El Patrañuelo

Juan de Timoneda


Cuentos, colección



Approbatio

Ego, Ioachimus Molina, presbiter, sacrae Theologiae doctor, commissione admodum Reverendi Thomae Dassio iuris utriusque doctoris, ac sanctae Metropolitanae ecclesiae Valentinae canonici, eiusdemque Sede vacante Vicarii generalis et officialis, librum hunc, cui titulus est, Primera Parte del Patrañuelo de Joan Timoneda, antequam excuderetur, legi, in quo nil inveni fidei catholicae, aut bonis moribus repugnans; in cuius rei testimonium hic me subscribo. Valentiae die 22 Septembris, anno Domini 1566.

Ioachimus Molina.


Nos Thomas Dassio Canonicus Valentinus, ac Sede Archiepiscopali vacante pro Reverendo Capitulo ecclesiae Valentinae in spiritualibus et temporalibus Vicarius generalis: Visa suprascripta relatione, concedimus et impartimur licentiam et facultatem imprimendi hunc librum et vendendi absque alicuius poenae incursu.

Thomas Dassio.

Suma del privilegio

El Rey y por su Majestad

Don Joan Lorenzo de Villarrasa, caballero y consejero del Consejo de su Real Majestad, trayendo voces de general gobernador y teniente de Visorrey, y capitán general del reino de Valencia, concede gracia y privilegio a Joan Timoneda, librero, por tiempo de cuatro años, para el presente Patrañuelo, y que otra persona no le pueda imprimir, sino él tan solamente, o quien su poder tuviera, ni traer impresos de reinos extraños. Y quien lo contrario hiciera mandamos y queremos que la tal persona o personas, pierdan todos los libros que hubieran impreso, o hecho imprimir, y los moldes con que se imprimieron; y más, que sea caído en pena de cien ducados, por cada vez que lo contrario hicieran, según en el original más largamente se contiene del privilegio.

Don Joan Lorenzo de Villarrasa.

Vidit Gallart Regens.
Vidit Arrufat.

Vidit Poncius pro.
Fisci Advocato.
Vincentius de Albizu.

Soneto

Entre el autor y su pluma


—Pluma, en hartas obras me ocupaste.
—Hartos murmuradores has tenido.
—Canciones infinitas imprimido.
—¿Tus faltas y descuidos discantaste?

—Romances hice afables, si notaste.
—Con ellos has quedado bien roído.
—Sonetos he compuesto y traducido.
—Tu poca habilidad sé que sonaste.

—Igual fuera ser Sócrates famoso.
—Platón no hubiera para ti faltado.
—O Séneca, el que en letras encumbraron.

—Rumiárate Aulo Gelio, muy curioso.
—Pues bien podré pasar por do han pasado.
—Podrás, mas no quedar como quedaron.

Soneto

De Amador de Loaisa en loor de la obra


Ingenio sutilísimo, abundoso,
ilustre, sabio, fértil, admirable,
discreto, grato, lento, conversable,
leído, ejemplar, artificioso.

Retórico, apacible, caudaloso,
benigno, sin doblez, cauto, amigable,
suave, liberal, honesto, afable,
en cuentos y en amores muy gracioso.

Poético en estilo sobrehumano,
de Musas laureado acá en el suelo,
acepto ya por todo el Universo.

Cómico penetrante en prosa y verso,
cual se descubre en este Patrañuelo,
es el de Timoneda, valenciano.

Epístola al amantísimo lector

Como la presente obra sea para no más de algún pasatiempo y recreo humano, discreto lector, no te des a entender que lo que en el presente libro se contiene sea todo verdad, que lo más es fingido y compuesto de nuestro pobre saber y bajo entendimiento; y, por más aviso, el nombre de él te manifiesta clara y distintamente lo que puede ser, porque Patrañuelo deriva de patraña, y patraña no es otra cosa sino una fingida traza, tan lindamente amplificada y compuesta, que parece que trae alguna apariencia de verdad.

Y así, semejantes marañas las intitula mi lengua natural valenciana rondalles, y la toscana novelas, que quiere decir: «Tú, trabajador, pues no velas, yo te desvelaré con algunos graciosos y asesados cuentos, con tal que los sepas contar como aquí van relatados, para que no pierdan aquel asiento ilustre y gracia con que fueron compuestos.» Vale.

Patraña primera

Argentina y Tolomeo,
los dos, por la penitencia,
vinieron a conoscencia
no haber hecho caso feo.


En la ciudad de Alejandría habitaban dos prósperos y ricos mercaderes, casados muy a su contento, el uno llamado Cosme Alejandrino, y el otro Marco César; los cuales, con sus tratos y mercancías, hacían compañía y habitaban en una propia casa. Quiso su buena suerte y ventura que, en un tiempo y sazón, engendrasen sus mujeres, y pariesen en un mismo día dos hijos, los más hermosos y agraciados que formar pudo naturaleza; por lo cual, confederados con la buena amistad que se tenían, quisieron que se llamasen los dos Tolomeos, de un solo nombre, aunque de allí a muy pocos días las madres murieron, a respecto que tuvieron los partos trabajosos y mortales, bien que, cuando esto aconteció a Cosme Alejandrino, tenía una hija dicha Argentina, que en su casa un ama se la destetaba. Los honrados viudos, ya después de haber hechas sus honras en el enterramiento de sus mujeres, platicando a quien podrían dar a criar sus hijos, habiendo el ama sentimiento de ello, que Pantana se decía, por importunación de su marido, Blas Carretero, de improviso, arrodillada delante de sus presencias, hizo la siguiente petición:

—Lastimados y señores míos: tanto con aquella humildad que prestarles debo y puedo, cuanto a la voluntad que, en gloria sean, mis señoras y mujeres suyas he tenido, y, sobre todo, el amor que de nuevo he tomado, por empezar a darles la destilada leche de mis pechos a sus dos hijos únicos, amados Tolomeos, suplico, cuan encarecidamente posible sea que me los den a mí a criar tan solamente, si servidos fueran; porque ya sabe aquí el señor Cosme Alejandrino con cuánta diligencia y solicitud he criado en casa a Argentina, hija suya, que de leche necesidad para el presente no tiene, sino yo de esta señalada merced, que a los dos juntamente pido.

En verle tan humilde y cuán bien manifestaban las lágrimas que destilaba por sus ojos el entrañable amor que en su corazón estaba oculto, tomáronla entrambos a dos por sus brazos, y, alzándola de tierra, tomando la mano Cosme Alejandrino, dijo lo siguiente:

—Ama y señora nuestra, que así conviene para el presente que os llamemos, viendo vuestra buena determinación y considerando los servicios recibidos de vos y de vuestro marido que en esta casa recibimos de cada día, de parte del señor Marco César y mía digo que soy contento, si él por bien lo tuviera.

Respondió Marco César:

—Sí señor, y satisfecho. Así que, señora ama, criadlos como de vos se confía.

Pues como el ama los criase, eran tan semejantes en estatura y gesto, que, si el ama no, nadie sabía determinarse de presto cuál su hijo fuese; por lo cual, siendo grandecillos, tuvieron necesidad de diferenciarlos de vestidos. En este discurso de tiempo, el Marco César viniendo a menos, él y Cosme Alejandrino deshicieron la compañía; y, determinándose de ir el Marco César a vivir en Atenas, pidiendo su hijo, el ama, por el amor que a los niños tenía, usó de esta maña; y fue que, mudando los vestidos, trastocó los hijos y dio a cada cual padre el que no era su hijo, a respecto que Cosme Alejandrino, cuando viniese a saber, siendo grande, que no era su hijo aquel, no dejaría, por haberle tenido en aquella reputación y cuenta, de hacerle algún bien, y a su hijo mucho más.

Pero como las mujeres sean frágiles, el ama, que Pantana se decía, ya que destetado hubo a Tolomeo, por tener el marido viejo, rencilloso, y conceder a los lisonjeados requiebros de cierto mancebo, y puespuesto el amor que tenía a la casa de Cosme Alejandrino, se fue con el dicho mancebo, tomando lo mejor que pudo. Y, siendo a una jornada de la ciudad, a la falda de la sierra de Armenia, la robó el mancebo que la llevaba. Y, viéndose sola, sabiendo que en la cumbre del monte había una ermita y necesidad de ermitaño para ella, cortose, de la saya que llevaba, un hábito mal cortado y peor cosido, y, llamándose fray Guillermo, se puso en ella; y, por su buena condición y vida, la tenían en gran reputación por todos aquellos lugarejos.

Siendo ya de edad proporcionada Argentina y Tolomeo, por la mucha familiaridad y conversación que se tuvieron, sin tener respeto al deudo que ellos pensaban tener, se ayuntaron los dos, del cual ayuntamiento se hizo ella preñada.

En esta coyuntura, Marco César vino de Atenas con gran cantidad de dineros, que en sus tratos y mercaderías había ganado, para pagar a todos sus deudores, y trajo consigo a Tolomeo, el cual pensaba que su hijo fuese. Y, visitándose él y Cosme Alejandrino, trataron casamiento de Argentina con Tolomeo Ateniense, que así se llamaba por haberse criado en Atenas. Los padres contentos, y dadas las manos, suplicó Marco César a Cosme Alejandrino que estuviese el negocio secreto entre tanto que volviese de cierto camino que había de hacer.

Pues como Argentina en este entretenimiento se viese preñada y desposada, dando parte de ello a su querido Tolomeo, hallose el triste mancebo tan atribulado, que no tuvo otro remedio, sino irse aborrecidamente de casa de Cosme Alejandrino, dejando encomendada Argentina a una parienta suya, en que, en ser nacida la criatura, secretamente le diese recaudo. Y él, como culpado que se pensaba ser, por haberse ayuntado con su hermana —no siéndolo—, se fue a las sierras de Armenia, para aconsejarse con fray Guillermo, y recibir la penitencia de su mano; el cual, como ama que le había sido, y por la confesión que hizo, luego le conoció, y, disimuladamente, le dio una sutil penitencia, dándole acogimiento en su ermita.

Viniendo a parir la congojada y triste Argentina sin haber nadie sentimiento, no fue tan secreta en este negocio, que al sacar la criatura una moza de casa lo hubo de sentir Cosme Alejandrino, y por allí vino a saber de quién y cómo se había engendrado; el cual, airado de semejante caso, mandó a Blas Carretero, un criado de quien mucho se fiaba, que, vista la presente, tomase aquel niño y le echase en el río de Armenia. Sabido por Argentina, su madre, el cruelísimo mandado de su padre Cosme Alejandrino, por ruegos y promesas que hizo a Blas Carretero, lo indujo que lo echase en las sierras de Armenia, con cierto joyel que le puso al cuello.

Echado el niño, hallole fray Guillermo entre unas matas; el cual llevó a su ermita, y a ciertos pastores, con leche de ovejas y cabras mandó que lo criasen.

Argentina, alcanzando a saber a cabo de días que su amado Tolomeo hacía penitencia en las sierras de Armenia, se fue derecho allá escondida y secretamente, y venida a los pies de fray Guillermo, conocida la inocencia de su pecado y de cómo, por las señas que ella dio, que el niño que se criaba era su hijo, se dio a Tolomeo y a ella a conocer, dándoles clara y distinta razón cómo no eran hermanos ni por tal se tuviesen, y que el hijo suyo ella lo tenía bien guardado, y que diesen a Dios loores y gracias de todo, pues en tan buen puerto habían aportado, y que les suplicaba de su parte que se fuesen juntamente con ella a casa de Cosme Alejandrino, porque sabiendo el caso como pasaba, no dejaría de tener por bien que se efectuase el matrimonio de los dos y haber todos cumplido perdón, contentos aderezaron su partida.

Como Marco César viniese a pedir la palabra a Cosme Alejandrino, que le diese a Argentina por mujer de su hijo Ateniense, y no la hallase, era tanta la contienda de los dos, que no había quien los averiguase. En esto llegó fray Guillermo, diciendo:

—¡Paz, paz, honrados señores, y Dios sea con ellos! Sosieguen y óiganme, por caridad, si son servidos, que podrá ser que yo sea el remedio con que se atajen sus tan trabadas y marañadas pendencias.

Callando todos, mandáronle que prosiguiese, el cual dijo así:

—Señor Cosme Alejandrino, tu hija Argentina y Tolomeo bajo de mi poder y dominio están, y el niño que mandaste echar en el río también. No te fatigues, que sin perjuicio de tu honra ni ofensa de Dios, pueden ser casados, porque Tolomeo, el que piensas que es tu hijo, no lo es, sino aquí de Marco César, y el de Marco César es el tuyo; y porque crédito me des y tú quedes satisfecho de lo propuesto, has de saber que yo soy Pantana, mujer de Blas Carretero, que tuve por bien de trastocaros de hijos al tiempo que deshicisteis la compañía, porque los niños, siendo tú próspero, fuesen bien librados. Y, si de esto que hice te parece que merezco culpa, te suplico que me perdones, y asimismo me lo alcances de mi marido.

Concediéndoselo y venidos Argentina y Tolomeo en su presencia, fueron muy bien recibidos, y los padres muy contentos y alegres que fuesen casados. Y así se hicieron las bodas muy solemnes y regocijadas, como a sus estados y honra pertenecían.

De este cuento pasado hay hecha comedia, que se llama Tolomea.

Patraña segunda

Por su bondad, Grisélida
fue marquesa; obedecía
lo que el marido quería,
con paciencia no fingida.


En los confines de Italia, hacia el poniente, región harto deleitable y poblada de villas y lugares, habitaba un excelente y famosísimo marqués, que se decía Valtero, hombre de gentil y agradable disposición, y de grandes fuerzas, puesto en la flor de su mocedad, no menos noble en virtudes que en linaje. Era, finalmente, en todo muy acatado, salvo que contentándose con sólo lo presente era en extremo descuidado en mirar por lo venidero; tanto, que toda su ocupación era correr monte, volar aves, que todo lo demás parecía tener puesto en olvido; y lo que sobre esto sentían sus vasallos, era que no curaba de casarse ni quería que le hablasen de ello. Disimularon algún tiempo estas cosas, pero al fin, habiendo su acuerdo, vinieron en presencia de él, y uno que parecía tener más autoridad y era más privado suyo, en nombre de todos, le dijo:

—Vuestra humanidad, excelente señor, nos da osadía para que cada cual de nosotros en particular, cuando el caso lo requiere, os pueda muy abiertamente declarar su intención. Así que ella misma me da a mí al presente atrevimiento para declararos las voluntades secretas de estos vuestros y obedientes vasallos, no porque yo sea para esto más hábil ni tenga mayor autoridad, sino la que vos, señor, con vuestras grandes mercedes me habéis querido dar. Como quiera, pues, señor, que todas vuestras cosas sean de tanto valor y a todos nos parezcan bien, que nos tenemos por dichosos en ser vasallos de tal señor, sola una cosa nos queda, la cual, si tenéis por bien concedernos, seremos sin duda los más bien afortunados hombres que hallar se pudieren en nuestros tiempos, y es que queráis, señor, casaros y poneros bajo del yugo matrimonial. Por tanto, señor, os suplicamos admitáis nuestros ruegos, así cual nosotros estamos prontos a vuestros mandamientos. Sacadnos, señor, de este tan grande cuidado, porque si de vuestra vida ordena Dios otra cosa, no muráis sin heredero, y nosotros sin el señor que de tan buen linaje deseamos.

Moviose el ánimo del Marqués con estos ruegos, y dijo:

—Forzáisme, amigos, a pensar en cosa muy ajena de mi pensamiento, porque holgaba vivir con entera libertad, la cual en los casados es muy rara. Pero yo quiero someterme a vuestras voluntades, con tal condición, que vosotros me prometáis y guardéis una cosa, y es que la que yo escogiese por mujer, sea quien fuese, con toda honra y reverencia la sirváis, y que de mi elección en esta parte ninguno de vosotros en algún tiempo contienda o se queje; básteos que se conceda vuestra petición en casarme.

Con mucho gozo y concordia prometieron los vasallos de hacer lo que el marqués les propuso, como hombres que apenas podían creer que habían de ver el deseado día de estas bodas; las cuales él les declaró para día cierto porque se aparejasen a solemnizarlas con mucha magnificencia, para lo cual ellos se ofrecieron de muy amorosa gana. Y así, se despidieron del Marqués con gran contentamiento.

Idos, el Marqués, como al punto que le hablaron sus vasallos del casamiento le pasó por la memoria de los servicios y bondad y gentileza de Grisélida, sabia, graciosa pastora, que por diversas veces, yendo a caza, había recibido, siendo hospedado en casa de su padre Janícola, rico cabañero, determinó que Grisélida fuese su mujer, y por eso les señaló el día de las bodas, y por el consiguiente, a todos los criados y servidores de su casa.

Grisélida, no lejos de la ciudad adonde el Marqués tenía sus palacios, residía con su padre Janícola en un lugarejo de pocos y pobres moradores, con gran copia de ganados, que con la industria y sagacidad de ella eran regidos y gobernados, harto hermosa y de buen parecer cuanto a la disposición y presencia. Pero en la verdadera hermosura de ánimo y noble crianza, tan excelente hembra era, que ninguna de aquel tiempo igualar no se le podía; y como era criada a todo trabajo, ignoraba supersticioso deleite, que no se asentaba en su pecho pensamiento de regalo, antes un grave y varonil corazón publicaba en defensión de su honestidad y mantenimiento de sus mansas y queridas ovejuelas. Era cosa de notar el grandísimo amor con que regalaba y servía a su viejo padre. Y, a causa que cerca de este pobre lugar había un fertilísimo monte de abundante caza, de este Marqués solía ser visitada por diversas veces, y de ella con mucha sagacidad servido. Y como a su noticia viniese que el Marqués había señalado el día de las bodas, sin nadie saber quién había de ser la tan dichosa y bienaventurada Marquesa, rogole al padre que para aquel día la llevase a la ciudad, para que conocerla pudiese, y en regocijo de tan solemnes fiestas del Marqués alguna merced alcanzase, en recompensa de los pobres y bajos servicios que de su poca posibilidad tenía recibidos; la cual petición el padre se la concedió.

En este medio hacía el Marqués aparejar con gran diligencia anillos, piedras preciosas, joyas y ropas, y todo lo demás que para tal caso convenía; la cual ropa hacía cortar a medida de una criada de su casa, semejante en estatura y complexión de Grisélida. Venido ya aquel día tan deseado en que se habían de celebrar las bodas, acudieron a palacio muchos caballeros y damas ricamente vestidos, y en no saber quién sería la novia todos estaban suspensos y maravillados. Viendo el Marqués la caballería juntada y los ministriles a punto, diciendo que quería salir a recibir a su esposa, cabalgó llamando media docena de los más privados caballeros suyos, y fuese derechamente a casa de Janícola, el cual halló que salía con su hija para venir a la ciudad, y tomándole por la mano le apartó muy en secreto, y le dijo:

—Janícola, ya sé que me quieres bien. Yo conozco que eres hombre leal, y pienso tendrás por bueno lo que a mí me place. Una cosa en particular querría saber de ti: si como soy tu señor, querrías darme tu hija por mujer.

Maravillado el viejo de cosa tan nueva, estuvo un poco sin poder responder, pero al fin, cuando el miedo le dejó abrir la boca, dijo:

—Señor, ninguna cosa debo yo querer o no querer, sino lo que vos tenéis por bien, viendo que sois mi señor.

En esto le dijo el Marqués:

—Entrémonos yo y tú solos con tu hija Grisélida en tu casa, porque en presencia tuya tengo necesidad de hacerle ciertas preguntas.

Entrados, pues, en casa, quedando los seis caballeros fuera, enderezó amorosamente su plática a Grisélida el Marqués, diciendo:

—Virtuosa y dichosa doncella, tu padre y yo por el consiguiente, somos contentos que seas mi mujer. Creo que no querrás contradecirnos, pero yo quiero saber de ti una cosa, y es que, cuando nuestro casamiento fuese concluido, el cual será luego, placiendo a Dios, me desengañes si estás pronta para hacer de buena gana todo cuanto yo te mandase, de suerte que nunca vengas contra mi voluntad y pueda hacer de ti lo que bien me pareciese, sin que por ello conozca en tu cara tristeza o en tus palabras contradicción alguna.

Respondió la considerada doncella, temblando de vergüenza y de la sobrada alegría que en su corazón había concebido:

—Señor mío, bien sé que este tan alto favor es mucho mayor que mi merecimiento, pero si vuestra voluntad y mi dicha es tal, no digo hacer cosa contra su parecer, pero ni pensarla en mi pensamiento, ni aun de cuanto vos hiciereis contradeciros, si pensase recibir mil muertes por ello.

Oído esto, el Marqués dijo:

—Baste eso, tal se confía de vos, doncella.

Y tomándola por la mano la sacó delante sus caballeros, diciendo:

—Amigos, esta es, aunque con bastos vestidos compuesta, mi mujer y señora vuestra. Servidla y amadla.

Entonces los caballeros, con las gorras en las manos, se arrodillaron delante de ella, besándole las manos con gran cortesía cada uno, y abrazándoles de uno en uno los alzó de tierra. Entonces el Marqués mandó que secretamente el uno de ellos la llevase a palacio y la pusiese en su aposento, y que allí, de un ama suya de quien mucho se fiaba, fuese despojada de las ropas que traía y vestida de aquellas riquísimas que para su propósito se habían ya cortado.

Entrando el Marqués por su palacio, como tan deseosos estuviesen los caballeros y damas de la Marquesa, le preguntaron:

—Señor, ¿qué es de la señora y deseada Marquesa? Muy mal cumple su palabra vuestra señoría.

A esto respondió:

—No os fatiguéis, amados y vasallos míos, que ya está en palacio; y porque en breve podáis conocer quién es, yo entraré por ella y la sacaré de la mano en vuestra presencia.

Y despidiéndose de ellos con la cortesía acostumbrada, se entró en el aposento adonde a Grisélida la estaban aderezando y componiendo; la cual, puesta a punto, pareció tan hermosa y real dama cuanto pudo ser en el mundo, que de enamorado que estuvo el Marqués en verla, no pudo estar de abrazarla y besarla, y darle un riquísimo anillo en señal de desposada. Y tomándola por la mano, salió en la sala adonde la estaban aguardando los caballeros y damas; y disparando los ministriles, se movió un grandísimo regocijo, diciendo:

—¡Viva el Marqués y la Marquesa por muchos años y buenos! Amén.

A donde fueron desposados por un obispo muy honrado, y les dijo la misa, y se celebraron las bodas, pasando aquel día con muchos juegos y danzas.

Mostrose en poco tiempo después en la pobre ya hecha nueva marquesa tanta gracia y divinal favor, que no mostraba en alguna cosa ser nacida ni doctrinada en la aspereza del monte, sino en palacios de grandes señores; por donde de todos era muy honrada y querida, cual se podía creer; tanto, que los que a conocerla vinieron desde niña se maravillaron que fuese hija de aquel villano Janícola, según era de excelente el modo de su vivir y tratamiento, la nobleza de su crianza, y la gravedad y dulcedumbre de sus palabras. Con todo lo cual traía a sí el amor y reverencia de cuantos la miraban; y no sólo en aquella su tierra, más también por otras provincias, era ya tan divulgada su ilustre fama, que muchas gentes, así hombres como mujeres, con gran deseo la venían a ver.

Con tan excelente mujer vivía el Marqués en su tierra en mucha paz y sosiego, y de todos era tenido por muy prudentísimo, en que debajo de tanta pobreza había sabido conocer tan sublimada virtud. Y no penséis que esta tan noble señora entendiese solamente en los ejercicios de dentro de su propia casa, sino que donde se ofrecían generales y públicos casos, estando el Marqués ausente, atajaba y declaraba los pleitos, apaciguaba las discordias, y todo esto con mucha prudencia y recto juicio, que todos a una voz decían que Dios les había dado tal señora por su infinita misericordia, y rogaban a Dios que les diese fruto de bendición.

De allí a poco tiempo se hizo preñada, y parió una niña muy hermosa, de lo cual fue muy gozoso el Marqués y todos sus súbditos y vasallos, y con gran contentamiento la Marquesa la quiso criar a sus pechos. Y por probar su fertilidad y paciencia, siendo la niña de edad de dos meses, ordenó el Marqués una cosa digna de maravillar y no cierto de loar entre sabios, y es que mandó a su ama, por ser muy sagaz y de quien se podía muy bien fiar, que tomase una niña que había habido del hospital recién fallecida, y estando durmiendo de noche en su cámara la Marquesa, le tomase su hija y le pusiese la muerta con los mismos pañales. Hecho esto con la mayor astucia del mundo, como la Marquesa se despertase y hallase muerta la niña, alzándose en la cama empezó a decir:

—¡Ay, Reina de los ángeles y amparo de los afligidos pecadores! ¡Señora mía, no me desamparéis! Y ¿de qué puede ser muerta?

A las voces, como ya el Marqués estuviese sobre aviso, vino corriendo de su aposento medio despojado, con muchas hachas encendidas, y el ama mesándose sus cabellos, se le puso delante, diciéndole la desdicha que le había acontecido a la Marquesa. Oyendo esto, y llegado en su presencia, mandó que le quitasen la niña de entre manos, y que, con solemne enterramiento, la enterrasen, y, vista la presente, se retrajo en lo más oculto de su palacio; y, con un criado llamado Lucio, muy familiar suyo, envió su hija al conde de Bononia, su especial y carísimo amigo, para que la criase en toda suerte de buenas y virtuosas costumbres, y, sobre todo, la tuviese tan secreta, que nadie pudiese saber cúya hija era. De allí a cuatro o cinco días determinó el Marqués de visitar a la Marquesa, la cual halló muy triste, encerrada en su aposento; y, entrando por él, mandó que todos se saliesen fuera y los dejasen solos; y, asentados, enderezó su plática a la Marquesa, diciendo así:

—Ya sabéis, Grisélida, porque no pienso que la presente prosperidad os haya hecho olvidar de lo que antes fuiste, de qué manera viniste a mis palacios y os tomé por mujer; y a la verdad, yo os he siempre amado, y estoy de vos bien satisfecho, sino que, después que nuestra única hija, tan deseada, hallaste muerta a vuestro lado, mis caballeros y vasallos están de vos malcontentos, y les parece cosa áspera tener por señora una mujer plebeya y de rústica generación. Yo, como deseo tener con ellos paz, querría volveros a casa de vuestro padre.

Oído esto por la Marquesa, ninguna señal de turbación mostró en su honestísimo rostro, antes, con gentil semblante, le respondió:

—Vos sois mi señor y marido, y podéis hacer de mí lo que bien os pareciese. Ninguna cosa hallo yo que a vos os agrade, que a mí no me contente. Esto es lo que asenté en medio de mi corazón, cuando os di palabra de ser vuestra mujer en casa de mi padre.

Considerando el Marqués el ánimo y profundísima humildad de su mujer, sin conocer en ella mudamiento alguno de lo que antes era, sino una fertilidad muy grande, atajó la plática, diciendo:

—Baste por ahora esto, señora. Póngase silencio en este negocio hasta que veamos si mis vasallos me volverán a molestar, lo que contra mi voluntad es, por cierto.

Y con esto se despidieron.

Con esta disimulación pasaron doce años, al cabo de los cuales, la Marquesa se hizo preñada y parió un hermoso niño, el cual fue un gozo singular para su padre y a todos sus amigos y vasallos. A la fin de dos años, siendo destetado, ordenó el Marqués, por darle otro sobresalto mayor y probar su continencia, que se fuese la Marquesa con él a caza de monte, adonde se holgaría en extremo de verse con su padre Janícola. Ella, muy contenta y regocijada, aderezose ricamente, cual a su estado convenía, no dejando a su hijo como aquella que en extremo grado le quería y amaba.

Llegados al monte, y recibidos con sobrado contentamiento de Janícola, mandó el Marqués que la comida, a causa de la calor grande que hacía, fuese aderezada y puesta junto de una sombría y deleitosa fuente; y determinando por la mañana de salir a caza con sus monteros, encargó mucho a Lucio, su criado, que trabajase, cuanto posible fuese de hurtarle el niño a la Marquesa, y, vista la presente lo llevase al Conde de Bononia, para que lo criase secretamente, juntamente con la niña. Y para disimulación de esto, le mandó al dicho criado, delante la Marquesa, que se fuese luego a la ciudad a despachar el negocio que le había encomendado. Pues, como el Marqués fuese salido a caza antes del día, ya después de haber almorzado, la Marquesa, por haber madrugado a causa del Marqués, se puso a dormir sola con su hijo a la sombría de unos mirtos floridos, adonde luego fue adormida, aunque no el niño, sino que, levantado del lado de su madre iba jugando con unas pedrezuelas. En esto, el criado Lucio, que no dormía, viendo que ninguno le podía ver, apañó de vuestro niño y lo llevó donde el Marqués le tenía mandado.

Cuando la Marquesa se despertó, preguntando por el niño a las dueñas y escuderos, y viendo que no le hallaban, pensando que alguna fiera no le hubiese comido o hecho algún daño, los extremos que ella hacía eran tan grandes, que a todos conmovía a tristeza y lloro; a los cuales, llegando el Marqués, y dándole parte de la pérdida de su hijo, no quiso comer ni beber, sino que derechamente se volvió a la ciudad, y la Marquesa a caballo con todas sus dueñas, detrás de él, con mil sollozos y lágrimas, pensando en tan gran desaventura como le había seguido; del cual perdimiento los vasallos hicieron gran llanto, y se señalaron algunos principales de luto. Al cabo de días, viniendo a visitar a su aposento a la Marquesa, le propuso lo siguiente:

—Señora, grande ha sido la desdicha mía en haberos tomado por mujer, pues tan desastradamente, y por vuestra culpa haya perdido dos herederos, que yo lo tenía a muy buena dicha en que poseyesen mi estado, y mis vasallos mucho más. Y, viendo ellos la bajeza de vuestro linaje y la negligencia que en guardarlos habéis tenido, soy importunado que me case con una doncella que dicen que es hija del Conde de Bononia, dotada, no solamente de hermosura y dote, pero de infinitísimas virtudes. Ya sabéis vos que mal puedo yo casarme siendo vos, señora, viva, y por tanto, han propuesto que secretamente os procurase dar la muerte; y cuando pienso en ello, amada Grisélida, no me lo sufre el corazón que tal cosa ponga en efecto. Por eso, dadme vuestro parecer.

La constante e ilustre Marquesa dijo:

—Señor, si con mi muerte son vuestros vasallos y vos servido, no digo una que debo tan solamente a mi Dios y criador, pero mil recibiría en sólo ser vos de ello contento y pagado.

En ver el Marqués cuán sin turbación y humildad respondió, dijo:

—No lo mande Dios, señora, que tal piense ni haga. Pero está el remedio, sin que vos padezcáis, en la mano para que yo y mis vasallos estén satisfechos; y es que el ama de quien tanto mi casa fiaba, por el sentimiento que ha recibido de la pérdida de mi hijo, ha caído mala, y según los médicos me han dado relación de ello, no puede escapar de muerte. Quiero, si vos queréis, que vos tan solamente la sirváis; y si falleciere, pasarémosla a vuestro aposento y vos quedaréis en el suyo, puesta en su propio lecho, como que sois el ama misma. Yo, fingidamente, diré que os he hallado muerta a mi costado.

Contenta la Marquesa del pacto susodicho, muerta el ama, la pasaron secretamente los dos adonde estaba concertado, y la Marquesa se puso en el lecho del ama. Y, a media noche, el Marqués empezó de dar voces que la Marquesa era muerta súpitamente durmiendo con ella; y de este desastrado y fingido suceso recibieron todos sus vasallos grandísimo enojo, por el amor y voluntad que le tenían, por donde el Marqués le hizo hacer solemnes honras, cual a su estado convenía.

Grisélida, la Marquesa, que en cuenta del ama quedaba, se puso, levantándose de la cama, en aquel traje y postura cual el ama solía traer, y secretamente las más noches dormía con el Marqués; y estando una noche con ella, le dijo:

—Ya sabéis, señora, que, teniéndome en reputación de viudo, he dado palabra de casarme con la hija del Conde de Bononia, de quien en días pasados os apunté, y mis vasallos me importunaban. Conviene que nuestra conversación se departa y vos uséis de vuestra acostumbrada paciencia, considerando que las prosperidades no pueden siempre durar, haciendo lugar a mi nueva esposa.

Respondió a esto la noble Marquesa:

—Siempre vi yo, señor mío, que entre vuestra grandeza y mi poquedad no había proporción ninguna, no hallándome merecedora de ser vuestra mujer; y, en esta casa y palacio donde vos me hicisteis señora, Dios me es testigo que en mis pensamientos siempre me tuve por indigna de tal estado. A Dios, nuestro señor, y a vos, hago infinitas gracias del tiempo que en vuestra compañía he vivido con tanta honra que sobrepuja en extremo grado a mi poco merecimiento. En lo demás, aparejada estoy a servir como obediente esclava a vuestra nueva y deseada esposa, la cual gocéis por muchos años y buenos.

En esta sazón envió el Marqués a Lucio, su familiar criado, con cartas de su mano, acompañado de muchos caballeros, suplicándole al Conde que le diese la niña que le dio a criar, la cual sería de catorce años, y juntamente el infante. Recibidas las cartas, el Conde, por el amor que les tenía, determinando venirse con ellos, y asignando día cierto, tomó su camino con muy riquísimas joyas, acompañado de sus vasallos, llevando consigo la doncella, en extremo grado hermosa, y muy ricamente vestida, y con ella el infante, su hermano. Llegó en breves días a la presencia del Marqués, donde fue muy bien recibido con los suyos en su rico palacio, y la doncella y el infante hospedados en el aposento que solía ser de la Marquesa, la cual, en figura de sirvienta ama, llegó a saludar a la doncella, y, después, a los que con ellos venían; y, de ver los extranjeros huéspedes su noble crianza y dulce conversación, estaban en extremo maravillados. Era de ver el especial cuidado que tenía de servir y festejar la doncella, sin poderse hartar de loarla de hermosa y bien enseñada. Queriendo ya asentarse a comer, volviose el Marqués a Grisélida, y casi medio burlando, delante de todos, le dijo:

—¿Qué te parece de esta mi esposa? ¿No es agraciada y hermosa?

—Sí, por cierto, señor —dijo Grisélida—; no pienso que se halle otra más gentil y bien criada. Pero, hablando ahora con libertad, digo que si vuestra mujer ha de ser, una cosa os suplico: que no le deis a gustar aquellos desabrimientos que disteis a la pasada, porque como es moza y criada en regalo, no los podrá sufrir.

