I. La cita
Las doce de la noche acababan de sonar en el reloj de la catedral de Lima. Sus calles estaban lóbregas y desiertas como las avenidas de un cementerio; sus casas, tan llenas de luz y de vida en las primeras horas de la noche, tenian entonces un aspecto sombrío y siniestro; y la bella ciudad dormia sepultada en profundo silencio, interrumpido solo á largos intérvalos por los sonidos melancólicos de la vihuela de algun amante, ó por el lejano murmullo del mar que la brisa de la noche traia mezclado con el perfume de los naranjos que forman embalsamados bosques al otro lado de las murallas.
Un hombre embozado en una ancha capa apareció á lo lejos entre las tinieblas. Adelantóse rápidamente, mirando con precaucion en torno suyo, y deteniéndose delante de una de las rejas doradas de un palacio, paseó suavemente sus dedos por la celosía de alambre.
La celosía se entreabrió.
—¿Hernan? —dijo una voz dulce y armoniosa como las cuerdas de una lira. Y al mismo tiempo apareció el bellísimo rostro de una jóven engastado en negros y largos rizos sembrados de jazmines y aromas.
—¡Rosa! amada mia, no temas, soy yo —respondió con apasionado acento el embozado, estrechando contra su pecho la mano blanca y fina que la jóven le alargaba.
—¡Oh! ¡cuánto has tardado esta noche! —dijo suspirando— Yo contaba los segundos por los latidos de mi corazon; pero eran estos tan precipitados que me parece haber vivido siglos desde las once.
Y abriendo enteramente le celosía, se puso de rodillas en el antepecho de la ventana para mirar de mas cerca á su amante, cruzando por fuera de la reja dos brazos torneados y blancos como el alabastro, con esa mezcla de infantil confianza y de gracia voluptuosa peculiar solo á nuestras vírgenes americanas, á quienes la influencia de nuestro ardiente sol, sin quitarles nada de la inocencia adorable de la niñez, les dá con todos sus refinamientos, las seducciones de la mujer.
Aquel á quien ella llamaba Hernan, contemplaba en un éxtasis doloroso el rostro encantador que casi tocaba al suyo.
—¡Rosa! ¡adorada mia! —la dijo— nunca te vi tan hermosa como en este momento; nunca tus ojos han resplandecido con tan divino fuego, ni tu dulce voz ha tenido jamás sonidos tan magicos para mi corazon.
—Y sin embargo vas á alejarte de mi, á abandonarme á las persecuciones insoportables de ese odioso Ramirez, que escudado con la aprobacion de mi padre, de quien es amigo y colega, me considera insolentemente como su propiedad futura, sin contar para nada con mi voluntad. Pero yo les haré conocer la energía de esa voluntad con que no cuentan; y si tu me abandonas en la lucha terrible que voy á sostener, mi valor no me abandonara al menos. Guarda, pues, ese fatal secreto que rehusas confiar á tu amante, y que, puesto que te prohibe el pedir á mi padre el corazon que su hija te ha dado, será quizá algun vínculo que te liga á otra...
La voz de la bella jóven que habia tomado el acento firme de un adolescente, descendió á estas palabras, á un diapason dulcísimo, perdiéndose en un largo sollozo.
—¡Rosa! angel mio! no aumentes con tus lágrimas la horrible amargura que inunda mi corazon. ¡Ay! yo dilataba el momento de destrozar el tuyo con el peso de mi secreto, pero pues ha llegado la hora... ¡sea!...
¿Quieres saber quien es este Hernan á quien conociste en aquella corrida de toros sentado al lado del virey? Este Hernan de Camporeal educado con los hijos de los grandes de Espaha, es el descendiente de esa raza proscripta que vosotros, sobre todo tu padre, mirais con tanto desprecio, despues de haberla destronado y de haberos engrandecido con sus riquezas; el que te ama á ti, hija del orgulloso oidor Osorio, el que prefieres al poderoso y magnífico oidor Ramirez, es el hijo de una india; es un desventurado que nada posee en el mundo aunque su pié huella quizá los tesoros que sus padres confiaron á las entrañas de la tierra para sustraerlos á la sanguinaria codicia de sus tiranos. Hernan se interrumpió, fijando en su amada una mirada penetrante, como si quisiera leer en el fondo de su alma. Pero ella habia cruzado las manos sobre su pecho y lo contemplaba extasiada.
—¡Qué escucho! —exclamó— ¡Hernan el elegido de mi corazon, es un hijo de los incas! Oh! yo lo habia presentido! De dónde venia esa emocion profunda que aun antes de conocerte sentia yo al solo nombre de Manco Capac ó de Atahualpa? Se hubiera dicho que entre mi corazon y el sepulcro olvidado de esos héroes, mediaba una fibra palpitante, por la cual el calor juvenil de mi sangre comunicaba con sus heladas cenizas. Entonces yo atribuia ese sentimiento estraño á las vehementes simpatías de la juventud, aun por seres desaparecidos despues de siglos; pero era el presentimiento de mi amor. Mas dime, Hernan, aunque mi padre mire con desprecio el linaje de tu madre, ¿en qué perjudica esto á nuestro amor, pues que el noble conde de Camporeal la hizo española dándole su nombre?
La altiva frente de Hernan palideció á estas palabras.
—Oh! santa madre mia! —esclamó elevando al cielo una mirada de amor infinito— ese nombre que te rehusaron, por noble que sea, todavia no era digno de ti: él no podia aumentar el brillo de la aureola de virtudes, de honor y de heroismo que rodeaba tu frente. No! Rosa, mi madre no llevó nunca ese nombre: una atroz injusticia le privó de él. Oh! si eso hubiera sido lo único que le robó... Escucha su historia, amada mia, cuyo corazon es el único digno de comprenderla, tú á quién ella me ha enviado del cielo para reemplazarla en la tierra.
II. La madre
Mi mas lejano recuerdo me representa un dia muy pequeño, sentado á los pies de mi madre, que era una jóven alta, de maravillosa hermosura, con largos y rasgados ojos negros...
—¡Como los tuyos! —murmuró Rosa con acento que revelaba una inmensa pasion, y pasando sus lindos dedos por las largas pestañas de Hernan.
—Con una boca —continuó este— pequeña y de labios encarnados, por los que sin cesar erraba una dulce y melancólica sonrisa, dejando ver dos iguales filas de dientes de un blanco de nieve azulado. Su hermosa frente, de la que descendian cuatro trenzas de cabellos, tan largos que descansaban en el suelo, estaba adornada de una banda de púrpura, única insignia, con que la veneracion fanática del pueblo distingue las hijas de los antiguos reyes del Perú.
Nos hallábamos en el Cuzco, en una casita cuyos muros habian pertenecido á construcciones anteriores á la conquista. El sol brillaba en un cielo sin nubes, y uno de sus rayos, pasando por una ventana, venia á morir á nuestros pies.
Mi madre hilaba con aire triste y meditabundo, interrumpiéndose solo para bajar su mano sobre mi frente y acariciarme. Yo jugaba recostado en su rodilla, ya con su rueca, cuyo curso detenia, ya con los átomos del sol que perseguia procurando encerrarlos en mi mano.
—¡Maria! hija mia! estás ahí? —preguntó una voz cascada desde la puerta.
—Entrad, cacique —respondió mi madre levantándose para recibir á un anciano indio, de cabellos blancos y rostro venerable— venid, mi buen padre adoptivo. Mi corazon está hoy muy triste. El anciano miró á mi madre con dolorosa ternura.
Sí, muy triste —repitió ella, contestando a esa mirada. Funestos presagios me anuncian una desgracia. ¿Cuál? ¡lo ignoro! Anoche mismo un sueño estraño y angustioso me ha llenado de terror. ¡Oh vos, á quien Dios revela su misterioso sentido, escuchad, y decidme lo que debo temer!
Me hallaba con mi hijo sobre mis rodillas en un jardin delicioso, tan bello, que en comparacion suya nuestras fértiles quebradas son áridos desiertos. Me rodeaban árboles de toda especie, cargados de hermosos frutos; innumerables, variadas y bellísimas flores me embriagaban con su penetrante aroma; y sin embargo de que todo allí respiraba alegria yo estaba triste, y una dolorosa inquietud me hacia estrechar á mi hijo contra mi corazon.
De repente vi delante de mí un hombre de formas colosales, un gigante vestido de verdes juncos, y cuyas facciones, ¡cosa estraña! tenian la movilidad de la imájen que vemos reflejarse en el agua agitada. —¡El mar! —murmuró el indio.
—El espanto que me causó aquella aparicion produjo en mí un efecto inaudito. Mis miembros se entorpecieron, mi lengua, como clavada, al paladar, no pudo articular un solo grito, y de todo mi ser material, mis ojos solos quedaron con vida, mis ojos que vieron al gigante aprovechándose de mi postracion, tomar á mi hijo por el cuello, arrancarle de mis brazos á pesar de sus gritos, y alejarse con él hácia una llanura sin límites, donde desapareció.
—¡El mar! —repitió el cacique.
—El dolor que desgarró mi corazon me despertó. Mi cuerpo agitado de horribles convulsiones, estaba cubierto de un sudor helado; mis sienes latian como si fueran á romperse; pero abriendo mis ojos vi á mi hijo dormido en mis brazos, abracelo estrechamente, y todos mis terrores se disiparon, reemplazándolos un gozo inmenso, imposible de ser comprendido sino por una madre que haya perdido á su hijo.
Y tomándome en sus brazos me llenó de besos y de lágrimas.
El anciano despues de haber quedado largo rato pensativo, preguntó con inquietud á mi madre:
—¿Dónde está él ahora?
—Fué —respondió ella— á desempeñar en Buenos Aires una de las misiones con que vino á América, y han pasado dos años sin que yo tenga noticias suyas. ¡Ay! padre mio, ¿es de mi amado Fernando, de mi bello conde de Camporeal, de quien me hablan mis funestos sueños y esos mil incidentes de mal agüero que se multiplican en torno mio?
