Prólogo
Ideas muy altas han presidido la composición de INOCENTES O CULPABLES. Ignoro de la manera como será recibida por el público esta novela; pero confío en que todos los hombres rectos y de buena voluntad me harán justicia, y verán que mi obra no es más que una nota, una vibración de verdadero patriotismo, inspirada por nobles aspiraciones del presente que tienden a prever dolores del futuro.
Si fuera dable adicionar con notas un trabajo literario, no me sería difícil robustecer cada página con citas científicas y estadísticas.
Pero no ha sido mi propósito escribir una obra didáctica, sino llevar la propaganda de ideas fundamentales al corazón del pueblo, para que se hagan carne en él y se despierte su instinto de propia conservación que parece estar aletargado.
En los límites que permite el romance realista moderno, he estudiado muchas de las causas que obstan al incremento de la población, el tema más vital e importante para la América del Sur, lo que es decir algo, ya que por nuestra incipiencia cada arista implica un problema en esta parte del continente.
He estudiado una familia de inmigrantes italianos, y los resultados a que llego no son excepciones, sino casos generales; los cuales pueden ser constatados por cualquier observador desapasionado.
Nuestra población se mantiene estacionaria; y sin embargo, pocos pueblos del mundo ofrecen iguales ventajas por su clima y extensión para que crezca y se expanda en progresión incalculada.
Actúan aquí causas muy complejas y esta es una cuestión tan ardua que requiere la colaboración de muchos cerebros.
En mi obra, me opongo franca y decididamente a la inmigración inferior europea, que reputo desastrosa para los destinos a que legítimamente puede y debe aspirar la República Argentina; y no es sin pena que he leído la idea del primer magistrado de la Nación consignada en su último Mensaje al Congreso de costear el viaje a los inmigrantes que lo solicitaren.
Conceptúo esto como un gran error económico, del cual participan muchos pensadores argentinos.
La población obedece a leyes físicas de un rigor matemático, y busca su nivel, con las necesidades que demanda el organismo y aquellas que surgen de las costumbres públicas y privadas, haciendo el hábito que sean tan imperiosas unas como otras.
La intromisión de una masa considerable de inmigrantes, cada año, trae perturbaciones y desequilibra la marcha regular de la sociedad, y en mi opinión no se consigue el resultado deseado, esto es, que se fusionen estos elementos y que se aumente la población. En efecto, si buscamos unidad, sería imposible encontrarla: se habla de colonias aun aquí mismo en la Capital de la República y ya tenemos los oídos taladrados de oír hablar de la patria ausente, lo que implica un extravío moral y hasta una ingratitud, inspirada, muchas veces, por el interés que azuza un sentimiento exótico y apagado para que se ame a una madrastra hasta el fanatismo.
Podemos olvidar a los que se reimpatrian, y los que vienen muy viejos, y observando a los que se casan, veremos que tienen muchos hijos y muy grandes, pero nada más que grandes. Darwin explica esto: «los cambios pequeños, dice, en las condiciones de vida aumentan el vigor y fertilidad de todos los seres orgánicos, y el cruzamiento de formas que han estado expuestas a condiciones de vida ligeramente diferentes o que han variado, favorece el tamaño y fecundidad de la descendencia».
Pero desgraciadamente la reversión se produce pronto y una vida igual torna los hechos a su anterior estado.
La segunda o tercera generación del inmigrante se incorpora a la clase media y ya aquí la población se detiene.
Antes, la familia vivía en el cuarto del conventillo, la subsistencia era barata por lo sobria, no pensaba en trajes; pero después, al subir de rango, el crecimiento se detiene al encontrar dificultades para satisfacer las exigencias de una vida más múltiple.
Tenemos, pues, este hecho contraproducente, por un lado, y además, otro muchísimo más grave: para mejorar los ganados, nuestros hacendados gastan sumas fabulosas trayendo tipos escogidos, y para aumentar la población argentina atraemos una inmigración inferior.
¿Cómo, pues, de padres mal conformados y de frente deprimida, puede surgir una generación inteligente y apta para la libertad?
Creo que la descendencia de esta inmigración inferior no es una raza fuerte para la lucha, ni dará jamás el hombre que necesita el país.
Esta creencia reposa en muchas observaciones que he hecho, y es además de un rigor científico: si la selección se utiliza con evidentes ventajas en todos los seres organizados, ¿cómo entonces si se recluta lo peor pueden ser posibles resultados buenos?
En la repartición del ramo se lleva nota de la instrucción de los inmigrantes, pero sólo se inquiere si saben leer y escribir y basta que uno de ellos haga dos garabatos o escriba un nombre con letras de fardo para darle patente de instrucción. Asimismo un 60% de ellos no saben hacer los garabatos y las letras de fardo mencionados.
El señor Presidente de la República dice que faltan brazos. Esto se debe a que se han hecho grandes empréstitos para obras públicas y el Gobierno quiere que se terminen con demasiada celeridad, método muy discutible en cuanto a las ventajas que pueda traer.
Los ferrocarriles nacionales y provinciales y las obras de la ciudad La Plata, terminarán, y entonces cesará la demanda de brazos, y esas masas volverán a afocarse a las ciudades, trayendo graves perturbaciones: se resentirá la salubridad, subirán más los alquileres de las casas y aumentará la carestía de los artículos de primera necesidad, causas que evitan el acrecentamiento de la población, y la destruyen a medida que se forma, como observa Malthus.
Nuestro estado social es deplorable: con relación a la población, los locos, los hijos ilegítimos y los homicidas de sí mismos, nos confinan según las estadísticas a la categoría de las naciones de marcha más irregular, en este sentido.
Hay un hecho, que ha llamado mi atención sobremanera.
El último censo levantado en la Provincia de Buenos Aires el año 81, arroja un aumento de 209.261 habitantes sobre la que tenía el 69, en que se confeccionó el censo nacional. Había entonces 317.320 almas.
Sin hablar de los hijos de extranjeros, sobre cuyo número bien se podría hacer un cálculo conjetural, tendremos que descontar los que han entrado en el intervalo de un censo a otro: esto es, 70.130, con lo cual queda reducido el soi—disant aumento a 139.131 habitantes en 12.06 años.
En ese lapso de tiempo han entrado en nuestro puerto mucho más de 400.000 inmigrantes, según acreditan memorias oficiales.
¿Es posible creer que de estos sólo haya pasado a la Provincia de Buenos Aires la cantidad enunciada?
Lo dudo mucho y es mi convicción de que en el territorio de la Provincia dicha, hay mayor número de extranjeros que los que consigna el censo del 81.
Podíamos, también, hacer otro cálculo conjetural y es suponer el número de hombres que de otras provincias han pasado a la de Buenos Aires, al quedar garantidas las fronteras con la desaparición de los indios; pero dejaremos este estudio, aunque interesante, de detalle, para aceptar las cifras que hemos apuntado, tomadas del último censo.
¿Quién que de población se haya ocupado y conozca la feracidad de nuestras llanuras, no se llenará de tristeza al meditar sobre esas cifras?
Y esto es halagüeño si se compara con lo que sucede en las demás provincias. Datos particulares y que me ha costado muchos afanes conseguir, me habilitan para decir que, estudiada en cifras absolutas, la población de la República, puede afirmarse que permanece estacionaria.
Averiguar prácticamente todas las causas que accionan para obstruir el incremento de la población, sería acto por demás patriótico, pero superior a las fuerzas de un solo individuo. Con todo, si la presente obra encuentra apoyo, emprenderé el estudio de una familia argentina, como ahora lo he realizado con otra italiana.
Hace pocos días el Ejecutivo Nacional ha enviado un mensaje al Congreso, acompañando un proyecto para levantar un nuevo censo en la República. Si hay un átomo de patriotismo, será despachado inmediatamente y antes de ocho meses podrá estar terminado.
A él me remito con entera convicción, para que evidencie o condene las conclusiones a que he arribado.
Ínterin, creo que sería patriótico una expectativa y no cometer la imprudencia de pagar los pasajes a los inmigrantes.
No debemos olvidar que tenemos en nuestra población escolar (5 a 14 años) mas de 350.000 niños que no reciben ningún género de instrucción, y que sólo concurre a las escuelas la cifra relativamente pequeña de 150.000.
Prescindo de comentarios, porque estos hechos se imponen.
Tenemos demasiada ignorancia adentro para traer todavía más de afuera.
Es un hecho de todo rigor científico, que la población, cuando el medio le es favorable, puede duplicarse bien fácilmente cada década.
Estudiando este oscuro problema y tratando de evitar los obstáculos, se conseguiría extender la población, que es el elevado propósito que a todos anima, empero sin la desventaja de entorpecer una marcha regular con una masa de población heterogénea cada año.
Sería el compendio de la capitalización de Buenos Aires; porque recién seremos verdaderamente una nación constituida cuando las madres argentinas den ciudadanos argentinos en las cantidades requeridas por la demanda.
No obstante esto, hago mías las palabras de un distinguido economista: «un pueblo vigoroso, sobrio, aplicado e industrial, aunque ofrezca pocos individuos, podrá y valdrá más que otro numeroso, débil, afeminado y perezoso».
No está, pues, la fuerza de los Estados en la excesiva población, y por esto vuelvo a repetir, que es deber de los Gobiernos estimular la selección del hombre argentino impidiendo que surjan poblaciones formadas con los rezagos fisiológicos de la vieja Europa.
He apuntado un gran mal: al legislador, al poder público, incumbe prevenirlo o extirparlo; pero sin dilaciones, porque la República Argentina opera en estos momentos una evolución de la cual puede levantarse como un gigante o sumirse en una larga noche de barbarie.
Con lo que he dicho, creo que se me habrá comprendido: el remedio a nuestra escasa población lo tenemos en nuestros propios límites territoriales: existen causas no estudiadas que detienen la población y, mientras no se allanen, no resolveremos satisfactoriamente el problema ni aun con pasajes pagos a los inmigrantes.
Además de lo mucho que podría agregar, quiero atenerme a este dato horrible que arrojan nuestras estadísticas: ¡sólo de los niños de cero a tres años muere el 36 por ciento!… Estos son datos bien constatados en la Capital, la ley fatal debe ser mucho más fuerte en el resto del territorio.
Todo esto me ha inducido a estudiar, en parte, este gran problema que encierra el porvenir de nuestra patria, y me ha sido forzoso entrar en estas explicaciones, no sólo porque la composición literaria no se presta a detalles estadísticos, sino también porque quería demostrar que la novela que va a leerse no reposa en un castillo de naipes.
ANTONIO ARGERICH.
Buenos Aires, Junio 6 de 1884.
Capítulo 1
En las inmediaciones del Mercado del Plata, existía un Café y Fonda, que por el tiempo en que principia la presente narración, gozaba de muy buena fama entre la gente proletaria.
Era su dueño un rudo italiano, llamado José Dagiore.
Diez años antes, y teniendo él veinte escasos, había desembarcado, con otros tantos inmigrantes en la playa de la capital argentina.
Siempre, y en toda condición, es más fácil la vida para todo el que busca pan ofreciéndose a ejecutar cualquier trabajo manual que no requiere aprendizaje o estudios anteriores. Lo contrario sucede con las carreras liberales, y en general, con los hombres un poco instruídos.
El inmigrante rústico tiene pocas necesidades, no flota su imaginación en una atmósfera de vanidad; acepta cualquier trabajo y se sostiene con un frugal alimento.
Sin embargo, no siempre sucede así, y José Dagiore encontró dificultades en los primeros tiempos de su llegada al país. Al salir del Hotel de Inmigrantes se juntó con una manada de compañeros que seguían la vía pública por mitad de la calle. Había hecho relación con estos sus paisanos y todos a la vez buscaban trabajo. Mientras, se arreglaron en un conventillo, manteniéndose a pan y agua. A los pocos días se le proporcionó una colocación en el campo como peón para zanjear: no aceptó por lo que había oído de los indios, y apremiándole las circunstancias salió un día del conventillo con un cajón de lustrador de botas, y fue a situarse a una plaza pública: otros compañeros del mismo oficio, más experimentados que él le arrebataban los marchantes. No ganaba nada, pero sin embargo, ahorraba peso sobre peso, aberración económica que sólo puede explicar un inmigrante de la bella Italia.
Vagaba, luego, por calles y plazas con su cajón pendiente del hombro por medio de una correa, hasta que cansado se sentaba en el borde de la vereda de cualquier esquina. Allí quedaba perplejo con expresión de idiota: el cambio de clima y de hábitos le producía cierta nostalgia, quedaba absorto, pensando en algún modo de ganar mucho dinero.
Tuvo José sus momentos de angustias y zozobras, porque llegó día en que no consiguió un solo marchante. Decidió dejar oficio tan poco lucrativo, pero en varias ocasiones que pudo colocarse tropezó con el obstáculo de no saber el español.
Después de haber ofrecido sus brazos en varias partes fue ocupado por un maestro albañil para servir de peón.
Horas después de estar desempeñando sus nuevas funciones, parecía que toda su vida no había hecho otra cosa que acarrear ladrillo, llenar los baldes de mezcla y cumplir todas las órdenes de los oficiales.
A las once, hora del descanso, se sentaba apartado a comer su gran pan italiano y pensaba febriciente en el dinero, aislándose en su pensamiento para expandirse en monólogos mentales: mucho dinero, dinero y nada más: su hambre de oro no expresaba ningún deseo, era la animalidad descarnada del avaro. Quería ahorrar y así lo hacía, sobre su hambre, sobre su sed, a despecho de la salud y de la higiene de su cuerpo: ahorraba por ahorrar o tal vez por hábito heredado en la falta de costumbre de gastar dinero, cumpliendo así, de una manera inconsciente, la misión de ahorrar todo lo que no habían podido comer sus antepasados.
Aun en medio de sus tareas solía quedar perplejo soñando en montones de oro, hasta que la voz de un oficial lo sacaba de su ensimismamiento, gritándole desde un andamio: —«Giusseppe, porta un balde de mezcla, súbito!»
Como muchos otros podría haber aprendido la albañilería, pero parece que tenía por este oficio poca vocación.
Al terminarse la construcción de la obra donde trabajaba, pasó el contratista a edificar una nueva casa, pero Dagiore no quiso acompañarle.
Había ahorrado en este corto tiempo mil seiscientos pesos moneda corriente, y con este pequeño capital empezó a trabajar por su cuenta como vendedor ambulante.
En la fonda, donde comía por la noche dos platos, había contraído relación íntima con el cocinero.
Fue este quien le aconsejó el ingreso al nuevo comercio en que debutaba.
Para la venta de la mañana habían hecho sociedad: el cocinero hacía tortillas que Dagiore se encargaba de vender por las calles, anunciando su efecto con una voz incomprensible. Más tarde, según la estación, vendía frutas o masitas.
Así, con muy pequeñas intermitencias, pasaron ocho años. Al cabo de estos Dagiore tenía ahorrados unos veinticuatro mil pesos.
Por este tiempo el propietario de la fonda había comprado un hotel situado en el Paseo de Julio y no pudiendo atender dos negocios a la vez, decidió enajenar el menor.
El cocinero, que se llamaba Vincenzo Petrelli, unió sus economías con las de Dagiore y formando sociedad compraron el negocio.
La casa tenía muy buena clientela y dejaba una ganancia líquida de cinco mil pesos mensuales.
Parece que cuando soplan vientos de prosperidad todo va bien, pero en el primer año Dagiore tuvo grandes disgustos. Su socio, que siempre había tenido el defecto de la embriaguez, no se contenía, ahora que se sentía amo. En el arreglo, se había convenido que Petrelli seguiría en la cocina.
A los tres meses este se rebeló, y hubo que tomar otro cocinero. Vincenzo salía muchas veces por la mañana y volvía a la noche, completamente ebrio, se dirigía al cajón del mostrador, sacaba dinero y volvía a salir.
El alcohol combinado con la atmósfera ardiente que había aspirado quince años consecutivos en la cocina, dieron su resultado lógico: el desgraciado Petrelli empezó a revelar signos de manifiesta locura.
Había veces que corría horrorizado, y si le preguntaban qué tenía, contestaba que veía víboras tremendas que se le querían enroscar en la garganta. Eran las alucinaciones del alcoholismo que su cerebro en desequilibrio empezaba a bocetar.
Dagiore estaba desesperado: su socio, en vez de ayudarlo, desacreditaba el negocio.
Ya varios antiguos parroquianos se habían retirado. Las ganancias habían minorado de una manera desesperante. Además de esto, Vincenzo extraía todo el dinero que ingresaba al cajón. Dagiore hubiera querido impedirlo pero tenía miedo a su socio. Este no escaseaba las amenazas y andaba armado con un revólver. Así es que Dagiore se limitaba a apuntar las sumas cuyo ingreso no podía ocultar a la vista ávida de Petrelli.
Habían llegado las cosas a un estado muy tirante, hasta que en uno de sus frecuentes altercados Dagiore se revistió de inusitada energía y habló con decisión de separarse.
Como hacía días que Petrelli se paseaba sin fondos y estaba apremiado por algunas deudas, aceptó en general la idea ante la perspectiva de conseguir una buena suma para derrocharla en sus vicios.
Nombraron de común acuerdo a su antiguo patrón para que diese balance a las existencias y las tasase, haciendo una iguala a repartir entre ambos socios.
Dagiore presentó como haber las cantidades retiradas por Vincenzo para sus francachelas. De aquí se originaron interminables disputas, pero como habían nombrado un juez, se atuvieron a lo que este sentenció.
Petrelli recibió veintitrés mil pesos de Dagiore, el cual quedó desde este momento único y exclusivo dueño del establecimiento, y a cargo del activo y pasivo de la casa.
Se publicaron los avisos de práctica en los diarios, y la Fonda poco a poco fue recobrando su antigua prosperidad debido al celo y economías de su flamante y exclusivo propietario.
Al terminar el año, Dagiore se encontró con mucho trabajo, y, desconfiado de por sí, como por la lección que había recibido, no quería volver a asociarse con nadie.
Fue entonces que decidió casarse. Así, según sus propias palabras, tendría una sierva.
Sólo al interés le es dado detener la vanidad del hombre.
Dagiore no hubiera titubeado en casarse con un monstruo, si este enlace hubiera de aportarle una fortuna crecida; pero siempre habría dado preferencia a una mujer bonita en las mismas condiciones.
Una vez determinado a dar este paso, empezó a fijarse en todas las mujeres solteras que conocía, y que por sus condiciones sociales podía solicitarlas en matrimonio.
Puso en esto el mismo celo y perspicacia con que escogía un trozo de carne en el mercado para las provisiones de su fonda.
Las examinaba, les calculaba la edad que podían tener, su vigor para el trabajo y el estado de fortuna de los padres.
Después de muchas fluctuaciones se decidió por una joven de dieciséis años, hija de un paisano suyo que tenía un almacén regularmente surtido.
Formada firmemente su resolución vio varias veces al padre de la joven. La niña nada sabía de las pretensiones que a su respecto abrigaba Dagiore. Lo veía entrar y salir, pero estaba muy distante de su imaginación, que aquel hombre tosco y sin maneras había de reservarle la suerte como esposo. Un día, su padre le dijo, que Dagiore la había pedido, que él lo conocía hacía mucho tiempo, hizo en fin su más acabado elogio y terminó diciendo que él estaba muy contento y que se había comprometido a darle su hija. La madre de la joven encontró la unión muy ventajosa y en cuanto a Dorotea, que así se llamaba esta novia improvisada y sin amor, sufrió al principio una sorpresa indefinible, primera sensación de un alma en reposo que arrojan violentamente a una realidad que nunca había soñado en sus ardientes visiones de mujer sana y bien mantenida.
No era Dagiore el esposo que ella había colmado de besos en sus sueños. Sin embargo, ni le pasó por la mente idea alguna de protesta. Ella dejaba hacer… dejaba que corriera el tiempo, careciendo de perfecta conciencia de lo que iba a sucederle. A veces, cuando miraba a Dagiore apurando un vago de vino francés y ensuciándose con las gotas moradas del campeche su largo y cerdoso bigote, se espantaba; pero más tarde, reflexionando a solas, se decía que ella había de acostumbrarse y que Dios haría que lo quisiese mucho, porque ella no había hecho mal a nadie para ser desgraciada y que sus padres habían de saber lo que le aconsejaban. Así calmaba su repugnancia instintiva esta alma novicia. La boda estaba ya concertada. Dagiore parecía apurado y las cosas marchaban a vapor. La semana anterior al casamiento Dorotea se creyó feliz. La mujer se había revelado en ella al sentirse colmada en esa pasión, general al sexo, de vanidosa publicidad. Todo el barrio hablaba de ella, del vestido, de algunos otros regalos insignificantes a los cuales daban mucho valor. Estaba aturdida y no podía darse clara cuenta de su situación.
Un bello domingo, en que la sociedad y la naturaleza estaban de fiesta, concurrieron de mañana a la parroquia de San Nicolás, donde debería celebrarse la nupcial ceremonia. Dagiore había echado la casa por la ventana, siguiendo en esto la práctica invariable de sus paisanos acomodados, que tratándose de un himeneo o de una inhumación olvidan sus inveteradas ideas de economía para ser gloriosamente fastuosos.
De la parroquia se trasladaron a la Boca con varios amigos: pasearon en bote y tomaron vino de Asti en el estrambótico negocio titulado El Recreo.
Muchos italianos al contraer matrimonio llevan sus relaciones a este punto, donde los invitan con una suculenta comida, en que los tallarines hacen el primer papel. Dagiore había eludido esta costumbre, porque les preparaba la sorpresa en su propia casa. No habría tanto aire, pero le costaría más barato.
Al caer la noche se trasladaron a la Fonda. Todos alegres y bulliciosos se acomodaron en una gran mesa especialmente preparada.
El ejercicio del paseo habíales abierto grandemente el apetito: un momento después, y cumpliéndose la orden que había dado Dagiore, humeaban en la mesa los ravioles, esparciendo en la atmósfera su peculiar olor a queso y aceite.
El vino empezó por manchar el mantel y concluyó por desconcertar enteramente los cerebros. Parecía que el campeche ayudado por el alcohol desbordaba por las mejillas moradas y ardientes de los tertulianos.
Todos estaban imbéciles, y empezaron a cruzarse palabras intencionadas y groseras dirigidas a la novia.
La pobre Dorotea había querido varias veces sustraerse a esta orgía, pero su marido la retenía con imperio a su lado. Uno propuso que se cantara. Otro una partida a la morra, y un viejito proponía con risa idiota, que jugaran una partida a las bochas en la misma pieza.
—Ahora; hay tiempo —gritaba Dagiore: voy a traer coñac.
Quiso levantarse y trastabilló, volviendo a caer en su asiento.
Entonces, con una gran prudencia, su suegro levantó la voz y ahogando las risotadas generales, dijo que ya era la una, que todos los presentes eran gente de trabajo, y proponía que todos se fueran a dormir.
Muchos apoyaron la idea y se prepararon para retirarse; mientras que otros, más reacios, querían esperar el coñac.
El suegro consiguió disuadirlos, y uno a uno fueron desfilando por la puerta, sin despedirse, la mayor parte.
Quedaban dos amigos de los novios, y los padres.
Estos últimos se pararon.
La madre abrazó a su hija y esta rompió a llorar.
—¡Eh! no hay motivo para gritar así —dijo el padre—, nadie te asesina: has comido bien y te quedas con tu marido: ¿deseas que te caigan del cielo ravioles de oro? Las mujeres nunca están contentas. Vamos —dijo a su mujer—, mañana tengo que levantarme muy temprano, a ver qué han hecho esos…
Aludía a sus dependientes, que habían quedado a cargo del almacén.
Dagiore, entre tanto, había quedado aletargado por la bebida: alzó la vista de repente y se asustó de ver la sala casi desierta: no le quedaba conciencia de haberlos visto marchar.
—Hasta mañana, Dagiore —le dijo el suegro lacónicamente.
El novio miró a Dorotea; vagamente se dio cuenta de la situación, y contestó con voz bastante firme:
—Sí, vamos a dormir, ya es tiempo. Me he alegrado un poco, mas esto pasará. ¡Dorotea! —siguió, dirigiéndose a esta—, dispensa, Dorotea…
La joven al oír estas palabras se estremeció ligeramente y trató de cobijarse más en el seno de su madre.
Esta le pasó la mano por el talle y la condujo a una pieza inmediata, donde estaba el tálamo conyugal. La sentó en una silla, le dio un beso y le cuchicheó algunos consejos que la pobre Dorotea no oyó; luego salió en puntillas como si abandonara el cuarto de un enfermo.
Los padres de la joven se retiraron. No había parroquianos a esa hora, y uno de los mozos puso los postigos en las vidrieras y cerró como de costumbre la puerta de la calle, dio las buenas noches a su patrón y se retiró a dormir.
Dagiore quedó solo. Miró alelado a su alrededor y como queriendo reunir sus ideas. De pronto una sonrisa de bestia se dibujó bajo sus bigotes rubios y poblados. Sus ojos, de un color celeste percudido, relampaguearon con todos los ímpetus desbordados del deseo y su nariz rojiza emanaba vapores de fuego. Tambaleando se dirigió al tálamo, pero a los cuantos pasos se volvió; buscó uno de los extremos del mantel y se restregó los labios: el fauno no quería repugnar y trataba de desinfestar su boca de los miasmas que contenía.
Satisfecho de su obra, fue a buscar a Dorotea.
La joven estaba abatida, ocupando la misma silla en que la había dejado la autora de sus días.
Dagiore quiso contemplarla desde la puerta del cuarto, pero sólo pudo ver su cuerpo; la triste niña estaba algo inclinada sobre sus faldas y con la cara oculta entre sus manos.
Esto parece que disgustó a su esposo.
—¿Por qué no se ha acostado? —le dijo en un tono indefinible—. Ya es tarde; acuéstese, pues.
La joven replicó con un sollozo.
El marido avanzó.
Su vista, chispeando de lujuria, se posó ávida en el seno escultural de la joven que sobresalía entra sus brazos a causa de la postura en que estaba.
Dagiore colocó allí brutalmente una de sus manos.
La niña herida en su pudor y verdaderamente asustada dio un salto.
—Desnúdese, desnúdese; se lo pido por favor, hijita —balbuceó temblando el fondero.
—Déjeme, déjeme —decía la infeliz.
—Mire que mañana tenemos que levantarnos temprano, desnúdese —y al deseo unió la acción.
Dorotea, viendo que no había resistencia posible con aquel hombre, murmuró precipitadamente:
—Bueno; ya voy a desnudarme.
Entonces Dagiore empezó a dar el ejemplo.
Escandalizada la joven, le gritó:
—Apague la lámpara; pero arrepentida en el acto de su idea, agregó:
—Deje no más, yo voy a hacerlo.
Se acercó al quinqué y le bajó la mecha, quedando la pieza alumbrada por una luz indecisa a cuyo vago resplandor semejaba la figura de Dagiore un repelente fauno.
—Así queda mejor —dijo Dorotea.
—Bueno, como Vd. quiera; pero desnúdese.
Dorotea, como si no hubiera oído estas palabras, fue a sentarse acongojada en la silla que antes había ocupado.
Dagiore fue en busca de ella.
—¿No se ha desnudado todavía?
—Sí, ya voy, dijo —y como viera que ya no podía dilatarse más esta escena, contestó:
—Pero retírese Vd.
—Bueno —replicó el fondero con aparente sumisión, y en una figura carnavalesca, fue a esperar en una silla; al resplandor amortiguado de la lámpara parecía con su camisa burda y sus piernas peludas el fantasma de la lascivia.
Al cabo de un rato, dijo:
—¿Ya está? —y como no obtuviera respuesta, se dirigió al lecho, a cuyo opuesto lado se había refugiado Dorotea.
La infeliz se había sacado solamente el vestido; estaba en enaguas y ni había pensado en desabrocharse el corsé.
Entonces empezó un verdadero pugilato y la más torpe lujuria se desbordó en besos e innobles tocamientos, profanando aquel turgente seno de nieve.
¿Qué sucedió? Nada que pueda asombrar. Algo muy legítimo. ¡Bah! Lo que podría llamarse un estupro legal…
Dagiore se durmió en breve y lo mismo sucedió a Dorotea; el cansancio del día la había postrado. Sin embargo, su sueño fue una pesadilla; de pronto despertaba llena de sobresalto, miraba con ojos sonámbulos los objetos que en la vaga penumbra de la habitación cobraban ante su espíritu conturbado fantásticas proporciones. Miraba entonces a su esposo y como ofendida y con miedo, se corría al borde de la cama para alejarse de él. Cerca de la madrugada no pudo ya conciliar el sueño. Mirando al techo y en actitud inmóvil estuvo mucho tiempo. Se puso a reflexionar, y se encontró muy desgraciada.
Pensó en los jóvenes que la cortejaban; luego no quiso seguir este orden de ideas y se refugió en dulces vaguedades imaginativas. No sabía qué podía pedirle a la Virgen María, de quien era muy devota, y sin embargo le hizo una promesa y se puso a rezar. Luego se deslizó del lecho sin hacer ruido y se vistió. Los ronquidos de Dagiore llamaron su atención. Lo miró. El sátiro no podía estar más deforme. El pelo revuelto y enmarañado le ocultaba su frente pequeña y deprimida. Los ojos supuraban unas lagañas glutinosas de color blanquizco, con vetas amarillas. De la boca le caía una baba espesa que descendía por la camisa desabrochada a su pecho ancho y exuberante de vegetación cerdosa.
Dagiore estaba repugnante y Dorotea se arrepintió mil veces, al contemplarlo, de haber unido su suerte con este cerdo disfrazado de hombre. Toda la culpa de este cambio de estado que la hacía tan desgraciada lo arrojó sobre sí misma. Si mis padres me obligaban yo podía haberme envenenado, pensaba la infeliz.
Dagiore despertó. La llamó a sí, pero ella, horrorizada, abrió la puerta.
Los mozos de la fonda ya estaban en movimiento.
El fondero se vistió precipitadamente y fue a desempeñar sus tareas cotidianas. La belleza de Dorotea y sus formas macizas lo tenían afiebrado. Todas sus teorías sobre el matrimonio y los proyectos que pensó realizar, se evaporaron como las confusas imágenes de un sueño, ante la práctica de las cosas y esa lógica impensada que traen consigo todos los acontecimientos y todos los hechos. Él había acariciado la idea de hacer trabajar a Dorotea en el mostrador desde el primer día, pero la sola presencia de su mujer bastaba a desarmarlo. La exuberancia de vida de la joven le hacía perder la cabeza por completo. Al mirarle sus ojos llenos de luz, el seno que desbordaba del corsé o sus labios gruesos y fuertemente encarnados, olvidaba el negocio y sentía un ardor febril en la sangre.
Dorotea seguía aturdida: cada vez que le era posible se refugiaba en la soledad de su cuarto; allí iba a buscarla Dagiore, con sus abrazos y sus besos de fauno lascivo.
Pasaron unas cuantas semanas y sucedió entonces lo de siempre: Dorotea parecía resignada y como en la mayoría de los casamientos, concluyó el hábito por dar formas regulares al matrimonio.
La costumbre es la adaptación al medio; he ahí todo: si se introduce cualquier sustancia de olor acre a una habitación, todos los que en ella están lo notarán en la primera aspiración, poco a poco las impresiones irán siendo menos fuertes, hasta que el olfato termina por connaturalizarse con el miasma, no encontrando nada de particular en el ambiente; se cree entonces que el mal olor ha desaparecido, pero un recién llegado lo constata con un pronunciado gesto de repulsión.
De esta manera le sucedió a Dorotea. La intimidad con un hombre grosero, no teniendo ella un caudal propio de educación para resistir y triunfar en su dignidad, dio por término que se corrompieran sus sentimientos de pudor…
En el corazón de cada mujer dormita la abnegación de la hermana de caridad. Algunas veces Dagiore sentía el cuerpo dolorido por las fatigas del trabajo diario y entonces ella se enternecía. Una vislumbre de orgullo avivaba sus ojos al verlo tan pujante en el trabajo y se forjaba la ilusión de que realmente lo quería.
Bien pronto su perspicacia femenina adivinó el dominio que su carne fresca y juvenil ejercía en el ánimo de su esposo.
Se propuso entonces explotar esta sensualidad de sierpe.
Cuando deseaba algo lo acariciaba con lujuria de ramera, hasta que el otro, convulso y trastornado, le satisfacía su capricho.
Dorotea se acostaba más temprano y Dagiore las más de las noches la despertaba. Sólo la vivacidad del deseo podía darle fuerza para resistir sus excesos, porque recién se retiraba al cuarto a eso de las doce de la noche, después de dieciocho o diecinueve horas de trabajo consecutivo; ese trabajo rudo e incesante, en que su avaricia lo obligaba a multiplicarse, haciendo a la vez el papel de patrón, de mozo, de sirviente, y por decirlo todo en menos palabras, de factótum, porque tan pronto recogía unos platos, cobraba una cuenta o iba a descargar una pipa de vino.
Así cansado se retiraba al tálamo…
Más tarde tendremos ocasión de observar la trascendencia que estas causas, al parecer insignificantes, tuvieron en su prole, porque Dorotea ya estaba en cinta.
Hacía tres meses que era casada y los signos más característicos del embarazo le revelaban que ese sublime y natural misterio de un ser que empieza a palpitar en las entrañas de otro ser, se producía en su organismo.
Capítulo 2
Dorotea, en su nuevo estado, se sintió avasallada por extrañas y desconocidas influencias.
Una causa fisiológica perturbaba en ella la trabazón lógica de sus anteriores gustos e inclinaciones.
Por demás conocida es la acción especial que ejerce el embarazo en el espíritu de la mujer, y cómo se observa en la mayoría de las aberraciones morales —resultado lógico del medio, combinado con el poder del organismo y el momento funcional por que este pasa—, la joven madre no se daba cuenta de esos cambios y creía en todo proceder con suma discreción.
Los frecuentes vómitos, los dolores al vientre, a las caderas, y la enojosa pesadez a la cabeza que la aquejaba, poníanla de un humor insoportable.
La mujer en este estado es una pobre enferma, tal vez una loca, que debe ser considerada en todo sentido.
Pero todos los hombres no son filósofos, y los que pueden reputarse como tales, dejan de serlo en su respectivo hogar.
En medio de sus dolores volvió muchas veces a arrepentirse de su matrimonio: ella, que había pensado que al casarse se abriría para su espíritu una era de felicidad y de dulces sensaciones, renovadas a cada paso por nuevas emociones de placer, se veía con el pelo despeinado, sepultando su cabeza en la almohada del lecho y con los ojos hinchados de llorar.
Aquello le parecía horrible: no era lo que había imaginado en las medias tintas de su candorosa imaginación.
Pensaba en su vida de soltera: ella, que había desesperado en el almacén, abrigaba ahora la íntima convicción de que allí le había sonreído la felicidad.
De pronto se creía tan desgraciada que la siniestra idea del suicidio iba a afiebrar su alba y pequeña frente.
La idea de matar al inocente ser que alimentaba en sus entrañas no le traía ningún pensamiento doloroso.
Estas anomalías eternas en las corrientes del pensamiento y que forman en sus remansos lo que llamamos conciencia, se observan en cada «documento humano» y confunden al analista que no acierta en tanto caos a determinar un «punto matemático» para la moral, aunque encuentre como causas, estados morbosos, impulsiones fatales del organismo, dolorosos efectos de la educación recibida o productos de las preocupaciones reinantes, que en todo caso, y ante cualquier juez serían por lo menos causas poderosas para atenuar el peso abrumador de esa mole de la conciencia que designamos bajo la palabra «responsabilidad».
¿Cuántas mujeres hay que por temor de verse deshonradas en la opinión de sus parientes y conocidos provocan un aborto, y luego no sienten remordimientos en toda su existencia?
¿Aguijonea entonces la conciencia en ciertos individuos solamente por el temor de ser descubiertos en un crimen o cuando este es conocido? ¿Es el hecho en sí o su publicidad, la causa de que despierten los remordimientos?…
Abandonemos esta cuestión que vaga como una nebulosa en el piélago casi insondable del universo moral, y volvamos a Dorotea.
En sus momentos de acerba irritación se habría dado la muerte si la causa más sutil hubiera venido a avivar su contrariedad, porque su pensamiento estaba preparado a la extrema resolución de la muerte.
El eco de las fiestas, que en tibias ráfagas penetrara antes al almacén, irritando su sed de cosas desconocidas, los recuerdos de las novelas que había leído, se le presentaban ahora a la imaginación, la torturaban y la hacían entrar en pleno delirio.
¿Por qué la vio Dagiore? se preguntaba. Hubiera deseado ser robada por un joven bello y valiente. Ella sería feliz, así.
Luego pensaba en un domingo que había ido a misa. Recordaba haber visto a una hermana de la caridad y que ella deseó ingresar en esa hermandad.
Su espíritu se concentraba entonces en dulces arrobamientos religiosos. Cuando se recogía a la noche, pedía a la Virgen María, no despertar en la tierra y que en su sueño la llevase entre los ángeles. Dulcísimos transportes la enajenaban en esos momentos; todas las sensualidades de la religión católica hacían arder sus deseos inflamando su sangre joven: veía esplendorosos los alcázares del cielo, altares en que chispeaba el oro y las pedrerías, a Dios sentado en un trono deslumbrador y a los ángeles que revoloteaban en torno suyo cantando alabanzas.
Cuando el sol de la mañana con su sonrisa de oro venía al través de los cristales de la puerta a besar sus cabellos en desorden, abría con sobresalto y sorpresa los ojos somnolientos.
La virgen no había querido oírla.
Miraba en torno, no bien convencida aún del sitio en que se hallaba. Su retina estaba dispuesta a ver la realidad de la copia de un cuadro de Murillo que siempre la deleitaba en la iglesia. Pero en vez de la virgen con el coro de treinta ángeles abarcaba los odiosos muebles de la habitación en el mismo lugar del día anterior. Esto la confirmaba por completo en su desengaño. Se desalentaba mucho y perdía toda su energía.
Este sentimentalismo enfermizo, concluía en verdaderas crisis nerviosas, que se deshacían luego en prolongados sollozos.
¡Ay! ella que creía despertar en luminosas esferas, abría los ojos en un cuarto que odiaba, sintiendo las sábanas húmedas del sudor de Dagiore.
Pero luego venía la reacción.
Pensaba en su hijo, y se enternecía.
Quiso ella sola hacerle el ajuar: pidió moldes, compró género de hilo y blondas y se puso al trabajo en medio de una dulce alegría.
Pronto llenó la cómoda de pañales, camisitas y graciosas gorras circundadas de encajes. A veces cuando trabajaba una nueva pieza, dejaba la aguja y se quedaba ensimismada. Si le hubieran preguntado lo que pensaba seguramente que no habría acertado a dar una respuesta satisfactoria.
Siempre su imaginación enfermiza soñando lo imposible y fatigando su pobre espíritu en deliquios ilusorios que sólo podrían realizarse en la fantasía de un cerebro afiebrado.
Hubo un tiempo en que se le antojó salir; fue una fiebre de pasear, de mostrarse, de verlo todo, que desbordaba en ella y la arrastraba maquinalmente fuera de las cuatro paredes de su cuarto.
Mientras duraron los transportes de la luna de miel Dagiore no le había negado nunca dinero.
Los primeros refunfuños ella los desvaneció con algunos besos, pero el fondero no sólo se había asustado de la suma que le costaban los vestidos de su esposa, sino que este lujo los separaba cada vez más.
Cuando estaba vestida no podía tocarla sin despertar una tempestad de rabia en su esposa que llegaba al delirio lo que veía arrugado su vestido al profanarlo Dagiore dándola un abrazo.
Una vez, en momentos que Dorotea iba a salir, la dio un beso a traición, que de otra manera no lo habría conseguido: el hocico húmedo del fondero extrajo de la mejilla derecha toda la velutina. Dorotea se indignó extremadamente, y en el esfuerzo que hizo para rechazarlo se descompuso el peinado.
Aquí creció la irritación: de un tirón se sacó la gorra y en la brusquedad de su enojo, dijo a su marido:
—¡Eres muy bruto: me tienes muy cansada con tus besos!
Fueron dichas estas palabras con tal desprecio, que Dagiore sintiéndose humillado olvidó toda la prudencia que le aconsejaba su lujuria; la dio un recio empujón y gritó con voz destemplada:
—¡Está bueno! Yo no puedo besar a mi mujer, pero yo te mando y tú no saldrás más de casa. Ya me figuro a qué has de salir; no he de ser zonzo yo; ¡haragana y pedazo de porquería!…
Dorotea prorrumpió en ahogados sollozos.
El torpe fondero había descubierto en sus palabras la avaricia y los tremendos celos que tumultuaban su alma pequeña.
Su esposa continuaba en el llanto con un hipo isócrono y su pecho agitado amenazaba desbordar del corsé que lo oprimía; estando ya predispuesta por su estado, los esfuerzos que había hecho determinaron fácilmente una descomposición del estómago.
Empezó con fuertes arcadas y continuó con un vómito espeso y sostenido.
En medio de sus angustias no olvidó su vestido; se lo alzaba como podía, y así recogido, lo amparaba sosteniéndolo entre sus piernas: ya era tiempo, porque las medias aparecieron salpicadas.
Entonces Dagiore, que podía con aquel espectáculo haberse calmado en sus rencorosos sentimientos, siguió alzando la voz con palabras torpes: de pronto y como cediendo a una ansia atroz de ofender y vengarse, exclamó:
—Yo podría tenerte asco, ya que eres tan puerca; podías no ser tan haragana y sacar la escupidera; mira cómo ha quedado el cuarto; sí, tú lo ensucias, pero no lo has de barrer.
Dorotea, entre tanto, estaba morada por los esfuerzos que había hecho y su frente aparecía empapada de sudor.
Se levantó a buscar la toalla para enjugarse la boca y luego se dirigió al lecho, donde se arrojó suspirando.
Dagiore, renegando aún, salió hacia el despacho de la fonda.
También él empezó a arrepentirse de su enlace.
Toda su ilusión se había desvanecido ante la práctica, como una ligera nube herida por un rayo de sol.
Él había soñado una mujer modesta, que alentase en su atmósfera y que lo ayudase en los trabajos de su negocio; algo, en fin, como una socia, pero se había encontrado con una señorita llena de aspiraciones y que tenía demasiadas alas para que pudiera desplegarlas sin enlodarse en el recinto de una fonda.
Al principio las maneras y la desenvoltura de su joven esposa lo habían halagado y su orgullo de reptil había encontrado, como el escuerzo, motivo para hincharse. Entonces había hecho un esfuerzo para llegar a ella. Desconcertado por los perfumes de su esposa, el color de las cintas de sus vestidos y el hechizo que veía surgir de toda su persona en los espejismos que creaban sus deseos, se había acercado a un sastre, y después de muchos recateos, se hizo confeccionar una levita. Había quedado ridículo con este verdadero disfraz: un domingo que la estrenó sus amigos rieron de él y su esposa con este fiasco que la humillaba se resistió a acompañarle a un paseo proyectado.
En los alcances limitados de su inteligencia sin cultivo, culpaba a todos de su desgracia. A los padres de Dorotea, porque le habían dado una mala educación, a los tenderos que ponían mil tentaciones en los escaparates, a las novelas que ponderaban el lujo de las mujeres…
No comprendía que esto era el acicate que ponen los pueblos nuevos en todos los corazones, sin que nadie especialmente lo enseñe: todos estimulan a todos; es una especio de contagio, una rabia de celebridad que vaga en la atmósfera irritando todos los orgullos.
Como es natural, a un pueblo de ayer le faltan antecedentes y en este tumulto típicamente plebeyo todos se afanan por crearlos para distinguirse.
No estando bien asentadas las bases sociales y habiendo la necesidad, y la posesión, por decirlo así, discernido la riqueza y los puestos a personas que no los merecían, las generaciones siguientes, batallando con más regularidad y con más elementos de instrucción, hacen esfuerzos por desalojar a los primeros ocupantes. Agréguese a esto todas esas vicisitudes de un país en formación, la alza en los precios de las tierras, los empleos públicos altamente rentados, la triplicación de las fortunas por mil motivos complejos, los golpes de azar en las loterías y en las herencias imprevistas. Todo esto aviva la fiebre por el lujo y la ostentación, porque nadie quiero ser menos que otro, sobre todo, cuando la desigualdad la origina una caricia de la suerte y el camarada de ayer en la pobreza es hoy el que salpica al transeúnte con el lodo que arrojan, al girar veloces, las ruedas de su carruaje.
El cerebro atrofiado de Dagiore no alcanzaba a darse cuenta de este estado social que a él mismo lo envolvía haciéndolo comprar levita y soñar con inmensos caudales que le permitieran comprar castillos en su pueblo o en tierras donde nadie conociera el origen de su fortuna.
Estas escenas, con sus naturales variantes, se repitieron con bastante frecuencia.
Pero los ávidos ardores que sentía Dagiore al verla, no podían contenerlo de solicitar las paces, a lo que accedía Dorotea siempre que necesitaba dinero.
Así, con estos disgustos que le producía la escala social en que estaba colocada, con sus sueños quiméricos para el porvenir y el alejamiento de la intimidad con Dagiore, cada vez más pronunciado, trascurrieron los días, monótonos e iguales, hasta llegar la época próxima al desembarazo.
Una partera, cuyo domicilio estaba cercano, había sido llamada para que la examinara y le diese algunas instrucciones.
Esta había dicho que libraría antes de quince días y prometiendo volver, pidió que la llamaran a cualquier hora en caso que ocurriera alguna novedad.
La partera no anduvo atinada en su pronóstico, pues cuando dijo que libraría a los quince días era un miércoles y al siguiente domingo, a eso de las cuatro de la tarde, Dorotea se encontró mal. Cierta fatiga, punzadas en el bajo vientre y un gran dolor de cabeza, proveniente de la fiebre natural de su estado y del temor que la embargaba, desde días antes, siempre que pensaba en el rudo momento porque iba a pasar.
Mandó llamar a su madre. Cuando esta llegó ya el vientre lo tenía muy bajo.
Hubo una especie de revolución en la fonda.
Dorotea empezó a quejarse.
Su madre le prodigó palabras de consuelo, diciéndole que se mostrara fuerte en este trance, que pronto pasaría, y entonces tendría la dicha de acariciar a su hijo.
En este momento penetró Dagiore al cuarto precedido de la partera.
Saludó a Dª Margarita, se quitó el tapado, y con palabras de una insinuación vulgar se acercó la comadrona al lecho de la enferma. Después de tomarle el pulso, entró su mano, que empapó en aceite, por debajo de las cobijas.
Los gritos de Dorotea se hicieron más recios.
—No es nada, tenga valor —la dijo la partera.
Dª Margarita la interrogó entonces con una mirada.
—Es parto —contestó la comadrona, pero va a ir despacio. Es preciso que se levante y se pasee un poco.
La madre le puso los botines a Dorotea y cuando estuvo en pie la partera empezó a sobarle las caderas.
La pobre joven andaba de un lado a otro como una loba herida. No encontraba sitio que le acomodase. Se sentaba en una silla y un vivo dolor la hacía levantar, iba a otra y así seguía en una inquietud creciente. Se agarraba de vez en cuando la cabeza, se estrujaba las ropas del vestido y entre suspiros repetía a cada instante:
—¡No puedo más, no puedo más, Dios mío!
A eso de las siete de la noche se le rompió la fuente de las aguas: la mitad del cuarto se ensució y desde este momento ya siguió expulsando sangre y cierta materia viscosa.
Las contracciones empezaron y la partera la hizo acostar.
Maniobró por espacio de una hora, hasta que al cabo de este tiempo llamó aparte a Dª Margarita, que este era el nombre de la madre de Dorotea, y le dijo que el parto se presentaba muy difícil y que mandara llamar a un médico, porque ella no quería cargar con la responsabilidad si algo sucedía.
Se formó en el patio un conciliábulo de familia y Dagiore salió en busca de un médico que conocía Dª Margarita, especialista en partos.
Media hora larga tardó en volver, pero felizmente, acompañado del facultativo.
Eran las nueve de la noche. Dorotea sufría dolores atroces: ya no gritaba; eran aullidos los que lanzaba. El trabajo de expulsión había empezado pero con mucha lentitud.
El médico examinó a la parturienta. Aunque encontró el caso bastante grave, no lo demostró en aquel momento. Pidió papel. Escribió algunas recetas y sacando aparte a Dagiore y a Dª Margarita, les dijo que el parto se presentaba muy laborioso, que necesitaba un colega y que ellos podrían mandarlo buscar.
Dª Margarita, que había visto lo que su yerno se había tardado procurando al primero y en la previsión de ganar tiempo rogó al Dr. que designara él al que debía de acompañarle.
Escribió este unas líneas para un compañero de profesión y Dagiore volvió a salir.
Mandó a su casa con un mozo de la fonda a buscar unos instrumentos y una vecina comedida fue con las recetas a la Botica.
A las diez menos cuarto, cuando entró el nuevo médico, Dorotea estaba encloroformada1 y su compañero arreglaba los fierros del fórceps.
Reconocieron a la enferma y empezaron a maniobrar. Al sentir Dorotea el aparato despertó.
Sus aullidos volvieron a escucharse más lastimeros que antes.
Todos estaban consternados.
Dª Margarita tenía los ojos morados y Dagiore había ido varias veces al mostrador a tomar unos tragos para cobrar coraje.
Hubo un momento crítico para los médicos y quisieron tentar un nuevo esfuerzo antes de pensar en precipitarse y ver si lograban sacar viva la criatura.
Quisieron poner a la enferma en una nueva postura y pidieron una mesa.
Dagiore trajo una pequeña de la fonda.
Los médicos la pusieron cerca de la cama y colocaron en ella una pierna de Dorotea.
Antes de volver a poner el fórceps, tentaron una audaz manipulación para ver si lograban precipitar el parto. La enferma dio unos gritos tan tremendos que Dª Margarita se precipitó al brazo del médico y le dijo con un tono indefinible:
—¡Doctor, doctor!
La enferma, con los labios secos y la garganta enronquecida, gritaba en períodos entrecortados.
—¡Mi Dios, doctor, saque… saque… me mata… no puedo más! ¡Ay! ¡Virgen María! —y su cabeza, levantada por un esfuerzo desesperado, volvió a caer pesadamente en la almohada.
Nuevamente colocaron el fórceps y ya esta vez las cosas anduvieron perfectamente. La enferma gritaba, pero los médicos seguían la operación con entera confianza, porque veían que tocaba a su término.
A la una menos cuarto Dorotea era madre de una robusta criatura.
Los médicos le arreglaron el ombligo, lo fajaron y uno de ellos le comunicó a la joven madre que el recién nacido era varón.
Dorotea, en medio de su postración, pidió que se lo mostraran.
La abuela se lo llevó. El niño era muy rosado. La enferma le dio un beso en la carita y lo miró con curiosidad y ternura.
Esa noche la puerta de la fonda permaneció abierta. Dª Margarita, D. Juan su esposo, que había venido después de cerrar el almacén, y Dagiore rodeaban el lecho de la enferma.
A las dos de la mañana, habiéndose dormido Dorotea, la abuela colocó al nene en una cunita de mimbre que desde días antes esperaba a su dueño.
Dª Margarita, con su sentido práctico de madre de familia, insinuó a su esposo que se retirara a dormir, porque allí ya no hacía falta y que en caso llegase a necesitarlo lo mandaría llamar.
D. Juan se retiró, acompañándole su yerno hasta la puerta.
La calle estaba solitaria. Un silencio glacial dominaba en ella. Los vapores de la noche habían humedecido las veredas. Se estrecharon la mano y Dagiore volvió a entrar, entornando la puerta.
Dª Margarita le aconsejó se acostara siquiera para descansar un poco, pero el fondero se resistió yendo a sentarse en una silla. De pronto el sueño lo vencía y al inclinarse maquinalmente en la laxitud del sopor daba una cabezada que lo impelía a abrir los ojos con sobresalto.
—No sea terco —le decía su suegra—, debía Vd. recostarse un poco.
Entonces Dagiore, para vencer su sueño, se dirigía a la puerta de calle.
Una vislumbre blanquecina empezaba a empalidecer la luz del gas. Eran los primeros albores del nuevo día. Sonó el pito del vigilante en la esquina y poco después, los pasos de este que anunciaban su proximidad.
El guardián había ya visto abierta la puerta de la fonda y sabía el motivo de tanto movimiento. Era además bastante conocido del fondero, el cual siempre lo convidaba con la copa para estar bien con la autoridad.
Pronto estuvieron reunidos y conversaron de Dorotea.
Poco a poco empezaron a oírse nuevos ruidos, ya los gallos cantaban en toda la vecindad. Hacia el lado del Mercado se veían muchas luces y un sordo rumor que anunciaba gran movimiento.
Allí la proximidad del día los esperaba. Los carniceros aserraban las reses y los puesteros se daban prisa por descargar las últimas carretas atestadas de frutas y legumbres. Todos se afanaban por dejar arreglado su respectivo departamento, y ya muchos, después de haber repasado el mármol del mostrador, se colocaban un blanco y limpio delantal.
Pronto quedó el Mercado arreglado para la venta. El alimento que había de saciar el hambre de una parte de la gran ciudad emanaba un olor acre cuyo tibio hálito saturaba la atmósfera de un modo especial.
Los ruidos se hacían cada vez más perceptibles en los alrededores.
En la fonda estaba ya todo arreglado y barrido.
Nada anunciaba el drama de la noche que pasaba, a no ser la cara desencajada de su propietario que todavía estaba en la puerta.
De cuando en cuando pasaban grupos de jóvenes calaveras que se retiraban a hacer del día noche. Salían sin duda de una cena bulliciosa o del fango de alguna orgía. Todos esos búhos de la noche se deslizaban con paso ligero entre la penumbra temiendo ser sorprendidos por la claridad del día. Tahures, ladrones de profesión, toda la mala yerba que protegen las tinieblas, se apresuraban a esconder sus bultos.
Los trabajadores ya se dirigían a sus obras; los changadores corrían al Mercado, unos con el cordel en la mano y la bolsa vacía terciada al hombro, y otros provistos de un gran canasto. Los vehículos rodaban con estrépito por las piedras de la calle, especialmente las jardineras que usan los expendedores de pan. A ratos, la silueta del lechero con su rostro plácido y su traje pintoresco, animaba el cuadro, pasando al trote inglés de su caballo. Los diferentes negocios abrían las puertas para esperar los compradores. Varias mucamas se dirigían con su cesta al Mercado y no faltaban a esa temprana hora labios que les modularan atrevidos galanteos. El comercio ambulante anunciaba sus efectos con gritos incomprensibles, y en medio de esta verdadera Babel, sobresalía la voz chillona de los vendedores de diarios.
La gran ciudad despertaba con sus clamoreos peculiares, aprestándose, una vez más, a la diaria lucha por la existencia.
Las aceras se llenaban por momentos…
Todos estos murmullos del exterior penetraban en ráfagas apagadas al dormitorio de Dorotea.
El niño despertó llorando.
En su inconsciencia nada sabía del medio en que se iba a desarrollar su vida; pero esa atmósfera, a la cual estaba completamente ajeno, empezaba a incomodarlo y a tender la red de acero de su influencia para dirigirlo maniatado en el tumulto de la vorágine social.
Todo estaba preestablecido. Todo lo habían ordenado voluntades y cerebros anteriores. Su bulto informe, sumergido en las ropas de la cuna, podía compararse con un vagón de carga, construido para repuesto en una vieja línea férrea, porque como el vagón, su camino estaba fatalmente trazado. Vagaban en el ambiente las preocupaciones que habían de nutrir su espíritu: los libros estaban escritos y designados, hasta su misma planta tendría que vagar forzosamente por la ruta que formaron las hormigas de anteriores generaciones. Está a merced de las influencias exteriores y de las necesidades que fatales desbordan del organismo. Víctima de la casualidad o de la conjunción de dos sustancias desconocidas en su esencia, pobre prisionero de la vida, cautivo del momento histórico, no ha escogido el tiempo de su venida al mundo, su idioma ni su nacionalidad. La lógica de la herencia, casualidad para él, le ha dado sexo, color y temperamento.
¿Es esta una voluntad libre que se inicia?
Así lo afirman los espiritualistas.
¿Es por el contrario un autómata que hará diversas muecas según la influencia que lo hiera?
Esto aseguran los materialistas.
Sigámosle, entre tanto, en la evolución de su vida y sus propios actos se encargarán de dar respuesta a esas preguntas formidables.
Capítulo 3
El sentimiento maternal absorbió la febril actividad de Dorotea en los primeros meses siguientes a su desembarazo.
Sin embargo, sus sueños de orgullo en que veía satisfecha la vanidad que llenaba su cabeza sin ideas, venían de vez en cuando a perturbar sus tranquilos goces maternales.
Varias veces había salido dejando el chico al cuidado de la abuela, pero como esta siempre estaba ocupada, no tardó en buscar una muchacha para que lo cargara.
Cuando la sirvienta fue tomada Dorotea sintió un gran alivio. El círculo de sus relaciones se había ensanchado y su más vivo deseo era tratarse con las personas decentes del barrio.
Casi con todas las de su sexo se saludaba y con varias hablaba, ya al acaso, sobre temas del día, de los enfermos cercanos o de chismes corrientes en la vecindad; bien parándose en las puertas de calle o juntándose mañosamente a un grupo a la salida de la Iglesia.
Todo esto la entonaba llenándola de una loca alegría.
Pero cuando recaía la conversación sobre la fonda o los artículos del almacén de su padre, se entristecía sin quererlo: sentíase humillada al hablar de estos asuntos tan enojosos para su vanidad.
Poco a poco fue produciéndose un cambio de servicios. Dorotea prestaba a sus vecinas los diarios que se recibían en la fonda, algunas novelas de Pérez Escrich o Fernández y González, a las que se había suscrito por entregas; les enviaba postres, muy bien hechos y todo aquello que, estando a su alcance, suponía que las halagaría. Estos obsequios tuvieron su correspondencia. Dorotea recibió unas camisas bordadas y algunos pañuelos de mano marcados con sus iniciales. Esto empezó a generar cierta intimidad.