Viendo el Marqués la generosidad con que esto decía, y considerando aquella gran constancia de mujer, tantas veces y tan reciamente tentada de la paciencia, con justa causa tuvo ya compasión de ella, y no pudiendo más disimular, acabado que hubieron de comer, hízola venir y asentar a su lado, diciendo:

—¡Oh, mi noble y amada mujer! Harto me es ya notoria y clara vuestra lealtad. No pienso haber hombre debajo del cielo que tantas experiencias del amor de su mujer haya visto como yo.

Diciendo esto, con entrañable amor la fue a abrazar, replicando:

—Vos sola sois mi mujer; nunca otra tuve ni tengo, y esta que vos pensáis que es mi esposa, es vuestra hija, la cual fingidamente hice yo que la tuvieseis por muerta; y este infante, vuestro hijo es, el que por diversas veces pensaste haber perdido en el monte. Alegraos, pues juntamente lo cobráis todo, y sabed, señora mujer, que fui curioso probador y no iracundo matador.

Oyendo esto la noble matrona, de placer casi perdió el sentido, y con un sobrado gozo de ver a sus hijos, salida poco menos de seso, dejose ir hacia ellos; y a vuelta de muchas lágrimas, no podía excusarse de abrazarlos y besarlos muchas veces. Entonces aquellas damas, todas a porfía, con muy gran regocijo, la desnudaron de sus pobres ropas y la vistieron de las acostumbradas y preciosas suyas. Fue para todos aquellos caballeros y damas una muy grande alegría esta reconciliación de la Marquesa Grisélida. Y, siendo divulgado esto al pueblo, se hicieron grandísimas luminarias y fiestas y regocijos, por recobración de la Marquesa y de los hijos, que ya por muertos tenían.

Vivieron después de esto marido y mujer largos años, con mucha paz y concordia.

Patraña tercera

Por amor murió el Cuestor,
y el amada, por su hablar,
fue causa de sentenciar
a su marido y señor.


Residía en la ciudad de París, junto de la casa de los Cuestores de Nuestra Señora del Puige de Francia, un honrado hombre llamado Tiberio, el cual era casado con una mujer tan noble como virtuosa, dicha Patricia. A esta, por parecerle muy bien, recuestaba un cuestor de aquellos llamado Esbarroya, mas por bien que la siguiese, así en servicios, como en presentarle joyas y dineros, por jamás hizo mella en esta honrada y virtuosa mujer. Y porque si su marido, con la importunación del necio del cuestor, hubiese algún sentimiento de ello, y no la culpase sin merecerlo, determinó de darle parte muy cumplidamente de lo que pasaba; de lo cual el marido, quedando satisfecho de su bondad, mandó que le diese entrada una noche en su casa al cuestor Esbarroya. Ella, con todas las caricias y disimulaciones que pudo, le dio entrada una noche al cuestor. El marido, que escondido estaba, así como fue dentro en su casa, diole un tal golpe en la cabeza que le mató. Habiéndole muerto, porque la justicia no hubiese sentimiento de ello, tomole a cuestas y entrole por detrás de un corral de la casa que solía habitar el cuestor, y asentole en una necesaria que había y volviose a su casa.

Como vino cerca de media noche, levantose otro cuestor, que tenía pendencias con Esbarroya, para hacer sus hechos, y salido al corral, conociendo quién era el que estaba en la necesaria con la claridad de la luna que hacía, aguardó un rato. Tanto estuvo aguardando que, amohinado, pensando que el otro lo hacía adrede, apañó de un canto y diole en la cabeza, de tal manera que le derribó. Él, pensando que le había muerto, porque no presumiesen que él lo hubiese hecho por el rencor que le tenía, no sabía qué hacerse; por lo cual determinó, para mejor remedio y disimulación, sabiendo que perecía de amores de Patricia, de llevarlo a cuestas a la puerta de la dicha señora para que presumiesen que por su causa le hubiesen muerto. Llevado, pues, y dejado a su puerta, levantándose Tiberio, antes del día, marido de Patricia, para salirse de la ciudad, vio el cuestor muerto a su puerta. Pospuesto todo temor, buscó de presto otro remedio, y es que tomó un garañón que estaba en el corral de la casa de los cuestores, y, ensillado, cabalgó al muerto encima de él; y, con una lanza enristrada, le puso a la puerta de los cuestores.

El cuestor que pensaba haber muerto a Esbarroya, levantose de buena madrugada para salirse de la ciudad, con una yegua que iba en amor; y al salir de la casa, como el garañón la sintió, rompió la soga en que estaba atado, y fue tras ella. El cuestor que vio al muerto a caballo y enristrado con la lanza, y que le venía detrás, no tuvo otro remedio sino dar de espuelas a la yegua, pero cuanto más corría más le seguía el garañón, de tal manera, que alborotó toda la ciudad de la suerte que los dos corrían. En fin, tomado y venido delante del juez, interrogándole qué podía ser aquello, el pobre cuestor, turbado de lo que le había acontecido, no pudo hablar palabra, sino cuanto dijo uno de la casa de los cuestores: que él sabía que estaba reñido con el muerto. Con este testigo mandó el juez que lo pusiesen en la cárcel, el cual de allí a pocos días cayó malo del espanto que recibido había, y vino a tal extremo que le hubieron de sacar con gruesas fianzas de la prisión y llevarlo a casa de los cuestores para haberle de medicinar. En este discurso de tiempo, como riñesen Tiberio y Patricia —enojos que suelen acontecer entre marido y mujer— alzó la mano el marido y diole un bofetón. Apenas se lo hubo dado, cuando empezó a decir:

—¡A este traidor, a este mal hombre que ha muerto al cuestor Esbarroya! ¿No hay justicia que le castigue?

No faltó quien le oyese, que luego fue acusado Tiberio y llevado delante el juez, el cual por sus tormentos y orden de justicia otorgó la verdad de cómo y porqué había muerto al cuestor Esbarroya, y fue condenado a muerte y libertado el otro cuestor.

Patraña cuarta

Arsenio por ser amante
de Sabelina nombrada,
fue de adúltera culpada,
y librola un nigromante.


Para entendimiento de la presente patraña, es de saber que hay en Roma, dentro de los muros de ella, al pie del monte Aventino, una piedra a modo de molino grande, que en medio de ella tiene una cara, casi la media de león y la media de hombre, con una boca abierta, la cual hoy en día se llama la Piedra de la Verdad. Es el caso, pues, que en el tiempo que en tan famosísima ciudad reinaba la gentilidad y en sus oráculos y templos se regían y gobernaban por caracteres y respuestas de demonios, que encerrados en los ídolos a sus propósitos e invenciones tenían dedicados, de esta misma manera estaba encerrado un demonio en la dicha Piedra de la Verdad; la cual tenía tal propiedad, que los que iban a jurar para hacer alguna salva o satisfacción de lo que le inculpaban, metían la mano en la boca, y si no decían la verdad de lo que les era interrogado, el ídolo o piedra cerraba la boca y les apretaba la mano, de tal manera que era imposible poderla sacar hasta que confesaban el delito en que habían caído; y si no tenían culpa, ninguna fuerza les hacía la piedra, y así eran salvos y sueltos del crimen que les era impuesto, y con gran triunfo les volvían su fama y libertad; y por el consiguiente, si eran culpados, les castigaban según el caso y las leyes romanas con todo rigor lo permitían.

Durante este rito y ceremonia diabólica por muy gran tiempo, acaeció que había en Roma un famosísimo capitán romano llamado Cepión Torcato, de la línea Cesarina. Este tenía por mujer una matrona romana, la más afamada en virtudes y gentileza que había en toda Roma, de la casa Sabela, llamada Enea Sabelina, de edad de veintitrés años, en toda perfección mujeril según naturaleza. En esta sazón, como se rebelasen contra los romanos los del Danubio y Transilvania, fue forzado a los romanos enviar ejército contra ellos para reducirlos a la obediencia suya, y con él fue elegido que fuese este capitán Cepión Torcato, en la cual jornada estuvo algún tiempo, que las cosas de la guerra no se definieron tan presto como acaecer suelen. En este comedio vino del estudio de Atenas un mancebo de edad de veintitrés años, muy famosísimo doctor de medicina, así en letras como en toda experiencia de plática. Era patricio y natural romano de la casa Ursina, llamado Arsenio Rufo, hombre de muy gentil gracia y afable conversación, y sabio, que por tal era tenido en toda Roma. En esta coyuntura vino nueva cómo el ejército de los romanos que había ido sobre los del Danubio y Transilvania, era casi roto y muchos de los principales capitanes muertos; por la cual nueva y sobresalto esta gentil matrona cayó muy mala. En tal extremo vino, que todos los médicos que curaban de ella dudaban de su salud, y siendo conocida la ventaja que a todos los médicos de Roma este Arsenio Rufo tenía, fue importunado por algunos parientes y amigos que visitase esta dicha señora Enea Sabelina; el cual en sus visitas fue cautivo (el bueno del doctor) de sus amores, y cuanto más ponía diligencia en su salud, tanto cada día iba más empeorando en su ciega codicia y vano pensamiento. Y con la frecuentación de las visitas y menudas pláticas, estando ya buena, tuvo el doctor lugar de manifestarle el secreto de su afligido corazón, lo cual a ella no le pesó mucho viéndole tan apasionado por sus amores, por verle tan gentilhombre en todas sus cosas y casi de su edad, y que el linaje de los dos era conforme. Tanteando todo esto, vínole también al pensamiento que si su marido en la guerra fuese muerto, que no podía casar con otro que mejor le cuadrase que con él; y por otra parte se le ponía delante cuán abominable y vituperable cosa era a las matronas romanas caer en semejantes delitos; y así, vagueando con estos pensamientos, y el doctor continuando con sus molestias, vino ella a conceder a la petición de su requebrado, con tal que esto fuese muy secreto, porque no cayese en la infamia y pena que las romanas matronas caían que semejante caso de adulterio cometían, en especial estando los maridos ausentes en la guerra o en otro cualquier lugar que en servicio fuese de la república. Él, como no deseaba cosa más que poner en efecto su deseo y enamorada pasión, con muchos juramentos y promesas vanas, como hoy en día suelen hacer los mundanos hombres en semejantes casos a las mujeres livianas, vino a ponerse por obra lo que los dos tanto deseaban.

Turó algún tiempo esta conversación y todo lo más secreto que fue posible, aunque no tanto como convenía en caso tan peligroso, pues habiendo sentimiento los parientes del marido de este negocio, por los indicios y apariencias que en tal caso suelen acontecer, avisaron al capitán Cepión Torcato que con algún achaque demandase licencia para venir a Roma a un cierto caso que le importaba, que era cosa que le iba mucho en ello, que muy presto se volvería al campo. Y como los romanos ya tenían recuperado lo perdido y sujetado a sus enemigos y tratado cierta tregua con ellos para darse concierto en la paz, hubo lugar y sazón para concederle al dicho capitán Torcato licencia de venir a Roma y lo más presto que pudiese, se volviese al campo. Y así, vino a Roma y fue muy bien recibido, así de su mujer como de todos sus parientes y amigos, aunque no del señor doctor Arsenio Rufo, por la cesación de la accidental gloria que gozaba de sus amores, ni tampoco de su mujer en lo intrínseco y secreto de su corazón, por el amor que ya tenía puesto con el doctor y temor de lo hecho, no fuese por alguna manera descubierto. El dicho capitán, informado de sus parientes del caso y de los indicios y apariencias que para esto la sospecha les había puesto, como hombre prudente y sagacísimo, por mucho que quería a su mujer y por la gran confianza que de ella tenía, no dio del todo crédito a la información que le dieron, pero recatadamente miraba si en algo podía ver o sentir alguna señal que le hiciese cierto del caso sin dar parte a ninguna persona, ni tampoco a la mujer de cosa alguna, antes la acariciaba y mostraba más amor y voluntad que nunca. Y con esta disimulación, pasaba el tiempo sin ver ni sentir cosa de que certificado estuviese. Y llegándose ya cerca el tiempo y término que le habían dado para volver al ejército, estando una noche con su mujer, con todo regocijo y pasatiempo, con la mayor disimulación y sentimiento que pudo, le comenzó de proponer de esta suerte:

—Muy amada y querida mujer: saben los dioses cuánta pasión, pena y tormento llevó mi triste y afligido corazón y ha pasado en todo este tiempo que de vuestra presencia ha estado ausente; y aun de nuevo ahora me recrece en esta tornada que me es forzado de volver al campo y ejercitar mi oficio y gobierno según que por el senado me es encomendado. Y porque, según el común proverbio dice, que no hay mejor medicina para curar cualquier llaga que está escondida que es manifestarla, yo, señora mía, he determinado de manifestaros una, que, por sospecha, lastima en grandísima manera mi corazón.

La astuta romana, con gran disimulación, en el momento fue al cabo de su proposición, y con toda serenidad y audacia, proveyendo a todos sus sentidos que estuviesen sobre aviso porque no diesen ninguna señal de alteración con que se pudiese tomar algún conocimiento de su yerro y culpa, disimulando, dijo:

—Por cierto, mi señor y marido, que ya sabéis vos lo que tenéis en esta vuestra Enea Sabelina, que vuestra pena, pasión y trabajo o fatiga es mía propia; y por eso, con razón sería muy feo caso y muestra muy evidente de gran desamor entre dos personas que tanto se aman y en todo son tan conformes, no manifestarse lo que sienten. Por eso, señor mío, os suplico que no me pongáis en términos que de vos algo sospeche, sino pues que sabéis que los dos somos una misma cosa, mucha razón es que entre nosotros no haya cosa celada ni fingida, sino un corazón, una voluntad y un querer, como las leyes lo amonestan y los dioses nos lo mandan.

En todo cuanto decía esta astuta romana, no dejaba de derramar algunas lágrimas, fingiendo palabras cariciosas de muy grande amor; por las cuales el marido medio satisfecho, comenzó a decirle:

—Manifiesto os es, señora mía, por las señales que exteriormente visteis, la pasión y pena con que mi corazón se apartó de vos cuando me partí para esta guerra que entre las manos tenemos de los númidas y transilvanos, que fue tanta que se puede bien comparar a la de cuando el ánima inmortal se aparta de esta carne corrupta mundana; y con esta mortal pasión seguí mi pelegrina jornada ejercitando el oficio de capitán como me es encomendado, con más temor de haberos de perder que no de los peligros que me podían venir de la peligrosa guerra por la multitud de los enemigos. Y con esta imaginación y pensamiento, estando una noche después de la centinela de prima reposando del trabajo del cuerpo, aunque no del espíritu por el cuidado que me ponían mis pensamientos, ni bien durmiendo ni velando, soñé que estabais, señora mía, mala de una enfermedad de que muy poca esperanza se tenía de vuestra vida. Aunque visitada de los más principales médicos de toda Roma, ninguno hallaba remedio en vuestra salud, sino tan solamente un peregrino doctor, aunque patricio de Roma, que dio remedio a vuestra aflicción dándoos salud, quedando él en mayor enfermedad por causa de vuestros amores, y que vos, señora mía, conociendo el beneficio recibido de su mano, por gratificarle en algo, con el contento que teníais de su persona, condescendiendo a sus importunas peticiones, se violaba el vaso y se perdía la laureola corona de la continencia de que tanto se precian las matronas romanas. Y con este nocturno temor desperté muy desasosegado, como quien se levanta de un sueño pesado fuera de todo sentido, y por muchos días me turó un temblor de todo el cuerpo y pasión de corazón, que de mí no sabía parte; en tal manera, que me fue forzado retraerme en mi pabellón fingiendo estar malo de otro accidente, por encubrir mi flaqueza y cumplir con mi honra. En este tiempo que más me aquejaba mi pena y dolor por los juicios, interpretaciones que echaba y hacía sobre tan grave y pesado sueño, me vinieron ciertas letras de algunos parientes míos de Roma, en las cuales me daban relación cómo me habían tenido por muerto en la rota de nuestro ejército, y que por esta nueva habíais vos, mi señora, venido al último fin de la vida por la gran alteración que de ello tomaste, y que por medio de un señor doctor la habíais cobrado, perdiendo en algo la fama de la continencia de que antes triunfabais, mediante las señales y muestras que los indicios en semejantes casos dar suelen, y que me convenía mucho, según el caso requería, dar vuelta a Roma con toda la brevedad que fuese posible en mirar por mi casa y honra. Y con esta segunda alteración, dando algún crédito a mi imaginario sueño, me dispuse y determiné de venir y satisfacerme yo propio con la experiencia. Y, tomando licencia de mi general, con condición de volver a cierto tiempo, que muy presto se me cumple, y me es forzado volver al ejército, querría mucho satisfacerme y no llevar conmigo esta carcoma y sospecha; aunque, a la verdad, todo este tiempo que ha que yo vine del campo y he estado en Roma, yo no he dejado por negligencia ninguna, antes con gran solicitud he escudriñado y he intentado todo lo que en semejante caso se podía hacer, y no he hallado ningún indicio ni muestra para poner mácula en vuestra honra y fama. Y a esta causa yo todavía estoy con algún recelo y no puedo echar de mí esta imaginación; y para que no resida más en mi pensamiento, no he hallado otro más sano consejo que es este:

—Ya sabéis, señora mía, cómo para semejantes casos y otros cualesquier crímenes impuestos donde se puede conocer la culpa o inocencia, es apropiada la Piedra de la Verdad, donde los dioses permiten que allí sea conocida. Y os suplico y os conjuro por aquel verdadero amor que me tenéis, que no recibáis pena, de un día, cuando a vos os pareciere, antes que yo me parta, con algunos de vuestros deudos, yo con aquellos que de este caso me avisaron, porque del todo queden satisfechos, vamos juntos a esta peregrinación y templo, pues no es muy lejos de aquí, y hagáis, señora, la prueba y salva de vuestra persona, y sea conocida vuestra limpieza y quitados los nublados de mis dudosas y malas sospechas, porque de otra manera será imposible quedar yo del todo satisfecho.

La prudente y sagacísima matrona a toda esta plática estuvo muy atenta, aunque con temor de la muerte como el caso y delito lo requería, y con muy gran serenidad, fingiendo toda alegría, no mostrando ninguna señal de temor ni turbación, como algunas astutas mujeres en semejantes casos lo suelen hacer, respondió que, aunque el caso era arduo porque tocaba tanto a su honra y fama, de la cual por ser romana mucho se preciaba, y era muy gran razón que ella se sintiese de ello, que era muy contenta de hacer la prueba, porque fuese conocida su bondad y limpieza, cómo y cuándo mandase. Él, muy contento y algo satisfecho con tan buena respuesta, divirtió la plática en otros coloquios amorosos, aunque ella con nuevo cuidado y pensamiento de cómo se salvaría de tan gran peligro; y vacilando en su juicio, no halló otro remedio sino dar parte de todo lo que pasaba al señor doctor, avisándole que mirase en el peligro que estaba puesta por su respecto, y que con su saber lo remediase lo más presto que pudiese.

Avisado, pues, el doctor del negocio y en qué términos estaba, y que también su vida pasaba peligro según las leyes y el uso romano lo permitía, después de muchos juicios y consideraciones no halló otro mejor remedio que irse a aconsejar con un grandísimo nigromante y astrólogo que en aquel tiempo residía en Roma, el cual se llamaba Padulio, de nación griega, y comunicándole el caso de la suerte que pasaba y el peligro que los dos esperaban, que no se podía encubrir el delito yendo a la Piedra y jurar la pobre señora romana, según estaba concertado, que le suplicaba le diese algún remedio o consejo con que se pudiesen salvar de tan gran aflicción y trabajo, y no lo dejase por ningún interés del mundo de hacer. El mágico, viendo las calidades de sus personas y en lo que en Roma eran tenidas, condoliéndose de ellos, y mucho más afectándose a la paga prometida, le dio por respuesta al bueno del doctor que se sosegase, que él haría todo lo que fuese posible en tal caso. Así que, haciendo sus ceremonias y conjuros con sus familiares, apremiando que le diesen consejo y remedio con que estos dos amantes no peligrasen y el triunfo de la fama de esta tan señalada matrona romana no fuese menoscabado; y lo que se decretó y ordenó fue lo siguiente:

Entre todos los demonios para esto invocados, uno llamado Zelbi, muy familiar y compañero de Nabuzardán, apropiado para toda cautela y engaño, habló de esta manera:

—Padulio, a mí me parece, como a espíritu experimentado que me es forzado por tu gran saber a decirte la verdad y darte consejo en este caso, por el cual me conjuraste; y es que avises al doctor Arsenio que se disfrace de lo más rústico villano que pueda y lleve todo aparejo cual suelen traer los más campestres y rústicos villanos, así esquero como cuchillo y agujas para sacar espinas, y sobre todo, se provea de una delicada espina para el propósito y efecto que pretendemos, y con este aparejo se pondrá lo más encubiertamente que fuese posible, en la abajada del monte Celio, cerca del palacio de la diva Faustina, en el principio del llano, al arco triunfal historiado, donde se divide la calle que va al Coliseo, la vía Hostiense, que por allí ha de pasar la señora y el marido con sus amigos y parientes. Y advierta bien que esté siempre sobre aviso en este monitorio que le doy; y también es necesario que la señora esté avisada que cuando venga a jurar y llegue a este sobredicho lugar, que mire muy bien hacia el arco y el doctor se demuestre como ya está allí a punto con todo recaudo, porque le dé ánimo que no desmaye, que en fin es mujer. Yo, a la hora, llegaré allí y la haré tropezar y caer, y cuando se levante de la caída finja mucho quejarse de un pie como que se le ha entrado alguna espina en él; y en ninguna manera se mueva de allí por más que la importunen que camine, quejándose siempre que no puede afirmar el pie; y no le hallarán nada, porque no lo habrá más de una formada cautela para el efecto que se pretende; y a la hora se mostrará el fingido villano como que pasa por la vía, al cual ella tendrá siempre mientes; y quejándose dolorosamente, el villano se parará, y sintiendo el caso, como quien hace burla, con palabras groseras se llegará a la señora demandando dónde le duele, y señalando ella el pie y lugar donde fingió habérsele entrado la espina, yo proveeré con mi astucia que el mismo marido le convide a que le mire el pie, si puede ver y sacarle aquella espina de que tanto se queja, pues hombres es del campo que casi por costumbre lo tienen de sacarlas cada día. Él, a la hora, con mucha presteza y gran diligencia, saque su aparejo con mucho tiento y cordura, tomándole el pie entre las manos, aprovechándose del sentido del tocar o palpar, como buen médico y cirujano que tanto le va en ello, se aproveche de todo lo que pudiese tocar; y hecho su personaje, con la mayor sutileza que el amor le amonestase, sacando una poquita de sangre del delicado pie de la gentil romana, donde finja sacarle la espina que para este efecto ha de tener aparejada, untándola con la sangre la mostrará a los circunstantes, y creerán todos que así es la verdad, y con mucha alegría le darán todos las gracias, en especial la señora, a quien el caso tanto toca, le presentará una joya por el beneficio recibido.

Este es el mejor consejo y remedio que yo hallar he podido para remediar este negocio y contentarte a ti, nuestro gran preceptor y sutil maestro. Así que es menester que de todo esto des aviso al doctor, y el doctor a la señora, y que cuando venga a jurar que jure diciendo:

—Yo, Sabelina, mujer romana, juro que ningún hombre, después de mi marido, ha llegado a mí, si no es aquel villano que me sacó la espina. Y de esta suerte jurará verdad, y se verá libre y salva. Por tanto, quédate, que no tengo más que decir.

Ido, el nigromante de todo esto dio parte al doctor. El doctor, dándole las gracias y satisfacción, como el caso lo requería, luego lo fue a proveer con gran diligencia, avisando a la señora de todo y que no temiese de nada por ninguna vía del mundo.

Esto así concluido y venido el día que estaba señalado en que se había de hacer la prueba, estando todo prevenido y el doctor avisado y a punto, se hizo ni más ni menos de como arriba está relatado, que el villano doctor hizo tan bien su oficio, que no se erró sólo un punto. Y con esta gloria y contento la matrona romana, con su marido y compañía, llegó al templo, y el villano se fue por otra vía lo más encubiertamente que pudo. Y la señora romana, haciendo en el templo las ceremonias que en este caso se hacían, se allegó al ídolo o piedra, y metió la mano en la boca, diciendo:

—Yo juro que después que soy casada con mi señor y marido, Cepión Torcato, ni antes, como él bien sabe que me halló, que ningún hombre nacido no ha llegado a mí ni ha tocado mis carnes, sino es aquel pobre y rústico villano que en el camino me ha sacado la espina.

Y como esto era la verdad, que este mismo villano era el doctor, la piedra o ídolo no hizo ningún movimiento, antes el demonio salió de ella, y ella se quedó como hoy en día está en la dicha iglesia de Santa María, escuela griega, que antes era templo de gentiles. El marido de la gentil romana y todos sus parientes, muy satisfechos de la purificación y salva tan aprobada, y los que la habían acusado harto confusos, la volvieron a casa con muy gran gloria y triunfo. Y después de algunos días que se cumplía el plazo limitado en que el capitán Torcato era obligado a volver a servir a su república y ejército, se partió con gran dolor de su corazón, por el amor y reputación que de nuevo le había tomado; donde llegado y prosiguiendo todavía la guerra, en un encuentro y escaramuza le mataron los enemigos. Venida la nueva de su muerte a Roma, así la gentil señora, su mujer, como todos los parientes y amigos, hicieron muy gran sentimiento y sus obsequias y ceremonias como entre los gentiles se usaba.

Ya pasados algunos días, el sabio y sagacísimo doctor se supo dar tan buena maña y puso tal diligencia, que a contento de todos sus parientes la tomó por su legítima mujer. Después, a cabo de tiempo, todo esto fue descubierto por el mismo nigromante, y de común consentimiento de todo el pueblo, por memoria de su tan sutil saber, hicieron después de muertos a todos cuatro estatuas para que perpetuamente fuese notoria tan gran sutileza y hazaña. La del doctor y rústico villano está a la cárcel de San Pedro, de piedra, echada en tierra, en el mismo lugar que sacó la espina, y hoy en día se llama «el villano de la espina»; la del astrólogo y mágico, Padulio, está antes de subir la escalera para el Senado, al pie del muro, a la mano derecha; las dos, la del capitán Torcato y la de la gentil romana Enea Sabelina, están en Campidoli, antes de entrar al Senado, en el patio grande donde está la cisterna donde se bebe la buena agua fresca. Y es cosa muy señalada de ver estas estatuas por ser tan excelentes y en tanta suntuosidad y artificio hechas.

Patraña quinta

Un niño en la mar hallado,
un abad le doctrinó,
y Gregorio le llamó,
y después fue Rey llamado.


Gabano, rey de Palinodia, viniendo al paso de la muerte, llamó un hijo suyo llamado Fabio y una hija dicha Fabela. Ya después de haberles dado con muchos sollozos y lágrimas su bendición, enderezando la plática a Fabio, le dijo:

—Mira, hijo, que te dejo el reino con tal condición que no te puedas casar sin que primero cases a tu hermana Fabela y mires por ella como por tu propia persona.

Muerto el padre y hechas aquellas honras que a un rey pertenecían, tanto miraba Fabio por su hermana, que cuando comía la hacía comer y servir en su misma mesa, y aderezole una cama que no pudiesen entrar en ella si no fuese por su real aposento. Fue tanta la conversación de Fabio con su hermana Fabela que se enamoró de ella, y a mal de su grado cumplió su carnal apetito y la hizo preñada. Pues como ella tal se sintiese, de continuo lloraba por haber cometido tan enorme pecado. Habiendo sentimiento Fabio del afligimiento y tristeza de su hermana y de su yerro tan grande, tomando parecer de hombres sabios, determinó de irse a Roma para alcanzar del Papa cumplido perdón, y así llamó muy en secreto un senescal suyo de quien mucho se fiaba, y con juramento que a ninguno descubriese lo que le quería decir, le manifestó el pecado cometido y cómo su hermana estaba preñada, y que por cuanto determinaba de irse a Roma a ponerse a los pies del padre santo, se la dejaba encomendada, y señora y reina absoluta de todo su reino, si otro fuese de su vida. Contento el senescal, el Rey despedido de su hermana, se partió solo sin ningún criado, con su esclavina, lo más secreto que pudo, como pobre peregrino. El senescal, porque mejor y cautamente la reina Fabela fuese servida, hizo que su mujer en persona la sirviese y consolase de su afligido pensamiento. De allí a pocos días vino nueva que el rey Fabio, habiéndose embarcado en una nave camino de Roma, fue su desdicha que pereció en una terrible tormenta sin quedar persona a vida; de la cual nueva la reina Fabela recibió en su corazón grandísima tristeza, y por no tener presente la muerte del padre ni el pecado cometido, determinó echar de su presencia lo que pariese; y así, mandó que le aderezasen una cajuela de madera muy bien embetunada. Hecha que fue, aforrola de su mano de par de dentro de brocado. Acercándose el día de su parto, parido que hubo un hijo muy hermoso, envuelto de ricos y preciados pañales púsole dentro con gran cantidad de plata y oro para que lo criasen y doctrinasen en letras, y escribió en una plancha de oro lo que se sigue:


Quien hallare esta criatura
déle de cristiano nombre;
y prosiga, pues es hombre,
su buena o mala ventura.


Y mandó al senescal que, a pena de la vida, vista la presente, lo echase en la mar. Siguiendo el inocentísimo niño su ventura, vino a aportar en una isla que eran salidos a pescar unos pescadores, a respecto que un abad de un rico monasterio que estaba muy cerca en tierra les había rogado que trabajasen, para ciertos convidados que tenía, de sacar algún pescado fresco, y como ya se saliesen encontraron con la cajuela, y sacándola a tierra entregáronla al abad; y él, abriéndola, vio el niño, que en mirarle en la cara se tomó a reír y llorar juntamente; y leída la plancha de oro, vista la presente, así como estaba mandó llevarle a la abadía, y le bautizó llamándole Gregorio, que era el mismo nombre del abad. Y los pescadores determinaron que el oro y la plata guardase el abad para criar y doctrinar el niño; y el más anciano de todos ellos dijo:

—Señor, si manda su paternidad, mi mujer lo criará, porque está para destetar un hijo que tengo, y crea que lo tendremos a muy buena suerte si esta merced nos quisiese conceder, porque niño de tanta beldad y tal compostura no puede dejar de ser de muy buena parte y noble linaje.

El abad, como lo tuviese en buena reputación, se lo entregó que lo criase en cuenta de hijo.

Criándose Gregorio en poder del pescador, cuando ya fue de edad de diez años, jugando un día a la pelota con el hijo del pescador, sobre «falta es», «no es falta», alzó la mano Gregorio y diole un bofetón. Viniendo llorando delante de su madre, y le dijese quién le había dado, empezó a decir a Gregorio:

—Este bellaco, ribaldo borde ¿quién lo ha de sufrir en su casa?

Viniendo el pescador a la noche, Gregorio le suplicó que pues él no era su padre, que le dijese de quién era hijo. Fue tanta la importunación, que le dijo:

—El reverendo abad Gregorio te lo dirá mejor que yo, porque él te me dio a criar, y a él tengo de dar razón del tiempo que hasta aquí te doctriné.

Ido delante del abad y rogándole con buena crianza que le dijese cúyo hijo era, le respondió:

—Decirte quién es tu padre y madre, Gregorio, yo no lo sé por cierto, más de cuanto te sacamos de la mar de dentro de una cajuela, con una plancha de oro que tengo muy bien guardada, escrita, que decía que te bautizasen, y así te puse mi nombre.

Cuando oyó aquello de la plancha, le suplicó que se la diese, porque determinaba de ir por el mundo a buscar su padre y madre. El abad, con buenas razones y doctrinales ejemplos, le indujo a que sosegase, porque era muy muchacho, y que más le convenía que estudiase, así en letras como en otros ejercicios de virtud. Contento, encomendole a hombres expertos y sapientísimos en letras y arte militar. De tal manera aprovechó Gregorio, que cuando vino a edad de quince años, salió tan hábil, así en letras como del arte de caballería, que fue cosa de espanto, que todos le alababan y bendecían.

En este mismo tiempo, viniendo a su madre la reina Fabela, a pedir por mujer infinitísimos príncipes, a ninguno quiso aceptar por marido, entre los cuales era el Príncipe de Borgoña, y se sintió por más agraviado que todos de verse mayor en estado y linaje que no ella, y con tanto desdén aborrecido; y así, determinó de hacerle crudelísima guerra, de tal manera que le sujetó gran parte de su tierra. Y teniéndola en grandísimo aprieto, fue Gregorio despedido del abad, con la plancha de oro, que le dio, y muchas joyas y dineros; y armado caballero vino a aportar a donde su madre la reina estaba circuida del Príncipe de Borgoña, y compadeciéndose de ella y de su trabajo, asentó en su real por hombres de armas. De tal suerte se avino con su contrario el Príncipe de Borgoña, que por su respecto, en breve tiempo, le hizo retraer y cobrar las plazas perdidas. No sabiendo con qué regraciarle tal beneficio, los principales del reino suplicaron a la Reina que por satisfacer a Gregorio, tan esforzado y generoso caballero, no hallaban otra cosa más condecente que casarse con él, si a ella le placía. Satisfecha la Reina, pues ellos eran contentos, hiciéronse las bodas, tan regocijadas y solemnes cuanto a reyes pertenecieron. Encerrándose a la noche los dos en su cámara real, sacose Gregorio la plancha de oro, que en los pechos llevaba, y dándola a la Reina, para que se la guardase, en tenerla en las manos, cayó de su estado; y tornando en sí, con un gravísimo suspiro, dijo:

—¡Ay, hijo mío!

Aconsolándola cuanto podía Gregorio, rogole que no dejase de descubrirle su pena. Respondiole:

—Pláceme, Gregorio y señor mío, pero primero quiero saber de vos de qué provincia y cúyo hijo sois.

Respondiole Gregorio:

—Sepa vuestra Alteza que tan poca razón le daré de mi patria como de cúyo hijo soy, pues siendo niño de teta, de una cajuela me sacó de la mar un reverendo abad, y me bautizó y me puso por nombre Gregorio; y este me hizo criar y doctrinó en letras, y me armó caballero con toda la honra del mundo. Y al despedirme de él, después de muchas mercedes haber recibido de su mano, me dio la presente plancha escrita, que dijo haber hallado dentro la cajuela.

