Ventolera

José Zahonero


Cuento



Al Sr. D. Juan José Paz.

I

Volvía de su huerta, por el camino de Segovia, ya á la caída de la tarde, el canónigo de Avila Sr. Plozuela, caballero en una mula hermosa y rolliza, negra y de pelo luciente como el sombrero de teja nuevo guardado por su reverencia para usarlo en días que repicaran gordo; era de paso vivo, temerosa á la espuela y, para comodidad del jinete, ancha de lomos y recia de piernas.

Blandamente movido al andar de la mula, aquel gordo, sanóte y bienaventurado canónigo traía distraída la mente con agradables pensamientos; contaba ya lo que de sus rentas habían de entregarle sus colonos, recordaba los cuadros de verdura y los árboles frutales de su huerta, abundante y de buen cultivo, é iba pensando en la cena, libre del temor de que pudiese acaecer que los arrendatarios no le pagasen, la huerta perdiera sus frutos y verduras y la cena se pegase en el fogón ó fuera regalo del gato.

Al llegar á una era que había á la derecha del camino, el mofletudo canónigo vió al flaco, macilento, codicioso y mísero Nerberto, ricachón de la ciudad, que vivía siempre en temor de que le robaran. Puestos su alma y sus sentidos en los campos, los haces, las trojes, los montones, las paneras, los sacos y los molinos, llorando por lo que royesen las ratas, lo que no se pudiera espigar, lo que picasen los gorriones, lo que cosecharan las hormigas, lo que el viento desparramara y por la que se diera en desperdicios en el trasegar, medir ó ensacar. Las rasgaduras de los sacos eran heridas abiertas en su piel, y lo que por ellas se vertía, más precioso que si fuera sangre de sus venas.

El ricachón reía al ver al canónigo pensando en que este pudiera verse en peligro de no cobrar toda su renta aquel año, y el canónigo se reía, á su vez, de Norberto, viendo en él á la misma codicia, en lo que esta puede dejarse ver, pues es de sí misma avara y se repudre y come, á extremo de reducirse á flaquedad, ruindad y miseria.

Cuando los dos se juntaron y miraron, encubrieron sus risas de burla en aparente afabilidad y cortesía, y á las pocas palabras de su conversación dirigieron aceradas intenciones á un tercero, y tocóle por su desdicha á Anselmo, el guarda de los Zarzuelos, dehesa que se halla al otro lado del camino.

Era amigo de empinar el codo, perezoso y negado de entendimiento, según decía Norberto; pero lo que más les recreó al hablar de Anselmo, fué no acertar á comprender, ni el ricachón ni el reverendo canónigo, cómo aquel no acomodaba á su hija, la moza más bravía, tosca y alocada que ellos habían conocido.

—Dicen que V. la quiso para sirvienta —dijo Norberto.

—¡Ah, sí! hablé de eso; pero como creo que no tiene muy envidiable fama… —replicó el canónigo.

—Eso se dice, y se dice más. —¿Qué más se dice?

—Que V. la dió cierto día un cariñoso golpecito en la cara, y la moza saltó como si la hubieran picado avispas.

—Cualquier cosa dirán. Lo cierto es que la moza me pareció trabajadora y limpia y apropiada para mi servicio; mas luego eché de ver que era un salvaje.

—También el amo anduvo en tratos para llevársela á su casa —dijo, enderezándose, un hombre que hasta entonces había estado inclinado acribando grano de un montón.

Tornó á su trabajo y volvió á erguirse, y prosiguió diciendo:

—A la cuenta, no la hubiera ido mal en cualquiera de las dos casas; mejor que le va, porque en vida de la madre (en gloria se halle la buena mujer), la moza estaba á pide y te hartes; pero dende el punto y hora que vino la Cipriana, cuñada del tío Anselmo, es un tormento seguido lo que la mozacica padece. Y como moza de buen ver, lo es; pero ha de tener flojos los resortes de la cabeza; anda siempre de aquí para allí; ogaño decían si casaba ó no casaba con Cabañas, el pastor de Río Morjes, que lleva el ganado de D. Andrés Capazo, el que trae en renta la dehesa de los Zarzuelos; pero, á lo que parece, se deshizo el casorio, ¿verdad, señor amo?

