El Rey de Nieve

José Zahonero


Cuento



Á Rosarito Labra.

I

Muy señora mía, de mi mayor consideración: Es necesario que abandone V. por un momento sus cacerolitas de hoja de lata, las faenas domésticas de su casa de muñecas; pare V. los traviesos piececillos (esos piececillos que zapateando por el severo despacho de papá, repiquetean en el pavimento de un modo tan vivo que semeja el redoble de un tamboril), y se ocupe de V. del tiempo frío que corre ó que nos obliga á correr en este Diciembre.

Ea, pues: un poquito de atención, que allá va un cuento blanco como la nieve que le inspira con su argentado esplendor, é inocente con esa inocencia de medio perfil que oculta del otro lado tantas picardigüelas, como pueda expresar una hermosa y alegre carita que yo me sé y V. conocerá por el espejo.

Sin más por hoy, diré que me coloco á sus piés, y no los beso porque asustaría con tal acción, pues sería mucho beso para cosa tan menuda, porque los dos piececillos juntos apenas hacen una almendra de tamaño regular. Suyo afectísimo, etc…

II

Se llevaban las gentes los enrojecidos dedos de la mano á la boca, con porfía de golosos, y bailaban como si tuvieran hormiguillo.

Nevaba á más y mejor.

Madrid se había dado polvos de arroz; los faroles habían aparecido con gorros de dormir; los árboles habían envejecido en una noche y tenían bigotes blancos y canas en la cabeza; el cielo parecía de nácar, con tornasoles amoratados; el suelo de plata, y toda perspectiva, por su mate trasparencia, un paisaje de pantalla.

Solo los pobres y los pájaros estaban tristes: aquellos, porque siempre terriblemente lo están, y estos, porque no hallaban punto donde fijarse. Volaban á la tierra y sentían en sus patitas el frío de la nieve; y ¡zás! al tejado; apenas se posaban en él, á otra parte, viéndose condenados á volar de aquí para allá.

Danzaban en el aire millones de puntitos blancos sobre el fondo oscuro del arbolado, negros sobre el fondo gris de las nubes.

Los buenos y laboriosos barrenderos pasaban las palas y las escobas por el suelo para afeitar las calles dadas de jabón.

En una plazoleta, desigual otras veces y llana entonces como la palma déla mano, se juntó una tumultuosa multitud de chicuelos, vocingleros, saltarines, con mofletes como manzanas, manos rojas de frío, carita alegre y corazón en retozo.

Iban y venían de uno á otro lado, formaban corrillo, parloteaban entre ellos, reñían y parecía que luego volvían todos en un mutuo acuerdo.

Estaban conspirando. Ni más ni menos.

Y como basta ser atrevido, procaz y pendenciero para que todo el mundo le tema á uno y le respete, digo que, sin duda por todo esto, nadie parecía fijarse en el corrillo, sin embargo de que todo el mundo temía á los que le formaban.

Su intento era temible, en efecto. Iban á crear y proclamar un Rey absoluto, un déspota, un tiranuelo.

Esto pasaba á la puerta del mercado. Un niño lanzó al suelo un pedrusco é hizo una bola de nieve, que creció considerablemente. Bien pronto los demás tuvieron que ayudar á mover y rodar aquella bola.

—¿Qué irán á hacer? —se decían los cargadores y vendedores que presenciaban la faena.

Bien pronto, una sobre otra, tuvieron tres grandes bolas, y con manos y tablas, apretándolas, diéronlas consistencia y gran proporción; los niños parecían, por el afán y el bullicio, los obreros de la torre de Babel.

Hundieron en la mitad de la última bola un ladrillo de modo que tres de los cuatro ángulos de este quedaron hincados en la bola y el otro partía de ella como una nariz roja por el frío en un rostro pálido y abotargado.

Indicaron los ojos con dos piedras, la boca con un madero corto horizontalmente colocado bajo el ladrillo, y luego de haber hecho nariz, ojos y boca, un travieso chicuelo, rompiendo por el fondo un gran cesto, colocó el cilindro de mimbres sobre la última bola y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Viva el Rey de la plazuela!

No se atrevió á decir absoluto por miedo de que se tomara en serio su broma.

—¡Viva! —contestaron sus compañeros.

