Un Cigarrillo

José Zahonero


Cuento



I. Nolasco

¿No fuma V.? —Dije, alargando un cigarro de papel á Nolasco, un anciano periodista de gran actividad y notable instrucción. Hizo un gesto de disgusto, rechazando la oferta. En efecto, olvidé que jamás le había visto fumar, y como por broma, pensando que una repugnancia física le hacía enemigo del tabaco, insistí.

—Vamos, fume V. siquiera por una vez —y volví á alargarle el cigarrillo.

—¡Fumar yo! —exclamó espantado y palideciendo al ver cerca de sí el cigarro de papel.— ¿Qué quiere V. de mí, amigo mió? añadió exaltado, —huyendo del cigarro como de un arma venenosa.

Yo me eché á reir.

¡Pero qué cosa más extraña! pensé al ver la cara de terror de mi respetable compañero. ¡Bah! otra rareza, me dije, á pesar de que nada me infunde más respeto que estos hombres que á la vista de las gentes suelen pasar por estrafalarios y ridículos, sin que nadie se cuide de averiguar si lo que se toma por capricho extravagante, tiene un natural y justificado motivo.

—Hombre —añadí— es V. un enemigo tan irreconciliable del tabaco, producto, según los musulmanes, de la saliva que el Profeta arrojó al absorber la herida que le hizo una víbora, veneno dulce y sagrado.— Vamos, un cigarrillo… Y tomé expresión de Yago malvado, de Sancho socarrón y de Mefistófeles tentador.

—He fumado —contestó.— ¡Oh, por Dios, déjeme V.! ¿No le basta mirarme? Un cigarro me hace sufrir horriblemente.

Estaba lívido; luego del espanto, debió sucederse la irritación, Nolasco debió, en efecto, padecer mucho en tan brevísimo tiempo. Su seriedad me impuso.

No volvimos á entablar conversación, pero, cuando salíamos los dos del despacho, me dijo:

—¿No me había V. pedido un tomo del Diccionario Enciclopédico? Pues ahora podemos pasar á recogerle en mi casa, si V. me acompaña.

Recordé que, en efecto, le había hecho esta petición. Al llegar á la calle, distraído, volví á liar un cigarro.

—Malditos cigarros —dijo Nolasco al verme.

—¡Ah! es verdad —exclamé con pena.

Y sin embargo, me reía neciamente de lo que no podía explicarme.

II. Lucía

Entramos en casa de Nolasco, me hizo pasar á su cuarto de estudio: una barahunda de papeles y una Babel de libros le llenaban: era aquella una espaciosa habitación, decorada con sencillez. Anchos cortinajes de cretona gris, con borlones, caían á uno y otro lado del balcón. En altos armarios se veían escalonadas líneas de libros.

De una de estas sacó Nolasco el tomo del Diccionario que le había pedido, y me dijo con amabilidad.

—Ahora amigo, debo á V. una satisfacción por mi impertinente rareza contra su invitación á fumar…

No comprendía bien lo que quería decirme, ni me explicaba por qué insistía sobre aquel hecho ya olvidado.

Y en tanto él se ponía á arreglar su estante, mi vista se fijó en uno de los rincones del cuarto y se me ofreció la terrible huella de una catástrofe, que sin duda debió haber sido espantosa. Una señorita no tan alta como la palma de mi mano, yacía en tierra con la cabeza rota, manca de un brazo, coja de una pierna y lisiada de la otra, tenía varias heridas profundas en el cuerpo, por las que salía el serrín… Un poco más allá se veía un carrito sin ruedas y con el toldo roto á desgarrones y un caballo despellejado y magullado; evidentemente allí había acaecido un vuelco trágico. En esta casa hay un niño por lo menos, me decía, porque todo aquello daba color y alegría al estudio-despacho de mi amigo, que á quitarlo de allí hubiera tomado la habitación el tinte sombrío y el aspecto de una celda.