Un domingo, de regreso de la iglesia, una de las vecinas, parándose en el umbral de su casa, invitó a sus amigas a pasar adelante, haciendo extensivo este ofrecimiento a Dorotea.
La joven se sintió sobrecogida, se excusó con sus quehaceres y con su hijo que había quedado solo y se dispuso a retirarse.
La dueña de casa insistió aún, pero luego con delicada política, ofreció la casa y la pidió que no dejara de visitarla.
Dorotea llegó a su cuarto radiante. Se veía ya haciendo papel en la alta sociedad. Esa mañana no almorzó. Todo le parecía en la fonda vulgar y asqueroso. Soñaba con bailes, paseos en el campo, y que su nombre saldría después en las revistas que hacían los diarios de estos torneos de la vanidad elegante y a fortuna orgullosa.
Dª Margarita entró en este momento.
Dorotea hizo un gesto de desagrado que reprimió prontamente: ya hacía tiempo que todo lo que se relacionaba con su familia la ponía violenta.
Pero disimulaba. Desde que era casada había cosechado mucha experiencia de la vida: ¡había visto y oído tantas cosas! Estaba casi preparada para ser una mujer de mundo: su inteligencia bastante atolondrada habíase saturado de malicia. Sus concepciones eran rápidas y del modo como las relacionaba con el porvenir, más parecían producto de un cerebro aleccionado y varonil.
Un egoísmo cruel la alentaba. Hasta pensaba en sus momentos de fiebre en la muerte de sus padres y de Dagiore. ¿Para qué vivían? se preguntaba: ¿sabían acaso gozar de la vida? El delirio de su imaginación le perturbaba el sentido moral.
Dª Margarita habló con su hija de cosas insignificantes, pero esta la había notado bastante triste desde el principio. Entró en cuidado, no sabiendo cuál podría ser la causa, y así se lo dijo, prodigándole algunos mimos y diciéndole en tono de cariñoso reproche que ya no tenía confianza en ella.
La madre cayó en el lazo y algunas lágrimas brotaron de sus ojos.
Dorotea trató de consolarla y la instó a que hablase.
Dª Margarita la dijo en su expansión, que los negocios del almacén iban mal, y que por esta razón estaban muy afligidos.
Esto era cierto: D. Juan antes de establecerse en el comercio de almacén al por menor, se ocupaba de mercachifle, negocio que entendía ventajosamente y en el cual le había ido muy bien.
Cierto día, se vio con un paisano que era el dueño del almacén que ahora le pertenecía. No podía atenderlo por impedírselo otros negocios y al dependiente que dejaba lo había pillado varias veces en flagrante delito de hurto. Desalentado, quiso deshacerse de él a toda costa y lo cedió a D. Juan en magníficas condiciones. Este, más se decidió por lo barato que por otra cosa. El aprendizaje le costó algunas pérdidas, y en los primeros repuestos de surtido pagó la chapetonada comprando infinidad de clavos. Ya cuando se prometía entrar en vida normal y cosechar algunos frutos, se inauguró un lujoso almacén en la esquina que hacía cruz con el suyo y en ambas restantes había dos más: con mayor capital tenían por consiguiente más recursos para atraerse los compradores.
También los locales que ocupaban sus colegas eran más espaciosos y por esta causa hasta los borrachos habían cesado de hacerle gasto a D. Juan. Preferían ir a tomar la copa en cualesquiera de los otros, porque, según la expresión de muchos de estos, se encontraban más a sus anchas.
—¿Y qué piensan hacer? —insinuó de pronto Dorotea, viendo que su madre se había quedado callada y cabizbaja.
—Juan no sabe qué hacer —contestó algo indecisa Dª Margarita.
—¿Pero algo habrán imaginado?
—Sí, es verdad; pero no es más que un proyecto; yo creo que no se podrá realizar: ¡ay! la fortuna se ve que no ha sido hecha para nosotros.
—Pero no desespere, mama, así: Vd. misma ha dicho muchas veces, que para todo hay remedio menos para la muerte y que lo último que se pierde es la esperanza.
—Así es, hija, pero…
—Hable Vd., dígamelo todo; tal vez a mí se me ocurra algo.
—Pues lo que ha pensado Juan es deshacerse del almacén y poner una tienda: tiene esperanzas de que le vaya mejor en este negocio porque ya lo conoce.
—¿Y por qué no lo hace?
—Ahora hay muchas tiendas y no le alcanzaba para surtirla como él quería. Después, esto ha sido anteayer, ha sabido que D. Francisco, ¿sabes? el de la tienda de la calle Tucumán; quiere venderla… aquí es cuando se ha entusiasmado tu padre: habló con D. Francisco, pero no quiere saber nada de plazos…
Dorotea callaba.
Dª Margarita, tragando saliva, continuó:
—Anoche quiso hablar de esto con Dagiore; vino aquí, pero después no se atrevió a decirle nada.
—Pero Dagiore no tiene dinero —interrumpió bruscamente Dorotea.
La joven se había inmutado. Una seriedad invencible la inundó poniéndole rígidos los músculos de la cara. Se había desilusionado. Creía que sus padres trabajaban muy bien y ahora, en su egoísmo, suponía que querían robarla.
Su madre quedó fría. Siempre había pensado que su hija, en un momento crítico, la daría hasta la camisa. En su cerebro obtuso hacía una suposición. Trocaba los papeles respectivos y levantaba ella de la miseria a su hija. Sucede siempre lo mismo en las cuestiones de interés y miseria. El que pide se hace generoso para el porvenir, y esta prodigalidad no es más que el reflejo presente de su apremiante necesidad. Luego que pasa el momento crítico se aprecia la dádiva con un criterio distinto, porque es diferente la situación personal. La montaña a una cuadra de distancia nos parece enorme, a diez leguas la confundimos con una pequeña eminencia, porque en lo moral, como en lo físico, la perspectiva determina los juicios respecto de las cosas y de los hechos. Haciendo lo posible por disimular su despecho, Dª Margarita dijo, en tono triste:
—Juan quería asociar en la tienda a tu marido, si has creído otra cosa te equivocas.
—Pero, mama, si yo no le digo nada: si yo pudiera, ya sabe Vd. que lo haría con el mayor gusto; mire, lo que le he dicho es cierto: al menos que yo sepa, José no tiene plata, sin embargo, yo le voy a hablar hoy de la cosa.
—No le digas nada, es mejor: allá nos arreglaremos como se pueda, que con la ayuda de Dios no nos ha de faltar un pedazo de pan.
—Vea, mama, vaya tranquila, que luego yo misma les voy a llevar la contestación.
—Puedes hacer lo que quieras, pero yo no te pido nada…
Bastante resentida se alejó Dª Margarita, pero su hija parecía que había cambiado completamente de opinión, tal era su deseo de hacerla ir contenta.
Dorotea acompañó a su madre hasta el patio de la fonda y volvió a su cuarto.
Se puso a tararear un vals: parecía trasportada de gozo. Estaba radiante, sus mejillas se habían coloreado e iba y venía en movimientos descompasados por la habitación.
El negocio de la tienda era lo que tanto la excitaba. Le parecía una idea soberbia. No era el deseo de servir a sus padres ni un golpe nervioso lo que la hacía cambiar de opinión en el asunto. Había encontrado una puerta para dar escape a la vanidad que la ahogaba y sólo el cálculo la impelía a obrar. De pronto se irritaba consigo misma de no haber visto desde el principio las ventajas que traería para ella el negocio de la tienda, entrando Dagiore.
Seguía paseándose por la habitación; de pronto se paró delante del espejo del lavatorio y mirando con sensualidad su boca fresca y rosada, empezó este monólogo:
—Bien: tata vende el almacén, José vende la fonda, compran en sociedad la tienda de D. Francisco: ¡ah, Dios mío! esto siquiera es más decente: la tienda creo que no tiene más que dos piezas interiores: claro está que no hemos de vivir todos allí; entonces alquilamos una casita ¡Dios mío! ¡Dios mío! cuánta felicidad.
Estas ideas la hicieron desfallecer: fue hasta la cama y se recostó un poco. La joven pasaba por un ensueño delicioso. La esperanza —ese espejismo de la imaginación que nos muestra realizados nuestros deseos del presente—, batía su ala fresca y sonrosada, acariciando los pensamientos que bullían sin orden sobre su frente.
Con febril ansiedad, empezó desde ese instante a acechar a su marido: quería sorprenderlo en un buen momento para dejar terminado el asunto.
A eso de mediodía se oyó en el patio la voz de Dagiore. Estaba dando algunas órdenes para que bajaran al sótano algunos artículos recién descargados.
El cocinero, con su gorro y su delantal blancos, sus imponderables bigotes, y un cucharón en la mano, se acercó al círculo, terciando en la conversación. Dorotea salió a la puerta de su dormitorio. Mañosamente fue acercándose a la rueda. Cuando estuvo cerca de su marido se afianzó en su hombro con encantadora naturalidad. El cocinero la miró de reojo. No estaba esa escena en sus libros. Dagiore era despótico con los que dependían de él, y estos, como la mayoría de los subalternos, le deseaban todo el mal posible y daban salida al rencor que los animaba, mordiendo atrozmente su reputación. En la cocina el cocinero lo parodiaba colocándose en cada sien una tenaza. Espiaban a Dorotea, y cada vez que salía compadecían caritativamente al patrón. Cuando regresaba la observaban minuciosamente: si la joven llegaba acalorada ya por efecto del cansancio de haber andado mucho a pie o bien a causa del calor, siempre el areópago pensaba con malignidad lo peor. Habían llegado las cosas al extremo de forjar una novela de fantasía: empezaron por suponer que acudía a citas; imaginaban luego los parajes donde tendrían efecto las entrevistas, para terminar, corriendo el tiempo, que estos hechos eran reales y positivos. La joven estaba bien extraña de estas calumnias y ni siquiera conocía de nombre los parajes en que la suponían, entregada en brazos de un amante: uno de los motivos que había dado pábulo a estas habladurías era que jamás se les había visto en verdadera intimidad o prodigándose naturales caricias entre esposos. Dorotea siempre había evitado las expansiones amorosas de su marido delante de los mozos. Era el orgullo de su pudor que no podía consentir en avergonzarse de esa manera.
Dagiore mismo se sintió sorprendido con la muestra de íntimo cariño que le prodigaba su esposa. Ese simple acto comprendía que lo rehabilitaba ante el pequeño mundo de su fonda, que para él representaba al universo entero. Ni le importaba ni podía pensar siquiera fuese en la opinión de otro barrio. Las paredes de su negocio demarcaban al mismo tiempo el límite de su orgullo. No conocía otros horizontes ni podía comprender que hubiera otras esferas para la actividad humana. Allí hasta su cerebro había echado raíces. Estaban tan afirmadas sus ideas a este respecto, que sólo el manicomio o el cementerio lo sacarían de esa atmósfera peculiar y hasta nauseabunda que genera el vapor de los cocidos, los fritos en aceite, los guisos con especias y las aguas servidas que se arrojaban a la letrina, la cual emanaba, a tiempos, fétidas bocanadas.
Dorotea seguía recostada con abandono en el hombro de su marido.
Se trataba de bajar dos pipas. Como eran muy pesadas, hacían los mozos grandes esfuerzos para conducirlas.
Siempre las habían bajado con sogas. Como el sótano era bajo y tenía escalera, Dorotea emitió la opinión de que cruzando las pipas se bajarían más pronto y fácilmente.
No fue bien acogida esta idea, porque así tendrían que hacer más fuerza.
Empero a Dagiore le agradó. Una de las pipas estaba en la boca del sótano. El fondero bajó, trepando sobre la pipa, hizo que le sacaran las sogas y ayudándole dos del medio y empujando de arriba el cocinero, bien pronto estuvo en su lugar. Igual cosa se hizo con la segunda. Terminado este trabajo Dagiore volvió a subir. Estaba sudando. Dorotea le tendió su pañuelo para que se enjugara la frente e impregnando su voz con una inflexión pesarosa le dijo:
—¡Te has cansado mucho!
—¡Bah! esto no es nada —contestó él encogiéndose de hombros.
La rueda se había dispersado: cada cual había ido a seguir sus respectivos quehaceres: entre tanto, Dagiore seguía maquinalmente a su mujer al dormitorio conyugal.
Una vez en este, se sentaron uno junto al otro.
Viéndose tan mimado, comprendió el fondero que su mujer tenía algo que pedirle, pero estas ideas pronto se confundieron en su cerebro: lo enajenaba tanto la consideración de que era objeto, que pensó concederle todo lo que le exigiera con tal de verla satisfecha.
Dorotea, poco a poco, expuso, los hechos: refirió el mal estado del negocio de sus padres y el proyecto que acariciaban de comprar la tienda de D. Francisco.
Dagiore asintió en general, pero dijo que necesitaba saber con cuánto tendría que concurrir para tener una parte en el negocio.
—¿Qué no tienes dinero? —preguntó Dorotea haciéndose la atolondrada.
—Eh, alguna cosa, mas en fin, quiero saber.
—Es que yo tengo un proyecto —agregó con viveza la joven y como si nada hubiera pedido.
—¿Qué proyecto?
—A ti, a todos, nos convendría.
—Vamos a ver.
—La fonda te hace trabajar mucho y a mí no me gusta eso; ya ves, hacer fuerza con las pipas y tener que lidiar con tanto pensionista que no paga. Después, aquí vienen borrachos y compadritos, que un día pueden armarte una pelea.
—Eh, yo no les tengo miedo.
—Pero una tienda; piensa todo lo que se puede ganar…
Dagiore callaba indiferente como si le hablaran de un negocio en el Japón, y Dorotea titubeaba ya algo desalentada.
Cobró nueva energía pensando en sus sueños de oro y se decidió a decirlo todo de una vez planteando clara la cuestión:
—A mí me parece que te convendría vender la fonda y entrar tú mismo en la tienda.
—¡Qué barbaridad! —replicó riendo el fondero.
—¿Por qué ha de ser barbaridad? —preguntó Dorotea toda inmutada.
—Eh, porque yo no entiendo de trapos y aquí estoy muy bien.
—¿Pero tú no piensas que una tienda es mil veces más decente que una fonda?
Aquí fue Dagiore el que se indignó. Había sido herido en el corazón de sus preocupaciones: su orgullo de gremio se levantaba feroz en su pecho y hasta lo ligaba con sus envidias y sus celos. Recordaba lo bien que vestían los tenderos y pensaba que más de una vez le habrían prodigado piropos a su mujer. Creía, como artículo de fe, que la corrupción de las mujeres la engendraba el lujo de las tiendas.
—Más decente, más decente —empezó diciendo con rabia—, yo soy decente, porque no trampeo a nadie y trabajo. Sí, mejor es cargar pipas como burro que estar limpiándose las uñas como esos manfloras de las tiendas, que son unos perros, unos haraganes.
Dorotea quedó consternada. Es tremendo para una mujer el momento en que se cree desamparada de todos y que no es comprendida.
Se arrepentía de haber tratado mal a su madre por la mañana. Si no hubiera sucedido tal cosa se habría refugiado en casa de sus padres. Allí se ahogaba y torturaba su pobre cabeza pensando dónde ir.
Su agitación hizo crisis en un mar de llanto.
Dagiore tuvo tentaciones de dejarla que llorase a su gusto, pero pronto se arrepintió de esta idea creyendo que Dorotea estaba verdaderamente muy afligida.
—No hay por qué llorar por esto —le dijo—, yo también tengo una idea.
La curiosidad y la esperanza devolvieron a la joven su entereza.
Con los ojos preñados de lágrimas interrogó a su marido.
—Es cosa muy sencilla —siguió este, con mucho entusiasmo y animación—, pienso hacer lo que hizo el dueño de esta fonda.
—¿Cómo?
—¡Eh, qué diablo! también quiero comprar un hotel: me parece que es cosa mejor que tu tienda.
A Dorotea no le disgustó el proyecto, pero con sus ansias de cambiar pronto de posición, preguntó:
—¿Y cuándo será eso?
—¡Oh! ¡oh!… no hay que apurarse, falta tiempo todavía, será de aquí a cinco años.
La joven volvió a caer en su anterior desaliento. Cinco años para ella era lo mismo que morir.
—¿Te parece mucho tiempo? ojalá haya plata para entonces: ¿sabes cuánto paga de alquiler el otro? Pues es poco: veinte mil pesos al mes, y su hotel no es de los mejores.
En medio de todo, estas confidencias fueron una revelación para la ambiciosa joven: si dentro de cinco años piensa comprar un hotel tan caro, se dijo, debe tener ahora mismo una regular cantidad.
No bien cruzó por su mente esta sospecha, se propuso sacar partido de ella.
—Eso me gustaría mucho —lo dijo para halagarlo.
Dagiore empezó a mirarla trasportado.
—Yo entonces te ayudaría; vería los cuartos de las señoras y correría con las lavanderas y las planchadoras, marcaría la ropa y la zurciría.
El fondero estaba enajenado. Él veía, tocaba ya el hotel, ese querido sueño, ese arrullo que lo acariciaba todas las noches.
Poco a poco su entusiasmo fue creciendo, el pobre hombre era completamente feliz, veía atracar los coches y descender a los pasajeros buscando alojamiento, los mozos, él mismo cargaba con el baúl y los objetos a la mano y precedía al cliente hasta el cuarto destinado: cuando pensaba que Dorotea atendía a las señoras sentía calambres en las piernas y desmayaba de contento; no pudo más con su emoción, se levantó de su asiento y se precipitó en los brazos de su esposa.
—No —la decía—, no tendrías que marcar la ropa: compraríamos un sello de goma para eso; son muy baratos, queda muy bien la marca y así he visto que se usa en los hoteles.
—Bueno —dijo Dorotea—, todo eso me gusta mucho, pero quiero hacerte una pregunta: ¿tú crees que ganarías mucha plata con el hotel?
—¡Ya lo creo! —replicó prontamente Dagiore con un tono de íntima convicción, y mientras decía esto, sus ojos despedían resplandores siniestros.
—¿Y para qué quieres tanta plata? —volvió a decir Dorotea con su aire tímido de gata que esconde las uñas.
Dagiore quedó perplejo, sin saber qué contestar. Esta escena habría traído a la mente de una persona discreta o ilustrada el recuerdo de los divagadores del arte por el arte. Dagiore, en efecto, pertenecía a esa raza cretina de la avaricia por la avaricia. Quería montones de oro y no sabía para qué. Es lo que sucede con las almas vulgares. Sueñan con riquezas, creyendo que la posesión de estas los traerá una perfecta felicidad, cuando en la mayoría de los casos la fortuna imprevista lo que hace es tender rieles de oro para llegar con más celeridad al abismo de la corrupción, en cambio que los corazones templados al calor de la honradez y de una verdadera virtud, conciben una idea noble y generosa y buscan luego el dinero como un medio de realizarla.
Dorotea renovó la pregunta a su marido, y este en vano buscaba una respuesta.
Pensaba en su hijo, en su esposa, en él mismo y se asustaba de que pudieran gastarle su dinero.
Entonces ella quiso ayudarlo para llegar más pronto al desenlace que mañosamente urdía.
—Tú comprendes —le dijo—, que los que trabajan deben darse algunas comodidades.
—¿Y no estamos bien? yo tengo mucho apetito, ronco mejor y estoy sano: ¿qué más quiero?
—Sí, pero cuando un marido anda mal en sus negocios y está pobre, la mujer debe sacrificarse con él y alentarlo, pero cuando gana mucho debe rodear a su familia de comodidades.
—¡Eh, eh! —replicó el fondero con sorna—: eso te lo han enseñado esas señoras de enfrente: diles que se metan en su casa, porque yo también podría enseñarles a sus maridos que no trampeasen al carbonero, al panadero y a muchos pobres para gastar en carruaje.
—A mí nadie me ha enseñado nada, o crees que tu mujer es una bruta que no puede decir una palabra me callaré —dijo Dorotea despechada.
—Pero acaso, no te doy todo lo que me pides; me parece que andas vestida como la mujer de Anchorena.
—¡Qué disparate! mira este vestido que tengo puesto es de percal; y en fin, todo lo que tengo en alhajas no alcanza a cinco mil pesos. Vaya una comparación ridícula. Ni siquiera ando como la mujer del boticario, y sin embargo tú te reías de su marido cuando el otro día decía el dependiente de la Botica mientras comía, que era su patrón tan miserable que no hacía consumo de huevos por no tirar las cáscaras.
Dagiore le tenía rencor al boticario. Era muy metido en todo, hablaba de política y cuando salía a la calle ostentaba su orgullo con una levita cruzada, sombrero alto y bastón. Sin temor al Consejo de Higiene, el bribón se permitía recetar a algunos enfermos. Esto, que había llegado a oídos de su vecino el fondero, es lo que más lo sulfuraba. Un día que oyó que un infeliz lo designaba en la fonda con el título de doctor, se expresó en términos poco honrosos para el boticario. No faltó quien llevara este chisme de barrio y desde entonces el boticario se encargaba todas las noches de ridiculizar al fondero ante el círculo de los amigos que tertuliaban con e todas las noches.
—Y qué se te importa de ese bregante: él es un ladrón y un mentiroso: así yo también tendría plata para tirar a la calle; cómo no, si vende porquerías y cosas que no sirven: los zonzos que le compran tienen la culpa, habiendo buenas boticas en el centro, en que dan los remedios más baratos.
Como lo predicaba lo hacía. Dagiore, en efecto, no compraba en la botica del barrio ni arsénico para los ratones de la fonda. Algunas veces cuando Dorotea rompía la consigna de hostilidades, decretada por su rencor, y mandaba en un apuro a comprar benjuí para sahumar sus vestidos se irritaba tremendamente.
Por todo esto, sintió herida su vanidad cuando Dorotea se comparó con la mujer del odioso farmacéutico.
—¿Qué se te importa —la dijo—, que pueda tener alhajas, que han de ser falsas, si tú eres bonita y ella es tan fea y más flaca que un bacalao?
—Pero en el barrio hablan de sus trajes y de la buena vida que pasa.
Aquí se ofuscó en su orgullo el fondero.
—¡Eh! —dijo—, tú no tienes que ser menos en nada. Pídeme lo que quieras y te lo daré.
—¿De veras? —saltó diciendo la joven—. ¿Me darás lo que te pida?
—Vamos a ver: ¿qué necesitas?
—¡No, no, no! —gritó vivamente Dorotea—. Ese no ha sido el trato —y se sentó en las faldas de Dagiore rodeando con el brazo su pescuezo largo y colorado.
—Pero para comprarte lo que quieres necesito saber lo que es.
—¿Y si no fuera cosa de comprar?
El fondero, quedó intrigado.
—No sé qué puede ser —dijo—, yo no tengo ninguna alhaja guardada.
—Bueno; yo te lo voy a decir, pero tú estás ya comprometido: ¿no es cierto?
—Vamos a ver.
—No quiero así —insistió la taimada, y le dio un sonoro beso en la mejilla.
—¿Pero si no me dices?…
—Es… quiero… pero ¿me vas a hacer el gusto?
—Sí —respondió Dagiore cansado.
—Acuérdate que has dicho sí, ¿oyes? quiero… que alquilemos una casita.
El fondero se sorprendió enormemente.
—¡Alquilar casa! Pero ese sería un gasto inútil y muy grande.
—Ya sabía yo que ibas a decir eso —exclamó Dorotea abandonándole—: qué me importa a mí que ganes mucho dinero si no eres capaz de darte tú mismo algunas comodidades. De mí no hablo, porque ya veo que me tienes en cuenta de perro: ¿no ves que aquí me ahogo? a la mejor se la doy; en una sola pieza, y con los olores de la letrina que me dan dolor de cabeza todos los días: ¡bonita vida la mía! podías aprender del boticario, que siendo la botica grande, alquila casa a la vuelta.
Dagiore se sintió insultado; pero el calor de las piernas de su esposa, que todavía sentía, lo inclinaba a ceder.
—Yo no tengo que aprender de nadie —replicó un si es no es enojado—, pero si te contentas con una casita chica la compraré.
—¡Mi negro, si eres el más bueno de los maridos! —decía fuera de sí Dorotea—, ¿no es cierto que no me engañas?
—No, buscaré una casita barata…
Dagiore tenía esto pensado hacía bastante tiempo, pero con distinto objeto.
El dinero que poseía estaba en el Banco de la Provincia y le redituaba el cinco por ciento. Tenía, pues, decidido comprar un inmueble para conseguir un interés mayor.
Los días que siguieron no se habló de otra cosa entre los esposos.
Dorotea revisaba todas las mañanas los avisos de los diarios y ella misma iba a ver las casas en venta.
Varias le agradaron, y al comunicárselo a su esposo este le respondía que era cara y que el dinero que tenía no alcanzaba para comprarla.
Al fin Dagiore se decidió por una. Era en la calle de Andes entre Temple y Tucumán. Regularmente construida, con cuatro piezas y un fondito. Pedían por ella cincuenta mil pesos; y al fondero la pareció ventajosa la compra.
Al darle a Dorotea parte de esta novedad, la joven se indignó al principio y después tomó la cosa a broma.
—No, hijo —le decía—, mejor es que se te ocurriera comprar en Morón o en medio de la Pampa: no está mala tu idea; me pondré botas y compraré un revólver, porque allí han de asesinar a las doce del día.
Estas chuscadas, que Dorotea había aprendido de los compadritos que frecuentaban la fonda, sentaban muy mal al rústico fondero.
De pronto pensaba sensatamente. Veía todos los sacrificios innecesarios que hacía por su esposa, pesaba de una manera lúcida las pretensiones e insensatez de esta y concluía discretamente por pensar que estaba loca. Veía con espanto un precipicio de deudas, su ruina, tal vez su deshonor. Quería ponerse a la altura de las circunstancias para reprimir el mal desde su comienzo, pero la energía le faltaba, su lujuria, que con tanta facilidad se inflamaba, postraba sus fuerzas debilitando sus propósitos de orden.
Dorotea comprendía este ascendiente que tenía sobre su marido y estaba dispuesta a usar de él hasta el abuso. En su orgullo creía también, como artículo de fe, que un solo beso de ella valía bien todas las ganancias imaginadas de la Fonda.
En medio de su atolondramiento no dejaba de pensar en el costo que demandaría la instalación y los gastos diarios de la casa.
Pero esto sólo le producía una ligera opresión de pecho.
Quería embarcarse a todo trance. Allá si venía un naufragio se vería lo que había de hacerse.
Su única aspiración era salir de la Fonda, marearse en otra vida, gozar de una nueva existencia en consonancia con sus gustos y sus sueños.
Dagiore mismo, en último caso, estaba bien dispuesto a alquilar una casita para no ver el espectáculo diario del malhumor de su esposa.
La casita de la calle de Andes le agradaba por lo barata y porque sentía cierta inefable fruición al sentirse propietario, pero no por esto había dejado de encontrarle inconvenientes mirando el asunto a través del vidrio de sus pasiones.
Le parecía muy lejos para que la mayor parte del día lo pasara allí Dorotea: ya en su imaginación celosa la veía en brazos de un amante, y aquí, notando que a Dorotea no le agradaba una tan lejos, se enternecía creyendo encontrar en esto la prueba más palpable de su honradez.
Predispuesto de esta manera, preguntó:
—Entonces, ¿qué quieres que haga?
—¿Para qué voy a decir nada si tú no tienes voluntad de hacerme el gusto en ninguna cosa?
—¿Pero qué más quieres que haga? No te gusta la casita de la calle de Andes, y para comprar más cerca no tengo plata. ¿Si quisieras esperar? aventuró tímidamente el fondero.
—Esperar, esperar; déjame, ya no quiero nada: ya sé que he de morir en las cuatro paredes de este cuarto; ya no quiero nada de ti, ¿oyes?, y después dice que me quiere —agregó la joven, cambiando de tono y asumiendo una actitud despreciativa.
—Contigo no se puede hablar. De todo te enojas…
—Cómo no, si prometes y luego no cumples.
—¿Pero qué quieres que haga ahora?
—Si fueras otro alquilarías una casita barata cerca de aquí.
—Pues se concluyó: búscala y no me embromes más con tu casa.
—Aquí a la vuelta hay una desocupada —contestó al punto Dorotea, cogiéndole la palabra, inundada de un súbito júbilo.
—¿Cuál?
—Ahí, donde vivía esa familia inglesa.
—Me parece muy grande.
—Bueno, yo la voy a ver más tarde: ¿hasta cuánto puedo pagar de alquiler?
—¿Y a ti qué te parece?
—Creo que se podría pagar 600 o 700 pesos.
—¡Es mucho! con una casita de tres piezas es suficiente.
—¿Adónde vas a encontrar esa miniatura? Esas muy chicas son muy buscadas y rara vez se desocupan ¿y qué importa que tomemos una que sea un poco grande para nosotros? Si es así se podría alquilar una o dos piezas a unos buenos inquilinos.
Todo el afán de Dorotea era consumar el hecho lo más pronto que fuera posible: tenía recelos que el fondero se arrepintiese. Jamás había pensado vivir con inquilinos, pero lo decía para quitarle hasta los últimos escrúpulos que pudiera abrigar.
—Diablo, diablo —dijo de pronto Dagiore—, ¿y con qué la vas a amueblar? No había pensado en eso.
—Me parece —replicó la joven— que no habrás supuesto que íbamos a sentarnos en el suelo; no es tampoco el caso para asustarse: los muebles están muy baratos, y yo no te pido lujo. Muchas casas de remate tienen venta particular de muebles y los dan por la mitad de su precio: yo haré una lista de lo más necesario y tú mismo te encargarás de comprarlos: si algo te parece que no hace falta dejas de comprarlo, y asunto concluido.
Con estas explicaciones se tranquilizó un poco el fondero.
Poco después fue a ver la casa: tenía cuatro piezas, chicas y bajas: la sala, con el zaguán de entrada a la derecha, dos siguientes en el primer patio, una pequeña pared con una puerta persiana pintada de verde lo dividía de un segundo patiecito; a este daba la puerta de la última habitación y al frente, como si se hubieran propuesto ganar terreno, estaban la cocina y la letrina.
A Dorotea le pareció un paraíso. Era la primera que veía y no quería ni podía pensar en alquilar otra más ventajosa.
Fue a tratar con el dueño, y le pidió ochocientos cincuenta pesos de alquiler.
No hizo ninguna objeción: suponía que era baratísima.
Con estas nuevas volvió a su hogar.
Dagiore dijo que el precio era exorbitante, pero su esposa lo disuadió después de un gran altercado en que la escala cromática de sus nervios recorrió desde el arrullo más zalamero hasta el insulto más procaz.
—No seas infeliz —decíale a ratos—, si llega el momento en que no ganes lo suficiente para estos gastos, dejamos la casa.
Ya estaba el asunto arreglado por este lado y Dagiore había prometido ir al día siguiente a dar la fianza y recoger las llaves, cuando de pronto Dorotea vino con una nueva exigencia:
—Mañana —dijo—, mañana es otro día y puede alguno madrugarnos: vamos ahora ¿quieres? ¿por qué vas a negarme esto? ¿qué te cuesta?
Entonces Dagiore dijo que sería mejor que fuera él solo.
Así lo hizo en efecto: una hora después, poco más o menos, estaba de regreso con las llaves: no había querido ir con Dorotea, para evitar la influencia de su entusiasmo y recatear con resultado y a sus anchas. Algo consiguió. Quedó estipulado el alquiler en ochocientos pesos y sin más fianza que dos meses anticipados.
—Ahí tienes tus llaves —dijo Dagiore con visos de tristeza al entregarlas a su mujer.
—¿La has alquilado? —dijo esta, enajenada y sin darse cuenta de lo que le sucedía—: ¡qué bueno eres!
—Yo voy a verla: vamos, ¿quieres?
—Deja para mañana.
—¡Ah! no: yo voy…
El fondero la acompañó. En un instante salvaron la corta distancia que separaba la Fonda de la casita.
La noche había ya entoldado a la ciudad con su manto de tinieblas. El cielo estaba límpido y cubierto de estrellas. La luna, en cuarto creciente, arrojaba una claridad indecisa. El ambiente era suave y hacía consonancia con la tranquila majestad que se observaba en el claro azul del firmamento.
Pero ni Dorotea ni Dagiore notaron nada de esto: sus espíritus estaban harto preocupados con los afanes terrestres.
Con febril ansiedad abrió la puerta de calle. La casa estaba oscura; sólo en el zaguán se proyectaba alguna claridad, reflejo pálido que enviaba un farol de gas desde la vereda opuesta.
Entonces recordó Dorotea que no tenían luz.
—Mira —le dijo—, vuelve por una vela, yo voy a esperarte —y como Dagiore se disponía a partir, lo detuvo para pedirle una caja de fósforos.
Dorotea quedó sola.
Empezó a prender fósforos y a examinar la casa de esta manera.
Ya no era la visitante de horas antes.
Ahora la casa era la suya; allí iba a vivir, a mandar, a ser la patrona, a dignificarse en el concepto social, según sus ideas.
No se cansaba de mirarlo todo: varias veces se quemó los dedos en su ensimismamiento.
De pronto se sobrecogió de terror: había sentido un ruido a su espalda; dio un pequeño grito, pero se calmó al momento reconociendo a su marido, que estaba de vuelta.
Encendieron una vela y recorrieron toda la casa.
Dagiore la encontraba mil defectos; pero ella, con una verbosidad inagotable, defendía la casita: el barrio, decía que era excelente y que también había que pagar la localidad central en que se hallaba situada.
Todas las piezas estaban recuadradas con pintura de cola, excepto la sala, que había merecido los honores de ser empapelada con un papel punzó en fondo canela: esta y la pieza contigua tenían cielo—rasos de yeso, pero muy sencillos: en las otras habitaciones se veían descarnados los gruesos tirantes de pino.
Dorotea se quedaba perpleja observando las piezas vacías. Pensaba cómo había de amueblarlas; pero como no tenía nada comprado, se confundía en la disposición imaginaria que concertaba.
—José ¿mañana me comprarás los muebles?
—Bueno, puedes hacer la lista, y yo veré.
—¿Tienes un lápiz?
El fondero tanteó sus bolsillos, pero las pesquisas que hizo resultaron inútiles. Buscaba, sin duda, un lápiz plano, parecido a los que usan los carpinteros, con punta mocha, que era el que le servía para hacer cruces y rayas en la libreta de los pensionistas de la Fonda.
Con la intención de hacer la lista allí, cerraron las piezas y salieron.
Dorotea, conforme llegó, se procuró papel y tinta y confeccionó el siguiente detalle de muebles:
Un sofá, dos butacas, cuatro sillitas doradas, seis sillas con asiento y respaldo de esterilla, imitación jacarandá, una mesa haciendo juego, con piedra mármol, las varas necesarias de alfombra para la sala y un espejo.
Para el cuarto siguiente tenía bastante con sus muebles.
Pasó al comedor: un aparador, escribió, mesa, cuchillos, y de los demás enseres por el estilo se prometía hacer una famosa acarreada de la Fonda.
—¿Qué mas? —se dijo—: ¡ah! caramba, me olvidaba de lo mejor, y sonriendo escribió: un ropero con espejo.
Agregó aún otras chucherías y fue a entregarle la lista a su marido.
Empezó Dagiore a deletrearla, porque apenas había aprendido a trazar algunas letras.
—Lee tú —dijo al fin. Así lo hizo Dorotea, y entonces Dagiore comenzó a hacer observaciones:
—¡Eh!, la alfombra no es necesaria, sillitas doradas, ropero con espejo: todo esto va a costar mucho.
—Pero ya te he dicho que en los remates se compra eso tirado.
Todavía en los días siguientes libró Dorotea algunas batallas para conseguir los muebles que deseaba.
Parcialmente, a medida que Dagiore los iba comprando, fue llenándose la casita.
Todos los muebles eran de ocasión; los elásticos del sofá y de las butacas estaban muy gastados, y al recibir el peso de la persona que se sentaba hundíanse más de lo conveniente; el reps mismo en que estaban forrados tenía sus averías. Dorotea les había hecho fundas. Sin embargo, el arreglo de la salita daba golpe, como se dice vulgarmente.
La alfombra, de fondo verde, formaba a trechos cuadros simétricos dibujados con una guarda griega de color negro que venía a ser monótona a la vista, porque era lo que resaltaba en todas partes, luego en medio de cada cuadro una dalia de un rosado percudido con gajos naranjos.
Este tapiz de un gusto desastroso la había encantado a Dorotea: el placer de pisar alfombra y ver que le pertenecía, era suficiente venda para que no cayera en cuenta de que era fea.
Dagiore se había decidido por ese gusto por ser la más acomodada que encontró; le había costado diecisiete pesos la vara.
La joven no paró hasta comprar cortinas para las dos ventanas y la puerta que comunicaba con su dormitorio: ella misma las había escogido en una tapicería: le mostraron unas galerías de madera, elegantes en su sencillez y otras de lata dorada: éstas a últimas eran de un precio inferior, y Dorotea se decidió por ellas, porque le parecieron las mejores: el oropel la enloquecía. Distaba mucho de tener el gusto educado: todo lo que relumbraba y los adornos de cargazón hacían llegar su entusiasmo al frenesí.
Los días subsiguientes fueron de entera felicidad para la joven.
Quedaba las horas parada delante de sus muebles. Podría decirse que los adoraba: no se cansaba de acomodar las sillas y los floreros y chucherías que había comprado para adornar la mesa de mármol; de pronto se lo antojaba que estaban con polvo y venía con un plumero a sacudirlos; a veces un fragmento de pluma quedaba embutido en una de las molduras, se hincaba entonces a sacarlo y no contenta con esto se ponía a repasar las patas de la mesa con una toalla.
No descansaba en todo el día: iba y venía; se sentaba a ratos con languidez en el sofá, y luego caía en verdadera adoración ante su imagen, que reflejaba la luna del ropero.
Soñaba entonces en una vida de lujo y eterno desvarío.
A ratos le parecía que todo le faltaba. Eran ráfagas de recuerdo que venían a trastornarla. Ella había visto desde las ventanas el lujo de las familias ricas, su boato, los trajes que vestían y los magníficos carruajes en que ostentaban la soberbia de su orgullo, se bañaba en estas visiones, enloquecía, y se amarraba, como el náufrago a un deleznable pedazo de junco, a esas esperanzas en que se veía magnificada y triunfante de su humillación de fondera, despertando envidias a su paso.
Rosada por la emoción, con su traje correctamente cortado, que no sólo ponía de manifiesto sus bellas formas, sino que las realzaba, estaba Dorotea elegante y encantadora.
¿Quién le había enseñado ese desenfado de buen tono al andar?
Pisando alfombras, entre espejos y vistiendo seda, ¿podría alguien suponer que fuese la mujer del fondero Dagiore? ¿Era esta la misma joven que despachaba en el almacén de D. Juan? ¿La que cuando su padre era un pobre mercachifle que buscaba en los suburbios salida a sus artículos ordinarios, vagaba descalza y toda sucia en un conventillo?
Sí, era la misma: tocada por el soplo ardiente que vagaba en la atmósfera social, se había nutrido con el ejemplo del boato y el oropel: había crecido apurando humillaciones, y aprovechaba la primera oportunidad propicia para tomar la revancha y marearse en ese grato ambiente, porque tanto habían suspirado sus pulmones.
Tal vez se hubiera suicidado si no consigue tan pronto ese cambio de posición. Diariamente tenía acerbas incomodidades, despertamientos de envidias impotentes y desesperadas, porque a cada momento tenía conocimiento de lo bien recibidas que eran las hijas de muchos inmigrantes que ella conocía, y que, aunque habían levantado una regular fortuna, no por eso su primitiva educación había dado un pago.
Todo ejemplo es contagioso, pero cuando este emana de un igual, el afán y la turbación que se producen en el ánimo desquicia mucho más. Esto le sucedía a Dorotea y de aquí su fiebre de aparecer y ser tenida en cuenta avivada a cada instante.
Este salto brusco del proletariado a las altas esferas de la sociedad, trae perturbaciones graves y todo lo desequilibra.
En ninguna parte se observan estas anomalías con mayor frecuencia que entre nosotros.
Puede decirse que no hay proletariado, propiamente dicho.
Existen efectivamente sus representantes: todos hablamos diariamente con el carnicero, el panadero, el almacenero, el albañil, etc., pero sus familias, especialmente sus hijas, visten, si no con las mismas bolas, al menos con las mismas modas.
No hay pueblo en el mundo, relativamente a nuestra población, que haga más consumo de artículos femeninos de lujo, en géneros, sombreros, gorras, tapados y calzado.
Con la exhibición de las tiendas, con el ejemplo y con las costumbres y preocupaciones públicas, que imponen el lujo a la mujer so pena del ridículo y el desprecio, esta se siente excitada toda su vida, provocada, fuera de todo equilibrio, se hace así murmuradora, enredista y envidiosa: sale y olvida el drama de su existencia, tal vez tranquila, para vivir en los acontecimientos dramáticos de la vecindad.
Así cada día las familias modestas descarrilan en su juicio y se entregan a la vorágine de las preocupaciones reinantes: agrandan el círculo de sus necesidades superfluas que luego se vuelven más imperiosas que el hambre, y los cerebros empiezan en el ejercicio peligroso, que traen las emociones, las humillaciones y las deudas.
En esta tierra, así preparada, empezaba a germinar el hijo de Dorotea.
Lo habían cristianado en la parroquia de San Nicolás de Bari, poniéndole el mismo nombre de su padre.
Dorotea había pensado darle unos padrinos acaudalados, pero tuvo que ceder a las instancias de Dagiore que ya lo tenía prometido como ahijado a D. Juan y Dª Margarita.
La pequeña fiesta que se originó en la familia con este motivo, los compuso, pues estaban algo desunidos, desde el negocio de la tienda, en que Dagiore no les ayudó ni con un peso.
D. Juan hizo sociedad con otro paisano suyo y los dos dirigían la tienda que hacía pocos días la habían comprado.
Dagiore nada sabía de estos enredos. Dª Margarita, después de la entrevista que había tenido con su hija, se retiró harto disgustada y concertaron con su esposo no ocupar al fondero. Este les había hablado del negocio, pero ellos cortaron todo trato respondiéndole que ya no necesitaban nada.
Dª Margarita no dejaba de guardarle rencor a su hija, y hablando con D. Juan, reprobaba la carrera de lujo en que había entrado, pronosticando un fin desastroso.
No por esto dejaba de admirarse del arreglo de la casa cuando visitaba a Dorotea. A veces se enternecía y sentía halagado su orgullo al pensar que todo eso era de Dorotea. Madre, al fin, concluyó por parecerle aquello lo más natural del mundo. Se trataba de su hija, y suponía, muy convencida, que todo lo merecía.
El pequeño José ya estaba despechado. En esta faz de su edad no presentaba ningún rasgo particular. Como todos los chicos, era muy glotón, rabioso e incómodo por sus continuos llantos.
La madre no se preocupaba mucho de él.
En manos de la niñera andaba casi todo el día, y cuando esta se cansaba lo sentaba en el umbral de la puerta de calle: allí se arrastraba y llevaba a su boca todo lo que encontraba al alcance de su mano, siempre húmeda a consecuencia de tenerla a menudo en los labios.
La curiosidad, que se despierta tan potente en los niños, le hacía abrir grandemente sus ojos celestes a cualquier ruido o espectáculo que venía a herir sus tiernos sentidos.
La observación está mucho más desarrollada en la infancia, porque a esa edad el cerebro no guarda nada convencional, ni está poblado de novelas.
Empieza, recién, a hacer su almacenaje de quimeras, echando las bases, los futuros sistemas filosóficos que lo han de trastornar.
El ruido de los carros le infundía pavor; un ramillete de confitería que pasara por la calle con el tradicional angelito de alas desplegadas, —le hacía sonreír deliciosamente.
Cuando Dorotea recordaba que era madre, lo cargaba, paseándolo por toda la casa: jugaba con él acercándolo al espejo para retirarlo luego precipitadamente, gritándole en la oreja: ¡guau! Este juego encantaba al pequeño. Después en la sala lo acercaba a la mesa y le mostraba los objetos.
—¡Chiche, nene, mira, chiche! ¿te gusta? Ah, no, no se agarra —continuaba la madre, viendo las intenciones del niño. Este lloraba, y entonces Dorotea volvía ante el espejo otra vez con el «guau».
Se cansaba al fin; le daba un beso y lo confiaba nuevamente a la niñera.
Le mostraban estampas, tenía bastantes juguetes de formas grotescas, cuando estos deberían hacerse representando objetos de la manera más artística que fuese posible compatible con sus precios.
Tenía, además, una colección de figuras sacadas de las cajas de fósforos.
Todo esto empezaba a darle predisposiciones a su imaginación. Esta confusión de colores y objetos generaría en él, a no dudarlo, una ansiedad por cosas noveleras, que a no ser rectificada por una educación recta y sólida le haría en lo porvenir bastante mal a su criterio en la apreciación de los hechos y las cosas.
Su misma madre ya lo estaba inclinando al lujo cuando los días de fiesta lo empaquetaba, terminaba siempre por prodigarle más caricias de las acostumbradas y decirle, señalando la pollerita: ¡chiche!
El niño, cuando veía pasar por la calle un nene bien vestido, llamaba hacia él la atención de su madre y decía en su encantadora media lengua:
—Mamá: ¡chiche! y sonreía denotando la mayor alegría.
Ni una vez siquiera lo habían sacado al campo, no había visto ni un pedazo vivo de la naturaleza: todo lo que tenía ante sus ojos era falsificado: no se había embriagado en el perfumen de las flores ni oído el clamoreo de las aves cantando dichosamente a la existencia en una mañana de primavera.
Su gusto por los perfumes estaba formándose con el pachouli, disfrazado con otros nombres, que usaba Dorotea en su pecho y pañuelo y la vista la tenía ya cansada con las flores artificiales, mal hechas y percudidas, que había en las macetas de adorno al lado de la ventana. La vida de invernáculo de la ciudad moderna tendía ya la traidora tela de su influencia, engañando sus sentidos con nociones falsas, que más tarde turbarían su criterio y lo harían vagar en un mundo de convención.
Capítulo 4
Dorotea había dado parte de su instalación en el barrio, ofreciendo sus servicios, a varias familias de la vecindad.
Con este motivo recibió algunos desaires que la enojaron mucho al principio, pero su encono hizo crisis murmurando de esas vecinas, que ella llamaba mal educadas, y recogiendo todos los defectos que las ponían, para devolverlos a la circulación con mayores comentarios.
La cuadra se dividió en dos bandos: el opuesto, en que estaba Dorotea, lo encabezaba misia Mercedes, señora que era del boticario que tan mal quería Dagiore.
Estas buenas gentes pasaban el santo día menoscabando recíprocamente sus reputaciones.
A la vuelta vivía la señora del Dr. Ferreol: de una familia distinguida y pudiente habíase casado diez años antes: su esposo entonces acababa de graduarse: pobre y sin más porvenir que su suerte y su audacia, previó que ligándose a una rama influyente y con fortuna tendría andado la mitad del camino que soñaba su ambición.
Empezó a visitar en la casa de la que era actualmente su esposa: no fue muy bien recibido al principio, pero dotado de un pronunciado temperamento bilioso—nervioso, los obstáculos avivaban sus esfuerzos. Con su labia de profesión, mareó por completo a la joven en algunos bailes en que la encontró: fue aún más lejos: la hizo cometer actos en público que la comprometían, al mismo tiempo que ponían de manifiesto el afecto que le tenía.
El joven abogado le pintaba un porvenir color de rosa y había conseguido convencerla de que sólo con él podría realizarlo.
En la sociedad empezó a murmurarse de la terquedad de los padres: se inventó toda una novela, hasta que al fin, consintieron en la boda, pero fijando un plazo algo largo. Ferreol, una vez recibido oficialmente en calidad de novio, hizo en la sala varios informes in voce para conquistar a los padres. Nunca pudo averiguarse bien, si por aburrimiento de oír tanta redundancia de palabras o porque efectivamente les hubiera agradado; pero el caso fue que el término se acortó y al año se casaron.
Josefa, que así era el nombre de la joven, resultó una inmejorable esposa y buena madre de familia.
Misia Pepita, como la llamaron después en el barrio, era la misma que había invitado un día a Dorotea de regreso de la iglesia, a descansar un rato en tu casa.
Ella, como recordarán nuestros lectores, no aceptó en esa ocasión, pero prometió volver.
Así lo hizo efectivamente. Dorotea tenía muchas pretensiones y como siempre estaba sobre aviso creyendo que todos querían echarle en cara el oficio de su marido, era susceptible a lo sumo. Por nada se ofendía, enemistándose con sus amigas de la víspera.
Todas las veces que había ido de visita a esta casa, misia Pepita invariablemente la recibió en el comedor. Por una parte veía que aquello era una prueba de confianza y que de cualquier manera había de nacer con este trato franco cierta intimidad, pero por otra, su orgullo se sublevaba, porque veía siempre una distancia entre ella y su opulenta amiga que la acobardaba y la hacía perder toda su altanería.
En una palabra, no se sentía bien allí. Mil veces había decidido no volver, pero todo la empujaba nuevamente, porque la relación de esta señora era buscada con empeño en toda la vecindad. Su riqueza, su distinción y la política de que hacía gala con sus relaciones la habían puesto de moda. Ella no participaba de las pequeñas miserias del barrio y cuando sucedía que en su casa se encontraban personas de los dos bandos, sabía dirigir la conversación de una manera admirable para que no recayese en un tema que pudiese originar alguna reyerta.
No por esto dejaba de informarse de los chismes corrientes, tratando con cautela de saber en qué concepto la tenía cada una de las vecinas.
A un observador le habría llamado la atención tan sano juicio en una mujer, como misia Pepita, baja, bastante gorda y de limitada inteligencia.
Sin embargo, nada más natural: todos sus procederes respondían a instigaciones de su marido.
El afecto entusiasta que le había profesado de soltera no disminuyó un ápice en diez años que llevaban de matrimonio.
Por el contrario, parecía que el tiempo trascurrido lo había avivado.
Era una pasión de hábito y deseo, que en los últimos tiempos había despertado con nuevo ardor al tener conocimiento de varias aventuras galantes de su marido.
La última que le colgaban era con una joven que llamaba la atención general por su belleza, casada con uno de los primeros empleados de un ministerio.
La cosa había corrido bastante, hasta que no faltó una alma caritativa que se lo soplase a la esposa del marido infiel.
Se siguió de aquí una violenta escena de celos y llantos y el doctor tuvo que ceder esos días a mil exigencias que estorbaban sus negocios: al salir después de almorzar, tenía que dar una infinidad de besos, prometer hora fija para volver a comer y después no salir o acompañar al teatro a su esposa. Aun allí mismo le privaba que saliese en los entreactos.
Lejanos resplandores de la luna de miel, no podían durar mucho, hasta que una nueva picardía viniese a crear una situación igual: cansado de esta vida carcelaria, llegaban días en que se revestía de toda su energía y elocuencia, y se iba, aunque quedase su esposa anegada en un raudal de lágrimas.
Le tenía verdadero y sano cariño: era una adhesión ciega: todo lo que decía el doctor debía hacerse sin réplica; en lo único que no le creía era en sus ocupaciones de la noche.
Ferreol se había lanzado, desde que se recibió de abogado, en ese mar revuelto de nuestra política militante.
Había empezado por arrimarse a personas influyentes y a hacer una escala del bombo mutuo.
Pertenecía a su círculo, que no tenía más estatuto que la alianza ofensiva y defensiva.
Redactó un diario, ocupó distintos puestos, hasta que consiguió efectuar su entrada a la Cámara de Diputados.
Desde este momento sus antecedentes crecieron iluminados por la pasión y el interés de sus amigos. Se hizo un hombre influyente, de la noche a la mañana.
El más ilustre de los argentinos —Rivadavia— decía que la prensa entre nosotros no quita reputaciones, aludiendo sin duda a la injusta turpitud con que a veces ataca; pero puede agregarse, para completar el pensamiento, que da famas, que la maña, luego, de los favorecidos y los hechos consumados, las hacen reposar en pedestal de granito: esto, felizmente, es transitorio y efímero: glorias de aldea, se disipan con la muerte, y encuentran su ocaso en el sepulcro, porque no queda en pos una obra duradera ni una semilla en el dominio fecundo de las ideas.
Sin ser un pensador ni un erudito el Dr. Ferreol, salió siempre airoso de las más críticas circunstancias con su cháchara de barbero, que sus amigos comparaban con la elocuencia apasionada de Gambetta o con la palabra fácil o ilustrada de lord Beasconfield.
Siguió así la corriente de su vida dormido en los laureles conquistados tan fácilmente.
Bastante haragán, pocas veces concurría a la Comisión de negocios constitucionales, de que era miembro. Tampoco estudiaba, y esperaba el porvenir tranquilamente, confiando en que las argucias de su genio práctico lo sacarían con honor de cualquier conflicto sus colegas, tan ignorantes como él, pero de todo punto menos audaces, tenían de su talento la más favorable opinión. Cuando había algún asunto escabroso lo nombraban miembro informante, y se preparaba para hablar, como antes lo hiciera para escribir su artículo de todos los días: recurría a sus enciclopedias, tomaba apuntes de leyes, y asunto concluido. Su fuerte eran las comparaciones de la «República Modelo». En esto nadie le ponía el pie adelante. Antes en la prensa y ahora en el parlamento, no se cansaba de citar a Hamilton, Jefferson, Madisson, Kent y Story, la divisa de Monroe, etc. Infinidad de veces había dicho hablando del Federalista «el libro de oro de las democracias», «la biblia de los pueblos libres de la tierra».
Su ambición miraba lejos, y más de una noche soñó que dirigía como Presidente electo el acuerdo de ministros.
Para todas estas eventualidades, que pensaba iban a producirse tarde o temprano, había aleccionado a su esposa, sin manifestarle del todo su pensamiento.
—Mira, Pepa —la repetía incesantemente—, es preciso tratar a todos bien, sin pensar en su condición social: en nuestro país nada es estable y todo se renueva de la manera más impensada: el que te pide hoy limosna puede mañana sacarse la lotería y alcanzar a tu nivel social, porque el dinero todo lo iguala. Además, nosotros estamos bien y debemos tratar de hacernos amables y captarnos simpatías para desbaratar odios y envidias en germen. Debes hacer con las mujeres lo que me ves hacer a mí con los hombres: a todos trato afablemente y me toco el sombrero hasta cuando me saluda un negro: no sabes lo que halagan estas cosas a los pobres: de esta manera uno cobra para siempre su consideración y simpatías.
Era toda su táctica republicana: quería subir sin enemigos personales, que podrían más tarde con su encono, indigestarle más de una comida.
Cuidaba de su caudal como un perro hambriento el hueso que roe, pero era pródigo a manos abiertas con los dineros públicos. Siempre se le encontraba en la mejor disposición para prestar su influencia a los cesantes que buscaban empleo. En esto era consecuente con la línea de conducta que se había trazado. Buscaba popularidad, y ningún medio mejor podíasele ocurrir para conseguir entusiastas adhesiones. Cuando lo veía un pretendiente, en el cual descubría inteligentes disposiciones, lo acompañaba personalmente y lo presentaba al ministro: siempre, se decía, que un hombre de talento había de levantar tarde o temprano la cabeza, y por esto él quería captársele con un servicio desde sus primeros pasos.
No han tocado otros resortes mil mediocridades en nuestra política. Halagando o consintiendo el vicio, cuando no participaban de su resultado, y dando alas a todas las aspiraciones ilegítimas, se han creado infinidad de talentos nulos y triviales una posición incontrastable. Toda una madeja de enredos, de esperanzas hambrientas y de negocios iniciados, forma al fin un verdadero pueblo de partidarios, en el que abundan adulones, personas de todos los pelajes que arrastra el interés, la necesidad o la gratitud: de aquí resulta un encadenamiento de circunstancias que hacen necesario a un hombre y que lo mantienen siempre a flote: colocado por la suerte y la injusticia brutal de los sucesos en esta posición, si es algo vivo escala prontamente las alturas, donde, según la atinada expresión de un autor, sólo llegan los reptiles o las águilas. Los bancos, el crédito en todas partes y la prensa asalariada salen a su encuentro para decirle cómo se empobrece a los pueblos y se corrompe su sentido moral.
Los ratos que la política y sus sueños de ambición dejaban libres al Dr. Ferreol, los dedicaba enteros al amor, o por mejor decir, a un grosero libertinaje. Ese diputado que en la Cámara hablaba con voz entera de moral republicana, había noches que penetraba como una sombra en las casas de tolerancia, buscando emociones en el seno prostituido de una torpe cortesana.
No buscaba la correspondencia del afecto ni sentimientos educados en la mujer: su animalidad olfateaba solamente al sexo.
Tenía para estas cosas una vista de lince. No escapaba a su observación un nuevo palmito que apareciera en el barrio. Desde que Dorotea principió a vestir con elegancia y a mostrarse frecuentemente en público el doctor empezó a pensar en hacer su conquista. Después, cuando supo que visitaba en su propia casa, desistió por el momento, previendo una desazón doméstica. Su prudencia le aconsejaba abandonar la empresa, como ya antes lo había hecho con mucamas fáciles de embaucar, pero que tenían la desventaja de vivir cerca de su domicilio.
Una tarde, el doctor llegó a su casa antes de la hora de costumbre.
Como casi siempre venía al anochecer, no era esperado.
En el comedor estaba misia Pepita, misia Francisca, madre de él, y Dorotea.
Cuando la primera sintió por el patio aquellos pasos, que tan conocidos le eran, dijo:
—Es Manuel: qué temprano viene hoy —y entrando luego en cuidado, agregó—: ¿si vendrá enfermo?
Dorotea quiso escurrirse, pero la dueña de casa la instó a que volviera a sentarse.
