Este drama, tan excesivamente trágico, carece de todo valer literario, pero se publica aquí para satisfacer la curiosidad de no pocas personas que deseaban verle cuando se representó y no lo consiguieron a causa de la pequeñez del salón que sirvió de teatro. El autor compuso el drama a petición de la graciosa y discreta señorita doña María de Valenzuela, que prescribió determinadas condiciones a las que debía sujetarse la obra. El drama no había de durar más de catorce o quince minutos, la acción había de ser tan tremenda como rápida, y, salvo los comparsas y personajes mudos, sólo habían de figurar en él seis interlocutores, tres varones y tres hembras, todos los cuales habían de morir de desastrada y violenta muerte en la misma escena. Tan espantoso desenlace no había de tener por causa ni peste, ni hambre, ni fuego del cielo, ni ningún otro medio sobrenatural, sino que todo había de ocurrir sencillamente por efecto del truculento frenesí que el amor y los celos producen en el alma de una mujer apasionada. Yo creo haber cumplido con las condiciones que la mencionada señorita me impuso y de ello estoy orgulloso. Reconozco, no obstante, que mi drama no hubiera sido tan aplaudido y celebrado a no ser por el mérito de los actores y de las actrices que me hicieron la honra de representarle. Fueron éstos la simpática señora doña Rosario Conde y Luque de Rascón, las dos señoritas doña María y doña Isabel de Valenzuela y los Sres. D. Alfonso Danvila, D. Javier de la Pezuela y D. Silvio Vallín. A ellos, y no a la menguada y pobre inspiración del poeta, se debe el éxito pasmoso que obtuvo el drama, en el precioso teatro que el Sr. D. Fernando Bauer improvisó en su casa, y cuya magnífica decoración mudéjar pintó lindamente el Sr. Conde del Real Aprecio. Debo añadir aquí que no se prescindió de medio alguno, ni se excusó diligencia para procurar que los trajes y la pompa y aparato escénicos correspondiesen y hasta realzasen la grandeza y solemne majestad del argumento. Despojada ahora mi producción de todos los primores que entonces le prestaron valer, será muy difícil que agrade. Yo, sin embargo, me atrevo a insertarla aquí, confiado en la indulgencia del público y para complacer a varios amigos y conocidos míos que desean tenerla en letra de molde.
ACTO ÚNICO
Magnífico vestíbulo del Castillo. Gran puerta en el fondo. Puertas laterales. Es de noche. Ruge la tempestad. Obscuridad profunda, iluminada a veces por relámpagos vivísimos. Mucho trueno.
ESCENA PRIMERA
Entra D.ª Brianda vestida con traje de mediados del siglo xv, y con un candil en la mano.
Doña Brianda.
¡Ay que noche, Dios mío!
Siento a veces calor y a veces frío.
Truena y relampaguea,
y con furor tan bárbaro graniza
que el cabello en la frente se me eriza,
y tengo el corazón hecho jalea.
Y eso que soy valiente cual ninguna:
bien lo conoce D. Ramón, mi hermano,
que me abandona en noche tan fatal
y sale, confiado en su fortuna,
con todo el escuadrón fuerte y lozano
que manda y rige cual señor feudal.
Lo que piensan hacer es un misterio,
pero debe de ser lance muy serio.
A media legua de esta casa fuerte
está ya el reino moro de Granada,
donde estragos y muerte
van a llevar entrando en algarada.
Mas bien puede en el ínterin venir
a este castillo el moro,
y darme que sentir,
y hasta faltar un poco a mi decoro.
¡Grandes son mis recelos!
(Dan fuertes aldabonazos a la puerta de entrada.)
¡Qué horror! ¿Quién llamará? ¡Divinos cielos!
(Suena desde fuera una voz.)
Voz.
¡Ah del castillo! ¡Hola!
Doña Brianda.
(Que se ha acercado a la puerta y ha mirado por el agujero de
la llave.)
Voz de mujer parece y está sola.
(Vuelve a mirar por el agujero.)
Mas no, que un negro bulto la acompaña.
¿Quién es?
Voz de fuera.
¡Ábreme!
Doña Brianda.
¡Cielos! ¿Qué maraña
es aquesta? ¿qué voz ora me saca
el corazón de quicio?
o he perdido el juicio,
o esta es la propia voz de doña Urraca.
Doña Urraca.
Yo soy. Abre, Brianda.
Doña Brianda.
Entra. Ya estoy como la cera blanda.
ESCENA II
Dicha. Doña Urraca y el moro Tarfe embozado en su capa hasta los
ojos.
Doña Brianda.
¿Tú por aquí a horas tales?
¿Qué sucesos fatales
te hacen vagar en tan horrible noche,
sin pajes, sin caballos y sin coche
por esos andurriales?
