Libro gratis: La Flecha de Oro, Relato entre dos notas
de Joseph Conrad

La puerta, a la cual llamó Mills, se abrió casi de inmediato. La doncella que la abrió era bajita, morena y ligeramente picada de viruela. Por lo demás, una típica femme de chambre muy ocupada.

—Madame acaba de volver de su paseo matinal —nos dijo con prisas, y subió las escaleras, dejando que nosotros cerrásemos las puertas.

La escalera estaba cubierta por una alfombra roja. El señor Blunt apareció en el vestíbulo desde alguna parte. Llevaba pantalones de montar y una levita negra con amplios faldones cuadrados. El atuendo le sentaba bien, pero también lo transformaba, con él perdía el aspecto de flexible esbeltez que le daban las prendas que vestía la noche anterior. Me miró como si no fuera él sino un hermano del hombre que nos había estado hablando unas horas antes. Despedía la delicada fragancia de un jabón perfumado. Nos recibió con un destello de su blanca dentadura y dijo:

—Es un completo fastidio. Acabamos de dejar a los caballos. Tendré que almorzar tal cual estoy. Tiene la costumbre de empezar el día a lomos de un caballo. Dice que, si no lo hace, se siente mal. No me extraña, cuando uno piensa que en cinco o seis años apenas ha habido un solo día que no haya empezado con un paseo a caballo. Ése es el motivo de que, siempre que pueda, se marche de París, donde no puede salir sola. Aquí, evidentemente, todo es distinto. Y como yo también soy un desconocido en la ciudad, puedo acompañarla. No es que me importe mucho. —Esta última frase iba dirigida a Mills especialmente—. Condenada situación —masculló Blunt a continuación. Luego, con mucha calma, se dirigió a mí—: Esta mañana hemos estado hablando de usted. Está deseando conocerle.