Yerbas y Alfileres

Juana Manuela Gorriti


Cuento


—Doctor ¿cree usted en maleficios? —dije un día a mi antiguo amigo el esclarecido profesor Passaman. Gustábame preguntarle, porque de sus respuestas surgía siempre una enseñanza, o un relato interesante.

—¿Que si creo en maleficios? —respondió—. En los de origen diabólico, no: en los de un orden natural, sí.

—Y sin que el diablo tenga en ellos parte, ¿no podrían ser la obra de un poder sobrenatural?

—La naturaleza es un destello del poder divino; y como tal, encierra en su seno misterios que confunden la ignorancia del hombre, cuyo orgullo lo lleva a buscar soluciones en quiméricos desvaríos.

—¿Y qué habría usted dicho si viera, como yo, a una mujer, después de tres meses de postración en el lecho de un hospital, escupir arañas y huesos de sapo?

—Digo que los tenía ocultos en la boca.

—¡Ah! ¡ah! ¡ah! ¿Y aquellos a quienes martirizan en su imagen?

—¡Pamplinas! Ese martirio es una de tantas enfermedades que afligen a la humanidad, casualmente contemporánea de alguna enemistad, de algún odio; y he ahí que la superstición la achaca a su siniestra influencia.

He sido testigo y actor en una historia que es necesario referirte para desvanecer en ti esas absurdas creencias... Pero, ¡bah! tú las amas, son la golosina de tu espíritu, y te obstinas en conservarlas. Es inútil.

¡Oh! ¡no, querido doctor, refiera usted, por Dios, esa historia! ¿Quién sabe? ¡Tal vez me convierta!

—No lo creo —dijo él, y continuó.

Hallábame hace años, en la Paz, esa rica y populosa ciudad que conoces.

Habíame precedido allí, más que la fama de médico, la de magnetizador.

Multitud de pueblo vagaba noche y día en torno a mi morada. Todos anhelaban contemplar, sino probar los efectos de ese poder misterioso, del que solo habían oído hablar, y que preocupábalos ánimos con un sentimiento, mezcla de curiosidad y terror.

Entre el número infinito de personas que a toda hora solicitaban verme, presentose una joven cuyo vestido anunciaba la riqueza; pero su rostro, aunque bello, estaba pálido y revelaba la profunda tristeza de un largo padecer.

—No vengo a consultar al médico —dijo, sonriendo con amargo desaliento—. ¡Ah! de la ciencia nada espero ya: vengo a preguntar a ese numen misterioso que os sirve la causa de un mal que consume a un ser idolatrado; extraña dolencia que ha resistido a los recursos del arte, a los votos, a las plegarias; vengo a demandarle un remedio, aunque sea a costa de mi sangre o de mi vida.

Dicen que para valeros de él lo encarnáis en un cerebro humano. Alojadlo en el mío: que vea con mi pensamiento; que hable por mi labio, y derrame la luz en el misterioso arcano que llena de dolor mi existencia, y ¡ah!...

Su voz se extinguió en un suspiro.

En tanto que hablaba, habíala yo magnetizado.

Unos pocos pases bastaron para mostrarme la lucidez extraordinaria que residía en aquella joven.

—¿Me escucháis, hermosa niña? —díjela empleando ese adjetivo de poderoso reclamo para toda mujer; porque al someterla a la acción magnética había olvidado un preliminar: preguntarla su nombre.

—¡Hermosa! —exclamó; y una sonrisa triste se dibujó en sus labios— ¡ah! ya no lo soy. El dolor ha destruido mi belleza y solo ha dejado en mí una sombra.

—¿Habéis sufrido mucho?

—¡Oh! ¡mucho!

Y una lágrima brotó de sus párpados cerrados y surcó su pálida mejilla.

—Pues bien, contadme vuestras penas. ¿Echáis de menos una dicha perdida? ¿Erais, pues, muy feliz?

