A la señorita Ana Pintos
Era el día primero de los Ázimos, aquella fiesta solemne, simulacro del fin del cautiverio egipcio y del regreso a la patria.
El cumplimiento de las profecías se acercaba, y Jesús, viendo llegada su hora, dejó la aldea de Bethania, donde moraban Lázaro, Marta y María, aquellos amigos que él tanto amaba, y seguido de sus discípulos llegó delante de Jerusalén.
—Maestro, ¿dónde quieres que preparemos la Pascua? —dijéronle estos.
—Id —les respondió—, y llegados a la primera fuente seguid a un hombre que, lleno el cántaro, lo asienta en la cabeza y vuelve a su casa. Entrad en esta y decid al dueño: el Señor desea comer contigo la Pascua.
Los discípulos obedecieron, y Jesús, sentado en una piedra quedose solo.
La hora de nona había pasado hacía largo tiempo; y el sol próximo al ocaso, doraba con sus últimos rayos la ciudad querida de sus abuelos, la hermosa Sunamitis cantada por la lira de Salomón, que alegre y risueñas se extendía sobre dos colinas acariciada por las tibias brisas de la primavera.
Y Jesús, contemplándola lloró.
Lloró sobre su grandeza y santidad pasadas, y sus presentes abominaciones: y su tremendos castigos, y su destrucción postrera, que veía surgir inminente en las lontananzas del porvenir...
Y alzando los ojos hacia la Eterna Clemencia, encontró la eterna Justicia, que, abarcando los ámbitos del cielo, severa, inexorable pedía la hostia de expiación.
Entonces, como en el día que bajando del padre, vino a tomar su puesto en la humanidad degenerada, lleno el corazón de piedad y de amor infinito, ofreciose otra vez por ella en holocausto...
Y cuando sus discípulos vinieron a buscarlo para decirle que todo había sido hecho como él lo mandara, encontráronlo triste pero sereno.
Mientras atravesaban las calles de la ciudad, invadida por una inmensa muchedumbre de pueblos, que, desde los confines del reino venían a celebrar la Pascua, uno de los doce compañeros de Jesús rezagándose furtivamente, penetró en el palacio del pontífice...
Llegados a la casa donde los discípulos siguieran al hombre del cántaro, su dueño, saliendo a recibirlos, condújolos a un rico sostenido por columnas de alabastro y tapizado de púrpura, donde estaba aderezada la mesa, coronada por el Cordero Pascual, y flanqueada por canastillos de lechugas amargas y panes sin levadura.
Al centro, colocado cerca de una hidria de vino, brillaba un cáliz de oro adornado con piedras preciosas.
Puestos a la mesa, levantose Jesús, y tomando una toalla y un lebrillo de agua, lavó los pies a sus discípulos, diciéndoles:
—Así como yo lo hago ahora, pídoos que os sirváis los unos a los otros: y que si me amáis, os améis con mi amor para que os conozcan por míos.
A tiempo que Jesús volvía a sentarse a la mesa, un hombre, con la respiración anhelante del que ha caminado aprisa, entró en el cenáculo.
Era Judas.
Su rostro impasible, en fuerza del disimulo, arrostró impávido las miradas de sus compañeros; pero no pudo resistirla de Jesús, dulce, triste, intensa, que le hizo bajar los ojos lleno de confusión; y que volvió a encontrar, cuando alzándolos de nuevo, miró a Jesús, que decía:
—Con deseo he deseado comer con vosotros esta Pascua, que será la última, hasta que se cumpla en el reino de mi padre; porque mi hora ha llegado, y es necesario que os deje.
Y ellos, contristados:
—¿Adónde vas, Señor? —le decían—, donde vayas llévanos contigo.
—Donde yo voy vosotros no podéis seguirme ahora; pero yo os prepararé el camino —respondioles él con acento de entrañable ternura. Pero hablando así, turbose de repente e, interrumpiéndose, añadió:
—En verdad os digo, que uno de vosotros me ha de entregar en manos de mis enemigos.
