I
¡Vaya una despensa que habitaba no hace mucho, una familia de ratones!
De Jauja puede uno reirse pensando en tan provisto lugar; allí había perniles, chorizos y uvas pendientes del techo; grandes cajas de jalea, un número prodigioso de quesos manchegos, y galletas, y pastas que no había más que pedir.
Formadas en hilera, lustrosas y relucientes, veíase un batallón de botellas, con morriones plateados las del Champagne, etiquetas doradas y elegantes por bandas y petos, con monteras de oro las que contenían vinos generosos, y bonetes encarnados las del vino de mesa; y tan soberbia legión parecía por su esbelta presencia dispuesta á llevar á cabo los más gloriosos finales de un banquete.
Con decir que en aquella despensa no faltaba ni mazapán, ni turrón, que había sacas de azúcar, y que de vez en cuando se guardaba en ella algún que otro pastelón, hemos dicho lo bastante para comprender la sabiduría que el viejo patriarca de una familia de ratones tuvo al elegir por morada lugar de tal abundancia y riqueza.
Sí, señor; allí se habían bonitamente colocado, abriendo un agujero por detrás de una panzuda olla de manteca, toda una familia de ratones, padre, madre, hijos y parientes políticos.
El lugar era á propósito; pintábase en el suelo de la semi-oscura despensa un disco de luz que parecía una luna llena; pero sí que los ratones eran tontos; desde luego comprendieron que aquel redondel luminoso no era, ni mucho menos, la luna, sino la luz que penetraba por una gatera; ergo había gato en la casa; de aquí la necesidad de andarse con precaución.
¡Qué fortuna haber hallado lugar tan espléndido! No carecía de peligros; pero, ¿qué riqueza se encuentra sin graves riesgos? ¿qué tesoro sin miedo y sobresaltos?
El viejo ratón lo inspeccionó todo antes de permitir que saliera á recorrer sus posesiones su codiciosa familia.
Precaución hijitos, les decía, mucha precaución; hay gatera; puede existir sin que exista gato en la casa; yo, en mi larga vida, he observado que sucede esto algunas veces; pero difícil es que nuestro enemigo, adulador y egoísta, no haya, encontrado colocación en casa de tanta abundancia; bueno es él para vivir lejos de donde se coma bien y se viva descansado.
La madre pasaba su hocico temblorosa por los hociquillos de sus hijuelos que la estrechaban. Una vez se había hallado ella delante de un horrible gato, del cual milagrosamente había podido escapar, y el recuerdo la aterraba.
Prudentes y precavidos anduvieron durante la primer semana; no se atrevían á recoger sino miguitas, ni á roer sino cortezas; recogíanse temprano, y en cuanto sentían el más leve ruido huían despavoridos.
Al cabo de algunos días pasóseles el miedo; la puerta de la despensa se abría de tarde en tarde; el gato ni por curiosidad había penetrado, de lo cual se dedujo que no debía existir gato alguno en la casa; no tenían vecindad; solamente allá, en el techo, una miserable araña vivía preocupada en su telar, sin apercibirse siquiera de la presencia de los ratones, y todo esto unido á la codicia que despertaba la riqueza, les hizo pronto olvidar sus primeros temores.
¡Qué vida se dieron! Apenas podían moverse de gordos; corrían y danzaban llenos de alegría, y estaban del mejor humor posible.
Ya por fin pensaron en lo que suelen pensar todos los poderosos: en hacer ostentación de sus riquezas y gozar provocando la admiración de los demás.
—Es preciso dar un sarao; invitaremos á Roe-cuero y á su familia, á Tritura-grano y la suya, á todos nuestros vecinos del sótano y, en fin, tú formarás la lista, —dijo el viejo ratón á su compañera.
—Corriente, —contestó la ratoncita;— pero antes debemos hacer un ensayo, no sea que pasemos por ratones de poco trato; esta despensa nos es conocida; pero debemos antes disponer todo de manera que comprendan nuestros convidados que sabemos preparar un banquete.