—¿Con que amas mucho á ese español? —preguntó el indio con amargura.
—¡Si le amo! —respondió mi madre con acento apasionado.— Mi corazon, mi alma, todo mi ser le pertenece; y para aumentar su felicidad habria querido que Dios doblara cada una de sus facultades.
El indio fijó en mi madre una mirada de tierna y dolorosa compasion, murmurando tristemente... ¡Ella tambien, como sus abuelos, debia caer en los lazos que esa raza impía tiende á nuestros sencillos y afectuosos corazones!
En vano seria, desventurada hija del Cuzco, que yo te descubriese el sombrío porvenir que leo en este momento sobre tu frente y la de tu hijo, porque nadie puede huir de su destino, y ademas la voz del amor, dulce y sonora, cubriria la voz trémula, aunque inspirada, del anciano.
Pero es necesario interponer tu conciencia entre nuestro secreto y la debilidad apasionada de un corazon de mujer.
El cacique se levantó, y dirigiéndose á mi madre con ademan magestuoso y voz solemne: —nieta de Atahualpa, —esclamó— ¿juras sobre la cabeza de tu hijo, y por la sangre de tu abuelo, que ni el amor, ni el odio, ni las caricias, ni las torturas podrán forzar tu labio á descubrir á nuestros tiranos el secreto que tu padre te legó en su lecho de muerte?
—¡Lo juro! —respondió ella con acento firme, pasando una mano sobre mi cabeza y estendiendo la otra hácia el sol— ¡Oh! padre mio, aquella que sentada sobre los inmensos tesoros de nuestros antepasados, ha tiritado de frio y languidecido de hambre y de fatiga para que la pequeña partícula de oro que debía fortalecerla no fuera al poder de los que nos han desheredado, no necesita de juramentos para callar.
La severa magestad del cacique desapareció de sus ojos; lágrimas paternales rodaron en ellos.
—¡Lo sé, hija mia! —respondió— pero la voz del amor es mas poderosa que el hambre, el frio y la fatiga. ¡He cumplido mi deber! Y fijando en el vacio una mirada profunda que parecia penetrar la inmensidad del porvenir esclamó:
¡Vendrá un dia en que la ciencia de los hombres descubra esos tesoros; pero entonces ellos serán libres é iguales, y los harán servir á la dicha de la humanidad. El reinado de las preocupaciones y del despotismo habrá pasado, y el genio solo dominará el mundo, ya erija por solio la frente de un europeo, ya la de un indio. Entre tanto, hija mia, cúmplase en tí lo que Dios ha dispuesto, dijo —y llevándose á sus ojos su mano seca y arrugada para enjugar una lágrima que corria por su mejilla venerable, se alejó con paso lento.
Mi madre quedó largo tiempo inmóvil, con la frente apoyada en mi cabeza.
Un ruido de pasos precipitados la distrajo de la profunda meditacion en que la dejaron las palabras del anciano. Un caballero alto y apuesto, de rostro hermoso é imponente, entró haciendo resonar sus espuelas en el umbral de nuestra puerta.
—¡Camporeal! —esclamó mi madre, corriendo conmigo en los brazos, á arrojarse en los del estranjero.
—¡María! —respondió él estrechándonos á ambos contra su pecho adornado de cruces— ¿Es este mi hijo?
—¡Nuestro hijo! —dijo ella con acento tímido.
—¡Oh! ¡qué bello es mi hijo! —continuó él, sin advertir al parecer la rectificacion de la pobre madre; y tomándome en sus brazos, á pesar de mi esquiva resistencia me dijo con gran volubilidad:
—Hernan, querido mio, serás un arrogante gentil hombre de cámara algun dia. Las reinas te disputarán á sus damas! Entre tanto, es necesario que vengas conmigo á Lima.
—¡A Lima! —esclamó mi madre, que á las primeras palabras del Conde habla sentido helarse el gozo en su corazon y se habia alejado con los ojos bajos y la frente inclinada:
—¡Ah, Fernando! no era eso lo que me habias prometido! ¿Un caballero español falta así á su palabra?
—María, —respondió el conde,— las promesas que se hacen á una mujer, sobre todo á la madre de nuestro hijo, no son como las que median entre los hombres: se hallan en la linea de aquellas que nos hacemos á nosotros mismos, están sujetas á circunstancias imprevistas; y si me amas, y amais á vuestro hijo, debeis comprender que ni él ni yo podemos encerrar nuestro destino en el circulo estrecho de un pais perdido entre desiertos, solo porque un dia os hice una necia promesa. Por lo demás, —añadió en tono resuelto,— mi hijo, y vos si quereis, partireis mañana conmigo. ¡Adios!
Mi madre no exhaló su dolor en quejas y esclamaciones: como todas las almas tiernas, le reconcentró todo en su corazon. Cerró su casa, hizo en la puerta una cruz en señal de despedida, y conmigo en los brazos, fué á pasar el dia entero sobre las alturas que dominan la ciudad, repitiendo entre lágrimas silenciosas estas palabras que el cacique habia dicho en la mañana: ¡el amor es mas fuerte que todo! Y como la hija de Jephte miraba desde la cima de los montes la patria que iba á dejar, y la lloraba.
Partimos.
III. El rapto
Al llegar á Lima, el pesar, la fatiga, y quizá tristes presentimientos que se alzaban en el corazon de mi madre, le causaron una violenta enfermedad. Una fiebre ardiente se apoderó de ella, un delirio terrible extravió su razon creciendo hasta el frenesí cuando me alejaban un momento de su lado. Su sueño del Cuzco se le representaba incensantemente causándole espantosos terrores. Entonces me estrechaba contra su pecho hasta ahogarme, dando furiosos gritos, á los que sucedia una postracion mortal.
Una noche que habia caido en ese entorpecimiento letárgico, del que solo sus ojos no participaban, velando abiertos y atentos como dos centinelas, yo estaba acostado á, su lado y posaba mis manos frescas sobre su frente ardiente. El silencio que reinaba en torno nuestro y la inmovilidad de mi actitud, comenzaban adormecerme, cuando vi abrirse la puerta y entrar un hombre alto, envuelto en una larga capa negra, y con el sombrero caido sobre su frente.
A su vista, los grandes ojos de mi madre se dilataron mas todavia; sus miembros inertes se estremecieron con una violenta convulsion; sus lábios se agitaron en un esfuerzo de suprema angustia, y su lengua rompiendo las ligaduras de acero que la sugetaban articuló con un acento que nunca olvidaré:
—¡¡El gigante!!
Yo di un agudo grito, abrazándome estrechamente de su cuello, pero acercándose el embozado, puso una mano sobre mi boca, y separando con la otra los brazos tiesos é inanimados que rodeaban mi cuerpo, me arrebató como á un pobre pajarillo á quien roban de su nido; y envolviéndome en los pliegues de su capa, se alejó conmigo.
Despues de inútiles esfuerzos para desprenderme de las manos que me retenian, la rabia, el dolor y el miedo me hicieron perder el conocimiento.
Cuando volví en mí me hallé solo, en un cuarto estrecho y bajo, acostado en un lecho de forma estraña. Un movimiento lento y uniforme hacia oscilar todos los objetos que me rodeaban; un ruido sordo, semejante á la caida lejana de un torrente, era lo único que interrumpia el profundo silencio que reinaba en aquella especie de sepulcro, en cuya bóveda agonizaba un farol ante la luz del dia que comenzaba á venir.
Mi primer pensamiento fué para el miedo; el segundo da para mi madre. Y llamándola con voz lamentable, salté trabajosamente del lecho; corrí por todos lados buscando una puerta que no habia, vi una escalera en el estremo del cuarto y la subí precipitadamente.
¡Qué espectáculo para mí, pobre niño, cuyos pies no habian traspasado el radio que abrazaba la mirada de mi madre!
La tierra de los vivientes habia desaparecido con sus montañas y sus prados, sus árboles y sus poblaciones. Una inmensa llanura azul se estendia ante mis ojos atónitos, perdiéndose entre las densas nieblas del cielo.
¡Oh! nunca olvidaré la horrible pena que despedazó mi corazon en ese momento. El alma del niño siente mas hondamente el dolor que la del hombre, porque carece de la razon, esa ruda consoladora, que no pudiendo arrancar el dolor, lo hiela en nuestro corazon.
Volví mis miradas del horizonte á los objetos que me rodeaban.
El conde de Camporeal, mi padre, estaba delante de mí. A mis gritos desesperados contestaba él con caricias, pintándome la dicha de que iba á gozar en España, hacia la cual navegábamos. Pero ¡oh! si el aba del conde era susceptible de remordimientos, por grande que fuera el crimen que cometió arrebatando á un hijo de los brazos moribundos de su madre, mayor fué todavia su castigo! A cada nombre tierno que me daba, respondia ya con el de mi madre, y me deshacía en llanto.
Despues del llanto vino un pesar sombrío y silencioso, acompañado de un sentimiento de repulsion hácia mi padre, que no han podido vencer despues ni los años ni la razon. Desembarcamos en Cadiz, y al llegar á Madrid mi padre me colocó en un colegio. Alli pasé tres años tan tristes, tan pálidos que nunca quiero recordarlos, pues me hacen el efecto de una pesadilla. Mi vida esterior no se componia de juegos y de alegrías como la de los otros niños: la habia consagrado toda al estudio, en el que hacia progresos asombrosos; progresos que no escitaban le envidia de mis compañeros, como sucede ordinariamente, porque no viendo en mí ni gozo ni orgullo por mis triunfos, me los perdonaban. Pero yo me sentia tan indiferente á su benevolencia, como lo habria sido á su hostilidad. Un solo sentimiento velaba en mi corazon bajo la forma de un dolor: ¡el recuerdo de mi madre! Desde que el sueño cerraba mis ojos volvia á ver la horrible escena que nos separó, y sentia crecer á pesar mio, ese sentimiento de miedo rencoroso que mi padre habia hecho nacer en mí. Asi cuando él venia á verme, ó yo iba á su palacio, el momento mas agradable para mi era el de la despedida. Él lo conocia: ¡cuantas nubes de pesar y de despecho vi pasar sobre su frente! Y sin embargo, pensando en el dolor de mi madre; representándomela sola, abandonada y llamando en vano á su hijo, sentia una satisfaccion amarga y punzante del que yo le causaba á él.