—Eso he oído —replicó Norberto.— ¿Qué apodo le han puesto?

—Mire, señor amo, que lo sabía y se me ha ido —contestó el criado— y luego, dirigiéndose á un mozo que no lejos de allí trabajaba: ¡Ciledonio! —exclamó— ¿tú sabes qué apodo pusieron á la moza de los Zarzuelos?

—¿A la del tío Anselmo?

—A la mesma.

—Pues le han puesto la Ventolera.

—Será por lo de los vientos que tiene en la cabeza —dijo Norberto.— Viento nos hacía falta aquí, que no sopla miéja. Siquiera que soplara antes de la noche.

—Lo cierto es que la tal no ha de acabar bien, porque no tiene buen principio —añadió con acerada intención, aunque con indiferencia aparente, el señor canónigo, y se despidió, prosiguiendo en su cómodo caminar.

A no muy lejano trecho, detuvo su mula y quedóse mirando al cerrillo de los Zarzuelos, donde había otra era, en la cual la gente de la trilla se agitaba en rápido movimiento y armando alegre vocerío.

Entre los pilluelos del campo, si no tan expertos ni tan audaces, más bulliciosos que los de playa y tan alborozados como sus hermanos los gorriones, se hallaba una moza de diez y nueve años: era la Ventolera; iba firme y como clavada en el trillo, guiando con brío las yeguas que le arrastraban, pasando en él rápidamente sobre las trojes doradas por los rayos del sol poniente, y, sin dejar que se le allegaran los trilladores que la seguían, procuraba adelantar á los que la iban precediendo; hallábase su rostro animado por franca y alegre expresión; chispas parecían sus negros ojos, y mezclaba á sus risas los gritos con que á los chasquidos de la tralla azuzaba, enardeciendo al ganado y entusiasmando á los compañeros para acelerar y concluir la activa faena.

El gallardo y Hermoso cuerpo # de la moza tomaba realce por la fijeza y gracia, por el ladeamiento ó inclinación á que obligaba el empeño de mantenerse en equilibrio constante; llevaba echada atrás gentilmente su cabeza, y se ofrecía con tal donaire, que por él hacía recordar las matronas que en los triunfos romanos guiaban los carros de guerra.

Había en aquel laborioso movimiento algo de danza ecuestre; en aquella sencillez y tosquedad cierta apariencia majestuosa, y en aquel vocerío mucho de estruendo belicoso.

No miró por largo tiempo á la era el señor canónigo, porque hubo de azotar su rostro y cuasi cegarle un repentino soplo de viento.

Era el viento que pocos momentos antes, armando guerra con golpeteo de puertas y ventanas, zarandeo de sayas, hurto de sombreros y nubes de menudo polvo, llegó á la ciudad bajando de la sierra, y saliendo de aquella siguió su alborozada marcha dejando atrás la puerta por la que habría entrado en la ciudad, dentro del cerco de altas murallas y en el laberinto de estrechas callejuelas.

Bien dieron á entender la marcha del loco viento los molinos de cerro alto, que uno tras otro y á poco todos, de dormidos é inmóviles que estaban, pusiéronse en danza agitando sus largos brazos, por ganar tiempo en el viento; este rizó en ondas las mansas fuentes, balanceando majestuosos árboles, produciendo en ellos un ruidoso estremecimiento de hojas y volviendo las de los álamos blancos por el lado que brillan como la plata; erizando las hierbas, haciendo cabecear blandamente los arbustos, y con esto animando á la limpia en las eras en que estaba detenido este trabajo; y así, llenando de ruidos los bosques, acelerando la marcha de las aguas, llevando semillas de un punto á otro, purificando el ambiente de algunas viviendas, dando con el aire de la sierra vida á los pechos enfermos, salvando montañas y cruzando llanos, puede que soplase en la playa lejana, y de esta en el mar hinchara las velas de la nave, llevándola con su riqueza á otras mares y otras playas.

