El misterio
I
Mi alegría fué inmensa: estudiante hambriento, expulsado de la Universidad por no pagar, sin un copec en el bolsillo—me había gastado los últimos en un anuncio solicitando un empleo cualquiera—, tuve la suerte de encontrar una colocación magnífica.
Una nebulosa mañana de fines de octubre recibí una carta en que se me invitaba a acudir al hotel de Francia, en la calle de la Marina. Hora y media después—aun no había cesado la lluvia, iniciada momentos antes de llegar la carta a mis manos—tenía un empleo, una vivienda y veinte rublos. ¡Parecía un sueño, un cuento de hadas! Todo, desde el primer momento, me produjo una grata impresión: el espléndido hotel, la lujosa habitación donde fuí recibido, el caballero amabilísimo que me recibió, un caballero—según pude observar cuando mi turbación fué pasando—entrado en años y vestido con esa elegancia inconfundible de los que están acostumbrados a vestir bien desde su infancia.
Excuso decir que acepté sus condiciones: vivir con su familia en el campo, ser el profesor de un niño de ocho años y cobrar cincuenta rublos mensuales.
—¿Le gusta a usted el mar?—me preguntó Norden (no hay por qué llamarle el señor Norden).
—¡Oh, el mar!—balbucí—.¡Enormemente!
Norden se echó a reír.
—¿Cómo no? ¿A quién, de joven, no le ha gustado el mar...? Pues bien; desde casa verá usted el mar..., un mar un poco gris, un poco triste; pero con furias y sonrisas. Estará usted en sus glorias.
—¡Ya lo creo!
Me sonreí, y Norden, sonriéndose también, añadió:
—En ese mar se ahogó mi hija Elena... Hace cinco años.
Callé. No sabía qué decir. Además, estaba desconcertado por su sonrisa. ¡Se sonreía hablando de la muerte de su hija! «¿Será una broma?», pensé.
El anticipo de veinte rublos me lo hizo motu proprio, y se negó en redondo a aceptar un recibo. No me pidió mi pasaporte, ni siquiera me preguntó mi nombre. En otras circunstancias, aquella confianza acaso me hubiera parecido muy natural; pero estaba yo tan abatido a causa de mi expulsión de la Universidad, tenía tan vacío el estómago y los calcetines tan mojados, que me sorprendió sobremanera el inspirarla y acreció mi satisfacción.
Sin embargo, a los pocos días de habitar en casa de Norden no lo veía ya todo tan de color de rosa: me había acostumbrado al lujo de mi habitación, a la buena mesa y a los calcetines secos, y a medida que me alejaba de la vida de Petersburgo, del hambre, de la horrible lucha por la existencia, mis ojos iban percibiendo en cuanto me rodeaba matices extraños y nada alegres. Al enumerarles, en mis cartas, a mis compañeros las excelencias de mi nueva vida, no sentía, en verdad, alegría alguna.
Al principio, mi percepción de aquellos matices sombríos y misteriosos fué muy vaga, casi inconsciente. No había, a primera vista, en el mundo morada más alegre ni familia más regocijada que las de Norden, y hasta que llevaba algún tiempo viviendo en tal morada y conviviendo con tal familia no empecé a adivinar que pesaban sobre el lugar y las personas ocultos y abrumadores motivos de tristeza.
La casa, rodeada de un jardín, estaba situada a la orilla del mar. Era de dos pisos, grande y lujosa; a mí, miserable estudiante, me habían alojado en el entresuelo, en una habitación espléndida, como si fuera un personaje o un amigo íntimo. El jardín era magnífico; a pesar de lo severo y pobre de la naturaleza circundante—piedras, arena y pinos—; a pesar de las nieblas matinales y del frío viento del mar, lo poblaban soberbios árboles, tilos, abetos azules, nogales, castaños, y lo embellecían numerosos rosales y jazmineros; entre los arbustos y los árboles—que no sé por qué se me antojaba que siempre tenían frío—crecía una hermosa hierba verde. Cuantos lo veían, a través de la verja, lo encontraban precioso y envidiaban a su propietario. Norden estaba orgulloso de él. A mí, cuando lo vi por primera vez, me encantó. Pero había algo en lo excesivamente aislado, en lo como desamparado de los árboles sobre el fondo verde, que hacía pensar, de un modo vago, en una dolorosa injusticia, en un error irreparable, en una felicidad perdida.
En las veredas no había huellas. ¿Por qué? Los habitantes de la casa eran numerosos. Norden se paseaba con frecuencia por el jardín; los niños, que eran tres, pasaban en él buena parte del día; pero—lo recuerdo como si aun estuviera viéndolo—en las veredas no había huellas.
Norden, vanagloriándose de esta curiosa singularidad de su jardín, me dijo un día que la arena de aquellas veredas era una mezcla especial de arcilla y casquijo, en la que ni aun inmediatamente después de la lluvia se señalaban las pisadas.
—Es un capricho...—añadió.
Yo no le oculté que el capricho me parecía absurdo.
El se echó a reír, sin que yo acertase a explicarme el motivo de su hilaridad, y, tocándome suavemente el codo, murmuró:
—Mire usted el jardín al amanecer.
Como obedeciendo a una orden irresistible, me levanté al amanecer, limpié los cristales empañados y miré al jardín: tres siluetas obscuras avanzaban, encorvadas sobre la arena, por las veredas. Comprendí que eran unos trabajadores entregados a la faena de borrar huellas. No me gustó aquello.
Aparte de las huellas, hubiera sido muy natural ver alguna vez en las veredas un juguete abandonado por un niño, un útil de trabajo olvidado por el jardinero; pero allí nadie abandonaba ni olvidaba nada. Las últimas hojas, amarillas, abarquilladas, caían de los árboles y parecían adherirse desesperadamente a la arena; pero las mismas manos dóciles que borraban las huellas no tardaban en llevarse las hojas. Se me antojaba, a veces, que alguien, acaso el propio Norden, luchaba sin tregua contra los recuerdos y trataba de crear el vacío en torno suyo, sin éxito alguno; pues cuanto más abría el vacío su boca más cuerpo tomaban los recuerdos ahuyentados, las imágenes destruídas, las huellas borradas. Yo mismo, que era extraño a aquello, que no sabía, en concreto, nada de aquello y que, además, no poseía un gran don de observación, sentía ya pesar sobre mí, vagos, remotos, los recuerdos de un error fatal, de una felicidad perdida, de una verdad triste.
No tardé en convertirme en un espía, en un buscador de huellas. Buscaba sin cesar. Mi imaginación, nada risueña a causa de mi dolorosa niñez y de mi juventud no muy alegre, pobló aquel extraño jardín de crímenes, de asesinatos. Los días de sol—raros aquel otoño—, me reía de mis fantasías y las atribuía a mis pocos años. Pero cuando las nieblas marinas inundaban la costa y el cielo plúmbeo y húmedo parecía aplastar la tierra, se me encogía el corazón al pensar en aquellos tres hombres que, al amanecer, recorrían, encorvados, las veredas del jardín.
No sé si mis indagaciones hubieran sido fructuosas sin la ayuda del propio Norden, que una tarde, paseándose en mi compañía por la playa, me enseñó un montón de piedras adheridas unas a otras con cemento y superpuestas en forma de pirámide. Las olas habían derribado algunas y la pirámide había perdido no poco de su forma, debido sin duda a lo cual no me habla yo fijado aún en ella.
—¡No es tan grande como la de Jeops—me dijo—; pero es una pirámide!
Lanzó una carcajada—aquel hombre encontraba en todo motivos de risa—, y añadió:
—Mi primera intención fué edificar aquí una iglesia de estilo normando... ¿Le gusta a usted el estilo normando...? Pero se me negó la autorización... ¡Qué estrechez de espíritu!
Callé. No sabía qué decir. Me sucede eso con frecuencia. Y él, tras una pausa lo suficientemente larga para que yo hiciera algún comentario o alguna pregunta, me explicó:
—En este sitio fué encontrado el cadáver de mi hija Elena. A este lado, la cabeza; a ése, los pies. Creo que ya le he dicho a usted que murió ahogada.
—¿Y cómo ocurrió esa desgracia?
—¡Una imprudencia de muchacha!—repuso, sonriéndose, Norden—. Se embarcó sola en una lancha; se levantó un viento muy fuerte, y la lancha zozobró.
Miré al mar, gris y un poco agitado. El agua no cubría del todo, hasta muy lejos de la orilla, las peñas de que estaba salpicado el fondo.
—Aquí el mar es poco profundo—dije.
—Sí; pero ella se alejó más de lo debido.
—¿Y por qué hizo eso?
—Los jóvenes, amigo mío, suelen ir demasiado lejos—contestó Norden, sonriéndose y tocándome suavemente el codo.
Y empezó a hablarme de sus dos magníficas lan chas, a la sazón guardadas, pues sólo las usaba en primavera y verano.
—¿Y se encontró también la lancha?—le interrumpí.
—¿Cuál?
—La de la desgracia.
—¡Ah, sí! ¡También la arrojó el mar a la playa! La mandé pintar de otro color, y parece otra. Es la más fuerte y la más marinera de las dos. ¡Ya lo verá usted, cuando venga el buen tiempo!
Después de aquella conversación, que, aunque en realidad no me había revelado nada, se me antojaba a mí que me había revelado muchas cosas, la ruinosa pirámide fué, durante algún tiempo, otra de mis preocupaciones... ¿Por qué aquel hombre, que borraba tan implacablemente todas las huellas, que había mandado pintar de otro color la lancha donde había perecido su hija, había erigido aquel monumento en memoria de la muerta? ¿Se trataba de un arrebato sentimental, o de una de esas faltas de lógica en que suelen incurrir los hombres más consecuentes?
No tardé, sin embargo, en dejar de hacerme tales preguntas, atraída mi atención por algo que me inquietaba más que la pirámide, más que las veredas sin huellas, más que los taciturnos árboles del jardín: el mar. En el mar debía de tener su principal origen la profunda tristeza que pesaba sobre aquella morada y sobre los que la habitaban. En el mar...
II
Pero antes voy a hablar de mi vida entre aquellas gentes tan extrañas, tan desagradables y tétricas, a pesar de su regocijo.
Por la mañana ejercía durante dos horas mis funciones docentes. Volodia, mi discípulo, era un muchacho de ocho años, muy bien educado, cortés como un gentleman, estudioso, dócil. No apoyaba, como otros discípulos míos, las rodillas en el borde de la mesa, no se metía los dedos en las narices, no tiraba la tinta, no decía sandeces. Escuchaba mis explicaciones con un aire tan grave como si yo fuera el rey Salomón y él uno de mis súbditos. No sé si, en efecto, me creía un sabio; pero me azoraba en extremo aquella grave atención, que parecía darle un enorme valor a cada una de mis palabras. Todos los días, excepto los festivos, aparecía, a las diez en punto, ante mi mesa la cabeza rubia, pelada al rape, de Volodia, y a las doce en punto desaparecía. El rostro del muchacho era achatado, blanco, desprovisto de cejas, y los ojos, claros, muy separados, se destacaban en él con gran relieve, como si estuvieran en un plato. La pobre criatura no tenía, estéticamente, mucho que agradecerle a la Naturaleza. «Acaso con el tiempo—pensaba yo—se haga más guapo.» A pesar de su aire respetuoso y de su prudencia, no me era simpático. He dicho «a pesar», y debiera haber dicho «a causa»: lo encontraba demasiado dócil y cortés. Sólo se reía cuando alguna persona mayor bromeaba, y lo hacía como para complacerla. Sólo se pintaban en su inexpresivo semblante la alegría, el asombro, el horror, la tristeza, cuando alguna persona mayor decía algo que «debía» alegrar, asombrar, horrorizar o entristecer a sus oyentes. Diríase que no era un niño, sino alguien que representaba concienzudamente el papel de niño. Hasta cuando jugaba lo hacía a ruegos de las personas mayores y como si hubiera aprendido a jugar en sueños; pues sus dos hermanitos—un niño de siete años y una niña de cinco—mal podían haberle enseñado: no jugaban nunca.
A estos dos niños los veía yo muy poco: estaban siempre en compañía de su vieja aya inglesa, con la que mi absoluta ignorancia del idioma inglés me impedía conversar.
Traté de habituar a mi discípulo a pasearse conmigo; pero se paseaba de un modo absurdo, artificioso, como un muñeco mecánico, como un niño bien educado de madera o de celuloide.
Una tarde bajé al jardín y le vi sentado en un banco muy limpio, a la orilla de una vereda, también muy limpia y sin huella alguna, llorando. Tenía una rodilla entre las manos y se mordía el labio inferior. Era la primera vez que veía yo en su rostro una expresión verdaderamente infantil. Sin duda se había caído y se había hecho bastante daño. En cuanto advirtió mi presencia, dejó de llorar, se levantó y salió a mi encuentro, cojeando un poco.
—¿Te has hecho daño, Volodia?
—Sí...
—¡Llora, llora!
Me miró con fijeza, como para convencerse de que hablaba en serio, y repuso:
—Ya he llorado.
Y no me hubiera sorprendido oirle añadir: «Gracias», cual el protagonista de la vieja anécdota. ¡Tan fino era aquel absurdo hombrecito!
Como mis deberes pedagógicos se reducían a las dos horas diarias de clase, me pasaba gran parte del día paseando, si lo permitía el tiempo, o leyendo en mi habitación. Norden había puesto a mi disposición todos sus libros, que eran muy numerosos, proporcionándome con ello una gran alegría. A veces leía en la biblioteca, para lo que Norden me había también dado permiso, y me encontraba allí en mis glorias. Cómodos divanes, grandes mesas cubiertas de revistas, estanterías llenas de libros lujosamente en cuadernados, silencio..., un silencio mayor aún que el que reinaba en mi aposento, pues la biblioteca estaba en el segundo piso, adonde no llegaban los únicos ruidos de la casa, todos provocados por Norden, él sabría con qué objeto, haciéndoles ladrar a los perros, cantar a los niños y reír a cuantos le rodeaban.
Nos reuníamos en el comedor, a las horas de las comidas, los niños, el aya, Norden y yo. Nunca había invitados, si se exceptúa un alemán gordo y taciturno que yantaba a veces con nosotros y sólo abría la boca para comer y para reírse cuando Norden decía donaires. Creo que era el administrador de Norden.
Reinaba durante las comidas una alegría ruidosa: sonaban a cada momento estrepitosas carcajadas, con motivo risible o sin él. El amo de la casa contaba chascarrillos para excitar la hilaridad de todos los comensales. Al aya solía traducírselos; pero, aunque no se los tradujese, la vieja se desternillaba de risa: aquello era, sin duda, lo reglamentario. Yo los primeros días de mi estancia en la quinta no solía tomar parte en aquellas manifestaciones de regocijo; lo que turbaba y hasta afligía a Norden.
—¿Por qué no se ríe usted?—me preguntaba, mirándome con angustia a los ojos—. ¿No le ha hecho a usted gracia?
Y me repetía el chascarrillo, explicándome dónde estaba su comicidad. Si, con todo, yo seguía serio o me limitaba a sonreír, se ponía nervioso y contaba otro chascarrillo, y otro y otro, extrayéndome la risa como se extrae el agua de la manteca. De haberme obstinado en no reír, creo que hubiera empezado a llorar y a besarme las manos, pidiéndome por Dios que riese, como si su vida peligrase y mis carcajadas hubieran de salvársela.
No tardé en reír, como los demás: la risa convulsiva, estúpida, idiota, ensanchaba mi boca, como el freno la de un caballo. Y, lleno de dolor y de horror, sentía a veces, estando solo en mi habitación o en la playa, unas ganas locas de reír...
Durante algún tiempo, no viendo en la mesa sino a las personas mencionadas; estuve en la creencia de que la familia de Norden se reducía a sus tres hijos. Pero un día, al final del almuerzo, oí de pronto tocar el piano en el piso alto, en su parte cerrada siempre y separada de la biblioteca por un corredor. Me llené de asombro, y, contra todas las conveniencias—yo no he sabido nunca adaptarme a las conveniencias—, pregunté:
—¿Quién toca?
Norden me contestó, risueño:
—Es mi mujer. ¡Perdone usted; se me habia olvidado ponerle en autos! Mi mujer no goza, la pobre, de buena salud, y no sale de su habitación. ¡Es inteligentísima! Toca el piano maravillosamente. ¡Fíjese, fíjese!