—¡Ay! —dijo la Reina—. Abrazadme, Gregorio, que vos sois, sin duda, mi hijo y mi sobrino y ahora de nuevo mi marido, no lo pudiendo ser, que esta plancha de oro que veis es mía sin falta, y la letra que está aquí escrita, de mi mano.

Preguntándole Gregorio de qué suerte era su hijo y sobrino, para contárselo hizo llamar a la mujer del senescal, que quedaba viuda a causa de ser muerto su marido en la postrer batalla que tuvieron con el Príncipe de Borgoña, y contándoselo todo por extenso, Gregorio quedó atónito y espantado, y muy más la mujer del senescal en saber que aquel era el niño que echaron en la mar, por lo cual dijo la Reina:

—Dos cosas te conviene, hijo, que hagas, para honra tuya y mía: la primera es que lo que te tengo dicho tengas muy en secreto; la segunda que te cases aquí con la mujer del senescal por pagarle los buenos servicios recibidos de ella y de su marido, que en gloria sea su alma. Y esto se ha de hacer muy cauta y escondidamente, por pacificación del reino.

Contentos todos de lo que la reina había propuesto, casose Gregorio con la mujer del senescal, y la reina votó castidad; los cuales vivieron muy honradamente por muchos, alegres y prósperos años, a servicio de Dios.

Patraña sexta

A causa de cien cruzados,
que halló un hombre en un saquillo,
fue servido de un asnillo
y más de veinte ducados.


Un tiratierra, habiéndose levantado muy de mañana para ejercitar su pobre oficio, yendo cargados sus asnos vio en medio de la calle un talegón; dándole con el pie, vio que eran dineros, y que a gran prisa venía uno de a caballo en busca de ellos. Para mejor cogerlos a su salvo echole la tierra encima. Como juntase el mercader y le dijese:

—Buen hombre, ¿habéisme visto un talegón que se me ha caído con cierta cantidad de moneda?

Le respondió:

—¡Dejadme, cuerpo de tal, con vuestra talega talegón, que harto tengo que ver en volver a cargar esta tierra que me ha echado el asno!

Ido el mercader, cargó el astucioso hombre su tierra con el talegón, y llevándolo a casa, él y su mujer, de muy regocijados se pusieron a contar los dineros, y de ver que eran cruzados de oro de Portugal, regostáronse con ellos de tal manera que, no habiendo sentimiento, se les cayó uno detrás de la caja que estaban contando, y vueltos en el talegón como se estaban, alzolos la mujer.

El mercader, por parte del alcalde, mandó publicar que cualquier que se hubiese hallado un talegón con cien cruzados de oro, que los manifestase y que le darían diez por buen hallazgo. Venido a noticia del tiratierra, díjolo a su mujer; ella no queriéndoselos dar en ninguna manera; él, con buenas palabras, la indujo que de más conciencia y más provecho les sería tomar diez ducados de hallazgo, que los cien cruzados no siendo suyos, y así, se los dio. El buen hombre, venido delante del alcalde, manifestó los dineros, los cuales, vista la presente, libró en poder del mercader, habiendo dado sus testigos y razón satisfactoria que eran suyos. Y como el mercader los reconociese y hallase uno menos, dijo:

—Mire vuestra señoría que aquí no hay sino noventa y nueve cruzados, y los míos son ciento. ¿Cómo quiere que se determine este negocio?

Pensando el alcalde que no fuese maña del mercader por no pagar el hallazgo prometido, dijo:

—¡Sus! Ya lo entiendo, que no deben de ser esos los vuestros dineros. Volvédselos al buen hombre.

Vueltos, más por fuerza que por grado, fuese el tiratierra muy alegre a su casa, y antes que a ella llegase, encontró con un aguador, gran amigo suyo, que se le había caído el asno en un lodo, y rogándole que se lo ayudase a levantar, tomole de la cola, y tirando de ella quedósele en las manos, por donde el aguador empezó a dar voces:

—¡Don traidor! ¡Pagadme mi asno que me habéis derrabado!

El tiratierra, medio turbado de lo que le había acontecido, dando a huir encontró con una mujer preñada, de tal manera que cayó, y fue asido del porquerón, y la mujer, del encuentro, malparió, vista la presente.

Así que, asido el tiratierra, y detrás de él el amo del asno, y la mujer y su marido, fueron delante el alcalde. Oída la queja, tan graciosa, del amo del asno, que se lo pagase porque se lo había derrabado, y la necia demanda del marido, porque se afligía en extremo, diciendo que de qué manera podía sentenciar su señoría que su mujer estuviese preñada como se estaba, oídas las partes, dio por sentencia: que en cuanto a la demanda del asno, que se lo llevase el tiratierra a su casa, y que se sirviese de él hasta en tanto que le saliese la cola; y porque el marido reprochó de qué suerte sentenciaría que su mujer estuviese preñada como se estaba, sentenció que se la llevase el tiratierra a su casa y que trabajase de volvérsela preñada, con tal que su mujer fuese contenta. La cual sentencia fue muy aprobada y reída del pueblo, y obedecida, aunque le pesase, del insipiente marido. Viniéndose el tiratierra a su casa, alegre y regocijado, por verse señor de dineros y de asno y de mujer nueva, salió la mujer a recibirle, diciendo:

—¿Qué es esto, marido?

Respondió:

—Ventura, mujer; toma ese talegón, que los cruzados son nuestros.

Pidiole más:

—¿Y el asno?

—También es ventura, porque me ha de servir hasta que le salga la cola.

Replicole:

—¿Y la mujer?

Respondió:

—También es ventura, pues la tengo de volver preñada a su marido.

—¿Cómo de volver preñada? —dijo la mujer—. ¿A eso llamáis ventura? No es sino desventura. ¿Dos mandadoras en una casa?

Respondió el marido:

—Catad, mujer, que el juez lo ha mandado.

—¡Aunque lo mande y lo remande! —dijo la mujer—. Yo soy la que mando en mi casa, y, ¡por el siglo de mi madre!, tal no entre de las puertas adentro.

Despidiéndola, como el marido de ella la hubiese seguido, ya presumiendo lo que se podía seguir, cobró su mujer muy satisfecho y contento. A cabo de días, tornó el mercader a suplicar al alcalde, dando otros testigos de fe y de creencia, cómo eran suyos los cruzados, por lo cual mandó llamar al tiratierra y que trajese el talegón con los cruzados. Traídos, mandó el alcalde que se los diese. Dijo el tiratierra al punto que se los dio, pensando que tampoco los recibiría:

—Mire, señor, que no hay sino ochenta, porque los otros se han gastado en alhajas de mi casa.

Respondió el mercader:

—Ochenta o setenta, dad acá, que no quiero contarlos, que más vale tuerto que ciego, que yo los recibo por ciento. Anda con Dios.

Contentas las partes, cada cual se fue a su posada.

Oyendo el aguador que todos habían cobrado sus haciendas, así el mercader sus dineros como el otro su mujer, pareció delante del alcalde suplicando que le mandase restituir el asno, que él era contento de recibirle derrabado, así como estaba. Proveído, cobró su asno, y el tiratierra se quedó con veinte ducados, y libre de los querellantes.

Patraña séptima

La duquesa de la Rosa
siendo sin culpa culpada,
por justicia fue librada,
dándola por virtuosa.


A una hija del Rey de Dinamarca, hablándole por marido al Duque de la Rosa y al Conde de Astre, porque el Duque era feo, aunque rico en dictado, y el Conde hermoso y no de tanta renta, no quiso determinar cosa sin que el Rey su padre lo determinase. Determinado por el padre, señaló al Duque de la Rosa. Pues, hechas sus bodas, competentes a sus estados, llevose el Duque a su mujer a sus tierras, acompañada de grandes señores, muy honradamente, a donde de continuo la Duquesa vivía con deseo de ver al Conde de Astre, por si era tan hermoso como se lo habían pintado. Sin ningún pensamiento malo ni perjuicio de su honra en que cumplir su vano deseo, fingió al Duque que había prometido de ir en romería a la casa de Santiago, si Dios le hacía tamaña merced que casase con él; y que pues había alcanzado lo que tanto deseaba, que no le negase aquel camino. Y todo este fingimiento era por ser el romeraje derecho por donde estaba el Conde de Astre. A lo cual respondió el Duque:

—¿Que vais a semejantes romerías, señora Duquesa? Bien me place, que cosas santas son y buenas, pero sin compañía y el fausto y honra que a mí pertenece, podríanme culpar, y a vos sucederos algunos inconvenientes.

Respondiole la Duquesa:

—Para eso buen remedio siento, si vuesa señoría quiere, y es que Palestino, vuestro mayordomo, y Apiano, mi camarero, honrados hombres, a quien más que a mí se les puede fiar, en trajes de pobres peregrinos, yo juntamente con ellos, podemos seguir tan santo camino.

Contento el Duque, aderezaron y siguieron su viaje. Venida la Duquesa en traje de romera, y los dos que la acompañaban, a la villa de Astre, adonde el conde que ella ver quería habitaba, no habiendo oportunidad de verle a causa de ciertos bandos que traía, hizo la Duquesa que aguardasen un día de fiesta, diciendo que quería ver cómo solemnizaban los oficios en aquella villa. Venido el día, púsose junto a la pila del agua bendita por donde el Conde había de pasar. Pues como pasase y la gente que con él venía iba muy recatada, tuvieron mientes cuán ahincadamente aquella peregrina lo estaba mirando; temiendo que no fuese alguna espía, dijéronselo al Conde, por donde el Conde mandó que, vista la presente, fuesen a la peregrina y a los que venían con ella, que de su parte, buena y cortésmente, los convidasen a comer, y cuando no, que forzosamente los llevasen a palacio. Idos, y convidándolos, la Duquesa alegremente aceptó el convite. Venido el Conde a comer, mandoles servir a los tres juntos en su mesa, a una parte. Ya después de haber comido, preguntoles el Conde de qué provincia o reino eran y adónde iban; diciendo que a Santiago, nunca el Conde lo quiso creer, sino que culpándolos de espías, los mandó a todos tomar presos.

Viéndose en tal aprieto, la Duquesa, apartando al Conde en secreto, le dijo:

—Sepa vuestra señoría que no somos espías ni traidores, ni Dios tal quiera ni mande, sino que le quiero decir la verdad, pero hame de dar la palabra de leal caballero de no descubrirme a persona de esta vida.

Prometiéndoselo, dijo:

—Sepa vuestra señoría que yo soy la Duquesa de la Rosa, hija del Rey de Dinamarca, y la causa de yo venir por su tierra de esta suerte, ha sido por ver su hermosura y agraciada presencia, si era tal cual me manifestaron cuando mi padre determinó de darme al Duque de la Rosa por marido. Y no lo tomes a jactancia, noble señor, que mucho más es de lo que me dijeron, ni por eso me has de culpar de liviana, sino que te suplico que, sin detrimento de mi honra y fama, me dejes volver a mis tierras y sueltes esos dos honrados hombres que mi castidad acompañan. Y más, te pido de merced que dejes de hacerme aquel acatamiento que por tu sobrada virtud pretendes que merezco, porque no sea descubierta.

El Conde, entonces, disimuladamente los hizo soltar y dar, como por vía de caridad, gran copia de dineros y joyas. Despedida la Duquesa, y vuelta de Santiago a la presencia del Duque, su marido, fue recibida con gran regocijo de todos sus vasallos.

De allí a pocos días, el mayordomo, enamorado de la Duquesa, tuvo atrevimiento de descubrirle abiertamente su mal deseo. Ella, como prudentísima y cuerda, desvióselo lo mejor que pudo, amenazándole que se lo diría al Duque, su marido, si más la importunaba sobre caso tan feo. El mayordomo, viendo en el mal caso que había caído, por encubrir su bellaquería y maldad grande, urdió otra peor, y es que se fue a un hermano suyo, diciéndole que por causa que la Duquesa se revolvía con un cierto mancebo que entraba secretamente en su retraimiento, le hiciese merced de ponerse escondido detrás de las cortinas de la cámara de ella, para saber distintamente quién fuese. Contento y puesto donde le había dicho, fuese el mayordomo al Duque de presto, diciendo:

—Señor, sepa tu señoría cómo la Duquesa, tu mujer, te hace alevosía con mi propio hermano. Ven conmigo y verlo has, porque más crédito me des, que delante de tus ojos daré fin a su vida, que más quiero que fenezca un traidor, que no que sea deshonra de tu noble y esclarecido linaje.

Idos los dos al aposento y retraimiento de la Duquesa, el mayordomo, sin más decir palabra, juntó con su hermano y diole de puñaladas, de suerte que le mató. La Duquesa, espantada de ver semejante caso, dijo:

—¡Ay, Redentor mío y salvación mía! ¿Y qué puede ser esto o qué yerro puede haber cometido este desdichado?

—¡Vos lo acometisteis —dijo el Duque—, falsa enemiga y adúltera malvada!

Por donde luego proveyó que fuese puesta en una torre, y por bien que le dio con mil juramentos sus disculpas, no aprovechó ninguna cosa, sino que le concedió de plazo cuarenta días, y que en este tiempo estaría el mayordomo muy a punto, armado en campo, por si alguno la quisiese defender, y cuando no, que el plazo cumplido la mandaría quemar.

La pobre y afligida Duquesa, no teniendo otro remedio, esperando en el socorro de Dios, escribió una carta para el Conde de Astre haciéndole saber su inocencia y falsa acusación y prisión en que estaba puesta, y diola al camarero que, vista la presente, la enviase con mensajero cierto. Recibida que fue la carta del Conde, dio por respuesta que en ninguna manera podía ir, y por otra parte, él y otro caballero muy privado suyo, armados en blanco, se fueron derecho al ducado de la Rosa. Llegados, el Conde hubo unos hábitos de fraile, y fuese a suplicar al Duque que le dejase entrar a confesar a la Duquesa, por ver si le podría hacer confesar la verdad de lo que pasaba. Dada licencia, entró a confesarla, y en la confesión dijo la Duquesa cómo era sin culpa de aquello que el Duque con tanta riguridad la inculpaba, y que no le debía otra cosa sino que, por haberle alabado la hermosura del Conde de Astre, había fingido una romería, para irle a ver y gozar de su vista. Acabada su confesión, se volvió el Conde muy satisfecho a su posada, y armado en blanco él y su compañero salieron al campo, diciendo cómo venían por defender la Duquesa, y que saliesen dos a dos como ellos eran, para lo cual se determinó de armar el Duque y salir juntamente con el mayordomo. Venidos a la pelea, el Duque de la Rosa fue muerto por el compañero del Conde, y el mayordomo, teniéndolo en tierra el Conde para degollar, suplicole que no le degollase hasta en tanto que hubiese confesado la verdad; contento, publicó a voces muy altas toda su maldad y bellaquería, dando por libre a la Duquesa del adulterio que le había levantado. En esto, suplicaron los jueces al Conde que lo librase en su poder, porque ellos pretendían hacer justicia de él, cual el caso requería. Librolo el Conde sin contradicción ninguna, y él y su compañero, vista la presente, se salieron de la ciudad, caminando para su condado.

Después, los jueces, vistas las confesiones del mayordomo, primero y principalmente dieron por libre a la Duquesa, y al Duque enterraron con mucha solemnidad y honra, y al mayordomo atenazaron y quemaron. Acabado todo esto, los más principales de parte del pueblo vinieron cargados de luto a visitar a la Duquesa, en señal y demostración del pesar que habían concebido en la muerte del Duque, y a relatarle de parte del pueblo, que si determinación tenía de volverse a las tierras de su padre el Rey de Dinamarca, que ellos la volverían con todo aquel acatamiento y estado que merecía, y que si quedarse determinaba por causa que el ducado quedaba sin heredero, se ofrecían todos de muy buena voluntad de obedecerla por señora, con tal que se había de casar dentro de un año, y el marido a contento y por consejo de todos ellos elegido. Oyendo la Duquesa su deliberación y amorosa embajada, respondió que se tenía por más que dichosa de quedarse Duquesa de la Rosa y obedecer aquello que por su consejo se determinase, pero con tal condición que de todo lo contenido diesen parte al Rey de Dinamarca, su padre. Contentos con esto, se despidieron y enviaron sus embajadores con la presente carta:

Carta

«A ti, el Rey de Dinamarca, a quien salud y vida por infinitísimos años deseamos, hacémoste saber cómo, por la bondad de tu única hija y señora nuestra, y falsedad y atrevimiento de Palestino, ha sido servido Dios, por su dispensación divina, al Duque de la Rosa y señor nuestro, privarnos de la vida.

»El caso ha sido que, requiriendo de amores el Palestino a la Duquesa, tu hija, y ella con su encumbrada virtud se lo desviase, amenazándole que se lo diría al Duque, el traidor, de miedo de esto, y por más acreditar su mentira, añadió a un mal otro peor, y es que indujo a un hermano suyo diciendo que porque tenía sospecha que la Duquesa se revolvía con un paje de palacio, que él le pondría secretamente en la cámara de ella detrás de sus cortinas, para saber quién podría ser el atrevido paje; puesto, fuese derecho al Duque, informándole que la Duquesa, su mujer, le hacía maldad con un hermano suyo, y que por sus mismos ojos se lo haría ver. Entrados los dos en la cámara, lo primero que hizo Palestino, sabiendo en qué lugar estaba escondido su hermano, fue ajuntar con él y darle de puñaladas, de tal manera, que allí perdió la vida sin poder hablar. Vista tan cierta, con apariencia de verdad, la falsa acusación, mandó el Duque, según las leyes y constituciones nuestras, poner presa la inocentísima Duquesa, y que Palestino estuviese armado en campo por espacio de cuarenta días, por si alguno la quisiese defender. En este término limitado vinieron dos extraños, y no conocidos caballeros, diciendo que saliesen otros dos contra ellos, que ellos les harían conocer cuán falsamente era acusada la Duquesa, y como no hubiese quien acompañase a Palestino en tal querella, teniendo por muy justa su acusación, salió el Duque con él para contra los dichos caballeros, de tal manera que fue muerto; y vencido Palestino y confesando su traición, le sentenciamos a cruda muerte, y la Duquesa, tu hija, volvimos en su estado y honra, cual merecía, y con voluntad suya y nuestra, la instituimos de nuevo por señora absoluta de nuestro ducado. Por tanto, te suplicamos que lo más presto que fuese posible vengas a verla y dar tu parecer, y pregones por todo tu reino (por no ser conocido el caballero que venció a Palestino) que parezca ante nosotros, que sin cavilación ni sospecha ninguna le aseguramos la vida y estado, y pretendemos casarle, si fuese contento, con la Duquesa, y aceptarle por señor, pues en tanto riesgo de la vida defendió su honra. Y con esto besamos tus reales manos, y Dios sea en tu guarda y a nosotros consuele. Amén.»

Leída que hubo la carta el Rey, fue tanto el enojo que tomó que, vista la presente, se retrajo en su real aposento, y de tres días no quiso que ninguno le hablase, y mandó cortarse paños de luto para él y a todos sus criados y servidores, y enderezó su camino para verse con su hija; el cual, en breve tiempo, se vio con ella, y los mismos grandes y señores que le escribieron la carta pregonaron por su tierra y diversas provincias, con aseguramiento de vida y estado, que el caballero que había vencido a Palestino, quienquiera que fuese, le prometían dar a la Duquesa por mujer y aceptarle por señor. Llegadas estas nuevas al Conde de Astre, aderezado ricamente cuanto pudo, y acompañado de todos los grandes de su condado, caminó hacia el ducado de la Rosa; pero antes que a él llegase, escribió una carta de su mano a la Duquesa, notificándole todo lo que con ella había pasado, y junto con la suya, la carta que ella le escribió. Y más, le dio señas de algunas palabras de cuando se confesó con él, entrándola a visitar en hábitos de fraile, estando presa, y por su confesión había salido en campo y había vencido al mayordomo Palestino, y que, por tanto, venía camino derecho de su ducado, con el ofrecimiento que los suyos habían pregonado, y deliberación de casarse con ella.

Leída la carta por los más principales del ducado en presencia de la Duquesa y del Rey de Dinamarca, su padre, preguntáronle que si era contenta de casarse con el Conde; a lo cual respondió que pues ellos así lo habían determinado, que se tenía por muy pagada y dichosa. Vista su tan humilde respuesta, suplicáronle que se quitase el luto y se vistiese ricamente, cual su estado requería, y asimismo el Rey de Dinamarca, y que saliese con ellos para recibir al Conde.

Contentos, hiciéronle un solemnísimo recibimiento, y le aposentaron en palacio. Y aquella noche fue desposado con la Duquesa, con muchas galas y fiestas. Y después, en el otro día siguiente oyeron su misa y fueron celebradas las bodas; y al Conde juraron por Duque de la Rosa. A donde vivieron por muchos y largos años a servicio de Dios.

De este cuento pasado hay hecha comedia, llamada de La Duquesa de la Rosa.

Patraña octava

Un rey, por ser muy agudo
y tenerse por hermoso,
vio que un truhán giboso
lo acentuaba por cornudo.


Acrio, Rey de Polonia, vivía muy alegre y regocijado y contento, por haber casado con la hermosa infanta Olimpa, y mucho más de verse dotado de hermosura y disposición cuanto posible fuese, que a su parecer no había hombre que con él se igualase; tanto, que alabándose de ello un día delante de Redulfo, romano, muy familiar criado suyo, le respondió:

—En hermosura, crea Vuestra Alteza que tengo yo un hermano, que se llama Octavio, que se podría igualar con él, y aun podría ser que le aventajase en algo.

Al necio del Rey, creciole tanto el apetito y deseo de verle, que le rogó a Redulfo, dándole dineros y joyas, que le trajese a su corte a Octavio. Redulfo, excusándose que su hermano era mancebo y recién casado con madama Brasilda, mujer romana, hermosa y agraciada en extremo grado, igual en gentileza con su marido, y que tenía por imposible que dejase a Roma ni se apartase un solo momento de su mujer, tanto querida. En esto dijo el Rey:

—Según los intervalos que tú me pones, no puedo conjeturar sino que me mientes o me lo has dicho por burlarte de mí.

—Antes no, ni Dios quiera ni mande —respondió Redulfo— sino que, vista la presente, partiré por cumplir tu mandamiento y lo traeré delante tu real presencia, haciendo toda mi posibilidad.

Partido Redulfo y llegado a Roma, fue muy alegremente recibido de su hermano Octavio y su cuñada Brasilda. A cabo de algunos días, declarando a su hermano la causa de su venida, tomolo tan contra su voluntad que no sabía qué remedio se escogiese, en especial cuando pensaba decirlo a su mujer, que tanto mostraba quererle. En fin, viendo la importunidad de su hermano y que no podía hacer otra cosa, sino irse con él, un día, estando los tres juntos en mesa con mucho regocijo, después de comer, por sus rodeos y gentil estilo, lo dijo el marido a su mujer, la cual, en oírlo, empezó a hacer grandísimos extremos, y como medio desmayada, diciendo:

—¡Ay, marido mío, y señor y descanso mío! ¿Y quién podrá vivir sin vuestra amorosa presencia un solo punto?

Él, consolándola lo mejor que pudo, le prometió que antes de dos meses sería de vuelta, y que, por tanto, se dejase de hacer más extremos ni fatigarse.

Aderezados los dos hermanos de ropas y caballos y escuderos, según a sus estados convenía, yéndose a acostar la víspera de la partida Octavio y su mujer, se quitó ella del cuello un riquísimo joyel con una cruz de piedras preciosas, el cual había tocado en las más reliquias de Roma, y dióselo a su marido con todo aquel encarecimiento que las mujeres suelen hacer, para que lo trajese consigo en señal de amor, porque se acordase de ella adonde quiera que estuviese, y fuese guardado de algunos peligros. Agradeciéndoselo mucho tomole Octavio y púsole a su cabecera debajo de la almohada para poderle tomar en la mañana, al punto que se levantase de la cama. Acostados, su mujer por jamás en toda la noche durmió, metida en sus brazos, a veces llorando, a veces maldiciéndose, y muchas desmayando. Levantados Octavio y Redulfo antes que amaneciese, ensillados y enfrenados sus caballos, y estando a punto de caminar, al despedirse no había quien a Brasilda la apartase de su marido ni la consolase, tan grandes eran los llantos que hacía. En fin, que despedidos y ella vuelta a acostarse a su cama, aún no hubo caminado Octavio media legua, cuando le vino a la memoria que debajo del almohada había dejado la cruz que su mujer con tanta eficacia le dio. Determinando él solo en persona volver por ella, dijo a su hermano que no dejase de seguir su camino paso a paso, hasta en tanto que volvía a su posada por cierto joyel que se había olvidado. Pues, como descabalgase en el patín de su casa y entrase muy de quedo en la cámara por respecto que si dormía su mujer no la despertase, alzando la cortina vio lo que nunca pensara ni creyera, y es que vio estar abrazada su mujer Brasilda, durmiendo con un siervo, el más ínfimo y tonto de su casa. Suspenso estuvo de ver semejante caso, y por dos o tres veces vacilando si con su espada daría fin a sus vidas; pero el amor de Brasilda le convenció, que no hizo sino bonitamente tomar su joyel, que estaba debajo del almohada, y salirse de la cámara, y sin ser sentido de nadie volvió a cabalgar y proseguir su camino, que en breve tiempo alcanzó a su hermano.

Yendo los dos juntos, veía Redulfo a Octavio, su hermano, caminar tan suspenso y decaído, tan mudado de color y a poco a poco la cara que antes tenía tan desfigurada, que no podía comprender ni sacar rastro de él qué era lo que le había acontecido. De otra parte, hallábase confuso de ver cuán mentiroso saldría de lo que al rey Acrio había encarecido y alabado, por lo cual, siendo cerca de la Corte, determinó de escribir al Rey, diciéndole que por causa que su hermano venía cansado y medio muerto del camino, que no procurase de verle por entonces, sino que le suplicaba le proveyese de darle algún alegre aposento en que pudiese algunos días descansar y festejarle.

El Rey, regocijado con la venida de Octavio, mandó que le aposentasen en su palacio en un alegre y espacioso aposento, adonde el hermano no dejaba de darle todos los pasatiempos del mundo, pero a Octavio, el pensamiento de cómo había dejado a su mujer se los digería en todo pesar y tristeza, no siendo parte los regocijos y fiestas de su hermano para remediarle. Estando un día solo Octavio en su aposento, le vino el remedio, sin que le buscase, a la mano, y fue que la estancia adonde él habitaba, venía a conferir en el íntimo aposento de la Reina, y como sintiese quejas de mujer celosa, mirando por la sala vio en el rincón de ella, en lo más oscuro, una abertura de pared, y acechando por ella, vio cómo la Reina y un enano, medio monstruo, estaban retozando, pasando sus amorosos efectos. Atónito y aturdido de ver semejante caso, se puso entre sí mismo a considerar, diciendo:

—¡Válgame Dios! ¿Y esta Reina, teniendo un tan gentilhombre por marido, se viene a someter a una fantasma como esta?

Desde entonces propuso en su entendimiento que su mujer no era tanto de culpar; pero en el atrevimiento y fealdad en un mismo grado las ponía, pues no se contentaban de hermosos maridos y dotados de bienes de fortuna. Con estas consideraciones, diciendo entre sí mismo:

—En fin, no soy yo solo herido de este mal en el mundo—, empezó a quitar aquella imaginación que de su mujer tenía, y más cuando vio en el otro día siguiente que en el mismo lugar y a la misma hora, el enano y la Reina no dejaban de celebrar los cuernos reales; tanto, que entre otros días vio en uno que la Reina estaba muy enojada, porque el enano, estando jugando, no había querido acudir a la asignada hora, habiéndole enviado a llamar con una criada por dos o tres veces. Con este espectáculo y competencia, Octavio tornó de triste muy alegre, y en breves días recobró la salud y el mismo ser que había perdido; por donde Redulfo, muy regocijado, dijo al Rey que ya su hermano estaba bueno y en disposición para gozar de su vista toda hora y cuando su Alteza mandase.

Venido el Rey al aposento de Octavio, y maravillado de la gentileza y disposición suya, conoció que Redulfo le había dicho verdad, y entrando en conversación, entre las otras cosas que le pidió el Rey a Octavio, fue que le rogaba le dijese qué había sido la causa de su enfermedad. Suplicando al Rey que se lo tuviese secreto, le contó todo lo que le había acontecido con su mujer. Replicando el Rey que de qué suerte había cobrado la salud, respondió que de ver en su palacio otro semejante caso como el suyo. Importunándole el Rey que le mostrase adónde y quién eran los ejecutores de tal obra, le hizo jurar Octavio que por cosa que viese no se maravillase, ni persona ninguna de los culpantes por él fuese castigada. Jurándoselo el Rey, Octavio, a la hora que él sabía el concierto de la Reina y del enano, hízole ver por la abertura de la pared a la Reina en brazos del enano. Loco y fuera de sí estuvo el Rey de ver lo que no quisiera y en punto de quebrar el juramento por vengarse de tamaña afrenta; mas volviendo en sí y pensando que el juramento que había hecho le hacía volver atrás, volviose a Octavio, diciendo:

—¿Qué consejo me darás tú sobre este tal hecho, hermano?

Respondió:

—Mi parecer es, si a Vuestra Alteza le place, que las dejemos para quien son, así la mía como la vuestra; y pues somos mancebos que hermosura ni riqueza no nos falta, que con estos tres efectos podemos derribar a la más encumbrada mujer del mundo, probemos nuestra ventura por diversas provincias, y veremos si está sólo el daño en nuestras mujeres, o en el sexo femenino.

Cuadrole tanto al Rey este consejo, que en breves días, se pusieron a punto, y sin paje ni escudero ninguno comenzaron a proseguir su intento por toda Italia y Francia, Inglaterra, no dejando de alcanzar sino las que de probar dejaban. Pero con lo que más a todas estas las convencieron, fue con sola la riqueza, porque las más de ellas son vencidas con el interés.

Pues como cada día hallasen en las unas sobrada liviandad, y en las otras soberbia y vana locura, y en las otras tiranía, y en las demás infidelidad, y por este respecto se viesen en muchos retos y desafíos, y a veces en peligros de perder la vida, llegando a cierto lugarejo a posar en casa de un mesonero que tenía una hija muy hermosa, que ya Siriaco, un mancebo, era fama que había habido lo mejor de ella, pareciéndoles bien en extraña manera, dijo el rey a Octavio:

—De parecer sería, hermano, si a ti te parece, que esta moza la tomásemos para nuestro servicio, de la cual pienso yo que seremos bien servidos y nos mantendrá lealtad, pues vemos que tarde las más de ellas, según hemos probado, se contentan con un sólo potro, y está claro que más verán cuatro ojos que dos. Pidámosla al huésped, ofreciéndole su dote.

Concertado, pareciéndole bien a Octavio de lo que el Rey le había dicho, dieron parte de ello al mesonero, el cual, viendo sus presencias y la liberalidad de ellos, fue contento con que depositasen luego el dote en su poder. Depositado, y la moza muy bien aderezada de ropas cual sus estados requerían, fue entregada en sus poderes, prometiendo de volvérsela al padre cuando ella no quisiese sus compañías.

Caminando con la hija del mesonero, por jamás se acostaban de noche que no la metiesen en la cama en medio de los dos, y entre día, el uno o el otro que no la guardase. Siguiose con esta vigilancia que tenían, que llegaron a cierta villa y posaron en un mesón en el cual estaba sirviendo Siriaco, y teniendo oportunidad de hablar a la moza, prometiole de casarse con ella con tal que durmiese con él una noche. Ella, contentísima y deseosa de no estar tan sujeta, ordenó que, por cuanto dormía entre aquellos gentileshombres que la llevaban, que la noche siguiente se entrase en su cámara, y si tocando en medio del lecho hallase su pie descubierto, que se metiese desnudo por él sin miedo. Hecho el pacto, vino Siriaco, y hallando el pie descubierto, cubrió a ella de su cuerpo, y cumplido su deseo, habiendo estado buen rato, tornose a salir por donde había entrado; bien que el Rey y Octavio, habiendo sentimiento del regocijo, por pensar el uno que el otro fuese, callando entrambos hasta que fue de día; y levantándose el Rey, dijo a Octavio:

—Reposad, hermano, no os levantéis tan presto, que habéis caminado mucho esta noche.

Respondió Octavio:

—A Vuestra Alteza toca el reposar, pues nunca descabalgar pensasteis.

Fue tanta la competencia de los dos sobre este negocio, que corridos y pensando que la burla procedía de la moza, apechugaron con ella, y a puro miedo le hicieron decir la verdad; los cuales, de oír el engaño, de risa no se pudieron tener en pies. Importunándola que les dijese quién era el tan atrevido que en tal peligro se había puesto, respondió que Siriaco, que la había habido doncella y prometido de casarse con ella, si dormía una noche con él. Visto esto, llamaron al mancebo, el cual no negó la verdad, y visto por ellos clara y distintamente, que aunque tuviesen más ojos que Argos, no eran bastantes a guardar a media mujer, tomaron al mozo y a la moza a las ancas de sus caballos, y trajéronlos en presencia del mesonero, a donde fueron desposados y velados. Y el Rey con Octavio determinaron de volverse a sus tierras y vivir con sus mujeres, disimulando como sufridos y pacientes, pues de los tales era el reino de Dios y vivían largamente sobre la tierra.

Patraña novena

Ceberino cautivaron
y fue llevado a Turquía;
después, con mucha alegría,
Rosina y él se casaron.


Un mercader de Barcelona llamado Hilario, envió a Nápoles a un hijo suyo, Ceberino, para que le cobrase cinco mil ducados que allí le debían. Cobrado que los hubo, diose tan buena diligencia, que en breve tiempo se los ganaron otros mercaderes de la misma tierra. Quedando sin blanca y sabiendo que estaba una nave que hacía vela para Barcelona, embarcose en ella, y surgida después de su navegación en el puerto que deseaba, desembarcó Ceberino y entrose en la ciudad de Barcelona; y como fuese muy de noche y no hallase posada, determinó de recogerse debajo de un banco que estaba cerca de casa de su padre, porque no le quitasen la capa, si por caso se durmiese. Estando allí puesto, sintió que de la calle tiraron una piedra a una ventana de la misma casa, y salió una mujer que dijo:

—Señor, a las doce vendrá vuestra merced, que ahora no hay sazón.

