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—Sí —admití—, claro que lo recuerdo, y confieso con honestidad que nunca comprendí ese encaprichamiento.
—¿Pero aún no se ha dado cuenta —dijo— de que a la clase ociosa y egoísta le encanta ver cómo se hace daño, aunque sea a su costa? Al llevar una vida de puras poses y modales, es incapaz de comprender el poder y el peligro de un movimiento real, o de las palabras que no contienen una farsa. Para esa clase sólo es una cuestión de diversión y emociones. Basta con mencionar la actitud de la antigua aristocracia francesa ante los filósofos que dieron forma a la Revolución; incluso en Inglaterra, donde existe cierto sentido común, a un demagogo le alcanza con hablar un buen rato y en un tono bien alto para encontrar apoyo en la misma clase a la que está criticando. A ustedes también les gusta ver cómo se hace daño. Los demagogos atraen a los aficionados, y ser aficionado a esto, a eso o a aquello es una manera muy agradable de matar el tiempo y de alimentar la vanidad —la frívola vanidad de sentirse un adelantado en las ideas—. Algo parecido le sucedería a la gente buena y por otra parte inofensiva: se maravillarían ante su colección sin tener la menor idea de por qué es tan importante.
29 págs. / 50 minutos.
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Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.
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