Sor María

Julia de Asensi


Cuento


Casado Bernardo, ¿qué le importaba a ella el mundo ya? Había sido el compañero de su infancia, el que había enjugado sus primeras lágrimas, producido su sonrisa primera y recogido el primer suspiro que exhaló su pecho virginal. Ella le había amado con toda su alma, con todo el entusiasmo de la primera juventud.

¿Cómo él no la había correspondido? Blanca tenía algunos años menos que él; aún era niña cuando Bernardo era hombre; una mujer malvada y astuta conquistó el corazón del joven y logró ser conducida al pie de los altares, donde fueron unidos en eterno lazo.

Blanca buscó un consuelo en la religión; no había en la tierra remedio a su pesar y volvió los ojos al cielo. En la ciudad donde habitaba se elevaba un sombrío convento, de altos muros, fuertes rejas y espesas celosías, y allí se encerró la infortunada niña, sin ver las lágrimas de su madre, ni atender a los consejos de su padre, ni escuchar los ruegos de sus amigos.

El día en que fue llevada al templo, vio a Bernardo en el camino. Él la miró con una indefinible expresión, y Blanca creyó adivinar que el hombre a quien tanto quería no debía ser feliz.

Acaso si Blanca no hubiese ido en carruaje, él la hubiera detenido, dirigiéndole la palabra, quién sabe si le hubiera pedido perdón por su conducta, porque Bernardo era culpable, había adivinado el amor de Blanca, lo había alentado con vanas esperanzas, abandonándola sin remordimientos después.

La niña trocó sus galas por el severo traje religioso; la novicia, sin libertad de palabra ni de acción, empezó la vida de convento resignada y acaso indiferente; martirizó su cuerpo con ayunos y penitencias, y pasó casi todas las horas dedicada a las oraciones.

Pero en balde intentó sujetar también el pensamiento; no se había hecho religiosa por vocación, sino para mitigar sus penas, y el recuerdo del hombre querido le asaltaba sin cesar, lo mismo en el interior de su celda, que en el austero templo, que en el coro cuando, con las otras monjas, rezaba con monótono acento o elevaba cantando himnos de gloria al Creador.

Los días se deslizaban iguales, siempre tristes; ella no tomaba parte en nada de lo que ocurría en el convento, apenas sabía los nombres de las religiosas, y cuando la abadesa la amonestaba por alguna involuntaria distracción, oía sus palabras sin sentimiento por la ligera falta cometida, en la que incurría de nuevo muchas veces.

Por el triste patio adornado de raquíticos árboles y mustias flores, paseaba melancólica y solitaria huyendo en cuanto le era dado de halagadores fantasmas y locas ilusiones, pensando a su pesar en el ingrato, causa de su desgracia y su clausura.

El año de novicia se pasó así. Llegó la época de pronunciar para siempre los votos, de renunciar a todo lo terreno, al amor, al hogar, a la familia. ¿No podía entonces volver al seno de esta, vivir para el mundo?

Bernardo estaba casado y no había esperanza de felicidad para ella. Blanca pronunció sus votos.

Dos días después las campanas de la iglesia doblaron tristemente, las paredes se cubrieron de negros paños, un túmulo se elevó en el centro, rodeado de amarillentas velas; varios bancos fueron colocados uno en el frente, otros a los lados del catafalco, y poco a poco empezaron a llenarse, ocupándolos varios hombres, al parecer de elevada clase, todos vestidos de negro.

Dio principio el funeral. Las monjas oraban desde el coro por el eterno descanso de la difunta, porque era una mujer.

Acabada la misa y rezados los responsos, dos hombres se pararon delante de la celosía, tras de la cual se hallaban las religiosas.

—¿Quién ha muerto? —preguntó uno.

—La mujer de Bernardo Gómez —contestó el otro—; hace hoy nueve días.

Blanca se estremeció al oírlo y se puso densamente pálida.

Al retirarse a su celda lloró amargamente, considerando que cuando ella se unió a Jesucristo, el hombre a quien tanto había amado era libre.

Paseando por el patio aquella tarde, triste y sola, como de costumbre, se inclinó para coger una flor y vio junto a la planta una carta rota en menudos pedazos; le pareció que conocía la letra, guardó los papeles, y al subir a su celda se entregó al minucioso y difícil trabajo de unir aquellos fragmentos. La carta decía así: «Blanca mía, después de un año de crueles, pero merecidos sufrimientos, soy libre. No renuncio a tu amor, sin él no puedo vivir y espero me perdones. Necesito verte y hablarte; ¿hay algún medio de conseguirlo? Tuyo, Bernardo».

La abadesa había abierto la carta de amor profano dirigida a una de sus hijas y la había roto; a no ser así la novicia hubiera salido del convento.

Poco después los periódicos de aquella ciudad daban cuenta de dos sucesos ocurridos el mismo día y a la misma hora.

El conocido abogado D. Bernardo Gómez se había suicidado, no pudiendo sin duda resistir la pena que le produjo la reciente muerte de su esposa, y la joven religiosa, que se llamó en el mundo Blanca, y en el claustro Sor María, había muerto repentinamente.

¿Quién sabe si sus almas subieron juntas por el celeste espacio, y la de la triste e inocente joven logró el perdón de la de su ingrato y criminal amante, para que entrase con ella en el Paraíso?


Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.
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