Un dia que sentado en el jardin procuraba sonreir á los juegos de mis compañeros que saltaban en torno mio, ví venir por las sombrías calles de árboles una mujer de estatura esbelta, y el rostro cubierto con un largo velo. Parecia agitada de una conmocion profunda, y su pié veloz como el de una sombra, no parecia tocar la tierra. Al llegar al sitio en que nos hallábamos paseó sobre nosotros una mirada rápida, y arrojando hácia atrás su velo, corrió á arrodillarse delante de mí, abrazándome estrechamente, y esclamando en la dulce y cariñosa lengua de mi madre:
—¡Hijo mio! ¡hijo mio he hallado á mi hijo!
¡Era ella! ¡era mi madre, que, abandonada, sola y moribunda en Lima, habia hallado bastante fortaleza en su amor maternal para triunfar del abandono, del aislamiento y de la muerte, y atravesando distancias inmensurables, y peligros infinitos para venir á ver hijo, estaba en aquel momento delante de mi de rodillas, llorando y riendo á la vez, abrazándome convulsivamente y apartándome de sus brazos para contemplarme, repitiendo siempre con una voz llena de lágrimas:
—¡Hijo mio! hijo mío! ¡he recobrado á mi hijo!
Cuando calmados los primeros trasportes de mi gozo, pude contemplar á mi madre, me asombraron los estragos que el dolor habia hecho en ella. De aquella belleza maravillosa que encantaba á cuantos la miraban, y que hacia que se la llamase Mama Oello, solo habian quedado sus largos y negros cabellos, y sus ojos que hundiéndose en sus órbitas habíanse vuelto mas grandes, embelleciéndose con ese tinte sombrío que deja para siempre el dolor.
Pero yo era muy niño para adivinar nada de funesto en el demudado rostro de mi madre, y enteramente entregado á la dicha de verla, de acariciarla, de escuchar el sonido de su voz y de recojer cada una de sus dulces palabras, no advertia que cada dia traía mas palidez en su frente y languidez á sus ojos; que su voz se apagaba como si se alejara hácia otro mundo, y que sus palabras cada vez mas tristes, adquirian esa solemnidad del último adios de un moribundo.
Un dia vino al colegio, y despues de haber hablado largo rato á solas con el rector, me llevó aparte.
—Hernan, amado hijo mio —me dijo— hoy cumples diez años; y cuando se ha sufrido como nosotros, en esta edad comienza á madurar la razon. Ademas, —continuó con voz conmovida,— yo no tengo tiempo para esperar á que la tuya se fortalezca, y es necesario que me apresure á depositar en tu pecho el secreto que mi padre legó al mio, asi como mi abuelo se lo habia legado á él. Escucha atentamente lo que voy á decirte, querido mio, y graba en tu memoria cada una de sus palabras.
IV. La ciudad subterránea
Velaba yo á mi padre moribundo en nuestra casa del Cuzco. Era de noche. Profundo silencio reinaba en nuestra pobre morada; ningun sacerdote habia querido abandonar las delicias del sueño para traer una palabra de consuelo á aquel que iba á dejar la tierra. Yo sola oraba llorando de rodillas á la cabecera del lecho de muerte, y á mis gemidos solo respondia el silbido del viento de la noche que gemia tambien entre la paja de nuestro techo.
De repente, el rostro de mi padre, ya desencajado é inmóvil pareció reanimarse por un supremo esfuerzo de voluntad; sus ojos brillaron con ese último resplandor de la vida que se apaga, y fijando en mi una mirada profunda.
—Hija mia —esclamó— siento que el frio de la muerte invade mi cuerpo; y es necesario antes que llegue á mi corazon que te revele un secreto conocido solo á los descendientes de los incas, y transmitido del padre al hijo en esta hora suprema. Yo habria querido depositarlo en un pecho fuerte, capaz de resistir su inmenso peso; pero Dios que te me ha dado por única heredera, te prestará, hija mia, la fortaleza necesaria para guardarlo. Escucha.
Cuando los opresores de nuestra desgraciada patria la invadieron, trayendo ante sí el hierro y el fuego, sus sencillos hijos creyeron aplacar su furor poniendo á sus pies montes del funesto metal que codiciaban; pero muy luego conocieron que la feroz avaricia de aquellos hombres crecia con los tesoros que conquistaban, como crece el hambre del tigre con el número de presas que devora. Entonces los habitantes del interior, no habiendo sido sorprendidos como los de las costas, ocultaron todo el oro que poseián, sirviéndoles para ello los inmensos subterráneos que la prudencia de nuestros padres, abrió bajo cada una de nuestras poblaciones. ¿Ves, hija mia, que nuestra ciudad es grande? Pues de igual dimensión es la ciudad subterránea que está á sus pies. ¿Ves cua´ntos millares de habitantes se agitan en las calles y plazas de la una? pues mayor es el número de estatuas de oro que están guardadas en las tenebrosas galerías de la otra. Alli reposan tesoros tan inmensos que si los alumbrara el sol, su brillo solo seria bastante para alumbrar el mundo. Este vasto receptáculo de riquezas tenia cien puertas, cuyas llaves y secreto poseían ciento de los mas cercanos descendientes de nuestros reyes. Cada uno al morir los legaba á su hijo primogénito; y cuando el muerto no tenia sucesion, la llave era arrojada al lago que se halla en el centro del subterráneo, y la puerta cerrada. ¡Ay! de las cien llaves, noventa y ocho yacen en el fondo de las aguas; y dentro de pocos instantes, las dos que restan se hallarán, una en las manos trémulas de un anciano, la otra en las débiles de una niña. Hija mia, —continuó, con una voz que se apagaba por instantes— tú has visto que he vivido en la miseria y las privaciones, encargando nuestra subsistencia al trabajo de mis manos, al sudor de mi frente, sin que ni aun tus sufrimientos ni los de tu pobre madre, me hayan inspirado jamás siquiera el pensamiento de extraer un solo grano de ese oro destinado á restablecer el trono de nuestros padres, y la antigua gloria de nuestra patria. Imítame pues, amada Maria. En nombre de esa patria te pido que trabajes tú, tambien; que seas sobria y fuerte, y que cuando seas madre enseñes a tus hijos esas dos tan grandes, y para nosotros tan necesarias virtudes.
Entonces, su mano desfallecida desprendió de su cuello un cordon del que pendia una llave de forma estraña.
—Hija mia —me dijo— escóndela en tu pecho y el secreto en el fondo de tu corazon. Confia solo en aquel que te muestre la otra... Y ahora, pobre huérfana, acerca tu frente para que la bese y te bendiga.
Yo me arrojé llorando sobre la mano, ya fria de mi padre, mientras él estendia la otra sobre mi cabeza para bendecirme.
Cuando alcé los ojos, espantada del largo silencio que se habia hecho en torno mio, el rostro de mi padre estaba inmóvil y su mirada fija en el vacio, habíase vuelto turbia y vidriosa. Mientras yo besaba su mano, él habia espirado.
Al otro lado del lecho estaba de rodillas y orando un anciano cacique amigo suyo, venerado entre los indios como un profeta cuyos oráculos eran infalibles.
—Hija mia —me dijo, acercándose á mí— ¿reconoces este objeto? Y descubriendo su pecho me mostró una llave en todo semejante á la que mi padre me habia dado. Yo se la presenté en silencio. —Está bien, hija mia, —dijo—. Ahora es necesario hacer á tu padre los últimos deberes llevando sus restos al lado de tu madre.
—¡Ay! —respondí llorando— yo ignoro donde fué sepultada mi pobre madre. Jamás quiso decírmelo mi padre por mas que yo deseaba ir á orar sobre su tumba.
—Luego lo sabrás —replicó él. Y cerrando piadosamente los ojos á su amigo, sentóse á mi lado para velar su cadáver.
En la noche siguiente al sonar la última campanada de media noche, el cacique se levantó con ademan solemne, cerró todas las puertas esteriores; y acercándose al cadáver que yacia espuesto sobre su lecho, alzólo en sus brazos con todos los lienzos en que estaba acostado, quedando desnudo el lecho de tierra endurecida, en cuyo centro me mandó hacer una escavacion hasta descubrir una pequeña puerta que me ordenó abrir con mi llave. Obedecí, y apenas dió esta una vuelta en la cerradura, la puerta se abrió hácia afuera descubriendo un profundo subterráneo, en cuyas sombras iba á perderse una larga escalera de piedra.
El anciano apagó los cirios que habian ardido ante el cadáver, menos uno que me mandó descender al subterráneo, siguiéndome él con su lúgubre carga.
Mi trémulo pié habia contado cincuenta escalones, cuando un espectáculo estraño vino á herir mis ojos. La luz de mi hachon en vez de perderse entre aquellas tinieblas, parecia reflejar en objetos que la centuplicaban. Volvíme llena de miedo hacia mi compañero, pero él me hizo seña de continuar mi camino. Mientras mas descendia, mas vivos se hacian los resplandores que nos enviaba el fondo del subterráneo.
Toqué en fin la centésima piedra de la escalera. Entonces una vision maravillosa me deslumbró obligándome á apoyarme en el hombro del cacique.
Mis pies descansaban sobre masas enormes de oro que cubrian el suelo y las paredes de una inmensa galeria prolongada en círculos interminables. Allí estaba amontonado el oro labrado en estatuas, altares, ídolos, vasos, frutos, flores, y el oro en su ser primitivo en anchas pepas y enormes trozos.