¡Oh, loco y misterioso viento, aventurero, juzgado muchas veces como lo son los espíritus libres, condenados á ser enigmas para los necios y á ser sin piedad víctima de los egoístas y de los ingratos; saludable soplo de mis montañas, activa energía del espacio, purificas las ciudades y llevas la fuerza del trabajo á los dormidos campos!

Al llegar el señor canónigo á su casa, bajar de la mula y entregar la brida, iba de malísimo humor, diciendo entre dientes:

—¡Maldito viento! Me ha hecho venir haciendo gestos por el camino; abrir y no abrir los ojos y obligándome á sujetar el sombrero, que amenazaba quitarme, y no me ha dejado ni un segundo de reposo.

En tanto, el aire limpió de paja el grano de las eras.

II

Pegada al paredón de pedruscos, junto á la puerta de la pobre casa del guarda de los Zarzuelos, se hallaba con un cestillo á los piés la tía Cipriana, mujer de gesto avinagrado; tan manchada de hoyos de viruelas la cara como de picardías el alma, hocicuda y de frente estrecha, herida de recelos que así, se revelaban en la suspicacia que aparecía en los ojos como en cierto inquieto movimiento de la boca y la nariz; pálida, pequeña y de genio insufrible.

—¡Mal rayo la parta! —decía en alta voz para que lo oyese bien Anselmo, su cuñado, que cerca de ella partía leña— Ventolera, con que va á Tornadizos, con que va á la ciudad, con esto ó con lo otro, siempre anda de pindongueo… y la casa por hacer, y las gentes hablando mal de ella, y de ti y de todos.

No había terminado su charla aquella mujer, cuando entró por la puerta la Ventolera, tan animada y gozosa como siempre. Traía un cesto en el brazo y unas alforjas al hombro.

—¡Dios y Señor nuestro! —gritó la Cipriana al verla.

—¿De dónde vienes tú ahora? ¡Anda, que con ese ir de la ceca á la meca, bien te vas ganando que te quedes á lo mejor sin marido y que no den por tu buena fama ni un ochavo! ¡Ay, qué malvada del demonio es la mocita! Y la culpa la tiene su padre.

Con los ojos clavados en el enjuto rostro miró á la Cipriana, riéndose, la Ventolera, y, en vez de enojarse, antes bien pareció que se alegraba del mal humor de aquella mujer, porque con el mayor contento replicó, á voces casi y moviendo locamente los brazos:

—Anda, ¡pues no se pone poco alborotada! Eso que traigo ropa que lavar y mantecadas de las Trinitarias! ¡Jesús, y que de prisa fui y me vuelvo! Ya hay á docenas codornices en la cercona, y me topado con dos liebres como carneros; pero cuando quise lanzar honda, se fueron por el aire. Me hallé á la mesma vera del convento á tío Remigo, el de Salobrales; ha vendido el asnillo, y dice que va á mercar yegua para ponerla al contrario, á ver si logra una muleta como la de señor padre.

Á todo este charlar, no dejaba de ocuparse en recoger la leña partida por tío Anselmo; pues cuando entró y le vió en aquella tarea, se fué en su ayuda á cargarse de palos para meterlos en la leñera, al propio tiempo siguiendo ufana y regocijada su voluble parloteo.

—¡Miren y cómo saben hasta en el convento que Cabañicas me quería tomar por mujer, que en cuanto que me vió la demandadera me dió parabienes! ¡Uf, señor padre, y qué malos quesos hacen por esos pueblos de Valle Amblés! ¡Bendito Dios! para como yo los hago (ni que me esté mal el decirlo); pues, ¿y el pan de los mozos de D. Norberto? Mejor amasan estas manos y cuece nuestro horno.

—¡Dios de Dios! ¡Cuándo callarás! Cacareas más que gallina ponedera —exclamó Anselmo, por inclinarse en la disputa de la parte de su cuñada.