—Por acá, señor pícaro —gritó la vieja—, que si su madre no viene a verlo el ingrato no es capaz de pasar a saludarla: para eso cría uno hijos: ¿cómo estás? siguió, cuando ya el doctor pisaba el umbral del comedor.
—¿Cómo está, mama?
—¿Qué es esto? —preguntó la esposa—, tan temprano.
—No hubo número en la Cámara.
Reparando entonces en Dorotea, se sorprendió un tanto y se sacó el sombrero.
—La señora de Dagiore —dijo misia Pepita presentándola—, una vecina nuestra.
—Tanto gusto de conocer a Vd., —díjole el doctor estrechando su mano.
Dorotea balbuceó algunas palabras y se puso encarnada.
El apretón de manos había sido demasiado fuerte.
Siguió bastante animada la conversación.
La madre, sobre todo, quedaba pendiente de lo que decía el doctor: tenía verdadero orgullo de su hijo, y lo creía un genio.
Ferreol llamó a un criado y le pidió cerveza.
Cuando la botella estuvo destapada él mismo sirvió a las tres damas.
De pronto, dijo que deseaba comer temprano, porque tenía que acudir a una reunión del comité y estaba citado para las ocho.
—Mejor es que no hubieras venido para irte tan pronto —díjole su esposa—, qué hombre, —continuó, dirigiéndose a su suegra—, no para en su casa un momento.
—Qué quieres, hija —respondió la vieja, que siempre le encontraba razón a su hijo—, un hombre de importancia no es como un jornalero que acabando el día no tiene más quehacer que descansar: ya ves cómo es buscado éste, el pobre no tiene descanso, el ministro le consulta la menor cosa y en la Cámara si él no habla no está contenta la barra: otra mujer en tu caso estaría muy satisfecha de que su marido estuviese en mentas de todo el mundo: debes ser más avenida ya que te has casado con un hombre público.
Mientras la madre ensalzaba de esta manera a su hijo, misia Pepita lo contempló con una mirada maliciosa que aquel comprendió perfectamente; en el lenguaje mudo de una mirada le había vuelto a repetir una vieja cantinela: ella se resignaba a todas las salidas mientras estas no se aprovechasen para hacerle infidelidades.
Cuando su madre terminó, el doctor con viveza se adelantó a su mujer que iba a responder:
—¡Oh!, por eso no tenemos disgustos: mi mujer es la esposa más prudente del mundo y siempre sabe ponerse en razón: a su bondadoso genio en el hogar debo yo todos mis triunfos.
Aquí había cierta ironía, porque cuando redactaba el diario, hubo días en que afiebrado con las camorras que le buscaba su esposa, rompió las carillas empezadas por la mañana, saliendo sin almorzar para regresar recién a media noche.
Ella no lo comprendió, y le dijo que estaba muy galante.
Un sirviente entró a anunciar que estaba la comida.
Dorotea se puso de pie.
—Qué —dijo el doctor—: ¿nos abandona Vd.? no puede ser: Pepa, a ti te correspondo invitarla a que se quede con nosotros.
—¡Sí, sí!, quédese Vd… aunque hará penitencia.
—No, señora, agradezco mucho… será otra vez… pero he dejado mi casa sola.
—No le sucederá nada a la casa, supongo —dijo el doctor, por no estar callado.
Dorotea no pudo defenderse más. Poco al corriente de las forzadas fórmulas que usa la buena sociedad, ella debía haber rehusado nuevamente, pero no lo hizo.
—A la mesa, pues —gritó el doctor.
—Que saquen —dijo al mucamo la dueña de casa.
El doctor ocupó la cabecera, a su derecha primero su esposa y después Dorotea y a la izquierda misia Francisca.
El jefe de la familia monopolizó por completo la conversación.
Con una cautela de zorro corrido miraba, a hurtadillas de su mujer, a Dorotea.
Esta comprendió muy pronto que no era indiferente para el doctor.
Esta conquista la aturdió al principio.
No había pensado ni pensaba tener un amante, pero esta corriente de simpatía que empezaba a iniciarse entre ella y un hombre de tan alta posición halagaba su orgullo, y algo como un sentimiento de gratitud sentía desbordar de su pecho.
Sus ideas, sus lecturas, todo se aunaba para despertar sus sentimientos hacia un afecto de esta naturaleza.
El doble calor de la comida y de los pensamientos que bullían en su frente habíanle coloreado vivamente las mejillas.
Así, encendida, estaba realmente hermosa: se podía notar que de todos los poros de su piel blanca y satinada surgía radiante la juventud con sus fatales incitaciones.
A los postres se levantó un momento la esposa del doctor.
Este aprovechó la ocasión y corrió su pie buscando el de Dorotea. Al sentir el contacto la joven retiró el suyo inmediatamente.
—Un poco chúcara —pensó el libertino—, y sin desconcertarse volvió audazmente a tentar un nuevo amago a la plaza.
Dorotea no sabía qué pensar; estaba aturdida: de pronto atribuía el encuentro de los pies a una mera casualidad, pero volvía a confundirse cuando recordaba las miradas elocuentes con que el doctor la había ya envuelto varias veces.
En la segunda tentativa, le alcanzó una pantorrilla. Dorotea se puso muy pálida y en medio de su estupor y cediendo maquinalmente a un movimiento de indignación, retiró la silla.
No esperaba este resultado el fogoso diputado. Se turbó algo y entró en cuidado. ¿Será tan tonta que se lo cuente a Pepa? se decía; y queriendo enmendar la plana se puso a dirigir simultáneamente la palabra a la joven y a su señora madre, que comía a la sazón, con voraz apetito, dulce con queso y pan.
En esto volvió la dueña de casa; había ido personalmente a su jardín para traer unas flores a su suegra: le dio un lindo ramito llamando su atención sobre una tumbergia, que era la primera que daba la planta.
A Dorotea la obsequió con dos fragantes pimpollos de rosa Enrique IV y a su esposo le arregló en el ojal de la levita un pequeño gajo de verde diosma.
La vieja empezó a hacer ponderaciones de las flores.
—Qué ricas están, hija, qué bien tienes el jardín, y la suerte que has tenido con tu gardenia, si vieras la mía; tiene más de dos varas, es un árbol, y hasta ahora no ha dado una sola flor.
Enseguida se tomó el café; el doctor pasó al dormitorio y como al cuarto de hora volvió a entrar al comedor.
Venía correctamente vestido y muy perfumado: sin duda se había echado en el pelo un frasco de agua de rosa, pues el olfato así lo denunciaba.
—Y a Vd., mama —dijo—, ¿quién la va a acompañar?
—Yo, hijo, yo sola me voy a ir.
—Si no lleváramos distinto camino y no tuviera tanto apuro le ofrecería mi brazo.
—Quita allá, pícaro: ¿qué has de querer salir tú con viejas?
—No: es que le hablaba seriamente.
—Ni lo pienses: tú tienes quehaceres que no se pueden desatender: conmigo siempre estás disculpado.
—Muy pronto he de ir a hacerle una visita.
—Eso sí: hoy somos jueves: te espero el domingo con los muchachos.
—Si se han portado bien, irán.
El Dr. Ferreol tenía tres hijos, todos varones; Víctor, Carlos y Esteban: convencido que su esposa no tenía carácter para educarlos y que él por falta de tiempo no podía ocuparse de llenar esa tarea, los había puesto en un colegio a pupilo: los tres cachafaces salían sólo los domingos, y esto, cuando resultaba buena su conducta y habían aprendido bien las lecciones.
Al principio misia Pepita lloró mucho con esta determinación, que llamaba cruel, pero después se fue acostumbrando y se consoló del todo cierta vez que yendo a visitarlos había visto infinidad de niños mucho menores que Esteban, que recién contaba siete años.
El doctor encendió un habano, se despidió de su madre y su esposa y al llegar a Dorotea, le dijo:
—Señora: cuente Vd. con un servidor, tocándola apenas la mano y casi sin mirarla —y siguió sin hacer pausa alguna dirigiéndole palabras a su esposa que se referían a asuntos que habían estado tratando anteriormente.
Sin duda quería hacer gala ante Dorotea que sabía despedirse con elegante desenfado, o tal vez, dejar un antecedente de manifiesta indiferencia, que todos habían presenciado, para defenderse si la joven contaba el suceso de la mesa.
Erguido y muy satisfecho de sí mismo, se dirigió a la calle calzándose los guantes.
Eran las siete y media de la noche: las veredas se encontraban bastante concurridas, y como por allí estaban afocados distintos negocios, la luz que de ellos salía combinándose con la pública de los faroles de gas llenaba la calle de vivos y claros reflejos.
Desde que el doctor se puso en marcha por la vereda empezó ceremoniosamente a repartir saludos: su inocente sombrero de copa alta debía sin duda resentirse de tanta cortesía.
Hacia el final de la cuadra estaba la Botica: aquí convergía parte de la concurrencia callejera y se oían desde la calle murmullos de risas y palabras.
A simple vista y por la constante renovación de clientes, se comprendía que el establecimiento prosperaba.
La conversación era general entre el boticario, varios vecinos amigos de este y el Dr. Catay, médico que concurría a la botica para encontrar enfermos de ocasión.
A la sazón, decía este último al primero
—D. Isidro, acerquémonos un momento a la puerta para ver pasar las buenas mozas.
En momentos que se asomaban pasaba el doctor Ferreol.
Médico y boticario le hicieron una gran reverencia, que fue contestada por Ferreol con su proverbial galantería.
Este tenía a ambos en gran consideración; pertenecían a su parroquia y empezaban a tener alguna influencia: como no tenían ambición personal y solamente entusiasmo teórico, pensaba atraérselos para que creyendo servir a la patria respondiesen a sus miras políticas.
Ellos también deseaban la relación del diputado, porque les satisfacía tal amistad y pensaban que nunca está de más tener una cuña en las altas regiones de la política.
Cuando Ferreol hubo pasado, murmuró Catay:
—¡Hombre vivo!
—Ya lo creo —replicó el boticario—, y lo mejor del cuento es que no se duerme en las pajas.
—Pero en cambio, se acuesta en la cama de muchas mujeres casadas —respondió Catay cínicamente.
Esta salida no fue del agrado del boticario: creyó ver en ella el retintín de una burla, porque misia Mercedes, su esposa, tenía mil consideraciones para el médico, y lo que al respecto se murmuraba había llegado varias veces hasta él encendiéndole el rostro la indignación: estaba hacía mucho tiempo hastiado de su mujer; el acto en sí no le importaba dos pitos: tenía muy poca elevación moral; pero lo sulfuraba la idea del ridículo; de que en el barrio cundiese la cosa y llegasen a llamarle cornudo.
—Entremos —dijo después de un rato de silencio—, corre algún aire y podemos resfriarnos.
Así lo hicieron. Como había bastantes personas al lado del mostrador y otras esperando su turno sentadas en el confidente y varias sillas que para este objeto estaban, el boticario fue a colocarse al lado del dependiente y empezó a interrogar a los clientes:
—¿Vd., señor? ¡Ah! —decía, recogiendo una receta—, tardará media hora, puede Vd. esperar o volver —y así seguía, juntando papeles, se puso después a medir las drogas, empezando por el frasco, para preparar la primera receta.
Mientras trabajaba, no dejaba de hablar.
Iba, venía, ponía la escalerita para alcanzar algún frasco colocado en un estante alto, pero como de costumbre, sin desatender la conversación.
De cuando en cuando dejaba de revolver en el almirez, para atender a un nuevo llamado del mostrador.
No se daba tiempo a despachar sus clientes con la prontitud que cada uno de estos pretendía.
—Volveré, D. Isidro —decían muchos.
Y los frascos, las purgas, los tarros de pomadas y las cajitas de píldoras, iban alineándose en el mostrador encima de su respectiva receta.
De rato en rato entraban muchachos del barrio a comprar remedios sencillos:
—D. Isidro: un peso de mostaza y un peso de llantén.
—Un peso de harina de lino.
—D. Isidro: dice mi tata que le preste La Nación de hoy, que es para ver un aviso, que después se la va a mandar.
—Un peso de tilo.
—D. Isidro, despácheme pronto.
—A mí la llapa de caramelos de goma.
Y el heroico farmacéutico, sin salir de su gravedad habitual, hacía callar a los muchachos y seguía, en compañía de su dependiente, despachando a todos según su turno.
A eso de las nueve cesó el movimiento en el despacho.
D. Isidro, Catay y dos vecinos, pasaron a la habitación en que dormía el dependiente, única también que había en aquel reducido local. Tenía ésta, salida a un pequeño patiecito en que estaba la letrina, una cocina de la cual no se hacía uso y un pozo de que tampoco se servían desde que colocaron la cañería de las aguas corrientes. Debajo del grifo estaba colocada una tina en la que un chico, al servicio de la botica, lavaba frascos y botellas.
En el centro de la habitación había una mesa redonda cubierta con una carpeta color canela, varias sillas en rededor arrimadas a la pared, una cama en uno de los ángulos, al lado una mesita de luz, más allá un baúl viejo y en la pared opuesta una percha improvisada, velada con una cortina de coco oscuro.
El gas estaba a media luz, D. Isidro lo arregló, sacó un juego de naipes del cajón de la mesita de noche y, dirigiéndose a sus contertulios, exclamó:
—Acerquen ustedes las sillas, señores.
La partida de mus de todas las noches iba a empezar.
—Andrés —gritó D. Isidro, llamando al muchacho que limpiaba los frascos—, trae unos porotos.
Vino el chico con lo que se le pedía, y agregó el boticario:
—Ponlos ahí: mira; prende el aguardiente y seba un mate.
—Se ha concluido la yerba, señor.
—Toma —respondió, metiendo la mano en el bolsillo del pantalón para sacar dinero.
—Yo no tengo ganas de hacer la partida esta noche —exclamó bostezando Catay.
—¿Por qué? —preguntó D. Isidro, alargándole cinco pesos al muchacho.
—Sería mejor que saliéramos a dar una vuelta.
Desde que D. Isidro había hecho relación con Catay sus costumbres habían cambiado por completo.
El médico le imponía su voluntad y lo arrastraba a pasos que él sólo jamás habría dado.
Sentía que lo sacaban de sus casillas con menoscabo de su salud y su bolsillo, pero se encontraba sin fuerzas para resistir.
Era cosa de todas las noches que después de la partida saliesen a correr un poco la tuna.
Se prometían ser juiciosos, pero entraban a jugar al billar en un Café, se enardecían poco a poco y luego empezaban a beber. Ya cuando salían de allí, tenían olvidado los propósitos de enmienda, y como atraídos por una voluntad que no era la suya, se abandonaban a sus instintos y concluían por penetrar a una casa de tolerancia.
—No, hombre —respondió el boticario—; es muy temprano: juguemos un poco y después veremos, aunque yo estoy con un dolorcito a la espalda que no me hace mucha gracia: debería acostarme temprano.
—Ta, ta, ta: mejor: iré yo solo, ¡y eso que he hecho hoy un descubrimiento!…
Los ojos de los tres que escuchaban se avivaron como por encanto.
—Desembuche, doctor.
—¿Es bonita?
—¿Dónde vive? —exclamaron casi simultáneamente.
—Vamos por partes —dijo—, y haciendo una pausa cogió el naipe, que estaba ya barajado, y poniéndolo cerca de sí lo tapó con una recia palmada, agregando:
—¡Esta noche no juega nadie!
—Doctor: no se enoje así, que no le hemos hecho nada —exclamó en tono de amable burla uno de los vecinos.
Catay sonrió y siguió diciendo:
—Puedo decirles que es preciosa, y para Vds. que están ya cansados de las rubias, un verdadero bocado de Cardenal: es de «no te mueva»: trigueña, ojos grandes y negros y con un pelo que le pasa el talle: no puedo decirles más: ahora, si quieren saber dónde vive, tienen que acompañarme.
—Yo voy.
—Yo también.
—¿Nos abandona Vd.? —dijo Catay al boticario.
—¿Quién resiste a tantas ponderaciones? Iré, pero todavía es muy temprano: juguemos un poco y después saldremos.
—Ya veo que en esto voy vencido: pero no daré mi brazo a torcer: jueguen Vds. y yo los miraré.
D. Isidro talló y su vecino empezó a repartir las cartas.
Entre tanto, Catay fue a revisar el libro copiador de recetas. Como la Botica estaba situada en un punto bastante céntrico despachaba todos los días recetas de diversos facultativos, entre las cuales solían aparecer algunas, firmadas por médicos distinguidos que gozaban de alta reputación en el concepto público. Este era el único estudio que hacía Catay. Por las recetas venía en cuenta del modo como curaban sus más afamados colegas de profesión las enfermedades reinantes. Tomaba apuntes, y al siguiente día propinaba a sus enfermos iguales drogas.
Cuando terminó de ver el libro, se acercó a la mesa.
Concluía en ese momento la partida y estaban repartiéndose los porotos.
—Ya basta.
—Falta otro chico.
—Suspendan para mañana.
—Y dígame, doctor —dijo de pronto uno de los contertulios—: ¿su hallazgo es mejor que la mujer del fondero?
—Cada cosa en su lugar —respondió este.
—¿Siempre la sigue Vd.?
—¡Oh! en cuanto a eso no pierdo la esperanza de que caiga en mis manos.
—¿Pero han visto Vds. —dijo terciando don Isidro—, el lujo que gasta? Qué bruto es ese animal de Dagiore: permitirle esos gastos cuando debía aplicarle una paliza para cortarle con tiempo las alas. Yo no sé lo que piensan algunos hombres.
Aquí sucedía lo de siempre: el pobre boticario predicaba sensatez para la casa del prójimo y no veía que en la suya eran bien necesarias esas medidas.
—Debe haberse vuelto loca —dijo uno de los vecinos.
—Yo sé quién se la va a comer, si es que ya no lo ha hecho —agregó el otro.
—¿Quién? —preguntó el boticario.
—¿Quién ha de ser sino el doctor Ferreol, que se pinta solo para estas cosas?
—¡Cuánto me alegraría! —replicó D. Isidro, dando salida al encono de barrio que profesaba a Dagiore, avivado en él por los chismes exagerados con que le llenaba la cabeza el espíritu intrigante de su mujer.
—¿Qué sabe usted algo? —preguntó Catay con vivo interés.
—De fondo nada; pero la veo a Dorotea visitar mucho a misia Pepita.
—¡Bah! si no es nada más que eso…
—Es que el doctor es muy vivo, y allí, en un momento, puede concertar una cita. De todas maneras, está más adelantado que usted, porque la trata, la habla y mantiene con ella muy buena relación.
Picado Catay en su amor propio, respondió:
—Yo también la trato y siempre me contesta el saludo con los mejores modos del mundo.
—Pero usted no la visita.
—Tal vez por esto estoy en mejor camino; y en fin, conmigo no puede tener ningún género de vergüenza, porque me he cansado de tocarle las piernas: si vieran ustedes qué hermosas las tiene: no la merece ese animal de fondero…
—No diga usted esas barbaridades —interrumpió D. Isidro.
—Conque estábamos tan adelantados, —dijo uno de los otros—: adelante, doctor, cuéntenoslo usted todo: le garantimos que no nos hemos de ruborizar.
—Sí, pues —continuó Catay—, cuando salió de cuidado fui yo uno de los que la asistieron.
—Ja, ja, ja, —rieron los tres, algo despechados por el desenlace del cuento, pero reanimándose poco a poco, volvieron a las preguntas—:
—¿Conque buenas piernas, eh?
—No hay dos opiniones al respecto: son magníficas: carnes duras, muy blancas y suaves como el terciopelo.
—¿Cómo estaría usted?
—No lo crea: en esos casos uno no piensa en tales cosas, pero después se recuerdan.
—¿Fue Dagiore quien lo llamó?
—Qué va a llamar ese animal: hoy los médicos especialistas en partos se mueren de hambre, porque las malditas parteras italianas han echado a perder el oficio…
Los circunstantes se echaron a reír.
—Sí, es la verdad: ¿querrán ustedes creer una cosa? La lavandera de casa es partera recibida.
—¡Esa la inventó usted!
—Mi palabra de honor: así son las barbaridades que hacen: bien, pues, el fondero llamó a una de estas y al rato no más echó a perder el asunto: se asustaron en la Fonda y llamaron entonces dos médicos: por esto es que le vi y toqué las piernas: ¡qué diablos! los médicos también tienen sus boladas. ¿Les parece que salgamos? —agregó—, ya es tiempo.
Se pusieron en marcha. Habrían andado media cuadra, cuando dijo D. Isidro:
—¿Para dónde vamos?
Como siempre, salían sin rumbo, fastidiados, y sin saber qué hacer con el malestar que les procuraba su aburrimiento.
—Primero al Café —contestó Catay.
—Dejémonos de Café —replicó el boticario.
—Vamos a ver a la princesa de ojos negros —dijo otro de los compañeros.
En la conversación habían llegado maquinalmente hasta la calle de Suipacha.
—Nos vamos a aburrir en el Café —agregó el boticario—: a esta hora han de estar ocupados todos los billares.
—Sí, sí, doblemos.
El hábito del vicio los atrajo hacia uno de sus centros. Doblaron por Suipacha y siguieron por Corrientes hacia el oeste.
Al pasar por Cerrito se detuvieron en la bocacalle.
—No, hombre, yo no2 los acompaño —dijo don Isidro—: pasa mucha gente: miren cómo viene ese tramway.
—Yo les decía —replicó el doctor—, que fuéramos al Café: allí habríamos hecho tiempo: a mí también me parece que es muy temprano: si quieren vamos a ver la polla de que les he hablado: los presentaré, pero con la condición de que han de pagar la cerveza.
—¿Dónde vive?
—En la calle de Santiago del Estero.
—Un poco lejos.
—Podemos tomar el tramway.
—Mejor es ir a pie.
—Aprobado, y en marcha —dijo el doctor cerrando el debate.
Empezaron a ascender la calle de Cerrito.
Catay iba adelante jugando con su bastón y hablando fuerte.
Cuando encontraba un perro le daba a traición un gran palo, con la intención, decía, de que mordiera a alguno de los camaradas que iban detrás de él.
—No embrome así —habíale dicho más de una vez el boticario—: parece usted un muchacho de escuela; sea más juicioso.
A las mujeres que encontraba solas en el tránsito les arrojaba vulgares piropos y su audacia llegaba muchas veces hasta manosearlas groseramente.
Sin recordarlo, iban a pasar en ese momento por la casa de Dorotea.
La joven estaba en la puerta. Minutos antes había enviado a la niñera hasta el almacén, y como tardara, fue a ver si venía.
Miraba precisamente en sentido inverso al que traían los cuatro calaveras.
Catay no la reconoció. Vio en la penumbra un busto incitante de mujer y le puso la mano en el seno, murmurando algunas palabras torpes y estúpidas.
La joven se revolvió de indignación y sorpresa.
—¡Atrevido! —dijo—, y le dio una bofetada en la cara.
Catay, furioso, le envió una andanada de denuestos, y cobardemente enarboló el bastón.
Más sereno el boticario, lo contuvo a tiempo, mientras que Dorotea se refugiaba en el interior de su casa.
Los otros dos acompañantes habían disparado desde un principio y esperaban el desenlace en la próxima esquina.
El boticario arrastró a Catay.
—¡Qué barbaridad la que ha hecho usted!
—¿Quién es?
—¿No la ha conocido usted?… la fondera.
—¡Aunque sea la hija de un rey me la ha de pagar!
Se reunieron.
—¿Qué hay? ¿qué hay? —preguntaban los dos vecinos.
Cuando se informaron, también tuvieron reproches para el doctor.
—Yo no la había conocido —dijo éste.
—Mala había sido —dijo D. Isidro, con un asomo de burla, y como viera que Catay volvía a enfurecerse, agregó:
—Pero, qué diablos: si ella me permitiera una libertad como la que usted se ha tomado yo de buena gana sufriría veinte coscorrones que me diera: pero sigamos: ¿qué estamos haciendo aquí como unos zonzo? felizmente la cosa no ha tenido ulterioridades: es preciso que vayamos con juicio: vea, usted nos compromete: recién recuerdo que he pasado por frente de mi casa: qué barbaridad: ¿si nos habrán visto?
A Catay le pareció salir de un sueño.
—Es cierto —contestó—: ¿pero en qué hemos venido pensando?
Entonces dieron vuelta la cara y como observaran en quietud y silencio la cuadra que dejaban a la espalda, concluyeron por tranquilizarse.
Entonces siguieron los comentarios. D. Isidro volvía a los detalles y sus palabras eran festejadas con continuas risas.
Una noche más de orgía veló casi por completo el recuerdo de este bochornoso episodio.
Cuando volvió la niñera, Dorotea estaba encerrada. La abrió con cautela y le preguntó si no había visto unos hombres en la vereda.
Esta contestó negativamente, y entonces le mandó cerrar la puerta de calle. Dagiore aún no había vuelto, tenía llave y jamás se le esperaba.
El pequeño José dormía con seráfica tranquilidad en su camita.
Dorotea hizo acostar a la sirvienta y ella misma empezó a desvestirse.
Estaba aturdida y frenética por los sucesos de ese día.
Había reconocido a Catay y pensaba en el doctor Ferreol.
—Vaya unas cosas lindas las que me suceden —se decía—. ¡Ah! y esto a mí solamente me pasa. Si José fuera otro hombre, yo le diría; pero qué va a ser capaz de vengar un ultraje hecho a su mujer. Y ese canalla de Catay: ¡ah! ser tan sola, si debía haber llamado al vigilante; y el otro, seguía, refiriéndose a Ferreol: esos son los decentes: creen que con una, porque no es hija de un príncipe, pueden hacer lo que quieran: ya verán, ya verán, estos cochinos.
Y continuando su pensamiento en esta ruta, se excitaba más cada vez, hasta que su dolor terminó por hacer crisis en un llanto enfermizo.
Como todos sus razonamientos iban envueltos en la densa niebla de su vanidad, pensaba que todo eso le sucedía porque la tenían en menos y que su conducta y su seriedad no bastaban para atraerse el respeto de los hombres.
En parte, no se equivocaba, porque a Ferreol y a Catay les pareció siempre que sería una conquista que no daría mucho trabajo.
Ella jamás había imaginado el amor de una manera tan brutal.
En su corazón, el médico y el abogado estaban de todo punto desahuciados. Suponía cómo serían después, si al iniciar sus pretensiones ya mostraban una vulgaridad tan chocante.
Todo en ella concurría para soñar con un amor puro, mantenido en las esferas de un afecto noble y delicado. Anhelaba la encarnación de los sentimientos que desbordaban de su pecho, pero sin que se contaminaran en el lodo de la tierra. Quería ser protagonista de un amor ideal, tal como lo había encontrado en las novelas.
Estas lecturas, que eran el pasto diario de su imaginación, su posición equívoca en la sociedad, que la impelía a buscar un consuelo para resarcirse de los desaires que recibía, y hasta su mismo estado, pues estaba nuevamente embarazada, contribuían poderosamente a afirmar semejantes ideas.
Todo su enojo lo refundía luego en Dagiore, el cual, cediendo a los impulsos de su carne, satisfacía con todo rigor el débito conyugal, y, sin saberlo uno y otra, era esta una de las causas que reprimía el temperamento nervioso de la joven.
¿Dónde estaría, si a su edad no hubiese sentido ya dos veces estremecidas sus entrañas, por la misteriosa influencia de la maternidad, que modera, salvo casos excepcionales, ciertas incitaciones fatales, que por sus ideas y el medio en que actuaba no le habría sido posible reprimir?…
Capítulo 5
Los días fueron sucediéndose unos a los otros, iguales y monótonos para la generalidad de los personajes que hemos presentado.
Fuera de los episodios vulgares y de escaso interés que cada sol presencia en los hogares, nada que importe un cambio radical de posiciones llegó a suceder, hasta que un suceso imprevisto vino a colocar a Dorotea en brazos de un amante.
Entre tanto, el pequeño José, cumpliendo la ley de su desarrollo, crecía rápidamente.
Las relaciones de Dagiore con su mujer habían seguido siempre tirantes, como que el interés era el único agente que las mantenía a flote. No obstante, en los últimos tiempos estos míseros vínculos se habían aflojado casi por completo.
Este resultado era inevitable, y más temprano o más tarde, tenía fatalmente que producirse.
Es la terminación lógica de todas las uniones desproporcionadas.
Los inconvenientes que trae la vida íntima, esas tristes reyertas que vuelven la casa un verdadero infierno y que encuentran pábulo para producirse en la cosa más mínima eran función casi diaria en la casa de Dorotea.
Si las aspiraciones de los dos esposos, ya que no su educación, hubieran guardado algún equilibrio, podrían haber esperado un porvenir más tranquilo, cuando la edad y la experiencia, calmando sus desatinados rencores del presente, los hubiese vuelto más suaves y tolerantes. Pero ellos no se hacían ilusiones al respecto.
Miraban hacia polos opuestos.
La familia se había aumentado en este intervalo con dos nuevas niñas.
Los gastos de la casa, por consiguiente, habían crecido.
Dorotea había exigido una mucama, y no se cansaba de repetir que la casa era pequeña para tanta familia.
Muchas veces hacía compras sin consultar a su marido. Cuando los acreedores iban a cobrarle a este, la escena que se seguía entre los esposos no podía ser más chocante y asquerosa.
Ahora Dagiore la reñía por todo. Era que se iba cansando de ella. La posesión por un lado y por otro que Dorotea no usaba con él ninguna coquetería, habían traído este desenlace. La joven tenía la conciencia de que valía más que su esposo, y suponía, por esto, que sería eterno su ascendiente. Jamás se cuidaba de su persona delante de él.
En los momentos que este, por la mañana, tenía necesariamente que pasar a su lado, no se preocupaba de arreglarse: andaba sin corsé, con una enagua de color, la cara sucia y el pelo alborotado. Cuando salía, perfectamente peinada y con la cintura bien ceñida, Dagiore no la reconocía. No era esa su mujer, la que él conocía y había tocado tantas veces. El polvo de arroz, las pequeñas botitas de taco alto, el traje tan lleno de modas y su sombrero repleto de plumas y flores, no eran, a la distancia, suficiente estímulo para reavivar la llama del deseo, que ya casi se extinguía en el corazón del fondero.
Sin embargo, a veces solía decirle en alguna de sus disputas:
—Tú eres una mujer fea para tu marido, que te da todo y te haces bonita y te compones para mostrarte a los de la calle.
En medio del insulto, se veía no obstante cruzar como un relámpago los antiguos celos de Dagiore. Después, repetía por milésima vez sus maldiciones sobre el lujo, y ese odio profundo que tenía a las tiendas.
Su amor no estaba extinguido del todo: muchas veces quiso poner en orden los asuntos de su casa y dijo a Dorotea que si consentía en volver por poco tiempo a la Fonda, serían después felices, porque podría ahorrar para comprar el Hotel, esa idea que jamás abandonaba, que era su manía y su sueño dorado.
Dorotea le preguntó, con mucho descaro, si se había vuelto loco para hacerle semejante proposición; hasta rió de la ocurrencia, pero como poco después la discusión se agrió, ella dijo terminantemente que sólo muerta la podría llevar a la Fonda.
Todo su orgullo se sublevó; evocaba los recuerdos de lo que había sufrido allí su amor propio y en el ridículo que caería ante el barrio tornando a su antiguo género de vida.
Fue entonces que el fondero se convenció que le sería imposible ahorrar un solo medio si las cosas continuaban de ese modo.
No sabía qué hacer. Jamás como entonces se había arrepentido más de su casamiento.
Se resolvió a ahorrar a todo trance. La avaricia concluyó por predominar en su alma vulgar arriba de todo otro afecto.
Pensó que los hijos costaban mucho y que al nacimiento de cada uno de ellos, Dorotea había ido aumentando considerablemente los gastos. Quiso cortar por lo sano, y resolvió no tener más hijos.
A veces, pasaba semanas sin ir a su casa, quedándose a dormir en la Fonda.
Había ordenado terminantemente a su mujer que no hiciera el menor gasto, amenazándola con no reconocer ninguna deuda que contrajera.
Decía que era bastante con pagar la casa y enviarle la comida, como de costumbre, dos veces al día en una vianda.
Respecto a las demás provisiones necesarias en el hogar, determinó que siempre que faltaran se las mandasen pedir. No quería que su mujer hiciese ninguna compra ni que manejase un centésimo de su peculio.
Dorotea, bastante orgullosa de por sí, aceptó con valor la nueva situación: sacó costuras de la tienda de sus padres y con esto tuvo para hacer frente a los pequeños gastos en los primeros tiempos.
La idea de no tener más hijos, aunque parezca mentira, halagó bastante a Dorotea.
Sus continuos embarazos, y después, el cuidado que demandaban las criaturas, la privaban de pasear con la frecuencia que ella deseaba.
Una noche vino Dagiore con un pretexto y se quedó: él traía su idea: su mujer le habló como si nada hubiera pasado entre ellos; necesitaba recursos para cambiar su traje por uno a la moda que inauguraba la nueva estación de invierno.
A la hora de recogerse, Dagiore le hizo algunas caricias. Ella lo rechazó con un ademán suave y dijo:
—¿Para qué? ¿No hemos convenido ya no tener más hijos?
Él entonces con torpe franqueza, le dijo que había medios para no tenerlos sin abstenerse de los goces que procuraba el matrimonio.
Sacó un papel de su faltriquera, lo desdobló y empezó a hacer las más cínicas indicaciones respecto de un medio, por desgracia, bastante generalizado, y que reprueban a la par la naturaleza y la moral.
Así este cretino familiarizaba con el vicio y la impudencia a su esposa, dándole torpemente instrucciones para que se entregara al libertinaje sin temor ni desconfianzas.
A medida que iba hablando de este asunto, prorrumpía en tremendas carcajadas.
—De este modo —agregaba—, se la componen los franceses para no pasar de tres hijos. Un francés me decía el otro día que en su tierra, de cien matrimonios, diez apenas cuentan más de tres niños. Eh, nosotros los imitaremos y nos pararemos en los tres que tenemos: ¿no te parece?
Dorotea fue débil y aceptó; pero cada día se sentía más hastiada de su marido: nunca le había encontrado tan mal olor, y algunas noches el tufo del ajenjo y de la caña la obligó a desviar con asco el rostro.
Cuando Dagiore venía en ese estado, era precisamente cuando se mostraba más exigente.
Una noche que la esposa no cedía, hubo una reyerta tremenda: Dagiore empezó a pegar bárbaramente a su mujer; esta, sin desconcertarse mucho, buscaba una salida para escapar, y entre tanto, iba arrojándole los muebles y objetos que encontraba al paso, sin dejar por esto de dar grandes voces de socorro.
Las gentes del barrio habían salido a las puertas y los transeúntes se detenían con gran curiosidad.
Infinitos y diversos comentarios se hacían en cada grupo.
Por la esquina se decía que un loco había entrado armado de un puñal, y en otra parte que era el marido que había encontrado juntos a los amantes y que los estaba asesinando.
Dos vigilantes habían acudido al ver el tumulto de gente: llegaron hasta la puerta de calle, pero no se atrevían a entrar: esperaban para esto un refuerzo o que se presentara el oficial de servicio en la sección: sus pitos estridentes daban mayor magnitud al escándalo. Así las cosas, cuando acertó a pasar un Mayor del ejército: no titubeó un momento, sacó un revólver y entró, ordenando a los vigilantes que le siguieran. En el tercer cuarto encontró a Dorotea, que puesta de espaldas sobre unos muebles caídos le oprimía Dagiore la garganta con una mano, pegándole brutalmente con la otra.
—¡Así se pega a las mujeres, miserable! —dijo el Mayor, entrando, y sin dar tiempo a que lo viera le pegó con el revólver por la cabeza.
Dagiore, furioso, quiso darse vuelta para defenderse, pero al Mayor se le había ido la mano: trastrabilló un poco y cayó al suelo desmayado. Entonces la casa se llenó. Todos querían ver lo que había sucedido. Llegó el 2º Comisario, y lo primero que ordenó a los vigilantes fue que hicieran despejar la casa.
Mientras estos se ocupaban de atender a Dagiore, el Mayor había cargado a Dorotea y sentándola3 en una silla. Estaba muy pálida y temblaba.
El Mayor no tenía ningún antecedente de ella, pero al verla tan bonita se alegró de su aventura y de haberla socorrido en momento tan oportuno.
—¿Por qué la pegaba a Vd.? —preguntó con tierna solicitud.
—Es muy malo —contestó Dorotea todavía algo alelada.
—¿Pero quién es él?
—Mi marido.
—¡Ese su marido! —exclamó con sorpresa el Mayor.
Dorotea, entonces, alzó la vista y lo miró por primera vez.
Era el Mayor un lindo hombre: alto, delgado y de una fisonomía alegre y despierta: su tez estaba tan cuidada que a un chusco se le hubiera ocurrido preguntar en qué campañas había ganado sus grados: su pelo castaño ensortijado estaba muy bien peinado, y de vez en cuando se lo enjopaba introduciéndose la mano con los dedos abiertos: usaba bigote y pera, que acariciaba a cada momento, y especialmente cuando hablaba.
Con sus ojos oscuros, que siempre se mostraban audaces, envolvió a Dorotea en una mirada tierna y sensual.
Ella bajó la vista confundida.
—¿Está Vd. mal? y yo que no me he comedido a ofrecerle un poco de agua… pero es que no sé dónde puede haber. Voy a buscar…
Al levantarse tropezó con la niñera, que asomaba la cabeza por debajo de una cama, donde intimidada se había refugiado al comenzar el escándalo.
—¿Qué haces tú ahí? —preguntó el Mayor. Ven para acá… ¿No sales? ven, porque de lo contrario te voy a sacar más que prontito; ya no hay nada: no tengas miedo, zonza.
La chica se decidió a salir de su escondrijo y se allegó al Mayor toda revolcada y haciendo mohines de desconfianza.
El militar al verla se echó a reír.
—Vaya con tu figura: hasta telarañas tienes en la cara. Díme: ¿tú eres de la casa?
—Sí, señor.
—¿Qué pitos tocas aquí?
—¿Cómo?
—¿Qué haces aquí? ¿Eres parienta de los dueños de casa?
—No, señor: soy niñera de los niños.
—Si eres niñera, claro es que ha de ser de niños: y bien ¿cómo te llamas?
—Clara, señor.
—Bueno; vaya Vd., doña Clara, a traerme un vaso de agua.
Salió la chica y entonces se acercaron, hacia donde estaba Dorotea, el Mayor y el 2º Comisario de la sección.
Tomó algunas declaraciones el funcionario y dijo que iba a ser preciso que los dos pasaran al siguiente día por la Comisaría.
—No hay necesidad de tanto —dijo el Mayor—; la señora ha sufrido bastante e injustamente, para que le den más dolores de cabeza. Si Vd. va a la Comisaria yo lo acompaño.
Dorotea le envió una mirada de gratitud.
—Pierda Vd. cuidado, señora, que todo se ha de arreglar —contestó este—: le hemos de ahorrar a Vd. todos estos trabajos: en caso necesario prometo a Vd. que veré al Jefe de Policía, con quien tengo mucha relación.
—¿Y mi esposo? —aventuró a decir Dorotea.
—Lo he remitido preso a la Comisaría.
Recién, puede decirse, que volvía el equilibrio a los sentidos de la joven. Era como el despertar de un sueño doloroso. Pronto se dio cuenta acabada de todo y una obsesión de pecho la acometió al ver la repercusión que había tenido el escándalo.
Miró hacia el lado en que había caído Dagiore, y vio algo que la hizo estremecer: se levantó, y como movida por un resorte fue hasta allí; se inclinó, y al ver que no se engañaba, y que grandes manchas de sangre enlodaban el pavimento, dio un grito de horror y se puso a llorar.
Quiso ir a la Comisaría pero el Mayor se opuso.
Entonces ella le recomendó mucho a Dagiore, agregando en su inocencia que lo perdonaba, y que si era posible, le dejasen volver a su casa, que ella lo curaría.
—Pero Vd. se expone —no pudo menos de objetar el Mayor.
—No: mi marido es bueno, pero es que había tomado un poco el pobre, y como no acostumbra…
—En fin, veremos: yo volveré más tarde a informarla de lo que haya hecho.
Se despidieron y el Mayor salió con el 2º Comisario. En la puerta estaban dos vigilantes, que no dejaban entrar a nadie.
Su jefe los relevó de esa guardia, y entonces la casa se llenó de amigas de Dorotea, que ardían en deseos de verla y hablar del suceso, el cual ya había revolucionado al barrio, dando tema a las vecinas ociosas para murmurar una semana entera.
Libre así por un momento, Dorotea, encontró un vacío grandísimo en medio de todas las emociones que había recibido; pensó en sus hijos y entró en gran cuidado: después recordó que las dos pequeñas habían ido con la mucama a visitar a doña Margarita.
Fue a buscar a Clara para preguntarle si había visto a José.
Tomó la vela y salió al patiecito por la última pieza. En la cocina encontró a los dos.
—¡Mi hijo! —gritó la madre, inundándolo de lágrimas y caricias.
—¿Qué hacías aquí? —preguntó sin dejar de besarlo.
—Estaba ahí escondido entre el carbón —contestó por él la niñera.
—¿Y qué hacías? —volvió a interrogar Dorotea.
Entonces el niño contestó tartamudeando y visiblemente conmovido:
—Yo… tenía miedo… y rezaba para que tata no te matara…
Aquí hizo explosión el cariño de la madre: cargó a su hijo y fue así a la sala, donde ya estaban muchas vecinas hablando entre ellas como si estuvieran en su propia casa.
Todas se sorprendieron de que Dorotea no tuviese un solo rasguño en el rostro: por suerte todos los golpes habíalos recibido en el cuerpo, no siendo ninguno de ellos de consideración: sólo una pierna empezaba a dolerle algo, sin duda efecto de algún choque sobre un mueble, porque ella no recordaba nada.
En medio de la conversación, y haciendo esfuerzos por dar respuesta a preguntas imprudentes y enojosas, la imagen del Mayor no la abandonaba.
Era un recuerdo que la hacía gozar y sufrir al mismo tiempo.
Cuando recordaba las manchas de sangre sentía una espontánea aversión hacia el Mayor; pero luego su pensamiento reaccionaba al oír los elogios que de él hacían sus amigas.
La opinión entre las mujeres era unánime para fulminar la conducta de Dagiore, y cuando recordaban la comportación del Mayor no tenían palabras para encarecerla, diciendo a Dorotea que le debía una gratitud eterna, porque tal vez le era deudora de la vida.
—¡Ah! —decía una vieja del barrio— ya lo creo, si los hombres cuando se enfurecen no saben lo que hacen: ese joven, que dicen es el Mayor Paz, yo no lo conozco, así he oído decir en la calle, se ha portado como un caballero: él no sabía a quién iba a defender ni el peligro que corría: se conoce que es un hombre valiente y de muy buenos sentimientos.
Todo empezaba a concertarse para que la galantería del Mayor encontrase el terreno preparado.
Así, creándosele una atmósfera de héroe, Dorotea se interesaba cada vez más por él: una dulzura infinita corría por todo su ser, cuando en la conversación oía que la decían:
—Ha sido su salvador.
Este «su salvador» la hacía transportar el pensamiento a las novelas, de que estaba saturada su inteligencia en desquicio. Al fin veía realizado en parte uno de sus sueños.
No pensaba adónde la arrastraría esta aventura. Se abandonaba solamente en la suave caricia de su ilusión presente.
Una hora después volvió el Mayor.
—¿Qué han hecho de Dagiore? ¿Cómo sigue? —preguntó Dorotea.
—¡Oh! todo se ha arreglado perfectamente. Hasta de la multa lo ha relevado el Comisario. En cuanto a su herida no es nada. Se ha curado en una botica y no siente dolor alguno. Después que estuvo allí lanzó, y esto lo hizo mucho bien. Está muy arrepentido, y hasta conmigo se disculpó, dándome la mano cuando el Comisario le dijo que estaba en libertad. Allí se le amonestó muy seriamente al salir, y entonces dijo, que tenía tanta vergüenza de lo que había hecho, que iba a ir derecho a dormir en la Fonda.
—Es mucho mejor —dijo la vieja que antes había hablado.
—¡Pobre! —agregó compasivamente Dorotea.
—Pues no faltaba más —replicó indignada la primera: con arrepentirse no la va a sanar a Vd. del susto y de los moretones que le habrá dejado.
Dorotea, en la efusión de su gratitud, dio repetidas veces las gracias al Mayor, por su conducta para con ella, y al despedirse le regaló un ramito de flores, no atreviéndose, como era su deseo, a ofrecerle la casa.
El Mayor, no dándose por entendido de esta omisión, dijo que no sería esa la última vez que habían de verse.
Al darle la mano se la oprimió fuertemente, y Dorotea, olvidando las conveniencias, le devolvió el apretón, sin saber lo que hacía, y entregándose fatalmente a un sentimiento poderoso o incontrastable que sentía nacer en ella.
Al recogerse esa noche quiso pensar algo juicioso, pero su pensamiento, irritado por tan contrarias emociones, no podía seguir con método el encadenamiento de una idea. Estaba aturdida. Empezaba un monólogo y terminaba por hacer castillos en el aire. Y siempre el Mayor allí. Su retina lo había copiado una vez y para siempre. Lo sentía adherido a su alma. Se embriagaba en el recuerdo de su voz simpática. Recordaba sus posturas, su aliento cálido que le había abrasado el cuello cuando la cargó; y más que todo, ese uniforme, que tan adorable lo hacía en su concepto.
Es en efecto, el traje, una de las cosas que más seduce a las mujeres en el hombre.
Cada mujer tiene sus ideas al respecto, fruto de la educación y la costumbre, la más de las veces.
Hay unas que se mueren por los hombres que visten trajes claros, a otras les agradan los que van con pantalón y levita negros. Una dama que mantenía relaciones con un amigo nuestro le pedía en sus entrevistas que se pusiera un frac del esposo burlado. Averiguando este la causa de semejante pretensión, su bella amante le hizo la confidencia de que así lo amaba más, porque le recordaba los deseos y los abrazos que había sentido toda su juventud en los bailes. Una acción de placer o dolor arrastra consigo el recuerdo de mil pormenores independientes del drama que desempeña la pasión, pero luego se eslabonan y forman un todo homogéneo. Así por ejemplo, el jazmín nada tiene que ver con el amor, pero si un amante al reclinar su frente en el seno de su amada percibe la fragancia de esa flor delicada, y luego a solas y preocupado con otras ideas la misma esencia llega a herir su olfato, sentirá reavivados sus deseos, y el recuerdo de su gentil compañera vendrá a refrescar su frente con un nuevo soplo de ternura.
Lo mismo le había sucedido a Dorotea con el vistoso uniforme del Mayor. No teniendo el gusto educado se ofuscaba de alegría ante la vista de los objetos de relumbrón. Los cordones y el oro del kepí, habían conseguido despertar del fondo de sus ensueños, episodios casi olvidados de mil novelas… de costumbres sólo inventadas por la fantasía de sus autores.
—¡Ah! no —se decía de pronto, espantada de ver las concesiones que hacía su pensamiento al amor que empezaba a dominarla—; ¡Dios mío, Dios mío! pero él dijo que iba a volver: ¿me llegará a amar? quién sabe si su corazón no está ocupado: ¡ah! pero yo lo atraeré y se convencerá que nadie podrá amarlo como yo: no, es una locura, yo debo olvidarlo.
Y en estas transiciones se dormía, para despertar al poco rato sudorosa y agitada.
La pasión la había sacado de quicio.
Después de la una de la madrugada ya no pudo conciliar el sueño. Un insomnio lleno de zozobra la puso febriciente.
—Pero si yo no lo conozco —pensaba: y luego desfilaban por su recuerdo sus antiguos pretendientes: el doctor Ferreol, a quien había desairado, y Catay, que aún la incomodaba con sus desvergonzadas incitaciones: hasta evocaba la memoria de los piropos que conquistaba en sus andanzas callejeras, que aunque siempre rechazaba con orgullo, le creaban un ambiente de lisonja que aspiraba con indecible fruición, a cuya influencia concebía más alta idea de su personalidad y su belleza.
Volvía a saturar su imaginación con los calores tibios que los deseos de los hombres emanaban siempre a su paso.
Pensaba que nadie había sentido ni imaginado el amor como ella.
No pudiendo resistir el lecho, lo abandonó muy temprano. Se vistió coquetamente y fue a ver el espectáculo que ofrecía la calle, mirando al través de las persianas de la sala.
El movimiento bullicioso de la mañana, que no estaba acostumbrada a ver, la sorprendió mucho: no podía comprender cómo había gente que madrugara tanto. Le parecía una cosa absurda. Entre tanto, los ruidos de la calle seguían su estrépito desconcertado.
El eco de estos murmullos penetraba en ráfagas por la ventana de Dorotea y ella se sentía aturdida en medio de esta vocinglería que no acababa. Seguía a una mucama hasta donde se lo permitían los obstáculos de la reja, la dejaba allí y volvía a pasear su vista con otra que regresaba. Veía que muchas se paraban a conversar; varias lo hacían en la vereda de su misma casa. La curiosidad entonces la obligaba a prestar atención, pero pronto se fastidiaba al ver que no se comunicaban más que cosas de ningún interés. Vivían en otro mundo; no había nada de común entre ella y los viandantes: por esto le parecía que sus palabras no tenían calor ni sentido: en la actividad universal, seguían sus pasiones o instintos, corrientes opuestas: también ella, sin caer en cuenta, era indiferente para todo ese mundo que desfilaba ante su ventana. En medio de esta constante renovación de gente, pudo observar algunos cuchicheos de amor. Sirvientas que encontraban sus amantes y que concertaban, tal vez, un punto de reunión para la noche. Se identificó en estos cuadros, los anhelaba, los descubría y terminaba por envidiarlos.
—Ellos salen, hablan y se aman —decía—: ¡si pudiera yo tener esa felicidad!
Y su vanidoso egoísmo la hacía pensar que las demás eran libres, que no tenían conocidos ni por qué temer asechanzas o habladurías, en cambio que ella estaba expuesta al deshonor y a la calumnia, si daba el menor paso que hiciese despertar sospechas.
La opinión en que pudieran tenerla sus pocos vecinos, la atmósfera de los cuantos ladrillos que formaban su barrio, gravitaba sobre ella con el peso de toda la humanidad.
A ratos se cansaba de estar en la ventana y se iba a las piezas interiores.
Todo estaba allí sucio y en desorden. Con sus sempiternos sueños de ternura y delicadeza vivía bien, sin embargo, en la suciedad y descuidaba el aseo de sus hijos.
Aparte de uno que otro mueble, que todavía estaba haciendo juego de equilibrio a consecuencia de la reyerta de la noche anterior, era normal en la casa que todo anduviese trastrocado. La única habitación que tenía aspecto decente era la sala. No podía ser por menos, porque siempre permanecía cerrada y no entraban a ella más que las visitas que la dueña de casa consideraba.
Los niños dormían apaciblemente. La mucama arreglaba algo en el comedor y Clara hacía fuego en la cocina.
—Ya va a estar el agua, señora —dijo la chica al divisarla—: ¿sabe Vd. dónde está el mate?
—Deja no más, no quiero ahora.
Se recataba, quería estar sola: cuando iba a la sala cerraba la puerta de comunicación con la pieza siguiente.
Dorotea, si hubiera tenido algunas tendencias al orden, podría haber visto siempre su casita perfectamente arreglada.
Pero si bien no se cansaba de quejarse y renegar, nunca ordenaba nada práctico y juicioso.
La mucama y Clara no se ocupaban más que de entretener a los chicos y de cuidar la casa, porque su dueña, cuando no estaba ausente, se lo pasaba en la sala o probándose trapos delante del espejo.
A cada rato volvía a la ventana.
En los hombres que pasaban creía encontrar las facciones del Mayor Paz.
Hacía grandes esfuerzos por reconstruir en su memoria el rostro entero del militar.
Pero sus esfuerzos fueron vanos. Pensó un momento, con desesperación, que si lo viera entre varios militares no le sería fácil reconocerlo.
Como sucede en la mayoría de los casos, se había enamorado de una idea por mucho tiempo acariciada, de una necesidad, de un perfume, que sin ningún dato, suponía que guardaba en la intimidad de su ser moral la envoltura humana del Mayor.
Estaba perdidamente enamorada del militar y no lo conocía.
Prueban en fisiología que cuando un miembro está atrofiado o no funciona, los otros adquieren mayor desenvoltura y precisión.
Lo propio sucede en la sociedad moderna con las facultades morales.
Mientras el juicio duerme, la imaginación, siempre en juego, alcanza proporciones colosales.
Ella obra sin contrapeso y mantiene a la inteligencia en un eterno espejismo.
Dorotea se engañaba al creer que amaba al Mayor: todo el entusiasmo de su alma se lo prodigaba entero, sin saberlo, a Rocambole, a Romeo, y a toda la caterva de héroes que había conocido en las novelas románticas; esos sempiternos buenos mozos, siempre arriesgados y que con la misma serenidad se baten contra treinta hombres o ascienden una escala, colocada al pie del abismo, para platicar con la reina de sus pensamientos a la pálida luz de la mensajera de la noche.
A eso de las nueve pasó el Mayor.
Práctico en materia de galanteos, reconoció inmediatamente a Dorotea, que estaba en acecho detrás de la persiana. Como había venido por la misma acera, ésta recién lo vio cuando lo tuvo delante.
Dio un grito ahogado de sorpresa y se retiró de la ventana.
—¡Adiós! —le había dicho el militar medio queriéndose parar—: vaya —agregó para sí, siguiendo su camino—; decididamente quiere hacerse desear.
Dorotea quedó enojada de sí misma.
Al principio se había iluminado su razón con un relámpago de buen sentido: un amago de tristeza, una extraña sensación de dolor, algo como un desencanto, experimentó al ver nuevamente al que había ocupado su pensamiento toda la noche anterior.
Lo había desconocido. Pero estas ideas ligeramente bocetadas en su mente fueron reprimidas en el acto por esa sed de emociones que la devoraba.
Se arrepintió de lo que había hecho. Volvió a la ventana y no vio al Mayor. Se desesperó, creyendo que ya no le vería más. Tuvo celos, un mundo de ideas locas, en el espacio de un minuto. Fue ante el espejo, se arregló el pelo, ensayó una sonrisa y una mirada de ternura, se empolvó la cara con el cisne y corrió desalada hacia la puerta de calle.
Estaba realmente hermosa: su saco de mañana la sentaba muy bien; bastante amplio, sus formas apenas se dibujaban, y así entre el misterio incitaban y cobraban mayor prestigio: la fiebre que había sufrido por la noche estaba impresa con profundas huellas en su rostro.
Pálida y con unas ojeras azules que realzaban el brillo de sus ojos, la vio el Mayor aparecer en el umbral en circunstancias que volvía al ataque, cansado de haber estado esperando algún tiempo en la esquina.
El militar la encontró más bella y gentil que la primera vez.
—Señora, tanto gusto de ver a Vd. ¿ha pasado Vd. bien la noche? —dijo saludándola.
—Así; regular…
—Es natural, debe Vd. haber sufrido mucho: ¿pero qué quiere? hay que olvidar y pensar en otras cosas, de lo contrario no se conseguiría un solo momento tranquilo.
Así siguieron conversando un breve rato.
A Dorotea se le oprimía el pecho: momentos antes su entusiasmo desbordaba y suponía a su alma identificada con la del Mayor, y se desalentaba al ver la distancia que ponía de manifiesto las pocas palabras cambiadas.
Es lo que sucede a las personas reconcentradas que viven en un mundo aéreo y en completo ensimismamiento.
También es cierto que nunca los actos de la vida práctica se suceden con tanta rapidez ni son en su expresión tan francos como el pensamiento, y Dorotea en alas de este había ido demasiado lejos.
Estaba tan apasionada que no se le importaba ya que pudieran hablar de las relaciones que empezaba a entablar con el militar. Sabido es que cuando las mujeres se encaprichan, aunque su afecto sea bochornoso tienen orgullo de él, lo alardean muchas veces y cometen mil indiscreciones.
Sin embargo, le disgustaba la conversación en la puerta de calle. Estaba algo violenta, pero el zorro del Mayor no se daba por entendido.
Al fin dijo Dorotea:
—¿No gusta Vd. descansar un poco?
—Si no fuera imprudente la hora: he caminado mucho…
—Entre Vd… espere un poco: voy a abrirle la sala.
Se encontraron solos en la pieza desierta.
El Mayor era un libertino y en lides parecidas había adquirido una audacia de buen tono para abordar a las mujeres.
Nunca había sentido más tranquilidad y confianza que ahora.
Nada lo inquietaba. Se reía de Dagiore y pensaba que si Dorotea se entregaba tendría una querida preciosa y que no le costaría un real.
¿Cómo entonces dejar escapar la presa?
Al principio la situación de ambos fue violenta. Se dijeron cosas insignificantes.
Nubes pequeñas que velaban el juego de sus deseos no tardaron en disiparse.
El Mayor se hizo el exaltado, se sentó a su lado y le tomó una mano.
De concesión en concesión se fue muy lejos.
De pronto asaltaron a Dorotea extraños temores.
Pidió al Mayor que se fuera porque podría comprometerla demorando más tiempo.
Fue menester que le rogaran mucho para que se decidiera a evacuar la plaza.
Aprovechó de la ocasión y empezó con grandes exigencias.
Quería ganar la batalla en la primera escaramuza.
En su afán la tuteaba y pedía a Dorotea que hiciese lo mismo: más tímida esta no podía adaptarse a una transición tan brusca.
Al despedirse se hicieron mutuos juramentos de amor eterno.
Toda encendida Dorotea y anudándosele la voz en la garganta por la emoción que la embargaba, dijo:
—Puede Vd. estar seguro de mi cariño… pero de aquí no pasaremos… no espere Vd. nada más de mí.
El Mayor por toda respuesta la tomó con ambas manos de la cabeza e imprimió en su boca un beso largo y sensual.