Yo me habia detenido y contemplaba absorta el cuadro mágico que tenia á la vista; pero el anciano impasible ante aquellas maravillas, marchó llevándome delante. Caminamos algun tiempo por aquella via resplandeciente; y luego volviendo sobre la izquierda entramos en una vasta cueva. Allí vino á mezclarse el terror á mi admiracion. A lo largo de aquella cueva estendíanse dos hileras de nichos de oro, y prolongándose hasta el fondo, concluian al pie de un ancho trono del mismo metal. El trono y casi todos los nichos estaban ocupados por cadáveres que parecian haber vivido la víspera, adornados los unos de brillantes vestiduras, cubiertos los otros con los harapos de nuestra actual miseria. El cacique se acercó á uno de los nichos vacíos y colocó en él á mi padre; y sin permitir que me arrodillase para besar sus pies, me llevó de la mano hasta la última grada del trono.
—Descendiente de Manco-Capac —me dijo— saluda á tu abuelo.
Los ecos del subterrarro repitieron mil veces las palabras del anciano, cual si las voces de todos aquellos me intimaran esa órden. Prosternéme temblando y mi labio tocó el pié del ilustre muerto. Entonce el cacique me presentó á todos nuestros antiguos reyes que reunidos dormian el sueño eterno, desde el hijo del sol, hasta el desventurado Atahualpa, cuyos sagrados restos recogidos secretamente por los indios, y depositados en el sepulcro de sus padres, terminaban aquella larga linea de grandes aniquiladas. Despues de los monarcas, veíanse a sus descendientes; formando un triste contraste sus miserables andrajos con los resplandecientes sarcófagos en que yacian.
Al volver sobre nuestros pasos, en el nicho cercano al que ocupaba mi padre, reconocí el cadáver de mi madre, tan poco desfigurado por los largos años de sepulcro, como el dia en que, niña aun, la ví espirar en mis brazos. Su vista renovó en mí el dolor de aquella doble pérdida; pero el anciano secó mis lágrimas con una severa mirada. Hija mia, —me dijo— tú y yo somos ahora los únicos guardianes de las reliquias de nuestros reyes y de sus inmensos tesoros. Para cumplir nuestra mision necesitamos valor; y tú comienzas, haciendo á sus augustas sombras, testigos de tu debilidad. Las lágrimas no son para seres cuyo destino es escepcional como el tuyo. Las últimas palabras de aquellos que lloras te han recomendado la fortaleza. Obedéceles pues, y sé fuerte contra el dolor para serlo despues contra la miseria y la persecucion.
En seguida tomó mi brazo y me llevó fuera del subterráneo cubriéndole con la misma capa de tierra.
V. La maldicion y la promesa
Cuando, ocho años despues, te vi arrebatar de mis brazos en aquella noche funesta, el exceso de mi dolor produjo una crisis que me salvó.
Entonces tuve miedo de entregarme á la desesperacion que me habria conducido á la muerte, privándote de la vigilancia del amor maternal, ese génio de álas de fuego, tan poderoso que vuela de un polo á otro para llevar un socorro, ó una caricia, sin que puedan detenerlo ni los mares, ni los desiertos. Quise vivir para volver á verte, y pensé estremeciéndome de gozo y terror, que tenia un medio seguro, aunque terrible, de conseguirlo, ¡desobedecer la última voluntad de mi padre!
Volvime á pié y sola por aquel mismo camino que pocos dias antes me habia visto traerte en mis brazos. Oh! cuanto sufrí! Cada piedra, cada accidente del terreno despertaba en mi corazón recuerdos que lo desgarraban. Bajo de esta roca me habia detenido para que reposáras; sobre esa piedra me habia sentado para dormirte;, en aquella fuente apagué tu sed. ¡Oh! cuantas veces abrumada con tan dolorosas memorias pensé en la muerte, que da fin á todo! ¡cuántas veces, pasando al borde de los precipicios, mi cuerpo se inclinó y mi pié se estendió sobre el vacio! Pero tu imájen se me aparecia siempre como un ángel de guarda para salvarme: tu imájen llenaba mi corazon, ocupaba mi alma, absorvia mi pensamiento, y me hacia insensible á todo lo que no eras tú. El amor maternal es una antorcha mágica cuya llama eclipsa para la madre todas las luces de la creacion, para brillar ella sola en su horizonte.
Al llegar al Cuzco fuí á encerrarme en mi casa abandonada; y rechazando el pánico terror que me asaltaba, levanté la gran capa de tierra que cubría la puerta del subterráneo y la abrí. Una ráfaga de aire húmedo y frio, vino á azotar mi rostro, y me hizo retroceder espantada, pareciéndome que la mano helada de aquel cuya voluntad iba á desafiar me rechazaba, amenazándome con su maldicion. Conocí que se debilitaba la fuerza que me habia conducido allí, y, como siempre, llamé en mi auxilio tu memoria, hijo mio: te me representé como en esa terrible noche, llorando, con los brazos tendidos hácia mi, llamándome en vano, y mis temores y remordimientos se desvanecieron. Descendí con pié seguro la húmeda escalera, y corriendo á la galeria sepulcral, fui á prosternarme ante las cenizas de mis padres. ¡Oh tú que me legaste la guarda de estos tesoros! —esclamé tu sabes cuan religiosamente he obedecido tus últimas voluntades; tu sabes que he vivido pobre y oscura cubriendo de harapos mi juventud y belleza, cuando el amor me pedia que me elevára por medio del brillo de las riquezas á la altura del objeto que lo hizo nacer en mi corazon. La huérfana ha sufrido pacientemente el aislamiento y la miseria; la amante ha sobrellevado en silencio su humillacion; pero ¡oh! ¡padre mio, la madre no puede resignarse á perder su hijo, y yo quiero recobrar el mio! ¡Tened piedad de la pobre madre! permitid que lleve conmigo un poco de ese oro que vence lo imposible, que debe restituirme mi hijo, y que será para estos inmensos tesoros, lo que una gota de agua es para el océano. Pero si no os apiadais de mi dolor, si sois inexorable, ¡padre! ¡caiga vuestra maldicion sobre mi, pues no puedo obedeceros!
Los ecos repitieron en todos los ámbitos del subterráneo: ¡Maldicion! ¡maldicion! Mas yo escuché impasible aquellas voces siniestras, alcéme con resolucion, tomé el oro necesario á mis designios, y saliendo del subterráneo y de la ciudad sin tomar ningun descanso, comencé la larga peregrinacion que me ha conducido cerca de ti. Pero la maldicion paternal me ha seguido; pesa sobre mi cabeza, y como el fuego del cielo, consume mi existencia.
—Hernan, amado hijo mio, ¡prométeme que mi crimen no será estéril; prométeme redimirlo con el bien quo tú harás á nuestra nacion!
—¡Hablad! ¡mandad, madre mia! —esclamé regando con lágrimas los pies de mi madre.
—Escucha, hijo mio, —dijo ella haciéndome sentar sobre sus rodillas... Las profecías de nuestro pais nos prometen un libertador que habiendo vivido largo tiempo entre nuestros enemigos, y aprendido de ellos la ciencia de las conquistas, romperá las cadenas de nuestra patria, y la dará mayor gloria y felicidad.
Prométeme que tu serás ese libertador, y que para redimir á nuestros hermanos no emplearas el ódio que pida la sangre de sus amos, sino la ilustracion que los haga sus iguales, la ilustracion, el mas sublime y seguro medio de libertar los pueblos.
Vé, hijo mio, pues nada te liga ya á este suelo; porque tu padre, temiendo sin duda que la pobre india que confió en su fé hiciera valer los derechos de su hijo, se ha apresurado á dar su mano á otra, cuyos hijos serán dueños de tu nombre y de tus títulos.
Estas últimas palabras de mi madre pasaron casi desapercibidas para mí, pues las primeras habian despertado en mi corazon una fibra que hasta entonces no habia palpitado. Apoderóse de mí un estraño entusiasmo; una radiante vision atravesó mi mente. Parecióme ver al hombre de las profecías rodeado de una aureola resplandeciente, blandiendo con una mano una espada de fuego y arrojando con la otra en el abismo los signos de la esclavitud. Y con el corazon lleno de ardiente fé, hice á mi madre el juramento que me pedia.
Ella me abrazó muchas veces llorando; y habiendo desprendido de su pecho el cordon con la llave hereditaria, lo colocó en el mio diciéndome: ¡Gracias! hijo mio, gracias. Cuando regreses á la patria, no vuelvas solo: lleva contigo lo que reste de tu madre: no la dejes en la tierra estranjera. Si el sol del destierro no tiene calor para los vivos, ¿cómo podria calentar las tumbas?...
Vinieron á interrumpirla. Era ya de noche é iban á cerrar las puertas.
Mi madre oyó este anuncio con profundo dolor. Estrechóme largo tiempo entre sus brazos murmurando en voz baja palabras estrañas: su última plegaria quizá; y alzando sus manos sobre mi cabeza, ¡Padre! —esclamó con voz apagada— ¡Padre que estás en los cielos, á tí lo confio!
Y desapareció.
¡No volví á verla mas! Habia venido en la agonía á darme su último adios!...
Diez años he consagrado á la ciencia para cumplir su última voluntad; y á los veinte de mi edad venia con el corazon vacio de todo otro sentimiento que la memoria de mi madre, á cumplir la doble mision que me habia dado; sepultar sus restos bajo el cielo de la patria, y libertar á mis hermanos sacándolos del abismo de ignorancia en que por un odioso cálculo, los hunden cada dia mas sus tiranos. Pero mi madre me amaba mucho para hacerme esperar largo tiempo el premio de mi obediencia, y te me ha enviado á ti, ánjel del cielo, para encantar la vida de su hijo, y que cuando este haya cumplido sus designios y cubiértose de gloria ante su pueblo y la España, seas tú su recompensa.
Un silbido prolongado interrumpió á Hernan.