—¡Maldita bobales! Tiene una lengua condenada —dijo la Cipriana, gozosa de ver á su cuñado de malas con su hija.

No fué poca la risa que á esta le causó el enfado de los dos; nada, sin duda, le parecía motivo mejor para su gusto; y como no podía dominarse, soltó del todo el trapo, y ríe que ríe, mostrando en su linda boca los menudos dientes, echando un poco atrás la cabeza y enseñando un carnoso y blanco cuello, con las manos en las caderas, siguió en su contento por la misma libertad y ruda franqueza con que lo hacía todo.

—¡Miren! ¿Y no hay que hablar? ¡Anda, qué nuevas! ¡Pues con el reir no se ofende á nadie, no siendo que se ría una á mal reir! ¡Así que no he de reirme hoy! Marcho á trillar en cuanto que me haya comido esas patatejas y haya cosido el refajo y la saya de la señora Cipriana.

—Lo mío —replicó esta— me lo coso yo, y cada aguja á su acerico, que yo me apaño mis manticos y me basto, y aun me sobro —dijo la Cipriana.

—¡Pues si nunca hace memoria ni se cose puntada! —exclamó la Ventolera.— A más que bien está aquí que la que es moza, cosa. Tontona, ¡pues nó! Moza soy, y no me duermo.

Esto enojó más á la Cipriana, la cual dió en poner el grito sobre las tejas; y tomando á mal la Cándida y leal respuesta de la Ventolera, llenóla de insultos; pero esta, en la ira y en el enfado de las gentes, no hallaba sino motivos para reir, antojándosela, sin saber por qué la mayor parte de las veces, que los que se encolerizaban, más lo fingían por gracia y por burlas, que lo sentían verdaderamente, sobre todo cuando ella no hallaba un poderoso motivo para el enfado. Siempre que veía á alguien alzar los brazos, aguzar y levantar la voz y poner la cara borrosa á puros gestos, no acertaba la muchacha á dominar la risa; y así no lo hizo tampoco con esta ocasión que decimos, y ciega la Cipriana al verla reir, tomó una banquetilla de encina y se echó sobre la Ventolera, la cual, sin amedrentarse ni dejar la risa, rechazó el golpe y de un rápido volver del brazo tiró á la Cipriana cuan larga era sobre un montoncillo de estiércol y arrojó la banquetilla á larga distancia.

Saltó en medio de las dos Anselmo, sin saber con cuál reñir, aunque dudó poco, pues la cuñada era de respetar, siendo como era la que le sacaba de apuros y la que le tenía dominado por otro motivo, ni muy casto, ni el menor de todos; regañó ásperamente á su hija, la cual hizo un ademán brusco y volvió la espalda, diciendo al marcharse y sin perder su alegre humor:

—No la he dañado, que en blando ha caído; y perdone, que creí que iba de fiestas, y tal pensara si no la hubiera visto querer darme en los cascos con el banquejo; y miren que me voy, que yo no sé estar mano sobre mano, ni se me quiebran las caderas por cargar con el cántaro, ni me hago pedazos por echarme sacos á la espalda, ni se me enredan los dedos al coser. Me llevo la cazuela de las patatejas y el pan, y me voy á cribar centeno á la era de la cercona.

Y diciendo y haciendo, se fué.

Ya al irse se había enderezado, amarilla de envidia y de coraje, la Cipriana, y gritaba á desgañitarse diciendo lo que jamás había dicho hasta aquel entonces á la Ventolera, lo que de esta decían los maliciosos, los envidiosos tal vez, y sin duda alguna los que estimaban por estupidez la sencillez de la moza, por maldad su franco genio, por apicaramiento la espontánea alegría de su robusta naturaleza.

Fuése sin oirlo la Ventolera, pero oculto alguien en uno de los establos de la corralada, metiendo la nariz entre la abertura de la puerta y el cerco, oyó, por desdicha suya, cuanto fué diciendo la Cipriana, la cual disparaba estas palabras:

—Sí, esa embrujada de picos pardos la busca jolgorios… que no tiene maña para nada, ni hace cosa que valga, sino que las demás las hacemos y nos callamos cuando dicen que ella es la pintada para todo.