Ido el hombre que tiró la piedra, cerca de las doce salió Ceberino debajo el banco donde estaba, y tirando su piedra, salió la mujer a su ventana, y dijo:

—Tome, señor.

Él, parando la capa, echole un lío de ropa con riquísimas joyas revueltas con él, y diciendo:

—Ya bajo.

A cabo de rato viola salir por la puerta, y no fue salida tan presto cuanto se abrazó con él diciendo:

—Vamos, señor mío.

Tomándola de la mano, saliéronse de la ciudad caminando hacia Valencia. Cuando fueron bien lejos y ella viese con la claridad del día que no era el que pensaba, maldecíase, haciendo grandísimos extremos, a lo cual respondió Ceberino:

—No os maldigáis, señora, antes os habéis de tener por dichosa en haber caído en mi poder, porque sabed que soy hijo de Hilario, mercader riquísimo de esta ciudad.

Conociéndole, y que ya no había remedio en lo hecho, siguieron su camino, y por la presencia del día, por no ser descubiertos, metiéronse en un bosque adonde se dieron palabra y fe de marido y mujer, y efectuaron con mucho regocijo el matrimonio.

Pues, como en el bosque no hubiese agua para beber, determinó Ceberino de llegarse a la marina, tanto por buscar agua como por si vería algún bajel para poderse embarcar con Rosina, que asina se decía. Fue su desdicha tan grande que, en llegando a la mar, fue preso de moros. Ella, conociendo que se tardaba, subiose sobre un recuesto y vio cómo se lo llevaban cautivo. Conociendo que la Fortuna la perseguía, usó de ánimo varonil, y es que se hizo un talegoncillo, en el cual puso todas las joyas que llevaba, y cosido, se lo ciñó junto a la carne, y mirando a qué parte la guiaría la ventura, vio muy lejos de allí una casa, y aguijando hacia ella, por estar cerrada y llamar y nadie no responder, determinó de entrar dentro por una pared bajuela que había. Entrada, halló (por ser majada de ganaderos) en un retrete todo un aderezo de pastor, por donde luego, en un instante se despojó de sus ropas y se vistió a modo de zagal y determinando de llamarse Ceberino, el nombre propio de su amado marido, caminó para la ciudad de Valencia, y allegándose al Grau para holgarse algunos días, díjole un mesonero que si quería estar con él. Contenta, preguntole que cómo se llamaba; diciendo que Ceberino, hicieron su afirmamiento.

Dejemos ahora a Rosina en hábitos de hombre, y vamos a Ceberino, el cual, como se viese cautivo, dijo que se llamaba Rosino, el nombre de su señora. Traído en Constantinopla, por ser los moros cosarios de Turquía, vino por parte al Gran Turco, el cual, por parecerle bien, le hizo ataviar y que sirviese en su palacio. Rosino, como fuese muy servicial, y que en extremo trabajaba de agradar a todos, y gran músico de vihuela, de muchos era querido y amado, especialmente del Turco, porque las más noches le hacía tañer y cantar en su presencia. Y con esta conversación la hija del Gran Turco, que Madama se llamaba, se enamoró de él, y no sabiendo de qué modo manifestarle su deseo, suplicó al padre que a Rosino se lo diese por maestro, para que le mostrase de tañer. Contento el Gran Turco, en la conversación y tratamiento tuvo noticia Rosino cómo Madama estaba presa de amores de él, el cual disimulaba sabia y discretamente por no perder lo que hasta entonces había ganado, no dejando de recibir algunos dones y mercedes que de cada día le hacía en cuenta de maestro. En este tiempo llegó una nave de Barcelona en Constantinopla, sobre seguro. Sabiéndolo Rosino fuese a los marineros de ella, rogándoles que, si les preguntaban de quién era hijo, que dijesen que era de gran linaje, que no perderían nada por ello.

Pues como Madama supiese que aquella nave era de la ciudad de su maestro, secretamente envió que se informasen de Rosino su maestro, de qué linaje y estado era. Habida relación que era hombre de estado, muy más se le acrecentó el amor que le tenía, y sabiendo que estaba la nave de partida, diole Madama a Rosino una cajuela de riquísimas joyas, para que enviase a su padre y madre, y más, un anillo, para que desechase el que llevaba, el cual era el que Rosina le dio en señal de casamiento en el bosque, y trajese aquel en su servicio. Recibidas las joyas, y vistas cuán riquísimas y sin precio eran, estuvo muy maravillado de su liberalidad, y cerrando la cajuela, puso juntamente con ella el anillo de Rosina, y cerrada y sellada cual convenía, diola a los marineros, estrenándoles muy bien, diciéndoles que diesen aquella cajuela de bálsamo en Barcelona a su padre Hilario. Despedidos los marineros, hicieron su viaje bueno y salvo, sino que no pudiendo tomar puerto en Barcelona, los trajo la fortuna a la playa de Valencia, y aun allí hubieron de echar ropa en mar, y por salvar la cajuela tan encomendada, salió un marinero a tierra con ella, la cual dio a guardar a un mesonero del Grau, y por dicha vino a caer en manos de Rosina, que Ceberino se llamaba.

Pasado el mal tiempo, adobaron su nave los marineros, y teniendo viento natural de su navegación, hicieron vela, olvidándose la cajuela. Rosina, viendo que se habían descuidado, hizo leer un albarán que estaba escrito y fijado en ella que decía:

—Sea dada a Hilario en Barcelona.

Calló, y disimuladamente a la noche, viniendo a abrirla por ver lo que podía haber dentro, a la primera vista que vio fue el anillo que había dado a su querido Ceberino, por donde, maravillada de tal cosa y más de las riquísimas joyas que con él venían, dijo:

—¡Santa María, Señora! ¿Qué señal o vestigio puede ser este? ¿Es quizá, por desdicha mía, muerto mi amado y esposo Ceberino?

Y cuanto pudo de presto, tornó a cerrar la cajuela, y continuando sus oraciones, que Dios le diese nuevas de su vida o de su muerte, pasaba sus días y noches tristes, con mil sobresaltos que la combatían.

Volviendo a Ceberino, de cómo era molestado de los amores de Madama, y él no queriendo conceder en ellos, proveyó Dios de remedio, y fue que llegó en Constantinopla una nave española, y, habiendo despedido toda su mercadería con el salvoconducto que tenía del Gran Turco, y estando para hacerse a la vela, Madama suplicó a Rosino que los dos se fuesen con aquella nave que estaba de partida, que ella le daría gran cantidad de dineros y joyas. Fingiendo que era contento, recibido que hubo lo que le había prometido, embarcose sin ella, y tuvieron tan buen tiempo, que en breves días llegaron en España y vino a aportar a la playa de Valencia, adonde desembarcado con todas sus riquezas, vino a posar adonde estaba Rosina en hábitos de hombre. Y como sintiese que se llamaba Ceberino y estuviese muy ahincadamente mirándola estaba dudando si era o no era ella, y por mejor certificarse de ello, apartola en puridad, por donde se vinieron a conocer y a abrazarse del gozo que concibieron. Y ella le manifestó cómo la cajuela estaba en su poder, de las joyas que enviaba a su padre con el anillo que ella le había dado en el bosque. Ceberino, muy alegre de ello, manifestó al mesonero cómo Ceberino se llamaba Rosina por otro nombre, y era su mujer y esposa amada suya, y que por haberle hecho tan buen tratamiento en su casa, se lo agradecía en grandísima manera; y sin eso le dio algunas joyas. Y ataviando a Rosina de riquísimas ropas y joyas, se embarcaron para Barcelona, adonde, dándose a conocer a sus padres, fueron muy bien recibidos, y de allí a pocos días celebradas sus bodas con alegre y suntuoso regocijo.

Patraña décima

Por causa de un cadenón
a Marquina maltrataron,
las narices le cortaron,
y a su marido un jubón.


Tancredo, gentilhombre, sirviendo a Celicea, mujer casada, que vivía junto a casa de un barbero, fue tanta la conversación que tuvo con Marquina, mujer del barbero, que, hallándola llorando un día, le dijo:

—Sepa yo de vuesa merced de qué llora, señora.

Respondió:

—¿No le parece que tengo de qué llorar, señor, que ya ha dos meses que no ceno ni duermo con mi marido?

Dijo:

—¿Por qué respecto, señora?

Respondió:

—Porque lo merece, pues no me quiere dar treinta ducados que me ha prometido para un cadenón de oro de estos que se usan.

Dijo Tancredo:

—¿Y de eso se ha de fatigar, señora? Yo se los prometo de dar, con tal que recabe vuesa merced con la señora, su vecina, Celicea, haga lo que por diversas veces le tengo rogado.

Marquina, codiciosa de haber cadenón, prometiéndoselo, diole parte a Celicea de la pasión que Tancredo por ella pasaba, importunándola que no dejase de hacer por él, sabiendo que era hombre de bien, y que le podía socorrer en muchas necesidades. Fue tanta la importunación de Marquina, que Celicea le dio palabra de hacer lo que mandase, y que sería de esta suerte: que su marido de allí a dos días se había de ir de la ciudad, y que ella le daría entrada, pero con tal condición que fuese por su casa por más guardar su honestidad. Hecho el concierto, el marido de Celicea, ya recelándose de Tancredo, antes que se partiese pidió a Marquina una navaja, diciendo que la había mucho menester. Dejada, fue su camino. A la noche entrando Tancredo en casa de su señora Celicea por el tejado del barbero, a cabo de rato tocó a la puerta el marido, por donde de presto se volvió a salir. El marido, viendo la cama sahumada, reconoció toda la casa, y vuelto a su mujer, le dijo:

—¿Qué es esto, mala mujer? ¿Qué, teníais algún concierto? ¿Paréceos bien no estando vuestro marido en la ciudad hacer estas putañerías?

Ella disculpándose lo mejor que pudo, y él amenazándola, de puro enojo, apechugó con ella y la ató en un pilar que había en medio de la casa, con las manos atrás, y dejola allí, diciendo:

—¡Esa será tu cama sahumada, bellaca, traidora, y ahí dormirás esta noche!

Y él acostose en su cama. Como la mujer gimiese y llorase, y la buena de la barbera estuviese acechando lo que pasaba, por codicia de ganar los veinte o treinta ducados para su cadenón, entrose queditamente por el terrado, y acercándose a Celicea, le dijo:

—Señora, el mejor remedio del mundo tienes ahora si tú quieres hacer por Tancredo, pues tu marido está sin lumbre y duerme.

Respondiole:

—¿Cómo o de qué manera?

—De esta —dijo Marquina—; que yo te desataré de donde estás, y tú atarme has a mí, porque si viniere a reconocerte tu marido, no te halle menos; y vete corriendo, que en mi terrado hallarás a Tancredo que te está esperando.

Contenta, desatada que fue Celicea, ató muy bien a Marquina, y fuese a holgar con su amante.

En este medio, como el marido despertase y se viese sin lumbre, dijo:

—¿Qué tal estáis, mujer? ¿Dormís o veláis?

Como Marquina callase por no ser descubierta, levantose de presto el marido, diciendo: ¡Qué! ¿soy algún loco yo por ventura, mujer, que no me volvéis respuesta? ¡Espera, que yo os haré que hagáis mal gozo a quien bien os quiere!

En esto tomó la navaja, y, acercándose a ella le cortó las narices y volviose a acostar. A cabo de rato vino Celicea y desató a Marquina, y Marquina ató a la señora, dándole parte cómo su marido le había cortado las narices, pensando que fuese ella; la cual se fue sin narices, muy congojada, a su posada, y a Tancredo dio despedida, recibiendo los treinta ducados prometidos.

Celicea, a cabo de rato, empezó a quejarse, diciendo:

—¡Señor Dios! pues vos sois testigo si tengo culpa o no de lo que me ha levantado mi marido, mostrad ahora milagro en mí en curarme de mis narices.

De allí a otro poco, dijo:

—¡Gracias os hago, Señor, que estoy buena y sana, sin mirar a las demencias de mi marido!

Oyendo sus quejas, levantándose de presto, encendió lumbre, y encendida, fuese hacia su mujer, y en verla con narices arrodillose a sus pies muy devotamente, diciendo:

—¡Perdonadme, señora mujer, por el falso testimonio que os he levantado!

Perdonándole, desatola y fuéronse a acostar marido y mujer muy regocijadamente.

El marido de la barbera, como se levantase antes del día porque había de ir a afeitar fuera de la ciudad, y reconociese su estuche, y tentado, hallase menos la navaja, fue a pedirla a su mujer, y como ella le diese mala respuesta, tirole el estuche, por donde ella empezó a gritar y dar voces:

—¡Ay, el traidor, ay, el mal hombre, que me ha cortado las narices!

A las desaforadas voces subió el alcalde, que iba rondando por la ciudad, para ver lo que podía ser aquello. Viendo la mujer sin narices, queriendo apañar de vuestro barbero y él arrancase de su espada haciendo resistencia, porque fue herido el porquerón lo llevaron a la cárcel, y por resistencia, a cabo de días, le azotaron por la ciudad.

Así que, por codicia de una cadena de oro, fue la barbera desnarigada y el marido azotado.

Patraña oncena

Apolonio, por casar
con la hija de Antioco,
grandes infortunios toco
que pasó por tierra y mar.


Antíoco, Rey de la ciudad de Antioquía, siendo viudo, tenía una hija llamada Safirea, en tan extremo grado hermosa, que su gracia y gentileza sonaba por todas aquellas comarcas. Y como después de su padre estaba determinado que había de suceder en el reino, importunábanle grandes príncipes y señores de pedírsela por mujer; y como a él no le conviniese, porque no le molestasen sobre ello, puso esta pregunta a la puerta de su palacio, que decía de esta suerte:


Pregunta

Soy el que tengo y no tengo;
caí sin me levantar;
de lo injusto me sostengo;
entro do no puedo entrar.


Notificando que cualquier que le declarase la sobredicha pregunta, de cualquier estado que fuese, le daría a su hija por mujer, cuando no que le cortaría la cabeza; por este respecto ninguno hubo que se atreviese a pedirla, sino fue, a cabo de mucho tiempo, el príncipe Apolonio, señor de la provincia de Tiro, que por su acutísimo ingenio alcanzó la verdad del negocio; el cual, por estar muy enamorado de la Safirea, vino delante del rey Antíoco, para declararle la pregunta, y apartándole en puridad, le dijo:

—Tú eres, Rey, el que tienes razón y no la tienes: tienes razón porque eres hombre, no la tienes por vivir bestialmente en echarte con tu hija; y eso es sostenerte injustamente y entrar donde no puedes entrar.

Admirado el Rey, viendo que había acertado, sin mostrar ninguna perturbación, dijo:

—Digno eres de muerte, Apolonio, porque no has dicho verdad; mas porque no me pintes por cruel y ser la persona que eres, yo te doy un mes de tiempo para que mejor pienses en ello.

Despedido, Apolonio, vista la presente, se embarcó para Tiro. Y Antíoco, no le hubo dado licencia que de allí a poco no se arrepintiese por ello; y de miedo que no fuese manifiesto su pecado, mandó a Taliarca, criado suyo, con otros hombres de mala vida, que fuesen tras de Apolonio, y como quiera que fuese le matasen. En este intermedio, estando Apolonio en su tierra y pensando que había declarado la pregunta al rey Antíoco y que no había cumplido su palabra en darle por mujer a su hija Safirea, a quien tanto quería y amaba, tomó una nave, la cual cargó de mucho trigo y dineros y joyas de infinita valía, y, de aborrecido, se embarcó de noche secretamente en ella con ciertos criados y familiares suyos.

Los de Tiro, habiendo sentimiento de su tan aborrecido viaje y que la causa de ello era el rey Antíoco, por no haberle querido dar a su hija por mujer, concibieron tanta tristeza por ello que, vista la presente, mandaron cesar cualquier trato que fuese de regocijo. Por lo cual la gente de la ciudad estaba puesta en gran aflicción y cuidado, por el amor de su Príncipe. Pues, como desembarcase Taliarca en el puerto de Tiro y hallase el pueblo tan triste, preguntando a un muchacho la causa de ello, le respondió:

—Amigo, ¿que no sabes tú que todo esto es porque el príncipe nuestro, Apolonio, no se sabe si es muerto o vivo? Que después que vino de Antioquía, no parece.

Con esta relación, Taliarca con sus compañeros se volvió a embarcar muy satisfecho, y, venido ante su rey Antíoco le dio aviso de lo que pasaba. Y luego inmediatamente mandó pregonar por todo su reino que cualquier que le diese vivo al príncipe Apolonio, le daría cinco mil pesantes de oro, y al que muerto o su cabeza, mil quinientos. Volviendo al príncipe Apolonio, que con su nave seguía su ventura, vino a aportar en una provincia llamada Tarcia, y desembarcando y paseándose por ella en traje de mercader, conociole, aunque en bajos vestidos iba vestido, Heliato, senador de ella, que en días pasados era estado su vasallo, y llamándole por su nombre no le quiso responder Apolonio. Heliato entonces tornó a llamar, diciendo:

—Rey Apolonio, ¿por qué quieres despreciar a quien favorecerte puede? Pues certifícote que si tú supieses lo que de ti sé, que tú me escucharías y gratificarías muy bien.

A esto respondió Apolonio:

—Si te place, amigo, por lo que debes a virtud, me digas prestamente lo que de mí sabes.

—Sé —dijo Heliato— que el rey Antíoco ha hecho pregonar por todas sus tierras, que quien le dará tu persona le promete dar cinco mil pesantes de oro, y el que tu cabeza, mil quinientos.

—Así —dijo Apolonio—, ¿y es tu pretensión de ganar eso?

Respondió Heliato:

—No plegue a Dios, señor, que tal traición cometa a quien por rey he obedecido algún día, sino lo que te suplico es que, lo más presto que puedas vacíes la Tarcia, que aunque sea señoría por sí, no podemos dejar de complacer al rey Antíoco por algunas mercedes que de él hemos recibido.

A esto respondió Apolonio:

—Si alguna gracia alcanzar de ti pretendo ha de ser esta: que me aposentes secretamente por algunos días en tu casa, a causa que vengo muy fatigado de la mar.

Heliato, atemorizado y no sabiendo cómo expelerse de tal demanda, dijo:

—Señor, mi casa y cuanto hay en ella está presta para tu servicio, sino que hay un gran inconveniente, y es que perecemos de hambre, porque está la ciudad en gran estrechura de trigo, que no tenemos ya sino para tres días, y mal podrá hacerte aquel acogimiento que mereces quien de pan carece.

—Tanto mejor —dijo Apolonio— te habías de alegrar y dar gracias a Dios que a tal coyuntura me ha traído a tu patria, porque te hago saber que traigo en mi nave cien mil hanegas de trigo, y lo desembarcaré en ella si fuese contenta la señoría de Tarcia de tenerme secreto y hospedarme en su tierra.

En oír esto Heliato, de gran gozo y alegría que concibió en su corazón se arrodilló a sus pies, queriéndoselos besar, y Apolonio, no consintiendo, alzole de tierra. Alzado, suplicole Heliato que se fuese derecho con él, que los senadores le estaban aguardando a consejo sobre la hambre que les apremiaba, y que allí notificaría su demanda y redención tan copiosa como traía para todos. Idos delante los senadores, propúsoles muy en secreto Heliato cómo aquel era el príncipe Apolonio, y si querían favorecerle en tenerle secreto en su tierra les favorecería de cien mil hanegas de trigo que traía en su nave, y estas vendidas al precio que le costaba, que era a razón de cuatro reales por hanega. Muy alegres los senadores por tan señalada merced, respondieron que eran muy contentos, que no sólo le favorecerían, pero que perderían la vida y estado por él, si menester fuese. Desembarcado el trigo, el príncipe Apolonio, como simple mercader lo quiso distribuir todo por sus manos al pueblo. Y, así, el que podía pagar, pagaba, y al que no, fiaba. Y a los pobres labradores daba para que sembrasen con tal que a la cogida se lo volviesen. Viendo los senadores tan gran misericordia y liberalidad en un hombre, le mandaron hacer una estatua riquísima de piedra mármol dorada, que en la mano tenía un manojo de espigas y en la otra dineros como que le caían de las manos, con un epigrama a los pies que decía:


Epigrama

Este a Tarcia redimió,
y aunque se mostró ser hombre
de Apolo deriva el nombre.


Pasados algunos días, como viesen los senadores la afición y voluntad que en Apolonio había puesto el pueblo, la una por temor que no se alzase con la tierra, la otra porque no viniese a noticia del rey Antíoco que a su enemigo favorecían, determinaron de hacerlo príncipe y capitán de la mar, y darle cargo de treinta galeras que tenían. Y así, dándole parte de ello fue muy contento de recibir aquel cargo, porque de aquella suerte pretendía estar más a su salvo. Pues navegando Apolonio con sus treinta galeras, hizo tan señaladas hazañas, que de todos los cosarios era temido, y de los de Tarcia muy honrado, sino que la Fortuna le fue contraria, porque de allí a pocos días le sobrevino tan gran tormenta que se perdió toda la flota, salvo una galera que volvió a Tarcia dando noticia de tan gran desdicha y pérdida, y la capitana que dio al través en las costas de Pentopolitania, donde no se salvó sino Apolonio, que abrazado con una tabla salió a la ribera todo mojado; y estándose allí plañendo de cómo la fortuna tan ásperamente le perseguía, juntó con él un pescador, preguntándole de qué nación era y qué buena ventura le había traído en aquella provincia, dijo Apolonio:

—Has de saber, hermano mío, que soy natural de Tiro; y viniendo pasajero en las galeras de Tarcia que han perecido, abrazado en una tabla soy escapado cual me ves.

Viéndole el pescador de tan buena disposición y crianza le rogó que se fuese con él hasta su alojamiento, adonde le dejaría de sus ropas, en tanto que se enjugasen las suyas. Apolonio, agradeciéndole la merced que le hacía, siguió vuestro pescador, el cual le sustentó por algunos días, incitándole que si quería ejercitar su oficio, que no le faltaría en qué poder pasar la vida; respondiéndole Apolonio que no era de su condición, le suplicó que le enseñase el camino de la ciudad, porque quería probar su ventura. Viendo su determinación el pescador, púsole en el camino de la ciudad de Pentopolitania; y dándole dineros para el camino, le dijo:

—Mirad, amigo: parad mientes a los buenos y guardad las orejas sobre todo, y cuando no hallareis en qué pasar la vida volveos a mi pobre barquilla, que a fe de quien soy de nunca faltaros con mi poca laceria.

Apolonio, viendo su entrañable ofrecimiento, le abrazó y dándole gracias por el buen consejo que le daba, se despidió de él. Y entrando por la ciudad vio un trompeta que iba pregonando a voces muy altas:

—¡Ah, hombres!, oídme bien los que sois extranjeros y diligentes en servir, y diestros en saber algunos virtuosos ejercicios y habilidades; acudid de presto a los baños reales, porque el Rey se quiere bañar.

Apolonio, apresurando el paso, siguió al trompeta, y vistos los baños, entrose por ellos, adonde viendo al bañador lo que hacía, púsose con muy buena gracia y diligencia, en ayudarle. El bañador en verle tan servicial y de tan gentil presencia, preguntole de qué nación era. Apolonio le respondió que de Tiro y que había sido bañador en su tierra. En esto, como llegase el Rey y toda la caballería, atajose la plática que los dos tenían, y lavando el bañador al Rey, por probar su habilidad, díjole:

—Naufragio, ayúdame.

Bañado que fue el Rey, era uso a personas reales en aquella tierra, a la postre, ungirles con ciertas confecciones de ungüentos, y para esto suplicó Apolonio al bañador que le dejase hacer aquel ejercicio. Contento, fue tanta la sutileza y gracia con que Apolonio lo hizo, que el Rey estuvo admirado de él.

Después que el Rey y todos los caballeros se hubieron bañado, asentose en una cuadra que había muy encerrada y mandó que todos los extranjeros que el trompeta había llamado viniesen en su presencia. Y allí, por holgarse con ellos, como lo tenía de costumbre, había puestas cuatro joyas para quien mejor saltase y bailase, y luchase y tirase barra. Habiéndose todos probado en estas cuatro habilidades, no hubo quien mejor lo hiciese que Apolonio, y así le mandó librar el Rey las cuatro joyas. Vuelto a palacio, estando las mesas puestas para asentarse a cenar, platicando con sus caballeros, dijo:

—Júroos, en verdad, amigos míos, que estoy tan contento y satisfecho del servicio que me hizo aquel mancebo hoy en el baño, como de cuantos servicios he recibido en esta vida, y más de sus fuerzas y habilidades. ¿Sabrá ninguno de vosotros acaso de qué nación es o cómo se llama?

Respondiendo que no sabían otra cosa, sino que tenía por nombre Naufragio,

—Pues llamadme a ese Naufragio —dijo el Rey.

Idos, y venido Apolonio a palacio, por jamás quiso entrar de vergüenza delante la presencia real, a causa de estar mal vestido. Dándole al Rey noticia de esto, mandó que le diesen ricos vestidos. Parecido Apolonio delante el Rey, con aquel acatamiento que convenía, hízole asentar en una mesa que estaba enfrente de la suya, y dar de cenar de las mismas viandas que él cenaba. Apolonio, viendo la majestad del servicio de la plata y oro con que al Rey servían, estaba muy triste. En esto dijo el mayordomo al Rey:

—¿No ve el Naufragio cuán envidiosamente tiene ojos al oro y plata de Vuesa Alteza?

A estas inconsideradas palabras respondió el Rey:

—Muy mal has juzgado, antes es de pensar que aquella tristeza debe de proceder de haberse visto en alguna prosperidad, según muestra la autoridad de su persona.

Acabado que hubieron de cenar, y alzados los manteles, el Rey hizo pasar a Apolonio a su mesa y preguntándole de su estado y vida,


Respondió con un suspiro:
Sabrás, Rey, que, por amar,
perdí mi nombre en la mar,
mi estado y nobleza en Tiro.


Dijo el Rey:

—En verdad, amigo, yo no te entiendo, si más abiertamente no te declaras.

En esta confabulación entró por la sala la infanta Silvania, hija del Rey, hermosísima en extremo grado, la cual, por ser en aquella tierra uso y costumbre de besar en el rostro al Rey y después a los que a su lado estaban, después de su padre fue a besar a Apolonio. Y como no le conociese y le viese lleno de sobrada tristeza, dijo:

—Padre y señor mío, sepa yo, si puede ser, quién es este mancebo extranjero, que tanta honra recibe y de tanta tristeza le veo rodeado.

Díjole el Rey:

—¡Oh, dulcísima y amada hija mía! Este mancebo has de saber que se llama Naufragio, y por el buen servicio que de él he recibido hoy en el baño, le he convidado a cenar. Lo que yo te mando ahora es que te sientes y, por regocijarle, te pongas a tañer y cantar un poco con tu cítara.

Contenta Silvania, por complacer al mandamiento de su padre, cantó lo siguiente:


Soneto

Naufragio, no te quejes de Fortuna;
si de prosapia generosa vienes,
entiende que sus males y sus bienes
estables nunca son en parte una.

Si claro ves que por razón ninguna
no rige sus mudanzas ni vaivenes,
menos razón alcanzarás, ni tienes
poder para quejarte en su tribuna.

¿Sabes de qué podrías tú quejarte
con justa causa y venturosa suerte,
con alegre semblante denodado,

con espíritu sabio, moderado?
Porque más presto no quiso traerte
do amor franqueza tanto se reparte.


Acabado que hubo de tañer y cantar la infanta Silvania, todos quedaron muy satisfechos y regocijados de ver cuán agraciada y artificiosamente había tañido y cantado, sino Apolonio que ninguna señal de alegría mostraba haber recibido; por lo cual dijo el Rey:

—¿Qué es esto, Naufragio? No te entiendo: todos a uno de la música de mi hija se han contentado, y tú me parece que con callar la vituperas.

Respondiole Apolonio:

—Magnánimo Rey, pues me incitas a que diga lo que siento, has de saber que tu hija comienza a entender el arte de la música, pero no tiene alcanzada la perfección de ella.

—¿Así? —dijo el Rey—, pues por amor de mí, Naufragio, que tomes la cítara en tus manos para que todos gocemos de esa perfección que dices.

Entonces Apolonio, aunque contra su voluntad, por obedecer su real mandamiento, cantó con la cítara, respondiendo al propósito de lo que la infanta Silvania le había cantado, diciendo así:


Octava

Dama real, agraciada, llena
de amor, piedad, favor y gentileza,
de verle sentir pena de mi pena
siente mi corazón mayor tristeza.
Alegre su semblante y vista buena,
que sólo para mí naturaleza
formó, en triste signo y aciago,
sobresaltos, perder, pasión y estrago.


Tañido y cantado que hubo Apolonio, de ver la destreza y suavidad de la música y la gracia y desenvoltura, y cuán a propósito había respondido y cantado, el Rey y los caballeros quedaron atónitos y maravillados, y mucho más la infanta Silvania, cautiva y presa de sus amores, por lo cual suplicó al padre, diciendo:

—Amantísimo y querido señor padre, si por tiempo alguna merced de tu liberalísima mano concederme pretendes, esta por tu gran clemencia no me niegues ahora, y es que a este Naufragio me des por maestro, para que su perfeccionada música deprenda.

Concediéndosela el padre, le mandó dar al Naufragio cien mil ducados para que se aderezase y pusiese en aquel estado de maestro, cual para su hija convenía; y le asignó un rico aposento, y más seis criados para que le sirviesen.

Pues como la conversación de la infanta Silvania y del maestro Apolonio fuese tanta en la demostración de la música, y ella tuviese muy encelados sus encendidos amores, teniendo un día oportunidad le suplicó muy encarecidamente que le hiciese tan señalada merced de manifestarle de qué prosapia descendía, porque sus tratos y condiciones manifestaban proceder de alto linaje. Viendo Apolonio la afectación tan grande de su demanda y las mercedes que de ella de continuo recibía, le prometió de decirle su nombre y la condición de su estado, con tal que le jurase de tenerlo secreto. Prometiéndoselo, le dijo cómo era el príncipe Apolonio, dándole particularmente relación de las desdichas que le habían sucedido y que se tenía por dichoso de ser favorecido de su real Alteza. De lo cual ella se holgó en extremo y fueron más presas y cautivas de amor sus entrañas, y como su pasión no pudiese manifestar o no quisiese, por más honestidad suya, cayó mala; de la cual enfermedad de muchos médicos fue visitada y de ninguno conocida, y del padre en extremo grado plañida.

En esta coyuntura llegaron a la corte tres príncipes muy señalados, de un ánimo conformes a pedir a la infanta Silvania por mujer, y que ella misma determinase y señalase, por quitarlos de contienda, a cuál de los tres escogía por su legítimo marido.

Ordenada su petición y venida a manos del Rey su padre, llamó a su maestro Apolonio, diciéndole:

—Toma, Naufragio, esta descripción y voluntad de estos tres príncipes que han llegado a mi corte, y preséntala a mi muy amada hija mía y discípula tuya, para que asiente y señale de su mano a cuál de estos tres escoge por marido.

Venida a manos de la infanta, tomola sin perturbación ninguna, y en ausencia de su maestro Apolonio, asentó lo siguiente:

—El que yo amo y quiero por esposo, señor padre, y suplico que me deis si pretendéis dar vida a esta hija vuestra, es el príncipe Apolonio.

Pasados algunos días, pidiéndole Apolonio el papel, para saber su determinación, respondió que no lo daría a persona de esta vida sino al Rey, su padre. Venido, pues, el Rey al aposento de su hija y sabida su voluntad, maravillado de leer tal nombre, le dijo:

—¿Qué es esto, hija? No entiendo quién es este príncipe Apolonio que de tu mano señalas por esposo.

—¡Ay! —respondió con un apasionado suspiro la Infanta—, ¿quién ha de ser, sino mi muy amado y carísimo maestro, que hasta aquí por Naufragio habéis tenido?

—Muy bien entiendo y conozco tu mal, hija mía —dijo el Rey—. Sosiégate y no te aflijas tanto, porque, si así pasa cual tú me has informado, por las virtudes y fama que de él en mis reinos se ha divulgado y extendido, desde ahora lo acepto por yerno y te lo concedo por marido.

Y con esta esperanza se despidió de ella y dio por disculpa a los príncipes que por mujer la pedían, que era imposible, por hallarse mal dispuesta, determinarse entonces su hija de señalar marido, y que, por tanto, perdonasen. Y así, se despidieron, volviéndose a sus tierras.

El Rey, no descuidándose de la salud de su hija, llamó muy en secreto a Apolonio, diciéndole:

—Yo te suplico, Naufragio, por la fe que debes a Dios y a la orden de caballería, me digas si eres tú el príncipe Apolonio.

Respondió:

—No puedo dejar de decir la verdad por el juramento que me ha hecho Vuestra Real Alteza: sepa que lo soy, y presto y aparejado para hacer su mandamiento.

—Lo que yo mando —dijo el Rey— no es otra cosa sino que tengas por bien de casarte con mi hija, porque esta es su voluntad y mía, siendo tú de ello contento.

Agradeciéndole tan señalada merced Apolonio, queriéndose arrodillar para besarle las manos, el Rey le abrazó con los brazos abiertos, no consintiendo que se arrodillase, sino que dándole su bendición y el parabién, se fue al aposento de su hija. Y dándole parte de su casamiento, por ser la cosa que ella más deseaba, en breves días se levantó de la cama y fueron ordenadas las bodas con mucha solemnidad y honra. Pero la noche antes que se velasen, el príncipe Apolonio determinó de ir al baño con aquella autoridad y regocijo que el Rey, su suegro, acostumbraba, con los más principales del reino. Ya que se hubo bañado diose a conocer al bañador, por tener ocasión de gratificarle el bien que por él había conseguido, el cual, como le conociese, se le arrodilló delante suplicándole que le concediese alguna merced. Y así, se la concedió que, vista la presente, le mandó que dejase de ser bañador y fuese su camarero, y camarera su mujer de la infanta Silvania; y para ello les proveyó de veinte mil ducados.

Venido el día de las bodas, fueron celebradas con abundancia de manjares, y máscaras y danzas: en fin, como a personas reales. En las cuales se hurtaron ciertas piezas riquísimas de plata y oro, y por bien que hicieron sus diligencias y pesquisas no pudieron descubrir quién había sido el ladrón, porque fue tan astuto y cosario que, vista la presente, se embarcó con ellas, y le pasó en su barca el pescador que hospedó al príncipe Apolonio, dándole a entender que era platero, y que por no darle el precio conveniente de las piezas el príncipe Apolonio, se volvía a su tierra.