¡Ah, si los maestros y los padres que les esperaban en la escuela hubieran llegado, ya hubieran castigado las orejas de los rebeldes proclamadores de Reyes absolutos! Pero bueno estaba el tiempo para tomar con calor la broma de los niños; reinaba un desaliento y hacía un frío que la gente no estaba sino para gozar de la paz al amor de la lumbre.

El Rey absoluto estaba proclamado, asustando á las viejas, haciendo ladrar á los perros y provocando la risa de los despreocupados transeúntes, pocos por cierto. Una escoba hincada á un lado del monigote hacía de cetro. La escoba era el símbolo del poder; si se hubiera apoderado de ella un barrendero animoso, ¿qué hubiera durado su majestad Sorbete?

En un tiempo en que no se estilan Reyes al gusto de Rusia, causaba un efecto extraño aquel de mi cuento.

El cesto parecía una corona, la corona hace cabezas extrañas, ya esos Reyes coronados solo se ven en las comedias y en las barajas.

El nuestro aparecía como un formidable jigante, envuelto en un amplio manto de armiño sin martas, casi como en una sábana; era una estatua colosal desproporcionada, un fantasma-mamarracho, una efigie-caricatura.

Todo estaba en armonía relativa con aquel figurón: el suelo nevado, el cielo triste, soplaba el cierzo.

Quedó solo en la plazuela ridículo y terrible, con proporciones de montaña y apariencias de espanta-pájaros, el Rey del invierno.

Nadie transitaba por las calles, presas las aguas de las fuentes y los lagos por grillos de hielo; vistiendo los árboles la librea del sudario, rígidos y escuetos como el costillaje de un esqueleto; reinaba un silencio de muerte. La nieve que caía engordaba insensiblemente al monigote.

Colocado á la puerta del mercado, estorbaba á los vendedores y pensaron derribarle, inútil porfía, algunos de los niños que le habían fabricado intentaron destruirle; pero cuando pensaron hacerlo, como la nieve se había congelado y endurecido, todo el que intentaba subir sobre el Rey caía al suelo, con grave riesgo de romperse una costilla.

El partido realista disminuyó, y todos, chicos y grandes, deseaban derribar al reyezuelo. En la soledad quedó, en la soledad de la muerte, sobre un terreno cubierto de nieve, bajo un cielo gris, sin una planta en todo lo que podía alcanzar la mirada, sin un pájaro, ofreciendo todo un aspecto monótono, triste, lúgubre, aterrador; se creía que aquel monstruoso espantajo era culpable de cuanto ocurría, sin pensar en que esto no era sino una ilusión, menos aún, una superstición. ¡El era un resultado del tiempo y de la frivolidad impertinente de los chicos! Nada más.

Algunos obreros pensaron emplear palancas y palas, pero las manos se les helaban; encender hogueras, pero esto era aún más difícil, todos los combustibles estaban húmedos, y luego ¡dónde encontrarlos! Tuvieron que resignarse, aburridos á soportar aquella broma pesada…

El monarca era absoluto señor sostenido por el invierno, por la terrible estación del letargo y de la miseria.

¡Cuánto duraría aquel monote á la puerta del mercado! ¡Aquella cosa parecía, no solo algo sino alguien, y no solo alguien sino un Rey absoluto señor de todo!

III

Mas todo pasó.

Una mañanita clara y hermosa que se había descorrido el velo gris y lloraban agua los tejados, que los pájaros, escapados al desastre de la nieve, revoloteaban alegres y volvía el ruido á la ciudad y las gentes podían trabajar y se llenaban las calles de alborozo y se animaban por el movimiento, apareció el monstruoso monarca convertido en un montón informe… El sol le había destronado; no era posible que reinara en aquel espacio calentado por un sol que desgarraba con su fuego el sudario que había envuelto á los campos y á la ciudad, y en breve solo se vió en el sitio que había ocupado el Rey de nieve… una gran piedra… Era el corazón del titánico pelele. El cesto que le había servido de corona y nada más.

El Rey se había derretido… Eran otros los tiempos, porque cada cosa al suyo, y es imposible hacer Reyes de nieve en países de primavera. Su mismo cetro, de que se apoderó el pueblo, sirvió para barrerle.


Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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