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—De modo que le dihe, si tú quiere yamar al docto, le yamas, digo.
—Y pa cuando lo terminé de cocer quedaba un poquito asina de chico.
Los únicos que permanecen silenciosos son los chiquillos harapientos. Permanecen lo más cerca posible de los músicos, con las manos a la espalda y los ojos muy abiertos. De vez en cuando mueven una pierna, agitan un brazo. Un menudo espectador, que ya no puede aguantar más, da un par de vueltas, se sienta solemnemente y vuelve a levantarse.
—Es fantástico, ¿eh? —susurra una niña ocultándose tras la palma de la mano.
Y la música se rompe formando trozos relucientes, y vuelve a unirse, y a romperse, y se disuelve, y la muchedumbre se dispersa, caminando lentamente cuesta arriba.
Al doblar la carretera empiezan los puestos.
—¡Plumeros! ¡Plumeritos! ¡A dos peniques! ¿Quién quiere uno? Venga, muchachos, para hacer cosquillas a las señoritas.
Son blandas escobillas con un manguito de alambre. Los soldados las compran con regocijo.
4 págs. / 7 minutos.
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Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.
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