Al salir montó, se afirmó en los estribos, hizo luz sobre los
cojinillos, miró hacia adelante, dominando el campo y le dijo al negro:
—Me hacía falta... ¿No ves que cuadro la punta que termina en lo de Lemos?
El negro no lo oyó siquiera. No podía olvidar la figura y el llanto de las mujeres. Por eso dijo hablando para sí:
—¡Pobres! ¿Dónde van a dir estas cristianas?
Correa contestó:
—¿Adonde? ¡Al pueblo! ¡Donde van todos los pelaus!
* * *
El campo de Correa era sin fin. ¿Y para qué?
—Sólo él y yo —pensaba el negro—... Porque Correa no tenía siquiera
un perro "personal"... Los perros que había allí eran para atajar gente y
para matar bichos. Siquiera él —Sabino— tenía uno con el que hacía
horas. Un perro que a veces lo hacía reír, y que hasta se parecía a una
persona. Por eso lo llamaba "El viejo". Por no llamarlo Viejo Arce —a
quien se parecía— "porque el respeto es el respeto".
Esta idea de que el campo de Correa era un disparate, se le empezó a
presentar seguido en la cabeza después que estuvo con él en lo de las
Antúnez.
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