Pero la música era muy triste, y Norden se turbó.
—¡Toca maravillosamente!—repitió, golpeando con el cuchillo el borde del plato.
Y momentos después se levantó y echó a correr escaleras arriba.
No habrían pasado dos minutos cuando bajó, gritando con jubiloso acento:
—¡Niños! ¡Miss Moll! ¡A bailar! ¡Mamá quiere que bailéis un poco!
En efecto; a la música triste sucedió la de un baile de moda, rápido y semiepiléptico. La ejecución, ahora, era harto menos limpia, y Norden me explicó:
—Es una pieza nueva que acaban de mandarnos de Petersburgo. Un baile encantador: lo baila este otoño toda Europa.
Y gritó, jocundo:
—¡Tanziren, meine kinder, tanziren! (¡Bailad, hijos míos, bailad!) ¡Y usted también, miss Moll!
Y los tres dóciles muñecos empezaron a perinolear; el más pequeño seguía con los ojos los movimientos de los mayores y los imitaba, levantando los brazos y agitando torpemente las gordezuelas piernecillas. Era el único cuya alegría me parecía verdadera, cuya risa no se me antojaba ficticia. Miss Moll, remedando a los niños, danzaba también, tan sin gracia como un caballo de circo obligado por los latigazos del domador a andar en dos patas. Norden palmoteaba llevando el compás, lanzaba gritos de estimulador entusiasmo y, de pronto, como si no pudiese resistir a la tentación, empezó él también a bailar. Bailando, me decía:
—¿Por qué no baila usted?
Luego se detuvo y me suplicó:
—¡Baile un poquito! ¡No nos niegue ese gusto! Si no sabe, miss Moll le enseñará.
Pero yo me negué en redondo.
Cuando se llevaron a los niños, acaloradísimos, Norden encendió un cigarro y me preguntó, jadeante:
—Somos la familia más alegre del mundo, ¿verdad?
Desde aquella tarde, casi todos los días oí música en el piso alto, unas veces triste y otras, las más, alegre y no muy bien tocada; Norden, siempre que hacía un viaje a Petersburgo, traía nuevas piezas, la mayoría de ellas nuevos bailables encantadores que bailaba toda Europa. Iba muy a menudo a la capital, adonde le llamaban asuntos importantes; pero no solía estar allí mas que un día o dos.
¿A qué obedecía el aislamiento de su mujer? «Tal vez—pensaba yo—ese misterio y el de la gran tristeza que pesa sobre esta casa y sobre sus habitantes sean el mismo misterio.» Pero todas mis tentativas de averiguar algo eran vanas. A la servidumbre no quería preguntarle nada; hubiera sido una falta de delicadeza, y además, a lo que parecía, los criados estaban no menos in albis que yo respecto a las intimidades de la familia. El respetuoso Volodia era todo un maestro en el arte del disimulo.
—¿Cómo está tu mamá?—le pregunté un día—. ¿La has visto esta mañana?
—Sí. Todas las mañanas subimos a verla. Siente tanto no poder conocerle a usted...!
—¿Está muy enferma?
—No... Toca muy bien el piano. Tiene mucho talento.
—¿Llora mucho?
—¿Mamá?—exclamó, asombrado, Volodia—. ¿Por qué ha de llorar?
—Está siempre riéndose, ¿eh?—dije con acento sarcástico.
—¿Es malo reírse?—inquirió el más respetuoso de mis discípulos, dispuesto, sin duda, a mostrarse jovial o saturnino, según lo que yo aseverase.
Una noche, o, mejor dicho, un amanecer (los tres borradores de huellas estaban ya entregados a su faena), algo, en mi sentir, relacionado con la pianista invisible, produjo de pronto gran agitación en la casa. Se oyó caer no sé qué; alguien lanzó un grito de espanto o de dolor, y pasaron corriendo por el pasillo adonde daba la puerta de mi cuarto criados con quinqués o velas encendidos.
—¡No ha sido nada! Un susto...—gritaba Norden—. El viento ha arrancado un postigo de la ventana, y el ruido...
El viento, en efecto, era muy fuerte. Aullaba en las chimeneas, batía furioso los muros y cantaba, a veces, deteniéndose en una pequeña colina, al modo de un cantante ante las candilejas, una canción salvaje; pero Norden había mentido: no se había caído ningún postigo, según pude ver por la mañana.
Mirando a las ventanas, en busca de la del postigo caído, vi por primera vez, tras los cristales de una de ellas, a la mujer de Norden. Sus ojos grandes y profundos contemplaban el mar rugiente. Contra lo que yo suponía, no era vieja, sino joven y bella.
—¿Qué edad tiene su señora de usted?—le pregunté aquella tarde a Norden, que cada día me inspiraba menos respeto.
—Veintinueve años.
—Entonces, Elena...
—Elena era hija de mi primer matrimonio. Estoy casado en segundas nupcias.
III
Aquella noche eché de menos mi diario: me lo habían robado. La pueril y obstinada lucha contra toda huella le había hecho, sin duda, desaparecer. Pero el ladrón no logró nada con acto tan innoble: recuerdo muy bien cuanto vi y sentí hasta el momento en que el horror extinguió mi conciencia para largo tiempo. Y las huellas grabadas en mi memoria no podrían borrarlas ni los tres hombres que al amanecer recorrían encorvados las veredas.
¿Cómo iba yo a olvidar aquel mar poco profundo, desesperadamente triste y tan llano que hacía dudar de la esfericidad de la Tierra? La idea del mar se había asociado siempre en mi mente a la de los barcos; pero desde aquella playa no se veían barcos: entre aquella playa y toda ruta de navegación se interponía la remota y brumosa línea del horizonte. Y el agua baja se extendía en un desierto gris; un infinito tedio parecía pesar sobre la inquieta enanez de las olas, que en vano trataban de alcanzar la costa, buscando el eterno reposo.
Una o dos veces vi a los lejos una lancha de pesca, obscura y tan lenta, que tardé no poco en convencerme de que no era una peña.
Siguieron a la horrible noche de viento de que he hablado siete u ocho días de calma, nada fríos, pero muy húmedos; la niebla, pesada y opaca, convertía el día en un crepúsculo interminable, aplanadoramente triste. El mar había retrocedido y había dejado en seco pequeños continentes, islas y archipiélagos de arena. Una tarde eché a andar a través de aquel mundo fantástico. Parecíame, al atravesar los continentes de unos cuantos pasos, y al pasar de un salto de uno a otro, ser un gigante, un ser casi sobrenatural, que pisaba por primera vez la tierra, recién creada y desierta.
Al llegar junto al agua, las exiguas y plácidas olas se me antojaron enormes, colosales, cual debían de ser en los primeros días del mundo.
Inclinándome sobre la arena, escribí con el dedo en su pura superficie: «Elena». Las cinco letras, aunque no muy, grandes, ocupaban buena parte de un continente, y parecían gigantescas. Diríase que la palabra, más que leerse, se oía; que era un grito dirigido al cielo, al mar, a la tierra...
¿Por qué no me guié, al volver a la playa, por las huellas de mis pasos? Avanzando y retrocediendo en busca de camino enjuto, se me hizo de noche y me desorienté. Cada vez que mis pies tocaban el agua, me volvía atrás, temiendo hundirme. Por fin, me decidí a avanzar en línea recta, a la ventura, sin detenerme ante los charcos, y, lleno de alegría, no tardé en ver erguirse delante de mí la masa obscura de la pirámide de piedras. La casualidad me había llevado al lugar donde fué encontrado el cadáver de Elena.
—¿Por qué vive usted aquí?—le pregunté aquella noche a Norden—. ¡Este mar es tan lúgubre!
Mis palabras parecieron entristecerle. Volvió ansiosamente la cabeza hacia la ventana obscura.
—¿Es lúgubre? No... Cuando se familiarice usted con él, le encantará.
Me encantaba ya; pero con el encanto, con la fascinación de la tristeza y del miedo. La atracción que ejercía sobre mí era un mortal veneno, del que había que huir.
Sin darme tiempo para replicar, Norden empezó a contar un chascarrillo, y al terminarlo me suplicó con la mirada que me riese, trocados los ojos en tenazas de mi hilaridad. Me senté frente a él, y los dos prorrumpimos en carcajadas. ¡Qué estupidez y qué bajeza!
De los días siguientes, hasta el 5 de diciembre, no recuerdo nada, como si los hubiera pasado sumido en un sueño profundo y sin ensueños. El 5 de diciembre el mar amaneció helado y cayó la primera nevada, copiosísima.
Y aquel día empezaron a ocurrir las cosas extraordinarias que hicieron más inquietante para mí el misterio de aquella casa, aquel misterio que aun sigue siéndolo y que, a veces, se me figura una siniestra fantasía o un cuento de miedo aterrador.
Trataré de ser todo lo exacto que pueda y no omitir detalle alguno de importancia, aunque no sea directa su relación con los acontecimientos. Yo le atribuyo una importancia capital a la aparición de aquel ser extraordinario que parecía concentrar en sí todas las fuerzas obscuras, toda la tristeza que pesaba sobre la maldita casa de Norden, todo el dolor que incluso a mí, un extraño, habían de arrastrarme en su terrible torbellino.
El 5 de diciembre cayó, como ya he dicho, la primera nevada. Empezó al amanecer y duró toda la mañana. Cuando, terminada la clase de Volodia, salí al jardín, todo estaba silencioso y blanco. Dejando profundas huellas en mi camino, llegué a la playa. Y lancé un grito de asombro al ver que ya no había mar. Horas antes comenzaba allí la superficie helada, casi opaca; ahora la vista no tropezaba con límite alguno entre el mar y la tierra, ambos cubiertos por el mismo blanco sudario.
Obedeciendo a esa necesidad que se siente ante toda superficie lisa e intacta de trazar algo en ella, me quité el guante de la mano derecha y escribí con el dedo en la nieve: «Elena».
La pirámide se había trocado en una colina de nieve de suaves contornos, en algo sumiso y como muerto por segunda vez y para siempre. «A este, lado, la cabeza; a ése, los pies...» Era difícil imaginarse allí, en aquella superficie impasible, las olas, la lancha volcada. Y me pareció que se me quitaba un peso de encima. «No estaría de más—me dije—un viajecito a Petersburgo, para hacer alguna asomada por la Universidad.» Norden, en aquel momento, se me antojaba un hombre extravagante y desagradable, pero inofensivo. ¿Qué me importaba a mí que contase historietas e hiciera bailar a su familia? A mí lo que me interesaba era reunir algún dinero y marcharme.
«¿Cómo te las vas a componer ahora para borrar las huellas?», pensaba yo, riéndome, al volver de la playa. Y evitaba pisar las ya existentes, a fin de dejar todas las que pudiera.
Al día siguiente—y al otro, y al otro, y al otro, si tardaba en nevar de nuevo—sería para mí un placer, casi un orgullo, el verlas.
Los árboles del jardín ya no producían la impresión de soledad y de tristeza de que he hablado; parecían sumidos en un tranquilo sueño, lleno de ensueños dulces. Lo único que turbaba la placidez del paisaje eran los cajones de madera que Norden había hecho construir para abrigo de algunos árboles meridionales. Yo no había visto nunca proteger los árboles contra el frío en aquella forma, y los altos y extraños cajones me encogían el corazón; semejantes a ataúdes en pie, diríase que se disponían a tomar parte en una procesión macabra. «Estoy orgulloso de mi invento», decía Norden, con gran indignación mía.
Hada dos días que se había ido a Petersburgo, y en la vasta mansión, que yo no conocía aún en su totalidad, reinaban un silencio y una calma absolutos: los niños estaban con el aya, en sus habitaciones, quietos y callados, y la servidumbre no hacía tampoco ruido alguno; en el piso alto, una mujer joven y bella, víctima de las fuerzas desconocidas, languidecía solitaria...
Estuve cerca de una hora en la biblioteca, pero no tenía gana de leer: una alegre excitación nerviosa me turbaba; la casa, silente y misteriosa, despertaba en mi alma una viva curiosidad y una vaga sed de aventuras. Luego de cerciorarme de que no podía verme nadie, empujé la puerta que daba a las habitaciones del lado de allá del corredor y penetré en ellas de puntillas. Atravesé dos amplias estancias, avancé a lo largo de un pasillito y salí a la meseta de una escalera interior cuya existencia yo ignoraba. Alzábase frente a la escalera una puerta cerrada. «Ahí dentro—me dije—está la enferma»; y con una resolución desesperada intenté abrir, pero no pude. No sabía qué hacer. Cruzó por mi cerebro la idea de llamar, pero no me atreví.
Permanecí allí largo rato, turbado por aquel silencio que lo envolvía y penetraba todo y miraba con sus ojos blancos a través de la claraboya. Oí de pronto pasos abajo, y volví presuroso a la biblioteca. Cogí un libro y hojeándolo me quedé dormido en un diván, llevándome al reino del sueño la visión del mundo cubierto de nieve y taciturno.
Después de comer me retiré a mi cuarto y, luego de anotar en mi diario las impresiones del día y escribir dos o tres cartas, me acosté; mas como me había pasado durmiendo casi toda la tarde, no tenía sueño, y estuve cerca de dos horas despierto, atento el oído al silencio, la mirada atenta a las tinieblas. Tras los cristales de la ventana, velada por un blanco store, reinaba la noche blanca; las nubes cernían y debilitaban la luz de la Luna.
Creo que empezaba ya a dormirme, cuando «sentí» de pronto que ante la ventana, en el jardín, había alguien. Me incorporé. Una sombra se dibujaba en el store.
Como mi habitación estaba en el entresuelo y la altura de la ventana era escasa, supuse que alguna persona—desde luego de elevada estatura—perteneciente a la servidumbre habría salido llevándose sólo la llave de la verja y no se atrevía a llamar a la puerta del hotel. Con una vaga angustia, no obstante, me levanté, atravesé la estancia y descorrí el store. Un hombre, a quien el antepecho de la ventana le llegaba hasta un poco más abajo de la barbilla, erguíase en la obscuridad, inmóvil y mudo. Le hice una especie de saludo con la mano; pero no contestó ni sé movió. Di unos golpecitos con los dedos en un cristal: el mismo silencio y la misma inmovilidad.
—¿Qué quiere usted?—le pregunté en voz baja, sin acordarme de que era invierno y los cristales dobles no le permitirían oírme.
Viendo que seguía sin moverse y sin decir palabra, me indigné y decidí bajar al jardín a repetirle la pregunta. Pero antes de que yo acabase de girar sobre mis talones la misteriosa figura comenzó a alejarse lentamente. Sus hombros eran anchos y horizontales, y cubría su cabeza un sombrero hongo. No había en su aspecto nada de extraordinario.
Yo, a pesar de todo, empecé a vestirme para bajar al jardín; pero conforme me vestía iba sintiéndome menos resuelto, y concluí por decirme, con una indiferencia ficticia: «Mañana averiguaré de qué se trata.»
Por la mañana les pregunté a los criados; pero me aseguraron que ninguno de ellos había salido aquella noche y que nadie había visto al hombre del sombrero hongo.
El portero me contestó sin inmutarse. No así el lacayo Iván, que, visiblemente turbado, me dijo:
—¿Está usted seguro de que era un hombre con sombrero hongo?
—Sí; era un hombre con sombrero hongo—le respondí.
Esta afirmación pareció tranquilizarle.
Más tarde supe que de noche solía inquietar a la servidumbre el temor a un espectro; pero se trataba del espectro de Elena, ahogada en el mar. Era un miedo vago y poco serio, una de esas supersticiones frecuentes en las casas donde ha acontecido algo trágico.
En la esperanza de encontrar allí la clave del enigma, me dirigí a la parte del jardín que caía al pie de mi ventana, y lo que vi me sorprendió de modo harto.desagradable: no había huellas en la nieve y, además, la altura de la ventana era mayor de lo que yo me figuraba; aunque mi estatura es más que mediana, me costó trabajo alcanzar con las puntas de los.dedos a la arista del antepecho. El desconocido, según se inducía de este último detalle—pues, como ya he dicho, el antepecho no le llegaba a la barbilla—, o era desmesurada, anormalmente alto, o se sostenía en el aire... como un fantasma. «He sufrido—me dije—una alucinación.»
