—Es posible. ¿Cómo se llama su señor padre?
—Pedro Vázquez.
—No recuerdo haberlo oído nombrar. ¿Vive todavía?
—Tengo la desgracia de ser huérfana.
—¿Está usted aquí sola?
—Completamente sola.
—¿No tiene usted familia, ni hermano, ni esposo? —preguntó Rafael.
—No tengo hermano, y soy soltera —contestó ella.
El joven respiró libremente.
—¿Vive usted por placer en este pueblo? —preguntó pasado un instante.
—Me han mandado los médicos
aspirar los aires puros del campo, y he elegido con preferencia este
lugar porque no se halla lejos de la corte, donde he habitado siempre.
Por lo demás, sé que todo cuanto haga será inútil porque mi mal no tiene
remedio.
—¿Está usted enferma?
—Sí señor.
—No será tan grave como piensa.
—Tanto que temo morir aquí.
—¿Por qué tiene usted tan triste pensamiento?
—Quisiera equivocarme —murmuró ella—, pues a los veinticinco años nadie muere contento; pero si Dios lo dispone, me resignaré.
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