Doña Urraca.
Decirlo todo quiero,
mas tu favor y tu indulgencia pido.
Es mi padre, D. Suero,
el padre más ruin y cicatero
que en el mundo ha nacido.
Por no dar dote no me da marido.
Para empapar dinero,
mas no para soltarle, es una esponja;
y en lugar de buscarme un buen partido,
se empeña cruel en que me meta monja.
Yo al vendaval de mi pasión amante
me doy sobreexcitada a todo trapo,
y con un novio tierno y arrogante
de la casa paterna al fin me escapo.
Con él huyendo voy a morería,
pero la tempestad nos extravía.
El bagaje, una tropa
de malhechores nos robó en la vía.
De mi amigo el valor me ha libertado,
mas hasta aquí con pena hemos llegado
cada cual con la lluvia hecho una sopa
y en lastimoso estado.
Doña Brianda.
¿Y quién, oh mi señora,
es el tal novio con que vas ahora?
Doña Urraca.
Es Tarfe, un mahometano,
mas me promete que se hará cristiano.
Doña Brianda.
Entonces menos mal.
(El moro se desemboza. Doña Brianda le acerca el candil y le
mira con detención.)
¡Es muy buen mozo!
Doña Urraca.
Ya lo creo.
Doña Brianda.
Yo aplaudo tu alborozo.
(Suenan clarines y se oyen muchas voces.)
¡Ay Dios de los ejércitos! ya llega
mi fiero hermano de la atroz refriega.
Él considerará grave delito
fugarse con un moro, e infelices
seréis los dos, si os coge en el garlito.
Le cortará a tu moro las narices,
y a ti te mandará bien escoltada
de tu padre D. Suero a la morada.
Doña Urraca.
Pues escóndenos pronto, cara amiga.
Doña Brianda.
Venid a un escondite.
Doña Urraca.
Puede que así se evite
el presentido mal que me atosiga.
(Queda por un momento la escena vacía. Vuelve a poco doña Brianda y abre
de nuevo la puerta principal. La trompetería ha sonado más cerca. Entra
D. Ramón con toda su hueste, armada de brillantes armas, y dos personas
cubiertas de negros capuces. Algunos de la comitiva traen antorchas o
candelabros, que colocados en lugar conveniente iluminan la escena.)
ESCENA III
Doña Brianda, D. Ramón, la hueste y los encubiertos.
D. Ramón.
Ya estás en salvo en mi casa.
Valientemente reñías
cuando acudí con mi hueste
y rechacé a la morisma,
haciendo tremendo estrago
en sus apretadas filas.
D. Tristán.
(Sin descubrirse.)
Mucha gratitud te debo. Sin ti perdiera la vida.
D. Ramón.
Descúbrete y di quién eres.
D. Tristán.
A estar oculto me obliga
la prudencia, mas a solas
te descubriré en seguida
quién soy y de dónde vengo.
Despide a tu comitiva.
D. Ramón.
¡Despejad!
(Vanse todos los guerreros y solo quedan los dos de los capuces y doña
Brianda.)
D. Tristán.
Aún queda alguien.
D. Ramón.
Esta es mi hermana querida.
D. Tristán.
Pues aunque sea tu hermana
haz que se vaya.
D. Ramón.
Hermanita
lárgate.
Doña Brianda.
Me largaré.
(Ap.) ¡qué sospecha, suerte impía!
¡Qué fatal presentimiento
en mi corazón se agita!
La voz del encapuchado,
la de D. Tristán imita.
¿Será D. Tristán acaso?
Yo me quedaré escondida
atisbando y escuchando
para descubrir la intriga. (Vase.)
ESCENA IV
Don Tristán, D. Ramón y Zulema. Doña Brianda entre bastidores
atisbando lo que pasa y asomando de vez en cuando la cabeza.
D. Ramón.
Solos ya, satisface mi deseo:
desembózate.
D. Tristán.
¡Mira!
D. Ramón.
¡Ay, Dios! ¡qué veo!
Don Tristán eres tú, mi amigo caro.
¿Por qué caso tan raro
te encontré solo en la tremenda lid,
más valiente que el Cid,
entre fieros paganos?
D. Tristán.
Yo me volvía a tierra de cristianos
después de estar en la imperial Granada,
de donde traigo a esta mujer robada.
Es mi dicha suprema,
es mi esposa, es mi bien,
es la hermosa Zulema,
hija mayor del rey Muley Hacen.
Contempla su hermosura.
(Don Tristán se dirige a Zulema, le quita el negro capuz y ella aparece
deslumbradora, con rico traje oriental, todo cuajado de oro y de piedras
preciosas.)
D. Ramón.
(Mirando a Zulema y como en éxtasis.)
