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Artículo, Crítica.
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30 de abril de 2016.
En general, todavía tengo yo que poner otro reparo a las semblanzas del Sr. Gener, o más bien aconsejar a los lectores que se aperciban contra ellas de cierta cautela, más indispensable a los españoles que a los hombres de otros países.
En España, ya sea por nuestra natural condición, ya sea porque escribiendo para el público o siendo artista se llama menos la atención y se adquiere menos dinero y menos gloria que en otros países y, por consiguiente, hay poco incentivo para dedicarse con constancia a lo que llaman en francés la pose, la verdad es que entre nosotros la pose apenas se estila o se usa, y cuando se usa o se estila es de un modo superficial y efímero y no con la honda tenacidad y persistencia que suelen tener en ella los escritores y los artistas franceses. Digo esto a fin de advertir que no debemos tomar con seriedad la pose mencionada, y a fin de censurar al Sr. Gener, aunque muy blanda y amistosamente, de que a veces toma dicha pose muy por lo serio. Válganos para muestra muchas cosas que refiere de Sarah Bernard, aunque en este caso es disculpa y aun plena justificación la galantería. La simpática y encantadora actriz posee en toda su persona vencedor y misterioso atractivo; con él y por él seduce y hechiza, como si fuera más hermosa que la Venus de Milo; se viste con lujo, esmero y gracia admirables, y su voz es argentina y simpática y tiene matices, inflexiones y tonos propios para expresar toda pasión y todo sentimiento: la ternura amorosa, los celos, la soberbia y la ira. Su andar, sus gestos, las posiciones que toma y los movimientos que hace, todo está magistralmente estudiado y ejecutado con inspiración y destreza. En suma, para elogiar a Sarah Bernard, yo me conformo, o más bien me complazco, en ser eco del Sr. Gener o de quien más la elogie. En lo único que no soy eco y en lo único que resulta la disonancia es en lo que me parece afectada ponderación; algo que veo en mi espíritu como trasladado a la vida real desde lo sofístico y aparente del teatro. ¿Cómo he de creer yo con formalidad y sin risa que para representar bien a la emperatriz Teodora, mujer de Justiniano, necesita Sarah Bernard leer a Procopio en griego, atracarse de Pandectas hasta el extremo de desencuadernar el volumen que las contiene y hacer otros mil estudios profundos y enrevesados para enterarse de cosas que probablemente la misma emperatriz jamás supo? Chistes, rarezas y exquisiteces por el estilo hay en los escritores y en los artistas de todas las nacionalidades, pero en los franceses se notan más a menudo. El blanco, al que con esto dirigen la mira, es a pasmar y atolondrar a los burgueses, mostrándose en vida, costumbres y hábitos, muy apartados de lo usual, muy inauditos y tan fuera del camino trillado, hasta en los casos y accidentes más ordinarios y repetidos, que vienen a aparecer, no como seres humanos, sino como monstruos o criaturas de distinta y superior especie. Asimismo procuran inculcar en la mente del vulgo un concepto fantástico de las enormes dificultades de su arte, suponiendo que para vencerlas son menester requisitos muy singulares, por donde, en ocasiones, el escritor o el artista que así quiere señalarse, incurre en pueril pedantería o en charlatanismo a la Dulcamara. Si Sarah Bernard asegura que para hacer bien el papel de la emperatriz Teodora se atiborra de crónicas en griego, se traga el Digesto y hace de él una buena digestión, y hasta interviene en el tejer de las telas con que han de hacerle los trajes procurando que sean tejidos según el estilo y manera con que en la edad de Narsetes y de Belisario solía tejerse, yo doy por cierto que Sarah Bernard embroma a la gente a quienes semejantes cuidados y esmeradas faenas refiere. Al hablar de todo ello, debería empezar su discurso como el gracioso doctor de la ópera, exclamando: ¡udite o rustici!