Esta explicación era bastante lógica: la atención sostenida, angustiosa, con que yo lo observaba todo en aquella casa, mi constante presentimiento de algo maravilloso, podían haber debilitado mis nervios hasta el punto de hacerme ver, en este siglo ilustrado y escéptico, un aparecido. Sin embargo, se me ocurrían algunas objeciones contra aquella hipótesis: yo estaba fuerte, sano; mi cerebro funcionaba muy bien; en mis sensaciones no había nada de anormal. Además, era extraño que mis nervios, debilitados, me hubieran hecho ver un ser que, aunque sombrío, no se salía, por su aspecto, de lo vulgar; un ser sin relación alguna con mis pensamientos y sospechas. Lo natural hubiera sido que mi imaginación enferma se hubiera fingido la aparición de Elena, no la de aquel señor taciturno, con sombrero hongo.
Pero aunque no encontré respuesta a tales objeciones, no tardé en tranquilizarme.
Durante el día no ocurrió nada digno de referencia. Por la noche regresó Norden. Cuando estábamos acabando de comer, nos dijo que había traído un nuevo bailable en boga. Momentos después lo tocaba la pianista invisible, reflejando en la ejecución, un poco insegura, su desconocimiento de la pieza; los niños bailaban, miss Moll giraba como un caballo de circo, el amo de la casa remedaba, con mucha vis cómica, a los danzarines de ballet; todos nos desternillábamos de risa.
De pronto, al mirar mis ojos lagrimeantes, por casualidad, a una ventana, me pareció ver una figura humana en las tinieblas. Miré más fijamente: tras los cristales no había nadie; mi estúpida imaginación me había engañado. Pero Norden notó mi inquietud momentánea.
—¿Por qué está usted tan serio?—me preguntó—, ¿No le gusta a usted el nuevo baile? ¡Anímese, anímese! Si no, miss Moll le impondrá a usted un correctivo.
Y, señalándome con el dedo, le dijo, en inglés, a miss Molí algo que la hizo prorrumpir en estridentes carcajadas. Luego, continuando la broma, la obligó a acercarse a mí, le asió una muñeca y con la mano de la vieja me dió unas manotaditas en el hombro. No pararon ahí sus infantiles jovialidades.
—¡Arrodillaos a sus pies y suplicadle que baile un poco!—les dijo á los niños, que se apresuraron a obedecerle.
Y añadió, dirigiéndose al aya:
—¡Y usted también!
El aya se postró también a mis pies y unió sus ruegos a los de los niños.
Yo no sabía qué hacer: todo aquello me repugnaba; pero como era una broma no podía enfadarme.
—¡Ven tú también a rogarle que baile, perillán!—le gritó Norden al lacayo Iván, que miraba, asombrado, el grupo desde la puerta.
Y el lacayo entró y se prosternó junto a la vieja.
En el piso alto, tan taciturno el día antes, seguía sonando la alegre música. Lo salvajemente grotesco de aquel regocijo me crispaba los nervios y me arrancaba carcajadas casi dolorosas; diríase que estaban haciéndome cosquillas. Acabé por ponerme a bailar, y al pasar por delante de las ventanas, que se me antojaban innumerables, me preguntaba: «¿Dónde estoy? ¿Me habré vuelto loco?»
Norden tardó largo rato en calmarse. Tuve que estar con él en el comedor hasta mucho después de irse los niños a la cama, oyéndole hablar de la velada tan alegre que habíamos pasado, de la comicidad coreográfica de miss Moll, de lo bien que bailaba Volodia, de lo graciosos que estaban todos de hinojos a mis pies...
—Una velada así—decíame, dándome golpecitos en la rodilla con su blanca y pulida mano—denota cultura, civilización. Vivimos en un verdadero desier to. A un lado, el mar; al otro, el páramo o poco menos. ¡Y, sin embargo, bromeamos, reímos, bailamos! Mis amigos de Petersburgo me preguntan cómo puedo vivir aquí sin morirme de tedio. ¡Si nos hubieran visto esta noche!
Y lanzó una serie de carcajadas largas, insoportablemente largas.
—Debíamos invitarles a un baile—prosiguió—. Es una gran idea, ¿verdad?
Y empezó a ir y venir a través de la estancia, con el aire de un hombre a quien se le acaba de ocurrir una idea genial.
—Anoche...
—¡Sí, sí! Invitaremos a cincuenta, a cien amigos, y bailaremos todos. ¡Será una fiesta deliciosa, un alarde magnífico de cultura, de civilización!
—Anoche...
Norden se volvió hacia mí, súbitamente serio; me miró con fijeza, y me preguntó, amable, cortés:
—¿Qué decía usted?
Me sentí sin fuerzas para contestar, cual si me hubieran puesto de pronto un candado en los labios, y no dije nada.
Aquella noche me sumí en seguida en el sueño, como en un hoyo lleno de plumas negras. A las dos o las tres de la madrugada alguien me gritó: «¡Arriba!» Me incorporé bruscamente: un profundo silencio reinaba en la habitación, cuya puerta estaba cerrada con llave. «He oído esa voz en sueños—pensé—. No es ningún fenómeno extraordinario.» Y cuando iba a tenderme de nuevo advertí que había alguien ante la ventana, en el jardín.
Era «él». Me acerqué a la ventana y le hice con la mano, como la noche antes, una especie de saludo, ahora menos pacífico; pero él, como la noche antes, ni me contestó ni se movió. Observé que era altísimo y no se sostenía en el aire. «No debe de ser un fantasma», me dije, exhalando un suspiro de alivio, sin hacerme cargo de que la visita nocturna de un gigante que no dejaba huellas no estaba tampoco muy dentro de lo natural. Y decidí bajar al jardín; pero él pareció adivinar mi pensamiento, y echó a andar, no muy presuroso, a lo largo de la pared. Renuncié a vestirme, considerando que el desconocido tendría tiempo sobrado, mientras yo me vestía y bajaba, de poner pies en polvorosa.
«Verdaderamente—pensé, metiéndome en la cama—, su actitud no es nada terrible.»
Pero mis manos y mis pies estaban fríos como témpanos. Y empecé a temblar como si tuviera calentura.
IV
La noche del 7 de diciembre me acosté vestido, resuelto a darle alcance a mi nocturno visitante y saber quién era y qué quería. No tenía miedo; pero la impaciencia y la cólera me impedían conciliar el sueño.
Mi espera fué vana: ni una sombra, ni un ruido tras los cristales en toda la noche.
Y en las dos siguientes tampoco. Con una facilidad asombrosa, dadas las circunstancias, recobré casi por completo la tranquilidad, y comencé de nuevo a dormir a pierna suelta, sin acordarme apenas del desconocido.
El sábado, después de comer—no obligado, como de costumbre, a quedarme de sobremesa con Norden, que se había marchado otra vez a Petersburgo—, subí a la biblioteca y me puse a estudiar historia del Arte—ciencia en la que estaba atrasadísimo—en unos álbumes soberbios. El tiempo se me pasó sin sentir, y cuando miré al reloj de la estancia, que no daba horas, vi que eran ya las once y cuarto. Como yo acostumbraba a acostarme a las once, me levanté presuroso. Al coger mi cuaderno de apuntes dirigí una mirada indiferente a la ventana. Tras los cristales, la barbilla como a medio palmo de altura sobre el antepecho, estaba «él». Mi sorpresa fué tan grande, que el cuaderno se me cayó al suelo. «Tal vez—pensé, agachándome para recogerlo—cuando levante la cabeza no esté ahí ese hombre.» Pero mi esperanza no se realizó.
La luz de la lámpara iluminaba el rostro del desconocido, un rostro tranquilo, nada terrible, afeitado, de facciones grandes y correctas. El desconocido representaba unos treinta y cinco años. Lo único que no pude verle fueron los ojos, a pesar de que también los iluminaba la luz de la lámpara; diríase que me los ocultaba su propia mirada, fija en mí: una mirada inmóvil, dura—casi en el sentido táctil de esta palabra—, una mirada horrible.
No sé hasta cuándo hubiera seguido mirándome si, ofendido por su insolencia, no hubiera yo dado uno o dos pasos hacia la ventana, gritando:
—¡Sinvergüenza!
Lentamente volvió la espalda. Y un instante después se había hundido en la negrura de la noche.
Yo lancé una carcajada y empecé a pasearme, excitado, nervioso, a través de la estancia.
—¿Habráse visto sinvergüenza?—murmuraba.
Y cuando, en el colmo de la indignación, me disponía, a pesar de lo tarde que era, a despertar a los criados y hacerles buscar al intruso por el jardín, recordé, sintiendo de pronto trocarse mi cólera en pasmo, que la biblioteca estaba en el segundo piso.
Aquella noche sabática fué para mí el principio de una persecución encarnizada, implacable, cuyo objeto trataba en vano de explicarme. El desconocido siguió durante algunos días presentándoseme sólo de noche; luego comenzó a presentárseme al anochecer o, mejor dicho, a partir del anochecer, pues no se contentaba ya con una visita diaria.
Si podían llamarse visitas aquellas apariciones súbitas, tan pronto detrás de los cristales de una ventana como de los de otra. Recuerdo que una vez, para librarme de su presencia, me trasladé rápidamente a una habitación del extremo opuesto de la casa, y vi que había andado más de prisa que yo y estaba esperándome ante la ventana.
Nadie en la casa daba muestras de haber advertido lo que sucedía. La vida seguía su curso habitual, fría y triste, sólo turbado su sombrío y hondo silen ció por la alegría estúpida y ruidosa de Norden. ¿Por qué aquellos niños no lloraban nunca, no tenían nunca rabietas...? Una tarde, al volver a mi cuarto, después de un rato de lectura en la biblioteca, me detuve en el corredor del entresuelo, estupefacto, al oír lloriquear a la niña; aquello era tan extraordinario, tan insólito, que abrí suavemente la puerta de la habitación donde sonaba la quejumbrosa vocecita. La niña estaba sola en el aposento, en un rincón, de cara a la pared. En una mano tenía una muñeca tuerta, y con la otra se secaba las lágrimas. Al oírme cesó de lloriquear; pero no se volvió, limitándose a esconder la muñeca.
—¿Estás castigada?—le pregunté, inclinándome sobre ella, pero sin atreverme a tocarla, pues su dolor, no sé por qué, me pareció sagrado, intangible.
Tuve que repetirle tres o cuatro veces la pregunta; por fin me contestó muy quedo:
—No, no estoy castigada...
—¿Quieres que te lleve un ratito a mi cuarto, monina?
No me contestó; pero dejó caer la muñeca, y si no en su rostro—que seguía casi pegado a la pared—, en sus bracitos, en sus breves hombros, en su cabecita rizada, vi pintarse una vacilación medrosa.
Me disponía ya a cogerla en brazos y llevármela, cuando oí en la escalera la risa de Norden y salí al corredor precipitadamente.
V
Debía irme. Al ocurrírseme esta idea salvadora comprendí que no debía demorar su ejecución ni un día ni un instante. Pero algo más fuerte que la voz, débil y opaca, de la razón me encadenaba a aquel lugar, paralizaba mi voluntad y me adentraba más y más en aquel círculo de misterio y de horror. La tristeza y el miedo tienen su encanto, y es muy grande el poder de las fuerzas obscuras sobre las almas que no han conocido nunca la alegría. Casi sin vacilar rechacé la idea salvadora.
Acaso contribuyera a ello el delicioso tiempo que había sucedido a los tristes días del otoño. El frío nocturno cubría de hielo las ramas de los árboles, las embellecía con el milagro de un nuevo follaje, en cuya blancura ponía la luz áurea del Sol rutilaciones que no sólo deslumbraban los ojos, sino también el alma.
«El» había dejado de aparecérseme. Norden, con sus risas y sus chascarrillos, estaba en Petersburgo y reinaba el silencio en la casa: un silencio tan profundo como si hubieran cesado todos los ruidos de la tierra. Durante aquellas felices horas, llenas de paz, mi alma se mecía en el olvido de los horrores de la noche: ¡la tierra, de día, era tan otra!
Por la mañana me calzaba los skys y me iba al lugar, inmediato al mar paralizado, donde se alzaba la pirámide. Y mis ojos se recreaban en la contemplación del puro nombre—Elena—que yo había escrito en la nieve.
Al volver, miraba obstinadamente a la ventana de la habitación donde vivía y sufría la señora Norden, en la esperanza de ver otra vez, aunque sólo fuera un instante, su joven y pálido rostro. Pero nadie aparecía tras los cristales. Diríase que no había nadie en aquella habitación; que la señora Norden, aquella extraña mujer de la que nadie hablaba, era ya tan del otro mundo como Elena.
Aunque nadie hablaba de ella, todos los días llevaban a su cuarto a los niños, y algunas veces, muy de tarde en tarde, se oía una campanilla, una campanilla de un sonido distinto al de todas las demás: era que ella llamaba. Me parecía inverisímil que la puerta de su habitación se abriera como cualquier otra puerta, que aquella mujer enigmática le diera órdenes a la doncella. La doncella no contaba nunca nada de «la señora».
Mediado diciembre regresó Norden. El tiempo se tornó sombrío y cayó una copiosa nevada, que parecía gris, cubriendo con un espeso y frío sudario el nombre de Elena. Con el mal tiempo volvió «él», y nuestras relaciones entraron en una nueva fase.
El domingo 18 de diciembre, después de almorzar, Volodia y yo nos acercamos a la ventana. La nieve caía en grandes copos sobre el taciturno jardín. Y apareció «él» dé pronto. Era la primera vez que se me presentaba en pleno día y no estando yo solo. Estaba a dos pasos de la ventana y los blancos copos se posaban en su sombrero y en sus hombros, como en los de cualquier mortal. Pero yo, más que en él, me fijaba en Volodia. Sus ojos—no cabía duda— veían al desconocido, le miraban. Y cuando, a los pocos instantes de su aparición, el desconocido volvió la espalda y comenzó a alejarse, Volodia dió un paso hacia delante, como para seguirle con la mirada.
—Lo ves, ¿eh?, lo ves...—le dije con acento duro.
Y él, tranquilamente, mintiendo como una persona mayor, contestó:
—No sé de qué habla usted. Sólo veo la nieve. ¿Acaso ve usted otra cosa?
-¡Sí!
—¿Qué ve usted?
Seguro de que continuaría mintiendo, renuncié a la esperanza de saber algo por él.
Al día siguiente sucedió lo mismo, salvo el detalle de no ser Volodia quien se hallaba a mi lado en el hueco de la ventana, sino Norden, no menos mentiroso que su hijo. Después de estar algunos instantes inmóvil ante nosotros, el desconocido se retiró. Y Norden, que le había visto—lo observé—desde el primer momento, le siguió con la mirada.
—Es una cosa muy divertida, ¿verdad?—le pregunté, riéndome de un modo sarcástico.
—Celebro tanto verle a usted, al fin, de buen humor—repuso en un tono de asombro que parecía sincero—; pero no sé de qué habla usted.
—¿No lo ha visto usted?
-No.
—¡Eso no es verdad! ¡La forma de su respuesta le ha vendido a usted!
Norden se quedó mirándome, serio, grave. Abrumado por la impotencia y la desesperación, grité:
—¡No estoy dispuesto a seguir guardando silencio...!
Al oír esta estúpida puerilidad, puso una cara muy amable, abominablemente amable; me abrazó, casi me besó y me hizo mil preguntas acerca del motivo de mi descontento.
—¿Le ha ofendido a usted alguien? ¿Quizá algún criado? ¡No permitiré nunca, en mi casa...! ¡Dígame el nombre del culpable! ¡Ya verá el que se haya atrevido...! ¿No? ¿No le ha ofendido nadie...? Entonces, ¿qué le pasa? ¿Qué es lo qué le exaspera? ¿Qué es lo que le irrita...? Lo adivino: se aburre usted. ¡Sí, sí, no me lo niegue! Yo también he sido joven... ¡Oh, la juventud!
Y el desconcertante sujeto se extendió en consideraciones filosóficas, de una filosofía jovial, humorística, sobre la juventud, no sé si burlándose de mí o tratando de ahogar en donaires su propia angustia. «¡Alégrese! ¡Ríase!», me decía, de vez en cuando, en un tono entre suplicante y amenazador.