—¡Dios mio! —esclamó Rosa— es Francisca mi esclava favorita, la depositaria de nuestro secreto que me anuncia que mi padre se ha levantado ya. ¡La hora de la separacion ha llegado! pero antes de alejarte, Hernan mio, perdona la injusticia con que he juzgado tu noble corazon! ¡Oh! si Dios quiere que vuelva á verte y que sea tuya, como tu lo esperas, ¡cuántos tesoros de amor hallarás en mi corazon para indemnizar al tuyo de su pasado aislamiento! Yo seré tu amiga, tu hermana, tu madre, tu amante, tu esclava. Pero ¡ay! no sé que sombrío presentimiento vela para mí el porvenir con un sudario, al través del cual solo entreveo las sombras de la muerte; no sé que voz siniestra se alza en mi alma gritando: «¡Es necesario que uno de vosotros dos caiga! Elije!» ¡Oh! sea yo, sea yo la que muera! yo, pobre flor de un dia, cuya existencia es inútil en la tierra, y vive tú, para realizar tus sublimes designios... y tambien para llorarme. ¡Oh! si como tu madre pudiera dormir mi último sueño cerca de tí! ¡Hernan! dime que si mis presentimientos no me engañan, llevarás el despojo de la que amaste á cualquiera sitio que habites; júrame identificarme con tu existencia, aunque la muerte haya arrebatado mi alma, y no sepultarme en esa tierra tan húmeda y fria, donde no me podrá llegar tu mirada!
Hernan pasó sus brazos al través de la reja y atrajo hácia sí á su amada.
—¡Rosa mia! —la dijo.— el dolor te estravía. Cesa de atormentar tu corazon y de despedazar el mio con tan lúgubres pensamientos. Mira tu rostro radiante de juventud y belleza; mira tus ojos tan llenos de encanto y de vida; siente tu pecho como palpita de sávia y de amor, y dime si es posible que la muerte se acerque á ti! ¡Ah! déjame mas bien embriagarme, en este corto instante que me queda para contemplarte, con la dulce idea de volver pronto ilustre, poderoso, y digno en fin de tí, para obtener del orgullo el corazon que tu amor me ha dado. La voluntad del hombre es todo poderosa, y mientras tú me ames, ella realizará todo lo que yo la ordene. Y ahora, amada mia, ¿no concederás á tu prometido el primer favor de la esposa, para que saboree esa dicha en la amargura de la ausencia?
Los lábios rojos y voluptuosos de la vírjen se posaron al través de la reja sobre la boca ardorosa y anhelante del jóven, y un largo y ardiente beso abrasó con su fuego la atmósfera que circundaba á los dos amantes.
Al mismo tiempo el silbido se repitió mas fuerte y prolongado.
Un momento despues la calle se hallaba enteramente solitaria, y sobre la ventana cerrada solo se oían los gorgeos de las palomas de Santa Rosa, que saludaban los primeros destellos de la aurora.
VI. La esclava
Seis meses despues de la escena que acabamos de describir, en una noche semejante á la primera, un hombre tambien embozado, se detuvo delante de la misma reja. Como el otro, paseó tambien sus dedos sobre la celosía; pero cuando esta se abrió á aquel llamamiento, en vez del blanco, suave y adorable rostro de Rosa, la amante y bellísima novia de aquel afortunado Hernan de Camporeal, se vieron brillar, rodeados de tinieblas, los ojos ardientes y los dientes blancos de una negra.
Como la blanca aparicion de otro tiempo, esta tambien, inclinándose sobre la ventana preguntó á media voz:
—Señor de Ramirez ¿estais ahí?
—Sí, Francisca. He venido á cumplir mi promesa, pues tu estratajema ha tenido un resultado superior á mis esperanzas.
—¿Qué decís, mi amo?
—La falta de las cartas que has interceptado, tenia lleno de dolorosa inquietud el corazon del amante de Rosa: me escribe el espía que tengo cerca de él; pero la que le has escrito contándole la historia de infidelidad que tan astutamente forjaste, ha cambiado esa inquietud en una desesperacion tan terrible para él como saludable para mí.
—¡Se ha dado la muerte?
—Se ha hecho sacerdote.
—¿Sacerdote? Yo esperaba otro desenlace, —pensó la negra,— pero tanto dá. Yo no estaré ya aquí cuando ellos se las avendrán entre sí. Ademas, ese jóven Camporeal no me inspiraba el ódio que los otros blancos. Como á mi, algun grande dolor roía su corazon. Luego dirigiéndose al embozado: En fin, mi amo —le dijo— he hecho no solo todo cuanto me habeis mandado, sino todo lo que mi celo por vuestro servicio me ha inspirado; y ya conocereis por lo costoso de mis sacrificios, si este celo es grande. Figuraos si ha sido necesaria una ilimitada adhesion por vos, para resolverme á llevar al corazon de mi bella y buena ama el dolor mas terrible que puede sentir el alma humana: la muerte del objeto amado. ¡Oh! si al referirle esa lúgubre impostura la hubiérais visto como yo?...
—¡Basta! Francisca ¡basta! No me hables de su amor á ese hombre, porque me haces un mal horrible, y se lo harias á ella misma; pues sabes que, gracias á tu astucia, ha cedido al fin á la voluntad de su padre; va á ser mi esposa, y yo temeria recordar con demasiada frecuencia que, si un ardid me ha dado su mano, su corazon es de otro quizá para siempre! ¡Oh! no quiero pensar en esto, porque haria sufrir mucho á esa mujer. Hablemos mas bien de tí, Francisca. Hé aquí una muestra de mi agradecimiento, continuó desembozándose y presentando la negra un inmenso bolsillo. Con este oro podrás recobrar tu libertad y ser feliz donde quieras. ¡Adios! Y se alejó rápidamente.
La negra cerró la celosía, y estrechando convulsivamente contra su pecho el saco de oro, atravesó veloz los espaciosos salones, cruzó el patio, subió corriendo la escalera en espiral del mirador que coronaba el palacio, en cuyo último piso tenia su cuarto, y con los ojos dilatados y el pecho palpitante fuó á caer de rodillas delante de una lamparilla que ardia en un rincon, desatando con mano trémula la cuerda que liaba su tesoro. ¡Diez!... ¡veinte!... ¡cincuenta!... ciento!... doscientas! doscientas onzas de oro!
Sus ojos se cerraron como deslumbrados por el resplandor del oro, ó de alguna halagüeña vision.
Luego estendió la mano sobre el dorado monton, y volvió á contar: diez!... ¡veinte!... treinta!... ¡Hé ahí tu libertad Zifa ó Francisca, como te llaman los blancos, desde que, haciéndote arrodillar en medio de tus doscientos compañeros encadenados, su sacerdote arrojó sobre tu frente ese nombre estraño que nada dice á tus recuerdos, quitándote el de Zifa, primera voz que tus hijos balbucearon en tus brazos! Levantóse precipitadamente, se abalanzó á una ventana, la abrió con violencia, y tendiendo sus brazos hácia un punto del inmenso horizonte que desde allí se descubría: ¡Africa! esclamó ¡herniosa patria mia, que guardas en tu seno de fuego los dos únicos objetos de mi amor! voy á ser libre, y pronto podré besar tu amada ribera! ¡Aibar! ¡Leila! ¡hijos adorados! mis hermosos pequeñitos gemelos! ¿quién me hubiese dicho, cuando para ir á la fuente fatal de donde me arrebataron, os acosté dormidos en vuestra cuna de mimbres á la sombra de los palmeros de nuestra cabaña, que tantas veces he visto en sueños: quien me hubiese dicho que pasarian cinco años sin veros? Pero nuestra buena Fetiche se ha compadecido al fin de mi desesperacion; va á restituiros vuestra madre, y dentro de poco tiempo, llevando como antes uno de vosotros en cada uno de mis brazos, iré á cantar nuestra felicidad á los ecos del desierto, que la repetirán en las cavernas, regocijando el corazon de los leones, menos feroces que los blancos, que respondian á los gemidos desesperados de la madre con injurias y golpes, ahogando en suboca, por medio de la mordaza, aun el consuelo de pronunciar vuestros nombres!
Y los ojos de la negra, llenos de una espresion inefable de amor maternal, centellearon á estas palabras con un fuego sombrío; sus albos dientes se entrechocaron; hincháronse los músculos de su cuello; y con la mano estendida, semejante á un genio maléfico cirniéndose sobre aquel palacio y amenazándolo: ¡Blancos! exclamó ¡vosotros no tuvisteis piedad de mí; yo no la tengo de vosotros! vosotros me arrebatasteis mi felicidad, yo la he rescatado vendiendo la vuestra. Por una madre restituida á sus hijos, dos amantes han sido hundidos en una inmensa desesperacion, un padre, una esposa y un marido serán deshonrados... y... ¿quién sabe?... ¡Me salvo y me vengo! ¡Salvarse y vengarse á la vez! ¡cuanta dicha! ¡Libertad! ¡Venganza! yo os saludo. ¡Patria mia! ¡hijos mios! ¡hasta bien pronto!
Resonó en el aire un beso de fuego,y cerrándose bruscamente la ventana, el palacio quedó sepultado en profundas tinieblas.
VII. El regreso
Era una mañana ardiente de Enero. El sol reinando solo en un cielo desierto y abrasado, enviaba sus rayos perpendiculares sobre la hermosa Lima, que destacándose graciosamente del delicioso oasis que la cerca, parecia mirar complacida á su radiante padre y sonreirle con coqueteria.
En una de las últimas montañas que forman semicírculo en torno suyo, se habia detenido á contemplarla un viajero.
Era un sacerdote jóven y bello; pero en cuya frente habia estampado el dolor su lúgubre huella. Con los brazos cruzados sobre el pecho, fijaba en la mágica ciudad una mirada que espresaba á la vez tristeza, y resignacion.