—Calla, Cipriana, que en eso no hablas con razón, pues la moza es dispuesta para hacer lo mismo la faena del campo que de la casa —contestó Anselmo.

—¡Qué ha de hacer, qué ha de hacer! ¡Y qué mal hizo, Sr. Anselmo, en no obligarla á que se fuera á servir! por más que ahora se la casa, y el tonto de Cabañas que cargue con la alhaja, y así se rian de él en todas partes; que con que él no sepa, como sé yo, lo que ella va á hacer á Tornadizos y á la ciudad… ya está librado de vergüenza, según creo.

—Señora Cipriana! eso ya es hablar con mal —exclamó el Sr. Anselmo.

—Calle, que lo mismo se la da á ti, que eres su padre, que me la da y ha de dársela al bobalicón del que con ella arranque, si arranca alguno.

Y decía todo esto echando miradas de reojo á la puerta del establo, sin duda porque sabía quién era el que desde allí escuchaba, el cual, cuando Anselmo y ella se metieron en la casa, salió con la capa al hombro, el cayado á la mano, el sombrero á las cejas, cabizbajo, con gesto agrio y vivas muestras de una profunda tristeza.

Pasó la corralada y se fué á la red. Era Cabañas el pastor, el prometido de la Ventolera.

III

Cerca de la era de la cercona, extenso garbanzal, que aún verdeaba manchado de amapolas y del amarillo color de lo ya granado y seco, brotaba, de una fuentecilla rodeada de piedras, un manantial cristalino; bajaba el agua por un cauce de menuda arena y blancos y encarnados guijarros, y llenaba una extensa poza, la cual, al pié de una encina frondosa, ofrecía cómodo y apropiado sitio para lavar las ropas. Altas peñas, tan extraña y caprichosamente amontonadas allí como sé agrupan á veces las nubes en el cielo; eran de un color gris negreado por algunas manchas oscuras de musgo, abriendo bajo sus moles grietas que parecían la entrada á las covachas de las alimañas. Ásperas zarzas, verdosos y agudos cardos derechos y de ramillas y flores abiertas, como los brazos de los candelabros; matas de leñosos tomillos, plantas de hierba-buena, verdes escobares, borraja de moradas florecillas, juncos, las mil en rama y toda la ruda y olorosa vegetación de los montes hermoseaba aquel lugar, y en la cuestecilia que daba subida á la era veíase un pradezuelo de menuda y fresca hierba.

Sentada junto á la poza, lavando un trapo, se hallaba la Ventolera. Tenía aquella moza algo de la pureza y fragancia, y á la vez algo de la aspereza de aquellos lugares; diríase que la animaba también la alegría, y vivía de la libertad propia de las avecillas, siendo como las graciosas caperuzonas que corrían rápidamente tras las piedras y las matas, como la alondra, que de los surcos alzaba su vuelo á gran altura y, suspendida de sus alas, cantaba feliz á la luz del sol y bajo el hermoso cielo.

No llevaba mucho tiempo ocupada en esto, cuando vió llegar á Cabañas. Darle en la cara con el trapo mojado y hacerle correr ó hacerle, alguna otra jugarreta, hubiera sido para ella cosa de allá voy; pero tal cara traía el pastor, que la moza quedóse sin saber qué hacer; y ella, que por nada se acobardaba, no acertó á explicarse por qué causa aquello le suspendía el ánimo.

—Buenas tardes —dijo con voz débil el pastor, y detuvo su paso, pero de un modo que indicaba que nó había de pararse allí mucho tiempo.

—¡Buenas tardes, hombre! —repitió con asombro la Ventolera.

—¿Sabes qué te tengo de decir? Que ya no hay lo que había, y que para servir de risa que merquen una mona. Y si mucho te he querido… —aquí se detuvo perplejo y emocionado Cabañas, y luego añadió con decisión y alejándose…— todo se arremató.