—¡Sí, sí, hay que divertirse, hay que divertirse!—prosiguió, tras una breve pausa—. ¿Qué inventaríamos...? ¿Qué fiesta doméstica organizaríamos...? ¿A usted no se le ocurre nada...? Ahora, en estos días, nada tan a propósito como un árbol de Navidad. ¡Sí, sí, eso! ¡Un árbol de Navidad monstruo! Mañana mismo se cortará el pino más grande que se encuentre y se traerá al salón. Hay que mandar a alguien en seguida a Petersburgo por todo lo necesario. Voy a hacer una lista...
De este modo estúpido terminó nuestra conversa ción. Desde el día siguiente animaron la casa, mientras se amontonaban sobre mi alma densas tinieblas, una agitación que quería ser alegre, una actividad ruidosa e inútil, bromas insulsas, carcajadas que sonaban como la tela de una túnica al rasgarla las manos de un desesperado.
Se llevó al salón un pino enorme, cuya copa se iluminó con velas de colores. Al acre olor de la resina se mezclaba el olor funerario de la cera. Yo, miss Moll y los niños colgábamos en las ramas con hilos de plata, subiéndonos en una escalera sostenida por el propio Norden, los regalos. Luego se cumplía una serie de complicados ritos y se bailaba y se cantaba al son de músicas jocundas, que tocaba, en el piso alto, la pianista invisible.
Y he aquí lo que pasó por la noche el día de mi conversación con Norden. Aquella conversación, o más bien mi propia tontería, me indignó tanto, que resolví salir en seguida de mi pasividad y obrar de un modo enérgico y decisivo. Anotadas, después de comer, en mi diario las impresiones del día, me acosté vestido y esperé, lleno de impaciencia, la aparición del desconocido. Mi tensión nerviosa era tal, que las horas me parecían siglos y sentía impulsos de llamar a mi perseguidor. Era ya cerca de la una cuando «sentí» su silenciosa y sombría presencia.
Salté de la cama; me acerqué, rápido, a la ventana, y descorrí el store: en efecto, allí estaba. Mis ojos se clavaron, coléricos, en su obscuro busto de anchos hombros y cabeza exigua, le amenacé con la mano y me dirigí a la puerta. El también volvió la espalda.
Muy de prisa, aunque de puntillas y a tientas, atravesé algunas habitaciones obscuras, y el olor a pieles me indicó que había llegado al vestíbulo. Me acerqué a la puerta del jardín, busqué a la luz de una cerilla, que se apagó en seguida, el cerrojo, y con no poco trabajo, pues el hierro estaba tan frío que quemaba, abrí de par en par. Salí. El desconocido estaba en lo alto de la escalinata, inmóvil, mudo. Era un poco más alto que yo.
No sé cuánto tiempo estuvimos frente a frente, separados por uno o dos pasos de distancia. Cuando el terror acabó de adueñarse de mi corazón, retrocedí lentamente, atravesé el umbral y, sin apresurarme—pues no sé por qué consideraba muy del caso una extremada cortesía—, cerré la puerta. Al echar el cerrojo me pareció que «él» tiraba, con mano suave, del tirador; pero no me atrevo a asegurarlo.
VI
A pesar de todo, a la mañana siguiente me levanté todavía cuerdo. Aquella mañana estaba yo en extremo tranquilo, y mi cerebro trabajaba como el de cualquier hombre en perfecto estado de salud física y moral. Para que nada turbase mis reflexiones, pretexté una jaqueca y, en vez de ayudar a los niños y al aya a decorar el árbol, me fui a pasear por el camino de la estación. El día era frío y triste.
Yo había leído y les había oído decir a hombres de seso y de experiencia que las personas abrumadas por un gran dolor o por un gran remordimiento suelen tener visiones fantásticas; pero yo no me hallaba en ninguno de esos dos casos. El desconocido, pues, era un ser real. No cabía duda. Ahora bien; ¿qué conexión había entre aquel hombre de sombrero hongo, que se sostenía en el aire, que acechaba tras los cristales, y yo? ¿Por qué me manifestaba tan obstinado afecto? ¿Qué quería de mí? Yo no era en aquella casa mas que un profesor, y no sabía nada del error triste, de la injusticia dolorosa, del crimen quizá, cuya sombra pesaba sobre el lugar y las personas.
¿Qué quería de mí? ¡Yo no era en aquella casa mas que un profesor!
Y repetí, en voz alta, varias veces tal argumento. Me parecía tan convincente, que de buena gana hubiera hablado con el espectro, le hubiera dicho que estaba equivocado, que yo no era mas que un profesor en aquella casa. Pero ¿acaso se habla con los espectros y se les aducen razones? ¡Qué estupidez!
—¡Yo no soy mas que un profesor!—empecé a repetir de nuevo, tras una breve pausa.
Y no tardé en darme cuenta de que mis pensamientos eran siempre los mismos y se sucedían en el mismo orden, siguiendo un círculo semejante al de un caballo amaestrado, un círculo que se cerraba siempre con la palabra «estupidez». Era preciso salir de él, pensar otra cosa, pero yo no podía. Parado en mitad del camino, seguía girando, girando, como un caballo bajo el látigo del domador. Sentí un terror atroz, no inspirado por el espectro, a quien no le atribuía ya tanta importancia, sino por lo que pasa y puede pasar en la pobre cabeza humana. Tuve que hacer un gran esfuerzo de voluntad para no gritar. Temeroso de la soledad, volví precipitadamente sobre mis pasos: la casa de Norden, en aquel momento, me parecía un abrigo seguro.
Cuando llegué a ella me llené de tranquilidad y de contento. Contribuyó a este cambio súbito la presencia de dos estudiantes, sobrinos de Norden, que habían llegado aquella mañana, invitados a pasar allí la Nochebuena. Eran dos muchachos muy simpáticos y muy finos, a los que bastaba mirar para saber que eran hermanos. Estaban ayudando a Norden y a los niños a decorar el árbol. Arriba sonaba—sinceramente alegre, por primera vez—el piano de la señora Norden: la invisible pianista tocaba un nuevo bailable que habían traído los estudiantes.
Recuerdo que antes de almorzar dimos un paseo los dos huéspedes y yo. El almuerzo fué muy alegre: bebimos como esponjas y nos reímos mucho. Por la tarde llegó una señora gorda con dos hijas, animadísimas y muy amables. Aquella noche bailamos en serio.
Los días siguientes llegaron muchos invitados más, muy simpáticos todos. No sé cómo se las compuso Norden, aunque la casa era grande, para alojar a tanta gente. Lo cierto es que, terminadas las diversiones de la noche, todas aquellas damas y todos aquellos caballeros se retiraban a sus respectivos aposentos. No podría decir quiénes eran. Es más: no recuerdo la cara de ninguno de ellos. Recuerdo muy bien los trajes de los hombres y de las mujeres, todos los detalles del indumento de unos y otras; pero los rostros, no. Me parece estar viendo aún el uniforme de un general, pero sólo el uniforme, como si fuera un maniquí el invitado que lo llevaba.
Mas volvamos al día en que llegaron los dos estudiantes, la señora gorda y las dos señoritas. Como había bebido mucho y había bailado no poco—haciendo reír, con mi torpeza, a toda la tertulia—, estaba un tanto mareado cuando me retiré a mi cuarto. Me dejé caer en la cama, sin desnudarme, y me dormí en seguida.
La sed y algo extraño, turbador e imperioso despertáronme a las dos o tres horas y me obligaron a levantarme. Me había dejado descorrido el store. Tras los cristales estaba «él». Recuerdo que me encogí de hombros y me bebí dos vasos de agua. «El» no se iba. Tiritando de frío, como si la ventana se hubiera abierto sola, olvidados el baile y la música, resignado y triste, me dirigí lentamente a la puerta.
Como la víspera, el olor a pieles me indicó que había llegado al vestíbulo; como la víspera, el frío del cerrojo me quemó los dedos, y, como la víspera, «le» encontré esperándome en lo alto de la escalinata. Se oían, lejanos, solitarios, en el silencio de la noche, los ladridos de un perro.
No sé cuánto tiempo llevábamos frente a frente, silenciosos, inmóviles, separados por uno o dos pasos de distancia, cuando «él», apartándome con cierta rudeza, penetró en la casa. Yo entré detrás y le seguí a través de las habitaciones obscuras. Me guiaba su silueta negra al destacarse sobre el fondo blanque cino de las ventanas. Sin la menor sorpresa, le vi penetrar en mi cuarto.
Yo entré detrás y maquinalmente cerré la puerta; pero me detuve a pocos pasos del umbral: temía tropezar con «él» en la obscuridad de la estancia. Cuando mis ojos se habituaron de nuevo a las tinieblas, vi un bulto alto e inmóvil junto á la pared, en un sitio donde no había ningún mueble, e induje que era «él», aunque no se le oía respirar ni daba señales de vida.
Era, empero, tan absoluta su inmovilidad y pasó tanto tiempo, que empecé a dudar de su presencia. Sacando fuerzas de flaqueza, me acerqué al bulto y lo palpé. Mis dedos tocaron una tela, bajo la que sintieron la dureza de un hombro o de un brazo. Retiré, presuroso, la mano y seguí mirando, perplejo, a mi nocturno visitante. Por fin, no sin un gran esfuerzo,, en voz alta, aunque ronca, dije:
—¿Qué quiere usted de mí? ¡Yo no soy en esta casa mas que un profesor!
Pero él no contestó. Me pareció ridículo haberlo llamado de usted. A pesar de su silencio, me di cuenta de que quería que me acostase. Me desnudé bajo la mirada de sus ojos invisibles, y los crujidos de la madera de la cama al peso de mi cuerpo me llenaron, no sé por qué, de turbación. Ya entre las frías sábanas, me acordé de que no había dejado, como de costumbre, las botas a la puerta.
Me acosté boca arriba, considerando esta postura la más respetuosa. «El», en cuanto posé la cabeza en la almohada, me empujó suavemente hacia la pared, se sentó al borde de la cama y me puso la mano en la frente.
Era una mano fría y pesada, de la que parecían exhalarse el sueño y la tristeza. He sufrido mucho en la vida, he asistido a la muerte de mi padre; mas no creo que exista una tristeza semejante a la que yo sentí al contacto de aquella mano. Empecé en seguida a dormirme; pero, cosa extraña, el sueño y la tristeza no luchaban, sino que penetraban juntos en mí y se extendían unidos por todo mi cuerpo, mezclándose con mi sangre y adentrándoseme en los músculos y en los huesos. Cuando llegaron a mi corazón y le invadieron, mi razón, mis pensamientos, mi terror, se ahogaron en un mar de angustia mortal, desesperada. Las imágenes, los recuerdos, los deseos, la juventud, la misma vida, parecieron extinguirse. La presencia del desconocido me era ya indiferente. Todo mi ser languidecía en el infinito desmayo de aquella tristeza sin límites y de aquel sueño sin ensueños.
A la mañana siguiente me desperté a la hora de costumbre. En la habitación no había nadie, y todo estaba en orden. Yo no me sentía bien ni mal, sino como vacío. Mi rostro—que vi en el espejo, vistiéndome—, un rostro vulgar y nada bello, no había sufrido alteración alguna: seguía siendo, simplemente, el de un hombre que ha pasado mucha hambre y no ha conocido nunca afectos.
Todo estaba igual y, sin embargo, yo sabía que algo había cambiado en el mundo y ya no volvería nunca a ser como era. Vistiéndome aún, observé en mí una cosa que me produjo cierta satisfacción: el misterioso espectro que me perseguía no me inspiraba ya el menor miedo. Al entrar en el comedor, donde Norden hacía desternillarse de risa a sus huéspedes contándoles chascarrillos, sentí una repugnancia invencible, que cuando empecé a estrechar manos se convirtió en verdadero asco.
Este asco fué debilitándose en el transcurso del día—un día animado, ruidoso, de constante jarana— y casi desapareció; pero volví a sentirlo todas las mañanas al estrechar la mano de los invitados.
VII
Aquella mañana, cuando volvimos de la playa, luego de bombardearnos, en un regocijado combate dirigido por Norden, con bolas de nieve, me encerré en mi cuarto y le escribí una carta a uno de mis compañeros de Petersburgo. No era amigo mío, pues yo no tenía amigos; pero me trataba mejor que los demás y era un buen muchacho, amable y servicial. Le decía que me hallaba en un gran peligro y le rogaba que acudiese en mi socorro; pero en una forma tan desmayada, tan poco expresiva, que la carta, si hubiera llegado a sus manos, quizá le hubiera hecho encogerse de hombros. No sé por qué, no se la envié. El día que me dieron de alta en el hospital, la encontré en un bolsillo de mi americana, con sobre, pero sin dirección. ¿Por qué no le puse la dirección? ¿No la recordaba? Me sería imposible decirlo.
Creo que fué aquel día cuando empecé a perder la memoria. El último período de mi vida en casa de Norden sólo lo recuerdo de un modo fragmentario. Ya he dicho que de los numerosos invitados no recuerdo mas que la ropa, como si no fueran seres humanos, sino maniquíes. Y debo añadir que sus palabras, todas sus palabras, se me han olvidado también, aunque hablaba y bromeaba con ellos. También me es imposible de todo punto recordar el tiempo transcurrido entre el día que escribí la carta y el último de mi estancia en la casa. ¿Fueron dos o tres días? ¿Fueron dos o tres semanas? No lo sé. En cambio, mi recuerdo de ciertos detalles aislados es clarísimo. Acaso mi amnesia no date, como supongo, del día que escribí la carta y sea hija de la larga y grave enfermedad que he padecido.
Recuerdo sobre todo—eso es inolvidable—las visitas nocturnas del desconocido. Todas las noches,, cuando los invitados se retiraban cada uno a su cuarto,, yo me acostaba vestido y dormía algunas horas; luego, a través de las habitaciones obscuras, me dirigía al vestíbulo, abría la puerta del jardín y dejaba entrar al espectro, que me esperaba ya en lo alto de la escalinata. Ya ambos en mi cuarto, yo me desnudaba y me tendía entre las frías sábanas, y él se sentaba al borde de mi lecho y me ponía la mano en la frente. De su mano exhalábanse el sueño y la tristeza.
No me inspiraba ya miedo alguno. Si no le hablaba,, no era por miedo, sino porque consideraba superflua toda palabra. Diríase—tan sencilla y tranquilamente obraba él y le dejaba yo obrar—que era un médi co silencioso y metódico en su visita diaria a un enfermo silencioso y dócil, no mi mayor desgracia, mi muerte.
Comenzaba después el día ruidoso, agitado, y le sucedía la velada, con su loca alegría ficticia. No sé qué extrañas velas habían puesto sin que yo lo viese en el árbol de Navidad: cada noche brillaba más, inundaba de luz deslumbradora las paredes y el techo. Y se oían a toda hora los gritos jocundos de Norden:
—¡Tanziren! ¡Tanziren!
No recuerdo otras voces; pero aquélla me parece estar aún oyéndola, me persigue en mis sueños, irrumpe en mi cerebro y ahuyenta mis pensamientos. Encaramado sobre todos los demás ruidos, aquel grito sonaba, tenaz, insoportable, de extremo a extremo de la casa. A veces se tomaba ronco, amenazador.
Recuerdo que una noche... La pianista invisible cesó de pronto de tocar y reinó un extraño silencio.
—¡Tanziren! ¡Tanziren!— gritó, furioso, Norden.
Debía de estar borracho. Tenía los cabellos en desorden y la expresión de su rostro era feroz, salvaje.
—¡Tanziren! ¡Tanziren!
Los invitados se apretujaban a lo largo de las paredes, inundadas de luz, de una luz fulgurante, como la de un incendio.
—¡Tanziren! ¡Tanziren!—repetía Norden, agitando los puños.
Y brillaba la amenaza en sus ojos.
Por fin volvió a sonar la música y continuó el baile.
Aquel fué, si no estoy trascordado, el más grandioso de todos. Recuerdo de él, además de lo que he referido, lo extraordinariamente numeroso de la concurrencia: sin duda había llegado aquella tarde muchísima gente.
A mi recuerdo de aquel baile se asocia en mi memoria el de un sentimiento muy extraño: el sentimiento claro, preciso, de la presencia de Elena.