Dorotea desmayaba, pero conteniendo los latidos de su corazón rechazó dulcemente los brazos que la oprimían y lo encaminó hacia la puerta.
—¿Hasta cuándo, mi alma? —preguntó.
—Después sabremos, escríbeme, pero no vuelva hasta que yo le diga: váyase pronto: ¡adiós!
El Mayor, muy excitado, se encontró en la calle sin saber lo que le pasaba.
Se acusaba de haber sido demasiado zonzo; luego meditando todo lo que había pasado se llenaba de orgullo y quedaba satisfecho del camino andado.
—Es mía, es mía —murmuraba para sí—: no tengo la menor duda: tal vez sea la primera vez que va a caer y por eso tiene miedo: diablo; ¿o tendrá otro amante? De cualquier manera, lo desbanco… ¡y qué bonita es!
Así pensaba, y todo le salió a medida de sus deseos.
Fue el amante de Dorotea y la dominó como mejor quiso.
Tenía que suceder: el terreno estaba preparado y sólo faltaba la ocasión.
El Mayor distaba mucho de ser un héroe o una figura verdaderamente interesante: no pasaba de ser una de tantas vulgaridades que nacen porque nacen y viven porque viven.
No fueron sus insignificantes dotes de seducción las que perdieron a Dorotea: hay microbios también en la atmósfera moral, y el espíritu de Dorotea estaba impregnado de ellos.
Capítulo 6
José ya tenía ocho años y sus hermanitas Victoria y María siete y cinco respectivamente.
Nunca habían necesitado demás solícitos cuidados, y sin embargo, jamás se vieron más abandonados de sus padres.
A Dorotea le faltaba tiempo para dedicarlo a su amor, y Dagiore parece que había cobrado verdadera aversión a su hogar.
En poder de manos extrañas la mayor parte del día, siempre que podían escapaban a la calle y en pandilla con otros muchachos del barrio se entregaban a juegos naturales de la infancia.
En esta época de la vida, en que la curiosidad y la observación se expanden de una manera tan franca, es cuando más vigilancia necesitan los niños.
Pero la generalidad de los padres, sin ningún tino ni previsión, los abandonan a todos los espectáculos y hablan delante de ellos sobre tópicos escabrosos, creyendo de buena fe, la más de las veces, que los niños, por la poca edad que cuentan, están exentos de las dolorosas ulterioridades que traen en pos de si los ejemplos perniciosos.
Blanda cera, sus cerebros copian y reflejan, como la máquina fotográfica, las escenas de la vida que se desarrollan ante su vista.
Los hijos de Dorotea, en sus juegos de la calle, aprendieron, como es natural, infinidad de picardías que los iniciaba en los misterios de vicios repugnantes.
Desgraciadamente, la mayoría de la población es proletaria o poco más: vive en casas pequeñas, en sus negocios o en cuartos reducidos: de aquí que las criaturas salgan a la calle, que vivan y se eduquen en ella: la disciplina de la familia, que se observa en sociedades constituidas, no existe, y los niños crecen huérfanos de las ideas del hogar; irrespetuosos y sin freno que alcance a dominarlos. Más tarde estos elementos se incorporan a la sociedad para perturbarla y pesar desastrosamente en las cuestiones políticas…
José iba ya a la escuela.
Aprendió bien pronto a leer y escribir, pero luego los progresos de su instrucción anduvieron con bastante lentitud.
Su inteligencia presentaba grandes disposiciones para la síntesis: rozaba apenas los detalles e iba de pronto al fin.
Especialmente en aquellas cuestiones que requieren preparación y experiencia él se adelantaba tratando de resolverlas como un nuevo Alejandro.
El medio social en que crecía lo había envuelto por completo.
No era él: distaba mucho, por lo tanto, de ser una personalidad original que se desarrolla: era nada más que un reflejo de su época, trasunto fiel de las preocupaciones reinantes; fielmente vaciado en el molde de usos y costumbres que tenían corriente propia y poderosa, y cuya influencia sólo podría contrarrestar un verdadero carácter.
La madre, apurada a causa de sus travesuras, y habiendo tenido noticias por el maestro, de que era un faltador insigne a la escuela, resolvió ponerlo en la tienda de sus padres.
Pero ya sólo podría salvarlo una inteligencia previsora y enérgica, que se encargara con paciente y solícito cuidado de dirigirle, tratando de rectificar el temprano extravío de sus aspiraciones sociales.
Así, a su edad, sirvió sólo de estorbo en el negocio de sus abuelos.
Aquella atmósfera de rutina lo enloquecía. Quería aire, luz, escenas imprevistas. Lo decía a gritos en su locuacidad enfermiza. Él no había nacido para tendero y no quería estar detrás de un mostrador.
Los abuelos dijeron que era incorregible y que no les era posible tenerlo por más tiempo.
Les faltaba al respeto a menudo y nunca obedecía las órdenes que le daban.
Hacía y deshacía a su antojo. Si a veces por casualidad quedaba sólo un momento, se ponía a cambiar los efectos de los estantes, arguyendo luego con un acopio enojoso de razones que la innovación que hacía era necesaria, porque saltaba a la vista de la manera estúpida que estaban todas las cosas en la tienda.
Cualquier idea que se le ocurría, buena o mala, le parecía la concepción más oportuna y sabia, y cuando se la motejaban por disparatada, decía que sus abuelos eran unos testarudos y que no la practicaban por no dar su brazo a torcer y confesar que un niño sabía más que ellos.
Todos estos episodios de muchacho voluntarioso y mal criado hicieron creer a Dorotea que su hijo estaba llamado a grandes destinos.
Volvió a llevarlo a su casa y lo puso en la Universidad, donde se matriculó en primer año de estudios preparatorios.
Desde este momento José inauguró una vida bastante independiente.
Sus estudios le servían de pretexto para todas sus picardías.
Cuando precisaba dinero iba a la madre con el cuento de que necesitaba comprar tal o cual texto de enseñanza.
Si quería pasear alguna noche, decía que tenía que concurrir a una lección nocturna.
Sin embargo, su instrucción no hacía casi ningún progreso: a los tres o cuatro años de vida estudiantil no tenía asimilado ningún conocimiento sólido ni había conseguido dominar ninguna materia: llegó hasta el cuarto año, habiendo sido reprobado en algunos cursos.
Entre las asignaturas en que fue aprobado se contaban las matemáticas y la filosofía. Sin embargo, antes y después del examen no sabía resolver el problema más sencillo de aritmética. En cuanto a filosofía era otra cosa. Le tocó la bolilla que respondía en el programa a las pruebas de la existencia de un Dios. Repitió bien alguno de los argumentos acumulados por Balmes y otros metafísicos y consiguió salir distinguido en el examen: estos resultados ponían en evidencia la fuerza de los profesores y el celo de los que lo habían examinado.
Todos aquellos estudios que se prestaban a juegos de palabras y de cuya discusión jamás se sacaba nada claro ni provechoso, eran de su especial predilección.
No sabía nada, y se creía un sabio.
Tenía una opinión tan exagerada de su talento, que se irritaba hasta la demencia cuando le contradecían alguna de las ideas que vertía.
Insultaba a su contrario, y más de una vez la discusión terminó en las vías de hecho.
Los prematuros elogios de Dorotea, el falso sentido que le habían inculcado respecto a sus destinos, obraban de consuno para malear su juicio.
Cuánta vez no había sentido afluir presurosa la sangre al corazón oyendo vocear, con voz gangosa, a su maestro para la época de los exámenes en la sucia escuela del barrio: «Vosotros, jóvenes educandos, estáis llamados a regir los destinos de la Patria… »
Todo ese brillo falso de las democracias lo había ofuscado desde muy niño.
Algo parecido había oído leer en los diarios y conocía con las exageraciones de los biógrafos, la historia de los hombres que de humilde cuna se habían luego elevado a los primeros puestos de la sociedad.
Pagado de sí mismo, colérico con aquellos que lo censuraban algo, implacable para los defectos ajenos, su ensimismamiento y propia adoración arrojaban tupida venda sobre sus ojos, impidiéndolo conocer su pequeñez o ignorancia.
Por lo demás, tenía excelentes condiciones: valiente y generoso, su pecho se inflamaba de indignación al conocer la más leve injusticia.
Su desinterés por el dinero no tenía limites. Ignoraba aún lo que costaba ganarlo y no había sentido todavía ninguna verdadera necesidad. Por esto, no imaginaba que el dinero tuviese otro objeto que derrocharlo en francachelas y placeres.
Envuelto por nubes rosadas de ilusión y lleno de fantásticas esperanzas para el porvenir, traspuso José con planta segura, los dinteles encantados de la primera juventud, que para él no fue más que la continuación de una adolescencia maliciosa.
Era hombre por la talla y por algunas ideas, pero los que están familiarizados con el análisis y constatan en sus observaciones de todos los momentos que hay abismos en cada detalle, sólo podrían tenerle en tal carácter cómo se reputan plantas esas creaciones artificiales de invernáculo que se elevan a gran altura creciendo viciosamente, pero que sacándolas del calorífero, no tienen eficacia propia para la lucha y languidecen y mueren al primer embate crudo de la atmósfera.
Estas fuerzas negativas que fermentaban la volubilidad de su carácter futuro, cobraron un nuevo vigor al sentir su naturaleza esa transición fisiológica de la edad en que la inocente crisálida del niño se desgarra por completo para dar al hombre esas alas de Ícaro que se derriten al fuego que encienden los deseos y que nada alcanza a colmar en su ansiedad tiránica o inextinguible: cuando no sucede que se ignora lo que se anhela, quedando siempre ansiosos e irritados los nervios, debido a que una falsa educación divorcia al cerebro de las tendencias naturales de la vida, produciendo en la economía el más deplorable desequilibrio.
Entonces sus estudios incompletos reflejaron en su imaginación los más disparatados sistemas.
De esta manera se presentaba a la sociedad, reclamando un puesto, sin ningún bagaje de conocimientos sólidos, pensando en idilios, sin experiencia y desprovisto por completo de antecedentes respecto de la vida real moderna en que iba a militar.
Pero los sensibles huecos que traían el desequilibrio a su cerebro haciéndole formar un concepto falso de los hombres y de las cosas, él los llenaba con esperanzas y quiméricos ensueños.
Como la generalidad de nuestra juventud, como la mayoría casi absoluta de toda ella, se lanzaba a la lucha de la vida confiado sólo en su buena estrella y esperándolo todo de la suerte y la casualidad.
No reclamado por ninguna necesidad apremiante, siguió aún por algún tiempo esta vida artificial en que la imaginación hace sonámbulos de los hombres y llena de desgracias a personas que no tienen motivo de estar pesarosas.
Soñando amores imposibles y vagando su espíritu por las nubes, no nacía en su mente un propósito deliberado al cual pudiera hacer concurrir los esfuerzos de su actividad.
Todas sus esperanzas eran sueños. Esperaba algo sin poder determinar lo que fuera. Pensaba que había de acontecer en su vida algún suceso imprevisto que cambiase en un instante su situación.
Pero los días se sucedían unos a los otros, iguales y monótonos, y el famoso suceso no venía.
Cayó entonces el pobre joven en una negra melancolía.
Culpó al mundo de sus desdichas.
Sin embargo, en medio de sus tristezas, como un tibio rayo de consuelo venía a mitigar un tanto su pena la idea de que todos los grandes hombres habían sufrido en vida la indiferencia de sus semejantes.
Como los extremos se dan la mano, si la vanidad punza horriblemente, también suele traer sus compensaciones por ridículas que sean.
El amor ocupaba a todas horas su pensamiento, pero un amor pueril y de pura fantasía, fiel reflejo de la falsa noción que respecto a esta tiránica pasión habíanle inculcado ciertos novelones en consorcio con los ardores que empezaban a despertarse en su carne ardiente y juvenil.
Se enamoraba de cualquier joven que veía.
Entonces hacía una novela: soñaba una cita, una escala y luego una entrevista a lo Romeo y Julieta en la que sellaban su pasión con un juramento de amor eterno.
Contaba ya dieciséis años y no se había atrevido a decir nada, hasta entonces, a ninguna mujer.
Se contentaba solamente con mirarlas abriendo mucho los ojos, y desde lejos.
También es cierto que carecía de relaciones: Dorotea no lo había presentado a ninguna familia.
Con el trato de las mujeres, los jóvenes adquieren maneras y una noble confianza que alcanza a cambiarles el carácter y a evitarles muchos dolores y malos pasos.
Se refugió en sí mismo buscando siempre la soledad.
La madre comprendió que algún pesar afligía a su hijo.
Lo interrogó, pero este no pudo satisfacer sus preguntas.
Era esto imposible: él mismo ignoraba lo que tenía.
Como siguiera el tedio de José y cada día iba enflaqueciendo más, Dorotea entró en verdadero cuidado; pidió consejo a varias personas y consultó el caso con el mismo Dagiore, al cual, hablaba de tarde en tarde.
El esposo de Dorotea había cambiado por completo en los últimos años.
Bebía mucho, y estaba medio idiota.
Ya no tenía la Fonda y del antiguo fondero no quedaba más que su sórdida avaricia y sus reniegos de cada día; pero para con su familia era un manso corderillo: ahora Dorotea y sus dos hijas lo dominaban por completo, y no con mimos, sino tratándole como a un perro.
Dagiore dijo brutalmente que era muy natural que estuviese así y que se aburriera de todo si no trabajaba en nada; que lo que necesitaba eran unos palos.
Tenía verdadero encono para su hijo. Este se le había separado desde muy niño y siempre había demostrado más predilección por la madre.
Después, cuando fue creciendo y Dorotea lo vestía con bellos trajes se avergonzaba de su padre y lloraba si este quería llevarlo a pasear.
Este abismo que habían abierto los suyos para con él era una humillación que lo postraba, se sentía sin valor para reaccionar y entonces bebía odiando en silencio a toda la familia.
Ya todo sentía que se acababa para él: su ilusión de poder realizar algún día el proyecto de comprar un hotel, se había desvanecido casi por completo.
Trabajaba ahora maquinalmente y sin verdadero estímulo.
Su hijo, a quien le hubiera dejado con tanto gusto la sucesión del negocio, era un cajetilla que venia a corregirle palabras y a darle lecciones de cosas estúpidas y que él no entendía.
Por esto casi no iba a su hogar: se sentía mal allí porque encontraba todo diferente de su modo de ser.
¡Y todavía si lo dejaran tranquilo!
Pero de todas maneras lo fastidiaban y todo concluía por un amago a la bolsa, a esos billetes que tanto amaba y que sólo dejaba confiadamente en poder del Banco de la Provincia.
Todos aprobaron esta vez la idea dada por Dagiore de hacer trabajar a José.
Dorotea interesó a sus relaciones en los trabajos preliminares para buscarle empleo y cuando creía que ya sus esfuerzos eran vanos, supo por una amiga que en una casa introductora de artículos de tienda precisaban un dependiente.
La amiga conocía a uno de los socios y prometió hablar en favor de José.
El comerciante quiso ver al candidato y Dorotea que tenía aún algún ascendiente sobre su hijo, le hizo una infinidad de reflexiones, diciéndole que ya era un hombre y debía ganarse el pan con su trabajo y que tal vez allí encontraría un honroso porvenir.
José comprendía muy bien esto, pero al aplicárselo a él sintió un escalofrío en todo su cuerpo.
Le costaba trabajo convencerse que era una vulgar medianía como la generalidad de los muchachos con que se codeaba diariamente en la calle.
Quién le hubiera dicho que cada uno de esos jóvenes camaradas a los que despreciaba y tenía en la opinión de cretinos o poco menos pensaban de sí mismos de manera extremadamente ventajosa, no cayendo en cuenta, siquiera, que José tuviese cerebro, tal era la indiferencia con que apreciaban las cosas que eran ajenas a sus personalidades respectivas.
Fue una transición violenta para el pobre muchacho.
Sintió que su orgullo se desgarraba en dolorosos jirones.
Precisamente proyectaba en esos días una excursión a la estancia de un compañero de estudios y había preparado para el objeto un buen contingente de novelas y libros de poesías.
¡Ir a soterrarse entre paredes de géneros cuando se prometía unos días deliciosos leyendo a Espronceda a la sombra apacible de los árboles y en el silencio imponente de la Pampa… !
La vida real con sus deberes prácticos se le hizo horrible.
Sin embargo, callado y como una víctima que llevan al sacrificio, acompañado de Dorotea, fue a hablar con uno de los propietarios del Registro.
Hombre práctico, pagado de detalles y que en todo miraba por sus intereses, empezó a hacer a José un interrogatorio humillante.
Más de una vez el joven estuvo a punto de contestar una insolencia, pero se contuvo, pensando que en su casa quedaría en una situación violenta y que sus padres y relaciones ratificarían la opinión de que no servía para nada.
El comerciante le puso unas cuentas y José tardó mucho en sacarlas. O nunca la había sabido o tenía olvidada la tabla de multiplicar.
Jamás se sintió más humillado que entonces.
Estaba abrumado. Parecía que una montaña iba a desplomarse sobre su cabeza.
Su madre arregló las cosas por él.
Convino las horas y el sueldo.
Ganaría cuatrocientos pesos al mes y tendría que ir a las diez para salir a las cinco.
Dorotea aún le consiguió una ventaja.
Dijo que José estudiaba y que no bien pasara el tiempo de las vacaciones necesitaría una hora para salir a dar una lección.
El comerciante convino en hacer esta concesión y todo quedó arreglado para que José empezase a concurrir a su empleo desde el siguiente día.
El muchacho estaba aturdido y un encono sordo hacía hervir su sangre.
No podía comprender cómo su familia permitía que sufriese tanto —cinco horas cada día— por una compensación tan mísera al mes.
Sin embargo, cuando recibió la primera vez los cuatrocientos pesos, sintió una alegría loca. Dorotea, a quien le había parecido que esa cantidad era del todo suficiente para las necesidades del joven, pero pequeña para que la ayudase en los gastos de la casa, no le exigió absolutamente nada, contentándose con decirle:
—En adelante no te daré un real: aquí en casa tendrás todo lo que necesites, pero con tu sueldo te vestirás y atenderás a tus estudios.
El mismo día que cobraba gastaba entero su sueldo.
Ese día era de fiebre para él: todo lo inútil que veía en los escaparates deseaba comprarlo.
Se arregló con un sastre conviniendo en darle una mensualidad de 150 pesos para que lo vistiera, y pocos meses después era uno de tantos jóvenes a la dernier, cortados por idéntico patrón y que al verlos pasear por la calle de Florida parece que pertenecen todos a la misma familia, por ese aire de uniformidad que comunica el uso de iguales modas. Su saquito cuerpeado, su sombrero de anchas alas, la boquilla de ámbar, y más que todo, su charla, su mirada audaz y la manera automática y pedante de saludar, demostraban ampliamente que se había asimilado los usos de la juventud casquivana de su tiempo.
Una cosa le faltaba y era un reloj. Había empezado a suspirar por él, hasta que cobrando creces esta aspiración se trocó bien pronto en una necesidad imperiosa. Era punto de honor. A ninguno de sus compañeros le faltaba, y siempre que les veía sacarlo para mirar la hora, se sentía humillado y una ráfaga candente inundaba su rostro.
A la salida del registro pasaba por una infinidad de relojerías. Examinaba los relojes y se informaba de los precios. Había visto en lo de Fabre un remontoir de oro que costaba 2.800 pesos.
Se decía a solas, en el despecho de su falta de recursos, que sería bien feliz si pudiera comprarlo, y entonces su pensamiento ascendía todas las esferas de la vanidad. Pensaba la sorpresa con que lo mirarían sus amigos y la satisfacción con que examinaría la hora.
Su cerebro estaba habituado ya al encadenamiento de estas ideas locas que partían de un hecho imposible.
Era su refugio y su consuelo, en medio de las irritaciones que le procuraba su posición precaria y monótona.
No pudiendo hacer otra cosa se decidió por un reloj algo viejo pero de plata dorada, que había exhumado entre un grupo de joyas de ocasión que ostentaba un escaparate en la calle de las Artes.
Al recibir su paga ese mes, olvidó al sastre y otros compromisos y cerró trato por el reloj en trescientos cincuenta pesos. Compró una cadena de cobre, muy relumbrosa y llena de colgajos, pensando que otro mes podría reemplazarlos con un relicario fino.
Debió el reloj tener un resorte bastante bueno para no descomponerse hasta llegar él a su casa, pues en tan corto trayecto lo había abierto un número infinito de veces.
Les mostró a Dorotea, a sus hermanitas y a Clara, la esfera, la máquina y la cadena: cuando una de estas le dijo que parecía la prenda muy vieja, le acometió un acceso de indignación.
Estaba a tal punto encantado de la pieza, que creía imposible la existencia de otra tan bella.
Risibles misterios de la propiedad que ciegan el juicio con la posesión de las cosas.
Era de ver cómo lo defendía José de los defectos que le atribuían, doblemente singular en él que no encontraba cosa de buen gusto en los objetos de pertenencia ajena.
Sus gastos fueron aumentando con las necesidades que surgían naturalmente de su nueva vida, y el sueldo no le alcanzaba para nada, según su propia expresión.
Se había relacionado con muchos jóvenes de su edad, unido a los cuales, frecuentaba por la noche los Cafés y echaba su partida de billar.
Una noche, uno opinó que fueran a ver la Compañía de opereta francesa.
Todos aceptaron, y José fue a pedir licencia a Dorotea, la cual se la concedió dándole por esa noche la llave de la puerta de calle.
Los más íntimos de José eran Andrés, el muchacho de la Botica, que estaba ya muy crecido y seguía estudios de farmacia, Guillermo, hijo de uno de sus patrones del Registro, y Juan Diego, insigne cachafaz de muy buena familia, estudiante de segundo año de medicina y que entendía más de parrandas que de fisiología.
El grupo de los cuatro se dirigió al teatro.
Esa noche subía a la escena Le petit Faust.
Cuando entraron nuestros jóvenes, la función había empezado.
El coliseo estaba repleto de gente, y en uno que otro palco, se exhibían, muy cargadas de joyas, algunas cortesanas a la moda.
Aquella composición ambigua de público, los libres ademanes de los artistas, y la atmósfera demasiado pesada, turbaron grandemente a José.
Juan Diego los dejó un momento y se dirigió al extremo opuesto de la platea. Allí tocó en el hombro a un joven, que parecía una damita por su compostura y poca edad.
—Victor —dijo el estudiante.
—Ah ¿eres tú?
—Sí, he venido con algunos amigos: ¿vamos para allá?
—No puedo; apenas se concluya este acto voy a irme.
—¿Por qué?
—Está el viejo con unos diputados en un palco cerrado de aquí arriba: si voy al otro lado me vería.
—Quédate: sería más que casualidad que te viera.
—No; después no habías de recibir tú la raspa.
Hablaron un rato más, y al concluir el acto, Víctor se fue y Juan Diego volvió al lado de sus compañeros.
José estaba absorto: no veía ni podía pensar que las mujeres de la escena eran vulgares hermosuras bien recargadas de afeites, porque estaba demasiado sobrexcitado y sentía ya en su sistema nervioso el efecto de la impresión que le habían producido con las lascivas miradas que enviaban a la platea y la desvergonzada mímica de sus movimientos.
Después vino el cancán, y todos los espectadores batieron frenéticos las manos; muchos golpeaban con los pies, con los bastones… aquello ya era indigno.
José, haciendo coro a los demás, gritaba con desaforada voz:
—¡Bis, bis!
Y las piernas de aquellas mujeres en unión con los saltos de los gandules volvieron a excitar a la concurrencia.
José a cada momento pedía a Juan Diego, le repitiera los cantos que escuchaba, porque deseaba aprenderlos de memoria.
Así, aquel espectáculo de lubricidad desenvolvió en él un erotismo torpemente provocado, desarrollando precozmente sus pasiones amatorias.
No era José una excepción: toda la juventud allí congregada estaba encaprichada con alguna de las actrices o coristas.
Cuando terminó la función nuestros jóvenes, con algunos otros, quedaron aún en el teatro.
La mayor parte de las luces fueron apagadas por un comparsa, y la sala, tan bulliciosa momentos antes, quedó tranquila y solitaria:
Al poco rato el pequeño mundo de entretelones empezó a desfilar por delante de los jóvenes.
Las cancaneras, ahora muy tapadas, salían ya acompañadas o tomaban en la puerta el brazo de su amante respectivo.
Al pasar la soi—disant prima dona, José no pudo contenerse, y recordando el trío de Vaterland, dijo:
—¡Trou la ou! ¡la ou trou la ou la ou!
Ella sonrió y los otros jóvenes festejaron la ocurrencia.
A su vez, José con sus compañeros, emprendieron la retirada.
Esa noche el joven soñó con el cancán y las piernas de las bailarinas, que sobre sus párpados las sentía danzar, simulando las tenues gasas de sus polleritas, en los giros veloces, la agitada espuma de un salto de agua. Las veía con sus ademanes, pararse en la punta de los pies, correr luego fugitivas y hacer remolinos, para volver sonrientes a extender voluptuosamente los brazos hacia el público, enviándole besos, que se escurrían por entre las yemas sonrosadas de sus dedos.
También Margarita iba a visitarle en su agitado sueño. La oía cantar:
«Fleur — decandeur — je suis — la petite — Marguerie; — mon coeur — ne sait rien — ni le mal — ni le bien».
Luego desfilaban Valentín y los coros:
¡En avant ran—tan—plan
Le joyeux régiment!
Después volvía la danza, al compás de una música bastarda, y las macizas piernas de las cancaneras iluminadas macilentamente, a intervalos, por las luces de Bengala.
Venía nuevamente Margarita y le decía:
Voyez—vous là,Là, c'est tout noir,
Et puis ici…
là, c'est tout bleu.
Y José volvía a ver ese brazo, ese seno y esa pierna. Extendió las manos y despertó enardecido, abrazando la almohada inerte de su lecho.
Desde esta noche leyó muchos libros, pero ninguno de ellos era texto de sus estudios.
Al siguiente día fue al Registro cabizbajo, bajo la impresión de todas estas emociones y con unas ojeras que hasta entonces no había tenido.
Capítulo 7
Hemos avanzado algunos años siguiendo en su desarrollo la vida de José. Para la mejor comprensión de ciertos hechos posteriores tenemos ahora que retroceder al momento en que empezó a alborear la pasión de Dorotea por el Mayor Paz. Era este, como queda dicho en capítulos anteriores, un hombre audaz, y más que todo, un vividor insigne.
Antes de entregarse Dorotea, que sentía extraños temores y remordimientos, estaba llena de escrúpulos y había impuesto un sin número de condiciones con las cuales se aturdía y trataba de engañarse ella misma.
El Mayor hacía todas las concesiones que se le pedían, pero remitiendo su cumplimiento al porvenir pretextando siempre alguna disculpa hábilmente forjada.
Tenía la seguridad que la tierna paloma había de caer en sus redes, pero antes de comprometerse con las exigencias de Dorotea no habría titubeado en abandonar de todo punto los trabajos tan felizmente iniciados, aunque se fuera con la irritación de un deseo no satisfecho.
No había duda que estaba vivamente excitado por la hermosura de Dorotea.
Pero sus intereses pesaban en él mucho más que las incitaciones de la carne.
Pertenecía a esa clase de hombres que habiendo toda su vida gozado sólo en brazos de mujeres vulgares se hallaba ya hastiado de compromisos, de las deudas contraídas con este motivo y de las desazones que traen de suyo la intimidad y la confianza.
Había observado que siempre que iniciaba un amorío, su amante se mostraba en las primeras entrevistas sumisa, humilde, pudorosa y apasionada sin recurrir a extremos fastidiosos.
Después, cuando habían hecho vida común, cambiaba como por encanto, estaba él preso, y constantemente amenazado con una música de llanto si regresaba un poco tarde.
Todas estas escenas, que tanto consiguieron irritarlo antes, lo habían vuelto cauto, llenándolo de una prudencia cínica y prematura.
En una de las primeras entrevistas, y en momentos que el Mayor gemía en tiernos arrullos, ella contuvo vivamente un avance audaz de aquel.
—Bueno —dijo él fingiéndose incomodado—, me irritas con tus caricias, me vuelves loco cuando me concedes un beso y de pronto huyes de mis brazos: está bien, ya veo que no me quieres: me voy, pero aunque sufra todos los tormentos del infierno no volveré a verte…
E hizo ademán de retirarse.
Jadeante y atemorizada, se abalanzó con los brazos abiertos, conteniendo la partida del Mayor.
El taimado esperaba este desenlace.
—¡Ah! no te irás —exclamó, asomándole una lágrima—: soy tuya, tuya, ¿entiendes? Haz de mí lo que quieras.
Entonces él quiso comprometerla en una cita para esa misma noche.
—No, por favor, no me propongas eso: dime: ¿me amas?
—Me ofendes, mi alma, con esa pregunta: ¿dudas de mí?
—¡Dios me libre! pero te preguntaba, para decirte, que ya que tanto me amas, nos vamos lejos, juntos, solitos.
—Tú sabes que dependo de mis jefes y no puedo alejarme sin que me lo ordenen.
—Aquí en la ciudad, si no hay otro medio: ¡buscaremos un barrio distante y viviremos tan felices!
—Mi vida, es hacer escándalo sin necesidad; luego tus hijos.
—Los llevaríamos, qué cosa más natural.
El Mayor sintió un escalofrío.
Esta escena ya se había repetido varias veces y el experimentado militar no sabía ya de qué argumentos valerse para hacerle abandonar semejantes ideas.
No quería, ahora, comprometer al respecto una batalla decisiva porque no tenía completa seguridad en el éxito.
Así es que decidió halagar su deseo prometiéndose para más tarde, cuando las cosas le permitieran hablar con imperio, convencerla a buenas o malas, haciéndola razonable.
Ejercitado en estas veleidades de mujer caprichosa, había conseguido, merced a una experiencia propia, un tacto delicado, y sin quererlo llegó a practicar un principio vulgar, por desgracia demasiado generalizado y que en las esferas de la política sobre todo, acciona con una eficacia digna de la más pura máxima evangélica. Consistía esta táctica en no negar nada jamás y ofrecer siempre, prestando aquiescencia y hasta aplauso a toda idea o pedido.
Este sistema de halagar las pasiones ajenas es un medio que da excelentes resultados en los primeros tiempos, pero que después envuelve al que lo pone en práctica en una red de odios, dándole el prestigio de un profeta falso o impotente, porque si bien es fácil forjar un castillo de naipes es luego imposible impedir que lo derrumbe el primer embate del viento: parecido proceder observan los comerciantes cuyos negocios andan mal: renuevan sus pagarés sin amortizar un centavo hasta que llega un momento en que los intereses ultrapasan el mismo capital, quedando entonces de manifiesto su insolvencia. ¿No es una promesa, acaso, en cierto modo, lo mismo que una letra a tal o cual plazo? No cumplirla, es robar al que se ha hecho, tiempo, confianza y ese aliento con que fortifica la esperanza.
Estas tristes teorías las aplicaba el Mayor Paz para satisfacer todas sus necesidades.
Así es que le era fácil contraer deudas y engañar a las mujeres.
Viendo que no había otro camino para triunfar, contestó a Dorotea:
—Bien, mi vida, no me opongo: quiero que seas tú la que mandes.
—Viviremos juntos, ¿no es verdad?
—¿Y no tienes miedo?
—¿De qué? —preguntó la culpable tratando de ocultar una emoción que a despecho suyo empezaba a dominarla.
—Vaya, de tu marido.
—Por tan bien que se porta conmigo.
Sin embargo, tal vez habría algún medio para hacerlo entrar en razón.
—¡Ah! no lo conoces.
—En fin; sea como tú quieras, pero te prevengo que no será posible hoy ni mañana: tengo que buscar casa y arreglarla.
—Aunque sea una semana, esperaré con gusto.
—Entre tanto, ya que estás decidida, ¿qué te costaría venir esta noche adonde te he dicho?
—No… después: ¿para qué quieres hacerme dar este paso cuando sabes que te pertenezco y que dentro de poco seremos ya para siempre uno del otro?
El Mayor no podía comprender cómo Dorotea rechazaba la idea de la cita, que podía quedar envuelta en el misterio, y se decidía tan francamente por una huida, que se haría pública a los pocos momentos de abandonar su hogar.
Se desesperaba al ver que se le escapaba la presa.
Si no conseguía la cita, perdía la batalla.
Insistió como pudo, siempre sobre aviso para no ser sospechoso ante Dorotea, que podía apercibirse del gran interés que tenía en hacerla salir esa noche.
No consiguiendo ningún resultado habló de otra cosa.
Ella, en su fiebre, volvía a hablarle de la felicidad que les esperaba cuando viviesen juntos.
El Mayor, con un pensamiento preconcebido, se retiró, despidiéndose hasta dos días después como habían convenido.
Sin temer nada inmediato, Dorotea, ahogando su pasión, fue la que propuso la idea de no verse al siguiente día, porque su conciencia intranquila empezaba a ver visiones.
Estaba lo más nerviosa. El menor ruido la espantaba. Hacía esfuerzos por alejar de sí el recuerdo de Dagiore, de sus padres y de los vecinos. ¿Qué dirían de ella? ¡Ah! se convencía de que no tendría fuerza para verlos más en la vida.
Había momentos en que se arrepentía del paso que iba a dar. Se enternecía y hasta pensaba que Dagiore nunca había sido malo. Entonces se paseaba desesperada por la solitaria habitación.
Era una ráfaga de buen sentido que soplaba sin fuerza en su cerebro débil y enfermizo.
Luego venía la reacción, fuerte, avasalladora, irresistible, y se enojaba de su cobardía anterior.
Su memoria evocaba hasta el recuerdo de los más mínimos detalles para condenar a Dagiore.
Sus humillaciones de seis años, su vida estúpida deslizada entre cuatro paredes húmedas y feas, mientras que otras paseaban, vestían lujosos trajes y gozaban de la vida al lado de hombres elegantes y educados.
Entonces su furor crecía y tenía ganas de golpearse por haber titubeado.
Era el huracán de la calle, que barría hacia su hogar, en grandes bocanadas, los microbios que envenenan la salud moral, trayéndole el contagio de infinitas miserias y falsedades, al desbordar de esas almas tristes, que el orgullo disfraza con un rostro alegre, murmullos de vergonzante vanidad que se ostenta o espectáculo de blancas hilas que ocultan la excrecencia de la llaga.
En su situación presente no veía ni pesaba más que los inconvenientes, y en el delirio de su imaginación, sólo inventaba ventajas para la vida ilícita que proyectaba.
No habría habido en el mundo razón convincente para detenerla.
Obraba a impulso de los secretos resortes que ponían en acción el temperamento físico—moral que había desenvuelto en ella una vida sedentaria y ociosa, irritada a cada instante, por el espectáculo del lujo ajeno y la sed de bulla y aventuras que despertaban en su corazón las lecturas a que se entregaba.
Tenía inflamada la imaginación, por decirlo de esta manera, y en su delirio, en su típica alucinación, se reflejaban los disparates que forjaba, como si tuviesen formas plásticas, y todo ese mundo de quimeras se enredaba con los hechos familiares de cada día desquiciando sus ideas y su juicio.
Siempre había creído que el destino le depararía una vida de estrépito y la llevaría a jugar un papel principal en ruidosas aventuras.
Era su deseo, que al sentirse impotente, se refugiaba en esperanzas fantasmagóricas.
Ansiaba tanto un hecho cualquiera que diese animación a su vida y la lanzara al movimiento para librarse del tedio que la abrumaba, que cuando empezó a interesarse por el Mayor creyó que el momento que esperaba había al fin llegado.
Tenía una verdadera superstición al respecto y creía en su fatalismo inconsciente que estaba escrito su encuentro en el mundo con el Mayor.
Por esto es que lo hallaba tan hermoso.
Le sucedía lo mismo que al que tiene mucha sed, que una agua turbia le parece deliciosa.
También el modo como se habían producido las cosas contribuía a aturdirla.
La noche en que oyendo gritos el Mayor en casa de Dagiore penetró en ella tan resueltamente no había hecho más que ceder a los impulsos de su carácter impetuoso.
Contaba en su vida muchos casos parecidos.
Un mes antes los diarios le habían elogiado por la conducta que observó en un incendio salvando con riesgo de su existencia la vida de una anciana.
Pero Dorotea apreciaba el suceso de distinta manera, deformándolo al juzgarlo bajo el criterio enfermizo de sus preocupaciones.
Era su sueño que empezaba a realizarse; el turno que le llegaba para entrar activamente en esa existencia dramática en que hasta entonces había vivido tan sólo con el pensamiento.
En esas fiebres de envidia, en que no sabía por qué le faltaba alguna chuchería a su traje, las novelas traían el consuelo a su corazón agitado y adormecían sus impaciencias dilatando el dorado prisma de su ilusión en infinitos eslabones de esperanza.
Si la sirvienta la pedía algo que necesitaba o sucedía algo que viniese a interrumpirla en el éxtasis de la lectura, se irritaba y prorrumpía en gritos desabridos.
En estas ocasiones era injusta a lo sumo: retaba sin razón a la sirvienta y aplicaba dolorosos pellizcos a sus hijos por vía de correctivo.
La sirvienta replicaba y los chicos formaban una algarabía infernal con sus llantos lastimeros.
Entonces se creía bien desgraciada: no podía descender sin dolor de las esferas fantásticas que pintaban sus libros a las necesidades prácticas de su hogar, y en vez de tratar de poner orden en los negocios de la casa, se refugiaba despechada en el silencio de la sala.
No tenía ojos para los suyos, los cuales, viendo que no se les vigilaba, tomaban la calle; adonde salían a engrosar otras pandillas y a hacer travesuras.
La ansia loca que la devoraba por competir en lujo con sus vecinas hacía que abandonase el cuidado de sus hijos, que andaban sucios y con los vestidos rotos.
Cuánto odio sentía nacer a ratos en su pecho al encontrarse encerrada en su casa. Ella que deseaba aventuras y vastos horizontes. Se sentía eternamente humillada y su despecho degeneraba en rabia al comparar su vida monótona con la existencia tumultuosa de esas mujeres predilectas de la belleza y la fortuna que todos conocían y que en su tránsito por la calle iban dejando el perfume de sus ropas y despertando la admiración de los hombres.
Para ellas se habían hecho las lisonjas, los encajes, las sedas, el terciopelo, los carruajes y hasta las crónicas de los diarios que perpetuaban los triunfos conseguidos en la exposición de los paseos públicos, en los teatros y los bailes.
Al pensar en todo esto le latía con fuerza el corazón y se le enardecía el rostro, coloreándose sus mejillas con el más vivo matiz de la amapola.
Luego entraba Dagiore. El carácter maleado de Dorotea, no tardaba en hacerlo salir de quicio al infeliz.
Y siempre lo mismo, siempre creyéndose desgraciada y víctima de un destino implacable.
¡Ah! ¡Si ella hubiera sabido que muchas infelices vecinas la envidiaban, cansadas de su lucha de trabajo diario, al verla en medio de las comodidades y sin que turbara su sueño ese doloroso fantasma de los pobres, que en la hambre no saciada de hoy recuerda el pan que mitigará la necesidad del siguiente día!
Así fue que cuando ella se dio cuenta perfecta de la actitud asumida por Dagiore y de la oportuna presencia del Mayor, que la libró de un peligro cuyo grave desenlace era difícil prever, creyó que era llegada su hora y que al fin el destino se apiadaba de sus desgracias.
Se imaginaba que entraba a accionar recién en la verdadera ruta de la existencia, porque no podía resolverse a llamar vida a los años trascurridos, confinada en un medio siempre monótono o igual, sin emociones agradables ni delirantes alegrías como deseaba en su implacable sed de mundanas satisfacciones.
El Mayor, como hemos dicho, encontró el terreno perfectamente preparado.
Ella había leído en las novelas, que después de mucha trama y sufrimientos, se alcanzaba al fin la felicidad.
Estaba segura de esto y lo creía como un artículo de fe.
Se mareaba por completo, se confundía y creía con cándida sinceridad que ella misma era una de las heroínas de las novelas que había leído.
El Mayor, empezando por arriesgar su vida para salvarla, había concluido por enamorarse perdidamente de ella. De esta base partía su fantasía, seguía con la fuga, hasta perderse luego en idilios, desafíos y nuevas huidas en carruaje o en brioso corcel, a la grupa de su amante, salvando precipicios a la luz momentánea del relámpago.
Arrullada por estos fantásticos ensueños, se había quedado como en éxtasis, sentada en una butaca de la sala, cuando un golpe dado en el llamador de la puerta de calle la hizo saltar sobresaltada.
Estaba nerviosa y asustada. Se encontraba tan mal que no veía el momento de la partida. Parecía un criminal que espera en su sobresalto de cada instante que aparezca un gendarme a prenderlo.
No creía que fuera cosa que le importara mucho el golpe que había oído, pero no se atrevió a abrir la puerta de la sala, y como recatándose, corrió hacia las piezas interiores.
En ese momento Clara venía con una carta.
—Para usted, señora —dijo.
—¿Quién la ha traído? —preguntó Dorotea tomándola.
—Un muchacho.
—¿Está ahí?
—No, señora, se fue.
Dorotea abrió la carta y vio que era del Mayor.
Un ligero temblor recorrió su cuerpo, volvió a mirar el papel y no comprendió nada; se le turbaba la vista y el juicio.
Fue entonces a la sala y se encerró.
El experimentado Mayor, viendo que no podía hacerla su amante sin llevarla consigo, lo que de ninguna manera estaba dispuesto a hacer, se había decidido a jugar el todo por el todo.
Le pintaba su amor con colores de brocha gorda, insistiendo hasta el cansancio que estaba dispuesto a vivir con ella, pero que había tenido la desgracia al volver a su casa de encontrar una nota del Ministerio en que se le llamaba a recibir órdenes al día siguiente, y que por una conversación que había tenido con un compañero de armas presumía que lo iban a mandar en comisión a Martín García.
Terminaba diciendo, que si partía no podría precisar el momento del regreso y que su amor era tan grande que hasta estaba decidido a mandar su baja, y que para hablar de todo esto, la esperaba a las ocho de la noche en la esquina de Rivadavia y Cerrito, que él no iba por temor de encontrarla con visitas.
La carta estaba escrita con viveza y preveía todos los casos. Tampoco había olvidado de alentarla inspirándola ánimo y diciendo que no existía sacrificio que no debiera hacerse por el amor.
Lo único censurable que tenía la misiva eran unos nutridos errores de ortografía, pero Dorotea, que era poco fuerte en la materia, no estaba en condiciones de notarlos.
Todo lo que la carta decía lo creyó desde el principio al fin.
Ella hubiera querido que la entrevista tuviese lugar en su propia casa, pero ignoraba el domicilio del Mayor para avisarle, y este había sido tan listo, que lo primero que recomendó al mensajero fue que dejase la carta y se retirara en el acto.
Dorotea no desconfiaba del Mayor, pero la sobrecogían a ratos extraños recelos.
Aunque era aún muy temprano empezó a arreglarse.
Quería aturdirse y no pensar sino en estar hermosa.
Sin embargo, estaba muy preocupada y el desasosiego de su persona que iba de un lado a otro sin objeto determinado, demostraba bien claramente su intranquilidad.
Una infinidad de noches había salido sola sin dejar dicho una palabra y ahora torturaba su cerebro buscando sin necesidad un pretexto.
De pronto pensaba que podía decir que iba a la de alguna amiga, pero luego se le ocurría que esta por una desgraciada coincidencia podría esa noche visitarla.
En su atolondramiento había dicho a Clara impensadamente y sin que se lo preguntara, que iba a ir a lo del dueño de la casa para pedirle hiciera en ella algunas composturas y la blanqueara.
Media hora después, atenaceada por la misma idea y olvidándose de la casa, del dueño y del blanqueo, dijo que iba a ir a una novena que se estaba rezando en San Miguel.
—Lléveme, señora, ¿quiere? —le pidió Clara.
—No —replicó Dorotea asustada—, tengo después que ir a algunas tiendas, y además tú te quedarás para cuidar a los niños.
Muy compuesta y perfumada salió de su casa poco antes de las ocho.
Caminaba ligero y miraba con recelo a los transeúntes; y cosa extraña, a todos creía encontrarles parecido con Dagiore. Si este por una casualidad hubiera pasado por su lado la habría petrificado… Una voz de hombre que oía la hacía retroceder intimidada. Sentía la garganta seca y las piernas se le doblaban temblorosas. Creía a ratos, que no le sería posible llegar. Para desconcertar a imaginarios perseguidores, porque en su obsesión suponía que todos sabían que el Mayor la esperaba en la esquina de Rivadavia, dobló por Cangallo hacia el centro y siguió por Artes hasta Piedad: al entrar en esta calle ya no sabía qué hacer, estaba frenética, loca; de pronto se le ocurrió volverse, después cayó en una gran atonía por la propia fuerza de su desesperación, y siguió su camino rezando un padrenuestro; al entrar en Cerrito, caminó aún más ligero, como esos enfermos que toman precipitadamente una droga amarga, parecía que ella también quería pasar de una vez el mal trago. Siguió, recatándose en la sombra y arrimándose de tal modo a la pared que parecía que deseaba incrustarse en ella; ya varias veces se había pegado en el hombro chocando en molduras salientes.
No bien entró en esta calle, el ojo de lince del Mayor la descubrió.
Tenía de qué vanagloriarse.
Su treta había dado resultados que no esperaba.
Corrió a su encuentro y la tomó del brazo.
Dorotea se sentía tan débil por la emoción, que estaba a punto de desvanecerse.
Entre tanto el Mayor murmuraba a su oído ternuras de amante agradecido. Dorotea no le escuchaba.
—Vamos, mi vida; aquí nos ven todos.
—¿Adónde? —dijo ella como resistiéndose.
—Aquí no más: ¿acaso no tienes confianza en mí?
Iba a contestar, pero la sobrecogió el pito de un vigilante que tocaba a diez varas de ellos la alerta periódica que les prescribe el reglamento policial.
Se le ocurrió que pedía auxilio para prenderlos, y sin decir una palabra, siguió al Mayor.
Este, que le daba el brazo, notó que el de Dorotea temblaba.
—Tranquilízate, mi alma —la dijo—: ¿qué puedes temer a mi lado?
Y abrasándola con su aliento, empezó a distraerla con un diluvio de palabras.
Así anduvieron hasta la boca—calle de la Plaza de Lorea, por donde doblaron, internándose en la vetusta recova que mira al Oeste.4
Hasta hace poco, existía allí un negocio de regular aspecto, que tenía encima de la puerta principal un letrero que decía en grandes letras pintadas: CAFÉ Y POSADA.
Al lado de la gran puerta que daba acceso al Café existía otra más pequeña que internaba a un pasadizo o zaguán continuado; luego se entraba a un pequeño patio, muy húmedo, donde caían las puertas de varias habitaciones.
El Mayor empujó la primera de esas puertas e hizo entrar a Dorotea.
Era una de tantas casas en que se alquilan estercoleros para que se revuelque la podredumbre que fatalmente guardan en su seno las grandes ciudades.
El vicio hipócrita, contenido en la calle por temor a la represión de la ley y a la opinión pública, acude allí a satisfacer sus innobles apetitos.
Los libertinos conocen estas pocilgas inmundas y saben el precio que se cobra en cada una de ellas.
Penetran con desenfado, pero prontamente, y luego llaman golpeando las manos. Entonces acude un hombre o una mujer, con más generalidad una de estas, tratan el cuarto, lo pagan adelantado, y ya después a la salida, nadie los incomoda ni ve.
El alquiler varía según el arreglo del cuarto. El primero comúnmente cuesta de treinta a cincuenta pesos, y los siguientes en escala descendente hasta diez pesos: los de esta última tasa apenas si tienen un catre de tijera, una mohosa palangana de lata encima de una deslustrada silla de palo; y sin embargo, son los que más ganancia dan: siempre se ven disputados por una clientela asidua de tahures de baja estofa, vagos de toda especie, cocheros y changadores que han conquistado alguna parda beata o porteros que van a refocilarse con la cocinera de alguna casa vecina. Es un vaivén continuo en que se repite siempre la misma escena con sólo el cambio de actores.
El Mayor, que era conocido en la casa, había estado una hora antes a tomar el primer cuarto para que no le molestaran al entrar, y más que todo, para que Dorotea no se apercibiese del sitio en que la hacía penetrar.
Una vez dentro de la habitación, el militar cerró la puerta.
La luz de una lámpara, encendida de antemano, iluminaba la escena con reflejos opacos.
Dorotea estaba consternada.
Paseó su vista absorta por el cuarto.
Vio la cama, una cama grande de fierro, y un estremecimiento de terror agitó todo su cuerpo.
Siguió, después, recorriendo con mirada vaga los demás objetos que allí había.
Tenía el lecho un cortinado de muselina floreada; al lado, la mesa de noche; en otro ángulo un lavatorio chico con sus respectivos utensilios; enfrente de este, una cómoda, con sus cajones vacíos; y en medio de la habitación, la mesa, en que estaba colocada la lámpara, de forma redonda y cubierta con una carpeta color café.
Un viejo confidente y cuatro sillas completaban el mueblaje de la habitación.
La pieza estaba recuadrada con pintura de cola y tenía cielo—raso de arpillera; el piso era de baldosa: se sentía allí frío y se aspiraba un olor malsano de humedad.
Una pequeña alfombrita estaba extendida entre los pies exteriores de la cama.
Concurrían a hacer más ridículo este conato de engañoso buen tono, con que se había pretendido alhajar la pieza, unos cuantos grabados, en marco negro, que pendían de las paredes: uno representaba a Garibaldi —esa pobre víctima del amor de sus connacionales, cuya memoria ofenden colocando su retrato en parajes inadecuados—, y los otros, diversos buques de la armada real italiana.
En otros cuartos, los mamarrachos guardaban más armonía con el objeto a que eran destinadas las habitaciones: cuadros de mujeres desnudas y de escenas crudas o simplemente ridículas, en general escogidas de la profusa edición francesa popularmente conocida bajo el título de Galerie pour rire.
El Mayor, en su efusión sensual, la tomó del talle, pero Dorotea se desprendió de sus brazos con inusitada energía.
—¡Ah! no, no: ¿dónde me ha traído? —exclamó toda consternada y olvidando que ese mismo día se había tuteado con el Mayor—: no puedo consentir esto, ábrame Vd. esa puerta o grito: ¡quiero irme!
El Mayor, aturdido con tal salida, no atinaba a darse cuenta de esta resistencia que no esperaba.
Quedó un momento indeciso, pero enseguida se repuso.
—Mi vida, dijo, estás en casa de un amigo mío que me ha facilitado esta pieza; si no es de tu agrado perdóname; me han sucedido hoy tantas cosas que me ha faltado el tiempo para buscar otra parte mejor; sin embargo, aquí estamos seguros y nadie sabrá que has estado conmigo, ¡te lo juro!
—¡Ah! pero yo quiero irme; no abuse Vd. de mi confianza, no sé cómo me encuentro aquí, yo no esperaba esto: quiero irme, —volvió a repetir, e hizo ademán de retirarse caminando hacia la puerta.
El Mayor la adelantó y se puso de espaldas contra la misma.
Así se encontraron uno enfrente de otro, trémulos y perplejos.
—Mi alma —continuó el Mayor tomándola del talle y comunicando a su voz una inflexión de sollozante ternura—; no eres razonable.
Hizo una corta pausa. Torturaba su cerebro para buscar un medio que hiciese ceder a Dorotea. Pensó en sacar su revólver y hacer la farsa de prometer que se mataría si ella persistía en retirarse.
Si pone en práctica esta idea es casi seguro que le hubiera dado los resultados que deseaba, pero la desechó pareciéndole demasiado exagerada.
Entonces dijo, cambiando de tono:
—Está bien: no pienso abusar de Vd., antes de todo soy un caballero y la amo a Vd. demasiado; si Vd. quiero irse, puede hacerlo; pero me queda el derecho de pensar que Vd. me ha engañado y que jamás me ha amado: mañana me iré muy lejos y Vd. no me verá más en la vida.
Hizo su papel de víctima tan bien que Dorotea se enterneció un poco.
Su temor también desapareció un tanto al oír al Mayor que tenía que partir al siguiente día: al menos así lo entendió ella.
En ese momento no pensaba en la fuga: todo su afán era salir del atolladero en que tan imprudentemente se había metido: estas escenas las había soñado Dorotea de muy distinto modo: vagando siempre su espíritu en regiones ideales creía que alguna vez palparía las visiones de un encanto y dulzura celestes que había tantas veces entrevisto, a través del prisma falso de la imaginación.
Y se encontraba en aquel cuarto horrible y frío: hubiera querido morir.
¿Dónde estaba esa atmósfera tibia y cargada de perfumes enervantes, en que desfallecen los enamorados uno en brazos del otro?
Una lámpara que con sus reflejos débiles daba un aspecto lúgubre a la habitación, por toda luz.
No había allí un rayo melancólico de luna que penetrara al través de una tupida madreselva y fuera a platear unos rostros pálidos de amor.
No se oían murmullos de arroyuelos ni bullicioso canto de avecillas.
Y él, estaba segura, no la amaba: sabía bien a qué iba y qué quería de ella.
En un mundo de pensamientos que le ocurrían en un segundo, pensaba cosas que la hacían mal.
¿El amor al manifestarse en el hombre era siempre brutal?
¿Entonces todos eran como Dagiore?
No pudo contenerse un momento más y rompió a llorar desconsoladamente.
—Mi cielo, cállate, no llores, mira que me partes el alma: ¿qué tienes? —la decía el militar fingiendo la mayor angustia.
Sin embargo, conservaba en esos momentos toda su sangre fría.
Estaba radiante y no quería demostrarlo. Pensaba, a impulso de su experiencia propia en casos análogos, que una mujer que sólo se defiende con sus lágrimas, está irremisiblemente perdida.
La condujo hacia el sofá y allí le prodigó infinidad de consuelos y caricias, y le hizo protestas y juramentos de amor eterno.
—¿Me amas? —le decía.
Apremiada ella, fue cediendo en su llanto y al fin contestó débilmente:
—Sí.
Desde este momento fue creciendo la audacia del Mayor.
En medio de un diálogo poco sostenido y que se hacía algo embarazoso, volviendo ella a sus sueños y como queriendo rectificar el desencanto que había sufrido, dijo con lánguida voz:
—¿No traes espada?
El Mayor interpretó mal esta pregunta: creyó que tenía miedo y para tranquilizarla sacó el revólver de su cintura y replicó:
—No, pero en cambio traigo este —y mostraba el arma.
Dorotea quedó intimidada: tenía ahora miedo del Mayor.
Era el mismo revólver con que había ensangrentado a Dagiore.
El militar se inclinó un poco y alargando la mano lo depositó sobre la mesa en que estaba la lámpara.
Dorotea, postrada por tantas emociones, quedó desde que vio el arma completamente dominada por el Mayor.
Este empezó a desabrocharle la bata, y Dorotea resistía tan débilmente, como un gato herido, que al ultimarlo sus perseguidores, todavía pretende defenderse alzando sus manecitas lacias y casi inertes.
Volvió a sollozar.
Entonces la audacia sin límites del Mayor dio su golpe definitivo.
Con un movimiento rápido la cargó trasportándola del confidente a la cama.
Ella cesó poco a poco de llorar, y sus mejillas, que ardían, consumieron las lágrimas que no había enjugado con el pañuelo.
Se sentía abochornada para contestar las palabras del militar, pero con todo, conversaron bastante.
Él prometió pedir su baja si al día siguiente lo ordenaban que partiese a alguna parte, pero ella no se entusiasmó: hubiera preferido que se fuese muy lejos, para no volver jamás.
Media hora después, estaba Dorotea delante del lavatorio componiéndose el pelo ante el espejo.
Se le hacía tarde y quería marchar enseguida.
Cuando estuvo pronta, el Mayor apagó la luz de la lámpara y abrió la puerta. Así en la oscuridad se dieron un prolongado beso y salieron. Un murmullo de voces que se oía en el pasadizo los hizo retroceder instintivamente.
Era la patrona, gorda y desvergonzada italiana, que impedía la entrada a un compradito, porque tanto él como su compañera venían algo malos de la cabeza. La práctica de la casa en estos casos era no permitir que entraran, a objeto de evitar escándalos y enredos con la policía: la patrona era inexorable para hacer cumplir esta consigna, porque sabía por experiencia propia que el Comisario de la sección no discutía mucho al imponer multas de quinientos pesos.
—Retírese, le digo —exclamaba—: no hay cuartos desocupados…
—Por las chinches; pero oiga, madama, yo no les tengo miedo: alquíleme, ¿quiere? sea buena, madama.
—Le digo que se retire.
—Eso será lo que tase un sastre —contestó el chulo en su pesada terquedad de beodo, y recostándose en la pared del zaguán, continuó—: a ver, patrona, si me deja entrar: la doy cien pesos por el cuarto.
—Guárdese su plata de porquería y mándese mudar, porque lo voy a hacer llevar con el vigilante.
—Vamos —le decía entre tanto su compañera—; no le hagas caso a esa gringa sarnosa, que cuando uno paga no debe pedir nada por favor.
—Cállate tú, que no sabes lo que dices: yo te mando ¿oyes? No hay por qué insultar a la patrona, yo la defiendo porque ella es muy buena: le doy doscientos pesos, vaya, ¿está contenta?
Cansada la italiana de esta escena resolvió llamar a su marido.
—¡Bautista, Bautista! —gritó.
Al beodo parece que le agradó el nombre y empezó también a decir:
—Bautista, Bautista, hermano Bautista, venga pronto: el nombre no más me ha asustado: debe ser escopeta ese Bautista.
Aquello degeneraba en sainete.
A la patrona no lo agradó la broma y tentaciones tuvo de acercársele y arrojarlo a empellones como ya lo había hecho con muchos otros anteriormente, pero recelaba de los compadritos, a quienes tenía un miedo cerval.