¡Un sol en el zenit se me figura!
¿qué vas a hacer con tan sin par doncella?
D. Tristán.
Me casaré con ella
cuando esté en mi lugar y busque al cura,
que de antemano le dará el bautismo:
Ya una esclava católica
le enseñó el catecismo.
Ella está melancólica
porque deja a su padre y a su grey
en la maldita ley
del Profeta Mahoma,
que sin fallar los llevará al infierno.
D. Ramón.
Harto pesada broma
das tú entretanto al rey
con hacerte su yerno.
D. Tristán.
Déjate de discursos y razones.
D. Ramón.
Me callo, pues. Di tú lo que dispones.
D. Tristán.
Aquí pernoctar quiero
hasta que raye el matinal lucero.
Entonces prosiguiendo en mi camino
me volveré al castillo de D. Suero,
mi padre muy amado,
conduciendo a mi dueño idolatrado
sobre las ancas de mi fiel rocino.
Zulema.
¡Ah! sí, vámonos pronto, D. Tristán.
Temo que aún nos ocurra algún desmán.
D. Ramón.
No tema Vuestra Alteza,
que está segura en esta fortaleza.
Venid, pues, al mejor de mis salones
a descansar del hórrido combate,
y a lavaros también.
Después os servirán el chocolate,
con bollos de manteca, mojicones,
buñuelos y otras frutas de sartén. (Vanse.)
ESCENA V
Doña Brianda sola.
Doña Brianda.
¡Malvado! ¡traidor, infiel!
Por esa perversa mora
me deja quien me enamora
en abandono cruel.
Palabra de casamiento
me dio el impío hace un año.
¡Espantoso desengaño!
¡Todo se lo lleva el viento!
Pero no; ruda venganza
tomaré de ese salvaje.
Daré a la mora un brevaje
que le destroce la panza
y la vida le arrebate.
Mi criada, que es ladina,
esta esencia de estricnina
verterá en su chocolate.
(Enseña un pomo que tiene en la mano y se va por donde ha entrado.)
ESCENA VI
Sale D. Ramón por el lado opuesto, después de haber dejado lavándose a
sus dos huéspedes.
D. Ramón.
(Meditando.)
Confieso que me escama
el empeño que tiene D. Tristán
de ocultar a mi hermana que el galán
es él, en esta novelesca trama.
Catástrofes barrunto;
pero será mejor no cavilar.
A mis huéspedes quiero agasajar.
Haré que lleven chocolate al punto.
(Vase por el otro lado. Queda un momento la escena vacía.)
ESCENA VII
Aparece la criada con una bandeja, dos jícaras de chocolate y bollos, y
pasa de largo. Entra Doña Brianda.
Doña Brianda.
El veneno vertí ya
en la jícara espumante,
y dentro de breve instante
la mora le beberá.
De fijo reventará,
dando así satisfacción
a mi burlada pasión
y a mis espantosos celos,
y cumpliendo mis anhelos
de hacer a Tristán tristón.
ESCENA VIII
Dicha y D. Tristán que trae entre los brazos medio desmayada a
Zulema.
D. Tristán.
¡Qué espanto! ¡Qué maravilla!
Apenas bebe Zulema
el chocolate, se quema
cual si comiese morcilla
de la que echan a los perros
para darles cruda muerte.
¡Qué bien castiga la suerte
mis enamorados yerros!
Zulema.
¡Ay, D. Tristán! Yo reviento,
¿qué chocolate endiablado
es el que ahora he tomado?
¡Fuego en mis entrañas siento!
Doña Brianda.
¿Qué es esto, señor, qué pasa?
D. Tristán.
¡Que Zulema se me muere!
Doña Brianda.
Pues me alegro. Ella me hiere
y mi corazón traspasa
de los celos con la punta.
¡Infiel Tristán, asesino,
de ti me venga el destino
al dejártela difunta!
Zulema.
¡Yo me muero!
(Hace una horrible mueca, se desprende de entre los brazos de don
Tristán y cae muerta en el suelo.)
Doña Brianda.
Ya espichó. (Con júbilo feroz.)
D. Tristán.
¡Muerta está! ¡Trance funesto! (Tocándola.)
Doña Brianda.
Pues no me basta con esto.
Mi furia no se calmó,
y para vengarme más,
te haré saber que tu hermana
más que esa mora liviana
y peor que Barrabás,
se ha escapado con un moro
de la morada paterna
y está locamente tierna
ofendiendo tu decoro.
D. Tristán.
¿Qué me dices? ¡Maldición!
¡Ha de costarle la vida!
¿Dónde se encuentra?
Doña Brianda.
Escondida
la tengo en esta mansión.
Ella y el alarbe juntos
se esconden en el granero.