Pues como le hubiese desembarcado y el ladrón no tuviese dineros para poderle pagar su pasaje, le dio un tazoncillo de plata. El bueno del pescador, con sus limpias y sanas entrañas, le tomó, y volviendo muy alegre y contento a su casa, lo encomendó a su mujer que lo guardase.

Pasados algunos años, viviendo descansadamente el príncipe Apolonio, su amada y querida mujer Silvania se sintió preñada, con la cual nueva y regocijo condujo a su padre que jurasen a su marido Apolonio por Rey de Pentopolitania, para que reinase después de sus días. Contento, fue su coronación con riquísima suntuosidad celebrada, haciendo por tres días continuas luminarias y fiestas, y a la fin de ellos llegaron, en una nave que surgió en el puerto, unos embajadores del reino de Antioquía y de Tiro con grandísimo aparato, supremamente ataviados. Y parecidos en la sala real, y postrados delante del rey Apolonio, con la competente ceremonia que eran obligados y su estado merecía, los de Antioquía relataron su embajada, diciendo cómo, por justicia divina, el rey Antíoco era muerto súbitamente con un rayo que descendió del cielo, y a su hija, la infanta Safirea la comprendió, de tal suerte que por la misericordia de Dios vivió seis días, en los cuales ordenó su alma e hizo testamento, dejando por heredero y sucesor de todo su reino «a ti, el príncipe Apolonio, por el amor que le mostraste tener, poniéndote en riesgo de perder la vida, en declaración de la pregunta. El cual testamento teniendo por bueno y válido los más principales de la tierra, han determinado hacerte la presente embajada, para que lo más presto que fuese posible, por pacificación del reino, vayas a tomar la posesión de él, si servido fueses». Acabando los de Antioquía, los de Tiro le propusieron cómo por la muerte del rey de Antioquía, Taliarca, por quererse apoderar de la tierra, fue expelido y lanzado de ella a fuerza de armas por los más principales del reino, y con el amotinamiento de la gente que le seguía, apañando ciertos bajeles que estaban en el puerto, se fue para Tiro.

—Y hallando el pueblo discorde por causa de tu real ausencia, se puso a defender la mayor parte, y echó de la ciudad los que menos y poco podían, y se apoderó de Tiro, haciéndose señor absoluto de tu reinado. Por tanto, los afligidos y desterrados pobretes de tus vasallos, sabiendo que asistías en Pentopolitania, te hacen la presente embajada, suplicándote que mires que es gran negligencia tuya no recobrar tu estado y redimir aquellos que por tuyos se nombran y tienen.

Oídas las dos partes, el rey Apolonio los hizo alzar de tierra, y con un semblante grave y amoroso los abrazó a todos igualmente; y dándoles respuesta que todo se remediaría, los mandó aposentar en muy ricos aposentos. Y de todo lo sucedido dio parte al Rey, su suegro, y que su voluntad era de ir a tomar posesión de Antioquía y recobrar su reino de Tiro. A esto le respondió que le parecía bien, y que no dejase de hacer todas las provisiones que para tal hecho fuesen necesarias. Con esta liberal respuesta, luego proveyó que cualquier galera, o nave o bajel que fuese competente para guerra se hallase dentro de un mes en el puerto de Pentopolitania.

En esta sazón, el pescador, teniendo necesidad de dineros vino a la ciudad trayendo el tazoncillo que le dio el ladrón. Y mostrándoselo a un platero para que se lo comprase, como ya estuviesen todos sobre aviso, luego fue preso y llevado delante el juez, y confesando la verdad, sentenciado que le diesen quinientos azotes y le desorejasen y fuese guardado para poner al remo. El rey Apolonio, viniendo a visitar la cárcel para librar los condenados por sus sentencias y reconocer los que estaban elegidos para las galeras, haciéndoles que pasasen delante de él vino a pasar el pescador; y como le conociese, preguntole la causa de su prisión; contándosela por extenso, vino a pedirle que hubiese misericordia de él en que no fuese afrentado, ni quitadas las orejas. Esto respondió el rey Apolonio:

—Razón tienes, por cierto, que, pues tuviste cuidado en que yo guardase las mías, que yo guarde las tuyas.

Con tan señaladas palabras, viniéndole a conocer el pescador, se le arrodilló delante y le besó las manos. Y el Rey le mandó soltar, vista la presente, y le hizo que fuese su capitán y patrón de su galera real.

Pasados algunos meses y días, fue juntada la flota de número de noventa velas y seis mil combatientes. Con tan buen apercibimiento y aparejo, mostrose muy satisfecho y contento el rey Apolonio, sino que le molestaba la importunación de la Reina, su mujer, que determinaba de embarcarse con él. Y como se lo hubiese desviado en diversas veces por causa de su preñez, recaudó con su padre que se lo mandase a su marido, que no tuviese pesadumbre de llevarla consigo, pues que primero y principalmente había de ir al reino de Antioquía para ser coronado y recibido por señor, y que allí se podría quedar entre tanto que fuese a conquistar a Tiro. Con mandárselo su suegro, no pudiendo en ninguna manera contradecirle, hizo labrar una riquísima corona de oro, y aderezar una muy suntuosa nave para la Reina, su mujer, poniendo en ella todo lo necesario, así partera como ama, la cual fue la mujer del pescador, que entonces criaba, y otras cosas convenientes, por si acaso el parto le hubiese de tomar en la mar.

Embarcado el rey Apolonio y la Reina su mujer con los embajadores y capitanes y gente de pelea, y despedido del Rey su suegro, empezó de hacer su viaje con muy próspero tiempo. Pero, al cabo de veinte días, habiendo navegado por la mar adelante, tomole tan gran fortuna y levantose tan recia tormenta, que toda la flota fue esparcida, para poder salvarse. Y la Reina, de aquel sobresalto y enojo concebido, allí en la nave malparió una niña de siete meses, y tuvo el parto tan mortalísimo, que se traspasó de tal manera que, teniéndola por muerta, todos los de la nave lloraban, y estaban puestos en admirable y sobrada tristeza.

Sosegada ya la bravosa y pestífera fortuna, y juntada toda la armada sin haber perdido ninguna cosa, dándole noticia al rey Apolonio de la desdicha tan grande que le había sucedido a la Reina su mujer, pasó de presto a la nave, y viéndola de aquella suerte, rasgó sus vestiduras, y abrazándola decía:

—¡Oh, amada y carísima mujer mía! ¿Tan desacertada y breve había de ser nuestra despedida? Harto os excusaba yo este triste y amargo viaje para mí, en el cual veo que habéis perdido la vida, perdiendo toda mi gloria y descanso.

En esto, los grandes que allí se hallaron, lo consolaron lo mejor que pudieron, y el patrón de la nave le propuso que trabajase su Alteza, lo más presto que pudiese, de echar a la Reina, pues era muerta, de la nave, antes que la mar hiciese algún movimiento, y se viese en algún peligro la armada. Vista su justa demanda, luego el Rey proveyó que le hiciesen un ataúd a la Reina muy bien embetunado. Y puesta allí dentro, con sus ricos vestidos que llevaba y su corona de oro en la cabeza, mandó, porque más presto fuese vista a donde quiera que aportase, que en el ataúd, en derecho de su rostro, hiciesen una rejuela; y puso en él mil ducados en oro, con una plancha de plomo escrita, que decía: «El que hallara el presente cuerpo, por el hallazgo tomará los quinientos ducados; los otros para que sea enterrado con aquella honra y solemnidad que a una reina se le debe.»

Echado el ataúd, siguiendo su ventura por las marítimas ondas, vino a aportar en la provincia de Éfeso, adonde saliendo unos médicos de la ciudad, para buscar ciertas hierbas junto a la marina, vieron el ataúd, que estaba cerca de tierra. Juntando con él y sacándole del agua, de ver por la rejuela tanta majestad estuvieron muy maravillados, los cuales determinaron de llevarle a un rico monasterio de monjas, que de allí muy cerquita estaba. Así que, llevado y quitada la tabla de encima, y leída la plancha, como la mirase y tentase el pulso el más sagaz y sapientísimo de todos, conoció que no era muerta aquella mujer. Por donde mandó de presto que la sacasen del ataúd y la pusiesen encima de una alfombra, y que le hiciesen grandísimo fuego a los lados para que las venas se le escalentasen y la sangre volviese en sí y diese virtud a los espíritus vitales. Hecho esto mandó luego que le aderezasen un lecho muy bien compuesto; y de allí a poco rato, la hizo despojar de sus ricos vestidos; y desnuda como su madre la parió, en él acostada, con ciertos ungüentos escalentados, con aceites de mucha virtud y fragancia, la empezó de ungir por todo su cuerpo. Con esto, a cabo de rato, tornando en sí la Reina empezó de abrir los ojos; y, reconociéndose, dijo, enderezando las palabras al médico que la estaba ungiendo:

—Di, hombre atrevido, ¿quién te dio a ti tanta licencia para que mi real persona tocases? Digno eres de ser gravísimamente castigado.

—Antes no —respondió el médico—, sino de Vuestra Real Alteza gratificado, habiéndole restituido la vida.

En esto, la prioresa y todas las monjas que estaban presentes, la consolaron y la dieron muchas sustancias que aparejadas le tenían; y la manifestaron de la suerte que aquellos médicos la habían hallado a la marina. Y dándole la plancha para que viese lo que en ella se contenía, vista, mandó luego que los quinientos ducados se diesen a los médicos, y los otros fuesen para el monasterio, y que sus ricos vestidos y corona real guardasen; y que su determinación era, si servidas eran, de quedarse y hacer vida con ellas, hasta que Dios fuese servido y su marido supiese de ella. Cuanto mandó las monjas, vista la presente, lo cumplieron, agradeciéndole mucho su voluntad en querer quedarse en su compañía, y que la aceptaban por señora en el monasterio, y mandadora de aquella santa casa.

Prosiguiendo su navegación el rey Apolonio, vino a tomar puerto, en breves días, en Tarcia, adonde no consintió que le hiciesen ningún recibimiento, sino que, muy en secreto, encargó carísimamente a Heliato su hija con el ama que la criaba, que era la mujer del pescador, dejando copia de dineros y joyas para que fuese enseñada, así en letras como en todo género de música, llamándola Politania, y volviéndose a embarcar, por sus jornadas contadas llegó a la ciudad de Antioquía. Y allí no pudo excusar que no le hiciesen, como nuevo poseedor y señor del reino, grandísimas fiestas y regocijos. Y fue coronado por Rey, y entregada toda la recámara y tesoro del rey Antíoco y de la infanta Safirea; a donde se detuvo forzosamente casi doce años en hacer justicia, reconocer sus fortalezas, y arreglar la república, y acrecentar sus huestes y naves y galeras, para ir por mar y tierra contra Tiro.

En este entretenimiento habíase criado Politania en bajos y honestos vestidos, en compañía del ama, la más hermosa y agraciada hembra que se pudiese hallar en toda Tarcia, penetrando en letras y en música muy admirablemente, juntamente con Lucina, hija de Heliato y Dionisia, su mujer. Y por haberse criado juntas estas doncellas, de los más del pueblo eran tenidas por hermanas, y por tal se tenían ellas. El ama, de ver que en tanto tiempo ningunas nuevas habían sabido del rey Apolonio, de pura imaginación que fuese muerto, cayó mala, y viéndose ya para morir llamó a Politania para darle su bendición y despedirse de ella; y besándola por dos o tres veces en el rostro, con abundantísimas lágrimas, le dijo:

—Oye bien mis palabras, amada hija mía Politania, y en tu corazón las conserva. Dime, ¿quién piensas que es tu padre y madre?

Respondiéndole:

—Señora, ¿quién ha de ser mi padre, sino Heliato, y mi madre Dionisia, a quien hasta el día de hoy he obedecido y reverenciado?

Entonces, con un entrañable suspiro, le dijo el ama:

—¡Ay, hija, cuán engañada vives! Has de saber que tu padre es el rey Apolonio, y tu madre Silvania, hija del Rey de Pentopolitania, que por eso te pusieron ese nombre que tienes. Y en tu nacimiento murió tu madre en una nave que venía, y puesta en un ataúd, con riquísimas joyas, fue echada en la mar; y tu padre pasó por aquí con grandísima flota a recobrar su principado de Tiro, habrá sus doce años, dejándonos encomendadas a este honrado senador llamado Heliato, so cuyo dominio hemos estado hasta el día de hoy. Todo esto te he descubierto, hija, para que te tengas en reputación de cuya prosapia desciendes, y estés sobre aviso que si después de mi muerte te sobreviniese algún infortunio en desacato y deshonra de tu persona, que desciendas de presto a la plaza, adonde hallarás una estatua riquísima de mármol dorada, que es la misma figura de tu padre, que los senadores de esta ciudad le hicieron por cierto socorro que les hizo, y te abraces con ella dando voces y diciendo: «¡Señores, catad que soy hija de quien es esta estatua!» Los ciudadanos no puede ser menos que, conociendo el beneficio de tu padre, no te favorezcan.

Y acabadas de decir semejantes palabras, dio el ama el espíritu a Dios, y Politania infinitísimas lágrimas por sus rubicundos ojos; la cual fue enterrada con mucha honra en un rico sepulcro, y de Politania con mil ofrendas y sacrificios de cada día visitado.

Y como fuese alabada su hermosura por su buena plática y conversación de algunas señoras del pueblo, y Lucina vituperada, concibió Dionisia tan gran odio contra Politania, que de noche ni de día no pensaba sino de qué manera le podría dar la muerte. En fin, que para efectuar su mal pensamiento tomó un esclavo que tenía, llamado Estrangulo, no estando Heliato en la ciudad, y púsole una mañana en su cámara, diciéndole:

—Mira, si tú, cuando fueres con Politania al sepulcro de su ama, al pasar del puente le dieres tal rempujón que caiga en el río, y fenezcan allí sus días, yo te doy fe y palabra de hacerte que seas franco.

Prometiéndoselo el esclavo, se fue. Lucina, como aún no se era levantada, y, por bajo que se lo dijo, alcanzó a entender el negocio, levantose disimuladamente, y por el amor que le tenía a Politania le descubrió lo sobredicho, rogándole que por la vida no descubriese quién se lo había descubierto, y que dejase de salir de casa si quería tener segura la vida.

Alcanzando ya por este aviso Politania la mala voluntad que Dionisia la tenía, y que ninguna cosa de bueno se podía ya esperar de ella, aprovechose del consejo del ama, y es que, saliendo acompañada con el esclavo, antes de llegar al puente, habiendo de pasar por la plaza, estando en derecho de la estatua de su padre, se abrazó con ella, diciendo:

—¡Oh, ilustres ciudadanos! Sabed que soy hija de quien es la estatua presente, y soy condenada a muerte injustamente si vosotros no me socorréis!

Oyendo semejante novedad, acudieron hacia ella mucha de la gente que en la plaza habitaba, y principalmente un senador llamado Teófilo, viendo que el esclavo huía, mandó que lo prendiesen, y trayéndoselo delante, le dijo:

—Dime, doncella, ¿a quién representa esa estatua, para que tú tengas osadía de decir que es la estatua de tu padre?

Respondió:

—Al rey Apolonio, del cual sin duda soy hija, y he sabido, por providencia de Dios, que por manos de ese esclavo que tenéis preso había de morir a mala muerte. En esto, juntó con ella Teófilo, diciendo:

—Deja, hija, de hoy más de abrazarte con la estatua de tu padre, que nosotros te favoreceremos con tu justicia. Ven conmigo.

Y llevada delante los senadores, y presupuesta la causa y confesando el esclavo la verdad, enviaron por Heliato, el cual atestiguó que era hija del rey Apolonio, que se la dejó encomendada cuando por allí con su armada pasó; y que, en cuanto al insulto del esclavo, que él ninguna cosa sabía. Y así lo confesó el esclavo, sino que Dionisia su mujer le había inducido que matase a Politania, prometiéndole libertad. Oídas las partes, los senadores al esclavo mandaron dar cien azotes de muerte, y Dionisia que fuese desterrada por seis años de la ciudad, y depositaron a Politania en poder de Teófilo para que la tuviese en aquel estado que merecía.

Estando Politania en poder de Teófilo, enamorose de ella un hijo suyo, dicho Serafino. Y compitiendo en su pecho el amor y la majestad de ella, vivía con grandísima desconfianza de poder gozar de sus amores, en tanto que la osadía le dio un remedio para menoscabo de sus tiernos años, y fue que, como Teófilo tuviese, riberas de la mar, ciertas granjas y casería, para poderse en ella holgar algunos días, ordenó con su mujer, para dar algún pasatiempo y recreo a Politania, de irse con todos los de su casa en semejante lugar. Idos, Serafino, secretamente, concertó con unos amigos suyos pescadores que disfrazados con máscaras entrasen en la casería de su padre y se llevasen a Politania. Dicho y hecho semejante caso, embarcáronse todos con ella en un batel que tenían aparejado y navegando a remo y vela valerosísimamente para llegar a cierta isla que tenían concertado, encontraron con dos fustas de cosarios, donde les fue forzado defenderse por no ser cautivos. Y de tal manera pelearon que todos fueron muertos y echados en la mar, sino tan solamente Politania, que de verla tan hermosa era grandísima la competencia entre ellos por quien gozaría primero de su hermosura; y de otra parte era gran lástima de oír las rogarias que llorando Politania les hacía, con que no violasen su persona, porque había prometido a Dios castidad. Y así determinaron, convencidos de sus lágrimas, por quitarse de contienda, de conceder a sus ruegos y de venderla por esclava. Y con esta determinación hicieron su viaje a la ciudad de Éfeso.

Teófilo, amargo y congojoso de ver el osado atrevimiento que habían tenido en llevarle a Politania de dentro de su casería, hizo grandísimas diligencias y pesquisas por saber quién podían ser los tan desvergonzados y atrevidos. No faltó quien le dijo que su hijo Serafino había urdido y tramado tan estupendo caso. Airado mucho más en extremo grado, pidiendo auxilio y favor a los otros senadores, despidió barcas y bajeles por la mar adelante, porque fuese preso y traído a Tarcia; y él, con mucha gente de caballo, empezó a seguir la costa de mar. Y siguiéndola, hallaron en la arena tendidos, que el agua los había echado, a dos pescadores heridos y muertos, y más adelante a su hijo Serafino, y el batel sin remo ni nada, que las despedidas barcas lo habían topado en alta mar. Maravillados de lo que podía ser aquello, vinieron a considerar que habrían peleado con algunos contrarios y los habían maltratado de aquella suerte, y por bien que buscaron a Politania por dos o tres días, como no la hallasen, presumiendo que también era fallecida como los otros, con determinación y consejo del pueblo hicieron una sepultura de mármol, abierta a los pies de la estatua del rey Apolonio, y Politania de la misma piedra, muy naturalmente esculpida, como que salía de ella, y se abrazaba con su padre, con este letrero que decía:


Si Politania murió,
su desdicha, muerte o gloria
viva está en nuestra memoria.


Los cosarios, tomando puerto sobre seguro en Éfeso, después de muchas cosas que traían para vender, sacaron y dieron en poder de corredor a Politania, para que fuese vendida por esclava a quien más daría por ella. Y de ver su gentileza, codicioso Lenio, rico mesonero de la Putería, porque le hubiese de ganar con otras mujeres, dijo de tal suerte en ella que hubo de quedar en su poder. Librada, pues, Politania por esclava de Lenio, y traída a su casa, como le diese relación a qué propósito y fin la había comprado, postrósele a sus pies con entrañables lágrimas llorando, que mirase por amor de Dios que era doncella y que había prometido castidad, que en tan vituperable y deshonesto lugar no fuese puesta; y que justa su conciencia lo que le podía ganar cada día en tan sucio ejercicio tasase, que ella se obligaba de ganárselo con otras virtuosas habilidades que sabía, con que le comprase una guitarrilla y sonajas, y le mandase cortar un sayuelo y zaragüelles de diversas colores, al uso truhanesco. Contento Lenio y convencido de sus lágrimas, le cortó sayuelo y zaragüelles, comprándole los instrumentos que pedía, y de esta suerte, como tuviese linda voz y fuese destrísima en la música, a todo el pueblo era muy acepta y agradable, y entre caballeros y gentileshombres llamada «la Truhanilla», acudiendo con lo que tasado le tenía su amo Lenio.

Pasados catorce o quince años en que ya el rey Apolonio hubo en este tiempo alcanzado de ser Rey de Antioquía, y conquistado su reino de Tiro de poder de Taliarca, castigando los rebeldes, dejó por visorrey de la tierra a su camarero juntamente con su mujer, que era el bañador que arriba dijimos; y se embarcó con sus naves y galeras, endrezando su camino para Antioquía; y tomando allí puerto, fue muy bien recibido, adonde depositó por visorrey al pescador, prometiéndole de enviar a su mujer, que en Tarcia por ama de su hija Politania había quedado. Y, así, se despidió de Antioquía, llegando a Tarcia con su flota, adonde de los senadores fue realmente hospedado. Y antes que de su hija pidiese, de los más principales de ellos, cargados de luto, fue una noche visitado, y de Teófilo, medio llorando, narrada la muerte del ama y desdichado fin de su hija Politania y de su hijo Serafino; de la cual nueva el rey Apolonio recibió en extrema manera grandísimo enojo, tanto, que juró sobre su corona en todos los días de su vida no afeitarse la barba, ni quitarse el cabello, ni cortarse las uñas, ni vestir oro ni seda, ni oír cosa que de pasatiempo fuese. A los cuales suplicó que le mostrasen, para más satisfacción suya, en qué parte estaba enterrada su hija. Mostrándosela, las palabras lastimosas que decía abrazándose con el bulto de su hija Politania, que estaba hecho de mármol junto de su estatua, eran para romper las entrañas. A donde, consolándole lo mejor que pudieron, se retrajo en un oscuro aposento, mandándose cortar para él y a sus criados paños de luto, y entapizar su nave toda de negro. Y, en breves días, se embarcó para Pentopolitania. Y navegando, a cabo de días, levantose tan contrario viento, que hubieron de tomar, más por fuerza que por grado, puerto en la playa de Éfeso. Y como fuese de noche y viesen por los muros de la ciudad grandes luminarias encendidas, y sintiesen repicar campanas y otros diferentes instrumentos de músicas, viniendo a preguntar a cierto marinero de la playa la causa de tan sobrado regocijo, les respondió:

—Que aquello se hacía cada año en celebración y memoria del nacimiento de su príncipe Palimedo.

En oírlo el rey Apolonio, luego se retiró en el más oscuro retraimiento de la nave, dando licencia a todos sus capitanes que quisiesen salir en tierra, que saliesen, para haberse de holgar mucho enhorabuena, excepto sus criados; y que sin eso les mandaba, a pena de la vida, que ninguno fuese osado de entrar adonde él estaba sin que él primero no les llamase.

En esto, el marinero, espantado de ver tan grueso ejército, fuese corriendo a dar aviso a su príncipe Palimedo, el cual, pensando que fuesen algunos contrarios y enemigos suyos, tocando al arma, mandó poner a punto de guerra toda su gente y enviar sus espías, las cuales supieron y dieron noticia a su Príncipe que no era sino el rey Apolonio que la controversia de vientos le había traído en aquellas partes con toda su flota, y que no cumplía temer de ninguna cosa. Y así, por la mañana desembarcaron los capitanes y les salió a recibir el príncipe Palimedo con toda su honra que fue posible, y les rogó que fuesen aquel día sus convidados. Aceptando tan señaladas mercedes, con la cortesía acostumbrada, fue hecho el convite muy solemne y copioso. Sabiéndolo «la Truhanilla», no faltó en semejante fiesta, adonde tañendo y cantando, hizo maravillas sobremesa; y le valió aquel día más de docientos ducados que le estrenaron todos aquellos capitanes. Pues como fuesen alzados los manteles, y el príncipe Palimedo les preguntase la causa de la tristeza de su rey Apolonio, por extenso se la contaron, y de todos fue suplicado, que él en persona quisiese entrar en su nave, para ver si le podría dar algún alivio en su tan sobrada tristeza. Concediéndoles tan justa demanda, proveyó que a «la Truhanilla» de presto le cortasen riquísimos vestidos de seda y oro al uso y traje de truhanes, y aparejar con diversidad de manjares una cena real, y cabalgando con todos los capitanes y los más principales de la ciudad, vino a la playa, adonde todos se embarcaron para ver las naves y galeras; y el príncipe Palimedo, con tres caballeros suyos más privados, se entró en la nave del rey Apolonio, y saliéndole los pajes al encuentro, le preguntaron quién era o qué es lo que mandaba. Respondioles:

—Sabed, hermanos, que soy el príncipe Palimedo, señor de esta ciudad de Éfeso, y lo que mando es que entréis a vuestro rey Apolonio, haciéndole saber cómo vengo aquí para besarle las manos.

—¿Las manos, señor? —respondió el uno de ellos—. La vida nos costaría, si tal hiciésemos.

—¿Por qué? —dijo Palimedo.

—Porque señor nos tiene mandado que el primero que entrara en su aposento sin él llamarle, será condenado a muerte.

—Pues yo quiero ser el condenado —dijo el príncipe Palimedo.

Y alzando la antepuerta, como el rey Apolonio lo sintiese, dijo:

—¿Quién es el tan aborrecido de la vida, que así osa entrar en mi acatamiento sin yo llamarle?

Respondió el príncipe Palimedo:

—Es el que besa tus reales manos, y ruega al omnipotente Dios que te consuele, el Príncipe de Éfeso.

En esto alzose de donde estaba asentado el rey Apolonio, y con la debida cortesía le hizo asentar cabe sí, y después de muchas pláticas ya pasadas, le rogó el Príncipe muy encarecidamente que quisiese salir en tierra, para recibir una cena real que le tenía aparejada. El rey Apolonio se la desvió, diciendo que había jurado sobre su corona de no salir en tierra hasta llegar en Pentopolitania.

—Si es así —replicó el Príncipe—, Vuestra Alteza puede hacerme estas mercedes sin perjuicio de su juramento: y es que la quiera recibir aquí dentro de su nave, y esto no creo que se me puede negar en ninguna manera.

Viendo el Rey su tan entrañable voluntad, se lo concedió. Y despidiéndose de él, luego el Príncipe salido a tierra, proveyó que la cena buena y aparejada fuese puesta en la nave; advirtiendo a «la Truhanilla» que a la postre de la cena entrase cantando y tañendo alguna consolatoria canción aplicada para aquel Rey que estaba triste, que él le prometía, si en alguna cosa le contentaba, hacerla libre.

Con este preparatorio, venida la noche, y asentados el rey Apolonio y el príncipe Palimedo a la mesa, fue distribuida la cena por sus criados y gentileshombres con tan solemne concierto, que el Rey quedó más maravillado que contento. Y estando ya en el postrer servicio, entró «la Truhanilla» con sus sonajas de plata, muy agraciadamente, cantando y tañendo la presente canción, atribuida al rey Apolonio, diciendo así:


Canción

Alégrate, gran señor,
de lo que Dios manda, ordena;
cata que a veces la pena
vuelve en gozo muy mayor.

Lo que nosotros juzgamos
que nos es daño o desdén,
de allí a veces sale el bien
y el mal, del que más gozamos.

Da gracias al Hacedor,
si algún mal en ti disuena;
cata que a veces la pena
vuelve en gozo muy mayor.


Fue tan apacible y acepta esta canción al rey Apolonio que, mostrando algún contentamiento, le mandó dar cien escudos. Y, preguntándole de su estado y vida, y de qué nación era, dejó las sonajas, y tomando una guitarrilla, dio respuesta a su demanda cantando este romance:


Romance

En la tierra fui engendrada,
de dentro la mar nacida,
y en mi triste nacimiento
mi madre fue fallecida.
Echáronla por la mar
en un ataúd metida,
con ricas ropas, corona
como Reina esclarecida.
Después, para me criar,
en la Tarcia fui traída;
allí me dejó mi padre
en bajo traje vestida,
a un ama encomendada
por quien fuese sostenida,
y por manos de Heliato,
doctrinada y bien regida.
Siendo de catorce años,
que es edad lenta y florida,
el ama que me criara
murió, dejome afligida;
y Dionisia, la mujer
de Heliato, combatida
de envidia de verme hermosa
más que su hija querida,
concertó con un esclavo
que diese fin a mi vida;
y abrazada con la estatua,
que en la Tarcia está esculpida,
de mi padre, fui librada
de la muerte dolorida,
so el amparo de Teófilo
fui puesta y constituida.
Allí, ya que la fortuna
me tenía combatida,
el amor me combatió
sin causa de él conocida;
y es que Serafino, hijo
de Teófilo, perdida
la confianza de haberme
por mujer, por ser tenida
hija del Rey, me hurtó
estando en vergel metida.
En un batel me embarcaron
sin poder ser socorrida;
yendo la mar adelante
de cosarios fui prendida,
Serafino muerto, y todos
los de esta traición urdida;
después en Éfeso puesta
y por esclava vendida,
y de Lenio, el mesonero,
fui comprada y poseída.
Y aqueste es, señor, mi amo
al cual estoy ofrecida
darle cierta cuantidad
cada día; y si cumplida
no se la doy, ha de ser
mi virginidad perdida,
y puesto mi cuerpo en venta
con otras de mala vida.
Mira, magnánimo Rey,
en qué afán estoy metida.
Pues te he dado relación
de mi linaje y caída,
da remedio que no sea
en tal vicio sometida.


A todo este romance estuvo muy atento el rey Apolonio, y destilando casi algunas lágrimas por sus ojos, del gozo que iba concibiendo en venir a considerar que «la Truhanilla» aquella era su hija, acabado que hubo, preguntándole su nombre, y respondiendo que se llamaba Politania, se alzó con los brazos abiertos, y abrazándola, le dijo:

—Vos sois, sin duda, Politania, mi hija, a quien por muerta en mi pensamiento tenía.

Ella entonces, con profundísima humildad se le arrodilló delante, y le besó las manos, y él le dio su bendición, y suplicó al príncipe Palimedo que luego descendiese a la ciudad, para que le mandase cortar a su hija ropas de brocado, y apercibir riquísimas joyas, porque aquella noche quería que quedase en la nave con él, y que en la mañana le prometía desembarcar juntamente con ella, y pasear por la ciudad, pues Dios le había hecho tan señalada merced de cobrar su hija. El Príncipe, muy alegre, vuelto a la ciudad, hizo cortar las ropas aquella noche, y aderezar el día siguiente las joyas, y una hacanea blanca para Politania, y un valeroso caballo ricamente enjaezado para el rey Apolonio, y llamar a Lenio, el mesonero, para pagarle todo lo que le había costado «la Truhanilla»; y como no quisiese, le mandó con gran riguridad echar preso en la cárcel.

Viniendo, pues, a desembarcar el rey Apolonio con su hija Politania, muy ricamente aderezada, dispararon todos los bajeles a un tiempo la artillería, que no parecía sino hundirse la tierra; y puesta en su hacanea, y el Rey en el caballo, endrezando su vía hacia la ciudad, dispararon las trompetas y ministriles y atabales, que era gloria de oír y mirar el concierto y aderezo de los caballeros y capitanes, y más de la gente que acudía por ver a «la Truhanilla» en tanta majestad puesta. Y como esta nueva se extendiese entre la gente plebeya, que «la Truhanilla» era hija del rey Apolonio, llegaron estas nuevas al monasterio donde estaba su mujer la reina Silvania, la cual, del gozo concebido, en congregación de todas las monjas se fue al coro, adonde dieron gracias a Dios de la conservación de su hija y marido, y cantaron el Te Deum laudamus. Y de consejo de la Reina y de las más ancianas y sabias, enviaron un embajador, hombre de muchas letras y de grande autoridad, al príncipe Palimedo, suplicándole que les hiciese tan señalada merced en hacer venir al monasterio al rey Apolonio y a su hija Politania, para poder considerar y ver las maravillas de Dios. Venido el embajador a palacio, aguardó que hubiesen acabado de comer, y teniendo oportunidad, le suplicó al príncipe Palimedo lo que las devotas religiosas le habían suplicado. Y visto su tan buen deseo, le dio palabra que él trabajaría que visitasen aquella tan santa casa a la tardecita, cuando el sol fuese de caída.

Con tan buena respuesta, las monjas tuvieron por bien que la Reina no saliese a recibir al Rey, su marido, sino que se retrajese en su cámara, vistiéndose las ropas riquísimas que traía cuando la pusieron en el ataúd, y su corona de oro en la cabeza, y de allí no se moviese hasta en tanto que la prioresa entrase por ella. Con esta ordenación, viniendo el rey Apolonio y la infanta Politania y el príncipe Palimedo al monasterio, saliéronles a recibir las monjas, suplicándoles que tan solamente los tres en lo íntimo de la casa entrasen, por más honestidad de su religión. Concediendo a su demanda, entráronles con gran afabilidad en un cuadro que tenían muy aderezado y compuesto, adonde le dieron al rey Apolonio el parabién de haber hallado a su hija; y a ella abrazándola y besándola, que Dios la dotase de su bendita gracia. A cabo de rato sacaron tres platos, los dos de riquísima colación, y el uno con la plancha de plomo que hallaron en el ataúd de la Reina. Los de la colación dieron al Príncipe y a la Infanta, y el de la plancha al rey Apolonio. Y como el Rey la mirase y tuviese en sus manos, con los ojos medio llorosos, les dijo:

—Mejor colación que esta no me podíais dar, reverendísimas madres, y sabed que aunque me habéis lastimado con la demostración de esta plancha, de otra parte he recibido gran contentamiento en saber que tenéis aquí depositado el cuerpo de mi mujer. Lo que yo os ruego es que me lo mostréis.

En esto levantose la prioresa, diciendo:

—Por servir a Vuesa Real Alteza estamos prestas y aparejadas. Aguarde un tantico.

Y entrándose donde estaba la Reina muy hermosamente compuesta, la sacó en presencia del Rey. Y como el Rey la viese, casi fuera de sí, se alzó de donde estaba asentado, y se la fue a abrazar, con los brazos abiertos, diciendo:

—¡Oh, dulcísima y amada mujer mía! ¿Y es posible, descanso mío, que seáis vos, la que por muerta tenía?

—Yo soy —dijo la Reina—, a quien Dios por su infinita misericordia, ha hecho tantas mercedes, de aportarme a esta tan santa casa, y volver en vuestra compañía.