No entendía ni se explicaba la Ventolera lo que acababa de decirle Cabañas, y menos se explicó por qué se iba tan apresurado… mas pronto, y por la vez primera, sintió la amargura en su corazón: era un dolor en parte igual y tan hondo como el que había sentido cuando perdiera á su madre; esa herida que causa el inesperado apartamiento, la huida ó la muerte de un sér que adoramos.

Á pesar de su natural bondad; á pesar de no haber jamás sentido las ofensas y tormentos con que quería mortificarla su tía Cipriana; á pesar del despego injusto de su padre, que enlazado con su cuñada por el ciego interés y por el deseo de hacer á esta su mujer, no protegía á su propia hija; no obstante de ver la risa y aun de casi entender las murmuraciones de los campesinos, la Ventolera jamás había creído en la maldad sino hasta que se le mostró en la forma más terrible: la ingratitud.

Bien entendió á poco de haber pensado en lo que el pastor la dijera, que esto significaba que todas las mozas de las aldeas vecinas, que los labradores todos la señalarían con el dedo como mujer que tuviera algo que ocultar, ó por qué bajar su cabeza, y eso que ella ni retozaba con los mozos, ni sufría bromas de los señoritos. Entonces le pareció que la viveza, el alocamiento aparente, la movilidad que le daba su alegría, eran terribles en su contra; ya alguien le había dicho que hacía mal en irse sola frecuentemente á Tornadizos y á la ciudad; pero ¿á qué iba? Iba al pueblo de ocho en ocho días, acudía á lavar la ropa, á amasar y á cocer el pan de una vieja que se veía pobre y abandonada, á su madrina de pila, é iba á la ciudad á hacer lo mismo y aún mayor bien al viejo maestro de la escuela de Mirasoles, en la cual ella había aprendido la doctrina.

¿No era ella incansable para el trabajo? ¿No cosía como cualquiera mocita de la ciudad, no escardaba, no segaba, no espigaba, amasaba, cocía, hacía la matanza, que en ello llevaba la fama? ¿Estábase jamás sin hacer cosa que fuera útil? ¿Por qué aquel pago?

Lo peor era que, sin darse cuenta, quería de verdad á Cabañas; aún le parecía verle cuando llegaba á los Zarzuelos mozuelo, sucio, como siempre; venía de criado de un criado, de zagalillo del rey (porquero), y apenas si le daban de comer, y con él partía ella su almuerzo y su comida, y aun le apañaba camisas de alguna camisa vieja de Anselmo, y le daba zajones usados para que él se gobernase unos, y miel de la cata, y leche de las cabras, y quesos, y chorizos y cuanto le era posible, mirando «al mocico» como si fuera un hermano; pues ¿y qué fué del tiempo en que, no bien acabada su faena, íbase en busca del Cabañas (que tal mote le pusieron por el nombre del pueblo donde había nacido), y correteaban asaltando las zarzas, recibiendo á la vez los arañazos de las espinas y el gusto de las moras?

Echóse á llorar la Ventolera, y asaltóle á la mente el pensamiento de que de todo aquello tenía culpa la Ciprianeja, á la que ella ni aun había mirado sino como á una endeble criatura, irritable como un perrillo…

—¡Ella ha mudao á padre, ella le ha mudao de como era en cornó es ogaño, ella habrá mudao á Cabañas! —pensaba.

Y como su padre le había repetido lo de que se fuera á servir, y aun le había censurado que no se hubiese ido casa de D. Norberto ó casa del canónigo, y como la Ciprianeja parecía desear quedarse sola en la casa, ella pensó á su vez en irse. ¿Cómo se habría de quedar ella allí después de haber acabado con Cabañas cuando estaban á punto de casarse? La detenía á veces la idea de cómo podría verse su padre sin tener quien trabajase lo que ella trabajaba, sin tener quien sirviera la tanda de pan á los criados del arrendatario, quien cuidase de todo, quien trabajara en todo como ella lo hacía.