Decidió ir personalmente a llamar a su marido.
Tenía para esto que pasar al Café. Siempre que sucedían cosas por el estilo, Bautista en vez de acudir, iba por la puerta pública del negocio a buscar al vigilante.
El Mayor estaba irritado con esta escena que lo colocaba en una posición falsa, porque Dorotea se había enterado de la disputa y ya no podía creer que estuviera en la pieza de un amigo suyo. También este temía que se produjese un escándalo y se reuniese gente. En este caso tendrían que estar encerrados una hora más por lo menos.
En cuanto a Dorotea, no hablaba de indignación y vergüenza.
Más de una vez el Mayor quiso salir y obligar al compadrito a que se retirara, pero Dorotea lo contuvo: tenía miedo de quedar sola o que el Mayor fuese a comprometerse quedando ella en una situación crítica, que tal vez llegase al punto de ser descubierta en aquel paraje.
El Mayor pesaba también todas estas circunstancias, pero sabiendo que los borrachos cuando tienen un capricho son cargosos a lo sumo, estaba demasiado decidido a darle un susto, y salió con este objeto del cuarto, no bien sintió extinguido el rumor de los pasos de la patrona.
El militar ardía de coraje. A no ser la presencia del compadre, Dorotea no habría conocido el sitio adonde la había llevado.
Con el revólver en la mano se acercó al compadre y le intimó que en el acto se retirara.
Este se intimidó un poco, pero contestó sin embargo:
—Yo no hago mal a nadie, ahora si me quieren aporrear porque soy pobre, es otro cantar.
En diferente ocasión el Mayor le hubiera dado una paliza, pero las circunstancias especiales en que se encontraba lo obligaban a ser prudente.
—Mira —le dijo con toda energía, pero muy despacio—: si no te vas en este mismo instante te hago llevar a la Policía, y tomándolo del brazo lo empujó hacia la calle.
En la puerta lo recibió su compañera y él se dejó conducir buenamente.
En medio de su perturbación mental no dejó de asustarse, pero cuando estuvo en la vereda de enfrente, volvió a cobrar brios y demostraba deseos de volver. Su querida lo siguió arrastrando del brazo, pensando que de otra manera habían de concluir por hacerle una visita al Comisario.
Cuando el Mayor vio que subían la vereda opuesta, corrió al cuarto donde estaba Dorotea y buscándola en la oscuridad, la llamó diciéndole:
—Vamos, mi vida, salgamos pronto.
Sin decir una palabra Dorotea, tomó el brazo del Mayor, y como dos sombras, cruzaron rápidamente una parte del patio y todo el pasadizo. Antes de llegar a la puerta de escape se detuvieron un instante.
El Mayor se asomó. La calle estaba solitaria y por la vereda de la Posada no caminaba ningún transeúnte. Salieron entonces, no sin ocultarse Dorotea el rostro todo lo que pudo.
Al dar vuelta la cuadra reconocieron en la voz al compadre y su compañera.
Iban muy despacio por la acera opuesta y el beodo gritaba a la sazón:
—Doscientos pesos… yo se los ofrecí, porque hasta ahí no más llegan las bromas: gringa de porra; doscientos pesos; ja, ja, ja, los ha de oler si se mama y bala como carnero.
Dorotea y el Mayor aceleraron el paso.
En la próxima bocacalle Dorotea le pidió que la dejara.
El Mayor quería acompañarla hasta cerca de su casa.
Tenía urdidas una infinidad de mentiras y ansiaba por decírselas.
Quería, en una palabra, que no se fuese resentida con él.
Pero todo fue en vano: ella exigió que la dejara, y media cuadra más adelante se despidieron.
—¿Me amas siempre? —dijo él.
—Sí —contestó, Dorotea brevemente.
—¿Nos veremos mañana?
—No.
—¿Y cuándo, entonces?
—Yo te lo diré: te ruego no vayas a cometer ninguna imprudencia: adiós, y uniendo la acción a la palabra, atravesó la calle, separándose del militar.
Varias veces en el tránsito tuvo que pasar a la vereda opuesta, acosada por libertinos que al verla sola la reputaban fácil presa para saciar sus instintos lujuriosos. Era la primera vez que se encontraba sin compañía por las calles a tan altas horas de la noche. En otras ocasiones y siendo de día había oído lisonjas a su belleza que halagaban su amor propio, pero ¡qué diferencia de esos galanteos cultos a las proposiciones groseras que ahora le hacían! Tenía tentaciones de correr hasta llegar a su casa.
A muchos los había desconcertado llamándolos atrevidos o insolentes con voz entera; pero uno, sobre todo, no se daba por vencido y la seguía obstinadamente poniéndosele al lado de rato en rato.
La calle estaba solitaria y Dorotea no encontraba siquiera un vigilante que la alentase.
Por fin llegó. Su perseguidor al verla entrar apresuró el paso, pero cuando llegó a la puerta ya estaba con los pasadores corridos.
Entró y un súbito terror la hizo temblar.
Todas las piezas estaban cerradas.
¿Qué podía significar aquello sino que Dagiore había venido?
Esto fue precisamente lo que se le ocurrió a Dorotea.
En su perplejidad oyó la voz de Clara, que decía con voz un tanto insegura:
—¿Es Vd., señora?
—Sí: ¿qué hay? —replicó intranquila y dispuesta a correr hacia el zaguán.
—Voy a abrirle, venga: por aquí, señora, teníamos miedo.
Clara salió a su encuentro y Dorotea, reprimiendo la emoción que había pasado, y ya más tranquila, contestó:
—¿Y de qué tenías miedo, tonta?
—¡Ah! es que los niños se me durmieron, y yo sola…
—¿Quién te iba a comer?
—Nadie, pero cerré las puertas para estar más segura.
Dorotea entró.
Le causó estupor encontrar todo en el mismo orden que lo había dejado.
Es lo que sucede cuando se opera una revolución en el modo de ser moral de una persona. Se cree entonces que las cosas van a asociar su suerte con uno y hacer causa común imprimiendo carácter general al trastorno localizado en nuestros nervios sensitivos; pero ellas siguen su curso que sería indiferente e irónico si no fuese fatal, aislando siempre al dolor en sus crisis supremas.
Victoria y María dormían apaciblemente en una misma camita.
José, de genio más voluntarioso, no había querido obedecer a la niñera: se propuso esperar despierto a su mamá, pero el sueño lo venció y se quedó dormido en el suelo, casi debajo de la mesa.
La madre, sin contestar a las preguntas indiscretas de Clara, la ordenó que se acostara, y levantando a José se puso a desnudarlo.
Este se despertó a medias y empezó a llorar.
La madre, ansiosa de cosas nobles, lo besó repetidas veces en su boquita sucia y lo acostó en su misma cama.
Entonces empezó ella misma a desnudarse.
Al sacarse la pollera de seda, la escena de la Posada, que había olvidado por un instante, se presentó de súbito a su mente. La miró con terror. Estaba muy ajada. Cada arruga que notaba era para ella un testigo que la recordaba lo que en vano quería relegar al olvido. La colocó en una silla, suspirando, y pasó a sacarse las enaguas: al agitarlas para que cayeran, notó que no hacían el mismo ruido que por la tarde cuando se las puso: al tenerlas después en la mano vio que el ruedo estaba enlodado: con verdadera rabia las arrojó a un rincón.
Después le pareció que tenía olor a cigarro: así en camisa corrió al lavatorio, pero antes de lavarse se miró al espejo.
Estaba aún encendida.
Varios años antes los mozos de la Fonda, cuando la veían volver así, la calumniaban con juicios deshonrosos, y ahora que regresaba a su casa culpable y quemándole las sienes las caricias del adulterio, ni un rumor oía ni despertaba la sospecha más leve.
Aún podía deshacerse de la pollera y de esa enagua que la acusaba con su ruedo sucio… tal vez consiguiera mantener en el secreto sus culpables amores y no dejar rastro ostensible de su delito; ya había empezado a lavarse creyendo que los besos del Mayor le habían dejado olor a tabaco en las mejillas, pero vano afán: su corazón la traicionaba y en su golpe isócrono y precipitado, creía oír la tremenda palabra…
Un leve movimiento de la cortina del lecho, el natural crujido del colchón al doblegarse por el peso del cuerpo, o el rumor incierto de pasos en la calle, modulaban en su oído el epíteto deshonroso que esperaba por momentos ver salir vibrante de una garganta formidable.
Un vestido que se plegaba confusamente en un rincón, un mueble distendiéndose al proyectarse en las sombras, algunos papeles colocados encima del ropero, cobraban en su ánimo medroso las formas del fondero.
Era Dagiore; lo veía; se deslizaba por el suelo como una serpiente, sin hacer ruido y llevando entre los dientes un puñal que en su límpido brillo reverberaba de una manera siniestra los reflejos opacos de la lámpara.
Se había quedado ensimismada, y al soñar despierta esta escena desagradable, dio un salto brusco creyendo que la herían por la espalda.
Registró todo el cuarto, debajo de la cama, adentro del ropero, y no satisfecha aún, puso una silla para ver si encima estaban sólo los papeles.
Esa noche no durmió media hora seguida.
Tenía sueños enloquecedores. De pronto soñaba que Dagiore la había sorprendido en la Posada, y otras veces, que estaba en la cárcel y en un mismo cuarto con el compadre, la compañera de este y el Mayor.
Luego despertaba en un sobresalto espantoso y con tal confusión en las ideas que le era difícil darse cuenta de lo que realmente le había acontecido.
Estaba tan excitada que el menor movimiento que hacía José en la cama le producía un estremecimiento en todo el cuerpo.
Así llegó la mañana.
Se levantó como una convaleciente, alelada y con una gran debilidad en la cabeza. Una sensación de estupor la embargaba y miraba con extrañeza los objetos que le eran familiares.
Había vivido esa noche diez años por lo menos y cosechado un lote inmenso de experiencia.
Sentía vergüenza del paso que había dado y aún culpaba a la suerte de su desventura: pensaba que ella no había sido dueña de sus actos, que todo había pasado contra su voluntad, y que había sido forzada traidoramente preparándosele una emboscada infame.
Pero sus mitos, el desorden de su imaginación, sus aspiraciones novelescas, todo esto, cayó con estrépito, desde el pedestal de humo que había creado su loca fantasía.
Había visto hasta entonces la comedia de la vida como cándida espectadora guardando todas las leyes de la perspectiva, y ahora veía rodar las tablas de la escena y se cercioraba de que los risueños paisajes eran horribles suciedades de pincel y que los dorados de efecto que encantan la vista, no son por dentro, mas que tosca y grasienta arpillera.
Creía que sabía ya a qué atenerse en los sueños de la vida, porque su desencanto había sido cruel.
Tenia amante, y no lo amaba.
Pensó en sus hijos, en el buen ejemplo que debía inspirarles con su conducta y decidió ser juiciosa y romper completamente las relaciones iniciadas con el Mayor.
Embebida en estas ideas y ya bastante calmada, pasó la mañana.
A eso de las diez y estando en el comedor oyó ruido de voces en el zaguán.
Se asomó para ver quién entraba, y en el acto retrocedió, pintándose en su rostro el más grande espanto.
Había visto juntos a Dagiore y a su amante.
Su marido fue a buscarla, diciéndole al Mayor que esperara un momento que iba a abrir la sala.
Dorotea no sabía lo que le pasaba ni se daba cuenta de cómo podrían estar los dos juntos.
En su dolorosa obsesión, resolvió esperar que se cambiasen las primeras palabras para saber lo que ocurría.
Como ella esperara, Dagiore la dijo:
—¿Estás enojada conmigo todavía?
—Yo no —contestó Dorotea, muy turbada.
—¡Eh! bueno: se acabó todo: yo me he hecho muy amigo del señor Mayor: ven a saludarlo.
Y al decir esto, Dagiore reía tontamente.
Dorotea lo miró consternada: el infeliz estaba casi borracho.
Veamos, entre tanto, lo que había sucedido.
La noche anterior, al separarse el Mayor de Dorotea, comprendió que había dado un paso en falso llevándola a la Posada y que esta falta no le sería fácilmente perdonada. Resuelto como estaba a no sacarla para vivir unidos, creyó que su causa estaba perdida si no procuraba algún medio para verla con frecuencia y hacer presión en su ánimo con el antecedente que mediaba ya entre ellos.
Estaba seguro que Dorotea no aceptaría bajo ningún principio una nueva cita a la Posada y como seguiría recelando de él le sería sumamente difícil volver a engañarla.
Fue entonces que se le ocurrió la idea cínica y audaz de valerse de Dagiore para continuar gozando de su conquista.
No bien concibió el proyecto, quiso ponerlo en práctica.
Muy de mañana se presentó en la Fonda.
Había pocos parroquianos, que a la sazón tomaban café solo o bien con leche. Dagiore limpiaba algunos vasos: los sumergía en el agua de una tinita y luego los colocaba boca abajo en un aparato de latón pintado que tenía un falso fondo de rejilla para que enjugaran las copas y los vasos, el cual estaba en uno de los extremos del mostrador.
Reconoció a su heridor inmediatamente y le puso cara hosca; pero este con su carácter insinuante se le acercó y empezó a pedirle las mayores disculpas por lo que había sucedido.
Puso en juego una táctica admirable.
Le dio al fondero toda la razón, diciendo que si hubiese sabido que era su mujer legítima jamás habría intervenido.
—Las mujeres —agregó dándola de chusco—, necesitan de cuando en cuando que se les asiento la mano.
Esto encantó a Dagiore. Al fin encontraba uno que aprobaba su conducta.
Siguieron charlando y el fondero le preguntó qué tomaría. El militar optó por el coñac Hennesy, del cual sólo había una botella.
Dagiore bebió con él y entonces le propuso hacer una visita a Dorotea. Estaba seguro de su triunfo. Desde que lo vio tan afecto a la bebida pensó que conseguiría de él todo lo que quisiera.
El Mayor no podía estar más contento. Había creído que la realización de su proyecto le costaría algunos días, grandes esfuerzos de dialéctica, y lo que más le disgustaba, tener que codearse con los parroquianos de la Fonda, y sin embargo, había quedado concluido en menos de dos horas.
Desde este día siguió frecuentando la Fonda, y la casa de Dorotea como si fuese la suya propia.
Poco a poco fue cobrando un gran ascendiente sobre Dagiore.
Podría decirse que lo tenía dominado.
Dorotea aceptó la situación; la noche fatal de la Posada la ataba por completo a la voluntad del Mayor.
Entonces ella también se valió para satisfacer sus deseos de la influencia que ejercía su amante en el espíritu caduco de su marido.
Quiso un piano para que aprendieran sus hijas, y Dagiore por primera vez en su vida entregó sin protestar, diez mil pesos con ese objeto.
También es cierto que le habló de los deberes que tenía de dar una buena educación a sus hijos, y que en caso de alguna necesidad imprevista el mueble siempre se podría vender casi por el mismo precio que había costado.
El Mayor visitaba a Dagiore con mucha frecuencia. Bebía allí de balde y muchas veces se quedó a comer en el cuarto que ocupaba antes Dorotea y en que nació José.
Sin embargo, cada vez que entraba allí se encontraba mal, aquella atmósfera nauseabunda le chocaba. Tuvo entonces una idea. Él frecuentaba con varios amigos un Café donde iban a jugar al billar. ¿Por qué, pues, Dagiore no vendía la Fonda y ponía un negocio de esa índole? Se llamó bruto por no haberlo pensado mucho más antes. Le habló al respecto a Dagiore y éste se resistió, pero muy débilmente. Habló de su hotel, idea que nunca abandonaba. El Mayor le dijo, que un Café daba más que una Fonda y que si se decidía, esto no importaba que abandonase el proyecto de fundar una gran casa de huéspedes.
Dagiore no quería salir de su Fonda, pero el Mayor se iba de nuevo a la carga todos los días, repetía los mismos argumentos y le prometía traerle todos sus amigos. Habíale cobrado verdadero odio a la Fonda; de buena gana la habría derribado ladrillo por ladrillo.
Al fin venció las resistencias de Dagiore.
Pero aún tuvo que esperar algunos meses para ver su idea realizada, porque el fondero no convenía con el precio que le ofrecían.
El negocio daba bastante, es verdad, pero no tenía existencias: el verdadero capital allí era la práctica de su dueño: la misma clientela desaparecería al día siguiente si no era servida del mismo modo.
Llegó el día del arreglo y a la vuelta, en paraje mucho más ventajoso, alquiló Dagiore un local, donde estableció un Café y billar de aspecto muy decente.
Capítulo 8
José, con sus amigos, frecuentaba por la noche el Café Tortoni, que estaba entonces en una de las esquinas de Esmeralda y Rivadavia.
No habían escogido deliberadamente este Café para sus reuniones. Entraron a él una noche por casualidad, y ya después siguieron dándose cita allí.
La gran parte del público que concurría a este centro era extranjero, notándose mayoría de franceses.
Esta nacionalidad, que se distingue por sus rasgos expansivos, llenaba las amplias salas del Café con su charla ruidosa y su franca hilaridad.
Se oía un clamor incesante, formado por los cuchicheos de los parroquianos, el rodar de las fichas del dominó sobre el mármol de las mesas, el juego del chaquete; ruidos confusos del cliente que pide algún servicio y el mozo que grita para satisfacerlo, formando al combinarse, ese murmullo especial de los Cafés que va en ráfagas recorriendo los ámbitos de la sala para volver más lánguido luego renovado por el eco, y perderse finalmente en la bulliciosa algazara que surge de nuevo por todas partes.
Era uno de los primeros días de Junio, y sin embargo, la atmósfera era allí pesada y tibia por la aglomeración de hombres y el humo que despedían los cigarros.
El grupo que formaban nuestros jóvenes, sentados en torno de una mesa, era de los más bullangueros.
Sonoras carcajadas con que a menudo matizaban su conversación, atraía hacia ellos las miradas de los parroquianos que ocupaban las mesas vecinas.
Todo denotaba en ellos contento y alegría. Los pesares de la vida no habían aún impreso su sello de dolor sobre aquellas frentes tersas ni apagado la brillante claridad de sus ojos curiosos y atrevidos. Pisaban el dintel de la risueña juventud y rebosantes de salud y mágicas esperanzas caminaban hacia el porvenir tejiendo ilusiones para orientar su planta en el sendero de la vida. Ninguna necesidad imperiosa los ataba al presente y no tenían aún conciencia de los grandes dolores que reserva la existencia, en pequeños o grandes lotes, al pobre ser humano en su tránsito por la tierra. Sin embargo, se quejaban; pero sus lamentos eran efecto de dolores reflejos que sus imaginaciones asimilaban haciéndolos propios. El llanto estaba de moda y la literatura en boga concurría a dirigir los espíritus por esas pendientes enfermizas. Cuando hablaban de libros recordaban siempre, con especial agrado, a la Dama de las Camelias, a la María de Isaacs y al Werther de Goethe.
Estos libros, que pugnan en todo sentido con la lógica a que responden las necesidades del organismo humano, no son más que puñales envenenados con que hombres de indisputable talento hieren a mansalva el corazón inocente de la juventud.
¡Ah! ellos buscaron con insomne afán en los aquelarres del vicio la figura esbelta de Margarita Gautier.
¡Vano anhelo!
Las pasiones humanas obedecen en su desenvolvimiento a leyes tan fijas, como las que regulan la marcha de los astros en el infinito de los cielos.
Los sentimientos nobles languidecen y se atrofian, como los vegetales, cuando el elemento no les es propicio y se ven forzados a pugnar en tierra estéril.
Es la batalla por la vida o la lucha por la idea, en que predomina la especie más fuerte o la pasión más estimulada.
Es también la acción refleja, porque un miembro enfermo desconcierta con su nociva influencia al organismo entero.
Más de una vez creyeron estrecharla entre sus brazos, engañados por la ansiedad de un ideal que se reflejaba en los contornos de cualquier forma femenina; pero el tiempo y los hechos hacían que la abnegada Margarita desapareciese como azulada espiral de humo que desvanece ligera ráfaga de viento, y entonces habiendo caído la venda de los ojos, por desgracia siempre tarde, los jóvenes se encontraban con la hipócrita ramera que había secado sus ilusiones y acabado con su salud y su dinero.
¡A buena parte iban a buscar sentimientos elevados! Tristes mujeres que han roto los vínculos nobles que ligan en la tierra, sin un ideal que ilumine su sendero, agobiadas por la ignominia y habiendo quemado las naves en la isla fangosa del vicio, ¿A qué pueden tender sino a explotar con besos y caricias mentidas?…
También creían que Efraín era el mismo Isaac, ignorando que este era un honrado padre de familia, que lo pasaba muy bien al lado de su esposa y rodeado de sus hijos.
Compadecían a la sentimental María, y no contentos con esto, pretendían resucitarla al amoldar a sus ideas la imagen de cualquier jovencita que les halagaba la vista.
Ignoraban que la ausencia de un amante no es causa suficiente para hacer morir a una joven.
Ciertas necesidades del organismo cuando no son satisfechas por sus medios naturales, producen perturbaciones más o menos graves. Según el temperamento respectivo y los estimulantes que encuentra, se ha observado que la abstinencia en las solteras produce clorosis, anemias, tisis y muchas otras enfermedades que sería inútil consignar aquí.
Esto es evidentemente muy triste y acusa imperfección o injusticia en el sistema social, pero al fin es un hecho: es así que por comparación deductiva podemos suponer que no fueron causas morales sino puramente físicas, horribles protestas de la naturaleza humana contra las leyes que la sofocan, las que llevaron a la tumba a la amorosa y gentil María.
Con este ideal en la cabeza se creían perdidamente enamorados de cualquier sirvientita, y si la observaban hablando con otro, sentían un desencanto sin nombre.
La sociabilidad argentina, formada de medios tan complejos y tan antagónicos, retarda esa fusión de aspiraciones nacionales que es la nota que predomina en sociedades verdaderamente constituidas. El espíritu de asociación no ha anudado todavía los elementos humanos que caminan segregados y sin una ruta determinada. Es por esto que la vida es tan subjetiva, lo cual se observa en nuestra juventud, que peca por sus dotes negativas de expansión.
José y sus compañeros, aunque conversaban a menudo de asuntos íntimos, llevaban en sus cerebros un mundo de anhelos secretos que recíprocamente se ocultaban. Muchas veces sucedía que los cuatro estaban interesados en una misma joven, y como no lo decían ni venía tampoco un hecho práctico a poner de manifiesto la gestación de estas ternuras, caían de continuo en melancólicos ensimismamientos, y cuando reaccionaban, la humillación de un deseo no satisfecho los llevaba a murmurar de las mujeres en general. Hablaban entonces a impulso de un rencor secreto y como si continuaran en el diálogo la conversación íntima que cada uno de ellos había mantenido consigo mismo.
Llamaban perjuras a todas las mujeres y pensaban que tenían un ideal, lo cual no obstaba para que ellos fueran infieles a cada paso con ese fantasma seductor que crea el primer despertar de los deseos.
Cuando sus espíritus se encontraban en ese estado, leían con supremo deleite las páginas de Werther, la apología más grande que se haya hecho jamás del suicidio.
Así, esas tiernas almas empezaron a debilitarse aprendiendo que hay una puerta falsa para escapar en la vida de cualquier contrariedad.
El trasporte del primer momento no les permitía razonar.
Goethe era para ellos el autor predilecto, y sin embargo, nunca les pasó por la mente que tan elocuente abogado del homicidio de sí mismo muriera de senectud y ¡amando aún la vida!…
—Pero, ¿qué estamos haciendo aquí? —dijo de pronto Guillermo, que era siempre el más impaciente de todos.
—Esperemos un momento, a ver si se desocupa una mesa —contestó José.
—¡Bah! estamos frescos.
—Ya la he pedido.
—Juguemos entre tanto un dominó.
—Ese es juego de viejos.
—A las damas, entonces: el que pierde sale.
—Me aburre mucho. Mejor es que vamos a otra parte. De todas maneras si queremos jugar al billar tendremos que esperar a que amanezca.
—No tanto. ¡Mozo! —gritó José.
Cuando apareció éste le preguntaron si todavía tardaría mucho en llegar el turno que les correspondía.
—Son los terceros —contestó el interrogado.
—¿No ven? —continuó Guillermo, y los que están jugando parece que recién empiezan.
—Bueno —dijo Juan Diego—, vamos a otro Café.
—Sucederá lo mismo —replicó Guillermo.
—¿Qué quieres que hagamos, pues?
—Vamos a recorrer la costa.
—¡Ya está!
—Habló el crápula —dijo Andrés, rompiendo el silencio en que se había mantenido.
—¿Y por casa cómo andamos? —le contestó Guillermo.
—Pues como quieran —dijo Juan Diego.
José estaba anhelante y hacía esfuerzos supremos para ocultar su emoción.
Hasta entonces no había pisado una sola vez la morada ostentosa del vicio y el libertinaje.
No obstante, estaba al corriente de todo.
Las conversaciones de sus amigos lo habían iniciado en estos secretos impúdicos y sentía cierta humillación de que fueran a descubrir que jamás había estado en una casa de tolerancia. Por esta causa se encontraba intranquilo. Tan cierto es que la virtud se avergüenza allí donde dominan ideas impuras. La vanidad en la juventud es la que produce estos lamentables contrasentidos. La moda está en ser vicioso y el ascendiente que se cobra siguiéndola en este funesto sentido precipita a todos en la fatal pendiente. Adolescentes hay que afirman haber padecido una enfermedad venérea sin que jamás la hayan sentido. El predominio de influencias malsanas genera estas aberraciones morales. Parece que faltara valor para sostener las ideas de virtud.
¡Cuántos jóvenes no son héroes del libertinaje a la fuerza!…
José, ya más de una vez, había negado la verdad, que tanto honor le habría hecho, asegurando que conocía esas horribles casas que sirven de refugio a las impúdicas rameras.
Sin embargo no había hecho más que pasar por el dintel de ellas y observar con mirada recelosa la tétrica puerta de fierro.
En otras ocasiones había pasado por las pocilgas en que se asila la prostitución clandestina, y al sentirse chistado, su cuerpo entero habíase estremecido de una manera extraña.
Después había seguido perplejo algunas cuadras, pero era sólo su persona la que se alejaba: su pensamiento mantenía fresco el eco lúbrico de las voces insinuantes de las prostitutas. Trasponía calles, cruzaba plazas y seguía atormentando a su oído el acostumbrado «adiós, mi hijito» o «¡adiós, buen mozo!».
Esto le producía estupor tan grande que degeneraba luego en un desasosiego continuo.
Su curiosidad estaba, por consiguiente, intensamente avivada.
Tenía fiebre por conocer un lupanar.
Hizo entonces un esfuerzo, y para evitar que lo supusiesen un joven afeminado o pusilánime, que es lo que más temía, dijo con voz que se esforzó por hacer tranquila:
—Tanta discusión por una zoncera: aquí no hay ningún marica: vamos todos.
—Eso no —replicó Juan Diego—, alguno puede tener miedo.
Los cuatro rieron y salieron del Café.
Fueron a dar una vuelta por la calle de Florida, y después de vagar casi sin rumbo, se dirigieron hacia la calle de Temple, por indicación de Guillermo.
Al pasar la calle de Suipacha empezaron sus tentativas por penetrar a una de las tantas casas de tolerancia que existen en ese radio; pero estas fueron infructuosas porque como eran cuatro no les permitían la entrada.
En vano Guillermo se afanaba por despertar confianza recordando sus visitas anteriores.
—No se puede; hay mucha gente —contestaba secamente el rufián, mostrando su innoble figura al través de los hierros de la puerta.
El joven en su capricho llegó hasta la súplica. Al cabo, convencido de que perdía su latín, cambió de tono, dio con el taco unos formidables golpes a la puerta, que repercutieron en el interior lúgubremente, y retirándose, llenó de injurias al rufián. Este ni siquiera replicó. Estaba acostumbrado a recibir esa lluvia de flores de labios de la juventud.
—¿Qué hacemos ahora? —dijeron a un tiempo José y Andrés.
—Seguir —replicó vivamente Guillermo—: en alguna parte nos han de dejar entrar.
—Mi opinión —dijo Juan Diego, el estudiante de medicina—, sería ir a comprar cohetes y arrojarlos al zaguán.
—No —dijo Andrés—, es exponernos tontamente a que nos lleven a la Comisaría.
—Pero es preciso hacer algo —gritó incomodado Guillermo.
—Pues vamos a lo de Luisa.
—Caramba, queda muy lejos.
—Tiene razón Juan Diego —contestó Andrés—, allí nos conocen y nos dejarán entrar.
—En marcha, pues.
Siguieron por la calle del Temple y doblaron por Artes, conversando a grandes voces.
—Nos han de creer muy flanelas, dijo a la sazón Guillermo, cuando en ninguna parte nos dejan entrar.
—No es eso —replicó Andrés—, es que nos encontramos a primeros del mes y todos los empleados andan con dinero.
—Tiene razón —agregó Juan Diego—; los primeros del mes, y los sábados, en que cobran los cajistas y una gran infinidad de gremios, no es posible andar por estos pagos.
José, entre tanto, callaba, ignorando ciertamente al punto donde se dirigían.
Conversando así, llegaron a la calle de Corrientes y bajaron por esta hasta Libertad.
—¡Alto! —dijo Juan Diego—, y los cuatro se detuvieron en la esquina—. Vean —siguió—, lo mejor que podemos hacer es que vayamos dos primeros: iré yo con José, y luego de un rato, tú, —señalando a Andrés, con Guillermo.
—Vayan, entonces.
Se separaron, y al poco rato los dos entraban en uno de los tétricos zaguanes de esa calle.
El rufián dejó ver su cara de Iscariote al través de los hierros de la reja.
—¿Se puede entrar? —preguntó Juan Diego.
—Hay mucha gente.
—¿Qué no me conoce? —agregó el joven.
—¿No son más que ustedes? —y al decir esto el rufián se empinaba sobre sus pies, como para ver si había otros agachados en la parte inferior de la puerta, que era compacta.
Fastidiado por estas pesquisas, el estudiante se decidió por llamar a Luisa.
Entonces se les franqueó la entrada, y el cerrojo volvió a correrse. Podía decirse de aquella siniestra puerta que eran las fauces hambrientas del vicio que tragaba sin misericordia a la incauta juventud.
Cayeron nuestros jóvenes a un patio estrecho y regularmente alumbrado. Para andar había que tomar algunas precauciones, porque varias plantas interceptaban a trechos el camino.
¡A José lo sobrecogía extraño estupor! No se daba cuanta de lo que tenía, pero algo le pasaba. Se sentía mal.
Quedó algo alelado a unos cuantos pasos de la puerta de fierro.
—¿Qué haces? —le dijo Juan Diego—: por aquí; ven —y se dirigió a la entrada de la pieza que cuadraba el patio. La puerta estaba abierta, y aunque se percibía alegre rumor de voces no se veía nada a causa de que interceptaba la vista un espléndido cortinado.
José siguió a su compañero.
Iban ya a entrar, cuando los dos se detuvieron al sentirse chistados. Dieron vuelta y se encontraron con una pareja que salía del brazo de uno de los cuartos de la casa.
—¡Ah! ¿eres tú, María? —dijo riendo Juan Diego—. ¿Cómo está? agregó, reparando en el compañero. No se conocían ni de nombre, pero se saludaban por haberse encontrado en varios burdeles.
María era una joven húngara que chapurreaba muy mal el español. Guillermo la prefería, y como siempre lo veía con el estudiante, lo había llamado para preguntarle por qué no venían juntos.
Juan Diego apartó la cortina y entraron los cuatro.
La sala estaba llena de jóvenes high—life. En el centro de la habitación había una mesa ricamente tallada y con piedra mármol, atestada de copas y botellas, que por momentos se renovaban.
Era este uno de los filones de la casa. Tenían las rameras su consigna: inducir a beber a su clientela para ganar con el expendio de los licores o incitar a la Venus por medio de Baco.
Juan Diego se puso a conversar con varias mujeres y José se sentó algo apartado en una butaca.
En el extremo opuesto del salón estaba una flaca compatriota de Lord Byron; esa noche no había llegado, sin duda, ningún gentlman y estaba vacante: tan estirada y quieta aparecía en su asiento que semejaba un rígido cadáver. De pronto alzó su rostro demacrado y apercibió a José, al cual, sin duda, reputó fácil presa. Fue a buscarlo, y cuando estuvo delante de él le dijo:
—¿No pagas una cerveza?
El joven la miró y no supo qué contestar.
—¿Qué dice el buen mozo? —agregó la inglesa con tono que quiso hacer insinuante, y como viera que José se dejaba cortejar sin protesta se le sentó en las faldas, cruzó su brazo descarnado por el cuello del joven y le dio un beso.
José quedó consternado, pero su vanidad lo obligó a no rechazar a la impúdica mujerzuela: desde que entró se había encontrado violento al sentirse aislado: por lo demás no hacía sino imitar a la mayoría de los otros, que también sostenían su carga sobre las rodillas.
Hizo un supremo esfuerzo por aparecer tranquilo, tragó saliva, se compuso la voz con una tosecita provocada y empezó a dialogar sobre tonteras y a averiguarle el nombre a su escuálida compañera.
En ese momento penetraron Andrés y Guillermo.
—¡Muy bien! —dijo el primero divisando a José—. Te felicito, Emma.
Este se envalentonó con la presencia de sus amigos. Estaba fastidiado con la inglesa y ya aquel medio empezaba a enardecerle la sangre. No atendía a su compañera por mirar a una española trigueña que tenía al frente y que por lo bajita engañaba en su edad, al punto de parecer una niña.
Se le ocurrió un chiste y tuvo el valor de decirlo:
—¿Sabes —le dijo a Andrés—, que he hecho un gran descubrimiento?
—Vamos a ver.
—Es muy sencillo: que Emma no pertenece al orden de los mamíferos.
Los que estaban cerca festejaron la chuscada con grandes risas y la pobre Emma preguntó azorada:
—¿Qué dicen?
Al fin comprendió que reían de ella. Entonces despechada abandonó a José, diciéndolo con voz desabrida:
—¡Bruto! muy bruto.
Los jóvenes, entonces, se acercaron adonde estaba Juan Diego.
A la sazón este mortificaba con pullas de mal gusto a una llamada Irene. Tenía esta su parte en la casa. Muy trigueña, tanto, que podía pasar por mulata. Era la única hija del país que había allí. Los libertinos de Buenos Aires la consideraban mucho, porque por su intermedio se ponían al habla con todo el gremio de las grisetas. Podía decirse de ella que era el teléfono del vicio. Su actividad no precisaba media hora para organizar los elementos necesarios a una orgía y pocas criadas y niñeras resistían a las seducciones de sus ofrecimientos. Como táctica para estar con todos bien hacía gala de una gran mansedumbre de carácter. Aun en ocasiones que se irritaba sabía velar su encono felino con una palabra moderada. Su experiencia de muchos años en el infame oficio que ejercía le había enseñado que a la juventud se la lleva a cualquier parte con halagos y zalamerías.
Por esto limitó su réplica a las cargantes expresiones de Guillermo, con estas simples palabras
—¿Cuándo dejarás de ser chichón?
Irene estaba casi relegada a la pasiva. Los jóvenes no le hacían caso, pero ella arreglaba muchas cosas y en diferentes ocasiones hacía de patrona. Con todo, no dejaba de hacer su conato para que se la convidara con una copa de cerveza o de oporto. Pero ella también tenía sus días buenos. Cuando caía, como gallina en corral ajeno, un estanciero o algún comerciante medio tosco o tímido, Irene lo abordaba.
Los mismos jóvenes ya sabían esto. No bien descubrían un ejemplar de esta familia lo clasificaban haciendo correr esta voz que los ponía de excelente buen humor:
—Un marchante de Irene.
La que dirigía la casa se llamaba Luisa, pero todos la designaban impropiamente con el nombre de Madama.
Luisa tenía un aspecto honesto, a tal punto engañan las apariencias en el mundo. Revelaba en sus actos mucha energía y los jóvenes hasta cierto punto la respetaban. Caminaba y daba órdenes con majestuoso desenfado. Su vestido de costumbre, en invierno, era de terciopelo negro, algo suelto y de gran cola y por todo adorno una golilla blanca al cuello. El peinado que usaba era bastante sencillo, sin embargo que no descuidaba los bucles de su cerquillo.
Iba y venía por el interior de la casa y luego que encontraba las cosas a su agrado entraba al salón, donde se sentaba y empezaba con su pesado latín a predicar a los jóvenes que fuesen razonables y buenos muchachos, o en palabras más claras, que dejasen allí la salud y el dinero.
Tenía bastante quehacer: llevaba en un libro cuenta aparte a cada asilada: ella las surtía de trajes y todo lo que les era necesario y cada tres meses les entregaba el saldo, si es que resultaba, lo que no siempre sucedía, porque las explotaba sin misericordia: en el haber de cada prostituta, solo se acreditaba la mitad del dinero que ganaba: la otra parte ingresaba directamente a la caja de la madama por gastos de alojamiento y comida. Ella, también, inspeccionaba celosamente al cocinero y revisaba las cuentas del mercado y de otros consumos. De cuando en cuando hacía una visita a la sala reservada. Esta pieza era la primera de la casa y estaba lujosamente amueblada. Tenía su destino especial. En ella se recibían a las categorías y a los hombres casados que deseaban correr la tuna sin ser notados. ¡Ah! si esas tupidas cortinas y esos lujosos muebles pudieran hablar, qué historias tan chuscas y tan tristes, a la vez, nos podrían contar. ¡Cuántos que en el carnaval social usan el disfraz de Catón, habían allí arrojado la careta, para presentarse con la sensualidad de Alcibíades!
Hacía rato que la madama faltaba de la sala general, en la cual estaban nuestros jóvenes. Por esto, sin duda, reinaba alguna confusión y algunos se estaban permitiendo serias inconveniencias.
—Vamos —dijo Juan Diego, dirigiéndose a Guillermo—, haz sonar el dientudo.
—Tienes razón —contestó este— y fue a sentarse al piano.
Empezó con una cuadrilla, que aprovecharon algunas parejas.
Las prostitutas, en general, son muy afectas a la danza, y para la época del carnaval no pierden baile de máscaras. También es cierto que concurren a los teatros con el objeto de encontrar dueño por una noche. Sin embargo, no pierden ocasión de dar una vuelta y en las casas de tolerancia donde no hay piano hacen que el organista toque desde la calle.
La algazara subía de tono en la sala.
En ese momento se presentó Luisa.
—A ver, franelas —dijo—, ¿a eso vienen acá? —y se dirigió fríamente al piano, apartó a Juan Diego, el cual la rogaba los dejara bailar, y haciéndose sorda a todas las súplicas, cerró el instrumento y se guardó la llave, diciendo:
—Esta noche no hay música.
—¡Pero, madama!
—No, no puedo consentir que vengan a pasar el rato aquí sin hacer nada: ya saben que no quiero franelas, y si no van al cuarto a pasar visita, no les voy a permitir que vuelvan a entrar.
—Eso no lo dirá Vd. por mí, replicó cínicamente el que había acompañado a María, la húngara.
—No, lo digo por estos —y señalaba un grupo de jóvenes pálidos, en cuyas miradas lúbricas podía medirse toda la intensidad de la audacia que los animaba.
Parece que esta proclama surtió algún efecto, pues al poco rato se perdieron de la sala algunas parejas.
—Y Vds. ¿qué hacen que no siguen el ejemplo? —preguntó Luisa a nuestros jóvenes.
Cada uno de ellos tenía una compañera al lado y José sostenía una animada conversación con la pequeña española, que lo excitaba a cada momento con repetidos besos.
—A su tiempo maduran las uvas —replicó Guillermo.
—Tomemos algo, muchachos —propuso Juan Diego.
—Hombre, es cierto: a mí todavía no se me ha quitado el frío que nos chupamos en la bocacalle. Opto, pues, por un punch.
—Venga el punch —dijo Andrés.
—¿Y tú, José? —preguntó el estudiante.
—También.
—¿Y Vds., princesas, qué van a tomar?
Se decidieron las cuatro por el punch, pero de oporto, y los jóvenes pidieron para ellos de cognag.
Después que vaciaron las copas Guillermo se fue con la húngara. Juan Diego no tardó en seguirle. Entonces Andrés llamó aparte a José y le dijo que llevase a su compañera y que si no tenía dinero él pagaría.
El pobre joven estaba demasiado aturdido y demostró deseos de retirarse.
Su amigo lo disuadió y convinieron en seguir el ejemplo de Guillermo y Juan Diego.
—¡Galleguita! —dijo Andrés.
La joven fue hasta el umbral de la puerta donde estaban ellos.
—Llévate a este —le dijo.
La diminuta española se cogió con la izquierda de un brazo de José y con la otra mano recogió la larga cola de su vestido.
Entre tanto, la madama veía estas desapariciones con una satisfacción tan grande que se ponía de excelente buen humor. Y la sala quedaba por momentos casi vacía, hasta que volvía a animarse con la charla equívoca de las prostitutas que regresaban, para tornar enseguida, a poner en subasta, fríamente, sus ajados encantos.
Al cabo de media hora estaban ya de vuelta en la sala nuestros jóvenes. Charlaron aturdidamente fraternizando con los demás que se hallaban allí presentes. Parecía que se encontraban bien en aquella atmósfera, y la tranquilidad que revelaban ponía de manifiesto la relativa ignorancia que tenían de las jornadas traspuestas en el sendero del vicio.
Ellos que tenían un concepto elevado de la patria y del amor y cuyos corazones eran bien inclinados, latiendo en sus pechos, con noble espontaneidad, al primer llamado de los grandes sentimientos, ¿cómo era posible que descendiesen tanto hasta ir a revolcarse en la inmundicia?
¿Qué aberración era esta?
¡Quién les hubiese dicho que estaban al borde de un horroroso abismo, y que cada una de esas noches de equívoco placer, repercutirían tal vez, formando eslabones el dolor, hasta inocentes vástagos del futuro, degenerando al fin una familia entera!…
La madama dio el vuelto sobre el dinero que habían entregado los jóvenes y repartió una lata a cada una de las prostitutas.
—¿Pongámonos en retirada? —dijo Andrés.
—Es muy temprano —contestó Guillermo.
—Vamos a lo de Amalia, entonces —propuso Juan Diego.
—Mejor sería cenar antes —replicó Guillermo.
—Arreglaremos eso en la calle.
—Pues, vamos —Se despidieron y la galleguita besando a José le dijo:
—¿Cuándo volverás, mi hijito?
—Pronto.
—Bueno, adiós.
Al llegar a la puerta de fierro tuvieron que esperar un poco a causa de que un tropel de jóvenes pretendía entrar, entre los cuales había algunos barulleros a quienes Luisa negaba, hacía tiempo, la entrada.
Sucedió lo de siempre. Cansados de suplicar arremetieron la puerta a patadas. Uno de ellos que venía provisto de cohetes, arrojó una gruesa con la mecha encendida. Entonces dispararon temiendo a la policía. Los cohetes al explotar repercutieron lúgubremente en el interior de la casa y muchas rameras se asomaron en paños menores a la puerta de sus cuartos para imponerse de lo que sucedía.
El rufián, algo tarde, se decidió por abrir la puerta, y aunque su pie era enorme consiguió sólo apagar muy pocos, reventando los más debajo de sus piernas.
Nuestros jóvenes salieron.
La calle hormigueaba de libertinos. Era aquello la procesión del vicio. Desfilaban por las aceras jóvenes de buenas familias, dependientes de casas de negocio, grupos de italianos cantando y jornaleros ya ebrios, y de trecho en trecho, hombres bien vestidos recatándose en la sombra, esquivando encuentros, con el pañuelo en la boca, hasta que se decidían y penetraban con paso ligero a uno de los antros.
Las prostitutas que tenían cuarto a la calle abordaban a los transeúntes con infinita audacia y otras los chistaban desde la ventana.
De cuando en cuando, se oían disputas, imprecaciones, palabras soeces o esas eternas patadas en las puertas, que producía un ruido seco y destemplado.
Al llegar nuestros jóvenes a la bocacalle se encontraron con la pandilla que había prendido los cohetes. Todavía festejaban la acción, mientras disponían un nuevo avance a otra casa.
Desde allí se observaban los reflejos que salían de los focos de luz que alumbraban los zaguanes de las casas de tolerancia. Era una vislumbre mortecina que se perdía en rayos opacos al fundirse en la sombra de la calle. Al resplandor de esta penumbra se veían deslizar los bultos humanos, y aquellas casas malditas, con sus pinturas oscuras, se elevaban altaneras al proyectar sus siluetas en las tinieblas de la noche, como desafiando a la moral; vomitando a ratos, todas ellas, jóvenes que antes tenían algún pudor en el alma y seres que entraron con salud, realizando así la espantable acción de contaminar a las masas con el terrible azote de la sífilis, que empieza por la degeneración del tipo humano y concluye aniquilando el temple moral de las sociedades, que ruedan entonces al abismo.
José se encontraba fuera de todo equilibrio. Eran pocos sus nervios para tantas emociones. No salía de su estupor y su moral trastabillaba. Recordaba a la galleguita, el piano, el tapiz rizado, las cortinas, los espejos, el arreglo de los asientos, el lujo de las meretrices, y más se confundía y abismaba cuando pensaba que todas esas mujeres sin conocerle lo tuteaban, se le sentaban en las faldas y lo cubrían de besos.
Sentía una impresión parecida a la que le produjo el primer vaudeville que presenció en el teatro francés.
Al fin se decidieron por dejar la cena para más tarde y se dirigieron a lo de Amalia. Era esta una mujer de la misma índole moral de Irene. Flaca, de color cobrizo y como de treinta y cinco años de edad. Su cinismo pasaba el límite de toda degradación. Desde muy joven se había arrastrado por el fango más corrompido de la crápula, consiguiendo al último una torpe fama en los cuarteles.
Era la Mesalina de la tropa, y por la respectiva comisión se encargaba de proporcionar queridas a varios oficiales.
Había tenido sus alternativas de pasable bienestar y miseria suma.
Alma pequeña, su carácter estaba envenenado con la ponzoña de la acritud, y ya ningún acontecimiento en su vida, por venturoso que fuese, conseguiría que se refrescasen en las fuentes del bien sus marchitos y podridos sentimientos. Entre las mucamas que había sonsacado para explotarlas en el tráfico del libertinaje, se contaba una preciosa joven, hija de italianos.
Un tipo soberbio de hermosura. Morena rosada y con unas copiosas trenzas castañas que le llegaban al talle.
Esta desdichada se llamaba Josefina y estaba de moda entre la juventud. Amalia la había vendido infinidad de veces, y ya algo gastada, y no siéndole posible exigir los mismos precios, se había decidido a abrir una casa clandestina de tolerancia, llevando a ella a la joven y a varias otras.
Amalia podía estar rica, pero tenía un querido, al cual profesaba una adhesión de perro. Este era un compadrito, sin profesión y que tenía el vicio del juego.
Amalia no recibía más que a sus conocidos o a los que presentaban estos: vale decir, casi, la juventud entera de Buenos Aires.
Nuestros jóvenes llegaron a la casa. Estaba cerrada. Guillermo golpeó en los vidrios de la ventana.
—¿Quién es? —dijo una voz, que el joven reconoció.
—Abre, Josefina —dijo.
Esta les abrió y nuestros cuatro conocidos penetraron a la sala.
La casita estaba muy mal alhajada.
Los muebles eran escasos y viejos y las mismas mujeres que se encontraban allí vestían sencillamente. A primera vista parecía aquella la morada de una familia pobre y honrada; tal es la condición de la pobreza, que a estas equívocas interpretaciones se presta.
—¿Y dónde está Amalia? —preguntó Juan Diego.
—Adentro —contestó Josefina.
El estudiante, como si estuviera en su casa, pasó al segundo patio.
En la cocina encontró a Amalia. Estaba preparando la cena. Encima del fogón humeaban dos cazuelas; y sin duda cediendo a ciertos resabios de cuartel, había colocado en medio del piso de la cocina la parrilla, en la cual se asaba una gorda pierna de carnero. Puesta en cuclillas Amalia, acomodaba las brasas revolviéndolas con un pequeño fierro. Con las yemas de los dedos pulgar o índice de la otra mano apretaba un cigarrillo de papel, alzando los dedos restantes como si los tuviese baldados. A ratos se encendía el asado y ella apagaba las llamas soplando con la boca.
—¿No me convida, amigaza? —gritó el estudiante haciéndose notar.
Amalia se restregó los ojos, escupió y dando manotadas al aire para ralear el denso humo que despedía el trozo de carnero, alzó la vista y dijo:
—Hijo de perra, ¿habías sido vos? andá pa la sala que ya voy.5 Levantó la parrilla y con una espumadera echó sobre el fuego bastante ceniza y luego volvió a colocarla.
—Ya está —dijo—; así no se quemará y lo comerán caliente las muchachas.
Fue a la sala, donde ya estaba Juan Diego, y dijo:
—Muchachas, vamos a merendar; mientras, pueden Vds. esperarnos —agregó dirigiéndose a los jóvenes.
—Yo no tengo ganas —dijo Josefina—; más tarde tomaré algo: vayan Vds., —y siguió conversando con José, que la tenía al lado.
Este había olvidado ya a la galleguita. Josefina le había producido una vivísima impresión. Al principio fue una simpatía y más tarde un imbécil apasionamiento.
La joven estaba corrompida hasta el tuétano, pero rememoraba sus primeras protestas cuando era seducida de niña y representaba con bastante éxito su papel de víctima, tejiendo embustes y falsos candores.
Cuando la preguntaban su edad, afirmaba que tenía veintiún años y había, sin embargo, cumplido treinta.
Tenía también su capricho: un joven, oficial peluquero, que muy poco trabajaba y que le llevaba hasta el último centavo de sus ganancias. Este, poco aportaba por la casa y más se veían fuera. Sin embargo, cuando se encontraba allí, Josefina no le prestaba atención especial y lo dejaba para atender a sus amantes de un momento. El cínico peluquero no se incomodaba por esto. Dejaba hacer, y no sin gusto, a veces, ante la perspectiva del dinero.
Por espacio de muchos meses, José fue asiduo visitante de Josefina. Esta le había tomado algún apego. Se sentía enferma y abatida. A solas tenía exacerbaciones crueles. El peso de su ignominia y su entero desamparo la agobiaban como si tuviera encima una lápida mortuoria. Entonces veía con dolorosa lucidez su situación. Se la despreciaba, ¿por quién? por unos miserables que ella despreciaba más, que habían venido a solicitarla con sollozos de lujuria y que luego de satisfechos sus brutales deseos, abreviaban los momentos para salir fuera o ir a escupir a la calle. Hacía comparaciones, y creía con toda convicción que daba más de lo que recibía. Ella siquiera, se mostraba siempre amable y tenía el cuidado de enjuagarse la boca, en cambio que sus brutales amantes loe arrojaban su aliento fétido y la rozaban con sus carnes sucias sin consideración de ninguna clase.
Tarde, muy tarde, se apercibía la infeliz de que el fango en que se había ido hundiendo le llegaba al cuello.
Al principio todas fueron flores. Fue admirada, agasajada, llevada en palmas y en carruaje. Hubo días en que los regalos que recibió representaban una fortuna. Sus amantes de la víspera, altamente colocados, no la conocían ahora. Otras jóvenes, bellas y frescas, la habían suplantado, y ella descendía hora por hora. El modesto empleado, había venido a relevar al acaudalado señor, y en ciertos días, en que el dinero escaseaba, tampoco había titubeado en entregarse a un roñoso changador.
Andrés, Guillermo y Juan Diego se habían empeñado en una fastidiosa discusión filosófica.
José, atraído por las dotes de seducción que desplegaba Josefina, no tuvo valor para negarse a acompañarla cuando esta le propuso pasar a su pieza.
—Que te vaya bien, valiente —le dijo Andrés.
Salieron, y los tres jóvenes, cambiando de conversación, empezaron a hablar de Josefina.
—Sí, es cierto que es muy bonita; pero ya está muy ajada: lo que la salva es que tiene mucho arte para componerse.
—Dicen que ha estado varias veces muy enferma —agregó Guillermo.
—Cómo no —replicó Juan Diego—: hay días que tiene los ojos inflamados, y eso no es mas que una reliquia.
La conversación tuvo que suspenderse, porque en ese momento volvían las prostitutas de la cena.
Una vez en el cuarto, José pudo mirar mejor a Josefina, porque había más luz. Notó al momento que los párpados de su nueva amiga estaban bastante irritados y que tenía la vista algo cansada.
Sin embargo, esto en parte servía de encanto a la joven, pues la misma necesidad que tenía de acercarse para ver a la persona con quien hablaba le daba un aire comunicativo, lleno de confianza y que le hacía aparecer sumamente cariñosa. Por esto, sin duda, siempre salen bien en las lides de amor las mujeres sordas y las miopes.
—¿Qué tienes en la vista? —no pudo menos de preguntar José.
—Un aire que me dio hace algunos meses: no me atendí y me embroma algunos días —contestó Josefina con naturalidad.
No tardaron en volver a la sala. Allí prodigó muchos cariños a José: la entraña de su orgullo se sentía conmovida al ver que un joven lleno de vida se ofuscaba por ella. En esos momentos que se desesperaba al ver su rápido descenso, una adhesión desinteresada como esta, era como un bálsamo que aquietaba la fiebre de sus temores. Se propuso sostener la conquista y lo consiguió. El incauto joven se dejaba acariciar y creía en los embustes de la corrida mujerzuela. Un día que entró José la vio abrazar al peluquero de un modo que nunca lo había hecho con él. Era después de una reyerta en que la joven creyó que iba a ser olvidada y su estúpido afecto había desbordado en explosiones de cariño. Cuando quedaron solos, José, lleno de celos, la reconvino diciéndola que amaba más a otros.
Josefina lo compuso con muy pocas palabras:
—Mi hijito, a ti te quiero más que a mi vida, pero es preciso ser política con todos, y le prodigó sus más ardientes caricias.
Otras veces le daba la buena a José por querer regenerarla, y en la efusión de su afecto la decía:
—¿Por qué no riñes con tu pasado? Podías alquilar una pieza en una casa de respeto y sacar costuras; yo te ayudaría al mes con quinientos pesos y haría el sacrificio de no verte.
—Mi hijito, yo no quiero explotarte: deja no más y no te aflijas hay tiempo —agregaba forzando una sonrisa alegre— tengo veintiún años, dentro de dos dejaré la vida y haré algo de lo que me dices porque estoy juntando algún dinero.
Como siempre mentía Josefina, porque en vez de ahorros tenía deudas.
En cuanto a que no quería explotar a José era cierto: estaba tan encaprichado el joven que habría hecho cualquier sacrificio por atender un pedido que le hubiese hecho Josefina. Sin embargo, esta le había regalado varios retratos suyos y un relicario con unas hebras castañas de su pelo, prohibiendo a José que retribuyese estos recuerdos, porque según decía, les quitaría todo valor, y parecería entonces que se los había vendido.
No hacía lo mismo con Guillermo, al cual vendía caros sus favores: cierta ocasión por acompañarlo en un paseo al Tigre le había cobrado mil pesos y siempre lo importunaba para que le regalase algo, y el joven cedía por hacer alarde de vana generosidad: era un misterio, de dónde sacaría dinero para tantas parrandas y tantas cenas.
Los jóvenes se aprestaron para retirarse.
—Me duele la cintura —dijo Josefina, ya en el zaguán, porque iba a abrirles la puerta.
Amalia que la oyó, le contestó desde el rincón de la sala, donde estaba agazapada como lechuza:
—¡Ah! maulita, aprende de mí que no me quejo: si eso es ahora, ¿qué te sucederá dentro de diez años?
Los jóvenes salieron y la puerta volvió a cerrarse. Más tarde concurrieron algunos militares y las prostitutas recién pudieron recogerse al alba. Josefina antes de apagar la luz se lavó los ojos con un cocimiento que sacó de la cómoda, y después, recostándose en la cama, vació algunas gotas de un frasco en una cucharita de café y alzándose el párpado del ojo izquierdo las dejó caer. Igual operación repitió con el otro ojo. Entonces, recién apagó la luz. A esa misma hora concluían de cenar nuestros cuatro conocidos. Por mucho tiempo no llevaron otra vida: de la ocupación al Café, del Café al vaudeville y del vaudeville a la casa de tolerancia.
José, ese joven tímido que hemos visto penetrar por primera vez a lo de Luisa, llegó a ser el más audaz y despierto de los libertinos.
Las malas compañías, la falta de relaciones íntimas con familias honorables, su educación, sus pocas ocupaciones, la absoluta libertad para ausentarse de su casa, las bebidas y los alimentos excitantes, los espectáculos y las lecturas, lo habían improvisado hombre antes de tiempo, y como las plantas que crecen viciosas al calor artificial del invernáculo, sus sentimientos y actividad, que la imaginación agigantaba llenando de fiebre su organismo, abrieron brecha, como corcel desbocado, en el sendero que las circunstancias dejaron libre a su expansión.
Él y sus compañeros no tardaron en ser salpicados por el lodo infecto de enfermedades degradantes con que la inflexible naturaleza castiga todos los torpes desenfrenos.
Juan Diego recetaba y Andrés procuraba los remedios.
Capítulo 9
Por causas bien complejas y que no es este lugar de exponer, había venido la política argentina a ser una esfinge más que nebulosa. En repetidos períodos de nuestra historia habíamos tenido ya una situación idéntica, marcada con acentuados matices. Así que la cosa, por lo menos, no tomaba de sorpresa.
Estas incertidumbres que sombreaban el horizonte vinieron a dar una fisonomía más típica a nuestra política de costumbre, que tanto en el gobierno como en la oposición, se alimenta de la mentira, y que forja hipócritamente un ambiente falso para pasear el fantasma que la demagogia, la candidez o la autoridad interesada, llaman luego, bombásticamente, «sufragio popular».