La infanta Politania, entendiendo que aquella era su madre, arrodillándose en tierra, le besó las manos, y la Reina la abrazó con muy sobrada alegría.

El príncipe Palimedo, viendo tan buena coyuntura para pedir lo que ya por muchos días en su corazón encerrado y oculto tenía, se arrodilló a los pies del rey Apolonio, suplicándole le diese a la infanta Politania por mujer. El rey Apolonio se lo prometió, dándole en dote el principado de Tiro y el reino de Antioquía, con tal que a las monjas les respondiese cada año mil ducados, por tiempo de diez años, en gratificación del servicio y compañía que le habían hecho a la Reina, su mujer. Y la Reina les dio la corona de oro que en la cabeza traía; y así, se despidió de todas, abrazándolas con abundantísimas lágrimas.

Salidos a cabalgar, como los criados y capitanes del rey Apolonio vieron salir aquella tan hermosa dama, reconociéndola, decían:

—¿Esta no es la Reina? Ella me parece.

Unos «no es», otros «sí es», en sentir y gozar de su apacible y dulce habla, y que el Rey, trayéndola de la mano, le ayudó a cabalgar en la hacanea de la Infanta, lo creyeron y estuvieron muy maravillados. Cabalgando el Rey, y el príncipe Palimedo con la infanta Politania a las ancas de su cuartago, vinieron a palacio, adonde era excesiva gloria ver con qué placer y contentamiento, de uno en uno, los criados se arrodillaban delante la Reina y le querían besar las manos; y ella, no consintiendo, les abrazaba, haciéndoles mil mercedes.

De allí a pocos días fueron ordenadas las bodas del príncipe Palimedo y la infanta Politania, con real preparatorio; en las cuales hubo gran sarao de damas, y danzas y regocijos, y máscaras y torneos. Y como a Lenio el mesonero, que en la cárcel estaba, llegase a su noticia que su esclava «la Truhanilla» era hija del rey Apolonio y que había casado con su Príncipe y señor, determinó en semejante regocijo de hacer una petición a la infanta Politania para que le alcanzase perdón del Príncipe, su marido, y fuese librado de la cárcel. Hecha y venida a manos de la infanta Politania, compadeciéndose de él, recaudó con el Príncipe, su marido, que le soltase; y sin eso, que le diese doblado precio de aquello que pagó a los cosarios por ella, y más los doscientos ducados que los capitanes le dieron, y los ciento que en la nave le dio su padre, pues que justamente eran todos de él, siendo aún esclava suya. Y para esto le hicieron venir delante de ella y se arrodilló y le besó las manos por tan sobradas mercedes como le había alcanzado.

Acabadas las fiestas tan solemnes de las bodas, determinándose de ir el rey Apolonio con la Reina su mujer, Silvania, con toda la flota, y a verse con el Rey, su suegro, que ya muy cansado de días estaba, y a regir y gobernar su reino, como era de razón, se despidió del príncipe Palimedo, su yerno, y de la infanta Politania, su hija, con mil sollozos y lágrimas paternales; los cuales los acompañaron con toda la caballería de la ciudad de Éfeso hasta el puerto. Pues al embarcar era de oír el estruendo de la artillería, y el ver jugar las banderas por el placer que concebían en recobrar la Reina que ya por muerta tenían. Embarcados, en breve tiempo llegaron en Pentopolitania, y allí el suegro les salió a recibir con grandísimo gozo por gozar de la vista de su yerno el rey Apolonio y de su hija tan amada, al cabo de veinte años que no los había visto. Y de esta tan sobrada alegría cayó malo y murió. Y quedó el rey Apolonio poseedor y rey universal de toda la Pentopolitania. Y nosotros algún tanto contentos de lo que en su apacible historia hemos oído.

Patraña docena

A un ciego de un retrete
hurtaron cierto dinero,
y a otro su compañero
diez ducados de un bonete.


Era un ciego tan avariento, que por su sobrada mezquindez iba solo por la ciudad, sin llevar mozo que le guiase, y al comer, comía donde le tomaba la hambre, por ahorrar de costa y no comer tanto; y para recogerse de noche, tenía alquilada una pobre casilla, en la cual a la noche, cuando se retraía, se encerraba en ella sin lumbre, como aquel que no la había menester; y cerradas las puertas, desenvainaba de una espadilla corta que tenía, y por reconocer si había alguno, daba cuchilladas y estocadas por los rincones y bajo de la cama, diciendo:

—¡Ladrones, bellacos, esperad, aguardad! ¿Ahí estáis?

Y viendo que no había nadie, sacaba de una cajuela que tenía un talegón de reales, y hacía reseña por retozar y regocijarse con ellos, y ver si le faltaba alguno. Tantas veces continuaba este avaricioso ejercicio, que hubo de ello sentimiento un vecino suyo, el cual hizo un agujero en la pared para ver lo que podía ser aquello de dar cuchilladas por casa; y como viniese la noche y el ciego siguiese su necia y acostumbrada costumbre de acuchillar en el aire, y él no pudiese ver ninguna cosa, a causa que estaba a oscuras, estúvose quedo y escuchando, y a cabo de rato sintió contar reales, y después cerrar una cajita. Por lo cual, determinó por la mañana, no estando el ciego en casa, de entrar por el terrado y hurtarle los dineros. Quitados que se los hubo, la noche venidera estuvo acechando por ver lo que haría el ciego.

Pues, como los hallase menos, maldecíase, y quejábase de su mala suerte, diciendo:

—¡Ay, dineros míos de mi corazón!, ¿y dónde estáis vosotros ahora? Habiéndoos ganado en oraciones, por lo cual os llamaba benditos, no habíais de sufrir que me maldijese.

En que con estas quejas y otras se acostó en su cama. Levantándose por la mañana, al salir de casa el ladrón fuele detrás por ver si se iba a quejar a la justicia, y vio que encontró con otro ciego que era su compadre, y contándole cómo le habían hurtado los dineros, respondió:

—¡Osadas, compadre, que no me los hurten a mí como a vos!

Dijo el otro:

—¿Por qué?

Respondió:

—Porque los traigo conmigo.

Y en oír que el ciego decía que los traía consigo, juntó más con ellos el ladrón para oírlo mejor. El otro, importunándole que le dijese dónde, díjole:

—Compadre, habéis de saber que los llevo en el aforro de mi bonete.

No lo hubo acabado de decir, cuando el ladrón apañó del bonete y dio de huir. El ciego, en sentir que le quitaron el bonete, apañó del otro ciego, diciendo que le volviese su bonete que le había hurtado. El otro, diciendo que mentía, sobre esto vinieron a tal competencia que se dieron de palos, y el ladrón se fue con los dineros de los dos ciegos.

Patraña trecena

Una niña a Feliciano
hurtaron, y él en persona
de boca de una leona
cobró otra por su mano.


Feliciano, hombre de mucha autoridad y dotado de los bienes de fortuna, teniendo una hija de teta, que le criaban fuera de la ciudad, se la hurtó un hermano suyo pobre, y la echó a dos leguas de despoblado entre unas zarzas, por respecto que, si aquella niña vivía, era imposible heredar los bienes de Feliciano.

Quiso Dios que yendo Erasístrato, riquísimo labrador, a su majada, sintió llorar la dicha niña; por donde hallándola, la llevó a su mujer, la cual criaba otra niña de la misma edad, y le puso por nombre Zarcina, pues entre zarzas la halló su marido.

Feliciano, por bien que hizo sus diligencias, por ninguna vía pudo hallar ni descubrir rastro de su hija, sino que a cabo de tiempo, parió su mujer, Roselia, un hijo, del cual parto murió; y quedando el hijo le puso por nombre Roselio, el mismo nombre de la madre. Y como el hermano que pretendía heredar lo supiese, de puro enojo, de allí a pocos días murió. Quedando viudo Feliciano, dándose a caza de monte, siguiose que un día, como la mujer de Erasístrato tuviese a la puerta de la majada su hija propia encima de un poyo y la niña adoptiva en sus pechos, vino una leona recién parida, y en verla dio de huir, y la leona apañó de su hija; del cual espanto de allí a pocos días murió.

Feliciano, habiendo salido a caza, encontrando con la leona, de golpe de escopeta la hizo quedar a mal de su grado. Pensando que llevaba algún animal muerto atravesado en su boca, y juntando con ella, vio que era una niña muy hermosa; el cual la llevó a su posada; y por haberla tomado de la boca de la leona, la puso por nombre Leonarda. Así que trastocados de hijas los padres, que el uno tiene la del otro sin saberlo, siendo de edad proporcionada ya para haberlas de casar, Erasístrato vínose a su casa propia, que tenía dentro de la ciudad; y como Roselio viese a Zarcina, se enamoró de ella, en tanto que escondidamente se dieron palabra de casarse el uno con el otro. Viniendo a noticia de Feliciano, tomó a su hijo Roselio, notificándole que si tal cosa había pasado, que se hubiese prometido con Zarcina, que le desheredaría de todos sus bienes. Negándoselo Roselio, dijo Feliciano:

—Ahora te conviene, pues, hijo mío, que te cases con Leonarda, y hacerte he donación de todas mis posesiones; y esto es lo que a ti cumple, y a mi honra.

Otorgándoselo Roselio, fue casado con Leonarda.

Sabiendo esto Zarcina, dio parte a Erasístrato cómo Roselio estaba prometido con ella antes que se casase con Leonarda. Viniendo Erasístrato a dar parte de lo que pasara a Feliciano, por jamás le quiso creer, sino que desabridamente le envió de su casa. Pero el buen viejo de Erasístrato púsolo por justicia, y visto el pleito mal parado, determinó Feliciano de enviar a su hijo en Macedonia. Llegado, tomó amistad con un gentilhombre dicho Corineo, el cual, teniendo amores secretos con madama Crisolora, mujer de Triburcio, rico ciudadano, le dio parte de ellos y despendía por su respeto liberalmente. Feliciano, importunado de Leonarda y también por apremiarle de su demasiado despender, tuvo por bien de enviarle a llamar. Venido en saberlo Erasístrato, dio aviso a Feliciano cómo el proceso contra Roselio tenía cerrado, y que lo quería enviar a la corte, que procurase de defenderlo.

En este intermedio sucedió que fueron descubiertos los amores de Corineo por un pariente de madama Crisolora, al cual desafió en campo, acusándole de mal caballero y a ella de adúltera. Aceptándolo Corineo, por defensión de la dama, escogió el tiempo y su contrario las armas, y pensando que era falsa su querella, descubriose a un grande amigo suyo nigromante por ver qué remedio le podía dar para que saliese con su honra; el cual le respondió, que si tenía algún amigo que entrase por él en batalla, que él le remediaría de presto. Diciendo que sí, el cual era Roselio, viniéronse los dos en breve tiempo a casa de Feliciano. Recibidos por Roselio, y sabido a lo que venían, fue muy contento de aceptar el desafío, por donde les hizo honroso recibimiento en su casa.

Venido el día de su partida, el nigromante les mandó que se trastocasen los vestidos, y él después, con su arte mágica, les trastrocó los gestos, de tal manera, que Roselio parecía Corineo, y Corineo Roselio. Estando ya trastocados, dijo Roselio a Corineo:

—Pues ves, amigo, en qué riesgo de perder la vida me pongo por sacarte de afrenta, es menester que me saques tú de otra; y es que en días pasados di fe y palabra de casarme con Zarcina, hija adoptiva de un rico labrador, llamado Erasístrato. Y porque sé que, de hora en hora, está aguardando el proceso para que me haya de casar con ella, te suplico que si te tomaren por mí concedas en el matrimonio; pues que de su parte ni de la mía, no pienso que puedes perder, hermano mío, ninguna cosa.

Contento, despidiose Roselio de su padre Feliciano y de su mujer Leonarda, y fuese con el nigromante a Macedonia.

Pues como quedase Corineo en cuenta de Roselio en casa de Feliciano, para mejor guardar la lealtad a su amigo, al punto que se acostaba con Leonarda, desenvainaba de su espada, y la ponía entre los dos en medio de la cama. Admirada ella de tal novedad, fuelo a decir a Feliciano. Pues como Feliciano le diese reprensión por ello y a qué respeto hacía semejante extrañeza, respondió que era por causa de un voto que había ofrecido a Dios cuando vino de Macedonia, y que no se fatigase que muy presto lo habría cumplido. Estando el negocio de esta manera, llegó el proceso de la corte contra Roselio, mandando que, vista la presente, se casase con Zarcina, o, si no, que le cortasen la cabeza. Presentado por Erasístrato delante del juez, proveyó con un alguacil que fuese preso. Yendo Erasístrato con el alguacil, encontraron a Corineo que iba con un paje; y preso, diole parte el alguacil de lo que pasaba; a lo cual respondió Corineo que mirase lo que quería Erasístrato de él, que él estaba presto a lo que mandase, porque a Leonarda él juraba a los cuatro Evangelios que no la tenía por mujer, ni a ella en todos los días de su vida se había juntado. Entonces, dijo Erasístrato que pues así era lo llevase a su posada, y con auto de notario y buenos testigos se desposase con Zarcina. Contentos, fueron su camino.

A cabo de días, no fue hecho esto tan secreto que Leonarda lo vino a saber, y Roselio llegó de Macedonia, habiendo vencido al contrario de Corineo. Restituido en su propio rostro, y asimismo Corineo, con la ciencia y sutileza del nigromante; y tocando a su puerta sintió cómo reñían con su amigo Corineo, su padre Feliciano y su mujer, sobre el casamiento de Zarcina. Y, maravillándose de verle en otro gesto, entró Roselio dándose a conocer. Y, declarándoles la siguiente maraña, y a qué respecto se había hecho aquello, y notificando a Corineo que estaba fuera de trabajo, se vinieron a abrazar; y asimismo le dijo Corineo cómo se había desposado con Zarcina. Maravillados de tal caso, dijo Roselio:

—Señor padre, con esto que habréis oído pienso que serán acabados todos nuestros pleitos y satisfecho cumplidamente Erasístrato.

Respondió Feliciano:

—Por mí contento soy, hijo, pero, porque más sanamente seamos todos satisfechos, llamen a Erasístrato.

Llamado, dándole parte cumplidamente de todo lo que pasaba, y por abonarle tanto a Corineo y evitar pendencias, fue contento el bueno de Erasístrato, replicando que se tuviese por dichoso Corineo de haberse casado con Zarcina, porque según sus tratos y condiciones mostraba ser de linaje. Oyendo esto Feliciano, dijo:

—¡Cómo!, ¿no es vuestra hija?

Respondiendo Erasístrato que no, preguntole de qué suerte vino en su poder. Habiéndoselo contado, pidiole si los pañales en que iba envuelta la niña se podían ver. Diciendo que sí, rogole que fuese por ellos, y juntamente trajese a Zarcina.

Traídos, vino a conocer por ellos que Zarcina era su hija, y abrazándola, le dio su bendición. Erasístrato, de ver y oír tan extraño caso, lloraba de sus ojos, diciendo:

—¡Así pluguiese a Dios, señor Feliciano, que yo hallase una hija que perdí! Pero, es por demás lo que digo, que sus tiernecitas carnes fueron vianda de ferocísimos animales.

Preguntándole de qué manera, contó Erasístrato cómo una leona se la llevó de su majada, del cual espanto fue muerta su mujer. Dijo entonces Feliciano:

—¿Qué señas me daréis vos de ella?

Respondió:

—Señor, una águila de oro que llevaba en el cuello.

Díjole Feliciano:

—Mirad si es esa que lleva Leonarda en sus pechos.

Mirándola y respondiendo que sí, dijo Feliciano:

—Pues también es ella vuestra hija.

Abrazado el honrado viejo con Leonarda, diole su bendición, y preguntándole que le contase el venturoso suceso de venir en su poder, se lo contó: cómo saliendo a caza encontró con la leona, y de un golpe de escopeta, la mató, y por tomar la niña de su boca la llamó Leonarda. En esto, Corineo vino a descubrirse cómo era hijo de Erasístrato, que habían pasado diez años que no le había visto.

Así que, todos alegres y regocijados, ordenaron las bodas y fueron casados hermano y hermana con otro hermano y hermana, y vivieron honradamente a servicio de Dios.

De este cuento pasado hay hecha comedia, que se llama La Feliciana.

Patraña catorcena

A un muy honrado abad
sin doblez, sabio, sincero,
le sacó su cocinero
de una gran necesidad.


Queriendo cierto Rey quitar el abadiado a un muy honrado abad y dar a otro, por ciertos revolvedores, llamole y díjole:

—Reverendo padre, porque soy informado que no sois tan docto cual conviene y el estado vuestro requiere, por pacificación de mi reino y descargo de mi conciencia, os quiero preguntar tres preguntas, las cuales, si por vos me son declaradas, haréis dos cosas: la una, hacer que queden mentirosas las personas que tal os han levantado; la otra, que os confirmaré para toda vuestra vida el abadiado; Y si no, habréis que perdonar.

A lo cual respondió el abad:

—Diga Vuestra Alteza, que yo haré toda mi posibilidad de haberlas de declarar.

—Pues, ¡sus! —dijo el Rey—. La primera que quiero que me declaréis es que me digáis yo cuánto valgo; y la segunda, que adónde está el medio del mundo; y la tercera, qué es lo que yo pienso. Y porque no penséis que os quiero apremiar que me las declaréis de improviso, andad, que un mes os doy de tiempo para pensar en ello.

Vuelto el abad a su monasterio, por bien que miró sus libros y diversos autores, por jamás halló para las tres preguntas respuesta que suficiente fuese. Con esta imaginación, como fuese por el monasterio argumentando entre sí mismo muy elevado, díjole un día su cocinero:

—¿Qué es lo que tiene su paternidad?

Celándoselo el abad, tornó a replicar el cocinero, diciendo:

—No deje de decírmelo, señor, porque a veces, debajo de ruin capa yace buen bebedor; y las chicas piedras suelen mover las grandes carretas.

Tanto se lo importunó que se lo hubo de decir. Dicho, dijo el cocinero:

—Vuestra paternidad haga una cosa; y es que me preste sus ropas, y rapareme esta barba, y como le semejo algún tanto, y vaya de par de noche en la presencia del Rey, no se dará acato del engaño. Así que, teniéndome por su paternidad, yo le prometo de sacarle de trabajo, a fe de quien soy.

Concediéndoselo el abad, vistiose vuestro cocinero de sus ropas, y con su criado detrás, con toda aquella ceremonia que convenía, vino en presencia del Rey. El Rey, como le vio, hízole asentar cabe sí, diciendo:

—Pues, ¿qué hay de nuevo, abad?

Respondió el cocinero:

—Vengo delante de Vuestra Alteza para satisfacer por mi honra.

—¿Así? —dijo el Rey—. Veamos qué respuestas traéis a mis tres preguntas.

Respondió el cocinero:

—Primeramente, a lo que me preguntó Vuestra Alteza que cuánto valía, digo que vale veintinueve dineros, porque Cristo valió treinta. Lo segundo, que dónde está el medio del mundo, es a donde tiene su Alteza los pies; la causa que como sea redondo como bola, adonde pusieren el pie es el medio de él; y esto no se me puede negar. Lo tercero, que dice Vuestra Alteza que diga qué es lo que piensa, es que cree hablar con el abad, y está hablando con su cocinero.

Admirado el Rey de esto, dijo:

—¿Que eso pasa en verdad?

Respondió:

—Sí, señor, que soy su cocinero; que para semejantes preguntas era yo suficiente, y no mi señor el abad.

Viendo el Rey la osadía y viveza del cocinero, no sólo le confirmó la abadía al abad para todos los días de su vida, pero hízole infinitísimas mercedes al cocinero.

Patraña quincena

Finea en haber perdido
casa, estado y pasatiempo,
Pedro se llamó, y por tiempo,
fue juez de su marido.


En la ciudad de Candía residía un rico y viudo mercader, dicho Herodiano, el cual tenía una hija llamada Finea, y por casarla a su contentamiento y honra, la dio por mujer a Casiodoro, mancebo también mercadante, natural de Ferrara, con cuantas riquezas y posesiones tenía, con tal pacto y condición, que le había de sustentar todos los días de su vida. Contento Casiodoro, y hechas sus bodas como a tales personas convenían, a cabo de tiempo se fue para Ferrara, a causa de reducir sus negocios con algunos mercaderes de su patria.

Pues, como se holgase Casiodoro entre sus parientes y amigos, y se alabase un día en lonja que había casado mucho a su contentamiento y con hermosa y buena mujer, respondió Falacio, otro mercader de Candía, que estaba presente:

—Calle, señor, que muchas veces la mujer es buena, por no tener quien la recueste.

Por entonces Casiodoro calló como prudente, y, despedidos todos de la conversación, tomó aparte a vuestro Falacio, y díjole:

—Señor, ¿a qué respecto quisiste poner mácula en mi mujer?

Respondió:

—Yo no la puse, por cierto. Pero por eso no me desdigo de lo dicho; y es que pondré a perder cien ducados, si recuestándola no le hago hacer lo que infinitísimas han hecho.

Casiodoro diciendo que no, y él que sí, vinieron a poner sobre esto sus apuestas, y a recibirlo por auto de notario.

Concertados los inocentísimos mercaderes, vista la presente, se partió Falacio para la ciudad de Candía; y llegado, púsose a pasear muy requebradamente por donde estaba Finea, la mujer de Casiodoro, infinitísimas veces. Y como la hallase tan honesta y retraída, que, por ninguna vía del mundo le pudiese hablar ni ver a la ventana, supo que una vieja, dicha Crispina, tenía entrada y salida en su casa; a la cual, por bien que le ofreció dinero y joyas, porque manifestase a Finea su pena nunca lo pudo acabar con ella. Viendo Falacio que por aquí ningún remedio tenía, volvió la hoja, y fue que le prometió diez ducados con que le diese algunas señales de su persona, y asimismo señas de la entrada y salida de su cámara y lecho. Crispina, codiciosa del dinero, estando un día espulgando a Finea, vio que tenía un lunar en las espaldas, del cual, sin haber sentimiento, le cortó ciertos cabellos, los cuales dio a Falacio, con las señas de su aposento y cama, recibiendo los diez ducados ofrecidos.

Falacio, con esto muy satisfecho y contento, se volvió a Ferrara, y dando a Casiodoro las señas de las entradas y salidas de su cámara, afirmó que había dormido con su mujer Finea, y que, por mayor verificación y testimonio le daba cabellos de su persona, que le había cortado de un lunar que tenía en las espaldas; los cuales, como los viese Casiodoro y abiertamente conociese que le decía verdad, estuvo un rato suspenso, sin poder hablar, y a la postre, dijo:

—Ahora conozco, señor Falacio, que hay en mujeres muy poco que fiar: yo he perdido en esta contienda dineros y honra; y, pues tan locamente la puse en riesgo de cien ducados, no tengo a quien culpar, sino a mí mismo. Lo que yo más le suplico de este negocio es que esté secreta esta demencia mía.

Y así le dio fe Falacio de tenerlo secreto.

Casiodoro, lo más presto que pudo, resumió sus tratos, y a cabo de días se embarcó para Candía, y en su pensamiento de continuo, iba imaginando si en llegando mataría o no mataría a su mujer; y, por el grande amor que le tenía, determinó de no matarla, sino de hacer lo que adelante se dirá. En fin, que llegado a Candía, le salió a recibir Herodiano su suegro y Finea su mujer, con aquella alegría que acostumbran a recibir las buenas y fieles mujeres a sus deseados maridos. Y con el mal concepto que tenía ya Casiodoro de su mujer en sus entrañas concebido, fingió un día, estando sobremesa delante de su suegro, que por haber alabado la bondad y hermosura de su mujer a ciertas parientas suyas, les había dado palabra del primer viaje que hiciese de llevarla a Ferrara, para que gozasen de su vista y conversación; y, por tanto, le suplicaba que de ello fuese contenta.

El suegro, vista su justa demanda, hizo que su hija se lo concediese. Para esto, en breve tiempo, aderezó Casiodoro su nave cargada de mercaderías, y embarcada su mujer en ella, hizo alzar vela, siguiendo su viaje. Ya que a doscientas millas estuvo, mandó a los marineros que tomasen tierra en una isla desierta, fingiendo que estaba deseoso de holgarse en ella; y así, desembarcó de la nave. Después de haber comido tan solamente él y su mujer, y debajo de un árbol, para descansar un poco se recostaron encima de una alfombra y almohada que de la nave mandó que sacase un criado suyo. No fue echada Finea tan presto, cuanto luego en un punto fue adormida. Casiodoro, cuan astutamente pudo, se levantó, dejándola durmiendo, y se embarcó, mandando alzar vela a los marineros a la vuelta de Ferrara, adonde despachadas sus mercaderías, se volvió para Candía, y dio a entender a su suegro que su hija Finea era muerta de cierta enfermedad que le tomó.

Volviendo a Finea, como se despertase y se viese sola debajo de aquel árbol asentada, empezó a decir:

—¡Ay, reina de los ángeles, madre de Dios y abogada mía, y de los tristes pecadores y desconsolados, no me desamparéis en este paso que me veo puesta! ¿En qué yerro soy caída, cuitada de mí, para que mi marido Casiodoro en este desierto me dejase?

Cansada la triste señora de lamentar y destilar lágrimas por sus rubicundos ojos, y trastear el bosque y orilla de la mar, se tornó a sentar de donde levantádose había; y, sacando fuerzas de flaqueza, sacó hilo y aguja y unas tijeras de un estuche que traía, y de la saya se cortó lo mejor que supo un capotenico y caperuza y zaragüelles, y dejando el traje femenil, se vistió en hábito de hombre, para mejor defensión de su castidad; y encomendándose al glorioso San Pedro, porque era su abogado, determinó llamarse de su nombre.

Pues, yendo el afligido Pedro —porque de aquí adelante así le llamaremos— por aquel desierto, determinando de buscar su ventura, caminó tres días y tres noches sin ver persona nacida, sustentándose de las hierbas que mejor gusto y sabor hallaba; y de continuo oraba y alzaba de rato en rato los ojos al cielo, pidiendo a Dios que usase con ella de misericordia. Y como a las buenas nunca Dios olvida ni desampara, estando en esto Pedro, vio asomar una navecilla, por donde, de presto puso en un palo una hazaleja, y alzándola en alto, hizo sus señas para que se llegase a tierra. Llegada, los pasajeros y patrón de ella preguntáronle qué era la causa que así tan solo iba por aquella isla despoblada; a los cuales respondió que había escapado de cierta nave, que había dado al través bien lejos de allí, y que les suplicaba, por amor de Dios, que lo llevasen a tierra firme. Contentos, recogieron a Pedro en la nave, la cual iba para el reino de Chipre, cargada de muy ricas mercaderías. Y siendo cerca del puerto, al punto que quisieron entrar en él, tomoles tan gran fortuna que les fue forzado de lanzar mucha ropa en la mar para poder salvarse. Entrados y desembarcadas sus mercaderías, era tanta la competencia que entre los mercaderes había sobre lo que había de perder cada uno, que hubieron de venir a juicio delante del Rey; y aun allí, no pudiéndose conformar en ninguna manera, dijo Pedro, porque sabía muy bien escribir y contar:

—Si manda Vuestra Alteza y me da licencia, yo trabajaré, con mi poco saber, de apaciguar estos señores de mercaderes.

Dada por el Rey, de presto y con gran facilidad, mostró a cada uno lo que había de perder, según la ropa que traía. Vista por los mercaderes tan clara y abiertamente la cuenta como les había mostrado, se fueron muy satisfechos. El Rey de Chipre, enamorado de la habilidad y presteza de Pedro, le dijo que si se quería asentar con él que se holgaría en extremo. A lo cual respondió Pedro: «que era muy contento y le besaba sus reales manos por tan señaladas mercedes».

Y así, el Rey lo recibió en su servicio y mandó que fuese su secretario real y contador mayor de todo su reino.

Dejemos ahora a Pedro con su buena ventura. Tornemos a Casiodoro, el cual, como pretendiese que Finea, su mujer, sería muerta en aquel desierto, empezó a dar de mala a su suegro Herodiano, negándole la sustentación prometida, y sobre esto vinieron a pleito; y ultra que le pedía Herodiano la sustentación suya, vínole a pedir también que le diese razón de su hija, porque él no creía que fuese muerta, como él le había dado a entender. Así que, dejando al suegro con el yerno en su pleito, porque ya los pleitos de sí son largos.

En este comedio, el Rey de la misma ciudad de Candía se partió con una nave a visitar la casa santa de Jerusalén, por haberlo en cierta enfermedad prometido. Pues, volviendo de este tan santo romeraje, vino a pasar por la ciudad de Chipre, adonde desembarcó, para holgarse algunos días. Y el Rey le hizo solemne recibimiento, y muchas galas y fiestas. En esto, como viese Pedro que tenía linda oportunidad para volver a su tierra, dijo al Rey de Candía cómo era su vasallo, y que le rogaba, por amor de Dios, cuando a lance le viniese, le suplicase al Rey de Chipre que se lo diese para su servicio. Prometiéndoselo, vino un día que, estando los dos reyes juntos, y el Rey de Chipre le alabase que tenía de su reino un criado llamado Pedro, muy hábil y experto en toda cosa, se lo pidió por merced para servicio de su real persona; a lo cual respondió el Rey de Chipre:

—Gran don me ha pedido Vuestra Alteza, pero no puedo dejar de otorgárselo, por más grande que fuese. Llámenle, y si él es contento, vaya mucho enhorabuena.

Llamado Pedro, y dada noticia de lo que pasaba, respondió:

—Merced me haría, y muy señalada, Vuestra Alteza, si tal licencia otorgarme quisiese, porque ya puede pensar que todo hombre naturalmente desea volver a su patria.

Viendo su voluntad, dióselo al Rey de Candía, dando a Pedro grandísimos dones. En esto, Pedro se arrodilló delante los reyes, besándoles las manos. Y de allí a pocos días el Rey de Candía aderezó su partida; y, embarcando juntamente con Pedro, después de haberse despedido del Rey de Chipre, siguió la nave su viaje; el cual fue tan bueno que en breve tiempo llegaron a Candía; y fue recibido el Rey de los suyos con aquella honra y acatamiento cual eran obligados y a tal señor pertenecía. A cabo de seis días murió el regente de su cancillería, por lo cual dio semejante dignidad a Pedro, y él la aceptó, en cuenta de grandes mercedes, dándole infinitísimas gracias por ello.

Pues, como Pedro fuese regente y por su sagacidad y prudencia hiciese grandes justicias, vínole la causa de su padre y marido entre manos. Venidos y comparecidos delante de él, y oída la petición de su padre Herodiano, que pedía a Casiodoro, su marido, la sustentación que le negaba, y más que le diese certificatoria en qué parte y de qué enfermedad era muerta su hija Finea, proveyó, vista la obligación, que Casiodoro le diese a Herodiano un tanto cada día para su sustentación, y que, vista la presente, le pagase lo que hasta allí debía; y también que dentro de cuatro meses le diese, por auto y testigos de fe y de creer, adónde y de qué enfermedad era muerta su mujer Finea.

Pasados que fueron los cuatro meses, como no diese razón de lo proveído Casiodoro, tornole a convenir Herodiano delante de Pedro el regente. Y visto por él la poca razón que daba ni tenía en semejante caso, mandó que lo prendiesen y pusiesen en la cárcel a Casiodoro. Puesto, viendo que por jamás en las confesiones había querido otorgar la verdad, mandó que le diesen tormento, fingiendo que tenía testigos recibidos contra él. Casiodoro, atemorizado de los tormentos, vista la presente, confesó toda la verdad, de cómo por haber alabado la bondad de su mujer y Falacio vituperado, diciendo que pondría cien ducados si no dormía con ella, y él haberlos puesto, y el otro ganado, determinó, por el mucho amor que le tenía, de no matarla, sino que la dejó en una isla desierta para que allí de hambre pereciese; y que aquello era sin falta la verdad de lo que le había acontecido con su mujer Finea. Oído por Pedro semejante caso, hizo que lo volviesen a la cárcel y luego mandó prender a Falacio, el cual, por sus tormentos, vino a otorgar que no había dormido con Finea, sino que por ganar los cien ducados había dado diez a Crispina, porque le dio señas de su persona y de su aposento y cama, con las cuales había ganado a Casiodoro. Admirado de esto Pedro, mandole poner en la prisión, y tomar a Crispina, la cual, habiendo confesado la verdad, hizo sentenciar, publicando su delito; y a Falacio dio por sentencia que restituyese los cien ducados y el interés de ellos según el tiempo que los había tenido, y más, que fuese desterrado perpetuamente de su patria.

Hecho todo esto, secretamente se hizo cortar riquísimas ropas de mujer, y mandó soltar a Casiodoro; y para un día señalado aderezó un magnífico y generoso convite, en el cual convidó al Rey, y a su padre Herodiano y a su marido Casiodoro. Y después de haber comido, suplicándoles que se aguardasen un poco, se entró en su retrete, adonde se aderezó de mujer como naturalmente lo era; y salida delante del Rey, y su padre y marido, mandando que todos los criados se saliesen fuera de la sala, se vino a descubrir cómo ella era Finea, hija de Herodiano y mujer de Casiodoro; y relató en presencia del Rey todo el suceso de sus trabajos acontecidos por respecto de la inocencia de su marido; y que, por haber llegado en aquel estado, daba muchas gracias a Dios y a su Alteza, y que, si servido era, aquel mismo le suplicaba que diese a su marido. El Rey, atónito y maravillado de semejante caso, fue contento, con tal condición, que no pudiese oír su marido ni determinar causa ninguna sin que primero no estuviese ella presente. Y le hizo, sin eso, de ver su bondad y fortaleza, infinitísimas mercedes. Y de esta suerte vivió honradamente Finea con su marido Casiodoro, con muchos alegres y prósperos años, en la ciudad de Candía.

De este cuento pasado hay hecha comedia, que se llama Eufemia.

Patraña dieciséis

Quiso Astiages, por su suerte,
del nieto ser homicida,
y Harpago, por darle vida,
a su hijo dio la muerte.