Solo había de sentir que le partían el corazón cuando dejara para siempre aquella casa en la que había vivido su madre, y aquella huerta y aquella cercona, aquellas fuente «del trueno,» fuente «quiebra-cántaros;» aquella cerca y aquel monte, lugares en los cuales había vivido en medio del trabajo, pero á plena libertad.

¡Huir! ¡huir! y huir lejos, porque igual vergüenza sentiría en el pueblo de Tornadizos, y aun en la misma ciudad.

Cuando como jamás la vieran, preocupada y triste, tornó á la casa, halló á su padre ceñudo é irritado, para atormentarla tanto cuanto pensara con ello contentar á la Ciprianeja.

Llegóse á su hija y, dándola en el brazo, la dijo brutalmente:

—Tío Cabañas te ha dejao por alocada. Ya puedes irte á servir.

Llorando se metió en la cama la Ventolera, y cubierta la cabeza bajo las sábanas, llorando, aguardó la madrugada.

La luminosa franja, anuncio de la aurora, íbase encendiendo lentamente en el oro del sol que llegaba y las brillantes estrellas iban apagándose en el cielo, cuando comenzaban á revolotear por la tierra las alondras; con el ruido de hojas de los árboles de la alameda se oían los tiernos píos de los pajarillos y contrastaban con la tenue claridad del cielo las oscuras é indecisas masas grises de las peñas y las negras copas de las encinas; ya algunas nubes mostraban bordes de fuego, y en algunas fuentes lucían reflejos del vivo esplendor de Oriente.

La Ventolera salió entonces de puntillas de la casa, pasó la corralada, llegóse hacia el camino, entró en él, le atravesó, y por la parte opuesta siguió á la contigua dehesa llamada Encinar de la Sierra; allí se detuvo junto á unas piedras, cerca de las que, y tendidos á una y otra parte, aveíase varios hombres, mal cubiertos por andrajosas mantas y durmiendo todos, menos uno que, al llegar la moza, se hallaba sentado con la cabeza echada atrás y una calabaza en alto junto á los labios, bebiendo un trago,

—¡Tío Ambrosio! —exclamó la Ventolera.

—¿Qué hay? —dijo aquel hombre.

—¿Se van hoy tierra de Segovia á la siega?

—¿Quién es? —replicó el hombre restregándose los ojos.— ¡Calla, es la moza de los Zarzuelos! Pues, sí, vamos á la siega, y luego á la vendimia. Aquí hemos acabado; pero la gente estaba rendida y era necesario descansar. ¿Qué te trae?

—Irme.

—¿Con nosotros? No eres mala hoz, ni mala guisandera. Si te deja tu padre, al avío.

—¿Padre? ¡Si me lo ha dicho! Dice: aquí nada haces; el señor Ambrosio es hombre de ley; vete, si tienes ánimo, y te traes unos realejos.

Y la Ventolera se echó á reir bulliciosamente, como acostumbraba.

—¿Y cómo no ha venido tu padre?

—Porque ha tenido que ir á buscar la novilla, que se le ha ido al coto de Mirasoles.

Dióse por satisfecho el viejo, y aún celebró la fortuna de llevar una moza tan alegre en su viajata; á poco se alzaron del suelo algunos hombres negruzcos, desgreñados, de mirar triste y rostros en los que se marcaba una profunda fatiga, y vestidos con andrajos blancos y cubiertos por sombreros raídos. Hicieron allí su cazuela de sopas, y al poco rato, todos acompañados por la Ventolera, emprendieron su marcha arriba, camino de Segovia.

IV

Hacia mediados de Setiembre, una calurosa tarde se hallaba Cabañas en los peñascales de Cerro Picudo, punto más elevado que la altura que oculta los Zarzuelos, y desde el cual se divisa la ciudad de Avila con sus formidables murallas, y la ancha, alta, cuadrada y almenada torre de la catedral.

Hacia la ciudad miraba Cabañas con fijeza de imbécil ó de hombre que, poseído por una idea, parece que tiene los sentidos embotados para toda impresión que pueda mudar su constante pensamiento.