D. Tristán.
Voy a buscarlos y espero
que pronto estarán difuntos.
(Desenvaina la espada y echa a correr.)
ESCENA IX
Doña Brianda sola.
Doña Brianda.
Muertes hoy y guerra ruda
los celos producirán.
Ya habrá subido al desván,
y habrá encontrado sin duda
al moro y a doña Urraca.
Ya está la pobre aviada...
Tristán no envaina la espada
sin sangre, cuando la saca.
ESCENA X
Entra huyendo Doña Urraca, y D. Tristán persiguiéndola con la espada
desnuda.
Doña Urraca.
¡No me mates, hermano!
Tarfe se hará cristiano
y será mi marido:
Así quedará todo corregido.
D. Tristán.
No puedo perdonarte tu pecado.
¡Tú mi honor has manchado
con un perro sectario de Mahoma!
¡Toma el castigo que mereces! ¡Toma!
(Le da una tremenda estocada y doña Urraca cae muerta.)
Doña Brianda.
Mi agradable venganza va adelante.
ESCENA XI
Dichos y el moro Tarfe que entra furioso y con el chafarote
desenvainado.
Tarfe.
¿Dónde está ese tunante,
que por el intrincado laberinto
de esos mil corredores
se escabulló siguiendo a mis amores?
D. Tristán.
Aquí me tienes, moro majadero,
y ya en la sangre de tu amiga tinto
está mi fuerte acero.
Tarfe.
¡Pues vivo no saldrás de este recinto!
Pague tu desalmada
sangre, la que vertiste de mi amada.
(Riñen. Don Tristán atraviesa al moro de una estocada y el moro cae
muerto.)
ESCENA XII
Dichos y D. Ramón que entra apresurado.
D. Ramón.
¿Qué ocurre aquí? ¡Qué estruendo!
¡Qué horror! ¡cuántos cadáveres!
D. Tristán.
¡Oh, dura
inevitable ley del hado horrendo!
Doña Brianda.
¡Ay don Ramón! El mostruo que estás viendo
me burló con infame travesura.
Su palabra me dio de matrimonio,
y engañándome luego,
de ángel que fui, me convirtió en demonio,
y del infierno me lanzó en el fuego.
¡De mi horrible venganza estoy ufana!
D. Ramón.
(Dirigiéndose a D. Tristán.)
D. Tristán, o te casas con mi hermana,
o tu maldad te costará muy cara.
D. Tristán.
No puedo: un mar de sangre nos separa.
D. Ramón.
Pues aun la sangre me parece poca,
y esa tu negativa del casorio
a derramar la tuya me provoca.
D. Tristán.
Esto va a ser sobrado mortuorio,
pero es irresistible mi arrebato...
Defiéndete o te mato.
(Riñen los dos y ambos se hieren mortalmente y caen muertos en tierra.)
Doña Brianda.
Ya de mi celoso ahínco
el resultado me asombra;
en pie estoy como una sombra
entre cadáveres cinco.
De demonios un enjambre
muy pronto vendrá por mí.
Mi celoso frenesí
ha roto el vital estambre
de estos cinco personajes,
a quien yo tanto quería.
Ahora siente el alma mía
remordimientos salvajes.
No está bien, es indecente
que yo conserve el vivir,
cuando logré hacer morir
a tan buena y noble gente.
(Dirigiéndose al cadáver de D. Ramón.)
Perdona, hermano, perdona
si por mi culpa estás muerto.
(Dirigiéndose a doña Urraca.)
Aunque ya cadáver yerto,
estás, Urraca, muy mona.
(Dirigiéndose a Zulema.)
Y tú, gallarda Zulema,
¿qué culpa de amar adquieres
a quien para las mujeres
fue más dulce que la crema?
(A D. Tristán.)
¡Ay D. Tristán! de mi rabia
me arrepiento ya muy tarde.
¡Aún te adoro! Asaz cobarde
fuera la que así te agravia,
si en tan solemne ocasión
a vivir se resignara,
y al punto no se matara
con firme resolución!
(Saca el pomo del veneno.)
Aún se esconde en este frasco
gran cantidad de veneno.
Valiente soy... Daré un trueno;
me lo beberé sin asco.
(Apura todo el veneno que hay en el pomo.)
Ya me lo bebí; ya miro
de feos demonios un bando,
que están en torno esperando
que yo dé el postrer suspiro,
para ir en procesión,
con horrenda algarabía,
a llevarme a la sombría
honda cárcel de Plutón.
Allí expiaré mi delito
con fieras penas, mas antes
no quieran los circunstantes
castigarme con el pito;
sino que, para consuelo
de mi agonía mortal,
con aplauso general
se dignen calmar mi anhelo.
(Hace contorsiones horribles y cae muerta por virtud del veneno.)
FIN