—Yo, —dijo un ratoncito de la familia,— tengo un talento privilegiado para descubrir el dulce; ya me sé yo dónde hay unas excelentes cajas que manducar.
—Yo distingo las especies de quesos, y no se servirá sino el más delicado, —añadió un segundo ratón.
—Pues lo que es á mí nadie me gana á horadar un saco y hacer que de él caiga un chorrito de azúcar de modo que parezca nuestro banquete fiesta de príncipes donde se dejarán correr fuentes de leche.
Cada uno fué dando pruebas de su talento y ofreciendo para la fiesta su especial inteligencia ratonil.
—Perfectamente, —añadió uno;— todo estará muy bien; pero sería útil que en una reunión de familia, á manera de ensayo, simuláramos el baile y el convite, teniendo entre nosotros al sabio Roe-libros, aquel ratón que no podíamos entender, que nos hablaba de golosinas desconocidas, y que toda su vida la ha pasado comiendo sabiduría.
—Sea, —dijeron casi todos.
Uno solamente, moviendo el hocico de un modo particular, atrevióse á rechazar la idea.
—Un ratón fino —decía él,— se sabe mejor que otro alguno proporcionar por sí mismo su alimento y librarse de los peligros. ¿Qué hay mejor que nuestros dientes para distinguir lo bueno de lo malo?
Decidieron, no obstante, llamar á Roe-libros.
Pocos momentos después se hallaba entre ellos un ratón flaco, de ojos envidiosos é hipócritas, receloso en su mirar y tardo en su paso.
—No huele aquí muy bien, —dijo al entrar; pocos papeles se hallarán en este sitio.
¡Ah pobres ratoncitos! ¿á qué se atrevían? ¿á celebrar una fiesta? ¡No les quedaba nada que oír de boca del sabio! ¿Tenían buenos tomos? ¿Había algún Plutarco en pergamino? ¿Qué repuesto de cola y engrudo había en su despensa? A él nada podía asombrarle; había roído á Cicerón, Séneca, las Pandectas, y se estaba merendando un Quinto Curcio de lo más sabroso.
Bendito Dios, y qué á oscuras quedaban los pobres ratoncitos oyendo á Roe-libros; en vano le mostraron del mejor queso, de la más delicada azúcar, del más rico tocino porciones que bastaran á satisfacer al ratón más hambriento.
¡Ah, lo que son los sabios! A Roe-libros nada le complacía, y el saragüete dado en su honor parecióle del peor gusto.
No se fijaban los ratón cilios, tal era su sencillez y tan grande su modestia, no se fijaban digo, en que aquel ratón tenía el gusto pervertido y en que su paladar se hallaba acostumbrado tan solo al papel, al engrudo y á la cola.
Así es que no se atrevía el ratoncito hábil para descubrir el dulce á lucir su habilidad, ni los demás intentaron lucir las suyas.
Nada, absolutamente, le agradó; seguía pronunciando nombres de alimentos raros y dándose tono de crítico y censurando cuanto intentaban en su honor hacer los amables individuos de aquella distinguida familia.
Muy descuidados se hallaban oyendo al crítico, cuando por la gatera arrojaron al fondo de la despensa un envoltorio de papel. Asustóles el ruido; mas pronto se apercibieron de que no era otra cosa que una nueva golosina.
—¡Papel! —dijo el sabio.
Y se arrojó al envoltorio.
No bien muerde un trozo, cuando se estremece, se hincha su barriga, y cae muerto con dolorosas convulsiones. Allí quedó el cadáver del roedor pedante.
—Huyeron despavoridos los demás ratoncillos, diciendo:
—¡Diablo! ¡Si este es el único alimento apetecible y el único por él conocido, puedo reirme de la ciencia del pobre Roe-libros!
¡A qué peligros no se vieron después expuestos! Pero su instinto les hizo desconfiar de los papeles y de todo; diéronse buena vida, obrando con cautela y no atendiendo sino á los consejos que les daba la sabia experiencia.
En el trozo de periódico que envenenó á Roe-libros se leía el título de un artículo que decía en letras gordas:
Dedicado á un crítico.