—¡Ah! ¡y tanto! Santiago me amaba; iba a ser mi esposo; el sol del siguiente día debía vernos unidos, pero aquella noche fatal, la terrible enfermedad asaltó en su lecho a aquel que en él se acostara joven, bello, fuerte y lozano; y agarrotó sus miembros y lo dejó inmóvil, presa el cuerpo de horribles dolores que hacen de su vida un infierno. El año ha hecho dos veces su camino, sin traer ni una tregua a su dolencia. Toda esperanza se ha desvanecido ya en el alma de Santiago; y cuando me ve prosternada orando por su vuelta a la salud.

—Laura —me dice—, ¡pide mi muerte!

—Laura —díjela, interrumpiendo aquella larga exposición hecha con voz lenta y oprimida—, no más respecto al presente: retroceded al pasado, a ese último día de bonanza, volved a él la mirada... ¿qué veis?

—¡Mi felicidad!

—¿Y en torno a Santiago?

—¡Nada más que mi amor!

—¿Nada más? ¿Mirad bien?...

De súbito la sonámbula se estremeció, y su mano tembló entre las mías; sus labios se crisparon y exclamó con voz ronca:

—¡Lorenza!

Pronunciado este nombre, apoderose de ella una tan terrible convulsión, que me vi forzado a despertarla.

Nada tan pasmoso como la transición del sueño magnético a la vigilia. Los bellos y tristes ojos de la joven me sonrieron con dulzura.

—Perdonad, doctor —dijo como avergonzada—, creo que me he distraído. Desde que el dolor me abruma, estoy sujeta a frecuentes abstracciones. Os decía, hace un momento...

La interrumpí para anunciarle que sabía cuanto ella venía a confiarme, y le referí el caso de su novio, cual ella acababa de narrarlo.

Llenose de asombro, y me miró con una admiración mezclada de terror.

—¡Oh! —exclamó, pues que penetráis en lo desconocido, debéis saber la naturaleza del mal que aqueja al desventurado Santiago y lo lleva al sepulcro. ¡Salvadlo, doctor salvadlo! Él y yo somos ricos y os daremos nuestro oro y nuestra eterna gratitud.

Y la joven lloraba.

Logré tranquilizarla y la ofrecí restituir la salud a su novio.

Esta promesa cambió en gozo su dolor; y con el confiado abandono de la juventud, entregose a la esperanza.

Aventuré, entonces, el nombre de Lorenza.

Laura hizo un ademán de sorpresa.

—Pues que ese don maravilloso os hace verlo todo, no es necesario deciros que Lorenza es la amiga según mi corazón. ¡Ah! sin sus consuelos, sin la parte inmensa que toma en mis penas, tiempo ha que estas me habrían muerto.

El contraste que estas palabras de Laura formaban con el acento siniestro de su voz, al pronunciar, poco antes, el nombre de Lorenza, hiciéronme entrever un misterio que me propuse aclarar.

Laura se despidió, y una hora después fui llamado por la familia de su novio.

Entré en una casa de aspecto aristocrático y encontré a un bello joven pálido y demacrado, tendido en un lecho; y como lo había dicho Laura, agarrotados todos sus miembros por una horrible parálisis que lo tenía postrado, hacía dos años, sin que ninguno de los sistemas de curación adoptados por los diferentes facultativos que lo habían asistido pudiera aliviarlo.

Yo, como ellos, seguí el mío; pero en vano: aquella enfermedad resistía a todos los esfuerzos de la ciencia, y parecía burlarse de mi con síntomas disparatados, que cambiaban cada día mi diagnóstico.

Picado en lo vivo, consagreme con obstinación a esa asistencia, segundado por Laura y su amiga Lorenza.

En cuanto a esta, no tardé en leer en su alma: amaba a Santiago.

Laura había penetrado ese misterio a la luz del sueño magnético.

He ahí por qué pronunciara con indignación el nombre de Lorenza.

Los días pasaron, y pasaron los meses; y el estado del enfermo era el mismo. Compadecido de su horrible sufrimiento no me separaba de su lado ni en la noche, alternando con sus bellas enfermeras en el cuidado de velarlo. Mi presencia parecía reanimarlo; y este era el único alivio que su médico podía darle.

Un día que hablaba con el doctor Boso, celebre botánico, exponíale el extraño carácter de aquella enfermedad que ni avanzaba ni retrocedía; persistente, inmóvil, horrible.