No sé si ardían, en efecto, numerosas antorchas en el patio y en el jardín. Lo que sí sé es que, con conciencia o sin conciencia de lo que hacía, me fui a la playa. Y junto a la pirámide cubierta de nieve pensé en Elena largo rato. He dicho «pensé»... y yo juraría que durante toda la velada la tuve a mi lado. Hasta recuerdo las dos sillas en que estuvimos sentados el uno junto al otro conversando. Y creo que me bastaría un pequeño esfuerzo de memoria para recordar su rostro, su voz, sus palabras, y comprender... Pero no quiero hacer ese esfuerzo. Que todo siga como está.
Desaparecida Elena, otro sentimiento extraño sucedió en mi alma al de su presencia: el de que era yo testigo involuntario de una lucha gigantesca y fiera entre seres invisibles y misteriosos. Agitaban de tal modo el aire en su lucha, que el torbellino me arrastraba a mí, mero espectador. No creo que Norden, aunque fuera uno de los personajes de aquel drama, tuviera una noción más clara que la mía de lo que pasaba en torno nuestro.
Mi terror, sin embargo, sólo duró hasta que recibí la visita del desconocido. En cuanto su mano se posaba sobre mi frente, mis emociones, mis deseos, mi voluntad, mi inteligencia, se hundían en un mar de tristeza. Y el venir siempre aquella tristeza en íntima unión con el sueño la hacía más terrible aún. Cuando el hombre está triste, pero despierto, la visión de la vida que le rodea alivia un poco su dolor; mas el sueño se alzaba entre mi alma y el mundo exterior como un espeso muro, y la tristeza—una tristeza inmensa, sin límites—la saturaba.
No sé los días que habían pasado desde que en aquel sarao grandioso el ¡Tanziren! ¡Tanziren! de Norden fué ahogado de pronto por un caos de voces estremecedoras y el baile interrumpido por una súbita y violenta agitación de tromba.
Me despertó, precisamente a la hora en que el desconocido solía detenerse ante mi ventana, un ruido repentino de carreras y gritos, y me acordé de aquella noche tempestuosa del mes de noviembre... No me levanté a abrirle, como de costumbre, al desconocido. Estaba seguro de que no había venido ni vendría. Me desnudé y volví a acostarme. Los gritos y las carreras continuaban. Se oía subir y bajar sin cesar por la escalera interior. Días antes, aquel constante y presuroso subir y bajar, que denotaba una desgracia, me hubiera producido una dolorosa impresión y me hubiera tenido en vela; pero ahora no me preocupaba. Y tranquilo, e incluso alegre—pues sabía que el desconocido no se atrevería a venir estando todo el mundo levantado en la casa—, me dormí.
No sabía aún que no había de volver a ver nunca los anchos hombros y la exigua cabeza de mi nocturno visitante.
Cuando me desperté, reinaba en la casa un profundo silencio, aunque el Sol se hallaba ya muy alto. Sin duda, después de la agitada noche, hasta la servidumbre estaba aún durmiendo.
Me vestí y salí al comedor. Sobre la mesa yacía una mujer amortajada.
A pesar de que nunca había yo visto de cerca a la señora Norden, la reconocí al punto.
VIII
No la alumbraban cirios ni oraba nadie junto a ella. Rodeábanla el silencio y la soledad. Diríase, viéndola tan abandonada, que nadie sabía que había muerto.
Era joven y bella. Es decir, no sé si era bella; era la mujer a quien yo había amado y buscado toda mi vida, sin saberlo. Aquel gracioso lunar negro bajo su ojo izquierdo sabía yo, antes de verlo, que existía. Yo había conocido vivos sus finos dedos yertos cruzados sobre el pecho y había sentido el encanto de la dulce mirada de aquellos ojos, ya sin luz, cerrados para siempre. ¡Pobres dedos de nácar, obligados a arrancarle al piano alegres notas, a cuyo son bailaba Norden...! ¡Perdónale! ¿Qué sabía él? ¡Perdóname también a mí el haber escrito en la nieve el nombre de Elena! ¡No sabía el tuyo!
No me sería posible decir si era bella. Nadie hubiera podido decir cómo era. Era la mujer a quien yo había amado y buscado toda la vida, sin saberlo. Y como nunca había pensado en ella, cuanto había pensado hasta entonces se me antojaba vano. Y como nunca la había visto ni había oído nunca su voz, cuanto había visto y oído hasta entonces se me antojaba irreal, ficticio, inexistente.
No sé hasta qué punto será cierto lo que para mí en aquel momento era de una evidencia absoluta. Sólo sé que el amor, súbitamente revelado, que sentía era profundo, profundo como la tristeza que iba inundando mi corazón, conforme iba yo dándome cuenta, ante la inmovilidad del cadáver, ante el silencio sepulcral que reinaba en la casa, de que «ella» estaba muerta.
Y cuando la palabra «muerta» brotó, queda y doliente, de mis labios, me eché a llorar.
Deshaciéndome en lágrimas, salí poco después de la casa de Norden—sin gabán ni sombrero—, atravesé el jardín y la playa, hundiéndome en la nieve hasta más arriba de los tobillos, y avancé mar adentro. La capa de nieve sobre el hielo era menos espesa y me permitía andar con más facilidad. No tardé en hallarme a larga distancia de la playa. No lloraba ya. No pensaba en nada. Seguía avanzando, avanzando, a través del inmenso desierto blanco y liso, que parecía irme absorbiendo. Empezaba a sentir frío y cansancio, y me detuve un instante. Miré a mi alrededor: me rodeaba, como en un ensueño, la planicie infinita y blanca, sin otras huellas que las mías...
Seguí andando y, sin dejar de andar, empecé a dormitar, como los caballos extenuados por una larga jornada, como los vagabundos que buscan en el ruido rítmico de sus pasos el opio alivio de sus penas. Cuando a veces me detenía, al hundirse mis pies en un hoyo cubierto de nieve, miraba en torno mío y exclamaba:
—¡Qué desgracia! ¡Qué horror!
A pesar de que la flexión de mis brazos y de mis piernas me era a cada instante más difícil, no me daba cuenta de que empezaba a helarme—pues el frío que sentía no era muy grande—, y seguía avanzando, fijos los ojos en la nieve que se extendía a mis pies... Yo avanzaba, avanzaba, y la nieve siempre era la misma.
No sé si se hizo de noche o las tinieblas salieron de mi propio ser; pero lo blanco fué haciéndose gris, y lo gris fué haciéndose negro. Cuando ya no veía nada, me dije: «Estoy ciego.» Y seguí andando, ciego.
Unos pescadores me encontraron tendido en la nieve y me salvaron.
En el hospital me amputaron tres dedos de los pies, que se me habían helado.
He estado un par de meses enfermo y sumido en la inconsciencia.
Norden—cuya mujer había muerto, en efecto—me envió dinero. No sé nada de él. El desconocido no ha vuelto a aparecérseme, y sé que no se me aparecerá más. Si viniera ahora, creo que su visita no me desagradaría.
Me muero. Todos me preguntan de qué me muero, por qué no hablo... Aunque sé que las dicta el afecto, esas preguntas me hacen sufrir. ¿Acaso todo el que se muere sabe de qué se muere?
Vivo con M. I., el compañero a quien le escribí suplicándole que acudiera en mi socorro. Es muy bueno y quiere llevarme una temporada al campo. Yo no me opongo. Eso daría lugar a nuevas preguntas, y hay que hablar lo menos posible. ¿Cómo explicarle que el mutismo es el estado natural del hombre? El cree en ciertas palabras y las ama mucho...
Anoche estuvimos en las islas. Había mucha gente. Vimos zarpar un yate de velas muy blancas...
¡Ah, se me olvidaba! No amo a Elena ni a la señora Norden, y nunca pienso en ellas.
Y no tengo nada que añadir.
La Marsellesa
Era tímido como una liebre y paciente como una bestia de carga.
Cuando el Destino lo lanzó a nuestras negras filas, nos reímos como locos: la equivocación era verdaderamente cómica. El, naturalmente, no se reía. Lloraba. No he visto en mi vida un hombre tan provisto de lágrimas: le fluían de los ojos, de las narices, de la boca. Parecía una esponja empapada de agua. He conocido en nuestras filas hombres lacrimosos; pero sus lágrimas eran como el fuego, que ahuyenta a las fieras. Esas lágrimas viriles avejentan el rostro y rejuvenecen los ojos: semejantes a la lava de un volcán, dejan imborrables huellas y sepultan ciudades enteras de deseos mezquinos y de preocupaciones vanas. No así las de aquel hombre, cuyo llanto lo único que hacía era enrojecer su naricilla y mojar su pañuelo. Yo creo que luego lo ponía a secar en una cuerda; pues, si no, hubiera necesitado tres o cuatro docenas.
Visitaba casi diariamente a todas las autoridades, grandes y chicas, de la ciudad donde estábamos deportados, se prosternaba ante ellas, juraba que era inocente, suplicaba que se apiadasen de su juventud, prometía no despegar los labios en lo que le restaba de vida para nada que ni por asomo pudiera parecer subversivo. Las autoridades se burlaban de él como nosotros, y le llamaban Marranillo:
—¡Eh, Marranillo!—le gritaban.
El acudía, dócil, creyendo que iban a notificarle su indulto; pero le acogían siempre con una carcajada burlona. Aunque sabían, como nosotros, que era inocente, le trataban a la baqueta, a fin de inspiramos temor a los demás marranillos, que, en verdad, no necesitábamos ver pelar las barbas del vecino para echar a remojar las nuestras.
El pobre, huyendo de la soledad, iba a menudo a vernos; pero le poníamos cara de pocos amigos. Y cuando, tratando de romper el hielo, nos llamaba «queridos compañeros», le decíamos:
—¡Cuidado, que pueden oírte!
Y el miserable Marranillo miraba, temeroso, a la puerta. No podíamos permanecer serios. A pesar de que habíamos perdido hacía mucho tiempo la costumbre de reír, soltábamos la carcajada. Esto le animaba, y el cuitado se sentaba más cerca de nosotros y empezaba a hablarnos, llorando, de sus libros predilectos, abandonados sobre la mesa allá en la ciudad natal; de su mamá, de sus hermanos, que no sabía si aun vivían o se habían muerto de miedo y de tristeza.
Teníamos que echarle.
Cuando declaramos la huelga del hambre se llenó de terror, de un terror tragicómico indescriptible. ¡Era tan comilón el pobre Marranillo!... Además, temía rebelarse contra las autoridades. Sin embargo, no se atrevía a desacatar el acuerdo de los compañeros.
—¿Durará mucho la huelga?—me preguntó con timidez, secándose el sudor de la frente.
—¡Sí, mucho!
—¿Y no pensáis comer algo a escondidas?
—Sí—contesté, muy serio—; nuestras mamás nos enviarán pastelillos.
El pobre hombre me miró receloso, sacudió la cabeza, suspiró y se fué.
Al día siguiente nos dijo, verde como un loro, de miedo:
—Queridos compañeros: ¡me adhiero a la huelga!
—¡No te necesitamos!—le gritamos todos a una.
Pero él persistió en su actitud y comenzó, con nosotros, la huelga del hambre. Estábamos seguros—lo mismo que las autoridades—de que comía a escondidas. Y cuando, al terminar la huelga, cayó enfermo de tifus, nos encogimos de hombros.
—¡Pobre Marranillo!
Uno de nosotros—el que no se reía nunca—dijo gravemente:
—Es nuestro compañero; vamos a verle.
Fuimos a verle. Estaba delirando. Lo que decía en su delirio era incoherente y lastimoso, como su vida. Hablaba de sus amados libros, de su mamá y de sus hermanos; hacía protestas de inocencia; pedía perdón y pastelillos. Y de cuando en cuando suspiraba:
—¡Francia, patria mía, patria adorada!
Todos asistimos a su muerte, en el hospital. Mo mentos antes de morir, recobró la lucidez. De pie, ante su lecho, le mirábamos en silencio. Estaba boca arriba, inmóvil, y su cuerpecillo apenas hacía bulto entre las sábanas.
—¡Cuando me muera—le oímos de pronto murmurar—, cantad sobre mi tumba La Marsellesa!
—¿Qué dices?—preguntamos, temblando de emoción, de entusiasmo.
—¡Cuando me muera, cantad sobre mi tumba La Marsellesa!
A la inversa de lo que ocurría siempre, sus ojos estaban secos y los nuestros llenos de lágrimas, de lágrimas ardientes, como el fuego que ahuyenta a las fieras.
Murió, y sobre su tumba cantamos la canción sublime de la Libertad. A nuestras voces juveniles, vibrantes, se unía la voz grave y solemne del océano. El pálido horror y la roja, la sangrienta esperanza cabalgaban sobre las olas, con rumbo a la lejana Francia.
El marranillo tímido, paciente, la liebre, la bestia de carga, tenía un alma grande, era un hombre, y se había convertido en nuestra bandera.
¡Arrodillaos ante el héroe, compañeros!
Cantábamos. Los fusiles nos amagaban, las bayonetas asestaban contra nuestros pechos sus agudas puntas; pero nuestra canción seguía sonando, majestuosa y triunfante.
¡Cantábamos La Marsellesa!
Un sueño
...Hablamos luego de los sueños, en los que hay tanto de maravilloso. Y he aquí lo que me contó Sergio Sergueyevich cuando nos quedamos solos en la gran sala semiobscura:
—No sé lo que fué aquello. Desde luego, fué un sueño; dudarlo sería un delito de leso sentido común; pero hubo en aquel sueño algo demasiado parecido a la realidad. Yo no estaba acostado, sino de pie y paseándome por mi celda, y tenía los ojos abiertos. Y lo que soñé—si lo soñé—se quedó grabado en mi memoria como si en efecto me hubiera sucedido.
Llevaba dos años en la cárcel de Petersburgo, por revolucionario. Estaba incomunicado y no sabía nada de mis amigos; una negra melancolía iba apoderándose de mi corazón; todo me parecía muerto, y ni siquiera contaba los días.
Leía muy poco y me pasaba buena parte del día y de la noche paseándome a lo largo de mi celda, que tenía tres metros de longitud; andaba lentamente para no marearme, y recordaba, recordaba... Las imágenes iban poco a poco borrándose, desvaneciéndose en mi memoria.
Sólo una permanecía fresca, viva, aunque su realidad era entonces la más lejana, la más inaccesible para mí: la de María Nicolayevna, mi novia, una muchacha encantadora. Sólo sabía de ella que no había sido detenida, y la suponía sana y salva.
Aquel atardecer de otoño, lleno de tristeza, su recuerdo ocupaba por entero mi pensamiento. En mi ir y venir lento a lo largo de la celda, sobre el suelo de asfalto, en medio del silencio tétrico de la cárcel, veía deslizarse a mi derecha y a mi izquierda, desnudos, monótonos, los muros... Y de pronto me pareció que yo estaba inmóvil y que los muros seguían deslizándose.
¿Estaba yo inmóvil, en efecto?... No; seguía andando lentamente... Pero no era ya por la celda, sino por la calle Tverskaya, de Moscú, en dirección a los grandes bulevares. Era una hermosa tarde de invierno; hacía un sol espléndido; todo era en la calle animación, ruido de coches. Consulté mi reloj: sus agujas marcaban las tres y media. «A esta hora—pensé—en Petersburgo empieza a obscurecer...» Sentí una inquietud súbita. Había llegado por la mañana a Moscú con María Nicolayevna, llevado por asuntos políticos, y nos habíamos inscripto en el Registro del hotel como marido y mujer. Ella se había quedado sola en el hotel. Aunque yo le había dicho que cerrase la puerta con llave y no dejara entrar a nadie, me asaltó el temor de que alguien le tendiera un lazo. ¡No había tiempo que perder!
Tomé un coche de punto. Llegué, subí a toda prisa la escalera y me encontré, al fin, ante la puerta de nuestra habitación. Como no había visto la llave en el vestíbulo, estaba seguro de que María no había salido. Llamé del modo convenido, y esperé: silencio absoluto. Volví a llamar, levanté el picaporte y empujé, sin lograr abrir... ¡Nada!
O mi novia había salido, contra lo que yo creía, o le había ocurrido algo. En esto vi a Vasily, el camarero de nuestro piso.
—Vasily—le pregunté—: ¿ha visto usted salir a mi mujer? ¿Ha venido alguien a visitarla?