Estaba parte del rebaño por el pradezuelo que hay al pié del cerro, y parte escalonaba este hasta no mucha distancia del sitio en que, con los codos en las rodillas enzajonadas y las manos apretando los carrillos, se hallaba el pastor, y en que, tendido perezosamente, estaba el terrible perro Lobitos.

Como alelado estaba el pastor, como tonto; tristes aquellos sitios, parada la vida que otro tiempo animó á todo el monte, las cercas y prados, bosquecillos y alturas de los Zarzuelos; le daba pena á Cabañas mirar hacia el lado de la fuente y no descubrir ya á la moza tendiendo la blanca ropa al sol sobre el verdor del prado; tristeza no oir la voz que algunas veces, á los más apartados sitios, le llevaba el viento, ora el eco de su risa, ora el nombre de alguna vaca ó un novillo á quien ella, sin duda, espantaba de su lado. Dábale rabia ver los días de hornada á la Cipriana… y, en fin, constantemente se veía remordido por la pena.

¿Qué había sido de la Ventolera?

Nadie lo supo en mucho tiempo; Anselmo dijo después que él lo sabía, pero á nadie quiso decirlo, y Cabañas quedóse en la ignorancia. Habían pasado ya cerca de cuatro meses desde que la moza hubo desaparecido.

Tío Anselmo y la Cipriana se casarían pronto, según se decía. Esto pensaba Cabañas, y apartando los ojos de la ciudad, volvióse maquinalmente á mirar hacia el opuesto lado por el extremo de la carretera de Segovia, y le llamó la atención ver un grupo extraño. Venía por aquel lado un hombre llevando del ramal un asno, y en este venía algo que el pastor no acertó á divisar qué cosa sería. Salieron el hombre y el asno del camino, y Cabañas les vió meterse en los Zarzuelos, por la parte más lejana del cerro, pero sin duda alguna dentro del término de la dehesa.

Siguióles con la vista, y según se iban separando del cerro y del camino, iban acercándose á la casa, hasta que el pastor vió que entraban en ella; y como era hora de recoger, recogió el ganado en la red y bien pronto se halló en la casa, en cuya puerta halló un zagalillo de la yeguada, que le asaltó diciéndole.

—Cabañas, ¿no sabes que ha llegao la hija de tío Anselmo, la Ventolera? Viene medio defunta.

Dióle al pastor un vuelco el corazón, y apenas si tuvo alientos para allegarse á la casa.

—¡Ah! allí estaba la Ventolera; pero ¡cuán distinta! Ennegrecida, huesosa, amarilleaba su piel; veiánsele hundidos los ojos; venía destrozada, harapienta… ¡Oh, nó, era ella, no era ella! Nadie quería creerlo… nadie la reconocía.

La desdichada había servido á la cuadrilla, había trabajado, había pasado hambre, y cuando se halló á más de veinte leguas de su país enferma de fiebres, inútil, postrada, la negaron sus ganancias, la dejaron en medio del camino; un pobre labriego la había encontrado cuando, medio rastreando, día por día, iba prosiguiendo su penosa marcha, movida del deseo de morir en los Zarzuelos.

Su padre la miraba aterrado, Cabañas no creía que fuera ella…

—¡Padre, me quiero morir donde madre murió! —dijo en voz debilísima la pobre moza.

Aquella tarde, como en las tardes en las que ella, sana, feliz y libre corría por los Zarzuelos, los abejarrucos en bandadas venían á recogerse á la alameda, oíaseles en su alegre algarabía.

En este momento la Ventolera espiraba.

Murió aquella que, huyendo del dolor de la servidumbre, y tal vez instintivamente del libertinaje, ruda para todos, mala para algunos, había sido tan activa, tan generosa, tan alegre, tan audaz por el trabajo.

¡Espíritus que no podéis existir sin el ambiente de la libertad, y sois como el viento misteriosas energías: pasáis como ráfagas, nadie percibe, en vuestro rápido vuelo salvando obstáculos, que sois elemento de potente y benéfica fuerza!

Tal era el espíritu que animó á la que en mis montañas llamaban las gentes por apodo la Ventolera.


Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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