I
Fue rubia y blanca; pero el oro de sus cabellos se volvió de un tinte trigueño, y la blancura de su rostro se cambió en pálido con manchas amoratadas. Iba de aquí para allá pidiendo limosna; pero un día se atrevió á salir de un país donde no hallaba socorros. Figuraos una hojita que, desprendida del árbol, es arrastrada con el polvo por el viento y marcha á merced de los caprichos de su soplo, violento unas veces, leve otras; así marchaba Marinita por un camino abierto en el valle, como si el viento la impulsara, caminando de prisa, parándose bruscamente y volviendo á emprender su paso.
Aunque ya se hacía sentir el frío del invierno, aún había algunos hormigueros abiertos, y cerca de una piedra descubrió uno, chiquito como un dedal, y paróse á contemplarle, cuando de pronto empezaron á caer del cielo gruesas gotas de agua, que mojaron el roto y ligero vestido de la niña y humedecieron sus carnes.
Entonces la niña, acobardada, miró alrededor por ver si descubría donde guarecerse, y no halló una casa, ni una choza, ni una roca, ni un árbol, y bajó sus ojos para mirar al hormiguerito, y pensó:
—¿Por qué harán las casas sobre la tierra y no como las hormigas, en la tierra? Sería más fácil esto. Bastaría un agujerito en el suelo.
Pensando así, y disponiéndose á continuar su camino, dirigió una mirada de despedida al hormiguero, y no le halló, se había cerrado.
—¡Quién fuera tan pequeñita, tan pequeñita como una hormiga! —dijo compungida Marinita Peregrina.
II
La lluvia había cesado, pero el viento no; y la niña que tenía sus vestidos y su cuerpo empapados, tiritaba de frío.
Y juntó sus deditos y acercó sus manos á la boca para comunicarlas el calor de su aliento de pajarillo, y así caminaba por la llanura sin fin, anda que anda con los piés desnudos y heridos, fatigado el pecho y conmovido por las punciones de amarga tristeza que le sofocaban y hacían aparecer en sus ojos dos lágrimas lucientes como el rocío y grandes como gotas de lluvia.
Pronto llegó á un bosque cuyos árboles estaban á punto de perder sus hojas, y en lo más alto de uno descubrió una manchita oscura; era un nido vacío y pensó:
—¡Quién pudiera ser tan pequeña como un pájaro y tan libre como él!
Por entre el laberinto de zarzales y de troncos erguidos, pisando las secas hojas, siguió caminando con la fe en el alma, y animada por la gran esperanza que se reflejaba en sus ojos, con los cuales miraba, devorando el camino y pasándole antes con el deseo millones de veces, más rápido que sus pobres piés.
Ya anochecía cuando llegó á una cabaña pequeña. Un terrible perro salió de ella y amenazó á la niña, mostrándola sus agudos dientes y gruñendo de un modo feroz, de un modo que bien daba á entender que á no estar el perro encadenado, seguramente se lanzara sobre la cuitada Marmita. —¡Oh, Dios mío! —pensó ésta— tan horrible animal tiene donde guarecerse, y yo no; —y luego, en un movimiento de angustia y desesperación, exclamó:— ¡quién fuera como él! —Tal vez no deseara ser feroz como el perro, tal vez se refería á envidiar la choza del perro; pero ella así exclamó.
Prosiguió caminando hasta descubrir el castillo de las cien almenas. Arriba estaban los soldados, y desde allí mandaban, á largas distancias, agudísimas saetas; abajo había anchos portones por donde metían el trigo traído en tributo hasta de luengas tierras. El tal castillo parecía un monstruoso animal voraz y cruel. Marinita dirigióse al foso, y con lamentos suplicó al centinela, que se hallaba armado de todas armas, que bajaran el puente levadizo para que la dieran abrigo en el palacio-fortaleza.
Pero el centinela no se movía de su torrecilla.
Marinita descubrió en el fondo rejas fuertísimas.
—Aquí estarán —pensó— los grandes enemigos del señor, prisioneros.
Y luego, en lo alto, vio por unas ventanas, luces y tapices.
—Allí estará el gran señor. ¡Oh! ¡Quién fuera grande!
Y aún continuó caminando hasta la noche.
Las sombras de la noche cubrieron todo, y ni aun la vista podía alimentar la esperanza de la niña, inquiriendo al final del camino la aparición inesperada de alguna choza, de alguna casa, de algún pueblecillo.
El viento producía un prolongado y bronco sonido; diríase que un mugir aterrador, algo como un lamento lejano, partiendo de un trueno. Así como á la luz se mezclan los colores, así á distancia se confunden unos con otros los sonidos, de modo que á veces se oye una triste, queja en un ronco bramar.
Marinita se hallaba en la oscuridad, oyendo, tanto el quejido del viento como el rozar de sus andrajos con las zarzas. A veces Marinita creía soñar y hallarse á merced de una pesadilla.
El frío puso rígidos sus bracitos, torpes sus piernas; ya no tenía fuerzas para caminar; antes podía no ser oída, pero podía ser vista; antes tenía que caminar hasta hallar donde guarecerse, pero siempre esperando de la luz el asilo deseado que había de aparecer al término del camino. Sólo se veía una luz en la tierra, y ninguna estrella en el cielo. Pronto desapareció la lucecilla, pero apareció una brillantísima estrella… la hermosa Sirio.
—¡Quién fuera allá! —dijo— ¡qué bien se ha de encontrar uno en ese lucero!
¡Ah! y nada más he sabido después de Marinita.
Tal es de terrible y de vaga la impresión que en muchos producen los niños que abandonados y errantes pasan. ¡Dios mío, qué será de ellos!
III
Al abrir la ventana de mi taller, un torrente de vida me embriagó: aquel día de invierno parecía primaveral; el sol todo lo enardecía; prestó mayor blancura al fondo del cuarto; animaba las viejas pinturas, bordeando con hilos de luz los negros marcos; extendía brochazos de claridad sobre la caoba de los muebles; copiaba los objetos unos en otros, dando á las planicies reverberaciones de lago y casi fidelidad de espejo. Un airecillo juguetón revolvía los papeles, y como la luz disipaba las sombras y la tristeza, él perseguía y cortaba la pesada atmósfera de la habitación, llenando ésta de los perfumes traídos de la montaña.
Del sol partían millones de rayos, á cuyo término se engendraba la alegría y la belleza como al extremo de las cintas de la farándula salta un danzarín. ¡Hermoso día!
—¿Y Marinita? —diréis— ¡quién sabe! Tal vez pereció, y su alma pequeñita voló. Tal vez se halle en el cielo, donde se cantan esas odiseas-idilios de los niños abandonados. Tal vez se halle al lado de Miñón, Cosseta, Caperucita encarnada, Pulgarcillo y la Cigarra, ángeles creados por la caprichosa fantasía y que viven en lo ideal.