Y ellos, apenados, le preguntaban uno a uno:
— Por ventura, ¿soy yo, Maestro?
Y Pedro exclamó, en un arranque de fervoroso entusiasmo:
—¡Oh! ¡Maestro! no seré sin duda yo, que, lejos de traicionarte, daré por ti mi sangre y mi alma.
—¿Darás por mí tu sangre y tu alma? —díjole Jesús, mirándolo con una sonrisa de inefable tristeza. En verdad te digo que antes del primer canto del gallo, me habrás negado tres veces.
En fin, tomando un trozo de pan y el cáliz de vino, hizo de ellos una celestial sustancia, y se les dio en ella para siempre añadiendo:
—Haced esto en mi memoria.
Jesús, viendo que todo lo que a ese acto concernía estaba cumplido, dijo: «¡Basta!», y recitado el Himno dejó la mesa; y saliendo de la casa y de la ciudad, seguido de sus discípulos, atravesó el Cedrón, y dirigió sus pasos hacia un jardín llamado de Gethsemaní, que extendía su verde fronda al pie del Monte Olivete; lugar ameno y solitario, donde él iba con frecuencia para aislarse de los hombres y orar al Padre.
Mientras caminaba, un grande pavor, el pavor de la carne, rebelada contra las sublimidades del sacrificio, apoderose de él; y volviéndose a los suyos:
—¡Triste está mi alma hasta la muerte! —les dijo—. Velad y orad conmigo.
Y penetrando en el jardín, adelantose solo, y cayó postrado en tierra...
Mediaba la noche: una noche serena de primavera; la luna llena, filtrando sus plateados rayos al través del ramaje, alumbraba igualmente el grupo de hombres que, encargados de velar, dormían egoístas el grosero sueño de la materia; y más lejos, la figura sublime de Jesús, postrado en tierra, pálido y angustiado.
El peso de los dolores humanos que echara sobre sí, agobiaba su alma; y en las medrosas visiones de la hora postrera, el espectro del inmenso porvenir le apareció siniestro, espantable. Vio las cóleras, los odios y las persecuciones que los suyos habían de sufrir, al derramar en el mundo su divina palabra; vio las guerras y las horribles matanzas que por su nombre y en su nombre habían de ensangrentar la tierra que él había venido a redimir; y la serie innumerable de los mártires, desde Esteban hasta Delboy, desde Molé hasta Juan de Hus y hasta Atahualpa, desfiló, silenciosa, lúgubre, ante su mente contristada.
Y él, que pocas horas antes llorara sobre Jerusalén, lloró ahora sobre la humanidad entera, y poseído de angustiosa agonía, la sien bañada de sangriento sudor:
—¡Padre! —exclamó— ¡haced que pase de mí este cáliz!
Mas, cuando su alma aniquilada por el dolor, iba a desfallecer, he aquí que de un cúmulo de blancas nubes aisladas en el azul del cielo, desprendiose una luz diáfana, azulada, que descendiendo a él, tomó de súbito la figura maravillosa de un arcángel. Veía en sus manos un cáliz misterioso, que, doblando una rodilla vertió delante de Jesús.
Era su sangre, su sangre, que mezclada a la de esos héroes de su fe, al tocar la tierra hizo brotar una planta, que convertida en un árbol gigantesco, cubrió con sus ramas el mundo; abrió, mal grado de los aquilones, su robusta florecencia, y maduró sus frutos, que gustados por los hombres, secaron en sus almas el odio, haciendo nacer el amor...
Y Jesús leyó en ellas esas divinas palabras, resumen de toda su doctrina: ¡Libertad! ¡Igualdad! ¡Fraternidad!
La mística visión desapareció; y Jesús, alzándose de tierra, sereno, sublime, la frente cercada de divinos resplandores, salió al encuentro a sus enemigos, y se entregó a la muerte.