El camarero titubeó... ¡Había tanto movimiento en el hotel...!
—¡Ah, sí, ya recuerdo!—dijo, al cabo—. La señora ha salido, Sergio Sergueyevich. La he visto bajar la escalera y guardarse la llave en el bolsillo.
—¿Iba sola?
—No. La acompañaba un señor alto, con gorro de pieles.
—¿No ha dejado ningún recado para mí?
—No, Sergio Sergueyevich.
—No es posible, Vasily. No se acordará usted...
—No me ha dicho nada, Sergio Sergueyevich. Tal vez al portero...
Bajé a la portería. Vasily me siguió al advertir mi inquietud. Tal inquietud no era inmotivada: no conocíamos a nadie en Moscú, y aquel señor alto, con gorro de pieles, me inspiraba angustiosos recelos.
Tampoco al portero le había dejado María recado alguno. Mi desasosiego aumentó.
—¿No recuerda usted en qué dirección se han ido?
—Se han ido en un coche de punto de la parada de enfrente... ¡Mire usted, en ése que llega ahora!
Estábamos a la puerta del hotel. El portero llamó al cochero.
—¿Adónde has llevado a esos señores?
—No recuerdo el nombre de la calle... Es una calle muy extraviada, donde yo no había estado nunca. El caballero me ha guiado...
—Pero no te sería difícil—insistió el portero—encontrarla. No eres novato en el oficio.
—La encontraría, ¡claro!; pero está tan cansado el caballo...
—Te daré buena propina—dije, para animar al automedonte.
Logré convencerle. El portero me abrió la portezuela y subí al carruaje.
Iba muy contento; dentro de media hora, de una hora todo lo más, estaría en la casa adonde el misterioso caballero del gorro de pieles había llevado a María Nicolayevna. Reinaba en las calles gran animación. No habían encendido aún los faroles; pero las tiendas estaban ya iluminadas. El tránsito rodado era tan compacto, que de vez en cuando el carruaje tenía que detenerse y sentía yo en la nuca el cálido aliento de los caballos del carruaje posterior.
De pronto me acordé de que era Nochebuena. ¿Cómo se me había olvidado...? En la plaza del Teatro se alzaba, en medio de la nieve, todo un bosquecillo de pinos jóvenes, de un verdor y de una fragancia deliciosos. Hombres envueltos en abrigos de pieles y olientes también a campo, a selva, se paseaban alrededor.
No tardaron en encender los faroles. Una alegría infantil llenó mi corazón. Después de recorrer numerosas calles, algunas de las cuales se me antojaban desmesuradamente largas, penetramos en una parte de Moscú que yo no conocía. Al principio, el cochero me decía los nombres de las calles por donde pasábamos—unos nombres extraños, que yo no había oído en mi vida—; pero luego empezamos a zigzaguear por un dédalo de callejuelas tan desconocidas para el cochero como para mí.
Es muy desagradable atravesar de noche un barrio o una ciudad que no se conoce; cada vez que doblamos una esquina tememos habernos metido en un callejón sin salida. El experimentar este desasosiego en Moscú—ciudad que yo creía conocer palmo a palmo—aumentaba mi turbación. Parecía que me acechaban en cada callejuela traiciones, emboscadas.
Al pensar en María Nicolayevna y en el señor del gorro de pieles, sentía impulsos de echar a correr en su busca. El caballo iba muy despacio, y de cuando en cuando volvía sobre sus pasos. Yo miraba la espalda inmóvil del cochero, y me parecía que siempre había estado viéndola, que nunca había visto otra cosa, que había en ella un no sé qué de eterno, inmutable y fatal.
Los faroles iban siendo a cada instante más escasos; apenas se veían ya tiendas abiertas y ventanas iluminadas. Todo parecía irse hundiendo en el sueño nocturno.
Al doblar una esquina, el coche se detuvo.
—¿Por qué paras?—le pregunté, lleno de angustia, al cochero.
No contestó. De pronto, le hizo volver grupas al caballo de un modo tan brusco, que por poco me lanza al arroyo.
—¿Te has perdido?
—Ya hemos pasado por aquí—repuso, tras unos instantes de silencio—. Fíjese usted...
Me fijé. En efecto; reconocí el paraje, recordé aquel farol junto a un montón de nieve, aquella casa de dos pisos... ¡Ya habíamos pasado por allí!
Y aquello fué el comienzo de un nuevo e insoportable tormento: empezamos a pasar por calles y callejuelas por donde ya habíamos pasado, sin poder salir de aquel laberinto. Atravesamos una ancha avenida alumbradísima y muy animada, que habíamos atravesado ya, y poco después volvimos a atravesarla.
—Debíamos preguntarle a alguien...
—¿Qué vamos a preguntarle?—contestó, secamente, el cochero—. Si no sabemos adónde vamos...
—Pero tú decías...
—¡Yo no he dicho nada!
—Haz por orientarte... Se trata de algo muy importante para mí.
El cochero no contestó. Cuando hubimos andado en zigzag unos cien metros más, me dijo:
—Ya ve usted que hago todo lo posible...
Al fin logramos encontrar una callejuela no recorrida ya. El cochero, sin volverse, profirió:
—¡Ya empiezo a orientarme!
—¿Llegaremos pronto?
—No sé.
Mi suplicio no había concluido: nos envolvía una densa obscuridad y sólo se veían interminables tapias, tras las que se alzaban corpulentos árboles, cuyas ramas casi se cruzaban con las del lado opuesto, y casas sin ventana alguna iluminada, silenciosas, como desiertas. ¡En una de aquellas casas estaba María Nicolayevna! Sin duda había caído en un lazo siniestro, terrible. ¿Quién sería el hombre alto que la había llevado allí?
Las tapias seguían deslizándose a ambos lados del coche... Yo empezaba a sospechar que estábamos de nuevo pasando y volviendo a pasar por unas cuantas calles, en un girar absurdo, ora avanzando, ora retrocediendo... Todo me parecía conocido y a la vez no visto hasta entonces. Mi corazón latía con violencia, aunque con suma lentitud.
—¡Ahí es!— murmuró de pronto el cochero.
—¿Dónde?
—¿Ve usted esa puertecita en la tapia?
Veo la puertecita, a pesar de la obscuridad. Nos detenemos. Bajo presuroso del coche, salto por encima de un montón de nieve y me acerco a la puertecita. Está cerrada. No tiene aldabón. Reina tras ella hondo silencio.
«¿Para que han traído aquí a María Nicolayevna?», me pregunto. Tristes presentimientos me angustian. Se me doblan las piernas...
Doy unos golpecitos con los nudillos. Silencio. Sobre mi cabeza, las ramas cubiertas de nieve parecen serpientes blancas.
Por una rendija veo un largo sendero que termina ante la escalinata de una casa sin luz alguna, tétrica, terrible. En esa casa hay alguien, pasa algo: lo denuncia la negrura hipócrita, traidora, de sus ventanas.
Enloquecido, empiezo a dar tremendos puñetazos en la puertecita y a gritar:
-¡Abrid!
Los golpes se funden en un ruido sordo y continuo, que resuena en toda la calle y me impide oír mis propios gritos.
Me duelen las manos; pero sigo golpeando cada vez con más fuerza: la puerta, la tapia, toda la calle trepidan como un viejo puente al paso de un escuadrón.
Por fin, una luz débil, amarillenta, brilla a través de la rendija, tiembla en las ramas. Alguien se acerca, con una linterna en la mano. Se oyen voces ahogadas.
Me invade un profundo terror: hay algo terrible, espantoso, en esas voces ahogadas, en esa luz trémula y débil.
Los pasos se detienen ante la puertecilla. Al cabo de unos instantes, que parecen siglos, se oye el tintineo de las llaves, el ruido de la cerradura y una luz deslumbrante hiere mis ojos.
En el umbral de la puertecilla, abierta, está mi carcelero, en compañía de otro empleado. Lo que yo suponía linterna es un quinqué.
«¿Qué hace aquí mi carcelero?—me pregunto, estupefacto—. ¿Dónde estoy? ¿A qué puerta he estado llamando?»
El quinqué sólo alumbra a los dos empleados de la cárcel; a mi espalda—en mi celda—y a la suya—en el corredor—reina la obscuridad. Sigo creyéndome en la calle y creyendo la puerta, no la de mi celda, sino la del siniestro y misterioso jardín.
Los dos empleados, inmóviles en el umbral, me miran asombrados.
—¿Por qué llama usted de ese modo, Sergio Sergueyevich?—me dice mi carcelero—. Tome el quinqué; ahora le traeré el samovar.
Cojo el quinqué. Se cierra la puerta. Sí; estoy en mi celda, no en la callejuela donde se ha detenido el coche.
Tal fué mi sueño, o lo que fuera.
Me había ido, había vuelto. Girando, girando, angustiosa, dolorosamente, había terminado mi caminata circular ante la puerta de mi celda.
Sobremortal
I
El día del vuelo comenzó bajo los mejores presagios: un rayo de sol naciente que acababa de penetrar en la obscura alcoba conyugal y un sueño matutino extraordinario, luminoso, lleno de alusiones misteriosas y alegres, un sueño conmovedor.
Yury Mijailovich Puchkarev era un piloto aviador experimentado: en año y medio había volado veintiocho veces (el número de años que llevaba en el mundo) y estaba aún vivo y no se había quedado, como tantos otros, manco o cojo. El sabía mejor que nadie, mejor que su misma mujer, cuán menguada era aquella experiencia y cuán engañadora aquella calma que, después de cada descenso feliz a la tierra, parecía borrar de la memoria las desgracias de otros aviadores y llenaba al público de una tranquilidad, por lo excesiva, un poco cruel. Pero era un hombre valeroso y no quería, pensando en eso, debilitar su voluntad, ni quitarle a la vida—breve de suyo—su sentido. «Puedo caer y matarme—decíase—. Demasiado lo sé. Pero ¿qué voy a hacerle...? Quizá se invente antes algo que evite las caídas. Entonces podré llegar a viejo, como cualquier otro mortal. No hay que preocuparse.»
La noche anterior, después de cenar, había dado, con su mujer, un paseo dulce y poético por las calles apartadas—obscuras y verdes—de la pequeña ciudad donde vivían hacía algún tiempo. A cosa de las once y media se había acostado, y se había dormido en seguida. Había oído, entre sueños, entrar, desnudarse y acostarse a su mujer. Un rato después le había parecido que algo como un pájaro inmenso aleteaba sobre la casa, llenaba la estancia de un ruido monótono y diríase que la ensanchaba. Sin despertarse del todo, había comprendido que era una tempestad. Pesadas gotas de lluvia tamborileaban en el tejado. Al amanecer, cuando los gorriones empezaban a cantar tras los cristales, había tenido aquel sueño, que ya había sido dos veces para él un augurio feliz.
He aquí el sueño: se despertaba, al amanecer, en una habitación obscura, donde estaba solo, sin su mujer; pero que parecía, no obstante, su alcoba conyugal. Se despertaba triste, abatido, como si despertase de una pesadilla. Se levantaba y pasaba a la habitación inmediata, donde había un postigo abierto y entraba la luz sonrosada del sol naciente. «¡Qué bien se está aquí!—se decía—¡Aun no se ha levantado nadie!» Luego, de pronto, se acordaba de que había en la casa otras habitaciones mucho más hermosas, en las que no había estado hacía mucho tiempo y que había olvidado casi por completo. Abría, muy alegre, una puerta blanca muy alta, y avanzaba, descalzo, sin ruido, a lo largo de las hermosas estancias. Eran muchas, grandes y majestuosas, como los salones de un palacio. Las llenaba la luz suave, pura y sonrosada del orto solar. «¡Qué bien se está aquí! ¿Cómo habré podido olvidar estas habitaciones?», pensaba. Y seguía avanzando, sumergiéndose en la calma solemne de nuevos salones magníficos, luminosos, plácidos... Deteníase ante una gran puerta cerrada, tras la que se oía canturrear. Miraba cautelosamente por el ojo de la cerradura y veía que quienes canturreaban era dos pintores decoradores, sentados en el suelo.
En este momento—como siempre—se despertó. Durante cerca de un minuto, una dulce y honda emoción le impidió darse cuenta exacta de dónde terminaba el sueño y empezaba la realidad.
A pesar de que los postigos estaban cerrados, una luz deslumbrante hería sus ojos. Apartó un poco la cabeza y vió que un rayo de sol, recto y agudo, penetrando por un agujero del postigo, ponía en la almohada una mancha dorada y redonda y sonrosaba la obscuridad del aposento. Luego vió a su lado una cabellera negra y un brazo desnudo, oyó una suave respiración y las nieblas azules del ensueño acabaron de disiparse en su cerebro: aquel día debía efectuar una nueva ascensión en aeroplano; la mujer que respiraba suavemente a su lado era su amada esposa; el sol estival se elevaba ya sobre el horizonte, inundando la tierra de cálida luz.
Yury Mijailovich no sentía el ligero miedo que siempre había sentido, ocultándolo en lo más hondo de su corazón, al aproximarse la hora del vuelo, sino una alegría desbordante, como si una felicidad inmensa, extraordinaria, le aguardase. «¡Hoy volaré!», se dijo, por primera vez en su vida, con toda la pureza del entusiasmo, pensando sin temor alguno en los magnos espacios celestes, cuyo presentimiento otras veces le había turbado el sueño.
A no ser por el rayo de sol, hubiera dormido aún una hora u hora y media; pero ya no le era posible dormir ni seguir en aquel aposento obscuro, respirando aquella atmósfera pesada. Se bajó de la cama, procurando no hacer el menor ruido y sin mirar siquiera a su mujer, temeroso de despertarla con la mirada, y se vistió. Su mujer, que no había podido conciliar el sueño hasta muy tarde—a causa de la tempestad y de la inquietud que atormentaba su amante corazón de esposa—, dormía profundamente.
Yury Mijailovich cogió unos cuantos cigarrillos y salió de la alcoba. En las demás habitaciones, la suave luz matutina acababa de disipar las sombras de la noche.
El asistente, aun medio dormido, hacía en la cocina astillas para hervir agua en el samovar, y sus bruscos movimientos despavilaban y ahuyentaban a las moscas.
El patio, el jardín y la calle, sombreada por dos filas de chopos, estaban desiertos. Aunque cantaban los pájaros y un gato atravesaba el patio, huyendo de la sombra húmeda y fría de una tapia, diríase que el Sol era el único ser a la sazón despierto en el mundo. Las caricias de sus áureos rayos se le antojaban al oficial dulces como las de una madre y suscitaban en su alma infantiles impulsos de hablarle. Si se le hablase, no podrían oírse sus respuestas; pero el dirigirle la palabra sería tan lógico como dirigírsela a un hombre.
Recordó que en su infancia le acuciaba siempre un vehemente deseo de volar hacia el cielo, y daba grandes saltos, en la esperanza de lograrlo, llenándose de ira al caer apenas elevado media vara sobre la tierra. Enfrente de su hogar paterno había una casita de un piso, y por volar sobre su tejado de madera podrida hubiera hecho los mayores sacrificios. Cuando, muchos años después, efectuó, a mil kilómetros de su ciudad natal, su primer vuelo, se acordó de pronto, encontrándose a una gran altura, de la casita aquella.
Le parecía mentira haber volado ya, ir a volar dentro de algunas horas.
No se veía ni una sola nube en el cielo. Donde había rugido hacía poco la tormenta se extendía el espacio azul, cristalino, sin fondo. Según los libros, aquello se llamaba el aire, la atmósfera; pero según el íntimo sentimiento humano, era y seguiría siempre siendo el cielo, norte eterno de todas las aspiraciones y de todas las esperanzas.
«Nadie expondría su vida volando—se dijo Yury Mijailovich—si eso fuera pura y simplemente la atmósfera, el aire.»
Contemplando los misteriosos espacios azules, pensó con cariño en sus compañeros. Lo que hablaban—y acaso lo que hablaba él—no tenía nada de sublime ni de interesante; pero él sabía que para conocer a los hombres no había que fijarse en sus palabras, disfraz de la verdad, sino en su rostro, en la profundidad de sus pupilas, en la blancura de sus dientes.
Estos pensamientos, límpidos y sencillos como el sol matinal, aumentaron su alegría.