—«¡Dios mio! —dijo, elevando al cielo sus grandes y negros ojos— ¡bendito seais por haber permitido que al volver á ver estos sitios testigos de mis dias felices, mi corazon haya permanecido fuerte, á pesar de la amargura de mis recuerdos! El amante engañado por su prometida, el corazon traicionado por un corazon que creyó tan puro y tan amante, recordó vuestro sublime llamamiento: «Venid á mi vosotros los que sufrís, que yo os consolaré»— corrió á refugiarse en vuestro seno, y vos habeis cumplido vuestra promesa, lo habeis consolado y fortalecido. Acabad vuestra obra, Dios misericordioso! cerrad mi alma á todo lo que no seais vos, y... ¡perdonad, Dios mio, esta súplica, en memoria de una vida entera de dolor, dignaos aproximar el término de mi camino, tan penoso, aunque corto; llamadme pronto á vuestro cielo, donde mi pobre madre me espera, hace tanto tiempo á los pies de la vuestra!
E inclinando la frente en señal de sumision á la voluntad de Dios, descendió con lentitud la rápida pendiente de la montaña.
VIII. Sacrilegio
Los fieles acudian solícitos un domingo, en las primeras horas de la mañana, al sonido de las campanas que anunciaban la misa. El templo de Santo Domingo se hallaba ocupado por una inmensa concurrencia. Allí se veian reunidas las mas nobles y bellas señoras de Lima, vestidas todas de esa saya tan envidiada de las mujeres del resto de la tierra; medio cubierto el rostro con el misterioso y seductor manto, al través de cuyos pliegues, como estrellas entre nubes, brillaban esos ojos que no tienen rivales en el mundo, y que deben conmover deliciosamente el corazon de Dios cuando se elevan hácia él en la oracion. Cerca de la primera grada del altar se hallaba de rodillas una mujer jóven y de una belleza tan estraordinaria, que ninguna de las hermosuras que se hallaban en el templo podia comparársela. Pero su color de un blanco de ópalo era pálido como el de una muerta; sus rasgados y bellísimos ojos negros se alzaban al cielo con una espresion de dolor profundo y sin esperanza; su boca adorablemente linda, parecia conservar la huella de los sollozos que la habian contraido; y hasta su vestido de rigoroso luto anunciaba uno de esos dolores inmensos, incurables, que se apoderan de nuestra existencia, estrechándola con su garra de hierro, y que no bastándoles el despedazar nuestro presente, estienden su ponzoñoso soplo, desde los mas lejanos recuerdos de lo pasado, hasta la eternidad de nuestro porvenir.
Aquella mujer parecia absorta en una muda plegaria; y al verla con las manos juntas sobre su pecho, sus sus ojos fijos en el cielo y rodeados de un círculo azulado, se la habria creido la estátua de Maria al pié de la cruz.
De repente sus lábios se agitaron murmurando un nombre.
—¡Hernan! —dijo suspirando— si hallas tan bello el cielo que no quieras dejarlo un momento para venir á ver á la que amabas, muéstrateme al menos en sueños: mírete yo sonreirme en ese mundo fantástico é impalpable, el único en que ahora puedo verte. Y entre tanto, amado mio, une á la mia tu plegaria, pide á Dios que abrevie mi destierro en este mundo, tan triste y lóbrego desde que tú no lo habitas. ¡Oh! si siquiera pudiera consagrarme toda entera á mi dolor, llorar, exhalar gritos desgarrantes, dar paso á los sollozos de que está lleno mi corazon! Pero no! despues de anonadarme el golpe horrible con que me hirió tu muerte, fué necesario que volviese á la vida para dar mi mano á otro, cuyo ojo vigilante espía mis lágrimas, cuenta mis suspiros, y despues de hacerse dueño de mi ser material, pretende escalar el santuario de mis recuerdos, donde se ha refugiado con tu imájen mi alma que es toda tuya!
Mientras ella oraba llorando; mientras sus ojos buscaban entre las nubes de incienso que se elevaban al cielo la sombra del habitante de otro mundo, cuyo recuerdo llenaba su corazon, un sacerdote jóven, alto y pálido, revestido de los sagrados ornamentos, habia ocupado el altar.
Su esterior manifestaba un profundo y religioso recojimiento, que contrastaba con el aire distraido y despilfarrado con que algunos frailes del convento celebraban al mismo tiempo el santo sacrificio.
Despues de haber recitado con piadoso acento las palabras del rey profeta, volvióse hácia el auditorio para dirigirle el fraternal saludo del apóstol...
Un doble grito resonó en las bóvedas del templo, ahogándolo los sonidos del órgano y los sagrados cánticos.
—¡¡Vive!! —esclamó la mujer enlutada cayendo desmayada en los brazos de las esclavas que la rodeaban.
—¡¡¡Me ama!!! —dijo el sacerdote, apoyándose pálido y trémulo sobre el ara.
Y al acabarse el divino misterio, aquel que habia comenzado á celebrarlo con un corazon puro y lleno de piedad, llevaba consigo la conciencia de haberse hecho reo de la idolatría del pueblo; ¡¡¡porque el sacerdote habia olvidado las sacrosantas palabras de la consagracion!!!...
IX. La redoma
En la noche de ese dia, bajo los cimientos de una casa antigua, perdida entre las huertas del Cercado, dos hombres hablaban misteriosamente en un elaboratorio subterráneo. El uno era un viejo de aspecto repugnante, y cuyo ojo de buitre, nariz encorvada, y delgados labios revelaban la degenerada raza de Jacob. Embozábase el otro en una ancha capa, y cubria su rostro un antifaz.
La roja llama de un hornillo químico iluminaba la escena con su reflejo fantástico, y rodeaba de una aureola siniestra el grupo que se habia formado por aquellos hombres. Quien los hubiese visto á esa hora en el fondo de aquella negra cueva, al sombrío resplandor de las llamas, los habria creido dos demonios concertando la perdicion de una alma.
—Con que ¿dices que este licor dá la frialdad, la rigidez y la inmovilidad de la muerte? decia el encubierto, mirando al trasluz una redomita de cristal llena de un liquido color de rubí.
—Si, noble señor —respondió el viejo. Es un poderoso narcótico estraido de las mágicas plantas del yemen, y del que bastan tres gotas para producir el efecto que decís.
—¿Sin ninguna de las condiciones necesarias á la conservacion de la vida?
—Este licor maravilloso las contiene todas.
—Pesa bien tus palabras, maldito judio: pues por Dios vivo, que si me engañas, la hoja de mi daga sabrá alcanzarte al través de tus infames hechizos.
—Os juro por el Dios de Abraham, noble señor, que cuanto he dicho es la mas pura verdad. Bajo la fria apariencia de la muerte ese divino elixir conserva la vida en todo su vigor, en cualquier sitio que se relegue á aquel que se someta á su influencia... ya sea, añadió el viejo, fijando en el antifaz del encubierto una mirada de profunda malicia, ya sea que un marido celoso, armado de un derecho deslealmente adquirido, pretenda guardar á su esposa en la tumba, ya hacerla morir para su patria y su antiguo amor, y devolverla á la vida bajo el ardiente cielo de las Filipinas.
Apenas pronunciadas estas palabras, el viejo se sintió asido por el cuello, y sobre su pecho vió brillar un puñal.
—¡Miserable! gritó el embozado ¿cómo lo sabes? Dilo, porque vas á morir.
—¡Eh! noble señor, manchariais vuestras manos con la sangre de un judio? Si os conozco, ¿qué importa el que sepais ó no los medios que emplee para ello? Ademas, ¿no soy astrólogo? Pues bien, he hecho vuestro horóscopo; y en vez de ser mi asesino, vais á ser tres veces mi deudor. En primer lugar por el trabajo que me he tomado en consultar vuestro destino á las estrellas; despues por ese fragmento del poder de Dios que encierra esta redoma; y finalmente por el sello de Salomon, concluyó el israelita, llevando el dedo á sus lábios.
El del antifaz, rechazó al viejo con un brutal empellon, arrojóle un bolsillo de oro, guardó la redoma, recatóse aun mas bajo su embozo, y subiendo las espirales de una escalera de caracol, atravesó un huerto, y saltando una tapia tomó la calle y se alejó con presurosos pasos.
Media hora despues se detenia delante de un postigo secreto que daba entrada por la espalda, á una casa de magnifica apariencia. Abriólo con una llave que traia consigo, cerrolo tras sí, y encendió luz. Hallábase en una cámara tapizada de seda y cubierta de cotosos adornos.
El embozado arrojó su capa y se quitó el antifaz. Era un gentil y apuesto caballero; pero sus facciones duramente pronunciadas, y el ceñudo entrecejo que anublaba su semblante, revelaban un carácter impetuoso y una violenta emocion. Acercóse á un bufete, dejó sobre él la bugia que habia encendido, y sacando de su pecho la redoma del viejo habitante del subterráneo, contemplola largo espacio con sombría espresion. Despues, fuése hacia una puerta, levantó la tapiceria que la ocultaba, y entró en una suntuosa alcoba suavemente alumbrada por una lámpara de alabastro. En el centro de aquella alcoba, alzábase un lecho dorado y cubierto con cortinas de terciopelo color de grana, en cuyo oscuro fondo, bella y pálida como un fantástico ensueño, dormitaba una mujer, reclinada la cabeza sobre uno de sus brazos, y el pecho velado con sus negros cabellos. Tristes imájenes cruzaban, sin duda su adormida mente; porque de vez en cuando, un estremecimiento convulsivo recorria su cuerpo, su labio entreabierto murmuraba un gemido, y en sus largas pestañas brillaba una lágrima.
Al pié del lecho, y sentada en un sillon, velaba, mas bien dormia profundamente una esclava negra. Cerca de ella, al alcance de su mano habia un velador con varias preparaciones medicinales, y una copa de oro conteniendo una bebida.
El nocturno visitador se acercó al lecho con cauteloso paso, contempló un momento el bello rostro de la mujer dormida, y yendo hácia el velador, vertió en la copa de oro tres gotas del rojo licor de la redoma. En seguida y despues de asegurarse nuevamente del sueño de la dama y de la esclava, se alejó con la misma precaucion que habla venido desapareciendo tras la tapicería.
