes la cabeza á pájaros —dijo Fernando.

Margarita en efecto había recibido aquella carta; pero como no esperaba ninguna, la dejó en cualquier parte y dióla al olvido.

Abrió la carta, la leyó, quedó un momento pensativa ante su padre y su hermano, que esperaban oir gustosos las chocarrerías del capitán… y dijo:

—Pues bien, ya me he decidido.

—¡Ya!

—Padre, elegiría al capitán con tu venia; podéis leer lo que me escribe y me decide.

«Adoré á mi madre, amaría á mi mujer y adoraría á mis hijos.— El capitán Eluso

—¡Padre, mi madre me enseñó á amar! El hierro se trabaja y ablanda con el fuego; el mármol se rompe con facilidad; de el uno se hacen máquinas, y el otro es bueno para cubrir sepulturas.

El maestrín es hermano gemelo del capitán.


Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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