Entre nosotros no puede haber elección libre ni elección consciente, porque la mayoría de la población carece de instrucción, y la misma extensión del territorio obsta a la independencia necesaria que requieren actos de esta naturaleza. ¡Pobre del habitante de una región aislada que no siga a su Comandante! Año tras año estará sangrando multas y vejámenes.
Se comprende la república en Francia, que tiene de base una tradición de régimen administrativo y donde sus Liceos y Facultades formaron mayoría de plebeyos ilustrados con relación a los representantes de la nobleza.
Pero entre nosotros la democracia es una verdadera farsa, y la libertad política, un mito, que sólo aprovechan y proclaman los partidos cuando triunfan.
Es, pues, la política, entre nosotros, esencialmente romántica, y como D. Quijote, confunde pedantescamente un rebaño con vigorosos núcleos humanos.
Este utopismo de las instituciones relaja las fuerzas sociales y entorpece su desarrollo, que no puede ser lógico ni proporcionado. Los gobiernos no estudian las necesidades reales del país y sólo tratan de propiciarse amigos y de construir obras de aparato para esculpir en ellas su vanidad y hacer creer que es necesaria la permanencia de un determinado partido en el mando. Incrustada así la superchería, que nace de instituciones impracticables, se ha ido formando la costumbre de mentir en todo, y el gobierno ejecutivo, las cámaras, el pueblo y la prensa viven en un disfraz perdurable. Esto es bien natural, porque si la base es un continuo sofisma, claro está que los complementos del edificio social tienen que resentirse lastimosamente. Puede decirse que hay dos patrias. Una, que tenemos en la imaginación, y otra, que existe realmente y que no se la conoce o no se la quiere conocer.
El país, a la sazón, estaba infestado de politiqueros y todos esperaban como al Mesías, la aparición de un candidato a la Presidencia que contase con la influencia del primer magistrado de la Nación.
Había tenido lugar una cuestión sin importancia en el gabinete, nada fundamental y que podría clasificarse de simple amor propio. Siempre sucede lo mismo, porque para integrar los ministerios no se buscan hombres que representen verdaderos principios de gobierno del punto de vista económico o social. Sólo se piensa en reclutar ciegos partidarios.
Los círculos políticos se sentían agitados y en la prensa llovían los comentarios al respecto.
Esta crisis terminó con la renuncia de uno de los ministros y vino a sucederlo el Dr. Ferreol. La prensa amiga lo elevó a las nubes y su ambición se encontró sobremanera halagada. Recibió telegramas, infinidad de adhesiones, y pudo leer en los diarios, con indecible alborozo, biografías de su persona tan complacientes y exageradas que hubieran hecho ruborizar a otro más modesto.
Su nombramiento tuvo una particularidad que le sirvió de mucho.
Cansado el Presidente de la República con los comentarios de la prensa y el juego de intrigas que hacían valer los círculos para imponer determinados candidatos, se reunió con unos pocos amigos, y discutiendo el punto se resolvió ofrecerlo la cartera a Ferreol.
Decidido esto, el Presidente se trasladó acompañado de dos personas a la casa del Diputado. Este se deshizo en protestas de adhesión y sahumó la frente pálida del Presidente con una frase galante de cortesano.
—Más que el puesto, señor —le dijo—, me obliga el honor de la visita.
Allí mismo se redactó el decreto y se mandaron copias del mismo a los diarios.
Desde entonces Ferreol fue el hombre de moda, y los infinitos camaleones de nuestra política empezaron a cortejarlo.
Había alhajado su casa fastuosamente y daba recibos cada jueves. Allí la puerta era franca para todo el mundo, porque si bien invitaba por tarjetas había dado la consigna a sus amigos de que llevasen la gente que quisiesen. Deseaba ensanchar el círculo de sus relaciones y asegurar el mayor número de adictos, porque su cerebro ahora se encontraba destrozado por la única preocupación de suceder en el mando al primer magistrado de la República.
Dorotea había sido también invitada. Ferreol sabía que Dagiore era dueño de un Café muy concurrido y que allí se podía hacer algo, aunque más no fuera que colocar algunos ejemplares de su diario. También quería halagar al Mayor, el cual era uno de sus buenos partidarios y hacía tiempo que sospechaba las relaciones que lo unían a Dorotea, por malicia o quizás por espíritu de venganza, pues no había ninguna prueba ostensible y la conjetura partía de ver a Paz concurrir asiduamente a lo de Dorotea. Esta no asistió a los primeros recibos, creyendo que la invitación obedeciese solamente a una cortesía de misia Pepita; pero luego que supo que frecuentaba todo el mundo la casa de Ferreol, se decidió a asistir pensando en sus hijas y también en José que podía conseguir un buen empleo. Toda una semana se la pasó en los aprestos para presentarse dignamente en el recibo. Victoria y María estaban fuera de sí. Se prometían gozar como nunca lo habían hecho y en sus cerebros vagaban los novios más apuestos y rendidos que se pueden concebir. Llegó, al fin, el suspirado jueves y por la noche aún les faltaba algo. Clara, que todavía las servía y que había quedado como un miembro de la familia, tuvo que disparar varias veces a las tiendas del barrio por cintas y alfileres.
A las nuevo y media se pusieron en marcha. José las acompañaba, disgustado, y las muchachas, felices dentro de sus trajes incómodos, se mofaban de él.
En el zaguán José entregó la tarjeta de invitación a un lacayo y este les franqueó la entrada. En el patio fueron recibidos por Víctor, el hijo mayor de Ferreol, y otros caballeros. José dejó en manos de una sirvienta los tapados de las tres. Se dirigieron entonces a la parte en que estaba misia Pepita, la cual las hizo sentar y las presentó a algunas amigas. Víctor se llevó a José. Victoria y María se encontraban algo embarazadas, pero con todo, pudo la primera vencer su timidez para decir a su hermana:
—¿Repara en aquel loro?
—¿Dónde?
—Allí, a tu izquierda.
—Si es misia Mercedes.
—¡Qué espantajo!
—Sin embargo, ese verde oscuro está de moda.
—¡Ah! pero a ella no le sienta.
—Cállate, por favor, concluyó María, viendo que su hermana reía ocultándose la cara con el abanico.
La mujer del boticario, por su parte, al verlas entrar había hecho a su vecina, también enemiga de Dorotea, la crítica de las tres.
—Miren la desvergonzada, presentarse con ese escote: está visto que ya no puede reunirse la gente decente, porque la chusma tiene entrada a todas partes. —Y todas aquellas mujeres frívolas y tontas sólo se ocupaban de zaherirse y reparar recíprocamente en los trapos que las servían de adorno.
Todas allí estaban desconocidas y como envaradas por el ajuste de los corsés. José mismo desconocía a sus hermanas. Es que no hay vida para el hogar y todo se hace en él con el pensamiento fuera de la casa: ¿quién podría reconocerlas, si todas esas mujeres, ahora tan paquetas, no hacía una hora que se encontraban con el cerquillo enrulado en papeles, sin corsé y con un vestido suelto y sucio?
En cuanto a Dorotea no salía de su estupor al mirar el arreglo de la casa. Ella que la conocía no encontraba un solo mueble de los antiguos. Todo había sido renovado. Los dormitorios habían tenido que pasar al segundo patio. La sala y antesala tenían un mobiliario suntuoso y en las mesas, en el piano hasta en los rincones se veían valiosos objetos de arte. Las paredes estaban demasiado recargadas con las galerías, los cortinados, dos soberbios espejos y cuadros de gran mérito, algunos de ellos originales de Murillo. Bien mirado, aquello más parecía bazar o museo que sala de un ministro, pero esto era debido a que se le había obsequiado con exceso y Ferreol, para no herir susceptibilidades, exponía todos los regalos. Un piano Kriegelstein, de majestuosas voces, estaba esquinado en la antesala. Después de esta se pasaba al cuarto de trabajo de Ferreol. Pocos muebles, pero especiales. Un escritorio ricamente tallado, dos bibliotecas de un gusto muy elegante y con los estantes bien nutridos de tomos, un sofá, algunas sillas y una habanera trípode con incrustaciones de metal. En esta pieza los cuadros denotaban las predilecciones de su dueño. Washington, Danton, Marat, Robespierre, Thiers, Gambetta y Disraeli, estaban representados en muy buenos grabados.
Enseguida el comedor. Un juego soberbio de roble. El aparador, la gran mesa del centro, la pequeña de trinchar y las dos docenas de butacas, le habían costado cuatro mil patacones. Una de las confiterías más en boga había arreglado la mesa y tres correctos sirvientes servían los pedidos de los invitados.
Poco a poco, fue invadiendo la casa una concurrencia numerosa. Estaban allí representadas todas las clases sociales, no obstante de que la mayoría de los trajes eran uniformes.
Se formaron grupos. En la sala estaban las señoras y contados eran los galantes que las acompañaban. En los otros cuartos departían los hombres sobre asuntos generales, no faltando algunos Judas que denunciasen con sonrisas irónicas la ambición del anfitrión. Los menos relacionados o más tímidos salían a fumar al patio.
En medio de este amable tumulto se paseaba el doctor Ferreol prodigando almibaradas sonrisas. Hablaba con uno, lo dejaba, atendía a otro y así seguía, incansable y satisfecho, afirmando la base de su candidatura. El Mayor Paz lo seguía a ratos y Ferreol, acariciando su sueño dorado, pensaba que podría ser alguna vez su Edecán.
Un corredor lo abordaba con una sonrisa elocuente. No le dejaba hablar.
—Su asunto está a la firma —le decía.
Entonces un cesante, venciendo su timidez, se le cruzaba.
—Señor —profería, y empezaba en su cortedad a tragar saliva.
—No lo olvido, mi amigo: véame mañana en el Ministerio.
Carlos y Esteban disparaban de un lado a otro como unos guarangos, riendo y poniendo motes a los invitados pero los visitantes se dejaban pisar y ajar sus trajes encontrándolos adorables y los hacían jugar: luego corrían a las faldas de la abuela.
—¡Niños! —decía esta—: vayan para allá; esténse quietos —y seguía la conversación.
Misia Francisca, desde que su hijo había sido nombrado ministro no sabía lo que le pasaba. Era de gozarla al ver las ponderaciones que hacía de Ferreol.
Tenía su círculo, y no sin razón, porque ya más de un asunto se había despachado favorablemente por haber ella intercedido ante Ferreol.
Al lado de la madre del dueño de casa estaba sentada misia Carlota, viuda de un primo hermano de Ferreol, y que al morir su marido había quedado poco menos que en la indigencia con una hijita a la cual idolatraba. Cosiendo ponchos para el Estado se había sostenido basta ver crecida a su querida niña, que la ayudó luego en el trabajo con una abnegación ejemplar. Las virtudes de esta señora habían llamado la atención de sus parientes, los cuales más de una vez quisieron socorrerla, pero ella, agradeciendo, supo rehusar dignamente el dinero, que se la ofrecía. Entonces se pensó otro modo de protegerla, buscándola costuras que fuesen bien pagadas. Misia Pepita no tenía otra costurera y la recomendaba a sus amigas, Dorotea se había mandado hacer más de un vestido con misia Carlota y era siempre la que cortaba los trajes a María y Victoria, que luego cosían estas en su casa.
Esta excelente señora se mantenía retirada del mundo, pero pensando en el porvenir de su adorada pequeña, había reñido con sus hábitos y acudido a la invitación de su encumbrado pariente.
En aquel hervidero de pasiones, muchos habían husmeado que la modesta joven era sobrina del Ministro; la creían buen partido, y por esto no le faltaban cortejantes. La inocente niña estaba bien ajena a estas maquinaciones y en cuanto a la madre, cegada en su cariño, lo atribuía todo a las dotes personales de su Carlotita, pues la niña llevaba su mismo nombre.
La joven, por otra parte, tenía ya concebida su novela sentimental y todas sus simpatías las había enviado en la luz de una mirada al alma de José. Este siempre la había distinguido y recordaba maravillosamente todas las veces que se habían visto. Como en la mayoría de estos casos, era bien difícil decir cuál de los dos había primero interesado el corazón. José, confundido en un grupo, a la distancia, no la perdía de vista y el hilo invisible de sus miradas se fundía de vez en cuando entretejiendo en esos cerebros juveniles la eterna guirnalda que forma siempre el amor de esperanzas y quimeras.
—¿Qué hay? —dijo de pronto misia Francisca, cortando el hilo de la conversación que sostenía con Catay, al ver cierto movimiento en la antesala.
—Es que va a cantar el tenor B.
—¿Quiere preguntar qué es lo que va a cantar?
—Con el mayor gusto, señora.
Ferreol, en cada recibo preparaba bellas sorpresas a sus invitados. Los mejores artistas de Colón frecuentaban su casa y los concurrentes ya sabían de antemano que se cantaría y haría música.
—Va a cantar un trozo de Romeo y Julieta —dijo Catay ya de vuelta.
El tenor tenía una fresca y bella voz.
A poco de empezar lo interrumpieron los aplausos. Se conocía que la mayoría del auditorio no era muy diletante, razón sin duda de su inmediata impresionabilidad.
Muchos pidieron silencio y entonces el tenor siguió cantando el popular solo de la escena segunda del tercer acto:
Stagnate, o lagrime,
Al core intorno…
Non vale il piangere,
Convien morir.
José había adelantado algunos pasos y no estaba muy distante de Carlota. Ese piano quejumbroso y esa melancólica expresión que daba el cantor de oficio a la cantata hacía un mal horrible a los jóvenes, que se miraban, a la sazón, intensamente. Eran almas predispuestas, porque habían crecido en la especial atmósfera de una ciudad populosa del siglo XIX. El dolor de ocasión les traía confusos recuerdos de infinitas necesidades, que no pueden ser satisfechas, porque nacen de un extravío de criterio, y estas verdaderas asfixias del alma hacían crisis en vaguedades de sonámbulo y en opresiones de pecho como si faltara aire a sus pulmones.
Y el tenor seguía cantando como si se le desgarrara el corazón:
Vis piú mi splendano
Y rai del giorno:
Sia questo l'ultimo
De'miei sospir.
Por fin, aquel fullero del sentimiento terminó. Los aplausos y luego los comentarios que se hicieron calmaron a los jóvenes de su hesitación.
De pronto se formó un bullicio, cuyo eco fue recorriendo las salas. Al avanzar la ola de esta alegre algazara cerca de misia Francisca, preguntó a su vecino más próximo qué motivaba este alboroto.
—Es que quieren bailar— se le contestó.
—¿Y por qué no? —replicó ella—: no falta nada.
El piano pobló el salón con los alegres aires de una mazurca y la danza se improvisó.
Carlota se acercó a su madre y le dijo
—Mamá: si me vienen a sacar, ¿qué hago?
—Según el que sea, hija: sí le conoces o te le han presentado, acepta no más: ahora si no te gusta o crees que no es de tu rango, dale cualquier excusa: ya sabes que hay gente aquí muy cualquier cosa.
La niña, con este permiso, apenas podía reprimir su contento.
—Mira —continuó la precavida señora—, no olvides todo lo que te tengo enseñado y las respuestas que has de dar, y si por casualidad te encuentras con un atrevido, le dices que te haga sentar.
—Sí, mamá; pierda cuidado.
En esto se allegó un joven Burgos, escribiente del Ministerio, y la rogó quisiera acompañarlo a bailar la mazurca.
Accedió ella, y bien pronto se confundieron entre el tumulto de parejas que ondulaban en rítmico vaivén por el espacio libre de la sala.
José que vio esto quedó desesperado. ¡Ah! él conocía a ese tuno. Le buscaría camorra y se la pagaría.
Sus celos no le aconsejaban nada más juicioso, por el momento. Carlota al pasar por su lado le enviaba unas miradas que hubieran aplacado a cualquier amante menos feroz; pero José se creía ya con derechos imprescriptibles. En su despecho, y como buscando un refugio se acercó a Andrés que había ido acompañando a don Isidro.
Allí todavía fue a iluminarlo la mirada enamorada de Carlota.
Un extraño que lo notó, y a quien no conocía José, lo dijo, queriendo echarla de gracioso:
—Anda Vd. en la buena. Si juega esta noche de seguro que pierde.
José se puso todo colorado.
—La verdad es que tienes mucha suerte —le dijo despacio Andrés—: yo no sé qué encuentran en ti las mujeres.
—Eso no quita que se eche en brazos de otro —respondió el joven brutalmente y dando salida a su rencor.
—No seas pavo: ¿qué quieres que haga la pobre en un baile? Bastante hace por demostrarte preferencia. La culpa es tuya que no te apuraste por sacarla.
—Sí, ¿pero no ves cómo vengo? Todos andan de frac y yo me he venido de levita.
—¿Pero estás ciego? Además que este es un baile improvisado, ya ves el traje de las mujeres, andan muchos con levita y otros se han lanzado con yaques.
En esto apareció Víctor, y José sufrió la angustia de ver cómo Andrés le imponía de lo que pasaba.
—¿No es más que eso? yo lo palanquearé, mi amigo. Voy a comprometerla para la segunda pieza, me acerco luego a conversar con Vd. un momento y Vd. lo aprovecha para pedirle la siguiente.
Así quedó convenido y no tardó mucho el delicioso instante en que José se paseaba muy ufano con ella, dándola el brazo.
Los papeles se habían trocado esta vez. Ahora era el escribiente Burgos que miraba a la feliz pareja con ojos de idiota. Estiraba el puño de su camisa, se peinaba con los dedos la onda de su pelo y buscaba una expresión lánguida para interesar a Carlota.
Los jóvenes mantenían una conversación al parecer muy animada.
¿De qué hablaban? Vaguedades que a ellos solamente les interesaba y comprendían.
Sin embargo, hubo un momento en que José venciendo su emoción quiso irse a fondo.
—Señorita —dijo—; desde la primera vez que tuve la dicha de ver a Vd. puede creer Vd. en mi sinceridad… desde esa vez la recuerdo siempre, todos los días.
Estas palabras le salieron entrecortadas, balbucientes. Lo peor del caso era que el infeliz comprendía que se había expresado de una manera vulgar. Pero no había podido concertar otras palabras. Quedó confundido y esperando como un criminal la respuesta de Carlota. Esta se había inmutado. Su corazón palpitó fuertemente, y sintió una oleada de sangre que desde sus entrañas vírgenes subía hasta incendiarle el rostro.
Los dos temblaban de pasión y los estremecimientos que sentían sus cuerpos se los trasmitían en el contacto de sus brazos.
Ella hizo un esfuerzo por reprimirse y dijo con dulce seriedad:
—Caballero, yo no puedo escuchar a Vd. esas palabras. Le ruego que me hable de otras cosas.
José había empezado y era imposible contenerlo en la pasión que ya lo dominaba. Interpretó mal las palabras de Carlota, ignorando que la infeliz no le había dado ni la tercera parte de la respuesta que lo enseñara su buena madre.
—Señorita —dijo con una tristeza que a su despecho lo invadía—: por obedecerla sacrificaría mi vida, pero Vd. será tan buena para decirme una sola cosa y le juro no la molestaré más en la vida.
La joven calló sin saber qué responder, pero no podía ocultar que había entrado en cuidado. Entonces José continuó:
—Señorita: por lo que quiera Vd. más en el mundo, le suplico me diga si tiene algún compromiso. —Y José al decir esto miraba torvamente hacia la parte en que se encontraba Burgos.
Esto decidió a la joven.
—¿Yo? ninguno —contestó.
La pieza terminaba.
Asustada de su respuesta Carlota pidió a su compañero la sentara.
—¿Por qué? —dijo este—: ¿no me acaba Vd. de decir que no tiene ningún compromiso? —agregó con picaresco desenfado.
La joven sonriendo replicó candorosamente:
—Mamá puede retarme.
—Bueno, para la subsiguiente.
—Está bien.
José la sentó y salió al patio a respirar, porque la dicha lo ahogaba. Víctor y Andrés lo felicitaron.
—Yo también, aunque no sé de lo que se trata —dijo a sus espaldas Juan Diego, que entraba en ese momento.
—¡Tú! —exclamaron los jóvenes.
—A qué hora —observó Víctor—: pareces un príncipe.
—Díme ¿dónde dejo el sobretodo y el sombrero? Qué bueno está el baile. Caramba, esto promete.
Víctor llamó un lacayo y le hizo tomar el sombrero y el sobretodo del travieso estudiante, entregando en cambio el sirviente una tarjetita numerada.
—A la acción, muchachos —dijo Juan Diego—: ¿ninguno de Vds. me acompaña? me voy a bolear si entro solo.
—Vamos —dijo Andrés.
Por amistad con José decidieron sacar a Victoria y María, que estaban planchando.
Las jóvenes excitadas por la atmósfera cargada del salón presentaban en sus mejillas unas placas moradas, signo característico del temperamento linfático y de la pobreza fisiológica de sus constituciones.
Ferreol seguía atendiendo a sus contertulios y aunque parecía muy satisfecho estaba bastante contrariado: dos caudillos electorales que esperaba esa noche no habían venido y en sus sueños de ambición daba al hecho más importancia de la que realmente tenía.
Catay y D. Isidro se le acercaron: el primero ya había aprovechado la influencia de Ferreol consiguiendo ser nombrado cirujano del ejército, con residencia en Buenos Aires; y ahora médico y boticario trataban de que el Ministro interpusiese sus buenos oficios para que fuesen aceptadas varias propuestas de medicamentos que había ofrecido D. Isidro.
Ferreol notaba el negocio sucio, pero se veía obligado a ayudar para que lo ayudasen. Se defendió débilmente.
—Pero eso es asunto de licitación —dijo.
—La licitación sólo es obligatoria cuando se trata de una compra que exceda de mil fuertes, y ninguna de mis propuestas —respondió D. Isidro—, pasa de esa cantidad. Por otra parte, los medicamentos son reclamados con urgencia y los pedidos han sido bien informados.
—Es que la mayoría de ellos, según tengo entendido, no corresponden a mi despacho.
—¡Pero usted, doctor!…
Esta frase que halagó a Ferreol, concluyó con sus escrúpulos y dio la respuesta consagrada:
—Llévese un apuntecito y véame mañana en el Ministerio; trataremos de arreglar esto.
D. Isidro tartamudeó unas cuantas frases de reconocimiento y se apartó con Catay.
—Qué hombre fino y servicial; merece ser Presidente; no hay otro como él —decía don Isidro al médico, entusiasmado ante la perspectiva de redondear un buen negocio.
D. Guillermo, dueño del Registro donde estaba empleado José, y padre de nuestro joven conocido del mismo nombre, aprovechó el momento que hacía tiempo esperaba de ver solo a Ferreol y lo abordó.
Iba también a defender el pleito de su interés: quería que el Gobierno le comprase una gran partida de cobijas y mantas con destino a varios establecimientos públicos y que se suprimiese una cláusula en una licitación por vestuario que sabía iba a publicarse de un momento a otro, por habérsela enseñado el oficial mayor del ministerio respectivo. Ferreol prometió. Se sentía cansado con tantas exigencias. Ya no creía, como antes, en la existencia de personas que tuviesen patriotismo teórico. Rodeado de sanguijuelas, su sentido moral empezaba a zozobrar y su carácter se estaba amoldando al modo de ser de un clown de Circo que las circunstancias hacían accionar en un teatro más vasto. Carecía por completo de esa buena vista y ese tacto especial que distingue a los hombres de verdaderas disposiciones para el mando y que de una simple ojeada aquilatan el valor de las personas. Ferreol confundía a todos. Para él no había más que pillos. Unos brutos y otros inteligentes, pero que encontraban su punto de conjunción en las pretensiones que manifestaban. El grupo de intrigantes que lo rodeaba le impedía ver a los hombres probos, que nunca faltan en cualquier sociedad, bien inspirados y de errores sinceros.
Él por su parte, tampoco perdía su tiempo, y el ruido de sus fiestas le atraía algunas valiosas testamentarías y otros asuntos importantes que mandaba luego al estudio de su socio.
—Mi querido amigo —le dijo una voz a la espalda.
Dio vuelta Ferreol y se encontró con un antiguo colega de la cámara, un diputado por una provincia del norte, fatuo y majadero como ninguno. Como alardeaba tener gran influencia en su provincia, los políticos le tenían regular consideración.
—Creía que ya Vd. me haría la rabona por esta noche.
—¡Qué esperanza! Le había dado mi palabra y nunca falto a ella: así, aunque hubiera sido al alba me habría tenido Vd. por aquí. El diputado miró a sus lados y en medio de acciones de mal gusto, continuó con énfasis:
—Hubo sus inconvenientes. Fui a comer con el Presidente y después me instó para que le acompañara al teatro y he corrido con él la tuna.
Era la manía del Diputado: citar el nombre del Presidente en sus conversaciones. En el resto de la noche lo nombró cien veces más y siempre refiriéndose a episodios íntimos, como para demostrar que los unía una relación casi fraternal. Por lo que respecta a su instrucción este arrogante representante del pueblo era de todo punto inofensivo.
D. Guillermo, después de dejar a Ferreol, se dirigió con su aire siempre grave adonde estaba Dorotea.
La saludó y le dijo:
—Señora, si Vd. consiente pasearemos esta pieza —y le ofreció el brazo.
—Con mucho gusto, señor.
Empezaron a andar con dificultad a causa de que bailaban muchas parejas y a cada momento tenían que esquivar algún choque.
—Tengo que hablarla de un asunto algo serio, señora.
Dorotea entró en cuidado y replicó vivamente:
—Hable Vd., señor.
—Aquí no se puede andar: ¿quiere Vd. que pasemos al comedor? Allí estaremos algo más libres.
—Como Vd. disponga.
En el comedor, don Guillermo quiso servir algo a Dorotea, pero esta, que esperaba una desazón, rehusó tomar nada.
D. Guillermo insistió y pidieron dos tazas de té.
Entre tanto se habían sentado.
—¿Qué tiene Vd. que decirme? —preguntó Dorotea.
Señora, tengo que darle muchas quejas de su hijo. Se comporta muy mal, va tarde al registro y hace las cosas allí como si no se lo pagara.
—¡Ah! pobre muchacho: tiene mala cabeza, pero considere Vd. que es joven él; se ha de componer porque tiene buen fondo, se lo aseguro.
—Difícilmente, señora, y perdone que le hable con esta franqueza. Se reúne con jóvenes muy desordenados. Vd. sabe que allí lo hemos tratado siempre con todo género de consideraciones: se le ha aumentado varias veces el sueldo y no por esto se muestra más asiduo en sus tareas. Se lo digo a Vd. para que lo reconvenga y si él no se corrige, aunque me sea sensible, porque estimo a Vd. y veo que José nos ha acompañado algunos años, tendré que verme en la necesidad de despedirlo.
—¡Ah! señor, yo agradezco a Vd. todo lo que hace por José y le juro que haré todo lo que esté de mi parte para que se porte con Vd. como es debido.
—Si él hubiera sido otro a la fecha tendría una habilitación.
—Bien lo veo, señor.
—Otra cosa, señora; porque es preciso que Vd. lo sepa todo: he tenido el gran disgusto de saber que mi hijo con el suyo concurren a parajes que no me es posible nombrar. Yo he castigado severamente a Guillermo y le he prohibido se junte con José. Ruego a Vd. quiera tener la bondad de hacer igual prevención a su hijo. Bajo este concepto y si su comportación es otra quedará en el empleo que tiene en mi casa.
Dorotea, como todas las madres, veía la inocencia de parte de su hijo y creía que Guillermo era el que había inducido a José a dar malos pasos. Iba a hacer esta salvedad, pero se contuvo.
—Está bien, señor —dijo—: lo haré así.
La conferencia había terminado y D. Guillermo condujo a Dorotea nuevamente a la sala.
El baile tocaba a su término. Varias familias se estaban despidiendo y otras habían pasado al tocador de misia Pepita para colocarse sus abrigos y arreglarse.
Dorotea, muy contrariada con lo que le había dicho D. Guillermo, se alegró de poderse retirar también ella, sin despertar atención ya que tantas señoras salían.
Las niñas llamaron a su hermano para que las acompañase a buscar los tapados.
—No, mama, espérame un poco; ¿qué objeto hay en irse tan pronto?
—Si no quieres acompañarme, nos iremos solas —replicó con acritud Dorotea. Estoy descompuesta ¿sabes?
José notó algo en su madre: pocas veces le había hablado con tal sequedad. Aunque deseaba ver hasta el último momento a Carlota, se resignó y dijo:
—Si es así, vamos.
Se despidieron de misia Pepita, de misia Francisca, de misia Carlota, de su hija y de varias otras personas que estaban cercanas. Un apretón de manos, dos besos maquinales y unas cuantas palabras de convención, que se cruzaban sin sentido, las más de las veces, tal era el hábito de repetir siempre las mismas cosas, sin escuchar ni hacer las debidas pausas.
José oprimió fuertemente la mano a Carlota y esta devolvió suavemente la presión como significándole que entendía la clave de ese lenguaje.
Salieron. En la puerta las saludó Ferreol, que había ido despidiendo al nuncio apostólico. Aunque extranjero, lo creía una influencia electoral por sus conexiones con el clero. Víctor, que también se encontraba allí, deslizó estas palabras al oído de José:
—Vuelva cuando deje su familia: lo esperamos en mi cuarto.
Caminaron ligero, porque hacía frío. José y Dorotea iban callados, ensimismados en sus impresiones, mientras que Victoria y María recordaban alegremente los episodios de la reunión.
Al abrir José la puerta de su casa, le dijo Dorotea:
—Tengo que hablarte.
—Más tarde, mama, me espera Víctor.
—¿Qué se me importa a mí de Víctor? Entra, te digo.
—¡Pero, mama!
—¿Quiere decir que ya te crees independiente y no me haces caso?
—No es que no te haga caso, sino que estoy comprometido. Voy a volver muy pronto, y sin esperar contestación se puso en marcha.
Dorotea quedó muy seria, y sus hijas, temerosas de que volviese el enojo contra ellas, penetraron calladas a su habitación.
Muy crueles fueron los pensamientos de Dorotea: su hijo no la hacía caso, era un perdido y ella se sentía impotente para gobernarlo, porque José no sólo era un hombre, sino que desde varios años antes usaba de entera libertad para entrar a su casa a la hora que se le antojaba y aun algunas noches, faltar por completo del hogar: veía que le faltaba una mano de fierro para cortar estos hábitos. En vano se devanaba los sesos: no se le ocurrió medio de hacerlo entrar en vereda, y en su aflicción concluía por echarse la culpa de lo que sucedía y su conciencia de mala madre despertaba al fin con acerbos recuerdos. Ella no lo cuidó como era debido en su infancia, dejándolo en compañía de muchachos vagabundos, y más tarde le había concedido la llave de la puerta de calle. La punzaban extraños recelos y se figuraba a ratos que se lo traían muerto por haber peleado en alguna casa mala.
Quiso esperarlo, pero cuando pasaron dos horas largas, sus hijas, ya recogidas, la decidieron a que se acostara.
José con acelerado paso regresó a lo de Ferreol. La fiesta no había concluido aún. Muchos hombres quedaban todavía, y algunas pocas familias que se preparaban para retirarse.
Misia Francisca, que no perdía oportunidad para hablar de su hijo, se complacía escuchando a don Isidro, que no encontraba palabras suficientes para encomiarlo. El suspicaz farmacéutico pensaba que todo lo que dijera a la excelente señora lo sabría bien pronto Ferreol.
—El doctor —decía a la sazón—, es el hombre más bien preparado que tiene el país para la vida pública y tengo la convicción de que nos mandará a todos desde el puesto más alto.
—Quién sabe —replicaba la madre—, se ven tantas cosas… y no siempre suben los que saben más.
—No tenga duda, señora: es el candidato más simpático al pueblo.
—Pero si todavía falta tanto tiempo: de aquí allá pueden suceder tantas cosas… —y como no creía en estas conjeturas, reía satisfecha la buena señora, muy complacida de poder enseñar sus dientes postizos.
—Sin embargo, señora, en todas partes no se oye hablar sino de política.
—Hay que tener en cuenta que Manuel es sumamente modesto y no es como otros que trabajan para sí: ya ve usted cuando lo nombraron Ministro: aceptó por patriotismo y porque el mismo Presidente de la República vino a esta casa a ofrecerle la cartera.
—Mi tía —dijo Carlota interrumpiéndolos—, nos vamos.
—Qué apuro: nadie nos corre.
D. Isidro aprovechó el momento para despedirse: hacía media hora que no deseaba otra cosa, pero la vieja con su conversación sostenida no le había presentado la oportunidad.
—Voy a buscar a mi mujer, que me espera —exclamo al último.
—Dígale a Merceditas que me visite —respondió misia Francisca, encantada del boticario.
Cuando este se hubo alejado le dijo a Carlota:
—Qué hombre tan de buen sentido; da gusto conversar con él, —y como estaban cercanas varias personas se dieron vuelta para mirar al feliz boticario.
—Mamá está apurada, porque ya es muy tarde —dijo Carlota, y vengo a despedirme.
—No, mi hijita, vamos a ir juntas: es casi la misma dirección.
—No se incomode, mi tía, mire que nosotras podemos ir muy bien; Víctor nos va a acompañar.
—Miren el mequetrefe: valiente compaña: si van con él y les sucede algo tú o tu madre tendrían que defenderlo.
La joven rió del excelente humor de la señora.
—Cómo se pondría si la oyera —no pudo menos que decir.
—Déjate de eso: anda y di a Carlota que se tape, que vamos a ir en el carruaje.
—Mamá no va a querer —contestó en voz algo baja Carlota, porque se apercibía que muchos se imponían de la conversación, pues misia Francisca hablaba como si la escucharan sordos.
En el mismo tono continuó la señora:
—Pues no faltaba más: ¿no ves que Manuel tiene tres carruajes y es preciso ocuparlos para que los troncos no se olviden de trotar? hoy me vine en el cupé y ahora ha puesto a mi disposición el landó —y al decir esto paladeaba como si estuviese gustando un caramelo.
—Voy a decirle a mamá, entonces.
—Espera; dame el brazo, voy a despedirme de Pepa.
Se dirigieron al tocador, y cuando pasaron por el comedor, José, que estaba con Víctor, Andrés y Juan Diego, pudo bañarse una vez más en la luz que esparcía la mirada enamorada de Carlota. Esa noche sería inolvidable para ambos. Habían bailado muchas piezas y hecho comunión de ideas y sentimientos.
Carlota era realmente bella. Estatura mediana, un tallo primoroso, ojos de azabache y pelo castaño. Las demás facciones delicadas y bien proporcionadas hacían un conjunto admirable; pero lo que le daba verdadero encanto y una seducción irresistible era su modo de ser, la vivacidad de sus expresiones y su voz de un timbre fresco y sonoro. Podía decirse de sus palabras que eran armonías que exhalaban dos filas de perlas reflejando sus cambiantes nacarados al través de una granada abierta.
Los jóvenes pasaron al cuarto de Víctor y al poco rato sintió José el ruido del carruaje que llevaba a la prenda de su amor.
—Ahora, que estoy en antecedentes —dijo Juan Diego—, puedo, mi querido José, darte mi mayor enhorabuena.
—Déjate de embromar.
—Cuando se quiere bien, uno no debe ocultarlo —observó Andrés.
—Está bien —contestó José, haciendo gran esfuerzo para mantenerse sereno, pero que yo la quiera no significa nada: ella puede preferir a otro; y hay además —agregó desalentado—, que ver la opinión de la madre.
—Eso es lo de menos —exclamó Víctor—: yo me encargo de presentarlo en la casa.
—Ya lo ves —dijo Juan Diego—, se te abre el camino: «gracias, mi querido primo», dile.
Victor y José se miraron y rieron de la ocurrencia.
El hijo de Ferreol simpatizaba en extremo con José: conocía sus calaveradas y su audacia y estaba perfectamente dispuesto a intimar con él y a ayudarlo en todo lo que pudiese.
Así como lo pensaron se hizo, y nuestro joven empezó a visitar en casa de misia Carlota, donde fue bastante bien recibido.
José esa noche parecía que tenía azogue en el cuerpo.
Sus nervios estaban excitados y sentía una necesidad de acción que lo martirizaba.
El soplo confortante de un amor digno y puro había estremecido todo su ser y a su contacto mágico vibraban las cuerdas de su alma modulando plegarias, y resurgiendo en él frescos y lozanos los capullos de nobles sentimientos que guarda siempre el corazón humano como una herencia bendita o imprescriptible.
—Vamos al duerme —dijo Andrés, que era el más juicioso de todos ellos.
—Yo tengo que estudiar la conferencia de mañana —agregó el estudiante—: creo también que es hora.
—¿Cuántos años te faltan? —preguntó Víctor.
—¿Cuantos? Uno no más. En Marzo del que viene presento la tesis.
—Yo no tengo sueño —exclamó José.
Al pobre joven lo conturbaba una ansiedad creciente. Sentía estimulada su actividad por la pasión que le devoraba el pecho y le ponía brillante la mirada. Soñaba con causas generosas, deseaba exponerse a mil peligros y distinguirse para demostrar grandeza de alma.
Pero a esa hora no había para él más que dos caminos: el de su hogar o el de la casa de tolerancia; y optó por la última.
—Vamos un momento a lo de Amalia —dijo Juan Diego.
—Lo que es yo no los acompaño —contestó Andrés.
—Qué diablos, vamos a cualquier parte, pero vamos todos —propuso José.
—Yo siento no poderlos acompañar —dijo Víctor en tono bajo— porque pienso írmele al cuarto a la sirvienta.
—Diablo: eso es más cómodo —contestó Juan Diego.
Entonces los jóvenes se despidieron.
—Hasta el jueves que viene —dijo Victor.
—Bueno.
—Lo que es usted Dagiore, ya sabemos que no vendrá por nosotros.
—¡Cómo no!
—Adiós.
—Adiós.
—Que les vaya muy bien.
—Y a ti con la…
—¡Chist! —y riendo se separaron.
Víctor fue a su cuarto a esperar que todos se recogieran en la casa, mientras su padre, cansado y aturdido con la fiesta, trataba en vano de conciliar el sueño, que ahuyentaba su ambición al forjar alianzas, combinaciones y prestigiosos caudillos catequizados.
José y Juan Diego arrastraron a Andrés, y los tres se dirigieron a lo de Amalia. Allí, como de costumbre, los abrió la puerta Josefina, que sorprendió a los jóvenes a causa de tener puestos unos grandes anteojos oscuros. La infeliz seguía cada vez peor de la vista.
José, tanto en el trayecto como en lo de Amalia, hablaba pronto de Carlota y de sentimientos dignos y elevados, y casi sin transición, al mismo tiempo, descendía a temas licenciosos. ¿Cómo explicar estas aberraciones? ¿Sería que la educación y el medio, lo arrastraban, como las olas de un mar embravecido a una débil nave que hubiera perdido el timón?
A la madrugada penetró a su casa y cuidando de no hacer ruido entró a su cuarto.
Cuando Dorotea se levantó se asomó a la habitación de su hijo y vio que dormía profundamente.
A las nueve se decidió a recordarlo.
—¿No piensas ir hoy al empleo? —le dijo.
—¿Qué hora es? —preguntó José, restregándose los ojos, y levantando la almohada, consultó su reloj.
—Es temprano —dijo.
Dorotea aprovechó la ocasión para decirle el sermón que le tenía preparado.
Ella creía que José quedaría confundido, pero sucedió todo lo contrario. El joven había hecho progresos de dialéctica.
—Mira, mama, te ha mentido miserablemente. Guillermo es el que no tiene ya compostura: debe a todo el mundo y es un sinvergüenza: en cuanto a que no me junte con él, perfectamente, y también encuentro razonable que se me pida vaya más temprano; pero eso de meterse don Guillermo en mi vida privada y calumniarme como lo ha hecho, no lo permitiré y hoy mismo le tiraré su empleo por la cara y me ha de dar una satisfacción: ¡si creerá ese viejo zonzo que me va a asustar!…
Dorotea se desarmó con estas palabras y empezó a rogar: trató de aminorar el alcance de lo dicho por don Guillermo y le pidió continuara en su empleo hasta encontrar otro.
José, que comprendía que en sus circunstancias no le convenía perderlo, se dejó convencer y habló un rato amigablemente con su madre.
Cuando esta hubo salido se empezó a vestir; tomó una bebida preparada con mercurio, y pasó a lavarse los dientes, porque el remedio se los ponía negros.
A las diez probó un bocado, y correctamente vestido salió para el Registro, no sin antes hacer un rodeo con el objeto único de hacer un pasacalle a Carlota.
Capítulo 10
Pasaron varios meses. José seguía visitando a Carlota y sus amores marchaban en una inteligencia perfecta. Como la señora y su hija estaban siempre ocupadas se había convenido recibirle los domingos. Allí José averiguaba si irían el jueves a lo de Ferreol, y en caso negativo, él también se abstenía. Cuando quedaban un momento solos, Carlota le informaba la hora en que iría a misa el día festivo más próximo, para hacer en la Iglesia comercio de miradas. Nuestro joven, pues, era feliz y avanzaba confiado hacia el porvenir entreviendo celajes sonrosados.
Pensaba pedir en breve la mano de la niña para formalizar un compromiso, que a la vez de alentarlo lo dejase tranquilo a este respecto. Esperaba solamente la terminación del año, para ver si don Guillermo le aumentaba el sueldo. Entre tanto se curaba, y según la opinión del médico, iba en vías de un restablecimiento completo. Si su sueldo no mejoraba tenía su proyecto: librar una batalla en su casa para que sus padres lo habilitasen y poder abrir un Registro de tienda y mercería.
Así seguía, igual y monótona su existencia, hasta que un día, en el momento de llegar a su acomodo, fue llamado por don Guillermo.
Como no tenía ningún trabajo entre manos se sorprendió.
—¡Bah! se dijo, he venido un poco tarde y el viejo me va a echar una raspa.
Miró a sus compañeros y los encontró tan mustios y silenciosos que comprendió al instante que algo grave sucedía.
José era muy precavido y sintió no haber traído su revólver.
Así fue que cuando entró al escritorio de D. Guillermo lo primero que hizo fue reconocer los objetos para tener presentes aquellos que pudiesen servir de arma en caso necesario.
—Buenos días, señor —dijo al ver a su patrón.
D. Guillermo lo mira sin contestarle. Estaba tétrico y sombrío. Se conocía que una tormenta moral rugía en su alma. En un rincón se encontraba Guillermo recostado contra el muro y con una mano cubriéndose la frente y parte de los ojos, que estaban rojos, lo que decía que había llorado mucho. Su aspecto revelaba tanta desesperación que movía a lástima.
José comenzó a comprender algo.
—¿Sabe Vd., —dijo al fin D. Guillermo con voz bronca—, de que éste —señalando a su hijo— haya gastado dinero en este tiempo pasado?
—No, señor.
—¡Diga Vd. la verdad, porque es muy posible que salga Vd. de aquí para la Policía!
José perdió su paciencia, y su temperamento nervioso prevaleció a despecho de todos sus deseos de mantenerse prudente.
—¿Yo? ¿yo a la cárcel? Mídase, señor, en lo que dice, porque de lo contrario…
—¡Me amenaza Vd.! —vociferó el comerciante; pero ya contenido algún tanto.
—No, señor; no lo amenazo; pero respeto a condición de que se me respete a mi turno.
—¿Pero cómo me quiere Vd. hacer tan tonto para que lo crea que no sabe nada del dinero que ha derrochado su amigo de parrandas?
—Él no ha tenido ninguna parte —sollozó noblemente Guillermo desde el rincón.
—¡Cállate tú, sinvergüenza! —gritó el padre.
—En fin, puede ser —continuó secamente el dueño del Registro—; pero si no ha sido Vd. cómplice directo, lo ha arrastrado llevándolo a casas de perdición. ¡Ah! Vd. ha sido fatal para mi casa y nadie me quitará que su mala compañía es la que ha corrompido a mi hijo: hemos concluido: ¡puede Vd. retirarse para siempre de esta casa!
José veía en desgracia a Guillermo y quería ser noble; por esto no había interrumpido a su padre; pero cuando vio que se lo arrojaba como a un leproso estalló:
—Usted es un viejo crápula y ladrón. Sépase, roñoso hipócrita, que su hijo ha sido el que me ha enseñado el camino de los burdeles y que cuando yo entré a esta casa apenas si sabía que existieran.
—¡Retírese Vd., insolente!
—¿Vd. cree que le tengo miedo? no quiero retirarme: si Vd. está en su casa, yo tengo el derecho de exigir los días que se me deben y un papel que atestigüe mi honradez, porque no soy un perro para que se me arroje de esta manera a la calle.
El comerciante, furioso, avanzó para tomarlo de un brazo, pero listo como el rayo José alzó una silla por el respaldo y lo ensartó del pecho.
—Modérese, señor, que por la fuerza no va a conseguir nada —dijo el joven en medio de la consiguiente agitación, pero con admirable sangre fría.
Los demás empleados habían oído el altercado y cuando comprendieron por el ruido de los muebles en que tropezaban José y su patrón, que algo más grave sucedía, ocurrieron aceleradamente.
Era tiempo, porque Guillermo viendo mal parado a su padre había querido separarlo a José, pero este que no conoció bien sus intenciones lo rechazó con una patada. El hijo iba a embestir nuevamente, cuando entraron en tropel los empleados.
El dependiente principal se interpuso entre los combatientes abrazando la silla.
—Deje, señor —le dijo a su patrón—, y Vd. también, Dagiore: esto no conduce a nada —y mientras ellos seguían gritando los otros dependientes los separaron.
—Venga Vd. conmigo: se lo pido como un servicio de amistad —dijo el principal a José. Este lo siguió y fue a su sitio habitual, que estaba en los escritorios que daban a la calle.
—¿No ve que no sólo me arroja injustamente de su casa, sino que pretendía darme de empujones? —decía José al principal mientras caminaban por angostos senderos que limitaban hasta el techo las piezas de género superpuestas.
—Está hoy intolerable, y creo que vamos a salir todos.
—¿Pero qué es lo que ha sucedido?
—Ha encontrado un pagaré de dos mil fuertes falsificado por Guillermo: se ha averiguado que hacía mucho de esto, pero renovaba los pagarés. Yo lo había dicho que el día menos pensado iba a hacer una trastada. Se metía en todo, daba órdenes contrarias a las mías y hacía asientos en los libros; pero don Guillermo, que lo consentía, tiene la culpa de lo que pasa.
—¿Y será eso no más?
—Ahí está lo que no se sabe.
—¡Pero yo no lo he visto hacer lo que pudiera llamarse grandes gastos!
—Es que debía en muchas partes y se conoce que ha querido pagar sus trampas, porque muchos de los que le habían prestado dinero, ya cansados, lo amenazaban con cobrarlo al viejo.
José entonces recordó los regalos que había hecho Guillermo a Josefina.
—Vaya una cosa linda; pero yo soy el que paga el pato, dijo.
—Quédese aquí un momento que voy a verlo.
D. Guillermo la había emprendido nuevamente con su hijo y tuvieron que quitárselo, porque en su furor volvía a golpearlo.
Hombre vulgar, no comprendía que podía haber probado, en esta ocasión, con una conducta elevada, la regeneración de su hijo. Ese mismo día llamó urgentemente al mayordomo de la estancia que poseía en Arrecifes, y cuando a los dos días bajó este, le entregó a Guillermo dándole toda clase de poderes para que lo hiciera marchar derecho.
—Señor —le dijo el principal—, es conveniente que arreglemos esto: por Vd. y por todos: es preciso que evitemos incidentes enojosos.
—Dagiore merecería un correctivo: es un insolente.
El principal necesitaba de su puesto, pero apreciaba mucho a José: así es que dijo:
—Es joven, señor, y en este asunto no tiene ninguna culpa.
—¡Lo defiende Vd.!
—Señor, digo lo que hay.
D. Guillermo, que recién había conocido la fibra enérgica de José, deseaba también terminar el asunto, porque no dejaba de pensar con recelo que un joven tan decidido podría vengarse asestándole un mal golpe.
—Arregle Vd. esto entonces: páguele todo el mes y escriba un simple certificado que yo firmaré; pero que no vuelva a presentarse en esta casa.
El principal fue a cumplir esta orden y se la comunicó a José.
—Ponga Vd. bien la palabra honradez, porque mi salida coincide con un robo que ha hecho Guillermo.
—Pierda Vd. cuidado.
Cuando fueron a entregarle el sueldo íntegro, aunque por el Código le correspondía más, no quiso recibir sino los días que iban corridos.
Se despidió cariñosamente de sus compañeros y recién supieron estos la extensión del aprecio que le profesaban.
Sería la una del día cuando salió a la calle. Se encontró perplejo sin saber dónde ir. Con todo se sentía alegre. Al fin decidió ir al Café Tortoni a pasar el tiempo hasta que llegara la hora de costumbre para retirarse a su casa. No encontró ningún amigo entre los pocos parroquianos que estaban en el Café. Pidió un oporto y se puso a hojear las revistas ilustradas que se encontraban sobre la mesa. Luego meditó sobre su situación. Su idea anterior de abrir un registro volvió a ocurrírsele, tomando mayor cuerpo en su mente. Hasta pensó en una competencia con don Guillermo, situando su negocio cercano al de su ex—patrón, y como su imaginación corría y se había emocionado por la afectuosa despedida que le hicieron sus compañeros, veía llegado el momento, en que ofreciéndoles mayor sueldo, lo dejaban a don Guillermo para venirse con él.
Luego bajaba con bastante recelo a la realidad de las cosas y se preguntaba si su padre le facilitaría el dinero necesario.
Así anduvo alimentándose de proyectos e ilusiones dos semanas, hasta que cansado de aburrirse las horas del día en que vagaba sin rumbo ni objeto y mermándosele los pocos pesos que tenía, resolvió participar a su madre lo que pasaba.
Dorotea se puso muy seria, pero cuando José expuso bien los hechos y le mostró el certificado, sintió un gran alivio: al menos su hijo no era ladrón, y convino con él en que don Guillermo era un mal hombre.
Pasando luego a la idea acariciada por José de instalar un registro, volvió la madre a ponerse seria y con acento triste dijo:
—Yo no la desapruebo, porque creo que serías juicioso, pero estoy plenamente segura de que tu padre te negará su ayuda. Tú no sabes cómo está. Sería preciso que permanecieses aquí todo el tiempo que lo pasa entre nosotros. ¡Ay! tu padre concluirá mal, y me parece que nos amenaza una desgracia.
—¡Dios mío! ¿y cómo yo no he sabido nada?
—Te hemos ocultado, porque creíamos que pasaría. Anda muy mal de la cabeza.
José quedó profundamente sorprendido, y el noble sentimiento del amor filial se despertó en su pecho brusco y enternecido, colmando por primera vez de secretas simpatías a su desgraciado padre, y un acerbo remordimiento empezó a punzarle las entrañas por su conducta pasada, al recordar que solían trascurrir meses sin verle.
—¡Quién sabe todavía! —dijo—, él tiene rarezas y un genio brusco; puede ser que viendo un médico la cosa pase pronto.
Dorotea se echó a llorar.
—Tú me ocultas algo, mama —gritó perplejo José, abrazándose a Dorotea.
—No hijo: hace varios días que estaba por contarte lo que pasaba; de todos modos habías de saberlo y sólo por una casualidad no te has encontrado en alguna de las escenas que han tenido lugar. Dagiore hacía tiempo que andaba muy fastidioso y lleno de ideas raras, yo lo sufría sin contrariarle, hasta que ahora cinco días se presentó un oficial de Policía al cual él acompañaba. Había ido a llamarlo para que tomara preso al Mayor, diciendo que lo quería asesinar.
José empezó a comprender la gravedad del caso, y se le nublaron los ojos.
—El oficial conocía a Paz —continuó la madre, y empezó recién a dudar del hecho, porque Dagiore había expuesto muy bien toda una historia en la Comisaría, pero sin dar el nombre del que decía premeditaba un crimen contra su persona. Entonces el de la policía le hizo varias preguntas, tu padre se confundió y al fin concluyó por decir que había más de cien que lo querían matar. Comprenderás cómo quedé. El oficial le dio toda la razón y le dijo que le mandara el nombre de los cien para ponerlos presos y salió con Paz. Yo le escribí entonces al Mayor, que se abstuviera de venir, y él me contestó, allí está su carta —dijo Dorotea señalando una cómoda—, que ya en el Café había Dagiore provocado incidentes parecidos, y concluía aconsejándome lo hiciese ver con un médico. Ya había pensado yo esto mismo, y viendo que salía lo hice seguir de lejos con Clara. Vio esta que entró al Café, y me trajo la noticia. Entonces me tapé y fui a ver al doctor R… Quiso la suerte que lo encontrara y consintió en ir a ver a Dagiore al Café sin demostrarle que era médico. Me hizo infinidad de preguntas sobre su vida pasada, si bebía, si había mantenido proyectos y si le iba mal en el negocio o había perdido dinero de cualquier manera. A todo le respondí con los informes que podía darle y nos separamos quedando él en venir a casa a comunicarme el resultado de su reconocimiento. Volvió a la hora y me dijo que sería su cura muy difícil, porque la enfermedad había hecho muchos progresos, pero que con todo, era preciso probar. Recetó una bebida para que tomara por cucharadas y me dijo que hiciera lo posible por impedir que se embriagase y que si ocurría alguna novedad lo mandase llamar.
—¿Y ha tomado tata esa bebida?
—Eso ha sido lo peor. Por la tarde vino muy apesadumbrado, yo lo acaricié, le tomé de las manos y le dije que estaba enfermo y que era preciso curarse y tomar remedios. Trate de infundirle confianza, pero cuando vio la botella y la cuchara se deshizo en gritos e imprecaciones, diciendo que yo trataba de envenenarlo: cogió un palo y yo tuve que abandonarle la botella, la que guardó cuidadosamente en un baúl que cierra con llave y donde mete una porción de porquerías.
—¿Y has vuelto a ver al médico?
—Ayer; le conté lo que había sucedido y me dijo entonces, meneando la cabeza, que no había más que aislarlo en un establecimiento médico para que se sujetase a un régimen.
—¡Dios mío, qué fatalidad! y tan sano y fuerte que ha sido siempre.
—Me dijo, además, el doctor que si no nos decidíamos a dar este paso, estuviésemos prevenidos, porque podría en un momento de exasperación cometer algún acto violento.
—¡Qué desgracia, señor, qué desgracia! —murmuraba, paseándose por la habitación, José.
Una idea generosa cruzó por su imaginación: se figuró que hablando él a su padre le volvería la razón: pensaba llenarlo de consuelos y hablarle de la fundación del Registro, haciéndole ver que ya estaba viejo y que necesitaba descanso. En su noble entusiasmo no dudaba convencerle de que debía dejar el Café y que era a su hijo al que le había llegado el turno de trabajar para toda la familia.
Le participó su propósito a Dorotea.
Esta hizo un movimiento de duda con la cabeza.
—Sin embargo —dijo— es bueno probar todos los medios: es tu padre y debes procurar de llevarle algún consuelo.
José tomó su sombrero y se dirigió al Café.
Entró y se acercó al pequeño mostrador que estaba situado a la derecha de la entrada.
Carlos, el dependiente principal, estaba allí.
El joven preguntó por su padre.
—Está en mi cuarto —contestó Carlos—: allí se lo pasa todo el día: no hace más que pasearse y no quiere que lo hablen.
—Tengo que verle.
¡Ah! no le aconsejo.
No obstante esta prevención, José se dirigió adonde se le había indicado que estaba su padre, una habitación que conocía bien, situada en el fondo de la casa.
Dagiore, fumando un cigarro de la paja y con la vista clavada en el suelo, se paseaba de un extremo a otro. La expresión de su cara era torva y su mirada vaga e indecisa.
No sintió las pisadas de José y recién reparó en él cuando este llegó a los dinteles del cuarto.
Sin embargo, no lo reconoció en el primer instante y al ver a un hombre todo su cuerpo se estremeció.
—Tata… soy yo.
—¡Ah! ¡ah! Buenos días.
—¿Cómo le va, tata? Me habían dicho que estaba un poco enfermo, y venía a verlo.
—Sí, estoy enfermo.
—¿Qué siente?
—Yo no sé: todos me quieren hacer mal.
—No tenga cuidado, tata, aquí estoy yo para defenderlo.
—¡Ah! tú no puedes hacer nada, nada… no sabes… son unos ladrones: ¿no había nadie en el patio cuando entraste?
—Nadie, tata.
—Ah, se esconden, la policía está formada de bandidos: a ellos los ayuda la policía.
Y así siguió en su delirio el pobre Dagiore.
José, con mucho trabajo, consiguió llevarlo a su casa.
Dagiore, tan pronto como entró, se dirigió a la pieza en que estaba el baúl y se sentó en el mismo: en esa postura se entregaba a la meditación, y su cerebro, como reloj descompuesto que marca pleno día cuando nuestro pedazo de tierra esquiva las caricias del sol, empezaba a forjar fantasmas reflejando las impresiones que le enviaban sus sentidos, quebradas o en gibas deformes y amplísimas.
El médico fue llamado varias veces; recetó cloral, porque Dagiore dormía muy poco, y prescribió que se continuase con la anterior bebida.
Dorotea hizo los posibles esfuerzos para que tomara ambas cosas, pero el enfermo se resistía obstinadamente.
Entonces empezaron a vaciarle los remedios en la comida. Esto dio mal resultado, porque Dagiore parece que se apercibió y la idea de que pretendían envenenarlo se robusteció más en él.
La casa, con este motivo, estaba desquiciada y se vivía en un sobresalto continuo, esperando por momentos una catástrofe. Muchas personas aconsejaban a Dorotea que se decidiese a mandarlo al Hospicio, pero ella aceptando la idea, iba dejando pasar los días no resolviéndose a tomar una medida tan extrema, ilusionada con los intervalos de calma que solía presentar el enfermo.
En una de estas circunstancias Dorotea dio un buen consejo a José.
—No puedes estar así —le dijo—, es preciso que trates de acomodarte.
—Yo lo quisiera —respondió el joven—; ¿pero, dónde?