Se juró, como un niño, querer siempre a sus compañeros y ser un amigo leal. Cualquiera que hubiera sabido leer en sus labios, tan tiernamente sonrientes, y en sus ojos, tan honda y misteriosamente luminosos, hubiera comprendido el profundo sentido de aquel juramento, a primera vista pueril, y sin decirle nada le hubiera besado en la boca.
Yury Mijailovich volvió a la alcoba y despertó con un beso a su mujer.
II
El oficial piloto sabía callar de una manera tan discreta, que conversar con él era siempre algo más que cambiar palabras triviales. Era muy poco dado al uso de «síes» y «noes» rotundos, y oía a sus interlocutores dibujada en los labios una cariñosa sonrisa. Prefería a emitir su opinión—lo que hacía con tino y tacto—, escuchar la de los demás. Sin embargo, sus compañeros no le consideraban un hombre misterioso, encerrado en sí mismo, insondable. Todos los oficiales de su regimiento, hasta los tenientes más jóvenes, estaban, por el contrario, convencidos de que le conocían a fondo, mucho más a fondo que se conocían a sí propios; pues mientras que ellos eran de humor vario, cambiante, de ideas y sentimientos in estables, tornadizos, y no sabían a qué atenerse ante los zigzags, curvas y saltos de su naturaleza moral e intelectual, él era siempre el mismo y conservaba siempre su plácida serenidad. Su vida junto a su mujer, que le adoraba, producía igual impresión de sencillez y calma.
Cuando algún oficial se dejaba sobre el tapete verde su último copec o se emborrachaba y armaba un escándalo, después del cual le avergonzaba hasta mirarse al espejo, iba a casa de Puchkarev a recobrar el equilibrio espiritual. Y, recobrándolo, pensaba, no sin cierta piedad, al comparar su alma, llena de abismos, con la de su amigo: «¡Qué en paz vive este hombre!» Uno de ellos le puso el remoquete de Su Majestad Serenísima, que hizo gracia; pero dejó pronto de usarse, pues Puchkarev era muy respetado entre sus compañeros.
Aquella mañana, Yury Mijailovich estaba tan sereno y tan poco hablador como siempre. Sólo el brillo singular de sus ojos denunciaba su alegría creciente. Como siempre ocurría, su calma se le contagió a Tatiana Alexeyevna, su mujer, y amenguó el fulgor demasiado vivo de las pupilas de la joven.
Tatiana Alexeyevna se había levantado en extremo turbada el alma por dolorosas pesadillas; pero al alzar la vista a aquel cielo puro, como de fiesta, mientras le servia el te a su marido, no veía nada de terrible en sus profundidades azules y olvidaba sus sueños fatídicos.
—¡Tonterías!—se decía, mirando asir la taza los dedos morenos, firmes, nunca trémulos, de Yury Mi jailovich... Y se echó de pronto a reír, con una risa alegre, que se tomó en sus últimas escalas un poco colérica.
—Yury: ¡eres un farsante, un sugestionador!
—¿Por qué?—preguntó, sonriéndose, el oficial.
—¡No te rías, no! Cuando te miro, me parece que no puede pasarte nada, y eso no es verdad: siempre puede pasarnos algo. Mi tranquilidad es absurda, no es natural, me la sugieres tú. ¡No quiero estar tranquila! ¡Es estúpido que yo esté tranquila!
Y tratando de sentir de nuevo el terror que al levantarse la turbaba, empezó a contar, recargando un poco las tintas, sus fatídicos sueños; pero el miedo no volvía, y viendo la tranquilidad con que la escuchaba su marido, la joven pensaba: «¡Cuánta insensatez he soñado!» Sucedíale lo que a un niño que está contándole a una persona mayor un cuento de su invención, insubstancial y sin pies ni cabeza, y al fijarse en la larga barba y en los ojos burlones de su oyente, interrumpe azorado su relato.
—¡Hoy estás insoportable, Yury!—profirió, tras una larga pausa.
Pero, apenas pronunciadas estas palabras, se sintió feliz, como nunca se había sentido.
Ruborizada hasta los hombros, cuya blancura dejaba al descubierto el descote de la bata, ocultó el rostro entre las manos e inclinó la frente. Algo inefable y delicioso le impedía mirar a Yury Mijailovich y hablarle. Con el corazón palpitante, esperaba que hablase él. Mas él no dijo nada; se limitó a posar los labios en el cuello de su mujer.
El tiempo pasaba veloz. Se vistieron. El oficial abotonó, como de costumbre, con sus dedos morenos y firmes, el corpiño, abierto por la espalda, de Tatiana Alexeyevna. Cuando volvían a casa, también era él quien se lo desabotonaba. La joven seguía sintiéndose feliz, extraordinaria y diríase que definitivamente feliz. Aunque hubiera visto a sus pies el cadáver destrozado de su marido, no hubiera creído en la muerte, ni en el dolor, ni en la soledad... La verdadera felicidad no existiría si no fuera posible la fe en la eternidad de la vida.
Como le sucedía siempre, Yury Mijailovich se dirigía a la escalera, sin despedirse, por olvido, de su hijo, y, como de costumbre, su mujer se lo reprochó dulcemente y le llevó al cuarto del niño. En el lenguaje que, cual todo matrimonio joven, el oficial y su mujer habían creado para su uso particular, Micha, el vástago de catorce meses, se llamaba Ton-Ton. Yury Mijailovich no le miraba con ojos de padre: sus cortas y torpes piernecillas, su alegría absurda y sus actos grotescos sólo provocaban en él un vago asombro, lleno de indulgencia.
Estaba metido en una especie de cesto cónico, abierto por arriba y por abajo y provisto de ruedas, y cuando al andar perdía el equilibrio, no podía caerse.
Yury Mijailovich se echó a reír. Su mujer también se rió; pero luego, un poco ofendida, le dijo:
—¿Crees que eso es más fácil que la aviación? Tú también te tambaleas cuando vuelas.
—Sí, es verdad—contestó muy serio el oficial.
Pero, mirando al pequeñín hacer equilibrios, añadió:
—Debían colocar a los borrachos en aparatos como éste. Así no se caerían y no podrían dormirse. Sería un buen castigo.
—No me hacen ninguna gracia los borrachos... ¡Anda, cógele en brazos y dale un beso! Haces mal en mirarle por encima del hombro, creyendo que sólo se preocupa de tus botones. ¡Es mucho más inteligente de lo que tú piensas!
III
Cuando el coche que conducía al oficial y a su mujer llegó al aeródromo, el desierto azul del cielo empezaba a poblarse de nubes blancas, redondas, lentas y solemnes. Parecía un mar en cuyas aguas tuviera lugar una espléndida revista naval: los barcos, desplegadas las velas, desfilaban, majestuosos, ante los ojos del Supremo Almirante. Los espacios azules de entre las nubes—más profundos que los más profundos abismos del mar—le decían al alma: «¡Ven!»
—¿No temes una tempestad como la de esta noche?—preguntó, inquieta, Tatiana Alexeyevna.
—No—contestó Yury Mijailovich—. Mira las nubes: parece que tienen los bordes afilados. Eso indica que no tardarán en disiparse.
—Tú no quisieras que se disipasen tan pronto, ¿verdad?... Te gustaría volar sobre ellas...
El oficial miró a su mujer de un modo extraño. de un modo que ella había de recordar toda su vida, y le dijo, iluminado el rostro por una serena sonrisa:
—¡Cómo te amo...!
El aeródromo estaba ya lleno de gente. Los aviadores sacaban de los cobertizos sus máquinas, las inspeccionaban, las preparaban. Uno de ellos estaba furioso porque la bencina era de mala calidad. El capitán Kostretzov había observado que su motor no funcionaba, y mientras desenroscaba los tomillos, poniéndose perdido de aceite y sebo negro, renegaba del maquinista, que le oía callado y confuso.
Sin motivos tan concretos, casi todos los demás pilotos se mostraban no muy alegres y refunfuñaban. Temían irritar al Destino manifestando buen humor, y le ofrendaban su mal gesto y sus palabras de enojo, en la esperanza de que les evitase una desgracia.
Por la misma razón no se atrevían a decir a qué altura querían elevarse, y anunciaban hipócritamente que su vuelo sería muy bajo. Sin embargo, todo el mundo sabía que Puchkarev, cuyos magníficos aterrizajes le habían conquistado numerosos premios, quería batir aquel día el record de la altura. Todos sus compañeros estaban seguros de que lo lograría. Y en presencia de aquel hombre sereno y decidido, que no ocultaba sus propósitos y hablaba de ellos como de la cosa más sencilla, los pilotos medrosos de las venganzas del Destino sintieron decrecer su temor al Inescrutable.
Como obedeciendo a una consigna, dejaron de refunfuñar y depusieron su mal gesto. Parlanchines, joviales, rodearon a Yury Mijailovich, y algunos cambiaron con él efusivos y viriles besos. También saludaron muy amables, besándole la mano, a Tatiana Alexeyevna; pero se advertía que la joven era allí una figura secundaria, y poco a poco fueron apartando de ella a su marido. Otras veces, por cortesía, por galantería, se quedaba alguien a su lado; mas entonces se quedó completamente sola, sobre el verde césped, en los labios su dulce sonrisa femenina, un si es no es irónica. Todos aquellos hombres fuertes, robustos, curtidos por el sol y el viento—para quienes en aquel momento no tenía ninguna importancia una mujer tan linda—, formaban un compacto grupo alrededor de Puchkarev, entregados a una viva charla masculina, enseñando, al reír, la dentadura recia y blanca.
—¡Cómo lo quieren!—pensó Tatiana Alexeyevna.
Y súbitamente dejó de sonreír; una inmensa felicidad, una alegría indecible, un profundo agradecimiento a los que querían tanto a su Yury inundaba su alma. ¡Cómo le querían! Y eso que no sabían hasta qué punto era bueno, noble, generoso, magnánimo. ¡Nadie lo sabía como ella!
Cuando el coronel Priajin, un viejo galante, se le acercó y empezó a echarle flores, ella le dijo:
—¡Váyase con mi marido!
—Ya he hablado con él—contestó el viejo—. ¿Quiere usted que le dé algún recado?
La joven, mirándole sonriente a los ojos, repitió:
—¡Váyase con mi marido!
En aquel momento, el coronel, al ver el brillo hú medo de las pupilas de la joven, comprendió que estaba loca de amor y de orgullo, y temió por ella. De pronto, y sin saber por qué, se había dado cuenta de que nada hay seguro, firme: ni el sol, ni el cielo, ni la tierra que pisamos, ni nada de lo que rodea al hombre.
—¡Es extraño!—se dijo, alejándose.
Y no cesó en todo aquel día de balbucear de vez en cuando estas palabras, expresión de su asombro ante la inanidad de todo.
Dispersado el grupo y comenzados los vuelos, Yury Mijailovich se acercó a su mujer y la cogió del brazo.
—Perdóname; te he dejado sola.
—No importa—contestó la joven, sonriendo—. Estoy muy contenta. ¿De qué os reíais tanto?
—Les he hablado del aparato para los borrachos.
—¡Qué gracioso...! Te quieren mucho tus compañeros.
—Y yo a ellos también. Mira: ahí viene Rimba. ¡Qué nervioso está el pobre!
—Dile algo, Yury, para tranquilizarle.
—Y tú, ¿estás tranquila...? Se acerca el momento...
—Lo celebro por ti. Dile algo a Rimba.
Rimba, un oficial entrado en años, carirredondo, calvo, se detuvo, sudoroso, pálido, a unos cuantos pasos, y gritó:
—¿Haces el favor... un momento...?
Puchkarev se alejó un poco con él y le preguntó:
—¿Qué quieres? Parece que estás algo nervioso...
Rimba tomaba parte por primera vez en un concurso de aviación. Nadie se explicaba que lo hiciese, ni aun que fuera aviador, pues era uñ hombre sin arrestos, de corazón débil, casi femenino, y pasaba un miedo terrible cada vez que volaba. El sudor brillaba en las hondas arrugas de su rostro, como el agua después de la lluvia en los carriles de un camino; sus ojos, apagados, inmóviles, miraban a Puchkarev con una fe profunda y trágica.
—Yury: dímelo francamente. ¿Hay algún peligro?
Yury Mijailovich sondeó su corazón y repuso, en un tono de convicción firme, absoluta:
—Ninguno. No hay cuidado. Puedes volar.
—¡Gracias!— dijo Rimba, muy serio, tras un corto silencio.
Y como en Pascua Florida, le dió a Yury Mijailovich tres besos en la boca y le estrechó la mano con cordial efusión.
Al pasar por delante de Tatiana Alexeyevna y saludarla, la miró como a una aliada y contestó a su sonrisa de felicidad exhalando un suspiro de alivio, que podía traducirse así al lenguaje oral:
—¡Ya ve usted, no hay cuidado!
El andar y la figura del pobre hombre, sus polainas y sus pantalones, de una desmedida amplitud, eran poco aviatorios.
Tatiana Alexeyevna le siguió con los ojos, y cuando su marido tornó a su lado no volvió la cabeza. Sintió en la mejilla y en los labios la mirada de Yury Mijailovich, y le pareció que una suave brisa se los acariciaba: era la felicidad.
—¡Cómo te amo...!—murmuró el oficial, oprimiéndole ligeramente el brazo y sintiendo en su mano, a través de la seda de la manga, un dulce calor de carne joven y feliz.
Ella, sin volver la cabeza, dejó de sonreír; sucedió a su sonrisa una expresión dócil y tímida. En aquel momento se amaba a sí misma con el amor de su marido; amaba su rostro y todo su cuerpo como algo precioso, pero frágil, que había que cuidar y mimar.
Rimba había desaparecido en un cobertizo. En lo alto de la tribuna ondeaban banderas de todos colores, y se diría que querían volar, desprendidas de los mástiles.
—Se ha levantado un poco de viento—dijo Tatiana Alexeyevna, volviendo, al cabo, la cabeza hacia su marido.
El oficial la miraba radiante.
Tuvieron que despedirse en público, y el beso que cambiaron fué leve como una tela de araña; pero los besos más frenéticos no se graban en los labios de un modo tan imborrable como esas ligeras telas de araña del amor, que no sé olvidan nunca.
Tatiana Alexeyevna no olvidaría nunca aquel beso. Y tampoco olvidaría nunca aquella pequeña cicatriz sonrosada que tenía en la pura frente, junto a la sien izquierda, su Yury. Era de una herida que de niño se había hecho jugando con una barra de hierro.
De pronto se quedó la tierra terriblemente desierta: Yury Mijailovich acababa de subir a su Newport. Pero, cosa extraña, el corazón de Tatiana no aceleró sus latidos. ¡Tan grandes eran la felicidad de la joven y su fe en su felicidad!
Levantó la cabeza. El aeroplano describió el pri mer círculo y fué elevándose, elevándose. Fueron ensanchándose los círculos... Ella, sonriente, inalterable el ritmo de su corazón, pensó, suspirando: «Ya no puede verme. Está demasiado alto.»
IV
Allá donde horas antes, en un caos de nubes negras, retumbaban los truenos y fulguraban los relámpagos, todo era ahora calma y se abrían inmensos espacios azules. Mudas y majestuosas, algunas nubes caminaban —naves sin rumbo conocido—a través del océano celeste. El Sol reinaba allí. Ni el más leve ruido terrestre turbaba el etéreo silencio.
Describiendo los primeros círculos, Yury todavía miraba abajo, preocupándose aún de la tierra: en el aeródromo verde, surcado por sendas de arena amarilla, la multitud, negra e inmóvil, parecía una enorme mancha de tinta.
Descrito el quinto círculo, el oficial voló en línea recta, alejándose del aeródromo.
Ya sobre el bosque, en medio de una honda quietud, se elevó, se elevó...
—No sería desagradable dar un paseo por ahí abajo—pensó con cierta cariñosa indulgencia.
Y de pronto experimentó la sensación clara, precisa, del olor grato y húmedo, para él tan familiar, del bosque, como si estuviera pisando la hierba, y hasta le pareció divisar entre el follaje espeso una seta.