La mañana siguiente, la ciudad de Lima estaba consternada por un lamentable incidente. Una de las mas bellas y distinguidas señoras de la corte del virey, la esposa del oidor Ramirez, gobernador electo de las islas Filipinas, habia muerto en la flor de su juventud y belleza. Su esposo inconsolable, vestido de rigoroso luto, arrastró el duelo en sus funerales y llevó su amor hasta donde se detienen todos los amores: descendió el mismo el cadáver de su mujer bajo la bóveda de la catedral, y la sepultó en una suntuosa tumba cuya llave se llevó en su pecho.
X. Los dos encubiertos
Concluidas las plegarias de la noche y apagados los mil cirios del tabernáculo, el sacristan de la Catedral, solo entre las sombras del vasto templo, ocupábase en cerrar las puertas. Sus tardos pasos habian ya recorrido la triple nave, y detenidose finalmente en el pórtico que se abre sobre el atrio de la plaza. Corria el cerrojo del último postigo, cuando una mano fria, cayendo sobre la suya, paralizó su accion, dejándolo inmóvil de terror.
—¡Jesus! Alma bendita, ¿qué me quieres? —esclamó espantado el sacristan; porque á la oscilante luz de la lejana lámpara habia visto alzarse ante él un fantasma envuelto en un largo manto negro.
—¡Silencio! —dijo entre el lúgubre embozo con una voz imperiosa y breve. Y la misma helada mano arrastró al aterrado guardian del templo hasta la bóveda sepulcral.
Allí se detuvo el fantasma y volviéndose al sacristan le señaló la puerta. Y entre los parasismos de su miedo el pobre bedel oyó decir con un acento del otro mundo: Abre! Abrió pues, la fúnebre puerta, y el fantasma descendió á la mansion de los muertos. —¡Un vampiro!— esclamó el sacristan, y huyó poseido de un profundo horror. Pero al traspasar el umbral del templo, la poca fuerza que le restaba lo abandonó enteramente; y cayendo sobre sus rodillas quedóse allí yerto, anonadado, y con el solo sentimiento de un inmenso miedo, que turbando progresivamente su cerebro, le representaba una larga procesion de espectros que pasaban y repasaban ante sus ojos, fijando en él torvas miradas. Entre aquellas fantásticas visiones dibujóse de repente una mas distinta y mas horrible. El sacristan con los cabellos erizados lo vió avanzar al través de las sombrías arcadas, y pasando á su lado desaparecer tras las columnas del pórtico. Era el vampiro. Cubríalo siempre su ancho manto negro, y llevaba en sus brazos una forma blanca envuelta en largos velos que flotaban como nocturnas nieblas en torno del fantasma. A su vista, el sacristan cayó con el rostro en tierra; un sudor helado bañó su cuerpo y ya nada vió, nada oyó, sino de allí á largo tiempo las doce campanadas de media noche, que sonaban sobre su cabeza. En el mismo momento una mano, y esta vez muy humana y recia, cogiéndolo por el brazo lo sacudió rudamente, y lo puso en pié; y un hombre embozado, y, á pesar de la santidad del lugar, con el sombrero calado hasta los ojos, poniendo en su mano un bolsillo y sobre su pecho un puñal, le dijo con una voz mas siniestra que la del fantasma: —Elige.
—¿Qué mandais señor? —contestó el pobre hombre, estrechando la mas pesada de aquellas dos proposiciones.
—Silencio y obediencia —repuso el embozado, impeliéndolo ante sí. Y se encaminó tambien hacia el panteon subterráneo. Llegados al umbral del lúgubre sitio —Escucha —dijo el incógnito— todas las noches á esta hora, me esperarás aquí; y si eres puntual y discreto, recibirás cada vez tanto oro como te he dado esta noche. Pero si me faltas, ó que tu labio deje escapar una sola palabra... Ya me entiendes. Abre ahora.
Y el embozado sacó debajo su capa una linterna sorda, y como el otro, descendió tambien al lóbrego asilo de la muerte.
El sacristan, en quien las mundanas palabras del desconocido desvanecieron toda aprension supersticiosa, comenzaba á recobrarse completamente, cuando oyó una horrible imprecacion; y á poco vió aparecer al embozado, que arrojándose á él —¡Miserable! —esclamó balbuciente de furor— habla ¿quién ha entrado aquí?
—¡Piedad! señor, gritó el sacristan aterrado ante la hoja del puñal que aquel hombre habia alzado sobre su pecho.
—¡Silencio! ¿quién ha entrado aquí?
—¡Ay! no es culpa mia, señor. Nada podemos contra los espíritus. Una sombra ha visitado los sepulcros, y ha desparecido entre una multitud de espectros que poblaron el templo.
—¡Reconozco tu mano, infame judío! —murmuró el embozado, estrellando contra el suelo una redoma llena de un licor rojo —pero yo sabré encontrarte. Y tú, su cómplice, tú que dejas robar los muertos de sus sepulcros, he aquí el premio de tu crimen. —Dijo, y hundió tres veces su puñal en el seno del desventurado sacristan.
Al siguiente dia el infeliz fué encontrado exánime y envuelto en su propia sangre al pie del altar.
Poco despues de este trájico suceso, el futuro gobernador de Filipinas, se embarcaba para la India seguido de una fastuosa comitiva, en una galera española que hacia el viaje expreso de real órden.
La viajera embarcacion se dió á la vela y desapareció con las últimas luces del dia. Pero algunos pescadores que, tendidas las redes, velaban recorriendo la ensenada del Chorrillo, vieron que la galera, abrigándose tras las rocas de San Lorenzo, echó al agua un bote, en el que se embarcó un hombre solo, y bogó hácia tierra.
XI. El romance
En uno de los fragosos senderos que se elevan serpeando sobre las nevadas alturas del Illahuaman, vagaba en las últimas horas de un dia de primavera, un hombre al parecer incierto de su camino. Su paso, ora lento y vacilante, ora veloz y seguro, revelaba el combate de una voluntad enérgica contra la fatiga del cuerpo. Vestia la oscura túnica del peregrino, cubria su cabeza un capuchon, y recataba su rostro bajo la negra tela de un antifaz.
Llegado á la cima de la montaña se detuvo y paseó por el ameno valle de Urubamba, tendido á sus pies, una profunda y ávida mirada.
—Hélo allí, —esclamó con acento de concentrado furor, tendiendo la mano hacia un punto del encantado panorama que se perdia en lontananza— hé allí ese palacio edificado sobre ruinas gentilicas, de que hablaba el horóscopo... Para algo habia de servir tu diabólica ciencia, infernal judio. Prometióme la dicha, y en efecto, va á dármela... pero la dicha de un alma desesperada: la venganza! Si, venganza! cumplida, terrible y sin misericordia.
Y, con ademan resuelto, el viajero prosiguió su interrumpida marcha, desapareciendo luego entre los hondos barrancos que forman el descenso de la montaña.
Las últimas escarchas del invierno acababan de fundirse al tibio soplo de la primavera. En lugar suyo, los lirios y las perfumadas azucenas blanqueaban ya al borde arenoso de los arroyos; el junco y la viola se sonreian entre la yerba á la sombra de los sáuces ; y en las sinuosidades de los peñascos, la flor del aire y el alhelí abrian sus silvestres pétalos á la brisa de la noche. Los floridos huertos exhalaban el acre perfume de sus retoños; y el blando susurro de sus frondas, mezclándose á los cantos del tordo, del ruiseñor y de la luya, añadia un encanto mas á la misteriosa magia de la postrera hora de la tarde.
En una de las caprichosas revueltas del valle, al cabo de una avenida de sauces y entre un bosque de seibas, cuyas flores color de escarlata contrastan con el verde oscuro de sus hojas, sobre una plataforma de antiguas ruinas, rodeado de sombra y de misterio, alzábase un palacio de árabe arquitectura. Rodeábanlo deliciosos jardines; y los aromas del azahar y del jazmin, de la rosa y del chirimoyo, embalsamaban la atmósfera de sus salones. Frescas fuentes halagaban el oido con el dulce murmullo de sus surtidores, saturando con una aura húmeda y perfumada el aliento de la noche. Bajo la verde bóveda de un pabellon de arrayanes y madre-selvas, reclinada sobre almohadones de brocado, y las manos cruzadas sobre las cuerdas de un harpa de marfil, hallábase una mujer, bella como el rayo de luna que la envolvia. Cerca de ella, en la sombra estaba sentado un hombre. Era el peregrino de negro antifaz. A su lado habia una mesa cargada de frutas y de vinos.
—Reposad, santo peregrino —decia la dama con celeste sonrisa— reposad, y gustad los frutos de nuestros huertos... Pero hacedme la merced de descubriros, para contemplar vuestro rostro venerable.
—Deploro profundamente el no poder obedeceros, hermosa dama —respondió con humilde y recatada voz el peregrino; pero, semejante á un sello de maldicion, llevo en mi frente una mancha que he jurado ocultar, hasta borrarla. Entre tanto, mi alimento es amargo, y no me es dado acercarme á vuestro banquete hospitalario.
—Guardad pues, vuestro sagrado voto; pero al menos, mientras descansais, escuchad mi canto.
Sus blancos dedos preludiaron una melodía suavísima, y luego, una voz angélica se elevó en el silencio de la noche cantando en la dulce lengua de los Incas.
«Entre las riberas del bullicioso Rimac, y las azules ondas del océano, estiéndese un encantado valle, donde la primavera dormita perpétuamente en un lecho de flores.
«Cúbrelo un cielo siempre azul; dánle sombra el naranjo y la vid, el plátano y la palmera; y el suelo que lo sustenta es un poderoso iman que atrae desde los estremos del mundo las miradas y los corazones.