—Voy a darte un remedio que la vencerá —me dijo—. Es una yerba que he descubierto en las montañas de Apolobamba, y con la que he curado una parálisis de veinte años.

Aplícala a tu enfermo; dale a beber su jugo, y frota con ella su cuerpo.

Es un simple maravilloso confeccionado en el laboratorio del gran químico que ha hecho el Universo.

Separose de mí y un momento después me envió un paquete de plantas frescamente arrancadas de su herbario.

Preparelas según las prescripciones de mi amigo, y esperé para su aplicación las primeras horas de la mañana.

Aquella noche, teniendo para mis compañeras de velada la fatiga de largos insomnios, roguelas que se retirasen a reposar algunas horas, y me quedé solo con el enfermo.

Como todas las dolencias, la suya lo atormentaba mucho desde que el sol desaparecía.

Para aliviarlo en aquello que fuera posible, cambiábale la posición del cuerpo, estiraba los cobertores, alisaba las sábanas.

Al mullir su almohada, sentí entre la pluma un objeto resistente. Rompí la funda y lo extraje. Era una figura extraña, un muñeco de tela envuelto en un retazo de tafetán encarnado.

No pudiendo verlo bien a causa de la oscuridad del cuarto, alumbrado solo por una lámpara, guardelo en el bolsillo y no pensé en él.

A la mañana siguiente hice beber a mi enfermo el jugo de la yerba, dile la frotación y dejándolo al cuidado de Laura y su amiga, fui a pasar el día con mi esposa, que se hallaba veraneando en el lindo pueblecito del Obraje.

Mientras hablaba con ella y varios amigos, buscando mi pañuelo, encontré el muñeco.

Mi mujer se apoderó de él y se dio a inspeccionarlo.

De repente hizo una exclamación de sorpresa.

El muñeco estaba clavado con alfileres desde el cuello hasta la punta de los pies.

Como tú, la señora Passaman es supersticiosa y se arrojó a la región de lo fantástico.

Por no aumentar sus divagaciones, me abstuve de decir dónde había encontrado el muñeco. Pero ella decidió que aquel a cuya intención había sido hecho, estaría sufriendo horriblemente.

Aquellas palabras me impresionaron; y sin quererlo pensé en mi pobre enfermo; y cosa extraña, contemplando aquella figura creí hallarle semejanza con Santiago.

Mi esposa, apiadada del original de aquella efigie, propúsose librar a esta de sus alfileres; pero el óxido los había adherido a la tela de que estaba hecho y vestido el muñeco; y solo valiéndose de una pinza de mi estuche pudo conseguirlo.

Luego que lo hubo desembarazado de su tortura, envolviolo piadosamente en un pañuelo de batista y lo guardó en el fondo de su cofre.

Cuando al anochecer regresé a la ciudad y entré en mi casa, encontré escrito veinte veces en la pizarra un llamamiento urgente de casa de Santiago.

Corrí allá y una gran desolación

Laura de rodillas y abnegada en lágrimas, tenía entre sus manos la mano yerta de Santiago, que inmóvil, desencajado el semblante y cerrados los ojos, parecía un cadáver.

Lorenza en pie, pálida y secos los ojos, fijaba en Santiago una mirada extraña.

—¡Ah! ¡doctor! ¡vuestro remedio lo ha muerto! —exclamó Laura—. Dolores espantosos, acompañados de horribles convulsiones, han precedido su agonía; y helo ahí que está expirando.

Sin responderla, acerqueme al enfermo; examiné su pulso, y encontré en aquel aniquilamiento un sueño natural.

Senteme a la cabecera de la cama; pedí el jugo de la yerba, y entreabriendo los labios al enfermo, hícele pasar de hora en hora algunas gotas, durante toda la noche.

Al amanecer, después de un sueño de doce horas, Santiago abrió los ojos, y, con pasmo de Laura, tendionos a ella y a mí sus manos, que habían adquirido movimiento.

Pocos días después dejaba el lecho, y un año más tarde era el esposo de Laura.

—¿Tú lo has conocido ya sano?

—Sí.

—¿Y qué dices de eso?

—Yo creo en los alfileres de Lorenza.

—Yo creo en la yerba del doctor Boso.


Publicado el 3 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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