—Hay que hacer la diligencia: ¿por qué no ves al doctor Ferreol?
Todo ese día maduró la idea y se convenció de que no tenía otro camino. Estaba muy abatido por la enfermedad de su padre y su propia situación. La impotencia que lo engrillaba, no pudiendo satisfacer sus necesidades y deseos, hízole ver, por vez primera, pálidas y descarnadas las realidades tristes que en ciertas fases presenta la existencia, y los girones de su orgullo sentíalos caer, como deleznable escoria, al golpe de los desaires que avivaban su despecho. Se sentía humillado y su ánimo desfallecía cada vez más. Desde que salió del Registro no se había animado a volver a casa de su novia. Iba descendiendo por grados, esquivaba a sus antiguos camaradas y experimentaba una vergüenza punzadora al darse cuenta de su falsa posición y de su haraganería, hasta cierto punto obligada, porque habiendo su familia avanzado en rango, los empleos humildes le estaban vedados por la religión de las preocupaciones.
Varias veces salió con la decisión de ver a Ferreol, pero presa de un desaliento melancólico, que le debilitaba las piernas y la cabeza, vagaba como una sombra alrededor de los muros de la casa de gobierno, y se volvía a su casa, sin haber hecho la más leve tentativa por hablarlo. Pensó en interesar a Víctor, pero desechó luego esta idea al recordarle su vanidad ulcerada, que Carlota podría saber que andaba buscando acomodo.
En una de estas veces, se decidió al fin: lo habló y le pidió un empleo.
El pobre José quedó lleno de ilusiones con las promesas que le hizo el Ministro: ignoraba que ese mismo día había repetido idéntica cosa a tres o cuatro pretendientes.
—Con el mayor gusto —le dijo—, lo tendré presente en la primera vacante; pero hágame un recuerdito: vuelva de cuando en cuando.
—Si Vd. se digna decirme el día, señor.
—Pásese el lunes que viene.
Fue el lunes y el Ministro le dijo que volviera el miércoles, volvió el miércoles y le dijo que lo viera el sábado, y así lo tuvo por más de un mes.
Muchas veces, no bien lo avisaba, le decía con tono muy amable:
—¿Cómo está, mi amigo? No hay nada todavía para Vd., pero no lo olvido; tenga paciencia y dese una vueltita.
Aquello era una farsa que se le jugaba. En su candidez, José se preguntaba por qué no le diría con franqueza si pensaba no emplearlo.
Cansado de estas dolorosas tentativas que hacía para conseguir un sueldo, resolvió no volver, y desde entonces pasaba los días, con un humor negro, en el Café de su padre. Contribuía a afligirlo más su traje y sus botines, que exigían inmediato relevo. ¡Ah! cuando se veía así crujía de exasperación y maldecía de la vida. Recordaba a sus amigos y los encontraba infames. El infeliz con su criterio desquiciado no pensaba que él era quien se aislaba no concurriendo a los sitios de costumbre: en cuanto a Juan Diego y Andrés se encontraban absorbidos en sus estudios, pues los exámenes se acercaban.
Dagiore seguía de mal en peor. En uno de sus días buenos, Dorotea, por consejo del médico, le instó a que fuese al Café, pues hacía varias semanas que no salía de casa. Carlos estaba prevenido para que lo estimulase a entrar en vida normal, ocupándose de los trabajos que hacía anteriormente. Todo fue inútil: primero quiso arrojar del Café a un parroquiano al cual insultó sin motivo, y si no es Carlos que intercede lo habría pasado mal indudablemente, y después volvió como en tiempos anteriores a buscar la soledad aislándose en el cuarto del dependiente. De allí tenía que sacarlo José para llevarlo a su casa, caminando a su lado en el trayecto, lleno de vergüenza. Carlos le guardaba siempre respeto y obedecía su autoridad. Cada vez que Dagiore le exigía rendimiento de cuentas le entregaba hasta el último peso del cajón.
Poco después ya casi no salía. Con la idea de que lo querían envenenar él mismo se preparaba la comida. La aberración del gusto se había producido y abismaba ver cómo echaba en una cacerola velas de sebo, desperdicios y cáscaras de legumbres que sacaba del cajón de la basura, a lo cual unía pedazos de carne, con la particularidad de que no echaba sal al extraño potaje.
Cuando le parecía que estaba bien cocinado, en vez de comerlo, lo guardaba en el baúl y al cabo de tres o cuatro días lo sacaba y en pocos momentos devoraba la preparación ya podrida.
Dorotea no podía impedir que su marido comiese estas porquerías, porque cuando estaba preparándolas defendía su cacerola con la bravura de un perro a quien se trata de arrebatar el hueso que roe.
A Victoria y María les causaba hilaridad; Clara las acompañaba y aun la misma Dorotea solía participar de estos crueles festejos; que venían a atestiguar la existencia en la naturaleza humana de cosas doblemente dolorosas, porque a su natural tristeza, hay que agregar la tristeza de la risa que inspiran.
Era también digno de notar en Dagiore, cómo sus alucinaciones del oído y de la vista guardaban relación con sus ideas pasadas.
Es sabido que las masas italianas, en su generalidad, han seguido las opiniones anticlericales que triunfaron con el hecho político de la ocupación de Roma y la propaganda ardorosa de sus tribunos, cumpliéndose así, una vez más, la ley histórica de la turnidad en las fases con que se ostenta el espíritu humano al sucederse las generaciones en el dominio de las sociedades.
Dagiore, pues, como la mayoría de sus paisanos, era masón.
De noche se lo pasaba en vela, paseando por el patio y el comedor, cuidando de que la casa permaneciese alumbrada, porque la oscuridad le inspiraba grandísimo terror. La familia se encerraba en sus piezas para poder dormir con alguna tranquilidad, y a la mañana cuando Dorotea y Clara se levantaban, Dagiore, con las facciones alteradas, débil y rendido se dirigía al lado de su baúl y allí se acostaba como un perro receloso. Hacía, por lo menos, tres meses que no se mudaba camisa ni ropa interior y cuando Dorotea le instaba mucho, lo más que concedía el enfermo era colocar la camisa limpia encima de la otra inmunda.
Al preguntarle su esposa o José por qué no dormía de noche, contestaba invariablemente:
—Me persiguen una punta de jesuitas puercos y canallas: no me dejan dormir; abren agujeros en la azotea y me empiezan a hacer burla.
—Pero, tata —le contestaba José—, esos agujeros quedarían.
—Los tapan: son unos bregantes: yo los he visto, pero tienen comprada a la policía.
Carlos iba de cuando en cuando y como no veía las cosas de cerca, creía que la familia exageraba el estado de su patrón, y con la esperanza de que pudiese sanar, en cuyo caso lo premiaría, y también porque lo temía, continuaba haciéndole honrada entrega de las ganancias del Café.
Dagiore no daba, un solo real para los gastos de la familia y Dorotea solía encontrarse en grandes estrecheces. Había pedido dinero a Carlos, pero este sólo lo entregó cantidades insignificantes, contestando a todas las razones que le exponían:
—Pero si yo no quiero la plata para mí. Que me diga él que les dé y yo les entrego todo.
Una mañana, Dorotea lo abordó, con este mismo motivo y por centésima vez:
—Es preciso que me des dinero para el gasto.
—No tengo.
—¡Cómo no vas a tenerlo! ¿Quieres que vea el baúl?
Dagiore rió estúpida y falsamente, como si cediera, a la fuerza de un secreto resorte; una mirada extraviada y de brillo siniestro alumbró su rostro enjuto, y muy despacio, con mucha calma, dijo a su mujer:
—Yo te voy a degollar, no te descuidas.
No era esta la primera vez que la había amenazado, por esto Dorotea continuó:
—Bueno, puedes matarme, pero a tus hijos tienes que darles de comer.
—¿Y por qué no trabajan? ¿Por qué no vendes esos muebles de la sala? ¿Acaso sirven para nada?
Así contestaba todas las objeciones, pero sin desembolsar un solo peso.
Dorotea se encontraba por esta causa con nuevos disgustos, pues las cuentas de los gastos de consumo crecían y a cada momento la importunaban exigiéndole el cobro, porque ella, pensando que Dagiore le suministraría fondos, había ido demorando día por día a sus acreedores con formales promesas de pago.
Al reunirse para almorzar un mal puchero, la madre se quejó desoladamente.
—Esto no es vida —dijo—, y si no quiere darnos dinero no habrá más remedio que hacer lo que él dice y se venderán el piano y los otros muebles.
Los ojos de José se humedecieron. Contuvo sus lágrimas y se levantó de la mesa. En su cuarto la desesperación que le ahogaba hizo crisis, tirando las sillas y accionando presa de un furor convulsivo.
—Sí —se decía, en un monólogo entrecortado—: esto no es vida: aquí no se come, no se duerme, ni se puede tener la menor tranquilidad: ¡y pensar que estamos sufriendo horriblemente cuando tata ha de tener ese baúl lleno de dinero!…
Las angustias porque pasaba la familia Dagiore habrían terminado haciendo llevar el enfermo al Hospicio; pero Dorotea pesaba muchas razones para dilatar este hecho: su sagaz espíritu femenino la hacía adivinar los comentarios del barrio y se figuraba oír que en un círculo de conocidas exclamaba misia Mercedes:
—¿Cómo no va a volverse loco ese pobre hombre con el trato que le dan en su casa? Debe haber sufrido mucho al ver que se derrochaba su dinero y que era siempre pospuesto en las alegrías de la familia. Más parecía un sirviente que el dueño de casa, como que siempre ha andado con el fundillo descosido y no hay ejemplo de que nadie lo haya visto una sola vez en la sala.
José también tenía sus escrúpulos para aconsejar se tomase esa medida: era su padre, y además, podría suponerse que lo inducía lo difícil de su situación.
El día antes, estando en la puerta del Café, había visto pasar por la bocacalle a Carlota, acompañada de la madre y con una china sirvienta que las seguía cargando un gran bulto envuelto en diarios viejos.
Iban a llevar costuras de ropa blanca, que cosían para una tienda del centro y que las pagaban muy bien. Su primer propósito fue seguirlas para tener la dicha de contemplar a Carlota; pero se contuvo, pensando acerbamente, que la joven podría verlo en la mala facha que le comunicaba su traje usado. Por estas vergüenzas que le inspiraba su vanidad, hacía más de tres meses que no visitaba a Carlota y ni siquiera pasaba por cerca de su casa. José no estaba impresentable, pero por no andar como antes, se figuraba que iba peor que un pordiosero. En el Registro sacaba a precio de factura géneros finísimos y se mandaba hacer trajes con sastres que eran clientes de don Guillermo, y que por lo mismo le cobraban barato. Viéndolo, bien, pues, su posición no era extrema; pero se había desalentado de tal modo, que no habría encontrado palabras para solicitar crédito en una sastrería: de pensarlo solamente sentía anudársele la voz en la garganta y como le debía a uno algunos pesos, se sentía violento a cada golpe que oía en la puerta de su casa.
Cuando vio a Carlota y a la madre, pensó que si hubiese seguido visitando y con franqueza las hubiese impuesto de su falta de trabajo, las dos se habrían interesado en su suerte y por sus empeños tendría ya conseguido un empleo dado por Ferreol. Sus ideas iban amoldándose a las difíciles circunstancias que se había creado; pero sus juiciosos proyectos no pasaban de ahí: en esa cabeza de dilettanti no entraba la concepción de la vida práctica, llena de dificultades y con los tenaces esfuerzos que impone, y en la cual hay que seguir… seguir haciendo estaciones, hasta llegar a la tumba, y hollando las marchitas flores de la ilusión que caen de la frente del pobre viajero de la vida junto con los jirones de su orgullo. El recuerdo fresco que tenía de Carlota y la escena del comedor le inspiraron la idea de ver nuevamente a Ferreol.
Se arregló lo mejor que pudo, y muy triste, pensando que se humillaba mucho, se dirigió a la casa del Ministro. Al llegar, su decisión le abandonó y siguió de largo hasta la bocacalle. Después volvió, algo más tranquilo, y haciendo un gran esfuerzo penetró al zaguán. Agitó, sin resultado, varias veces la campanilla. Nadie acudía al llamado. Sin embargo, José veía pasar por el segundo patio a la mucama y a varios sirvientes. Al fin, uno de estos se decidió a venir, con un paso lerdo y revelando mal modo en su aspecto de bruto taimado.
—¿Qué se le ofrecía?
—¿Está el doctor? —preguntó José.
—No recibe.
—¿Tendría la bondad de entregarle esta tarjeta?
—Es inútil; vuelva más tarde; ha dicho que no recibe.
—Llévesela, sin embargo; nada se pierde.
Al rato volvió la mucama, la misma pretendida de Víctor:
—Dice el señor que lo vea en el Ministerio.
José, decidido a verlo y exasperado con su mala suerte, olvidó sus comezones de vanidad y preguntó a la mucama:
—¿Víctor está?
—Sí.
—Hágame el gusto de llamarlo un momento.
El pobre joven quedó en el zaguán, violento, mortificado, y sin saber qué postura adoptar ni qué le diría a su amigo.
Salió Víctor y dándolo la mano lo saludó.
—Me va a hacer Vd. un servicio —dijo José—: tengo necesidad de ver al doctor y si Vd. pudiese pedirle que me recibiese, le agradecería infinito.
—Estamos almorzando: si Vd. quiere esperar que concluya, creo que no habrá inconveniente.
—Esperaré; sí.
—Venga; le voy a abrir la puerta de su escritorio para que se siente.
—No; puedo quedar aquí.
—De ningún modo, y al caminar juntos Víctor agregó:
—Pero, qué perdido anda Vd. ¿ha estado enfermo? lo noto más flaco.
—Sí; es verdad: no sólo yo he estado mal, sino que he tenido enfermos de gravedad en mi familia.
Víctor lo dejó en el escritorio y nuestro joven quedó intimidado: a cualquier ruido que sentía hacia la puerta de comunicación su corazón se sobresaltaba: cuarenta minutos mortales estuvo allí esperando, y apenas si su impaciencia se calmó entreviendo esperanzas que su deseo excitado le hacía soñar.
Al principio, un olor delicado de comida llegó como una ráfaga confortante a herir su olfato. Su estómago joven se sintió estimulado y como no había almorzado ese día, se puso muy triste. Miró el lujoso mueblaje de la habitación y recordó que muchas veces había pasado por allí llevando del brazo a Carlota. Su pensamiento se volvía lúcido por momentos. ¿Por qué serían unos desgraciados y otros tan felices? Su espíritu rechazaba esas injusticias absurdas del éxito y no se las explicaba: la lógica fatal del pensamiento se desenvolvía en su cerebro, paralelamente, a impulso de la acción refleja de su traje pobre y sus bolsillos vacíos: en otra situación las ideas que la asaltaran habrían sido bien distintas. Entonces todo lo esperaba del Ministro: si le daba un buen empleo, se casaría con Carlota y lo nombrarían padrino a Ferreol. Insiguiendo la corriente dulce de estas esperanzas, se enternecía por grados, veía en el Ministro un generoso protector y pensaba, dominado por las preocupaciones del momento, agradecerle toda la vida.
Luego la idea de su pequeñez lo asaltaba: ¿qué sabía? nada simplemente; pero el orgullo no tardaba de nuevo en apoderarse de su cabeza de chorlito y resurgía en él la audacia y la altanería: ¿por qué no podía él llegar a Ministro alguna vez? Se comparaba con Ferreol y le tenía lástima: ¿qué sabía el doctor? Y ¿qué había hecho? ¡Bah! un rutinero a quien sólo valía el título. Pensó en seguir sus estudios y hubo un momento en que se creyó ya Ministro y que su casa era tan lujosa como la de Ferreol y que un buen cocinero le preparaba platos exquisitos.
La puerta se abrió y apareció el Ministro; plácido, rejuvenecido por el éxito y las adulaciones: correctamente vestido y restregándose las manos cuidadas avanzó con su pedante paso de costumbre.
Las ideas de José emigraron muy lejos: se paró y el corazón empezó a latirle con fuerza:
—¿Cómo está, mi amigo?
—Mal, señor —empezó el joven tragando saliva, y como viera que el Ministro lo escuchaba callado, se decidió a decirlo todo de una vez.
—Señor. —continuó con voz emocionada—, tengo a mi padre demente, mi madre está desesperada, y yo me encuentro en una posición insostenible; vengo, señor, a suplicarle me dé la mano; debería a Vd. mi porvenir…
Creyó con esto enternecer al Ministro, pero Ferreol quedó impasible; a fuerza de oír cosas semejantes todos los días, se le habían endurecido las entrañas y creía que todos exageraban sus males.
—Haré lo posible, mi amigo, no hay vacantes ahora, y las que ocurren las provee el señor Presidante, pero yo veré a este por Vd.
—Gracias, señor, —contestó José desalentado. Todas sus esperanzas se habían disuelto como un copo de nieve expuesto a los rayos del sol.
—No crea que lo olvido. Hay que tener paciencia. Hágame un recuerdito y véame uno de estos días en el Ministerio.
Las mismas palabras de antes. El joven todavía balbuceó algunos saludos y Ferreol lo despidió con una sonrisa sin darle la mano.
Ya en la calle, una desesperación sollozante avasalló todo su ser. Pensaba en su mala suerte y se le humedecían los ojos. De pronto sus nervios se crispaban al ver lo inútil que había sido humillarse ante el Ministro. Todo el esfuerzo hecho, el desgarramiento de su pudor imponiéndolo de cosas íntimas y dolorosas hacía más grande su desencanto, porque había supuesto que Ferreol le infundiría fuerzas condolido de su desgracia y lo llevaría ese mismo día al Ministerio.
Creyó que todas las puertas se le cerraban y que no había asiento para él en el banquete de la vida. Este razonamiento acabó por completar su evolución y sobre su frente mustia vino a posarse la negra idea del suicidio.
Lo tenía resuelto y bastaría un disgusto, la menor contrariedad que irritase sus nervios para decidir la oportunidad o acelerar la hora de la catástrofe.
Una cosa le hacía esperar, sin embargo, consiguiendo que se mantuviese alentado y con esperanzas: era esto el juego de la lotería. Seguía la corriente, el ejemplo general de la sociedad, que se había acostumbrado a la lotería con un apasionamiento digno de mejor causa. Por otra parte, no era este más que un signo de la perversión moral reinante, porque el juego, con cualquier barniz que se le disfrace, es y será siempre un gran robo y una práctica inmoral, que relaja las buenas costumbres, y a cuya atracción el artesano seducido empieza por olvidar la práctica del ahorro, que significa el capital futuro: la lotería, si es cierto que enriquece a unos pocos, aunque la más de las veces favorece a los que no necesitan, arruina a muchos en cambio y lleva el desaliento al último del trabajador cuando brinda sus favores al haragán.
José compraba billetes que guardaba sigilosamente en sus bolsillos. De vez en cuando llevaba allí la mano para cerciorarse de que no los había perdido. En otras ocasiones los estrujaba de la manera más tierna y enamorada, y cuando tenía seguridad de que nadie le veía consultaba las suertes con extraña voluptuosidad.
Entonces forjaba verdaderos castillos en el aire.
Era de todo punto feliz en el intervalo que paladeaba estas dulcísimas ilusiones.
Con febril impaciencia esperaba la hora de ver el extracto. Su vista se enturbiaba entonces y el corazón le latía fuertemente. Emocionado, consultaba las suertes y como no le tocara ninguna quedaba el infeliz mustio y cariacontecido, postrado y deshecho por el derroche de esperanza que había malgastado junto con su dinero.
Pero la esperanza, que es como una tenia que se rehace de un pequeño fragmento, volvía a seducirlo. En todo el tiempo que jugó la lotería, apenas sacó tres o cuatro suertes de diez patacones.
No era él sólo el iluso mal aconsejado: toda una población le acompañaba contagiada por el mal ejemplo de las alturas, y sin fuerzas en su instrucción para resistir la extraña avalancha que llevaba el descontento a todas partes; de ahí esa pugna cruel por mejorar de posición, esperando que un golpe de azar improvise recursos para poder pasear la vanidad vergonzante con atavíos de lujo, y ostentar triunfantes, predilecciones ociosas.
Como no tenía dinero le había pedido prestado a Carlos; después su reloj fue al Montepío por una bagatela y finalmente se decidió a vender sus libros.
No tenía de quien valerse y tuvo que ir personalmente. Esperó la noche, y con su carga debajo del brazo paseó como una sombra en las cercanías de la librería de viejo, esperando el momento que no hubiese gente. Entró, al cabo, con paso ligero, hizo su negocio y salió indignado estrujando unos pocos pesos sucios. Recién entonces comprendió cómo era posible comprar buenos libros por un precio ínfimo: él, que en otras ocasiones había imaginado que continuamente se equivocaban los revendedores de libros y que no conocían el precio o la importancia de las obras.
Dejaba allí su pequeña biblioteca; pero como ciertas petrificaciones que guardan el remedo de su forma anterior, su cerebro llevaba en ondulaciones confusas las especulaciones de sus autores predilectos.
Una decrepitud precoz carcomía la energía de sus ideas, y su cerebro se asemejaba a una máquina cuyos engranajes estuvieran gastados.
Era un autómata sin fuerza moral y que sólo alcanzaba a reconcentrar cierta vivacidad para derrocharla en vanas lamentaciones.
Todo esto era bien lógico y concordaba con sus antecedentes. Pertenecía a una generación, educada para la fortuna, y que el primer embate de la adversa suerte desencuaderna y aniquila.
La manera como se había modelado su ser moral, concurría también a echar su palada de sepulturero en esta triste desaparición de una energía moribunda.
Ya no tenía libros; pero la esencia de ellos mal asimilada confundía su cerebro.
La filosofía le había mostrado una humanidad de convención reglada por resortes extraños a la naturaleza, y la literatura había avivado con estopa sus pasiones inculcándole una noción falsa del amor.
También le habían imbuido desde la niñez ideas de religión que se hermanaban con el fanatismo y la superstición, y al llegar a la pubertad, no estando sus facultades bien desarrolladas, ya fue dueño de infinidad de libros que imprimieron dirección opuesta a sus pensamientos. Las ideas ultra—liberales se apoderaron luego de él y vinieron a desalojar las creencias de la infancia; Cristo dejaba de ser Dios, pero el cerebro se resentía con este salto brusco y peligroso, verdadero desgarramiento de creencias adheridas al corazón.
¡Los extremos!… ¿Puede llegar a puerto de verdad un cerebro atenaceado por todos los sistemas y todos los delirios?
Luego el estudio excesivo, una meditación continua y la amalgama de materias difíciles. Basta esto para desequilibrar una cabeza o volver idiota a un joven; porque el cerebro es como una máquina a vapor: no puede llegar sino hasta cierto grado de presión: si se ultrapasa ese límite la explosión se produce y se llama entonces divagación, monomanía o demencia.
Así se explican las aberraciones de la inteligencia y se concibe la creencia en el infierno y las ilusiones de los espiritistas, porque entonces el cerebro oscila como brújula que ha perdido el imán.
De aquí resultan las vocaciones falsas, llenando con plétora de fantaseos y esperanzas la inocente cabeza de los niños.
Había algo más aún, que contribuía a explicar el desesperante estado de José, y era la herencia fisiológica recibida de sus padres.
Tanto Dorotea y Dagiore como sus respectivas familias no habían ejercitado sus cerebros en muchas generaciones, y por lo tanto, no podían transmitir ninguna buena predisposición para el franco vuelo del pensamiento.
La naturaleza no da saltos. Es preciso repetirlo una vez más. Todo se produce por eslabones graduales. La historia misma del hombre comprueba esta verdad. Por esto, un cretino nunca procreará un ser inteligente. Cuando se ha dicho que de las clases inferiores han surgido muchos grandes hombres, ha sucedido indubitablemente que los progenitores han trabajado sus cerebros aplicando su fuerza a investigaciones humildes, pero no por eso menos fecundas para el progreso físico—moral de la especie humana. En la familia de José no existía hábito del pensamiento, y para que nuestro joven hubiera podido entrar sin peligro en ciertas especulaciones del saber humano era menester que varias generaciones de los Dagiore hubieran pensado, ejercitando sus facultades intelectuales.
También hay otra observación a hacer: si recordamos cuando se casó Dagiore, en que cada noche se retiraba al tálamo postrado por el trabajo que le demandaba la Fonda y su avaricia, tendremos más luz para darnos cuenta de la apatía horrible que dominaba a José, analizando los antecedentes de su venida al mundo en el instante mismo que fue concebido.
Aceptamos con un filósofo que no produce el hombre manifestaciones puramente físicas ni puramente morales, pero en un ejercicio manual —el de un lustrabotas, por ejemplo—, se puede cansar la cabeza, más este ejercicio no deja ni puede dejar huellas benéficas en el cerebro, porque no cultiva la inteligencia; el cerebro se cansa por acción refleja y porque es parte integrante del organismo.
Dagiore, lo recordamos una vez más, se retiraba al tálamo postrado de cansancio, y como hemos apuntado, no eran solamente sus miembros los fatigados, porque los centros nerviosos, irradiando al cerebro esa postración, hacían que el cansancio se comunicara a su alma, por decirlo así.
Ahora bien: ¿no está perfectamente comprobado que los hijos se resienten de la situación en que se encuentran sus padres en el momento de concebirlos? Si el temor domina a los progenitores en ese instante o uno de ellos se encuentra borracho, resultará seguramente un ser débil y predispuesto a infinidad de enfermedades.
Dorotea asustada y Dagiore rendido por la fatiga, al darle la vida a José, le trasmitieron esa debilidad que podríamos llamar del momento funcional, agregada a la debilidad congénita de sus cerebros toscos.
¿Qué extraño, pues, que José, mientras no sintió penas ni privaciones viviera como una planta de invernáculo? Su energía anterior era producida por el calor del medio ambiente y podría compararse con el primer efecto de la embriaguez, en que el beodo se siente alegre o inteligente a la primera copa y apurando otras —valdría decir en nuestro caso, entrando a lo hondo de los conocimientos humanos o a etapas dolorosas de la vida— se turba y pierde la razón.
Así continuó el infeliz: pensando en la lotería para salir de su situación y acariciando a ratos la idea del suicidio: se había colocado en la pendiente funesta y muy poco le faltaba para caer en una degradación física y moral de la cual ya no sería posible libertarse.
El carácter de Dorotea se había vuelto insoportable y por la menor cosa se encolerizaba.
De todo sacaba pretexto para renegar media hora.
Cuando golpeaban la puerta de calle era un fandango la casa: corrían todas de un lado para otro, cerraban postigos, se asomaban y volvían a esconderse, mientras Dorotea chillaba:
—Vds. nunca están vestidas y yo tengo que ser para todo.
José se iba al Café, y empezó un día por comer con Carlos, hasta que se quedó a dormir una noche allí; después pasaron semanas sin que se le viese por su casa.
Dagiore seguía mal. Ahora le había dado por subir a la azotea, desde donde insultaba a los vecinos diciendo que le hacían agujeros en el techo de su cuarto.
En vano Dorotea escondía la escalera. La pared de la letrina era baja y él subía por ella haciendo escala con un cajón y una silla.
Una de estas ocasiones la aprovechó Dorotea para limpiarle el cuarto, que estaba inmundo, a tal punto, que de la puerta se percibía mal olor.
Victoria y Clara se encargaron de barrerlo y Dorotea con su otra hija pasaron a las primeras piezas.
Estaban las dos jóvenes terminando la tarea, cuando sintieron una voz desabrida que gritaba:
—¡No les he dicho que no tienen que entrar! Yo les he de dar que obedezcan a los jesuitas —y con las facciones alteradas y presa sus miembros de una agitación convulsiva, no aunaba a bajarse.
—¡Salgan, les digo! —volvió a gritar.
Victoria salió al patio y le replicó de mal modo.
—¿No ves que es para tu bien? tienes el cuarto peor que un chiquero.
Dagiore, descompuesto, no oyó más: apuntó con un revólver Bulldog que nadie en la casa sabía que tenía e hizo fuego, disparando sus cinco tiros.
Victoria corrió, pero ya tarde: una bala la había rozado el brazo izquierdo. En la puerta del comedor encontró a su madre y a su hermana, allí confundieron sus gritos de espanto y la joven se desvaneció al ver sangre en la manga de su bata.
La casa se llenó de gente y acudieron vigilantes atraídos por las detonaciones. Dagiore ya había bajado y estaba golpeando a Clara, que de miedo no se decidió a salir de la pieza. Les fue fácil tomar a Dagiore, aunque él hacía grandes esfuerzos por desasirse de los brazos que lo sujetaban.
Lo llevaron a la Comisaría; un vecino fue por médico y volvió con Catay, por ser el primero que encontró: la herida felizmente no era de gravedad; fue fácil contener la sangre y vendaron el brazo a la joven. El susto le había movido el vientre, lo que prueba una vez más que en la pobre naturaleza humana andan muy cercanas las cosas trágicas con las ridículas.
Cuando se serenaron un poco los ánimos, Clara, ostentando todavía algunos moretones en la cara, fue al Café a buscar a José. Le impuso de lo que sucedía y este llegó corriendo.
Se determinó llevar al Manicomio a Dagiore. El mismo Catay expidió el certificado; y José, con dos vigilantes, lo acompañó hasta el Hospicio. Allí al antiguo fondero tal vez encontraría a su ex—socio Vincenzo Petrelli.
Al poco tiempo, confundiéndose más sus ideas, al pensar que lo habían robado, deliraba con el objeto a que destinaba su dinero y reclamaba en todos los tonos aquel famoso hotel, que sólo estaba en su cabeza.
Catay, hablando esa tarde con don Isidro, decía
—Esto es efecto del golpe que le dio el Mayor Paz, —demostrando con tales palabras sus escasas dotes de observación.
La familia Dagiore fue entrando poco a poco en vida normal, ya repuesta de sus intranquilidades anteriores.
El misterioso baúl fue abierto: contenía alguna ropa, pedazos durísimos de pan, manojos de lana, cascotes, y muchas otras cosas que había juntado su dueño por la calle: después, en un rincón, envueltos en fragmentos de diario, trece mil y pico de pesos papel, junto con una libreta del Banco de la Provincia, que acreditaba setenta y dos mil pesos de igual moneda.
Fue una decepción para toda la familia, porque creían a Dagiore más rico.
Dorotea vio a un abogado, y se dictó la declaratoria judicial de demencia, nombrándola a ella curadora de los bienes; porque de otra manera no hubiera podido sacar el dinero del Banco.
José vigilaba el Café y manejaba el dinero que entraba.
Su energía reaccionó por esta causa. Dagiore alquilaba a una familia los altos del Café: tres piezas muy hermosas: José hizo desalojar a los inquilinos y se instaló en ellas.
A Dorotea le agradó esto: quería estar sola a su vez y desquitarse con sus hijas de las privaciones anteriores.
Capítulo 11
Hacía pocos días que Dagiore estaba en el Manicomio, y ya su familia parecía resignada de semejante desgracia.
Los primeros días Dorotea y sus hijas sólo hablaban de él, pero luego perspectivas más risueñas dieron rumbo opuesto a sus pensamientos.
José se había mandado confeccionar un traje de yaquet. Dominado por una fiebre loca de derrocho no reparaba en precio para las compras que hacía. Amuebló regularmente las piezas y volvió a llenarse de libros.
Parece que deseaba desquitarse de las privaciones sufridas anteriormente.
Ahora satisfacía su pasión por la lotería de una manera inconsiderada.
Vigilaba mucho a Carlos, y al principio pensó en despedirlo para vengarse de las veces que le había negado dinero, pero encontró dificultades al buscar quien lo reemplazara. No se le ocultaba tampoco, que el dependiente de Dagiore conocía a la clientela, y que por lo tanto, sabía a qué personas se podía fiar, pues el consumo dado al crédito importaba casi la mitad de las utilidades que dejaba el Café. No hubo pues innovación en esta parte, y el negocio siguió su marcha de costumbre.
La mayor parte del día la pasaba José en sus habitaciones, acompañado de sus libros, de buenos licores y mejores cigarros.
Meditaba muchas cosas y la idea del Registro venía de vez en cuando a halagarlo dulcemente.
Luego pensaba que era poco el dinero de que podía disponer, pero se aquietaba creando en su imaginación un socio con mayor capital.
Todos eran sueños y proyectos sin arribar a nada práctico y concluyente.
La imagen risueña de Carlota se asomaba también a sus recuerdos y entonces se devanaba la cabeza por encontrar un medio fácil para regularizar su vida y reconquistar su posición anterior.
Tan pronto ideaba escribir a la madre como presentarse de nuevo en la casa.
Borroneaba papel y luego rompía lo escrito.
No encontraba una excusa que lo satisfaciera, y en el mayor desconsuelo, concluía por pensar que misia Carlota le impediría ya para siempre que visitase a su hija.
Entonces se paseaba a grandes pasos por la habitación. Se confundía y aturdido salía a la calle. Vagaba, se aburría, entraba a comer a algún Restaurant de moda, pedía los mejores vinos, daba una exorbitante propina al mozo y volvía a salir con una ansiedad loca, sintiendo un vacío en el alma, rabioso de no encontrar un conocido. Pasaba por lo de Carlota, iba a la iglesia, a todas las partes en que suponía podría encontrar a la joven, y nada; parecía que a Carlota se la hubiese tragado la tierra. De nuevo tornaba a sus habitaciones, disgustado de encontrarse solo.
La vida civil moderna es monótona y de una disciplina de cuartel, y es el trabajo el único agente que puede moderar los espasmos de una actividad que desborda sin aplicación útil.
La ociosidad de José era la causa del cansancio que sentía. Ya no alcanzaba a leer una página de cualquier libro sin bostezar.
Como de costumbre, se paseaba intranquilo y febriciente por la habitación; cuando sintió que golpeaban la puerta.
—¡Adelante! —dijo.
Era Clara que venía a traerle una carta que habían llevado para él a casa de Dorotea.
La tomó, y despidió a su antigua niñera.
José rasgó el sobre y se puso a leer. A medida que fue recorriendo las líneas sus ojos recobraban cierta animación.
Al concluir de leerla, puede decirse que se sentía alegre.
Se restregó las manos y exclamó:
—¡Vaya! esta noche sabré muchas cosas.
La carta decía así:
Señor don José Dagiore.
Mi querido José: Al fin pasé el rubicón. Este año, los exámenes han principiado muy temprano a causa de que había muchos estudiantes y los viejos parece que quieren salir al campo. No ha sido poco el susto, pero pasé perfectamente. Dentro de quince días mi tesis estará impresa.
Andrés también está de plácemes. Se ha recibido de farmacéutico y don Isidro, que está por abrir una Botica muy lujosa en la calle de Victoria, le ha dejado a partir de utilidades la que tú conoces en la calle de Cuyo.
Festejamos estos dos acontecimientos esta noche con un peludo y otras yerbas.
Espero que no dejarás de venir con eso celebramos la despedida que hacemos a la vida de estudiantes. Será la última, porque ya vamos a entrar a la vida seria. No te rías.
Si nuestros quehaceres nos han tenido alejados estos últimos meses es preciso que nos reconozcamos esta noche amigos hasta la muerte. Seremos cuatro no más, Andrés, tú y Víctor: al pobre Guillermo lo extrañaremos, pero qué vamos a hacerle.
Punto de reunión: Café Tortoni, a las ocho.
Te abraza:
Juan Diego.
Cosa extraña. José al imponerse de esta carta no pensó más que en Carlota. Hablaría de ella con Víctor. Ya antes había cruzado esta idea por su mente, pero lo incomodaba ir a buscar al hijo de Ferreol. Así es, que ahora que se presentaba espontánea la oportunidad, quedó lleno de alegría.
Comió temprano y se echó al bolsillo todo el dinero que tenía: cerca de diez mil pesos. Consultó el reloj y vio que todavía no era hora de acudir a la cita. Fue a hacerse afeitar y compró en la Peluquería una corbata, que estrenó, tirando la que llevaba puesta.
Al salir de aquí se dirigió al Café Tortoni. Habría andado una cuadra cuando se cruzó con una mujer que pasó por su lado como una sombra. Se dio vuelta el joven y reparó que la misma cosa había hecho ella. Avanzó entonces y con alguna dificultad reconoció a Amalia.
Tanto esta como él estaban muy cambiados.
José no era el de antes: la fiebre de las pasiones había impreso huellas profundas en su rostro: tenía ahora un color amarillo y los ojos lánguidos y marchitos; estaba, además, muy flaco. Amalia notó esto último.
—Qué delgado estás, pichón —le dijo.
—Sí: he estado enfermo.
—Se conoce.
—¿Y tú qué haces?
—También he andado de desgracias: vivo sola ahora; pero siempre puedo servir a los amigos.
—¿Ya no tienes la casa?
—¡Qué tiempo! Hace ya más de dos meses.
—¿Y Josefina?
—La pobre ya está dada de baja.
—¿Cómo?
—Ha seguido muy enferma de la vista: no quería escuchar mis consejos: últimamente se agravó mucho y como todos se le iban retirando empezó a beber como una bárbara: es cierto que siempre le había gustado el trago; esto no es malo, pero no hasta caerse y hacer escándalos como le había dado. En conclusión, te diré que tuvimos que reñir. Nos separamos, el peluquerito no la socorrió y fue a curarse al Hospital. Me han dicho que los médicos la operaron, pero no sé más.
—¡Pobre Josefina! —balbuceó José conmovido. Miró con desprecio a Amalia y abrevió palabras para cortar el diálogo.
—Si me necesitas, ya sabes, vivo ahora en la calle de Tucumán Nº…
—Bueno, adiós.
A José no le fue fácil reconocer a Amalia porque andaba bastante bien arreglada: llevaba un vestido de satiné negro muy rico, que se confundía con la seda: la bata era muy adornada con buches y puntillas; pero se comprendía que deseaba engañar, pues ocultaba las espaldas y el talle con un pañuelo grande de merino.
Cuando se separó de José entró a la primera casa de buena apariencia que encontró. Con inaudita audacia pegó dos fuertes golpes al llamador.
Era la sexta u octava vez que repetía esta escena en ese día.
Preguntaba por la dueña de casa y al aparecer ésta sacaba varias alhajas, y con tono compungido decía:
—Señora: una pobre viuda que tiene siete hijos me ha encargado que le venda estas prendas: las da regaladas por la necesidad que tiene, si a Vd. le interesa alguna hará una buena compra y una obra de caridad.
La señora, mujer al fin, se entusiasmaba, iba con las consultas adentro y compraba algo; la más de las veces sucedía esto, porque Amalia tenía buena vista para abordar las casas; sin embargo, en los casos negativos la astuta mujerzuela no se desconcertaba y con palabras muy comedidas emprendía la retirada e iba con la oferta a otra parte.
Todas estas alhajas que estaba vendiendo, procedían de robos efectuados por su querido y garantías dejadas por muchos jóvenes cuando ella estaba al frente de la casa de tolerancia.
A las ocho y media entraba José al Café Tortoni.
Juan Diego y Andrés, que ocupaban una mesa, lo llamaron.
—Así me gusta —dijo el primero: no te hubiera hablado más si dejabas de venir.
—Aquí estoy a las órdenes de Vds.: hagan de mí lo que mejor quieran; soy materia dispuesta.
—¿Qué vas a tomar?
—Una goma con soda.
—Estás muy flaco —le observó Andrés.
—Hombre, debe ser cierto, pues todos me lo dicen. Sin ir muy lejos, acabo de encontrar a Amalia y me dijo lo mismo.
—Hace tiempo que ha cerrado la casa —dijo Andrés.
—Esta tarde recién lo he sabido. Me dio muy malas noticias de la pobre Josefina: la han operado en el Hospital.
—Pues sabes poco —replicó Juan Diego—; ha salido del Hospital completamente ciega.
—¿Estás seguro?
—Hablé de ella el otro día con el practicante interno del Hospital, la conocía de tiempo atrás, y según parece, Josefina no le había dejado muy gratos recuerdos.
—¡Pobre! no pueden figurarse la impresión que me causa su desgracia. Desearía llevarle algún socorro. ¿No saben Vds. dónde la encontraría?
—Es difícil.
—Por Amalia tal vez se sepa algo.
—No es el asunto para afligirse tanto, también, —exclamó Juan Diego.
—No debe ser uno así —contestó José—, algo le debemos viendo bien las cosas.
—Sí, algunas reliquias.
—Te acepto, pero no me negarás que uno de nosotros, es decir, de los muchachos que solicitaban sus favores, alguno la clavó a ella primero.
—¿Y tengo yo la culpa de que se haya expuesto de esa manera?
—No, pero nada perderías compadeciéndola.
—Dejen de disentir —dijo Andrés— y consultando su reloj, agregó: las nueve menos doce; caramba; tarda Víctor.
José volvió a la carga con nuevos argumentos. Recordó un pasaje de Rolla y comparó a Josefina con María; después agregó con énfasis:
—Te diré con Víctor Hugo: ¡no insultéis a la mujer caída!
—Basta, por Dios —interrumpía a ratos Andrés—: que se dé el asunto por suficientemente discutido.
En esto apareció Víctor, acompañado de un abogado calavera que conocían bastante nuestros jóvenes.
—Hola, doctor: ¿Vd. por acá?
Cambiaron saludos y los recién llegados tomaron asiento alrededor de la mesa.
José se puso a hablar con Víctor.
Preparó el camino: le siguió en una conversación sin interés, hasta que al fin, preguntó por Carlota.
—Hace tiempo que no la veo, pero sé que está buena. ¿Vd. todavía tiene interés por ella?
José se puso muy pálido y maquinalmente se le salieron estas palabras de la boca:
—¡Oh! ¡siempre, siempre!
—¿Cómo me habían dicho que Vd. ya no visitaba?
—¡Ah! sería preciso que le contara muchas cosas: he tenido a mi padre muy enfermo y yo mismo… después le contaré a Vd. todo.
—Puedo darle una buena noticia entonces. Carlota fue a varios de los recibos que se dieron en casa, y cómo Vd. no estaba, otros se aprovechaban; porque parece que la prenda es muy codiciada: entre estos, Burgos era el más entusiasta; la pidió formalmente y sé que lo desahuciaron de la manera más fea, aunque con bonitas palabras.
—¿De veras? —preguntaba José, no dando crédito a lo que oía.
Después se franqueó más y le expuso su perplejidad de volver a la casa.
—Eso es lo de menos —dijo Víctor siento que se hayan suspendido los recibos en casa porque allí se presentaría la oportunidad para que Vd. se disculpase con mi tía, pero no nos hemos de ahogar en tan poca agua: yo lo acompañaré y le haremos una visita a mi tía.
José quedó enajenado: de buena gana hubiera ahogado con un fuerte abrazo a Víctor.
¡Y cosa extraña! Pensaba en la desgracia de Josefina, se llenaba de júbilo al ver cercano el momento de reanudar sus relaciones con Carlota, y estas dos cosas, que podrían haberle inspirado la idea de separarse de sus compañeros, le producía una fiebre nerviosa, ansias de embriagarse y de hacer locuras en las casas de tolerancia.
Esta aberración se producía también en los otros jóvenes.
—¿Qué hacemos aquí? —dijo Juan Diego.
—Salgamos, entonces —contestó José.
—Yo los dejo —exclamó el abogado.
—De ninguna manera —replicó Juan Diego. Vd. viene con nosotros.
—Es que tenía que esperar aquí a un cliente.
—Déjese de eso: mañana tendrá tiempo para atenderlo.
—Pero vamos a ver; yo no me entrego así no más: explíquenme su programa.
—En dos palabras: recorrer la costa: cenar donde diga la mayoría y llenar los claros imprevistos del modo mejor que se pueda.
—Bueno; los acompañaré, pero no toda la noche: pasaremos primero por casa, no los detendré un instante; tengo que cerrar allí mis piezas y apagar la luz que había dejado encendida.
Salieron los cuatro y se dirigieron a la casa del abogado, que estaba cercana.
No quisieron entrar los jóvenes y esperaron en el zaguán.
El doctor entró, arregló algunas cosas, tomó su revólver y todo el dinero que había en uno de los cajones de su escritorio.
Volvió a reunirse a la pandilla y siguieron calles abajo.
—Si Vds. quieren —dijo el abogado—, yo los guiaré.
Convinieron y poco después se encontraban en una casa clandestina de tolerancia.
Salieron de esta y fueron a otra, y así recorrieron en poco más de dos horas cuatro o cinco casas.
En la última que entraron produjeron un pequeño barullo y el rufián, por mandato de la madama, fue a desatar el perro.
En muchas casas de tolerancia tienen un mastín de aspecto poco tranquilizador, escondido en el fondo, y que desatan en momentos de conflicto para intimidar a los barulleros.
El que nos ocupa estaba muy enseñado: olfateaba como un tigre y no cesaba de gruñir.
El rufián lo entró a la sala, reteniéndolo con sus dos manos de la cadena.
—Hagan barullo y verán —gritaba la madama encolerizada.
Nuestros jóvenes, que ya habían apurado algunas copas, no revelaban el menor asomo de temor. Sin embargo, obedeciendo a un impulso instintivo de propia conservación, treparon a las mesas.
El abogado así trepado parecía un orador de plaza pública o más bien un rematador, porque para mayor semejanza sacó su revólver.
—Suelta el perro, roñoso innoble —le gritó con voz tremenda, o te parto el cráneo.
Se convenció la madama que no le sería posible imponerse a los jóvenes, y entonces empezó a tocar el pito llamando a la policía.
El rufián se llevó el perro. Entonces Andrés se acercó a la madama y pidió que les abriera la puerta.
—¿Y el gasto? ¿quién lo paga?
José y el abogado se precipitaron furiosos.
—¿Qué se ha creído Vd.?
—¿Por quién nos ha tomado?
—Ahí tiene plata, cóbrese.
—Déjeme a mí, a mí me toca.
Todos peleaban por pagar y al fin venció el abogado.
Cuando salieron de aquí fueron a cenar. Pidieron los mejores vinos y un poco después de la una, habiendo pagado José una cuenta exorbitante, decidieron ir a tomar más Champagne a lo de Luisa.
—Vamos, entonces —dijo Víctor.
—No, espera —replicó José, mordiendo un habano—: mandemos al mozo que nos traiga un carruaje.
La idea fue aprobada y cuando llegó el vehículo subieron los cuatro y dieron la dirección al cochero, que ya se la presumía.
La casa de Luisa estaba como de costumbre con bastante concurrencia.
Juan Diego tomó a María, la húngara, y Víctor, estragado de placeres, optó por conversar con Irene.
El abogado y José continuaron una célebre discusión filosófica que habían iniciado mientras cenaban.
El doctor defendía a Schopenhauer y José a Leopardi, dando cada uno más mérito a sus respectivas simpatías, pero conviniendo en las conclusiones a que arribaron ambos.
—¿Pero cómo me quiera comparar Vd. a un poeta con un filósofo?
—Ahí está —objetaba José—: Leopardi tiene más mérito porque ha cantado al dolor humano sin pretender hacer sistema.
—Luego eso no es filosófico, ni científico: es, se puede decir, acertar por carambola —y en su entusiasmo puso su flamante galera sobre la mesa, dejando ver una calvicie prematura. Cosas de la vida: Venus y las Pandectas lo habían rapado un poco.
Enseguida, agregó:
—Pero precisemos: ¿ha leído Vd. las obras de Arturo?
—¿De quién?
—De Arturo Schopenahuer; yo lo llamó así.
—Hombre, no le conocía el nombre de pila: he leído extractos y después la Filosofía de lo inconsciente de su discípulo Hartman.
—Es preciso que Vd. lo lea: ahí aprenderá la ciencia de refutar, porque Arturo deshizo con su talento las teorías de Fichte, Schelling y Hegel. Su mejor obra es «La raíz cuadrada de la proposición de la razón suficiente».
—¿Cómo? —dijo Juan Diego, que había oído algo.
El doctor volvió a repetir el título.
—Hijito, se me erizan los cabellos: madama, que me traigan una copa de la proposición de raíz cuadrada.
José mismo tuvo que reír.
Entonces Andrés dijo terciando:
—Dejen esas discusiones para otra oportunidad.
—Para ninguna —repuso el abogado: con Vds. no se puede discutir seriamente: a ver una lora que quiera venir conmigo —agregó, dirigiéndose a las mujeres que había en la sala.
—Eso es lo mejor —replicó José, llamando a la galleguita.
Había una nueva mujer en este serrallo público, una lindísima joven alemana; era muy preferida y acertó a entrar en ese instante.
El doctor, que ya tenía noticia de ella, se adelantó y la tomó del brazo, chasqueando de esta manera a otros más tímidos que la esperaban desde horas antes.
La sentó en sus rodillas y empezó a conversarla pero aquí surgió una dificultad: la alemana no poseía el español.
Con una sonrisa amanerada se limitaba a decir:
—¿Pagas cerveza?
No sabía más.
El abogado no se acobardó: recordó sus locuras de estudiante parrandero e hizo un esfuerzo para rememorar unas cuantas palabras en alemán que había estudiado, y que en otros tiempos eran su caballo de batalla en las casas de tolerancia y con las cuales despertaba la hilaridad general.
Así es que contestó con una voz precipitada:
—¿Cerveza? Maerz august eins vier sontag montag dinstag domerstag neun zhen sieben acht!
Esto quería decir: marzo, agosto, uno, cuatro, domingo, lunes, martes, miércoles, nueve, diez, siete, ocho.
El doctor se excedía a sí mismo: de todas partes le saludaban con aclamaciones de risa.
Él entonces volvía a vomitar una nueva combinación de meses y de fechas, recorriendo las diversas escalas de la entonación.
Usando las mismas voces hablaba melifluamente o se hacía el irritado, con la sola diferencia de que cuando se resolvía a elevar el tono se acompañaba de frecuentes estornudos, por lo cual usaba entonces con mayor frecuencia la palabra acht.
La misma alemana reía de la ocurrencia.
En esto fue llamada desde el patio por Luisa.
El abogado creyó que sería para advertirle cualquier bagatela o darle una lata, pero al poco rato la madama llamó a la galleguita, la cual estaba con José.
Nuestros jóvenes se alarmaron entonces y Andrés, que se asomó a la puerta que daba al patio, dijo:
—Los han fumado.
—¿Por qué?
—Han entrado a la sala reservada.
—Eso no podemos consentirlo —gritó el abogado.
—Lo que es yo —agregó José muy pálido— voy a sacarla de allí.
—Bien, hermano, yo te acompaño —le contestó Juan Diego.
—Es claro, eso debemos hacer —opinó Víctor—, ¿qué acaso pueden ser mejores que nosotros los que están en la sala? ¡Bah! me parece que los veo; algunos viejos eunucos y crápulas.
Bastante marcados por la bebida salieron al patio.
En él encontraron a Luisa
—¿Qué es eso? se van.
—Oiga, madama —dijo el abogado—: hemos recibido un gran desaire y Vd. lo va a pagar.
Quiso Luisa aplacarlos, pero todo fue en vano.
Entonces puso en práctica su conocido recurso, haciéndose la enérgica.
—Pues yo mando aquí y si no les gusta, ahí está la puerta.
No bien acabó Luisa de decir estas palabras el abogado la derribó de una bofetada.
—¡Adelante, muchachos! —dijo, y atropelló la puerta de la sala reservada.
Los cuatro se precipitaron por ella.
Luisa entro tanto se había levantado furiosa y gritaba:
—Bautista, toca el pito; fuerte, fuerte —y con gran arrojo siguió a los jóvenes.
En la puerta chocó con Víctor que salía con la cara muy asustada.
Irene, que estaba en los cuartos de arriba, oyó el alboroto y las voces, y práctica en estos casos comprendió que algo grave sucedía y corriendo a un balcón de la calla empezó a llamar con un pito a la autoridad.
Veamos lo que pasaba en la sala reservada.
El abogado había entrado con su revólver en mano y lo mismo le sucedió a José que enseñaba el Bulldog que ahora le pertenecía, el mismo con que Dagiore hirió a Victoria.
Pensaban pelear y dar algunos mojicones a la galleguita y a la bella alemana, pero cuál no sería la gran sorpresa que los sobrecogió cuando se encontraron con el doctor Ferreol, Catay y dos diputados por provincias, siendo uno de estos aquel pedante que en todo metía al Presidente.
Los jóvenes contuvieron sus bríos, y Víctor al reconocer a su padre no pensó más que en disparar.
El Ministro, Catay y los diputados se asustaron al principio, pero el primero que se repuso fue Ferreol al reconocer a los jóvenes.
—¡Víctor! —gritó; pero su hijo sólo pensó en desaparecer.
El abogado se acercó a Ferreol y le explicó el desaire que les habían hecho.
—Señor —le dijo el Ministro, ya con su sangre fría habitual—: no pido explicaciones.
—Pues nosotros tampoco las damos—, replicó encolerizado José, mortificado de ver que ni en ese trance perdía Ferreol su altanería—: y Vd., caballero —agregó dirigiéndose al diputado que siempre hablaba del Presidente—, me dará una satisfacción, porque esa mujer que está con Vd. estaba comprometida conmigo.
—Llévesela, señor, yo no tengo que ver nada con ella: aquí la han traído sin yo saber—, contestó el diputado con voz insegura.
—Dagiore —dijo Catay—, como amigo le pido que sea prudente: mire que va a comprometernos.
Un vigilante ya estaba en la ventana, y como no se atrevía a entrar solo, llamaba a otros tocando furiosamente su pito.
—Muchachos —dijo José—, de todas maneras vamos a ir a la Comisaría, pues que nos lleven entonces con razón —y uniendo la acción a la palabra tomó de un brazo a la galleguita.
—Yo te voy a enseñar, loca del diablo —le dijo.
Luisa se abrazó de él pretendiendo quitarle el revólver, pero Juan Diego le dio una patada feroz que obligó a la madama a dejarle.
El abogado por su parte arrastraba a la alemana. Ferreol sumamente disgustado se apartó con su grupo a un extremo de la sala.
Nuestros jóvenes por cierto rumor que oían comprendieron que los agentes de la policía se acercaban y pretendieron ponerse en salvo.
Era ya tarde. Salieron al patio con girones de vestidos en las manos.
Se dirigieron a la sala general, que estaba solitaria. Al principio del barullo los que se encontraban allí habían ido a ocultarse en los dormitorios.
—Estamos perdidos —dijo Juan Diego.
—Hagamos zafarrancho —entonces, propuso el abogado.
José empezó: volcó la mesa: Juan Diego abrió la tapa superior del piano y arrojó allí varias copas y botellas.
El abogado, no queriendo ser menos, cogió otra botella y la apuntó al gran espejo que al quebrarse en varios pedazos produjo un gran estrépito.
El rufián se había escondido y Luisa no se animaba a abrir la puerta de fierro temiendo que alguno de los jóvenes le disparase un balazo.
Los agentes de la policía empujaron con violencia la puerta, pero no les fue posible abrirla. Entraron entonces por la casa del lado seis vigilantes con un oficial.
Los barulleros se encerraron en un cuarto y cuando bajaron los vigilantes ganaron las azoteas vecinas. Ponían en práctica el sálvese quien pueda. Un vigilante que había quedado de centinela los vio y les dio el grito de ¡alto!
Como no obedecieran hizo un disparo al aire para contenerlos.
—¡Eh! no sea bárbaro —gritó el abogado deteniéndose.
—¡Alto o lo mato! —volvió a gritar el agente.
Vinieron otros a los gritos y consiguieron tomar al abogado, a Andrés y a José.
Luisa entre tanto, llegaba con tres vigilantes de los que habían bajado al patio.
A Juan Diego no se le encontró.
Resultó para los tres presos una coincidencia feliz: el oficial de Policía era íntimo amigo del abogado y habría por él perdido hasta su empleo.
—¿Qué es lo que ha pasado? —le preguntó.
El abogado empezó a hablar, pero Luisa lo interrumpía a cada momento: todavía se resentía dolorosamente de la bofetada, del puntapié y de sus muebles rotos.
—Cállese, señora —decía el oficial—: no puedo atender a dos a la vez.
Pero esto era imposible para Luisa. Entonces el oficial llevó aparte al abogado.
—Tienes que venir a la Comisaría; ¡caramba! se precisa no tener el menor juicio para hacer esto.
El abogado le impuso, al fin de todo.
—¡El doctor Ferreol! —dijo.
—Sí, ahí está o ha estado —agregó el abogado—: él ha sido el causante de este alboroto, porque por él se llamaron a nuestras compañeras: es preciso que nos acompañe a la Comisaría lo mismo que la madama y las loras.
—Estas últimas irán, pero ¡un Ministro!
—Y dos diputados nacionales.
—¡Sopla!
El oficial se acercó a la madama y le preguntó si estaban los otros señores en la sala.
—Sí —contestó Luisa—, pero ellos no tienen ninguna culpa.
—Voy a verlos.
Ferreol no temía que lo viese la policía, pero si hubiera podido evitarla le habría agradado más.
Así es que cuando entró el oficial, lo llevó aparte y le dijo:
—Usted ya sabrá el escándalo que acaba de pasar: es inaudito y haré valer mi influencia para que se castigue a los promotores. La policía también tiene su parte y no cumple con su deber.
—¡Señor! —exclamó el oficial al ver la arrogancia de aquel magnate, que no reparaba en su crítica posición para hablar tan soberbiamente.
—Sí —continuó Ferreol, que antes que todo era abogado y sabía encontrar una puerta de escape en los trances más difíciles—, ¿sabe Vd. por qué me encuentro aquí?
El oficial no pudo menos que sonreír y contestó por contestar:
—No, señor.
—Pues sepa que he venido tras de un hijo mío, menor de edad y que la policía debía impedir la entrada a estas casas.
—Señor —dijo el oficial—: el Reglamento de la Prostitución permite la entrada a los jóvenes desde la edad de dieciséis años: no es, pues, que la policía falte a su deber.
—Está bien —contestó Ferreol—, lleve Vd. presos a esos tres individuos: faltan dos más que yo mañana los haré prender.