Me predispuso esto á esperar la entrada de algún taquillo ó de algunos alborotadores y risueños que viniesen á socorrerá la pobre muñeca, curar al caballo y arrastrar el carrito por el suelo.

Estaba el anciano periodista descargando una silla sobre la que había una torre de periódicos y me indicaba asiento en ella, cuando entró en el cuarto una preciosísima niña como de unos diez años, y se abrazó á las rodillas de mi amigo: una señora de mediana edad asomó su cabeza por el vano de la puerta; era la esposa de Nolasco, me saludó con una leve inclinación y quedóse mirando sonriente á la niña y al padre.

—Hola, papá —dijo la niña gozosa.

Mi amigo no había abandonado su aspecto triste, y sentándose tomó con sus manos la cabeza de la niña, y dijó:

—¿Verdad que es bonita? mire V. —y se dirigió á mí. Me acerqué á besar á la hija de mi compañero; una niña de blondos cabellos, cara hermosa, palpitante de alegría, una frente blanquísima que esperaba un beso y unos labios chiquititos que prometían mil.

—Esta es mi Carmencilla —dijo Nolasco.— ¿Ve V. sus ojos? Son hermosos; por ellos ve la luz, ve el cielo, nos ve, contempla sus flores y sus juguetes, lo ve todo.

Tomó su voz un acento extraño al decir esto.

—Por Dios Nolasco —exclamó en tono de súplica la esposa de mi amigo. Á mi pesar, y sin entender lo que acaecía entre aquellos corazones, sentí el mío simpatizado por la tristeza que les apenaba.

—¿Ve V. estos ojos? —continuó Nolasco dirigiéndose á mí.

Los miré, en efecto; eran hermosos, de largas pestañas, rasgados, españoles; la luz arrancaban de ellos los secretos de reflejos irisados; en su fondo se adivinaban trasparencias inocentes, un mundo de sueños infantiles, divinos pensamientos, como á través del mar diáfano se perciven las magias del coral, indecisas y riquísimas.

—¡Hermosos ojos! —dije.

El anciano se dirigió á una puerta contigua y la abrió bruscamente.

—Sal, Lucía —dijo.

Sentí pasos, y apareció á mi vista una joven de diez y ocho años, esbelta, elegante, de pelo rubio y de la misma hermosura que la hija de mi amigo, realzada por la esplendidez de una adolescencia encantadora; por misterio inexplicable andaba reposadamente con las manos extendidas como los sonámbulos y con los ojos cerrados.

—Es ciega —gritó con voz honda y ahogada el pobre padre.

—Hace diez años —continuó— vino ella á mí, como ha venido hoy su hermana Carmen, se abrazó á mis piernas; yo tenía un cigarrillo en la boca, porque era fumador incorregible, y la niña regocijada y cariñosa, diome al chocar conmigo, un golpe tal, que no tuve tiempo, ó tan imbécil fui que no le hallé de quitar el cigarro de los labios, se descompuso el fuego, cayó esparcido en chispas y la niña gritó con voz agudísima, había caído en sus ojos…

Y cegó… Todo cuanto después se hizo fué inútil. Desde entonces, amigo, cuando pienso en que por un frívolo gusto mío perdió sus ojos. ¡Oh! aborrezco lo que me recuerda tan terrible desgracia.

Nolasco cayó como si en su ánimo se reprodujera con toda violencia la desesperación que le hubo de causar el suceso. Llevó hacia sí á su hija y abrazándola, exclamó con sentimiento exaltado:

—¡Yo, yo que la idolatro, la he privado del sol! —exclamó.


* * *


Sentí un frío intenso, dos lágrimas brotaron de mis ojos, y con la mano que tenía en el bolsillo del pantalón estrujé mi cajetilla de cigarros, y hubiera estrujado… fanatizado por la emoción, á los 900 millones de fumadores que hay en el mundo.

Para que se vea cómo lo trágico puede saltar de la chispa de un cigarro.


Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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