En la provincia de Media residía un rey valerosísimo y esforzado, llamado Astiages, el cual tenía una hija, dicha Mandane. Este rey, por diversas noches, soñó que por la parte natural de su hija veía nacer una vid con un sarmiento que cubría casi toda la Asia, para lo cual consultó todos los adivinos de su reino, los cuales le dijeron y declararon con sus interpretaciones, que su hija había de parir un niño que por tiempos sería rey, y le desprivaría del reino. Él, porque tal no fuese ni aconteciese, acordó de no casar a su hija Mandane con varón que fuese de linaje. Y así, vista la presente, la envió a Persia, para que casase con Cambises, hombre de mediano estado; mas con toda diligencia de continuo vivía receloso, y más cuando supo que estaba preñada; por lo cual mandó que fuese venida a su corte; y puesta en su íntimo palacio, le puso guardas para que le avisasen cuando el parto le tomase. Llegada la hora del parir, parió un muy hermoso niño, el cual mandó que Harpago, un criado suyo de quien mucho se fiaba, vista la presente, lo llevase fuera de la ciudad, y que sin redención ninguna lo matase. Harpago, tomado que hubo el infante, no lo quiso matar, por respecto que, si el Rey moría no quedase el reino sin heredero, sino que lo dio a un pastor suyo, para que en una selva desierta lo echase. Echado que fue, el pastor, viniendo a su aldea, halló a su mujer recién parida de un niño muerto; y de verla tan congojada, contó lo que le había acontecido con el nieto del Rey, y de cómo le dejaba en la selva desierta. En oírlo la mujer, tantos ruegos y sumisiones le hizo, que le indujo a que fuese por él. Ido, trájoselo; y, puesto en sus brazos, holgose tanto que, olvidado el dolor de su hijo perdido, rogaba a su marido que se lo dejase criar, que por ser hijo de quien era y nieto de rey, no podría ser sino muy bien gratificada.

El pastor, no consintiendo, dijo:

—¡Oh, mujer!, no querría que Harpago enviase a la selva a ver si he cumplido su mandamiento.

Conociendo que tenía razón su marido, quitole los paños reales que el niño traía, y púsoselos a su hijo muerto, y mandole llevar a la selva desierta que decía. Apenas lo hubo echado, cuando criados de parte del Rey vinieron para ver si el pastor había hecho lo que Harpago le había mandado, al cual dieron relación que lo habían hallado muerto en la selva.

Pues, criándose el infante en poder del pastor, púsole por nombre Ciro, porque Cira se llamaba su mujer. Siendo ya de edad de diez años, jugando con otros muchachos a un cierto juego que ellos concertaron, alzáronle por rey, y todos le obedecían y besaban las manos. Uno hubo, que no le quiso obedecer, por lo cual mandó que le azotasen. Fueron tales los azotes, que sabiéndolo el padre del muchacho se fue a quejar al rey Astiages, despojándoselo delante porque viese cuán mal parado estaba. El Rey, admirado de semejante caso, y notificado quién tal había hecho, mandó llamar al pastor, y al infante con él; y preguntando que quién le había dado tal licencia y atrevimiento de castigar de tal manera hijo de ninguno, respondió el infante con rostro sereno:

—Sepa Vuestra Alteza que yo ninguna culpa tengo de ello, porque, jugando, me alzaron y dieron dominio de rey, y juraron de obedecerme; y como este no quisiese hacer mi mandamiento, le mandé azotar, porque conociese qué cosa es ser desobediente a su rey. Y si de esto, señor, merezco pena alguna, aparejado estoy, como obediente vasallo, a lo que mandase.

Maravillado el Rey de cuán osada y concertadamente había propuesto su razón, estándole mirando en el rostro, vio que le parecía algún tanto retrato de su hija Mandane, y más cuando le vino a la memoria del sueño que soñado había, por lo cual dijo al pastor:

—¿Cúyo hijo es este muchacho?

Respondiendo que suyo, mandó que le diesen tormento hasta que dijese la verdad. El pastor, de miedo, entonces confesó todo lo que le había sucedido con el infante. Y confiriendo el Rey el tiempo del muchacho con el día que le mandara echar, conoció claramente ser su nieto, y que el sueño que los magos le habían declarado, que con haber sido rey de los muchachos, se había cumplido, y que de allí adelante podía vivir sin temor. Mas por eso no dejó de concebir gran odio contra Harpago, porque no había hecho su mandamiento de matar a su nieto. Y por vengarse de él, secretamente le mandó matar un hijo que tenía, y mandóselo guisar en diversos manjares; y dándoselo en la mesa, al mejor que estaba comiendo, preguntole si le sabía bien; respondiendo que sí, díjole:

—Pues tu hijo es el que comes, Harpago, y ese es el castigo que merecen los criados que no hacen lo que les manda su rey.

Fue tanto el dolor que Harpago en su ánimo concibió, que luego propuso, en cualquier manera que fuese, vengarse de su rey Astiages.

Pasaron algunos años con esta disimulación. Y el Rey, a cabo de días, envió a Ciro, su nieto, en Persia, adonde en ejercicios del arte militar se criaba; y hacía grandes proezas y hazañas; y tenía ganada la voluntad a todos por su buena crianza y afable conversación. Harpago, que de continuo en su pecho revolvía de qué modo poderse vengar, escribió una carta a Ciro, diciendo:

—Que se acordase de cómo su abuelo, el rey Astiages, en ser nacido le quería matar, y que él le dio la vida, y que por habérsela procurado, le había hecho matar a un solo hijo que tenía, y dado en manjar, y que por no poder oírle ni verle lo tenía desterrado de su corte; y si determinaba de poseer el reino, como de derecho le provenía, que allegase mucha gente de armas y viniese sobre Media, que él le prometía con todos los medos, cuando en campaña fuese, de pasarse a su parte.

Escrita esta carta, porque pudiese llevarla el portador de ella libre y seguramente, porque estaban los pasos todos tomados por el Rey, púsola dentro de una liebre, y al que la llevaba, en traje de cazador, con sus redes al cuello. Y así pasó de esta manera en Persia, y dio la carta en manos de Ciro. Vista su buena intención de Harpago, luego aderezó y allegó infinita infantería, y vino sobre el rey Astiages, su abuelo. El Rey, olvidado de la injuria que por su mano Harpago tenía recibida, diole el cargo de la batalla, para que saliese al encuentro de Ciro. Harpago, en verse con él, se pasó con todos los medos de su parte. Indignado el Rey de semejante traición, juntó muy gran hueste y vino sobre Ciro y Harpago; y llevándolos de vencida, a los soldados que iban huyendo salían las madres y sus mujeres al encuentro, que volviesen a la batalla; y viendo que no querían, alzándose las madres sus faldas y mostrando sus vergüenzas, a voces altas decían:

—¿Qué es esto? ¿Otra vez queréis entrar en los vientres de vuestras madres?

Los soldados de vergüenza de esto, volvieron a la batalla con grande ánimo, por donde fue preso el rey Astiages, y su campo roto, y vencida toda su gente. Y quedando Ciro por rey y señor, no le quitó otra cosa que el reino, y lo depositó en un castillo muy bien guardado, y repartió grandes dones con todos sus vasallos, e hizo muchas mercedes a su tan buen amigo Harpago. Y desde entonces feneció la monarquía de los medos, y pasola Ciro a los persas.

Patraña diecisiete

Julián, por ser cabido
y amado del rey de Tracia,
cupo a Estacio tal desgracia
que en carbón fue convertido.


El rey de Tracia, yendo un día a caza de monte, fue ausentado de los suyos por seguir acosadamente a un ciervo; donde hallándose solo en un áspero bosque, y la noche que venía con abundantísima agua, sonó por dos o tres veces su bocina; y viendo que no era oído de ninguno determinó de seguir por donde al caballo mejor le pareciese caminar. Con esta determinación, habiendo caminado un grandísimo rato, cerró la noche y perdió el tino; donde parándose en el desierto y mirando a todas partes, vio una lumbre muy lejos, a la cual encaminó su caballo; y llegando a donde la lumbre estaba, vio que era una majada, en la cual habitaban marido y mujer y un hijo llamado Julián, de edad de quince años. Y pidiendo si había posada, les suplicó que le acogiesen por amor de Dios aquella noche. Dijéronle que eran muy contentos. Descabalgado que hubo, el hijo Julián le descalzó las espuelas y tomó a cargo de pensar el caballo, el buen hombre de hacer fuego y enjugarle la ropa, y la mujer de guisarle de cenar.

Pues como estuviesen cenando, y el Rey viese a Julián cuán bien criado y servicial era, díjole al padre:

—Decidme, señor, ¿por qué tenéis este mozo aquí perdido? Dejadlo que vaya a ver el mundo algún poco de tiempo, que no puede perder nada por ello.

En esto respondió la madre, diciendo:

—No nos miente tal, por amor de Dios, señor, que ya una vez semonos quiso ir con una escobeta a la guerra, y de puras lágrimas mías le hice que se quedase.

Dijo entonces el Rey:

—Certifícoos, pues, padres honrados, que es mozo para servir delante de un rey; y si el rey de Tracia, vuestro señor, lo sabe, pasa peligro que no os lo pida para su servicio.

Respondió el padre:

—Calle, señor, que se quiere burlar de nosotros. Dejemos eso aparte, y vámonos a dormir, que es gran noche, y vuesa merced pienso yo que vendrá cansado.

Dijo el Rey:

—Tenéis razón, padre.

Y así, se fueron todos a dormir.

Venida la mañana, ya que esclarecer quería el alba, vierais venir, de pie y de caballo, en busca del Rey mucha gente; y como preguntasen a Julián, que estaba a la puerta de la majada, si había visto un caballero de esta y de esta suerte, y él respondiese que estaba durmiendo, entrados en su cámara, en verle, todos se arrodillaron delante de él, y besaron las manos de alegría y placer que concibieron por haberle hallado. Como Julián lo viese, fuelo a decir de presto a su padre y madre, que el huésped que habían hospedado era el rey de Tracia; por lo cual fueron corriendo a besarle las manos, y que les perdonase si no le habían hecho aquel acogimiento y honra que merecía. En esto, el Rey los alzó de tierra y los abrazó, suplicándoles que a su hijo Julián se lo diesen para su servicio. Contentos y dichosos por ello, le aderezaron de las mejores ropas que pudieron; y el rey de Tracia, despidiéndose de ellos, se fue para su ciudad, acompañado de todos sus caballeros.

A cabo de tiempo, por ser ya de muchos días Estacio, gentilhombre copero suyo, instituyó a Julián en su lugar. Pues, como viese Estacio que el Rey no se acordaba de él en darle otra dignidad, como pretendía, y que Julián privaba tanto en tan poco tiempo, de envidia que le tuvo ordenó una malicia; y fue que, tomando a Julián en puridad, le dijo:

—Mira, hermano, de esto que te quiero avisar no me lo debes de tomar a mal, sino agradecérmelo en grandísima manera, porque como eres novicio en el cargo que te ha dado el Rey, y mozo y no experimentado, caes en un grandísimo yerro en hablar rostro a rostro con el Rey; y le tienes, según yo he oído, amohinado, por hederte un poco la boca. Por eso, cuando hablases con él, desvía cuanto pudieses el aliento; y créeme.

Julián, con sanísimas entrañas y sin caer en malicia ninguna ni en algún engaño, cuando hablaba con el Rey desviaba cuanto era posible su rostro. Estacio, viendo que Julián hacía lo que él le tenía aconsejado, tomó al Rey en secreto, y díjole:

—Porque conozca Vuestra Alteza cuán poco hay que fiar en hijos de villanos, y que siempre tiran a su natural, esto muy claramente se ha mostrado en vuestro querido Julián.

El Rey, admirado de lo que podía ser aquello, le dijo:

—¿Cómo, qué es lo que ha hecho?

Respondió:

—Sabrá Vuestra Alteza que va publicando que le hiede la boca que no hay quien lo sufra. Pero, si no me cree, tenga mientes en ello, y verá cuando le sirve cómo desvía su rostro del de Vuestra Alteza.

Teniendo sentimiento el Rey de lo que Julián hacía y que Estacio le había enseñado, lo que él no se daba acato, vista la presente, determinó de hacerle matar. Y porque no le viese morir, por el amor que le tenía, fuese un día a holgar fuera de la ciudad, adonde unos leñateros solían hacer carbón, y apartándolos en secreto, les dijo:

—Mirad, buenos hombres, si mañana enviara aquí un criado mío que os diga: «¿Habéis hecho lo que el rey os ha mandado?», echádmelo vivo y calzado adonde soléis hacer el carbón, y muera allí, porque es cosa que me cumple.

Volviendo el Rey a su palacio, por la mañana dijo a Julián que fuese adonde hacían aquellos leñateros el carbón, y les dijese si habían hecho lo que el Rey les había mandado. Yendo Julián, como tenía de costumbre por la mañana de rezar ciertas devociones, y se le hubiesen olvidado, pasando por la iglesia, entrose en ella para haberlas de rezar. Estacio, como supiese lo que el Rey tenía ordenado, codicioso de ver efectuado su deseo, fuese derecho a los leñateros, y sin darse acato del daño que le podría sobrevenir, dijo:

—Buenos hombres, ¿habéis hecho lo que el Rey os ha mandado?

No lo hubo acabado de decir cuando ya le hubieron dado un porrazo en la cabeza y metido en el hoyo del carbón. Salido Julián de la iglesia de rezar sus devociones, como fuese a los leñateros a decirles que si habían hecho lo que el Rey les había mandado, diciendo que sí, volviose a decir al Rey que ya habían hecho su mandamiento. Espantado el Rey de pensar qué podía ser aquello, aguardando que anocheciese, y viendo que Estacio no parecía, llamó a Julián, pensando no fuese aquello algún juicio de Dios, diciéndole:

—Ven acá, ¿Estacio díjote por alguna vía o manera que yo estaba quejoso de ti?

Respondió:

—Sepa Vuestra Alteza que lo que él me dijo fue que cuando le servía a la mesa desviase mi rostro, porque le había dicho Vuestra Alteza que a mí me hedía la boca.

Entonces el Rey, dándose con la mano en la frente, conoció el engaño y malicia de Estacio, y que los leñateros le habían quemado, y que Dios le había dado el pago que merecía; por donde desde entonces amó mucho más a Julián.

Patraña dieciocho

Porque decía Claudino:
«¡Dios os guarde de mal hombre!»
Filemo, por propio nombre
se enojaba de contino.


Claudino, sastre, teniendo otro vecino calcetero delante su casa, llamado Filemo, cada mañana que le saludaba, después de «¡Buenos días!» y «¡Buenas noches!», le decía:

—¡Dios os guarde de mal hombre y mala mujer, señor compadre!

Tantas veces se lo dijo, que le respondió:

—¿Qué me puede hacer a mí mal hombre, ni mala mujer, sabiéndome yo guardar? ¡Andá de ahí, no me lo digáis más, si me queréis tener por amigo!

Por lo cual Claudino calló, y a cabo de días, amprole sobre una buena prenda dos ducados sin haberlos menester, los cuales le volvió el mismo día.

Después, de allí a dos semanas, volviole a suplicar que le prestase cinco ducados, y Filemo se los prestó, no queriendo tomarle prenda ninguna; los cuales le volvió pasados tres días. Y de allí a muy poco tiempo le volvió a pedir prestadas diez piezas de oro, y también se las dejó. Pasado un mes, pasados dos, pasados tres, viendo Filemo que no le volvía sus dineros, díjole un día:

—Señor vecino, ¿por qué no se acuerda de volverme aquellos dineros, viendo con cuánta voluntad se los presté?

A lo cual respondió Claudino:

—¿Qué dineros o qué haca? Ya os los he vuelto; no sé qué os decís.

—¡Señor compadre! —dijo Filemo—, no me los habéis vuelto, ni tal me podéis vos probar por cierto; pero yo tengo el merecido por no quereros tomar prenda. Bien, la justicia lo averiguará todo. ¡Andá con Dios!

Ido, sin perder punto, le envió a citar por tres veces; y a la primera citación fingió Claudino que le habían robado la ropa de su botica, y su capa juntamente, y que por este respecto no salía de casa. Cuando vino la postrera citación, díjole a Filemo:

—Señor vecino, ya veis que por no tener capa días ha que no salgo de casa. Si queréis que comparezca delante del juez, prestadme alguna capa de las vuestras sobradas, para que salgamos de este negocio.

El Filemo, contento, prestósela. Venidos a juicio, habiendo hecho Filemo su demanda, respondió Claudino que si le había dejado dineros, que ya se los había vuelto buena y cortésmente:

—Pero mire vuestra señoría cuán mal hombre es este que, si a mano viene, dirá que la capa que yo traigo es suya.

Respondió Filemo:

—Sí, que es mía.

Dijo Claudino:

—¿Veis si digo yo verdad, señor?

Entonces dijo el juez:

—Jurad aquí, ¿vos debéisle los diez ducados?

Respondió Claudino:

—Juro, señor, que así es la capa suya como yo le debo los dineros.

Por donde dio por libre el juez a Claudino, y Filemo se fue a su casa muy congojado. Y a la noche, toma Claudino la capa de Filemo, y los diez ducados, y fuese a su posada, diciendo:

—¡Buenas noches, señor compadre! No os alteréis por verme; sosegaos, por amor de Dios. Primero y principalmente, veis aquí vuestra capa, y más los diez ducados. Todo esto no lo he tramado sino porque conozcáis qué es lo que puede hacer un mal hombre y una mala mujer.

Entonces Filemo le abrazó, agradeciéndole desde allí adelante el aviso que le daba.

Patraña diecinueve

Tancredo causó, y Febea
que a Brandiana culpasen,
dos hermanos peleasen
sin cometer cosa fea.


En el reino de Escocia hubo un rey llamado Aquileyo, mancebo y de buena fama, el cual cayó malo de cierta enfermedad que Dios fue servido que tuviese; y viniendo al paso de la muerte, prometió que si Dios le libraba de aquella aflicción y le restituía en su sanidad pasada, de hacerse monje y servirle todos los días de su vida en religión. Fue, pues, el caso que en breve tiempo estuvo bueno; y para efectuar lo prometido, llamó a un hermano suyo que tenía, dicho Calimedes, que ya muchos años había que era casado, y tenía una hija llamada por nombre Brandiana; y lo depositó en su silla y estado real, y hizo jurar por Rey de los grandes de su reinado, y él se puso monje en el abadiado de Santa Flor.

Pues como Calimedes asistiese por rey de Escocia, y sus grandezas y liberalidades se manifestasen que usaba, no tan solamente con sus vasallos, mas con todos los extranjeros, y por otra parte las virtudes y gracias de su hija Brandiana, acudieron a su corte innumerables y grandes señores, entre los cuales vinieron dos hermanos, hijos del rey de Bretaña, el uno llamado Ricardo, y el otro Dulcido, y el hijo del duque de Albania, dicho Tancredo. Ricardo, como viese que era igual en grado de la infanta Brandiana, púsose a servirla de tal manera, que hizo por su servicio en la corte infinitísimas fiestas, así de torneos como de justas y otras galas, saliendo siempre con su honra, por ser esforzado caballero; por lo cual la Reina y el rey Calimedes se holgaban de ello, y le tenían en reputación de hijo, y le hacían muchos favores y mercedes de cada día.

De otra parte, Tancredo no había dejado de servir con toda su posibilidad, a la infanta Brandiana. Y, conociendo el poco fruto que sacaba de ello, y cuán favorecido era Ricardo, quiso probar por otra parte si alcanzaría aquello que tanto deseaba; y fue que se puso a requebrar a Febea, doncella muy amada y querida de la infanta Brandiana, de tal manera que en breves días alcanzó de ella cuanto quiso, y las más noches dormía con ella a su contento, porque secretamente subía por cierto lugar oculto, con una escalera de cuerdas, a la media noche, cuando todo hombre sosegaba. Con estos amores tuvo oportunidad de rogar a Febea que no dejase de dar un tiento a Brandiana cómo él noche y día penaba por sus amores, y que si ella acababa que le favoreciese, y por cualquier vía casase con ella, que de su parte le prometía siete mil ducados en dote. Concediéndoselo Febea, de una parte rehusaba por no ser ingrata contra sí misma en perder su nuevo amante, y de otra la esforzaba el dote prometido. En fin, que convencida del interés se lo dijo a Brandiana; mas como Brandiana tenía en su corazón a Ricardo, no hizo caso de Tancredo, antes amenazó a Febea si tal negocio más le boquease.

Habida la desabrida respuesta, Tancredo trabó de más continua amistad con Ricardo, y le dijo un día en secreto:

—Señor Ricardo, por la amistad que nos tenemos, yo querría que entendieses, como claramente entiendes y sabes, el mucho tiempo que sirvo a Brandiana; y pues se sabe que mis trabajos y servicios son para casarme con ella, y el Rey, según tengo entendido, ningún desvío dará en ello, querría que dejases de hacerme contraste, y que no fueses tras lo incierto.

Ricardo le respondió:

—Maravillado estoy de ti, Tancredo, que antes que yo bien la quisiese tú la amases, ni que por tal respecto la hubieses tan solamente mirado; pero dejemos eso aparte. Ya sabes el amor que Brandiana me tiene, que de solo ser mi mujer se precia; y porque desengañado quedes, has de saber que de su misma boca le he oído decir que ver no te puede.

—¡Ay! —dijo Tancredo—, en gran error siento que te ha puesto el amor ciego. Pero, si te sientes ser amado de ella, como tú dices y pretendes, vengamos a la prueba y dime qué favores te ha hecho desde que la sirves, que yo te diré los míos; y al que más y mejores los habrá recibido, aquel permanezca en su servicio.

Contento Ricardo, con juramento que hicieron, a ley de buenos caballeros, de tenerse secretos, empezó a decir:

—Has de saber, Tancredo, que Brandiana me ha jurado que no ha de ser otro su esposo ni marido, sino yo; y, por más certidumbre me ha dado este anillo de su mano; y, cuando su padre en esto no venga bien, me ha dado palabra de irse conmigo a Bretaña.

Respondió Tancredo:

—Si con eso presumes tenerte por seguro, yo te diré cosa que cuando la sepas me tendrás por más dichoso que tú; y es que no pasa noche de esta vida que no duermo con ella.

En oír esto, Ricardo le dijo que no podía creer semejante cosa. Respondió Tancredo:

—¿Tanta confianza pones en mujeres? Pues aguarda, yo te lo haré ver la noche venidera con tus propios ojos.

Concertados, fuese Tancredo a Febea, diciendo:

—Amiga y señora de mi corazón, de parecer sería, si tú quisieses, que por quitarme de la fantasía a Brandiana me hicieses una señalada merced: que la noche siguiente, cuando venga a dormir contigo, yo trabajaré de venir tardecillo, que tú te adereces y te pongas las ropas de Brandiana, y hagas el posible de remedarla, así en habla como en el gesto, porque imaginando que tú eres ella, mi deseo podrá ser que se me quite.

Contenta y deseosa de lo dicho, fuese Febea a negociar lo concertado. Y Tancredo llamó a Ricardo para la noche concertada, y Ricardo avisó a su hermano Dulcido, señalándole el lugar adonde había de estar en atalaya por si algo le sucediese y le hubiese menester para defensión suya.

Venidos los dos competidores a las espaldas del aposento de la Infanta, y Ricardo puesto en lugar secreto para ser testigo de vista de lo dicho, Tancredo haciendo sus señas acostumbradas, salió Febea a unos corredores con una ropa blanca finísima con franjas de oro y barras de brocado, hecha a mil maravillas, y sus tocas de oro, que era el mismo aderezo que Brandiana solía llevar aquellos días. Y echada su escalera, Tancredo subió arriba, al cual Febea recibió con los brazos abiertos; y besándola como solía acostumbrar, Tancredo dijo a voces muy altas, porque Ricardo lo sintiese:

—¡Oh, infanta y señora mía!, en todos los días de mi vida podré pagar a Vuestra Alteza las mercedes que me hace.

Y por lo que Tancredo decía, y él con su codiciosa vista miraba con la claridad de la luna, creyó Ricardo que fuese Brandiana; y fuera de su acuerdo, desenvainó de su espada, y poniendo el pomo en tierra para echarse sobre ella, acudió Dulcido, su hermano, y le trabó del brazo, diciendo:

—¿Qué es esto, Ricardo? Y, ¿has perdido el seso, que una mujer te ha de hacer salir de quicios? ¿No sabes que todas son variables? Y pues por tus ojos has visto su falsedad, guarda las armas para contra ella, acusando al Rey su padre tan gran bellaquería.

Respondió Ricardo:

—Nunca Dios tal quiera, hermano, que a la que en algún tiempo he querido bien en tanto mal y peligro la viese, sino que, en fin, yo quiero tomar tu consejo. ¡Vamos, y dejémoslas para quien son!

Idos, Ricardo, como perfecto enamorado, que lo visto tenía fijado en su corazón y alma, el otro día siguiente levantose muy de mañana, antes que esclareciese el día, y fuese a media legua de la ciudad, y sobre un peñasco que estaba junto a la mar, llamó a un cierto pastor que vio, y razonando con él le dijo:

—Hermano, un placer me harás: que vayas a la corte del rey Calimedes, y des aviso cómo Ricardo, que soy yo, él mismo se ha tomado la muerte por sus manos por la poca fidelidad que le ha guardado Brandiana.

Y en acabar de decir semejantes palabras se lanzó en la mar, y el pastor tomó el camino para la corte.

No fue dentro Ricardo en la mar, cuando se halló arrepiso, y como supiese bien nadar, nadando vino a salir junto al abadiado de Santa Flor, adonde le acogieron los monjes, diciendo que había escapado de una nave que cerquita de allí había dado al través.

Volviendo a su hermano Dulcido, en hallar menos por la mañana a Ricardo, los extremos tan grandes que hacía ponían lástima y terror a los caballeros. Y el Rey y la Reina, por el amor que le tenían, estaban en gran tristeza puestos, y no menos los grandes de su corte, y Brandiana más que todos, aunque lo disimulaba.

Estando en estas cuitas y aflicciones, llegó el pastor a la corte, notificando cómo a Ricardo él le había visto ahogar por respecto de Brandiana. Dulcido, con estas tan tristes nuevas, considerando que Brandiana había sido la causa de la muerte de su hermano, armose en blanco, y estando en la sala real el Rey y la Reina y Brandiana, con los más principales caballeros suyos, entrando por ella, dijo a voces muy altas, enderezando su plática al Rey:

—Ha de saber tu real Alteza que la muerte de mi hermano Ricardo ha sido por causa de tu hija Brandiana, por haberla visto holgar con un caballero de tu corte; el cual, por ser noche, yo no conocí, ni mi hermano quiso decirme su nombre; pero esto que digo yo lo haré bueno en batalla con la espada en la mano.

Fue tanta la turbación que puso Dulcido, que unos a otros se estaban mirando sin saber qué responderle, sino tan solamente el Rey, que le respondió:

—Mirad, caballero, por lo que propuesto habéis; aunque es contra mi hija, no dejaré de guardar la ley que está puesta en ese caso contra las mujeres. Id en buen hora, que para este efecto nombro desde aquí por jueces a Tancredo, hijo del duque de Albania, y al conde de Flandes; y si dentro de un mes no se hallase caballero que vuelva por ella, yo le daré el castigo que merece.

Y así, mandó pregonar que cualquier que venciese a Dulcido le daría a su hija por mujer.

Sonó tanto este negocio, que en breves días fue publicado por diversas provincias, sin hallarse caballero que osase salir en batalla con Dulcido, por ser hombre muy robusto y esforzado.

Viniendo a noticia de Ricardo, que estaba en el monasterio de Santa Flor, a causa que el monje Aquileyo, tío de Brandiana, se fatigaba de ver a su sobrina puesta en tal aprieto, le suplicó que le proveyese de armas y caballo, que pues caballero no había que tomase tal empresa, que él se obligaba, con la ayuda de Dios, de vencer a Dulcido. No lo hubo dicho tan presto cuanto el monje Aquileyo le hizo proveer de todo lo necesario muy ricamente.

Despedido Ricardo de todos los monjes, y suplicado que rogasen por él en sus oraciones, no es de dejar en olvido lo que por el camino entre sí mismo iba vacilando, y parándose de rato en rato, diciendo:

—No creo que hay caballero en el mundo tan inconsiderado como yo que, así, tan ligeramente, y sin más pensar en ello, tomase a cargo una empresa como esta. ¿Qué es esto, Ricardo?, ¿qué haces?, ¿dónde vas?, ¿duermes o velas?, ¿estás en ti o fuera de tu acuerdo? Considerar debes, y mucho sobre pensado, que si entras en esta batalla, que para librar a Brandiana has de vencer o matar a tu propio y carnal hermano; y si por mi desdicha, que siempre lo ha de ser de una manera o de otra, quede Dulcido, sea vencido o muerto, seremos yo y Brandiana vasallos de la triste y aborrecida muerte.

En fin, conociendo justísimamente que por haber dado parte de sus negocios a su hermano Dulcido era tan gran daño sobrevenido, determinó de proseguir su determinado viaje.

Y entrando en el campo, adonde cada día comparecían el Rey y los jueces, y la infanta Brandiana, cargada de luto, en un tablado entapizado de negro, y Dulcido armado de todas sus armas, dio su carta a los jueces, relatando cómo venía para defender la honra de la infanta Brandiana. Y asignándoles el lugar y el puesto, comenzaron los dos a proseguir su batalla, de tal manera, que a los primeros encuentros rompieron los dos sus lanzas. Y del encuentro cayó el caballo de Dulcido en tierra, de la cual caída toda la gente se alegraba, pensando que juntaría presto con él el caballero no conocido; pero Ricardo no quiso sino aguardar que recobrase el caballo, porque el amor de su hermano le convencía de no ejecutar en él su ira. Alzado que se hubo el caballo de Dulcido, echaron mano a sus espadas, y de ver con cuánto ánimo y esfuerzo se combatían, estaba el pueblo espantado; la cual pelea duró tanto sin conocerse mejoría entre los dos, que la noche los hubo de despartir, y cada uno irse a reposar a su posada.

En esto, Febea, como se diese acato de la maraña pasada, y que Tancredo era causa de la infamia de Brandiana, por evitar la muerte de aquellos dos caballeros, que estaban sin culpa, se fue secretamente derecho al abadiado de Santa Flor, y arrodillada a los pies del monje Aquileyo, le confesó por extenso toda la verdad; y le suplicó que del rey Calimedes su hermano, para Tancredo y a ella les hubiese perdón, y que de Tancredo se cobrase el dote que le había prometido. El monje se lo prometió y mandó que del monasterio no se partiese. Y vista la presente, se partió para la corte y descubrió a su hermano Calimedes el hecho cómo pasaba, y que su hija era sin culpa, y que Tancredo y Febea eran los inventores de tan gran desasosiego y que, por tanto, le suplicaba que les hiciese merced de las vidas. Contento el Rey, por satisfacción de él y de la honra de su hija, hizo tomar presos a Tancredo y a Febea, y puestos en su tablado para un asignado día, mandó que cada uno por sí publicase su maldad y falso testimonio. Hecho esto, proveyó que el caballero extranjero que había vuelto por su hija fuese traído delante de él.

Como Ricardo lo supiese, armose en blanco, ni más ni menos como si hubiera de salir a la batalla. Y venido ante la presencia real, en quitarse el almete, fue conocido que era Ricardo, y del Rey abrazado con los brazos abiertos, y asimismo de su hermano y de los grandes que presentes se hallaron. Sonó tanto este regocijo y contentamiento de saber que Ricardo era vivo y que era el caballero extranjero que había peleado con Dulcido, que la Reina con la infanta Brandiana, riquísimamente ataviadas, vinieron en la presencia del Rey, para ver y agradecer a Ricardo en el riesgo que se había puesto por salvar su honra. Y el Rey, por cumplir su palabra, cual había prometido, suplicó a su hermano el monje Aquileyo que desposase, en presencia del pueblo, a Ricardo y Brandiana. Desposados, arrodillose Ricardo delante del Rey, suplicándole que soltase a Tancredo y a Febea; lo cual el Rey no pudo dejar de hacerlo; y así les soltó y perdonó; pero a Tancredo con esta condición: que fuese luego desterrado de su corte, dando fianzas de los siete mil ducados para el dote de Febea, como le tenía ofrecidos. Y así fue cumplido todo. Y de allí a pocos días fueron ordenadas las bodas de Ricardo y Brandiana.

Patraña veinte

La mala madrastra hizo
que culpasen su entenado,
y tuviesen por finado
su hijo con un hechizo.


Fue un honrado hombre que vivía de sus rentas en la ciudad de Nápoles, llamado Firmiano, el cual tenía un hijo mancebo, por nombre Machabelo, que estudiaba para médico. Muerta la madre, su padre se casó; y esta segunda mujer, dicha Cavina, parió otro hijo que le pusieron por nombre Modesto. Y siendo de edad de diez años, y ella se hallase descontenta, por ser su marido anciano de días, se enamoró de Machabelo su entenado, de tal manera, que fatigada con la poca paciencia del amor libidinoso, rompió el silencio de lo que callaba mucho tiempo había. Y para efectuar su apetito fingió de sentirse estar mala, y puesta en su cama, envió a llamar a Machabelo. No tardó el mancebo de obedecer el mandamiento de su madrastra, y con el gesto triste y honesto entró en la cámara, y tentándole el pulso, le preguntó qué era la causa de su presente enfermedad. Entonces ella, hallando ocasión muy dañosa, que es la soledad, le comenzó de hablar lo siguiente:

—La causa y principio de este mi presente mal, y aun la medicina para él, tú solo eres, porque esos tus ojos entraron por los míos a lo íntimo de mis entrañas; por lo cual te ruego que hayas mancilla de quien por tu causa muere. Y pues ves con cuánta razón te amo, cumple mi deseo, pues estás ahora solo conmigo.

Machabelo, cuando aquesto oyó, turbado de tan repentino mal, como quier que se espantase y aborreciese tan gran crimen, no le pareció responder con la severidad presta de su negativa, antes le prometió, diciendo que se esforzase hasta que su padre se fuese a una heredad que tenía. Diciendo esto, apartose de la mortal vista de su madrastra. Pero ella, como no tuviese paciencia de esperar siquiera a que el marido por su determinación se fuese, fingiendo lo que a ella le pareció, persuadió que se fuese a su heredad, que estaba bien lejos de la ciudad. Partido que fue, Cavina, con su locura apresurada, viendo que había lugar para curar el cuerpo y enfermar el alma, llamó a Machabelo, y demandole con mucha instancia que cumpliese con ella lo prometido. Pero Machabelo, escusándose, diciendo ahora una cosa y después otra, apartándose de su abominable vista, viendo ella manifiestamente que le negaba la promesa, en un punto mudó su nefando amor en odio mortal. Y no hallando en su sucio pensamiento otro mejor consejo que privar de la vida a Machabelo, llamó luego a un esclavo que tenía, llamado Ganejo, aparejado para toda maldad y engaño, rogándole que le comprase veneno mortal para matar a Machabelo, que le había requerido de amores, dándole a entender que más quería que muriese de aquella suerte, que no que su señor Firmiano pusiese las manos en él. Traído el veneno y astutamente revuelto con vino, fue aparejado para matar a Machabelo.