«Todo allí sonrie; la vida es un sueño delicioso, del que no querriais despertar, ni aun para entrar al cielo. Si! porque allí como en el cielo, habitan la belleza y el amor.
«Allí descienden á reposarse y renovar sus guirnaldas los ángeles que viajan en el espacio; allí tambien el querube maldecido viene á encantar un momento la inmensidad de su dolor supremo.
«Y por eso las hijas de ese valle bienaventurado tienen la divina mirada de los ángeles y la seduccion irresistible de Luzbel.
«No las mireis, vosotros los que no querais entregarles vuestra alma; porque ella se escaparia de vuestro pecho, para ir á arrojarse en la llama de sus ojos.
«La muger reina allí con un poder absoluto; posee el imperio de los elementos, y es la reina de la creacion.
«Y sin embargo, alli donde todo se inclina ante ellas, donde mandan como soberanas, y donde la felicidad es la atmósfera de su existencia, una muger gemía ó invocaba la muerte.
«Era jóven y bella; la sangre de los conquistadores corria por sus venas, y el poder y la opulencia mecieron su dorada cuna.
«¿Por qué apartaba su mirada de ese radioso horizonte?
«Vivia en una atmósfera de adoraciones, y era la esposa de un hombre que la idolatraba.
«¿Por qué deseaba morir?
—«Porque ella lo aborrecia, y su corazon cerrado para él, tenia otro dueño. La hija de los godos amaba á un hijo del sol; y cuando el orgulloso Ibero encadenó su cuerpo, hacia largo tiempo que Chaska-Naui Inca poseia su alma.
«Y por eso se agostaba y perecía como una flor arrancada de su tallo —mientras ella dormitaba el sueño de su agonía, he aquí el angel de la muerte, que se acerca con una copa en la mano y la dice —¿quieres morir?
«Y el blanco lábio de la moribunda se agitó con un sí ansioso, desesperado.
«El Angel vertió tres gotas de su copa sobre aquella palabra suprema; y la vida abandonó el cuerpo de aquella mujer, y se reconcentró toda en su corazon, que cesó de latir, y ardió como un hogar inmenso, en tanto que sus miembros quedaban yertos y helados, y su pupila fija, vidriosa y sin mirada.
«Y en los ámbitos de su pecho resonaban écos estraños, repitiendo sollozos, gritos de dolor, fúnebres cánticos y golpes semejantes á los del martillo sobre la cubierta de un ataud.
«Despues silencio... largo y sepulcral silencio. ¿Dónde se hallaba? ¿Atravesaba los limbos de la eternidad? O mas bien... ¡horror! aquella fria y silenciosa lobreguez ¿era la nada? ¡la nada en que iba á desvanecerse esa alma!
«Pero el éco de aquel pecho inmóvil se despierta, y remeda una voz melodiosa grave y triste; voz conocida y amada en otro tiempo, en otro mundo, quizá en el cielo.
«El acento querido resuena cada vez mas dulce, cada vez mas próximo.
«En la profundidad del tenebroso horizonte, dibujanse los contornos de una figura aérea y luminosa. No es el semblante ceñudo del ángel de la muerte, no: es el rostro bello, suave y melancólico de uno de esos espfritus de amor que vagan recojiendo en su seno las lagrimas de la tierra.
«La celeste aparicion se acerca; su mano aparta el blanco sudario de la muerte, y su labio se posa sobre la frente helada del cadáver, que al divino contacto se estremece.
«El fuego de la vida, oculto en el fondo del corazon, se esparce y recorre sus venas en ardientes oleadas; sus pálidos labios se enrojecen; su pecho se ajita en voluptuosos suspiros, y sus párpados se entreabren, derramando en torno una fulgurosa mirada.
«¡Dónde se halla? ¿en el cielo? No! el cielo no tiene en sus tesoros la deliciosa embriaguez que arroba su alma.
«Bajo las doradas bóvedas de un encantado palacio perdido entre el follaje de una selva de verjeles, Chaska-Naui la estrechaba entre sus brazos...»
—Sí,— gritó el peregrino, alzándose de repente, y cambiando su humilde acento con el acento airado del terrible viajero del Illahuaman: ¡sí! —bajo esas misteriosas cúpulas, á la sombra de esos callados verjeles se entregaba ella á las delicias de un amor culpable, sin presentir la presencia de aquel que habia encadenado su cuerpo, que la habia escondido en la tumba; y que con un puñal en la mario y la venganza por guia, deslizóse con la astucia silenciosa de la culebra entre los mares que la guardaban, y alzándose de repente ante ella. —Heme aqui —la dijo— Tú has dado á otro tu alma, pero tu vida es mia, y vengo á tomarla.
El peregrino habia arrojado su antifaz, y estaba allí de pié, implacable, terrible. La dama palideció ante aquella siniestra aparicion; pero luego alzando al cielo sus hermosos ojos, rasgó los velos de su seno, y dijo con la espresion sublime de los que ceden á la fatalidad.
—Hé aquí mi corazon, herid.
Brilló en la sombra la hoja de un puñal y se hundió tres veces en aquel desnudo pecho. Y el blanco rayo de la luna que alumbraba á la bella moradora del encantado palacio, alumbró ahora solo un cadáver ensangrentado.
XII. La Quena
El viento de la tempestad habia descendido. Su soplo destructor desembocando por las estrechas gargantas de una elevada cordillera, y barriendo la seca yerba que hallaba á su paso, habia ido entre torbellinos de granizo, á estrellarse mugiendo furiosamente contra los muros de un pueblo de indios que se estendia al pié de las montañas. Torrentes de agua y de nieve habian anegado sus estrechas calles; y el estallido del trueno, repetido á lo infinito por los ecos de aquellas cumbres, habia llevado el espanto bajo de sus pacíficos techos. Mas la tempestad habia pasado. Una noche lóbrega cubria las montañas, el pueblo y la llanura; y la doble oscuridad que nivelaba todos los objetos solo era interrumpida á largos intérvalos por la luz amarillenta y fugaz de los lejanos relámpagos. La naturaleza entera parecía dormitar despues de la terrible crisis que la habia agitado; y todo lo que tenia vida sufria la reaccion del miedo: reposaba.
Ningun ruido esterior revelaba la vida en aquel negro hacinamiento de edificios, y sin embargo en lo alto de uno de ellos se veía la luz brillando como un faro en aquel océano de tinieblas.
De repente una melodía estraña, dulce, desgarrante y aterradora á la vez, se elevó de aquel sitio, atravesó los aires, llenó los ámbitos del valle, y fué á despertar los ecos de las montañas.
Era una música sublime, cuyos mágicos acentos, ora tiernos y apasionados como el adios de un amante que se aleja, ora melancólicos y dolientes como los suspiros de la ausencia, ora sombríos y lúgubres como la voz del de profundis, remedaban, uno á uno, todos los gemidos que el amor ó el dolor pueden arrancar al corazon humano. Era una voz? ¿era un instrumento? Angel ó demonio, ¿quién era el autor de esa melodía?
Era un hombre que sentado á los pies de una muger en un gabinete enlutado y alumbrado por una gran lámpara de plata, tañía un instrumento de forma estraña.
Aquel hombre vestido de negro, como todos los objetos que lo rodeaban, era de estatura alta y llena de distincion, de facciones bellas, aunque cubiertas de una palidez sepulcral. Sus grandes ojos negros de largas pestañas tenian el brillo de la juventud, aunque precoces pero profundas arrugas la hubieran hecho desaparecer de su frente.
La mujer á cuyos pies se hallaba, envuelta en una túnica blanca, y recostada en un ancho divan, tenia medio cubierto el rostro con las ondas de su cabellera negra, que descendiendo á lo largo de los pliegues de su ropa llegaba hasta el suelo. Una de sus manos descansaba en su rodilla, y la otra, sostenia su cabeza reclinada sobre los cogines del divan.
Nada mas plácidamente bello que el grupo que formaban, la mujer vestida de blanco como la virjen que sube al lecho nupcial y el hombre que puesto á sus pies y alzando hacia ella sus tan hermosos y apasionados ojos, parecia dirigirla todas las notas de aquella celeste armonía. Pero si algun ser viviente hubiera podido penetrar en ese sitio y mirar de cerca aquel grupo, habria sentido erizarse los cabellos sobre su cabeza y hubiera huido espantado; porque la larga cabellera de aquella mujer tenia una aridez metálica; sus manos de forma tan bella, estaban secas; aquella alba túnica era un sudario; el rostro que el júven contemplaba, habia recibido hacia largo tiempo el horrible sello de la muerte, y el instrumento mismo cuya voz tenia una tan divina melodia, era un despojo de la tumba, era el fémur de aquel esqueleto.
Conclusión
El tiempo que incesantemente estiende su guadaña sobre la creacion para destruirla y renovarla, y mas que todo, el terror supersticioso, hicieron de aquel pueblo un desierto. El viajero distingue apenas el sitio que ocupó en la árida llanura, por algunas ruinas ennegrecidas por las lluvias y los helados vientos de la cordillera. Pero ni los años, ni los omnipotentes rayos del Vaticano han podido borrar la memoria del amor infortunado y del estraño duelo del cura Camporeal, cuyos gemidos repite eternamente durante el silencio de las noches, en lo hondo de nuestros valles y en las plazas de nuestras ciudades la voz del instrumento que él consagró á su dolor, y al que los hijos del Perú dieron el nombre de Quena, palabras que en la quechua antigua significa: pena de amor.
Si en la felicidad escuchais la voz de ese instrumento sentireis esa dulce melancolía tan necesaria para templar lo que aquella tiene de demasiado deslumbrante y fatigosa para nuestra alma. Pero, oh vosotros, los que llevais en el corazon un grande dolor, ¡guardaos de escucharla! porque para vosotros tendria un poder terrible, que como un espejo mágico os hará ver de nuevo todo lo lúgubre de vuestro pasado; develará á vuestros ojos la pálida imájen del siniestro porvenir, y el dolor se agrandará en vuestro pecho hasta romperlo.