Luisa le había noticiado que a Víctor y a Juan Diego no había sido posible tomarlos.
El oficial salió y volvió a conferenciar con su amigo el abogado.
—¡Ah! —decía este—, él no va, pues bien, yo me resisto y tendrás tú que ordenar que me den de sablazos.
—Sé sensato: yo tengo que respetarlo porque es un Ministro.
—Te equivocas; todos somos iguales ante la ley y él no tiene inmunidades y aunque las tuviera ha provocado un escándalo y ha incurrido en delito que merece pena corporal.
—Además, alega que ha venido para sacar a su hijo.
—¡Qué cinismo! Vaya un lindo modo de buscar a su hijo, haciendo sentar en sus faldas a una ramera como yo lo he visto.
—Bueno: hagamos de esta manera: yo hago despejar en la calle que hay algunos curiosos y tú me acompañas enseguida con tus compañeros y en la bocacalle los abandono.
—Aceptado.
—Pero con la formal promesa de no volver aquí y de que si mañana los llama el Comisario concurrirán.
—Perfectamente, hermano, y te lo agradezco… ya sabes.
—Lo que sé es que hago esto bajo mi sola responsabilidad.
—No tengas cuidado.
Ordenó el oficial a dos vigilantes que hicieran despejar y al rato salió con su amigo, José y Andrés.
En la bocacalle los despidió volviendo a recomendarles mucho juicio y aconsejándoles fuesen a sus casas.
Volvió a la casa de tolerancia y entró a la sala.
Durante su ausencia había sucedido lo siguiente:
María, la húngara, llegó a medio vestir buscando a la madama.
Le habló en alemán, pero por el modo como lo hacía comprendió Ferreol que estaba asustada.
Preguntó qué había y Luisa le dijo que un hombre que estaba en el cuarto de María, al saber que en la casa había acudido la policía quería darla mucha plata si lo escondía o lograba hacerlo salir sin ser visto.
La pobre húngara se figuraba que era un asesino, revuelta su cabeza con la vista de tanto vigilante, y por esto le había hecho muchas promesas con tal de separarse de él. Agregaba que por nada volvería a su cuarto.
Ferreol, suponiendo que fuese Juan Diego o Víctor y no cayendo en cuenta que María los conocía bien, llamó un vigilante, pero como entrara en ese momento el oficial le pidió que trajese al hombre que tanto había asustado a la húngara.
Fue este y encontró a un ser inofensivo: le clamó por el cielo y la tierra que lo dejara; por último se dio a conocer. Con todo, el oficial fue inexorable: quería en algo quedar bien con el Ministro.
¡Cuál no sería la sorpresa de Ferreol al ver entrar al oficial acompañado de un sacerdote muy conocido en Buenos Aires y que se distinguía por la ampulosa retórica de sus sermones!
El Ministro del Señor bajaba los ojos confundido.
Luisa lo reconoció en el acto por uno de sus buenos marchantes: ese sí que no hacía barullo y pagaba bien: todo lo que sabía de él era que entraba bastante tarde y conforme le abrían la puerta de fierro disparaba a uno de los primeros cuartos: desde allí se entendía con el rufián o con Luisa; pagaba adelantado y doblando el estipendio de costumbre: después esperaba la compañera que le deparaba la casualidad. Iba tan bien vestido de particular que ocultaba perfectamente su profesión.
Ferreol se compadeció de él y dijo al oficial que lo dejase partir.
Enseguida salió él con Catay, que reía a mandíbula batiente, y los dos diputados que no se fueron satisfechos sin ver los destrozos de la sala general.
El carruaje partió para la casa de Catay. Era de alquiler y el Ministro se bajó allí para continuar a pie hasta su casa. Los diputados siguieron en él hasta el Hotel en que paraban.
Catay acompañó al doctor Ferreol hasta su domicilio.
El Ministro estaba por demás incomodado. Se arrepentía bien de veras de haber cedido a las instancias de los diputados, que fueron los que le arrastraron a dar ese paso.
A las once y media de esa noche se encontraba el Ministro muy afanoso consultando enciclopedias, a causa de haberse embarullado en un capítulo de la Memoria que estaba concluyendo para presentar al Congreso.
En esas circunstancias entraron a visitarlo los dos Diputados.
Ferreol estaba solo. A Esteban lo había tenido enfermo quince días antes y por consejo de los médicos fue a convalecer a Flores. Misia Pepita, acompañada de su suegra, se encontraba allí y Ferreol iba dos o tres veces por semana.
Esa noche estaba mal; no podía dominar bien la cuestión que trataba y se confundía en la redacción, a punto de volverse torpe, y lo mucho que había leído lo tenía febriciente.
Así es, que cuando lo convidaron para correr un poco la tuna, se defendió débilmente, forjándose la ilusión de que si conseguía distraerse se le refrescarían las ideas.
Uno de los Diputados habló con grandes ponderaciones de la belleza de la alemana.
—No; ahí podríamos comprometernos —objetó el Ministro—: vamos a cualquiera otra casa que no sea tan pública.
Sus amigos insistieron y él entonces mandó buscar a Catay. Este estaba por recogerse, pero cuando supo que era el Ministro quien lo llamaba acudió apresuradamente.
—¿No ve lo que pretende esta gente? —dijo, después de informarlo de los proyectos de los Diputados.
Catay vislumbró que el Ministro quería que lo obligasen, y así fue que contestó:
—No hay más, entonces, que condescender con los amigos.
Salieron inmediatamente y en la plaza más cercana tomaron un carruaje. Lo demás ya lo sabe el lector.
Al día siguiente, Ferreol fue muy temprano a visitar a su colega de la Guerra y Marina y arregló con él en que ese mismo día ingresaría Víctor a la armada sin permiso para bajar a tierra. Lo demás no tuvo ulterioridades. El Comisario aprobó la conducta del oficial y le pidió que silenciara el suceso. Ferreol, con más calma después no dio ningún paso. Luisa fue a la Comisaría, pero allí no se le oyó en sus pretensiones.
Volvamos ahora a nuestros jóvenes.
Cuando los dejó el oficial serían más o menos las tres y media de la madrugada.
En vez de seguir el juicioso consejo de retirarse a sus casas determinaron ir a un Café. Habrían andado media cuadra cuando se les unió Juan Diego.
Celebraron el encuentro con grandes carcajadas.
—¿Cómo es esto? —preguntó Andrés.
—Muy sencillo, bajé por la casa de al lado. Lo más lindo del caso es que ni me notaron, porque muchos jóvenes que habían oído el barullo estaban encaramados a la pared deseosos de ver lo que sucedía. Cuando bajé por la escalera les dije que había conseguido presenciar algo. Abulté, largué algunos canards y con el primer grupo que pudo salir me escabullí, porque al principio los vigilantes no permitían que se abriese la puerta. Después me puse a esperar aquí para saber en qué paraba la tanda. Me figuraba que los llevarían a la Comisaría y por aquí tenían que pasar necesariamente. Ahora, ¿cuéntenme Vds. cómo no están presos?
Andrés explicó el caso.
—¿Entonces el Ministro pagará las averías? —dijo Juan Diego—. Qué lindo está esto.
—¿Y el espejo?
—¿Di tú el piano?
Y aquellos calaveras reían desaforadamente. De pronto José se sintió descompuesto. Tuvo un mareo, luego una ansiedad cruel.
Andrés lo sostuvo.
Al poco rato empezó a vomitar el champagne y la cena al borde de la vereda.
—Vamos a tomar un café —dijo Andrés—, nos hará bien a todos.
Un vigilante gallego se acercó y les dijo:
—Es prohibido detenerse en las veredas.
—Pues bien —contestó el abogado—, nos pararemos en el medio de la calle.
—En ninguna parte: sigan su camino o pito llamada.
—No ha de ser mal cigarro ese. ¿Qué dice?
—Mire, vigilante, yo voy a probarle que Vd. es un pobre diablo que tiene que tocar el pito por setecientos pesos al mes.
—Van a ver cómo los hago llevar a la Comisaría —replicó el agente incomodado—, y se dirigió a la bocacalle con intención de pedir auxilio.
—Doctor —dijo Andrés—, sigamos: no vamos ahora a comprometernos por una pavada: no toque, vigilante —gritó.
Siguieron entonces: dos cuadras más adelante el abogado volvió a detenerse.
—A Dagiore —dijo—, le llamó por arriba y a mí me llama ahora por abajo.
—Ya vamos a llegar a un Café —dijo Andrés—: sigamos, doctor.
—¡Ah! no: es un artículo de previo y especial pronunciamiento—, y sin decir más se acomodó de cuclillas en el umbral de una casa.
—No sea bárbaro —decía Andrés—; José y Juan Diego no podían contener la risa al ver aquel joven de galera y anteojos en una postura tan poco académica.
Lo esperaron en la bocacalle, donde llegó al rato el abogado arreglándose unos tiradores de seda.
—¿Usted usa eso? —preguntó Andrés.
—¡Oh! es muy cómodo y muy higiénico: así uno puede comer sin desabrocharse la hebilla del pantalón: además es un recuerdo: un regalo que me hizo una querida: un obsequio que me ha venido a costar cerca de cien mil pesos.
Así conversando de aventuras galantes se acercaron a un Café de la calle de Maipú que permanecía abierto toda la noche.
Allí jugaban muchos rezagados de las prácticas honestas al billar y a los naipes.
Tomaron café y charlaron de todo, recordando a cada momento las peripecias de aquella noche famosa.
Cuando abandonaron el Café era día claro.
Acompañaron al abogado hasta su casa y aquí hicieron otra parada.
Serían las siete y media en el momento que decidieron separarse.
Juan Diego, Andrés y José tornaron el mismo camino, pues sus domicilios quedaban hacia el mismo rumbo.
Parecía que los vapores de los espirituosos cargaban todavía sus cabezas, pues iban cometiendo locuras y riendo de los transeúntes.
Decían cosas feas a las sirvientas que encontraban al paso y a veces descendían hasta cometer la vileza de manosearlas.
Iban confiados, sin temor a nada, en un aturdimiento estúpido que les hacía olvidar toda conveniencia.
Al pasar un grupo de jornaleros vieron unas polleras y nada más.
Era Carlota y su madre con la china que las seguía a pocos pasos cargando un envoltorio de costuras. José sin reconocerla le arrojó un piropo grosero. Ella se limitó a alzar su frente con un mohín altanero y le envió una mirada triste y de reproche que asesinó al joven: la palidez que había conseguido en la orgía, desapareció ante el rojo de la vergüenza que vino a inflamar su cara como si hubiese recibido un bofetón.
Misia Carlota indignada apresuró la marcha.
Andrés y Juan Diego, que se apercibieron primero de este paso en falso, pasaron bajando la vista y sin darse por entendidos.
Cuando alcanzaron a José le dijeron a un tiempo:
—¡Mira que eres bárbaro!
El joven estaba consternado y su semblante revelaba una gran angustia.
—¿Y Vds., cómo no me avisaron? —balbuceó.
—¿Si las hemos conocido recién cuando tú pasaste?
Casi sin hablar llegaron al Café de Dagiore.
—¿Vds. siguen? —les dijo con encono o indiferencia—: yo me quedo: vivo aquí ahora.
Se despidieron y José subió a sus piezas.
Misia Carlota al seguir con su hija, le dijo:
—Ya ves qué clase de hombre había sido. Es preciso que lo olvides para siempre.
Carlota hizo un gesto de dolor. Tenía ganas de llorar y se creía muy desgraciada.
—¿Que le quieres todavía? —insistió la madre.
—Sí, mamá: ¿en caso que él hubiera seguido visitando y se hubiese conducido bien, qué mérito habría en serle consecuente? Pero ahora que lo veo desgraciado no puedo quitarle mi cariño. Si de las relaciones que teníamos resulta algo malo, que sea culpa de él y no mía.
La joven estaba apasionada de José: lo creía pobre y en su amor ardiente inventaba mil causas atenuantes para disculparlo; concluyendo siempre todos sus proyectos viéndose casada con Dagiore. La vivacidad de su deseo se daba el placer de crear obstáculos para allanarlos triunfalmente con una idea feliz. ¿Era pobre su novio? Pues ella trabajaría; sabía coser y podía ganar cuarenta pesos al día.
La ardorosa joven sólo pesaba las ventajas, y el candor de su poca práctica de la vida le velaba los inconvenientes de que está preñado el porvenir.
No era tampoco posible, que viese a su edad, el reverso del prisma de la vida.
Ahora ganaba fácilmente cuarenta pesos al día, pero su madre arreglaba las costuras y la china se ocupaba de limpiar la casa y hacer la comida. ¿Cómo pues, iba a pensar, que una vez casada vendría el embarazo, los hijos y otros cuidados del hogar que la impedirían dedicar su tiempo a las costuras?
Carlota y su madre volvieron cerca de las nueve. Se habían detenido en una iglesia, donde quiso entrar la joven a desahogar su tristeza, elevando una plegaria a la Virgen María, que era la imagen de su devoción.
Almorzó muy poco, limpió después la máquina de coser y se puso a trabajar.
José, entre tanto, había tenido momentos furiosos en su cuarto: estaba sumamente nervioso y cuando recordaba el suceso de la mañana se avergonzaba y le venían ganas de golpearse.
Ahora Carlota era dueña de todo su ser. No podía, no quería perderla. Pensaba en vano un medio para desagraviarla. Luego al recordar a la madre caía en un desaliento grandísimo. Si se figuraba por momentos que Carlota podría perdonarlo, creía también que la señora sería inexorable.
Su excitación crecía, como un río que avanza desbordado. Estaba febriciente, y esta angustia que sufría su organismo tenía necesariamente que despejarse en una crisis.
Volvió a la idea que había abrigado anteriormente; pero con el mismo resultado. Pensaba escribir dos cartas, una para Carlota y otra para la madre. Descontento de la redacción y enojado de sí mismo rompió infinidad de pliegos de papel.
Entonces se puso a pasear por la habitación, y de pronto, golpeándose la frente, exclamó:
—Sí; no hay más remedio: es lo mejor que puedo hacer, y más calmado, casi alegre, empezó a mudarse camisa.
He aquí lo que había pensado: presentarse solo a la casa, implorar a la madre, ver si conseguía hablar con Carlota, y si era despedido, lo tenía resuelto, volvería a su cuarto y se haría saltar la tapa de los sesos.
José aquí era el mismo de siempre: a la primera contrariedad ya pensaba en un medio extremo y vedado a espíritus de temple verdaderamente humano.
Su naturaleza desequilibrada no le permitía concebir, que en caso de ser despedido le quedaba el camino amplio del deber para rehabilitarse con una conducta digna y volver a merecer la estimación perdida.
Se arregló lo mejor que pudo y a eso de las dos de la tarde se dirigió, fluctuando entre esperanzas y zozobras, a la casa de su novia.
Cuando golpeó la puerta y la china vino a anunciarles que era José, las dos mujeres se impresionaron fuertemente, pero de bien distinta manera. A Carlota se le enredó la costura y la madre se paró abandonando la silla en que estaba:
—¡Yo no lo recibo! —dijo—: es demasiado atrevimiento después de lo que ha sucedido hoy.
—Pero, mamá —imploró Carlota—, tú debes ver lo que quiere; velo, no hay por qué hacerle este desaire; al menos, lo que yo quiero es que nos conduzcamos bien.
Misia Carlota se ablandó: quería demasiado a su hija para dejar de hacer lo que le pedía, y aunque con tristeza, porque veía el capricho de la joven que ya no era posible torcer, contestó:
—Está bien; lo recibiré; ¿pero qué le digo? Yo estoy muy enojada con él. Lo hemos tratado con mil consideraciones y no ha correspondido como caballero.
—Lo que tú hagas, mamá, estará bien hecho: pero ve pronto, que ha esperado bastante.
—Que espere; creo que le das mucho valor.
Fue misia Carlota a la sala y su hija se colocó detrás de la puerta de comunicación para poder oír lo que hablasen.
La señora abrió la puerta que daba al zaguán y pronunció la palabra consagrada:
—¡Adelante!
José avanzó con timidez; casi tambaleaba, dominado por la emoción.
—Señora —dijo con voz entrecortada y balbuciente—, vengo a implorar su generosidad y a pedirle humildemente perdón de mi grosería de esta mañana.
—Usted no nos ha ofendido, Dagiore, porque no ofende todo el que quiere, y además podía Vd. habernos evitado esta visita: con lo que ha sucedido, nuestras pocas relaciones con Vd. han acabado.
El resentimiento de la señora despedazaba el corazón del joven: no creyó que se le tratara tan cruelmente.
—Señora: Vd. tiene derecho a arrojarme como un perro de su casa, pero por lo que Vd. más quiera en el mundo le suplico me escuche un momento.
—Hable Vd.
José entonces hizo su defensa; habló de la enfermedad de su padre, que no los dejaba ni dormir; dijo que él también había estado muy enfermo; y que después, no habiendo recibos en lo de Ferreol, no se animó a volver a la casa por haber trascurrido tanto tiempo, pero que esperaba sólo para hacerlo la apertura de un Registro que iba a establecer, con eso entonces, ya instalado y con medios seguros de vida poder pedir a Carlota, que era el compendio de su reposo y felicidad.
—Todo lo que me dice no da la razón de que se haya retirado sin decir una palabra; podía haber Vd. escrito…
—Señora, en esos momentos creo que estaba trastornado; puedo jurarle que jamás he dejado de pensar en Carlota; y aquel joven altanero, vencido por la pasión, desesperado, viendo a la madre con las entrañas tan frías, se echó a llorar, desbordando su incertidumbre y todo lo bueno que le quedaba en el alma, en sollozos tenaces que no podía contener, y en el hipo de su llanto quería hablar y no podía, porque su aflicción, demasiado intensa, lo ahogaba.
Misia Carlota se apiadó al fin.
—No se aflija así, Dagiore: lo volveremos a recibir; creo que su llanto me responde de que será siempre más juicioso, y diciendo esto, la señora lo dejó solo. En la pieza siguiente no vio a Carlota. Siguió al comedor para buscarla y la encontró anegada en llanto.
—Hijita: ¿qué te sucede?
—Nada, mamá; había estado oyendo… ¡Dios mío!… no había necesidad de decirle tantas cosas: ya ves, él es bueno. Si no hubiera temido que te enojaras habría entrado; pero mejor es que no lo haya hecho, porque tenía tantas ganas de llorar…
—Ahora es preciso que salgas un momento.
—Bueno; pero no lo dejes solo; yo tengo que lavarme los ojos; ¡ah! ¿por qué no le llevas la palangana?
—Quita allá, lloran tan pocas veces los hombres… ya que lo ha hecho que se le conozca.
La madre tornó a salir y tuvo esta vez la suficiente delicadeza para no volver sobre el mismo asunto.
Cuando entró Carlota, sonriente y bella, José ya se había calmado.
Se dieron un estrecho apretón de manos y la joven se sentó a su lado. Entonces la madre, revelando un tacto verdaderamente humano, los dejó solos.
—¿Me perdona Vd., Carlota? —la dijo José.
—No hablemos más de lo pasado.
—Qué buena es Vd., —replicó el joven—; crea que le debo más que la vida; sin Vd. no sé qué sería ahora le mí: sus virtudes y su pureza me alientan, me llenan de fe y harán que nunca pueda ser un hombre malo.
Muchas más cosas se dijeron y lo que callaban, la indiscreción de los ojos lo revelaba con sobrada elocuencia. Al poco rato volvió la madre y José pidió la mano de Carlota, la señora los bendijo invocando a Dios y la boda quedó concertada para dentro de dos meses.
José se despidió esa tarde enajenado: de todos sus poros sentía resurgir los entusiasmos generosos y el amor a la vida.
Decididamente no era el joven de la víspera que de acuerdo con el abogado proclamaba la filosofía del escepticismo.
Estaba regenerado y no se le ocurrían más que ideas nobles y dignas.
Seis días pasaron, y cada noche había ido José a hacer su visita, lleno de ilusiones y confianza en el porvenir, que tan risueño se presentaba para él. De la casa de su novia partía directamente a su alojamiento y allí se acostaba con un contento indecible. La cama le parecía mejor que nunca y con la dulce voluptuosidad que trasmite el amor correspondido su espíritu arrobado veía todo color de cielo. Cogía un libro y le era imposible leer; entonces, pensando en su novia, cerraba los párpados, recogiendo en ellos para recordarla en su sueño feliz, la imagen gentil de Carlota, que sentía vagar en formas seductoras sobre su frente de venturoso enamorado.
Capítulo 12
Al día siguiente se levantó José con alguna incomodidad en la garganta. No le dio valor y lo atribuyó a un resfrío que tenía. Con todo, después de tomar un café, se dirigió a la Botica de Andrés.
Le pidió algo, y el joven farmacéutico le llenó un cartuchito con pastillas de clorato de potasa.
Luego, olvidando la causa que le había llevado allí, se puso a conversar alegremente de temas generales.
—¡Ah! ¿sabes una cosa? —dijo de pronto su amigo: por poco no se me pasa, y es lo que más tenía presente para decirte.
—¿Qué?
—¡Hombre! esa pobre de Josefina.
—¿La has visto?
—Sí; anteanoche hablaron aquí de ella varios jóvenes, y si después no hubiera visto lo que decían, no lo habría creído.
—¿Pero qué es lo que hay?
—La pobre, completamente ciega y con pústulas en la cara, pide ahora limosna en el atrio de San Nicolás.
—¡De veras!
—Yo no lo creía y fui ayer a cerciorarme: era la misma, la acompaña una chiquita que ignoro de dónde la habrá sacado: los ojos no se le ven, porque están ocultos con un pañuelo que tiene atado por detrás de la nuca.
—¡Pobre Josefina!
—La pobreza debe haberla resuelto a dar ese paso; ella que era tan orgullosa; si vieras con qué vestido anda. No puedo negarte que a mí me hizo su efecto: estaba tan acostumbrado a verla de terciopelo y llena de alhajas, que no era para menos.
—Es nuestro deber socorrerla.
—También lo pensé: ¿pero quién nos garante que el miserable de su querido no la sigue explotando?
—Eso se averiguará.
—Difícil, muy difícil me parece.
—En fin, yo tengo muchas cosas encima, y cuando pueda, trataré de hablar con ella.
Conversó de otras cosas y al poco rato se despidió.
Había hecho grandes esfuerzos para no descubrir ante Andrés toda la pena que sentía.
Fue a su casa, sacó un papel de cinco mil pesos, y se dirigió enseguida a la iglesia de San Nicolás. Serían las nueve y cuarto de la mañana. En la puerta del atrio estaban varios pobres: dos viejos italianos, mugrientos y de barba crecida, dos mulatas que en su pereza, invocaban la caridad de los fieles, sentadas; y de pie, con la mano extendida, la desdichada ramera.
Josefina estaba tan cambiada, que José tuvo que adivinarla, y ¡cosa extraña! el joven no se conmovió y la miró fríamente. No era esa la Josefina que tenía en la cabeza, y al acercársele, comprendió que estaba muy lejos de ella. Su entusiasmo enfermizo se disolvió prontamente, como una bola de jabón. Un resto de compasión, sin embargo, pugnaba por ablandarle las entrañas, pero se defendió a sí mismo haciendo razonamientos mentales y ahogó su enternecimiento. Acabó por pensar que nada había de común entre él y Josefina. Entró al templo, entonces, fluctuando sobre lo que debía hacer y salió al momento. Al pasar por el lado de la ciega le dejó caer en la diestra extendida, un billete de cien pesos moneda corriente, bien convencido ahora, que habría cometido un disparate dándole cinco mil como fue su primera intención.
Fue a su casa; almorzó, y ya olvidado de Josefina, se puso a consultar un presupuesto que había confeccionado de lo necesario para fundar un Registro, pues esta idea no le abandonaba y quería realizarla, tanto más cuanto así lo tenían entendido en casa de misia Carlota.
Tenía poder general de Dorotea, y aun cuando se opusiera esta, pensaba ir adelante y aun vender el Café en caso necesario.
La libreta del Banco había descendido a cincuenta mil pesos: en menos de un mes llevaban gastados casi treinta mil. Dorotea se excusaba con las deudas pagadas, sin embargo de que estas nunca ascendieron a más de cinco mil pesos.
¿En qué se había gastado tanto dinero? En nuevos muebles para la sala, en trajes para Victoria y María y en un préstamo de diez mil pesos que había hecho Dorotea al Mayor Paz.
José se había puesto al habla con el dependiente principal de don Guillermo, el cual le comunicaba datos y aun le dio esperanzas de ser su socio. Bastante versado en esta clase de negocio comprendía que el capital era pequeño y pensaba solicitar dinero del Banco de la Provincia. Esperaba para esto la llegada de un tío que estaba en Montevideo, al cual iba a pedirle la firma. Si conseguía el descuento harían sociedad, pero como estaban ya entusiasmados empezaban a discutir puntos generales.
Estando don Guillermo en su estancia, José iba todos los días a hablar con el dependiente.
Ese día cuando José entró le enseñó lleno de alegría una carta de su tío. Celebraba la idea y le decía que contara con su firma para dentro de ocho o doce días, en que regresaría a Buenos Aires.
José con excelente humor se retiró a comer y por la noche habló de todos estos proyectos en casa de misia Carlota.
Después conversó con su novia de la instalación.
Carlota le dijo, con mucha franqueza, que ella lo seguiría a cualquier parte, pero que si se resolvía a vivir con su madre la daría un gran contento.
—¡Oh! —contestó el joven, en nuestra casa mandará Vd.; podrá hacer y deshacer como mejor le parezca.
—¡Ah! Vd. no sabe cómo le agradezco. Mamá me pedía que no le hablara de esto, pero se lo pasaba llorando al pensar que tal vez tendríamos que vivir separadas. Vd. le encontrará razón; hágase cargo que no tiene más familia que yo, y a su edad, sola… bastante motivo tenía la pobre para entristecerse.
—Debo confesarle que soy un gran egoísta. No había pensado en esto, pero Vd. debió decírmelo antes.
—¿Qué quiere Vd.?…
—Ahí viene su mamá: dígale que en vez de uno, tendrá dos hijos.
Carlota lo hizo así y la buena señora lloró de alegría, y como la casa en que vivían era demasiado reducida, tres piezas solamente, se pusieron de acuerdo para buscar una algo más espaciosa.
El joven se despidió hasta la noche siguiente, y se acostó, como de costumbre, acariciando risueñas perspectivas para el porvenir.
Esa noche tuvo algún insomnio; a las doce, mas o menos, consiguió dormir, pero su sueño fue intranquilo. Despertó dos hora después, ya con alguna fiebre; encendió luz y se sentó en la cama. La garganta le picaba un poco, y como comprendiendo algo, muy pálido y haciendo un gesto desesperado, se tiró del lecho, y desalado, lleno de angustia, abrió el cajón del lavatorio, tomó de allí un espejito de mano y poniéndolo muy cerca de la vela empezó a examinarse la boca.
Descubrió su desgracia. ¡Eran llagas las que tenía!
La orgía a que había asistido siete noches antes empezaba a dar sus tristes frutos.
El joven, consternado, no pudiendo aún medir el alcance de su enfermedad, se vistió silenciosamente, y hasta que llegó el día no hizo otra cosa que consultar al pequeño espejo. De pronto una acerba desesperación le punzaba las entrañas y crispando los puños maldecía de la vida y de su horrible suerte; luego se calmaba y el bálsamo de la esperanza descendía a endulzar su corazón ulcerado: se entregaba a la ilusión y creía entonces que sanaría pronto. Tenía tan turbadas las ideas que casi sin transición, después de una blasfemia, se ponía a orar o invocaba al buen Dios de su infancia, que hacía años lo había olvidado, prometiéndole adorarlo por toda la vida y ser siempre bueno si lo salvaba de aquel trance.
A las seis y media fue a buscar a Andrés. Estaba todavía en cama y tuvo que despertarlo.
El boticario lo reconoció y le dijo que esperase que fuesen las diez, hora en que acostumbraba pasar por la Botica el Dr. Catay.
—Pero, ¿qué crees tú?
—Tal vez sean las antiguas, y si son reliquias de la otra noche, puede que sean benignas: no te asustes y espera a Catay como te digo.
—¿Crees tú que puedo entregarme a sus manos?
—¡Cómo no! Tiene mucha práctica en estas enfermedades.
Andrés tenía por Catay el mismo entusiasmo que don Isidro.
José estaba muy nervioso. Se cansó pronto de esperar y demostró a Andrés su impaciencia. Este le dio un diario del día, pero el joven apenas lo hojeó: su situación lo aislaba del mundo y le hacía mirar desganadamente todo lo que no se relacionaba con su enfermedad. Se empezó a pasear; parecía que tenía azogue en el cuerpo. Al fin le fastidió la calma con que Andrés arreglaba las cosas de la Botica. Su cerebro loco no podía comprender la vida regular. Le pareció eso demasiado estúpido y que Andrés no se preocupaba como era debido de su situación. Salió a dar una vuelta prometiendo regresar antes de las diez.
Vagó por las cercanías, anduvo por el Mercedo del Plata, y de pronto, sin quererlo, se encontró frente al atrio de San Nicolás. En su sitio de costumbre, como una figura de cera, rígida, quieta, con la mano extendida, divisó a Josefina; inválida de la crápula, reducida al triste estado de pedir a la caridad pública el pan de su sustento, después de haber dejado en los lodazales del vicio su juventud, los sentimientos de su alma y la luz de su mirada. José tuvo horror, y febriciente, zumbándole los oídos, con un turbión de ideas lúgubres, se dirigió a la Botica cabizbajo y alimentando los más tristes presentimientos.6
Tuvo que esperar más de media hora a Catay. Este llegó, al fin, en su tílburi, algo apurado, porque ahora tenía más clientela y se daba mayor importancia. En lo de Andrés estaba todos los días un momento; veía si había alguna novedad y seguía: la noche la reservaba para la nueva Botica de don Isidro.
Andrés lo impuso de la novedad que sentía José, y entonces Catay lo llamó:
—Pase para acá, Dagiore.
Fue el joven a la habitación en que jugaban al mus en otro tiempo los contertulios de don Isidro; Catay lo llevó a la puerta que daba al patiecito para tener mayor luz y le hizo abrir la boca.
—¿No ha tenido otra manifestación? —preguntó.
—No, señor.
—Es lo más probable que tenga. Voy a recetarle —y mientras escribía, seguía diciendo—: de esta bebida tomará tres cucharadas al día y con la otra preparación hará gárgaras, con tanta frecuencia como le sea posible. Cuídese y no haga desarreglos.
—Ah, doctor, si salgo de esta todo eso habrá concluido.
—Así dicen todos cuando caen; pero después que pasa el susto, se olvidan de la lección y vuelven a las andadas. Había sido Vd. muy calavera. Caramba, que le dio buen susto la otra noche a mi amigo el diputado.
José ni siquiera sonrió: maldecía esa noche desde lo más íntimo de su alma, pero ya tarde.
Catay se despidió:
—Véame mañana a esta misma hora, y tenga ánimo que lo hemos de remendar, porque en estas enfermedades no se cura nunca radicalmente.
El pobre joven quedó abismado con ese equívoco consuelo.
Con todo, esperaba que no serían más que las llagas: una voz secreta, la eterna sirena de la esperanza, lo alentaba y le decía que era imposible una desgracia mayor.
Llevó los remedios y con cierta unción, lleno de fe, se curó todo el día: a la noche fue a hacer su visita de costumbre: la idea de que no pudiera realizar su matrimonio en la época concertada abatía su ánimo y lo ensimismaba cretinamente.
Carlota le notó algo extraño. Pensó que José podría haber tomado a mal algún dicho suyo y en vano se devanaba la cabeza, porque no recordaba la menor palabra que pudiera haberlo resentido.
El joven estaba sombrío, y su silencio de esa noche contrastaba con la alegre verbosidad de que había hecho gala en las visitas anteriores.
Carlota había entrado en cuidado, pero no se animaba a preguntarle nada.
De pronto José lanzó un triste ¡ay! suspirando; fue aquello impensado, sin creer que pudiera ser oído.
—¿Está Vd. enfermo? —preguntó entonces Carlota con el más vivo interés.
José tardó en contestar.
—Sí, tengo un dolor de cabeza horrible, lo he tenido todo el día.
La joven se levantó y fue a buscar un poco de agua de colonia.
—Póngase un poco en las sienes —dijo—, presentándole el frasco: eso le hará bien.
La madre vino después y le dio tres o cuatro recetas infalibles para el dolor de cabeza.
Todas estas atenciones ponían más triste al joven porque si bien lo hacían comprender los mimos y el cariño que le esperaban, estaba también seguro que el casamiento ya no podría tener efecto en el plazo convenido. Ciertas punzadas que estaba sintiendo y que le auguraban muchos dolores le hacían creer que Catay no se había equivocado. Se levantó mucho más temprano de lo que acostumbraba y se despidió:
—Hasta mañana —le dijo su novia—: cúrese.
—¡Ah! esos dolores de cabeza hacen sufrir mucho, pero tienen de bueno que pasan pronto—, agregó la señora.
—Hasta mañana —repitió José, haciendo un soberano esfuerzo: el gran desaliento que ya había sufrido otra vez se estaba apoderando nuevamente de todo su ser.
Esa noche tuvo mucha fiebre y durmió muy poco. A eso de las doce de la noche empezó a sentir una dolorosa retención de orina que se acentuó mucho más, después.
A la madrugada escribió unas líneas llamando a Andrés. Este acudió en el acto y le recetó algunas cataplasmas y remedios sencillos como para calmar los dolores, y prometió volver a las diez con Catay.
Cuando entró el doctor, le tomó el pulso y se asustó.
—¡Ah! mi amigo —dijo—, Vd. se ha asustado y así no es fácil que lo sanemos. Es preciso valor.
—Lo tengo, doctor.
—Así me gustan los hombres; veamos lo que hay.
—Hum, en fin, no es nada, podría ser más: ¿y las llagas cómo van?
—Lo mismo, doctor.
—Bueno, Andrés, tú le vas a poner doce sanguijuelas y antes una sonda. Por hoy basta. No desmaye, mi amigo, y hemos de salir adelante. Trate sobre todo de no moverse mucho en la cama.
Andrés dejó la Botica en manos de su dependiente y acompañó todo el día a su amigo enfermo.
Serían las dos de la tarde cuando golpeó la puerta un muchacho que traía muchos folletos debajo del brazo.
—¿Está el señor Dagiore? —preguntó.
—¿Qué se te ofrece? —le dijo Andrés.
—Traía esto para él —contestó el muchacho, entregando uno de los folletos.
—Está bien.
Andrés miró la carátula y vio que era la tesis de Juan Diego, que antes de presentarla a la mesa examinadora ya la estaba repartiendo entre sus relaciones.
José la reclamó, vio que trataba sobre enfermedades del corazón; dobló luego la carátula, varias páginas más en que se dedicaba la obra al abuelo, al padre, a los vivos y a los muertos, y antes de comenzar el texto verdadero de la obra, descubrió una dedicatoria escrita. Decía así: A mi querido amigo José Dagiore en recuerdo de la soberana tranca de la otra noche.
EL AUTOR.
José se puso muy serio al leer estas líneas. Culpaba a Juan Diego de su enfermedad, pero no se atrevió a comunicárselo a Andrés, porque como también el boticario había tenido su parte, temía que se resintiese.
A la tarde se fue Andrés. José le rogó se pasara por lo de Carlota y anunciase que estaba enfermo en cama.
—Mira —le dijo—, hazme este servicio, pero con mucha cautela: diles allí que tengo una fiebre muy fuerte.
Entonces subió Carlos a hacerle compañía.
El rudo italiano, en vez de consolarle lo afligió, refiriendo enfermedades que había padecido, cuando lo que necesitaba el pobre joven eran distracciones y que su espíritu se alejara de las negras ideas que su situación le inspiraba.
—Lo que es Vd., no tiene nada —decía Carlos—: ¡ah! si me hubiera visto a mí cuando ahora dos años tuve que entrar a curarme al Hospital: allí me daban una servilleta a morder con eso uno bufa y no grita. Entonces el médico con tijeras y bisturí corta la carne como podría hacerlo un carnicero: ¡ah, diablo! allí sí que se sufre.
José le oía estremeciéndose.
Al día siguiente Catay volvió a examinarlo. Lo encontró mal y le recetó un ungüento mercurial.
Andrés y el dependiente principal de don Guillermo lo acompañaron hasta hora avanzada.
A eso de las dos de la tarde, entró la china de misia Carlota.
José compuso la cama y ocultó varios frascos y dos sondas que estaban encima de la mesita de noche y la recibió entonces.
La china dio su recado y le entregó un fragante ramito de flores de parte de Carlota.
Cuando salió la sirvienta, José muy enternecido, no pudo contener las lágrimas, y con ese llanto, se escapaba también de su alma la energía que le quedaba.
Andrés trató en vano de consolarlo.
—¡Ah! soy muy desgraciado—, decía sollozando: la felicidad no se ha hecho para mí.
—Si vas a sanar: ten valor y paciencia.
—¡Ah! es que si la madre llega a descubrir algo hará que su hija me desprecie.
—Si vas a hacer tantas suposiciones es claro que has de encontrar algún lado malo: no exageres tu situación.
Así pasaron varios días, y más que la enfermedad, puede decirse que lo aniquilaba su preocupación moral. No había ya resistencia en aquel cuerpo trabajado por las pasiones.
Hacía tres años que seguía impávido el curso de una corriente de cieno. Varias veces fue salpicado y en cada enfermedad se había curado a la ligera. Creía que sanaba, y era su naturaleza joven que ocultaba el mal. Todas estas heridas mal curadas se habían abierto con los excesos que cometió la noche de la orgía.
Ahora tenía una cruel orquitis y se le habían formado dos abscesos.
Juan Diego al saber su enfermedad ocurrió inmediatamente y ayudaba al médico de cabecera.
Los abscesos supuraban mucho y Catay comprendió que había llegado el momento de abrirlos.
Participó esta opinión Juan Diego y le pidió que lo preparara. José al saber lo que le esperaba recordó asustado los cuentos de Carlos.
Se sobrepuso y dijo a su amigo:
—Mira: antes de eso quiero saber una cosa: invoco para ello la amistad que nos une.
—Lo que quieras… di.
—Tú sabes que estoy comprometido a casarme: he fijado el plazo y sólo falta para que se cumpla casi un mes y medio: para dejarme operar y estar tranquilo quiero arreglar esto antes: lo que te pido pues, es que hables con Catay y me digas en qué tiempo podré estar en condiciones de cumplir mi compromiso: así, yo escribiría a la madre de Carlota y veré de arreglarme.
Juan Diego lo escuchó muy serio y contestó después:
—Voy a hablar con Catay.
Pasó a la otra pieza y comunicó al doctor lo que José quería.
—Es preciso mentirle —dijo Catay—: se requiere estar loco o muy enamorado para ponerse a pensar en casamiento en este estado.
—¡Ah! no, doctor; hagámonos ilusiones, si usted quiere; pero yo tengo que darle una contestación aproximada a la verdad: lo quiero mucho y así se lo he prometido.
—Vamos a ver: ¿qué piensa Vd.?
—Pienso que dentro de seis u ocho meses podría casarse.
—Es mucho decir: lo que es yo no quisiera ser la novia: al abrirlo los abscesos… ¿ha visto Vd. cómo son?… al abrirlos, digo, se herirán necesariamente las túnicas albugíneas, y sanará por ese lado, pero después de producida la atrofia de los órganos, con lo cual quedará como Abelardo el desdichado amante de Eloísa.
—¡No vaya Vd. a decirle eso, por Dios!
—Es que hay más: ¿le ha reconocido Vd. bien el paladar? Ya eso no se detiene: ese joven se ha curado muy mal sus enfermedades anteriores: tiempo más, tiempo menos, póngale Vd. un año, habrá que colocarle un paladar artificial.
Juan Diego estaba consternado.
Volvió a la pieza del enfermo y le dijo:
—Debes tener valor: tu enfermedad te ha agarrado fuerte, pero podrás casarte antes de un año.
—¡Un año! —repitió José—, eso no tiene nombre, ¡Dios mío! y con un inmenso desaliento dejó caer su cabeza sobre la almohada.
Juan Diego comprendió que lo asesinaba y trató de corregir su falta.
—Sí, pero esa es la opinión de Catay, lo que es yo, creo que dentro de seis meses…
—Eso es peor: no me engañes, te conozco que tratas de tranquilizarme: tu misma cara me está diciendo que estoy muy grave.
—Si lo quieres tomar así, es claro: ¿acaso podría estarme riendo aunque lo que tuvieses fuese un simple resfrío? Siento de veras tu enfermedad, pero esto no implica que ella sea muy grave. Te diré todo: tu mejoría depende más de lo que tú hagas que de la ciencia de los médicos: debes tratar de tranquilizarte y estar bien para que te operemos mañana. Será cosa de un momento, nada más, un dolor pasajero.
—¡Ay! —contestó el enfermo; si ahora sufro tanto, ¡qué será después de eso!
—Sufrirá menos entonces: es preciso que te decidas: Catay acaba de retirarse y yo he quedado en buscarle mañana para venir juntos.
—Hagan lo que quieran.
—Bueno, queda resuelto: ¿no es verdad?
—Sí.
Serían las doce del día próximamente. Juan Diego se despidió hasta la tarde y José quedó con Andrés.
Una hora después entró la china de misia Carlota a informarse de la salud del enfermo, trayendo el ramito de flores que le enviaba su novia. Esta cariñosa prueba de simpatía le hacía mucho mal. Lo desesperaba horriblemente, pensando que no merecía a Carlota. Cada momento que pasaba era un tormento para él y no encontraba excusas ni palabras; algún medio, en fin, razonable, que explicase el pedido de un plazo más largo, y luego, ¿qué enfermedad simular, si dentro de uno o dos meses lo verían en pie? Concluía en lo mismo; viéndose despreciado y rechazado por misia Carlota y su hija.
Fueron horas tremendas para el joven. Tomó entonces su resolución y se convenció a sí mismo con razones que le parecían de una lógica terrible, de que debía darse la muerte.
Pensaba en medio de una angustia suprema, que Catay debía haber dado un pronóstico horrible, cuando Juan Diego se había decidido a decirle que recién sanaría dentro de un año. Los agudos dolores que sufría contribuían a afirmar en él esta idea. Proyectó escribir, pero su desaliento y su resolución le habían infiltrado una indiferencia desesperante. La idea que genera siempre el orgullo en estos trances y que hace pensar en un mañana que no se verá, no alcanzaba a irritar su pobre espíritu languidecente.
Andrés lo estorbaba. Leía un libro cerca del balcón, esperando así que su amigo lo llamara o que llegara la hora de darle un remedio.
—Andrés —dijo—, yo estoy abusando de ti, eras muy buen amigo, te estoy demasiado agradecido, pero no quiero que desatiendas tanto la Botica.
—¡Qué ocurrencia! Si no lo hiciera con gusto, pase.
—Ya sé, pero no es necesario que te incomodes tanto: ¿por qué no te vas ahora y vuelves a la noche a acompañarme otro poco?
—A la noche vendrá Juan Diego: si me voy vas a quedar solo.
—No, de día no quiero que te embromes, así: tu presencia es necesaria en la Botica; mira, puedes irte, y llamarlo a Carlos de paso para que se quede conmigo.
Andrés convino en esto, sin sospechar ni remotamente las intenciones de su amigo.
Se despidió y fue a llamar a Carlos.
Cuando salía, José le gritó:
—No dejes de venir luego: adiós.
—Adiós, hasta luego —contestó Andrés.
Entonces José abrió el cajón de la mesita de noche y sacó su revólver Bulldog. Lo examinó fríamente y viendo que tenía sus cinco balas lo puso debajo de la almohada.
Al poco rato entró Carlos.
—¿Cómo se siente? —dijo.
—Mejor, pero muy cansado: todo el día me han estado embromando las visitas y tengo sueño: voy a ver si duermo un poco: déjame solo y entorna la puerta: si viene alguien di que no puedo recibir.
Carlos salió, y entonces José volvió a apoderarse del arma: tuvo un desfallecimiento: el recuerdo de Carlota y de su familia lo enternecieron, pero fue un breve rato: secó sus lágrimas y en medio de una turbadora zozobra llevó el revólver a su sien derecha: al sentir el frío del cañón volvió a desmayar. En una de estas angustiosas tentativas creyó oír pasos en la escalera, escondió el arma y escuchó: nada, se había equivocado.
Pensó entonces, en que si venía alguno de sus amigos, tal vez quisiese pasar allí la noche, recordó después la operación que le esperaba al siguiente día, volvió a turbarse, todo lo vio negro en su porvenir. Su naturaleza gastada no fue capaz de una reacción violenta y sus ideas tétricas impidieron que sonriera en su espíritu la acariciadora luz de la esperanza, siempre lejana y siempre brillante, como los astros de primera magnitud. Se precipitó al arma, y tomando con la izquierda el cañón, afirmó el puño sobre el ángulo facial y con la otra mano completó de arreglar la dirección a la sien, y apretó entonces el gatillo: antes de disparar el tiro hizo un movimiento instintivo que no consiguió desviar la bala. El cuerpo del suicida se sacudió violentamente un instante para quedar casi boca abajo reposando sobre el costado izquierdo. La mano crispada había abandonado el revólver en una de las convulsiones de la agonía y estaba completamente manchado de sangre su pecho. La bala perforó el cráneo y fue a detenerse en el parietal izquierdo. De la herida manaba copiosa la sangre; se mancharon todas las ropas del lecho y después empezó a caer por uno de los bordes de la cama.
Nadie en la casa sintió la detonación.
Una hora después, al caer la tarde, se presentó el dependiente principal de D. Guillermo: venía a anunciarle que ese día había presentado la solicitud al Banco, la cual sería considerada al siguiente.
Carlos le dijo que estaba durmiendo, pero como la visita insistía se decidió a acompañarlo. Entró al cuarto, y aunque no había mucha luz, vio la sangre. Dio un grito y el dependiente de D. Guillermo se precipitó a la habitación. Los dos hombres quedaron mudos y sintieron calambres en las piernas. Retrocedieron espantados ante aquel cuadro de horror.
Sin saber lo que hacían bajaron nuevamente la escalera. A los gritos y los comentarios, acudió un vigilante, el cual llamó a otro.
Subieron, miraron el cadáver y quedó uno de ellos de guardia en la puerta mientras el otro fue a dar cuenta de lo sucedido.
Andrés llegó luego y le comunicaron la noticia. No daba crédito a lo que oía, se turbó y dijo con voz idiota:
—Para chanza es muy pesada: ¿se quieren burlar de mí?
Cuando se convenció de que era cierto y vio al vigilante que no dejaba entrar se le nublaron los ojos y hubiera caído si no lo sostienen.
Después vino Juan Diego. Quería morirse, y se puso a llorar como un niño.
A las ocho de la noche el médico de policía lo había reconocido y la autoridad dio permiso para que la familia se hiciera cargo del cadáver.
Dorotea estaba ya preparada y había intentado varias veces salir para ver a su hijo muerto; pero algunas personas que la acompañaban se lo impidieron.
Para que no fuera tan violenta la escena de la traslación, el Mayor Paz, que andaba en todo esto, decidió que se arreglara antes la mesa mortuoria y se prendiesen los cirios en la sala de la casa de Dorotea.
Después algunos changadores trajeron el cadáver de José colocado ya en el cajón.
Juan Diego y Andrés lo vistieron, y la cara, más que con agua se la habían lavado con lágrimas.
Dorotea y sus hijas, a quienes retenían varias personas en las piezas interiores, se abrieron paso y como unas locas se precipitaron en la sala. D. Juan y Dª Margarita las seguían. Allí rodearon el cajón y cubrieron de besos y de lágrimas el rostro macilento del pobre muerto.
Cuando se desahogaron un poco las sacaron en brazos, porque se resistían a salir.
Más tarde llegó el abogado, y conversando, dijo que ese día había hablado de José con Víctor.
—¿Dónde? —preguntó Andrés.
—En la calle de la Florida: anda ahora de guarda—marina y el padre le ha permitido bajar a tierra por ruegos de la abuela.
—Pues voy a escribirle dos líneas —dijo Juan Diego—: si no puede venir esta noche estoy seguro que nos acompañará mañana al cementerio.
—¡Qué noche fatal aquella! —dijo el abogado.
—Pobre José: quién lo hubiera dicho entonces —agregó Juan Diego.
—¿Y a Vds. no los ha sucedido nada? —preguntó el abogado.
—Nada: parece que el pobre José fue el solo desgraciado.
—No tanto. A mí y a Víctor también nos pringaron.
—¡Qué barbaridad! —replicó Andrés, por decir algo.
—¿Qué le vamos a hacer? Así es el mundo.
Media hora después llegó Víctor.
Se acercó silenciosamente al cadáver y le tomó una mano.
Después salieron al patio.
Allí conversaron tristemente. De cuando en cuando veían al Mayor Paz pasar por entre los grupos de los conocidos o amigos de la familia, grave, pero siempre haciendo conocer las dotes que poseía de adaptarse a las circunstancias: convidaba con coñac a unos, hacía dar mate a otros y no olvidaba que cada cuarto de hora era necesario despabilar las velas. Parecía un pariente lejano de la familia, pero muy comedido. Él había dado la noticia a Dorotea, contrató el precio del servicio fúnebre y mandó los avisos de invitación a los diarios y se prometía conseguir temprano, al siguiente día, el certificado de la parroquia y el permiso de la Municipalidad.
Victor se despidió, porque su padre tomaría a mal que pasase fuera la noche, pero prometiendo al otro día.
A media noche el Mayor Paz llamó al abogado, y le dijo:
—Me han dicho que Vd. conoce al Cura de la Recoleta.
—Es cierto.
—Pues Vd. va a hacer un favor a la familia. La madre de José está temiendo con que no lo van a enterrar en tierra santa: ¿podría Vd. arreglar esto?
—Es muy fácil: la iglesia es cierto que niega la tierra en sagrado a los suicidas, pero se hacen muchas excepciones: por ejemplo, tratando de probar que estaba trastornado cuando se quitó la vida: no le diga esto último a la señora, pero puede garantirle de mi parte que no habrá en esto ningún entorpecimiento y que se le aplicará el responso de costumbre: para mayor seguridad mañana temprano iré yo a la Recoleta.
—Mil gracias, voy a decírselo.
La noche se pasó sin ninguna novedad, salvo los sollozos intermitentes de la madre y las hermanas de José, que más de una vez insistieron en volver a la sala, pero se las contuvo.
A la mañana volvieron algunos que se habían retirado temprano para descansar unas horas. Quedaron estos y entonces se fueron otros que habían velado toda la noche.
Poco después el Mayor salió a despachar las diligencias que tenía que hacer; el abogado fue a la Recoleta y Andrés y Juan Diego quedaron al lado del pobre amigo muerto.
En las piezas interiores estaba Dorotea, acompañada de su madre. D. Juan, vencido por el sueño, se había dormido en un viejo confidente.
Hacía algunas horas que doña Margarita y Dorotea habían conseguido que las niñas se acostaran. Allí quedaban, sin misión que cumplir sobre la tierra, esperando un marido que nunca llegaría. Ignoraban que el brusco ascenso en el rango social que había dado la madre, equivalía a haber quemado las naves a este respecto, pues sin fortuna nadie las pretendía, y con sus humos de princesas oponían un cordón sanitario a sus naturales pretendientes: Carlos, el dependiente del Café, los puesteros del Mercado y otros mozos por el estilo: dormían quietamente debido a su temperamento linfático, soñando con novios que nunca vendrían, estas pobres vestales contra su voluntad y por arte de un sistema social imperfecto.
A las tres de la tarde se soldó la caja y se clavó el cajón.
Dorotea quiso despedirse por última vez de su hijo, pero no la consintieron; toda deshecha en su cuarto contenía los sollozos para no despertar a sus hijas. Dª Margarita la acariciaba en vano.
En el patio se hicieron a un lado los acompañantes todos vestidos de negro, y D. Juan, Andrés, Juan Diego, Víctor, el Mayor y el abogado, sacaron el cajón.
El convoy fúnebre partió con dirección al Cementerio del Norte.
En los primeros coches iban nuestros jóvenes, pálidos, tristes y reconcentrados.
Llegaron a la Recoleta. Allí bajaron el cajón los mismos que lo subieron conduciéndolo a la mesa mortuoria de la capilla del Cementerio.
Vino un sacerdote y le echó el responso de costumbre.
Volvieron los amigos de José, y su abuelo, a tomar la carga, y se perdieron con el séquito en una de las callejuelas: se dirigían a la bóveda de la familia de Juan Diego, que es donde iba a reposar el infeliz suicida.
Llegaron; Juan Diego abrió el sepulcro, un peón bajó con unas sogas y otros dos que retenían los extremos precipitaron el cajón, el cual corrió sobre la puerta del sótano produciendo un chirrido destemplado; el sepulturero lo acomodó en uno de los catres y los otros recogieron las sogas.
Cuando salió el que había descendido cerró el sepulcro y Juan Diego tomó las llaves.
¡Todo había concluido!
Volvieron tristemente. D. Juan, que era el único pariente de José, se adelantó, porque le había enseñado Dorotea que tenía que despedir el duelo en la puerta del Cementerio.
El pobre hombre estaba ya muy viejo y se encontraba incómodo entre los elegantes jóvenes que habían sido amigos de su nieto. Hacía, también, mucho tiempo que no vestía de negro y la levita arrugada que llevaba puesta le sentaba desastrosamente.
Carlos se puso a su lado.
Al llegar el grupo de los acompañantes, el abogado, que recién la noche anterior había hecho relación con D. Juan, dijo:
—Bueno, viejo, estamos despedidos: todos nosotros nos reputamos amigos y hermanos del pobre José: váyase a descansar.
Sin embargo, se cruzaron algunos apretones de mano.
Después la pequeña concurrencia fue a buscar sus carruajes.
Al salir en grupo nuestros jóvenes, se encontraron con el cura de la Recoleta.
—¡Ah! —dijo, divisando al abogado—: ¿ya cumplió Vd. con su deber de amigo?
—De eso venimos.
Algunos coches partían.
—Esperen, muchachos —dijo el abogado.
Los presentó al cura.
Unos cuantos mendigos italianos de cara torva y frente deprimida, que habían salido del asilo contiguo les trababa el paso.
—Una limosna.
—Estamos muy pobres.
—Un cigarrito.
—Vayan; vayan para allá —dijo el cura apartándolos—, estas hermanas se descuidan y los dejan salir —agregó.
Caminando volvieron a entrar al Cementerio.
—Me han dicho que era muy buen joven el amigo de Vds.
—Ah, señor; puede creerlo Vd. —contestó Andrés con sentido tono.
—¿Pero nosotros tal vez lo interrumpimos? —dijo el abogado.
—De ninguna manera: venía a ver al Administrador del Cementerio por una cosa de escaso interés: al contrario, me hacen Vds. favor.
Entonces se hizo referir la muerte de José.
—¡Ah! caramba, caramba —murmuraba el sacerdote, y luego como todas las personas imbuidas en una sola idea que la generalizan para todos los casos, agregó—: ¿saben Vds., mis jóvenes amigos, por qué suceden estas cosas? Se los diré: por la falta de fe, porque ahora en la escuela se descuida la enseñanza religiosa.
—Pues yo creo —replicó Juan Diego—, que eso sucede porque sucede, y el pobre José tiene tanta culpa de lo que le ha sucedido como el transeúnte a quien aplasta un ladrillo que cae de un andamio.
—Ah, señor —contestó el sacerdote—, eso es blasfemar: Dios ha hecho libre al hombre, y por lo tanto es responsable de sus actos; de lo contrario se debería abrir las puertas de las cárceles.
—No —dijo el abogado, al cual le chispeaban los ojos—: eso se hace porque la sociedad forja un sofisma: no venga a nadie ni reparte justicia, sino que se resguarda de un mal por el instinto de su egoísmo: es lo mismo que cuando aísla a un enfermo contagioso.
El sacerdote estaba escandalizado.
Incidentalmente habían caído en una de las cuestiones más grandes del Derecho y la Filosofía.
—Pero, señor —respondió—, advierta que Vd. me niega que haya hechos malos y buenos.
—Precisamente: un deseo es lógico; es, más bien dicho, con prescindencia de todo; pero son las circunstancias tales, que al satisfacerse hiere otras ideas, otros intereses y ciertas bases establecidas, y de aquí, el criterio que se forma para calificar un hecho de bueno o malo; no siendo nada bueno ni malo en absoluto: estas ideas las desarrolla de otro modo y mucho mejor Schopenahuer…
—Siempre Vds. con esos autores extranjeros.
—Vamos al caso —dijo Juan Diego—, y dejemos a Schopenahuer: yo lo nombro a Vd. juez: ahora bien, ¿condenaría Vd. a José?
—Eso —respondió el cura—, sólo corresponde a Dios.
—Pues yo digo que es inocente —exclamó el abogado.
—Y yo que es culpable, aunque la misericordia del Ser Supremo es infinita.
—Es preciso distinguir —dijo Andrés—: en mi opinión se es inocente de aquellos actos en que se incurre por ignorancia, y culpable, cuando se cometen teniendo experiencia y pudiéndose prever los resultados.
—No —contestó el abogado—, hay imanes fatales en la vida y cosas irresistibles.
—Para eso está el deber y la religión —respondió el sacerdote, que ya se sentía cansado de la discusión.
—Hay pasiones que arrastran todos los diques, y vuelvo a decir que los que se encuentran en el caso de nuestro pobre amigo son inocentes.
—Culpables —replicó suave pero tercamente el buen cura.
Se despidieron.
Desde la verja aún se dio vuelta el abogado y agitando su mano en ademán de saludo, gritó:
—¡Inocentes!
—¡Culpables! —respondió el sacerdote.
Los sauces y los cipreses del Cementerio, agitados por la brisa, detuvieron un momento estas palabras, y al rato volvieron a repercutir, devueltas por el eco de las tumbas…