En tanto que la mala hembra guardaba tiempo y oportunidad para podérselo dar, acaso Modesto, su hijo propio, viniendo de la escuela muerto de sed, bebió de aquel veneno que acaso halló en un vaso de plata, no sabiendo la ponzoña y engaño escondido que allí estaba. No hubo acabado de beber, cuando cayó en tierra muerto sin vida. Viendo los de casa la arrebatada muerte de Modesto, comenzaron a dar grandes voces y clamores, y la madre juntamente con ellos. Y conociendo el caso del veneno mortal la mala mujer, ejemplo único de malicia de las malas madrastras, no conmovida por la muerte de su hijo, ni por la desdicha de su casa, ni por el enojo de su marido, no dejó de procurar sobre un daño otro peor; y fue que despachó de presto un mensajero que fuese a su marido y le contase la muerte de su hijo. Cuando Firmiano oyó semejantes nuevas, vino de presto a la ciudad, y entrando por casa, luego ella, con gran temeridad comenzó de acusar y decir que su hijo Modesto era muerto con la ponzoña de Machabelo. Y la mentirosa en este caso no mentía, porque Modesto había prevenido la muerte que estaba ya destinada y aparejada para Machabelo; pero ella fingía que Modesto era muerto por maldad de Machabelo, a causa que ella no quiso consentir en su malvada voluntad, con la cual había tentado de la forzar. Y no contenta con esto, añadió que, porque le dijo que lo diría a su padre, la quiso matar con un puñal.

Entonces, el afligido Firmiano, herido de la muerte de los dos hijos, y convencido de las lágrimas de su mujer, regando su cara con las suyas propias, se lanzó en casa de la justicia; y allí, llorando, con muchos ruegos, trabajaba que sentenciasen a su hijo Machabelo, diciendo que había cometido crimen de incesto, ensuciando la cama de su padre, y que era homicida, habiendo muerto a su hermano. Finalmente, que la autoridad de su persona y la fama que tenía convenció al juez, dejada la orden y dilación del juzgar, que a Machabelo lo sentenciasen luego, según el delito. Mas como el abogado se hallase presente, no consintió en ello, sino que, derechamente, y por las leyes antiguas y vía ordinaria el proceso se hiciese, y oídas las partes, y bien negociado el negocio, civilmente fuese la sentencia pronunciada. Este consejo plugo a todos, y luego mandaron llamar a cabildo; los cuales venidos, y presente Firmiano y Machabelo el reo, después de muchas preguntas que les hicieron, tuvieron información cómo un esclavo de casa, dicho Ganejo, sabía cómo había pasado aquel hecho. Llamado, atestiguó que Machabelo, por estar enojado de su madrastra, destempló con sus propias manos la ponzoña, y que se la dio, para que se la diese a Modesto; pero él, sospechando que el crimen se descubriría, no quiso tomar aquel cargo, y que no sabía más. Machabelo respondió a esto que el atrevido esclavo mentía como un grandísimo bellaco, y antes, su madrastra presumía él que, por no haber concedido a su malvado deseo, lo había ordenado para dárselo a beber. El padre, no dando crédito a lo que decía Machabelo, pugnaba la ejecución de la justicia. Ninguno de los jueces quedó tan justo y tan derecho que al acusado no le pronunciasen que muriese. Y como ya los votos de todos fuesen iguales, y viniese el votar al más viejo hombre, y de mucha autoridad, letrado y médico, dijo a todos en esta manera:

—Yo me gozo y soy alegre de haber vivido tanto tiempo, que, por mi edad vosotros, señores, me tengáis en alguna reputación. Y por esto no consentiré que Machabelo, con falso testigo haya de perecer, ni menos quiero permitir que vosotros que jurasteis de juzgar bien y fielmente, seáis engañados por un esclavo. Así que oíd ahora, señores, y conoceréis cómo pasa este negocio. Este ladrón de esclavo vino a mi casa muy diligente para comprar ponzoña que luego matase, y ofreciome cinco ducados de oro y de buen peso porque se la diese, diciendo que la había menester para un enfermo, el cual estaba muy fatigado de su enfermedad de hidropesía, de la cual no podía sanar, y deseaba morir por librarse del tormento que pasaba. Yo, considerando que este malvado decía cosas livianas, no satisfaciéndome, antes siendo cierto que procuraba alguna traición, dile aquel brebaje; pero mirando a la verdad que se podría saber, no quise recibir el precio, sino con esta condición: que puse los ducados en un saquillo y mandé que los sellase con un anillo, que es aquel que en la mano lleva, de cobre, dándole a entender que por ser noche no los podía reconocer bien, que a la mañana los haría pesar y mirar a un cambiador. Y de esta manera, los selló, y por más certificación veis aquí el saquillo en vuestra presencia. Véalo él y conozca su sello, porque la verdad es esta que pasa sin falta.

Entonces tomole un gran miedo y temblor al bellaco del esclavo, y la boca medio cerrada, tartamudeando, comenzó a decir ciertas mentiras y necedades, y siempre negando, con grandísima constancia, no dejaba de acusar al médico que no decía la verdad; el cual, por la honestidad y autoridad suya, se levantó y arremetió al esclavo; y ayudándole, le quitaron el anillo de cobre, el cual puesto y mirado con el sello que estaba en el saquillo, fue conocido que era aquel. Y por tanto, luego fueron aparejados géneros de tormentos; pero él, obstinado, nunca quiso confesar la verdad. Entonces dijo el médico:

—Por Dios, señores, yo no sufriré que contra derecho condenéis a muerte al inocente de Machabelo, ni tampoco que este esclavo, burlando de nuestro juicio, escape de pena; porque yo daré evidente argumento de este negocio, el cual es este, señores: que como este malvado pensase comprar ponzoña mortal, y no creyese que a mi oficio convenía dar a ninguno causa de muerte, porque la medicina no fue hallada ni ordenada para matar a ninguno, sino para dar vida a los hombres, temiendo que si yo negase de darle la ponzoña, quizá por mala respuesta le daría camino de su maldad en irse a otra parte, y quizá se la darían, o por ventura con algún cuchillo u otro linaje de arma acabaría la traición que había comenzado, acordé de darle, no ponzoña mortal, sino otra confección soñolienta, que da sueño semejante a la muerte. Pero si es verdad que Modesto, el muchacho, bebió aquel brebaje que por mis manos fue destemplado, él es vivo y reposa y duerme.

No hubo acabado de decir semejantes palabras, cuando con ímpetu y alegría llegaron dos criados de Firmiano, diciendo cómo Modesto había tornado en sí y estaba bueno y sano. En esto proveyeron los del consejo que Modesto fuese traído delante de ellos, y venido, ya podéis pensar el padre, Firmiano, con qué abrazos recibiría a su hijo, que ya por muerto lo tenía llorado, y con qué gozo suplicaba a los jueces que diesen por libre a Machabelo, pues era sin culpa. En esto mandaron callar a todos, y, admirados del caso, y con recto juicio y confesada la verdad por el esclavo, dieron por sentencia que el esclavo fuese ahorcado, y la madrastra desterrada perpetuamente del reino, y al médico, que justamente tomase los cinco ducados. Y así, Firmiano, muy contento y satisfecho, se volvió a su posada con sus dos hijos, Modesto y Machabelo, conociendo la maldad de Cavina, su mujer; y protestó que nunca se vería en cubierto con ella en todos los días de su vida.

Patraña veintiuna

Geroncia, reina, por ser
en bondad fértil, benigna,
vino a pobre peregrina,
después tornó en su poder.


En la provincia de Inglaterra reinaba un rey llamado Marcelo, el cual tenía una mujer de muy santa vida, por nombre Geroncia. Este Rey hizo voto, por cierta enfermedad que tuvo, de visitar la casa santa de Jerusalén, y vino a consultar su partida con la Reina, su mujer; y ordenó que en tanto que él estuviese fuera del reino, que todos la obedeciesen y tuviesen por señora absoluta, y a un hermano suyo, dicho Pompeo, que tuviese cargo de ella, así en servirla como en mirar en el provecho del reino, obedeciendo siempre su mandamiento en cuanto ella mandase.

Partido que fue el Rey, el hermano Pompeo, a cabo de tiempo, pensó una grandísima maldad en su corazón; y fue que requirió de amores a su cuñada la Reina, dándole a entender con cartas falsificatorias que el Rey era muerto, y que él la haría mejor tratamiento que su marido, y que podían reinar de allí adelante muy pacíficamente, como señores naturales.

La Reina, como mujer de santa vida y de gran entendimiento, no quiso dar crédito a las cartas, ni señalarse por viuda, ni a su requerimiento darle respuesta mala ni buena, pensando que lo hacía por probarla. Y como fuese de grandísima discreción dotada, consideró que si de verdad se lo decía, que no dejaría de tornarla a recuestar otra vez. Y así fue, que, de allí a muy pocos días, tornó Pompeo a pedirle a la Reina su amor deshonesto. Ella, no consintiendo, y por quitar tal ocasión, secretamente habló con algunos grandes de su reino, y mandoles que para cierto día viniesen a palacio, y que a su cuñado Pompeo le prendiesen y fuese puesto en prisión, sin decirles la causa ni por qué respecto lo hacía; lo cual así hecho, cuantos había en la ciudad lo tuvieron a maravilla, y pensaban por qué razón la Reina lo mandara prender, mayormente por cuanto había quedado en lugar y custodia de ella.

En fin, que a cabo de un año y medio, tuvo cartas la Reina cómo su marido el Rey era vivo, y avisó de su venida; la cual, vista la presente, se fue a la cárcel secretamente donde estaba preso su cuñado Pompeo, y díjole:

—Sábete de cierto que, tu hermano y mi señor marido, el Rey, será aquí muy presto, y porque no tome ningún pesar ni sospecha de tu prisión, te quiero soltar de ella con que calles tu maldad, que yo te prometo, a fe de quien soy, de tener celada mi injuria.

De lo cual Pompeo le dio infinitísimas gracias diciendo que en todos los días de su vida le bastaría a pagar tan señaladas mercedes.

En esto, le mandó dar la Reina muy ricos vestidos, y a todos sus criados riquísima librea, con que saliese a recibir al Rey, su hermano. Pero Pompeo, con otra traición grande que tenía encerrada en su corazón, no quiso aderezarse ni consintió vestir sus criados; porque, al cabo de seis días, salieron todos a recibir su Rey con gran aparato y triunfo, sino Pompeo, que salió mal vestido y peor encabalgado.

El Rey, viéndole de aquella suerte, díjole:

—¿Qué es esto, hermano, cómo venís así? ¿Hay alguna novedad en mi casa?

Respondió Pompeo:

—Sábete, hermano, que después que te fuiste de aquí hasta el día de hoy nunca he salido de la cárcel, en la cual la Reina me mandó poner.

Y el Rey demandándole el por qué, respondió que la Reina le había acometido de adulterio y juntamente inducido que se alzasen con la tierra, porque ella había sabido que su marido era muerto; y que por no haber consentido en semejante caso le había hecho aprisionar, y que si soltado le había, era con pacto que no le dijese nada.

El Rey, enojado de lo que Pompeo le dijo, en ser a palacio, por jamás quiso dar audiencia a la Reina, su mujer, sino que mandó a dos lacayos suyos, hombres de mala vida, llamados Robledo y Lobatón que, vista la presente, la llevasen con los más bajos vestidos que tenía al bosque Fragoso, y allí la matasen. Los cuales siendo en el bosque, por ser Lobatón tan grandísimo bellaco, acordó de echarse con la Reina antes de matarla. No pareciéndole bien a Robledo, por no consentir en ello, echaron mano a las espadas, y sacudiéndose, por su desdicha, fue muerto Robledo.

La Reina, que algún tanto se había desviado de ellos, en ver que Lobatón quedó vencedor, y que se venía para ella con la espada arrancada, estúvose queda, pensando que quería dar fin a su vida, y como forzase de revolverse con ella, empezó con sus fuerzas femeniles a defenderse y a proclamar a Dios y a la Virgen sin mancilla, y a dar voces, permitiendo antes ser muerta que perder su castidad; las cuales daba tan grandes, que fueron oídas del marqués de Delia, que había desembarcado de una nave por holgarse en aquel bosque que estaba cerquita de la mar, y acudiendo con sus criados vio a Lobatón abrazado con ella, de tal manera que, conociendo la traición, le dio de puñaladas y le mató. Y preguntando a la Reina quién era y por qué causa había aportado en aquel bosque, le respondió que se llamaba la doncella Clariquea, que fue hurtada de casa de su padre, y que traída por fuerza en aquel bosque, la quería deshonrar aquel traidor que por sus manos había muerto; y que determinaba de no dejarle, sino servirle todos los días de su vida por el favor recibido.

El Marqués, aceptando su ofrecimiento, se embarcó con ella y toda su gente; y en llegando a su marquesado, que estaba en las partes de Francia, la presentó a su mujer, la Marquesa, contándole de la suerte que la había hallado, y diciéndole:

—Tráigote, señora, una doncella para tu servicio, la más honesta y hermosa que formar pudo naturaleza, según por sus obras podrás ver.

La Marquesa, en verla, respondió que le placía, y que por tal la aceptaba; y así, le dio que tuviese cargo de criar y adoctrinar un hijo que tenía de edad de dos años, con el cual Clariquea comía y dormía, sin dejarle un solo momento.

Este Marqués tenía un hermano, dicho Fabricio, el cual, enamorado de la Reina, que Clariquea se hacía llamar, un día, teniendo oportunidad, le descubrió su determinada intención. Clariquea, como esto oyese, desvióselo en gran manera, diciendo que si más le importunaba sobre caso tan feo que se lo diría al Marqués y a la Marquesa. Fabricio, viendo que no podía acabar con ella lo que tanto deseaba, pensó en su corazón, para vengarse de ella, una grandísima maldad; y fue que estando durmiendo una tarde Clariquea con el infante su criado encima de una cama, tomó un cuchillo y degolló al niño, su sobrino, y metió el cuchillo junto a Clariquea; y cuando ella se despertó y vio el infante degollado, dio muy grandes voces, a las cuales acudió el Marqués y la Marquesa, y viendo su hijo muerto comenzaron de hacer grandísimos llantos. Estando en esto entró Fabricio y comenzó de herir muy malamente a Clariquea con las manos, diciendo al Marqués:

—¿En qué piensas, hermano? ¿Matote a tu hijo y no la puedes luego matar? ¿Tú no ves el cuchillo en sus faldas, todo sangriento, con que le mató?

El Marqués, con grande enojo, mandó, vista la presente, que viva la quemasen.

La Marquesa, conmovida de compasión de ver las salvas y juras que hacía que en tal muerte ninguna cosa sabía, suplicó al Marqués que no le diese tan cruda muerte, sino que la echasen a la isla Desafortunada, adonde eran echados algunos que eran condenados a muerte para usar de misericordia con ellos, y que allí se moriría de hambre. Y así, con un batel la llevaron a Clariquea a la isla Desafortunada y la dejaron sola, como el Marqués mandado lo tenía. Y el cuchillo hizo colgar encima de la puerta de la ciudad, con su letrero escrito manifestando el caso que había acontecido.

La pobre Reina, que Clariquea se decía, viéndose sola en aquella isla y sin compañía humana ni tener de qué comer, como buena cristiana que era suplicaba de continuo a Dios que la favoreciese, y para defensión del sol se hizo de palmas un sombrero y de una saya una esclavina; y, con un palo a modo de bordón, peregrinaba por la orilla del mar; y comía de las mejores hierbas que hallar podía.

Aconteció que, estando un día debajo de un umbroso fresno, vio pelear una culebra con un ferocísimo lagarto, el cual quedando muerto y la culebra malherida, mascaba de una hierba y se ponía en las heridas, y luego en un punto quedaban sanas. Admirada de la virtud de semejante hierba, en irse la culebra, cogió cuanta pudo hallar por aquella isla, hinchiendo un saquillo que tenía. Y a cabo de tres días aportó por allí una nave pasajera, y ella con sus señas hizo que se llegasen a tierra; y suplicando al patrón de ella que la trajese a poblado, por la pasión de Dios, para que no pereciese allí de hambre, siendo contento, la trajo y la dejó en el marquesado de Delia.

La pobre Peregrina, que entonces así se hacía llamar, posando en un hospital, estúvose allí más de dos años, haciendo con sus oraciones y con la virtud de la hierba, infinitísimas curas, así de grandes enfermedades como de heridas mortales.

En este tiempo aconteció que Fabricio, el hermano del marqués de Delia, pasando por la puerta donde estaba colgado el cuchillo, con el grande ímpetu del aire que corría, cayó y le dio en mitad de la cabeza; de la cual herida vino a estar tan malo, que ya desamparado de los médicos, teniendo noticia el Marqués de las curas que hacía la pobre Peregrina, acordó de enviar por ella, y suplicándole que si curaba a su hermano Fabricio que le haría grandes y señaladas mercedes, respondió que sí haría, con la ayuda de Dios, pero que había de confesar y comulgar primero, y si pecado de homicidio o de infamia tenía, que había de pedir perdón a la parte y satisfacer si algo debía, que de otra suerte no ponía manos en cura ninguna.

Como se lo dijeron a Fabricio, pensaba entre sí mismo:

—¡Oh, mezquino de mí!, y ¿cómo manifestaré tan grandísima traición a mi hermano?

En fin, determinado para alcanzar salud, así del alma como del cuerpo, llamó al Marqués y a la Marquesa, y dijo:

—Hermano mío, ruégote por la pasión de Dios que me perdones, pues cometí contra ti la mayor traición que hombre del mundo hizo; y fue que enamorado de Clariquea, requiriéndola por dos o tres veces, y viendo que por ninguna manera quería conceder a mi carnal apetito, por vengarme de ella le maté a tu hijo, y sobrino mío, en la cama donde le hallaste muerto, con el mismo cuchillo que por permisión divina estoy herido ahora, para que en ella ejecutases sentencia de muerte.

Cuando el Marqués y la Marquesa oyeron esto, fueron muy maravillados y recibieron muy gran pesar, y lloraron mucho por ello; y a la Marquesa le pesaba mucho en extremo de cómo pensaba que Clariquea era muerta sin culpa. Y allí, vista la presente, el hermano y su cuñada le perdonaron por amor de Dios.

Entonces, sabiendo la pobre Peregrina su confesión, tomó en cura a Fabricio, que en breves días estuvo sano. Y ofreciéndole que pidiese lo que por bien tuviese, no pidió otra cosa sino que su señoría la mandase llevar a Londres, ciudad de Inglaterra, porque había oído decir que había en ella muchos enfermos. Luego el Marqués hizo aderezar un bergantín muy bien proveído, y mandó al patrón que la llevase a Londres; y a ella le dio muchos dineros y joyas.

Venida en Inglaterra la pobre Peregrina, llegó a sazón que Pompeo, el hermano del Rey su marido, oía misa; y fue casado con la princesa de Hungría con condición que había de regir por Rey. Y este concierto se hizo a causa que su marido Marcelo no tenía heredero, ni se quería casar por no saber si Geroncia, su mujer, era muerta o viva, por no haber hallado muertos en el bosque Fragoso, sino a Robledo y a Lobatón.

Y como estas bodas fuesen tan solemnes y regocijadas, fue ordenado un torneo, en el cual quiso tornear Pompeo; y permitió Dios que fuese herido de una herida mortal. Y vino en tal extremo, que no dándole vida los médicos, tuvieron por bien de llamar a la pobre Peregrina. Y puesto en su poder, mandó que confesase y comulgase, y si algún pecado de infamia y homicidio tenía, pidiese perdón al ofendido si pretendía estar sano. Pompeo, por alcanzar misericordia de Dios y sanidad, como deseaba, confesó a su hermano el Rey la traición y falso testimonio que levantó a la Reina, su cuñada, por haberla requerido de amores, y ella no haber consentido en tan enorme pecado; y que, por tanto le suplicaba le perdonase por Dios. El Rey le perdonó, vista la presente, y así la pobre Peregrina, en breves días a Pompeo le dio por sano. Y ofreciéndole el Rey que pidiese lo que mandase de su reino por su trabajo, le pidió por merced que se casase con ella. El Rey, sonriéndose de tal demanda, y diciendo que no podía en ninguna manera, respondió la Peregrina:

—Verdad dices, Rey, que no puedes, siendo ya tú mi señor y marido; y no te espantes, que yo soy tu casta y limpia mujer Geroncia, la que mandaste matar a Robledo y Lobatón, por creer el falso testimonio que Pompeo testificó contra mí, como él mismo ha confesado por su boca; de lo cual yo te perdono, y te suplico, por aquel Señor que murió en la cruz por salvar a los tristes pecadores, que acabemos nuestras cansadas vidas en su santo servicio, y el reino quede en poder de tu hermano Pompeo.

El Rey, admirado y contento de lo que su mujer Geroncia le propuso, con los brazos abiertos la abrazó de sobrada alegría, y de allí a pocos días se encerraron cada uno en su monasterio, adonde acabaron sus vidas muy santamente.

Patraña veintidós

Por Urbino, Federico
con Antonia no casó,
y a causa de esto llegó
a ser pobre, después rico.


Habitaba en la ciudad de Roma un procónsul llamado Sergio, el cual, teniendo un hijo que se decía Urbino, determinó de enviarle a estudiar al estudio de Bolonia. Hecho su preparatorio, cual a su estado convenía, enviole con cartas favorables encomendado a Guillermo, rico mercadante boloñense, muy grande amigo suyo, para que le favoreciese y mirase por él, como si fuese su hijo propio. Recibido Urbino romano por Guillermo, aposentole en su casa con aquel acatamiento cual a su honra pertenecía, y por respecto de cuyo hijo era, le puso en compañía de su hijo Federico, en una rica y espaciosa estancia.

Pues como estos dos mancebos, Urbino y Federico, se amasen en extremo grado, que el uno no sabía vivir sin el otro, y fuesen de una misma complexión y estatura, y se semejasen tanto que algunos los tuviesen por hermanos, determinó Guillermo de un mismo paño ricamente vestirlos, y de esta forma fueron diversos años al estudio, penetrando mucho en letras.

Pues como ya fuesen de edad de quince años, y se desmandasen algún tanto en los tráfagos y bullicios mundanos, Urbino se enamoró de una hija de un rico ciudadano, llamada la gentil Antonia y, siendo muy callado y vergonzoso, por no poder dar fin a su deseo ni descubrir su amoroso efecto, iba muy decaído, que no parecía ser el que solía. Federico, congojado de su fatiga, por bien que le molestaba que le descubriese su pena, por jamás lo pudo acabar con él. En este comedio viniéronle a tratar casamiento a Guillermo de su hijo Federico con la gentil Antonia, del cual matrimonio fue contento él y su hijo Federico.

Pues como se aderezasen los desposorios, y a noticia de Urbino viniese, acrecentó su mal en tan excesivo grado que de la cama no se movía. Sabiéndolo Federico, vínole a visitar, diciendo:

—Ahora que más te habías de alegrar, amigo y hermano mío, de mi bien, y gozar de mi alegría y descanso, te veo con mayor tristeza. ¿Qué es esto? ¿No me dirás de qué te sientes? ¿Qué es tu fatiga y cuidado?

A lo cual Urbino respondió con un grandísimo suspiro:

—¡Ay, Federico, de este mal fácilmente me podrías tú remediar, si quisieses!

—¿Cómo, si quiero? —dijo Federico—. Dime tú de qué manera, que aunque sepa sangrarme de la mejor vena de mi cuerpo, me sangraré por tu salud y vida.

Dijo Urbino:

—Tu tan amigable ofrecimiento, hermano Federico, me da ánimo y osadía a que te descubra mi grave enfermedad. Has de saber que estoy preso de amores de la agraciada y gentil Antonia, que hasta aquí lo he tenido siempre oculto en mi apasionado pecho, y ahora por tu importunidad te lo he descubierto.

—Bien me place —dijo Federico—, de saber de donde depende tu fatiga y mal tan excesivo, y mucho más cierto me hubiera placido, si antes que se tratara en casamiento me dieras parte de ello para no dar palabra, como di a mi padre, de tomarla por mujer. Pero vengamos al remate, y sepamos de qué manera, como arriba dijiste, está en mi mano el remedio para remediarte, y hágase luego.

—De esta —dijo Urbino—: Tú te has de desposar mañana, placiendo a Dios, como está concertado, y has de salir ataviado de las ropas que te ha hecho tu padre de este nuestro aposento. Entregármelas has en mi poder, para que yo me vista de ellas y tú te pondrás en mi cama, y por serte tan semejante en forma y estatura y gesto, fácilmente podrá pasar el engaño, y venga en efecto que sea mi mujer la gentil Antonia.

Contento Federico, cuando vino la noche de los desposorios, se puso en la cama de Urbino, y Urbino se fue a desposar con la gentil Antonia. Y como la noche es encubridora de muchas faltas de naturaleza, todo hombre se pensaba que fuese Federico el desposado.

Desposados Urbino y la gentil Antonia, después de la cena, por las suplicaciones que Urbino hizo, tuvieron por bien padre y madre de la desposada que durmiesen los dos juntos aquella noche. Venida la mañana y levantado Urbino del costado de su querida Antonia, vista la presente, se fue a dar gracias a Federico de su contentamiento, al cual halló en la cama. Y allí los dos determinaron de llamar a Guillermo, para descubrirle lo que entre los dos había pasado.

Pues como se lo dijesen, aunque no hizo demostración ninguna, concibió en sí tanto enojo que apenas hubiera caído de su estado de ver que su hijo había querido perder tan buena suerte; y por ser Antonia de tan ilustre parentela, presumía, como era de razón, que se habían de afrentar de semejante caso todos sus deudos. Pero disimulando cuanto pudo todas estas causas, sacando fuerzas de su tan prudentísima ancianidad, dijo lo siguiente:

—Hijos, bien siento y conozco cuanto sentir se debe que la verdadera amistad de vosotros ha sido parte de hacer semejante trastrueco, y que estéis vosotros de ello tan contentos. Yo, muy más que pagado, mas no satisfecha Antonia ni los padres de ella.

—Pues para eso —dijo Federico—, señor padre, le hemos llamado y dado parte de esto, que en satisfacción de nosotros sea relatador de lo dicho y disculpe nuestro yerro, si yerro le ha parecido.

Contento Guillermo, vino a notificar por extenso la presente maraña a los padres de Antonia, abonando mucho en extremo a Urbino, manifestando cómo era hijo de Sergio, procónsul romano, y que se tuviesen por muy honrados de tenerle por yerno; los cuales, aunque lo tomaron muy cuesta arriba, viendo que había dormido con Antonia y que no se podía hacer más en ello, publicaron el contento con la lengua, celando mortalísimo rencor en su corazón contra Guillermo, presuponiendo que él había sido el trazador de todo lo contenido. Con esta respuesta, Guillermo, vista la presente, escribió sus cartas a Sergio romano, dándole noticia de lo que había pasado con su hijo, y que no dejase de venir, lo más presto que pudiese, para que fuesen celebradas con la gentil Antonia sus bodas. Recibidas las cartas por Sergio, con las más ricas joyas que pudo, en breve tiempo llegó a Bolonia; adonde después de celebradas las bodas se llevó a Roma su hijo y nuera, la gentil Antonia.

Guillermo, del enojo concebido de lo que su hijo había hecho, de allí a pocos días enfermó de una gravísima enfermedad, de la cual murió. Y como la muerte sea descubridora de la riqueza o pobreza de los hombres, a la fin de sus días apoderáronse tantos acreedores en las posesiones y bienes de Guillermo, que, con gran crueldad y favores de los deudos de Antonia, como le tenían mala voluntad, no le dejaron en que el hijo Federico pudiese sostenerse ni pasar la vida.

Pues como Federico se viese pobre hubo, más por fuerza que de grado, de desamparar su patria. Y determinando de irse derecho a Roma, por el camino ladrones le robaron lo poco que llevaba, y le fue forzado de puerta en puerta pedir por Dios, para pasar su camino y pobre vida. Llegado a Roma, informándose de la posada de su tan amado y querido Urbino, púsose a la puerta, aguardando que cabalgase o saliese de ella, porque vergüenza le constreñía de no dársele a conocer por palabras manifiestas, sino tan solamente con la presencia y objeto de su cara.

Así que, saliendo Urbino a caballo de su casa, parósele delante Federico con la más piadosa postura que pudo, franqueándole el rostro porque mejor le conociese, pidiendo por amor de Dios, que le favoreciese. Urbino estúvolo mirando, como aquel que le quería conocer y no se daba acato de dónde, por donde mandó a un criado suyo que le diese un julio. Viniéndoselo a dar, Federico no lo quiso recibir, sino que, aborrecido de la vida, viendo que no lo había conocido, se salió de la ciudad de Roma, y a donde más áspero y solitario camino pudo hallar, enderezó su vía. En fin, tanto caminó que aportó en un lugar muy desierto, donde había una cueva muy oscura, y allí propuso de descansar y acabar su tan penada vida, comiendo de las hierbas del campo.

En esta sazón y tiempo hurtaron dos ladrones de casa de un riquísimo mercader una cajuela de joyas, los cuales, por no ser descubiertos del hurto que habían hecho, se salieron de la ciudad y vinieron a la cueva que Federico habitaba, la cual muchas veces les había servido para semejantes tratos.

Pues como viniesen a la cueva y descargasen su cajuela, por ser muy honda y oscura y el día empezaba a esclarecer, no se dieron ningún acato de Federico, que estaba dentro y los estuviese mirando. Y así, muy a su placer y sosegadamente, sacaron de ella infinitísimas joyas, y empezaron a repartirlas y a hacer entre ellos partes iguales. Viniendo a la postre una joya impar muy riquísima, por decir el uno:

—Esa a mí me conviene, porque yo entré en la casa.

Y el otro:

—No, sino a mí, porque yo te descubrí en qué estancia estaba la cajuela.

Vinieron a reñir de tal manera que mató el uno al otro, y el vivo apañó todas las joyas y se fue. Habiendo sentimiento del hurto en casa del mercader, despacharon por diversas vías gente de a pie y de caballo, para si podían haber algún rastro de él. Y como de aquella cueva tuviesen noticia, viniendo a reconocerla, llegaron al punto que Federico estaba mirando al ladrón muerto, apiadándose de él; por donde le dijeron, conociendo la cajuela:

—¡Daca, ladrón! ¿Qué son de las joyas que estaban aquí dentro?

Federico, excusando que no era ladrón, asieron de él; y preguntándole quién había muerto aquel hombre, respondió, determinado de acabar la vida tan trabajosa que pasaba:

—Yo le maté, señores.

—¿Vos? —dijeron ellos—. Pues, ¡sus!, vaya preso a la ciudad.

Llevado que fue delante el juez, jamás por tormentos quiso confesar qué sabía del hurto, sino que él había muerto el hombre. Cerrado ya su proceso en cuanto al homicidio, y estándole leyendo la sentencia delante el juez, hallose por suerte Urbino presente, y como le estuviese mirando y dudase si era Federico o no, llamándole por su nombre le respondió, y a otras preguntas que por más certificación le hizo. Siendo cierto Urbino que su amigo Federico era el condenado, con una voz alta y presurosa, dijo al juez:

—¡No condenéis a este inocente, porque yo soy sin falta, señor, el que mató al hombre que culpáis que este ha muerto!

Federico respondiendo que no era verdad, sino que él le había muerto, Urbino afirmando que no, sino que él era el matador y no Federico, estaba el juez confuso y admirado de ver tan extraño caso, que no sabía qué determinarse. En esta competencia, hallándose presente el mismo ladrón que lo había muerto, condoliéndose que aquellos dos honrados hombres sin tener culpa muriesen, acusándole la conciencia, dijo a voces muy altas:

—¡Señor juez, óigame! Vuesa señoría sabrá que ni él lo mató ni este otro le mató, sino que yo soy sin falta el que ha muerto el hombre; y porque más crédito se me dé de esto, púsose la mano en el seno y sacó de las joyas que estaban en la cajuela.

A esto respondió el juez:

—Ser tú el ladrón claramente lo manifiestas, pero el matador, ¿de qué suerte?

—De esta —dijo el ladrón—: Sabrá vuesa señoría, que yo y ese muerto, los dos juntamente, hicimos el hurto, y al repartir de las joyas junto a la cueva donde le hallasteis finado, vinimos en tal diferencia que reñimos y le maté.

Entonces respondió Federico:

—Dice verdad, que yo le vi por mis ojos en la cueva donde estaba.

Dijo el juez:

—Pues si es verdad, ¿a qué fin dijiste que tú le habías muerto?

Respondió:

—Señor, por dar fin a mis tan aborrecidos días.

Y volviéndose a Urbino, dijo:

—Y a vos, ¿qué causa os movió para haceros culpante?

Respondió Urbino:

—A mí, muy grande, señor, por librar a Federico, amigo mío, de la muerte, cual él a mí me libró en días pasados.

—Y tú, ladrón, veamos —dijo el juez—, ¿quién te forzó a decir la verdad?

Respondió:

—Señor, la piedad y conciencia de ver competir dos hombres por pagar una muerte que no la debían.

—Así —dijo el juez—, pues yo doy por sentencia que vos, Urbino, os llevéis a vuestro amigo Federico a vuestra posada; y tú, ladrón, por la bondad que en ti tan amorosa cupo, te perdono y te hago merced de la vida, con que tengas cárcel perpetua.

La cual sentencia fue muy loada por todo el pueblo. Y Urbino se llevó a su amigo Federico a su casa, adonde le mandó cortar ricos vestidos y casó con una hermana que tenía, repartiendo con él de los bienes de fortuna. Y vivieron largos años muy alegres y prósperamente, como buenos y leales amigos.

Disculpa

De Joan Timoneda a los paniagudos de la Prudencia y Colegiales del provechoso Silencio


Pío lector, si mandares
leyendo mis invenciones
en Prosa, Verso o Cantares,
suplícote me perdones
si descuidillos hallares.

No mires si vo elegante,
pero debes mirar
que es para más sublimar
pedir perdón el errante
y, el que es sabio, perdonar.


Publicado el 18 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.
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