I
Colorín murió: no hacía dos días cantaba alegre en su jaula, comía y se bañaba. ¿Quién había de decirle que le quedaban ya pocos momentos de contemplar el sol y mirar el cielo?
Mas esta es la vida, y aun á riesgo de ponerse triste se ha de decir que nadie tiene asegurado el día de mañana, y que, si hay en la ciudad vías que conducen en carruajes y trenes á un barrio y á otro, las hay que llevan á un lugar de donde ¡jamás, jamás se vuelve!
¡Pobre Colorín! Yacía en su jaula, rígido, con el piquito abierto, las patitas reciamente estiradas, y esa telita gris que sirve de párpados á los ojos, medio los estaba encubriendo.
Aún había comida en el comedero, aún agua en el vasito; la comida, que él tanto apetecía y á la que muchas veces se arrojaba con la precipitada codicia de un avaro; el agua, en la que se bañaba con la satisfacción y la alegría que produce en hombres y pájaros la limpieza. ¡Ah! Pero todo había pasado: ¡la jaula quedó vacía!
En los ojos de Colorín no brillaba esa luz que denuncia la vida, y en los artistas como él la inspiración; aquellos ojos aparecían de un negro mate apagado, secándose por momentos.
Había en el cielo, por el lado que se pone el sol, unos nubarrones azul bronceado y negros como carbón, y que por sus bordes caprichosos y desiguales aparecían rojos y lucientes como brasas encendidas; más allá de este cordón de nubes brillaba intensa la luz de sol, que desparecía dejando la gran luminaria del crepúsculo vespertino, para que de un modo insensible, al extinguirse su fuego, fueran los ojos acostumbrándose á la oscuridad de la noche.
Esta hora es siempre triste: el sol se va; ¿quién está seguro de verle al día siguiente?
Se destacaban los objetos sobre la claridad del cielo, al modo que las siluetas de un paño de sombras chinescas, las hondonadas del valle estaban negras; los cerros, pelados, aparecían de color ceniciento amarillo. Era, en fin, todo muy triste; ver menos, es vivir menos.
Pero, por último, los que quedaban con vida verían la ciudad bien pronto iluminada, y verían el sol al día siguiente. Mas ¿y el pobre Colorín?
II
No creáis que Colorín había estado solo en el mundo; no tenía nido ni familia, pero dejaba un amiguito cariñoso que le había llorado con amargura.
Un niño.
Este amiguito se hubiera dicho que era un hermano, tan inocente, tan alegre como alegre y bueno el pajarillo; se parecían.
¡Cómo! diréis, ¿un pájaro y un niño parecerse?
Al abrir Dios su mano, escaparon de ella los dos rayos de la gracia; las notas de vivo color y palpitante armonía; los pájaros que cantan y los niños que ríen, son hermanos gemelos en el cielo.
Pensó el niño que Colorín no había de ser arrojado al muladar; no podía despreciar el cuerpecito del pájaro que tanto había amado; tomó una cajita de ébano, envolvió al pajarillo en un paño, besó su cabeza, y bajando al jardín, comenzó con ambas manos á socavar la tierra, abriendo una sepultura, donde depositó á su amigo, y luego… no pudo concluir su operación: fué llamado por su madre; un hermanito vino á participarle la orden.
—Deja que acabe, dijo el niño, y luego vaciló un momento y añadió; pero no, iré; tú pondrás una señal para que sepamos dónde está el cuerpo de nuestro pajarito.
El hermanito ofreció hacerlo; pero apenas quedó solo, no teniendo mucha paciencia, ideó un medio pronto y fácil, más que seguro, para salir del paso: cortó un papelito, escribió con lápiz «Colorín» y clavó el papel sobre la sepultura del pajarillo con cuatro alfileres, uno en cada esquina.
III
El viento se llevó el papel; la lluvia borró el nombre; la tierra era muda; no se pudo saber dónde yacían los restos de Colorín.
¡Ah! ¡Qué pesar tan grande tuvo el niño amigo del pájaro! Vosotros comprenderéis esto; y si no lo entendéis, es porque no habéis amado ni os halláis en el caso del niño; porque el dolor es un culto propio, personal, y de nuestro dolor abandonado el viento se reirá, el agua lo anegará y los hombres se contentarán con clavar un papel con cuatro alfileres.
Guardáos el dolor; no le descuidéis; el dolor es un culto.
Lazo que nos une al ser adorado que hemos perdido.