Pero no, no... El bosque estaba ya muy lejos y él volaba, no andaba, como de costumbre, sobre suelas de plomo... Volaba sin apoyarse en nada, envuelto en la transparente y luminosa amplitud del vacío. Hacía un instante que se había apartado de la tierra y se hallaba ya en otro mundo, en otro elemento, ligero e ilimitado como un sueño. Y de un modo intensísimo, casi doloroso, sintió de nuevo la felicidad inefable que, cual un licor áureo y límpido, llenaba su alma cuando abrió aquella mañana los ojos. Aquella emoción casi le ahogaba, y le arrancó lágrimas; pero no hacia fuera, sino hacia dentro: lágrimas que nadie hubiera visto.
—¿Qué es esto tan dulce—se decía—, qué es esto tan bello que encanta mis ojos y derrite mi corazón?
Y ya no miró abajo: allá, muy lejanos, muy hondos, se quedaban la tierra, los verdes bosques, por donde tanto había corrido y saltado en su infancia, las falsas alegrías, los tímidos y poco firmes amores terrestres. La tierra estaba ya tan lejos, que su recuerdo comenzaba a borrársele de la memoria. Los espacios azules del océano celeste no evocan nada de la tierra.
Yury Mijailovich se sonrió; pero con una sonrisa interior. En el océano celeste, la sonrisa, como las lágrimas, no debe ser visible. La expresión del semblante debe ser allí grave y severa.
—He subido ya mucho, mucho—pensó el oficial—; pero aun tengo que subir más, mucho más. Me rodea el vacío y puedo caminar en todas direcciones, hacia arriba, hacia abajo, hacia delante, hacia atrás... Dispongo de todos los caminos.
Y se entregó de lleno al delicado trabajo de guiar su aeroplano a lo largo de los caminos celestes.
Incluso en la tierra, andando sobre sus suelas de plomo, placíanle los movimientos libres, las vueltas bruscas, los saltos. Y desde su infancia detestaba las calles, las sendas, las carreteras, todo cuanto, de generación en generación, encarrila los pasos, como las ideas consagradas encarrilan el pensamiento. Allí, en las alturas, la voluntad, provista de alas, se creaba ella misma a su capricho los caminos y se sentía divinamente libre.
Yury Mijailovich y su Newport constituían como un solo organismo; antojábansele al aviador tan inanimadas y duras sus manos como la madera del volante, y tan dotado de músculos y venas el volante como sus manos. Sus nervios se prolongaban hasta el extremo de las alas del aeroplano y transmitían a su cerebro las deliciosas sensaciones del hierro y la madera, al contacto fresco del viento y bajo la caricia dorada y trémula del Sol. Y su voluntad era fiel y rápidamente ejecutada por el aeroplano, que cuando él quería torcer a la derecha, torcía a la derecha; cuando él quería torcer a la izquierda, torcía a la izquierda; cuando él quería bajar, bajaba; cuando él quería subir, subía. ¿Cómo ocurría aquello? El no trataba de explicárselo: le bastaba con que ocurriese. Y el triunfo de su voluntad ponía en su alma una alegría severa y viril, esa alegría que a primera vista parece tristeza y se pinta en el rostro de los guerreros victoriosos.
De la tierra, a cada instante más lejana, parecía desprenderse un ligero humo, como de una marmita hirviente. Debía de ser una nube que pasaba por debajo del aeroplano. Yury Mijailovich no se preocupaba ya de la tierra. Buscando una sensación más intensa de su voluntad, cerró los ojos. Durante unos segundos vió, como en un espejo, su rostro muy pálido y diríase que traslúcido. Luego se imaginó que de pie en un carro arrastrado por caballos de fuego, las riendas de acero en la mano de piedra, un haz de rayos luminosos en la cabeza, a modo de penacho, avanzaba, raudo, cielo arriba.
Parecióle después que no era un hombre, sino un ascua que hendía el espacio, dejando en el velo azul del cielo un rastro ígneo, y subía, subía, subía; estrella errante humana escapada de la superficie terrestre.
En aquel momento se hallaba tan alto, que la multitud no podía ya verle. Miles de ojos sondearían el océano celeste, bajo los cegadores rayos del Sol, buscando entre las nubes el aeroplano. Aunque las nubes eran escasas e iban poco a poco disipándose, le parecería a la multitud que llenaban el cielo y que el aviador se vería y se desearía para encontrar paso entre ellas, como un marino entre las islas; no sabía cuán vastos son los espacios allá arriba, cuán anchos los arcos y las puertas; ignoraba la inmensidad de los golfos azules, la magna y abierta extensión del archipiélago del cielo.
Las nubes, casi desvanecidas, descendieron hacia el horizonte, y allí, como esfinges de niebla, se detuvieron, vigilantes. La multitud entonces pudo for marse, aunque remota, una idea del infinito desierto cerúleo que se extendía sobre ella.
Yury Mijailovich abrió los ojos y miró de nuevo a la tierra. Los alzó luego, y se dijo: «Mi sueño feliz se ha realizado. Ya estoy en mis vastos salones sagrados, en las soledades augustas del Cosmos. ¿Qué es esto tan dulce y tan bello que veo?... ¿Qué es esto tan dulce y tan bello que siento?... ¡Oh, alma, dicha mía, cuánto te amo!»
Y de nuevo, como en un sueño, de un modo intensísimo, casi doloroso, sintió la inefable felicidad luminosa y dorada... Como quien oye el último acorde de una dulce sonata lejana, la última palabra de una canción de amor terreno, recordó el bello perfil del rostro de su esposa—las negras pestañas, la blanca mejilla sonrosada—y pensó, al remembrarla dormida a su lado: «¡Cuánto la quiero!»
Pero momentos después la había olvidado para siempre, embargado el corazón por otras emociones sin relación alguna con las cosas de la tierra.
¿Qué pensaba en los últimos instantes de su vida, cerrados otra vez los ojos, mientras se entregaba de lleno al divino placer de volar? ¿Qué era él en su propia conciencia? Una estrella humana, sin duda, que dejaba, al huir rápida de la tierra, una estela de fuego a lo largo de su fatal camino...
Su Newport—celeste barquilla—nadaba veloz por el mar sin fondo del espacio, ladeándose en los virajes bruscos, aturdiéndole con el trémulo ruido del motor. No se veía ya ni una nube. El aire iba siendo más frío. En lo alto del espacio azul reinaba, solitario, el Sol.
Entre el astro rey y la tierra sólo se interponían un hombre y una cosa: el aviador y su aeroplano. Y el fulgor solar iluminaba las alas transparentes del aeroplano, rutilaba en su armadura, ponía su oro en el rostro moreno y pálido del hombre.
Al abrir los ojos, Yury Mijailovich sintió todo su ser inundado de una luz que lo empujaba hacia lo alto, y con voz extraña gritó:
—¡No! ¡No volveré a la tierra!
Pronunciadas estas palabras, que le condenaban a muerte, calló, fiel a su gran amor, el silencio. Y siguió su carrera vertiginosa a través del espacio. Si hubiera podido, hubiera duplicado, triplicado, centuplicado la velocidad; pero la máquina no lo permitía. No pudiendo aumentar la rapidez del vuelo, lo complicó de un modo que la multitud, de haberle visto, hubiera calificado de loco: empezó a describir líneas curvas y quebradas, de un atrevimiento y de una belleza fantásticos, como un ave nocturna, ebria de luz lunar, ya avanzando, ya retrocediendo, ya elevándose súbito, ya precipitándose en el vacío.
Apretados los blancos dientes para no prorrumpir en gritos de entusiasmo, cortaba el aire en amplios giros, cual si quisiera convencerse de que en el infinito espacio luminoso no hay barreras ni muros... En una de sus osadas maniobras estuvo a punto de caer; pero logró conservar el equilibrio y siguió su frenética carrera aérea.
Un impulso violento, irresistible, de elevarse más le acometió. Espoleó—esta es la palabra—el Newport, y se lanzó a lo alto, recto y sibilante como un cohete. No sabía ya ni quién era, ni cómo y por qué estaba allí, en pleno Infinito. Se sentía ascua voladora, estrella errante...
Le pareció de pronto que ardían sus cabellos y descendían, torrenciales, en olas de fuego, a la tierra. Y comprendió que había encontrado el camino directo que conduce de un Infinito a otro... En la Eternidad, hacia donde volaba, le esperaban los amplios salones majestuosos de su sueño de aquella mañana.
—¡No puedo volver a la tierra!—pensaba, en un lánguido y divino desmayo—. Veo cosas tan dulces, tan bellas... ¡Oh, dicha, alma mía, cuánto te amo...! Cuando yo era niño, anhelaba volar por encima de un tejado... un tejado bajito, de madera podrida... Mamá me llamaba entonces Yura, chiquitín de la casa, nene. Papá y mamá murieron hace mucho tiempo... Y luego, cuando yo no tenía ya padre ni madre, un nuevo cariño, dulce y bello como la tristeza, empezó a cantar en mi corazón... ¡Hijo mío, niño adorado, voy a seguir subiendo, subiendo! Mi cuerpo se separará de mí y caerá, y yo volaré, volaré... Mi alma, turbada, quiere separarse del cuerpo y seguir volando, en un vuelo sin término, hacia lo alto. ¡Oh, niño adorado, cuán honda y celestemente turbada está mi alma!
Lloraba sin saber que lloraba. Entre sus labios entreabiertos brillaba la cándida blancura de sus dientes. Sus ojos, dilatados por la visión de la Eternidad, miraban más allá de los arcos azules y límpidos del cielo.
V
No volvió a la tierra.
La carne y los huesos que cayeron y se estrellaron contra el suelo no eran ya él, no eran ya un hombre, no eran nada. La fuerza ciega y brutal de la gravedad le arrancó de lo alto, de lo infinito, de lo azul; pero aquello que yacía en tierra, inmóvil, aplastado, no era ya Yury Mijailovich Puchkarev.
Lázaro
I
Cuando Lázaro salió de la tumba, donde la muerte, por espacio de tres días y tres noches, le había tenido bajo su enigmático poder; cuando volvió, vivo, a su casa, pasaron durante algún tiempo inadvertidas las singularidades siniestras que habían de hacer, más adelante, terrible hasta su nombre. Radiantes de júbilo porque había vuelto a la vida, sus amigos y su familia le mimaban como a un niño, saciaban su ávida ternura cuidando, solícitos, de todo cuanto le concernía: su comida, su bebida, sus ropas. Le vistieron con suntuosidad: un traje color de esperanza y de risa le envolvió, como a un novio, y cuando se sentó de nuevo a la mesa, en medio de los convidados, cuando bebió y comió de nuevo, los circunstantes lloraron de alegría e invitaron a los vecinos a ir a ver al resucitado. Los vecinos acudieron y se regocijaron, enternecidos también, hasta derramar lágrimas; numerosos desconocidos llegaron de ciudades y aldeas lejanas, y su asombro y su entusiasmo ante el milagro se manifestaron en ruidosas exclamaciones. Se hubiera dicho que un enjambre de abejas zumbaba en tomo de la casa de Marta y María.
Lo que había de extraño en el rostro y en la actitud de Lázaro se achacaba a la grave dolencia que le había matado y a las emociones que habían sacudido su alma. El trabajo destructor de la muerte sobre los cadáveres había sido detenido por un poder maravilloso, pero no anulado, y la obra de la muerte permanecía en el rostro y en el cuerpo de Lázaro, como un dibujo inacabado en una delgada lámina de vidrio. En las sienes del resucitado, en torno de sus ojos y bajo sus pómulos se extendían azuladas y terrosas manchas. Sus largos dedos también habían tomado un color azulado de tierra, y sus uñas, que habían crecido en la tumba, se habían tomado casi rojas. Por distintos sitios, en los labios, en el cuerpo, la piel había estallado, al henchirse, y se veían en ella finas grietas rojizas y brillantes, como cubiertas de mica transparente. Además, Lázaro ahora estaba grueso hasta la obesidad. Su cuerpo, hinchado en el sepulcro, había conservado sus horribles convexidades. Sin embargo, el olor nauseabundo a muerto que impregnaba su sudario y sus miembros no había tardado en disiparse por completo. Al cabo de algún tiempo, la coloración azulada de las manos y el rostro se atenuó, pero nunca desapareció del todo, Y aunque las grietas rojizas se cerraron, sus cicatrices no se borraron nunca.
No sólo el aspecto de Lázaro había cambiado, sino también su carácter; en lo que nadie paró mientes tampoco. Antes de su muerte, Lázaro era despreocu pado y alegre; placíanle la risa y las bromas inocentes. Su alegría amable e igual, limpia de toda malevolencia, le había conquistado el amor del Maestro. Ahora Lázaro era grave y taciturno. No bromeaba ni se sonreía al oír bromear a los otros. Las escasas palabras que de tarde en tarde pronunciaba eran tan sencillas y tan desprovistas de sentido profundo cemo los gritos con que expresan los animales el dolor y el placer, el hambre y la sed; eran de esas palabras a las que puede un hombre limitar su vocabulario, seguro de que nadie podrá deducir nunca de ellas lo que alegra o tortura su alma.
El rostro de Lázaro, sentado a la mesa del festín entre sus parientes y amigos, era, pues, el de un cadáver sobre el que las tinieblas de la muerte han reinado tres días; envuelto en sus vestiduras de fiesta, fulgurantes de amarillo oro y de sangrienta púrpura, el resucitado, inerte y mudo, era ya un hombre espantosamente distinto de los demás; pero nadie lo había notado aún. Amplias ondas de alegría, ora acariciante, ora ruidosa, le circundaban; cálidas miradas de amor se posaban en su faz, aun helada por el frío de la tumba; la mano ardiente de un amigo acariciaba su mano azulada y plúmbea. Músicos llamados para la fiesta tocaban el caramillo y el címbalo, la cítara y el salterio. Diríase que en torno de la feliz morada de Marta y María zumbaba un enjambre de abejas, cantaban los grillos, gorjeaban los pájaros.
II
Un imprudente levantó el velo. Con una palabra inoportuna, un imprudente rompió el dulce encanto y descubrió la verdad desnuda. Aun no se habría acabado de formular su pensamiento en su cerebro, cuando, sonriente, preguntaron sus labios:
—Lázaro: ¿por qué no nos cuentas algo del otro mundo?
Todos, al oír la pregunta, enmudecieron de estupor, como si no se hubieran dado cuenta hasta entonces de que Lázaro había estado muerto tres días; le miraron con ansiedad, esperando su respuesta. Pero Lázaro guardó silencio.
—¿No quieres contarnos nada? ¿Tan terribles son tus recuerdos?—insistió, asombrado, el imprudente.
Sus palabras seguían adelantándose a su pensamiento; de lo contrario, no hubieran hecho esta pregunta, que llenó su propio corazón, escapada apenas de su boca, de un terror espantoso. Honda inquietud se apoderó de todos los convidados, y se esperó angustiosamente la respuesta de Lázaro; pero él siguió guardando un silencio frío y tétrico. Y entonces—sí, entonces—advirtieron sus deudos y amigos el color azulado de su rostro y la repugnante obesidad de su cuerpo; su mano violácea yacía sobre la mesa, como olvidada; de un modo instintivo, todas las miradas convergieron en ella, como si de ella hubiera de brotar la respuesta.
Los músicos seguían tocando; pero el silencio no tardó en llegar hasta ellos y, cual una pleamar que se adentra en la playa, apagó los alegres acordes. Uno tras otro, enmudecieron el dulce caramillo, el címbalo sonoro y el salterio murmurante; la cítara lanzó un sonido trémulo y cascado, como si se hubiera roto una cuerda o la música, de improviso, se hubiera muerto.
—¿No quieres contarnos nada?—repitió el curioso, no pudiendo tener a raya su parlanchina lengua.
El silencio se hizo aún más profundo. La mano, hasta aquel instante inmóvil, se movió un poco. Los circunstantes exhalaron un suspiro de alivio y alzaron los ojos: Lázaro, resucitado, los miraba con una mirada pesada y terrible, que abarcaba toda la sala.
Hacia tres días que Lázaro había salido de la tumba. Desde aquel día mucha gente sintió el influjo destructor de su mirada; pero ni los que fueron mortalmente heridos por ella ni los que encontraron en las fuentes misteriosas de la vida, tan misteriosa como la muerte, energía para resistirla, pudieron explicar nunca el no sé qué terrible inmovilizado en el fondo de sus negras pupilas. En los ojos de Lázaro no se pintaba la intención de ocultar nada ni de decir nada tampoco, sino la frialdad de un alma en absoluto indiferente. Los que no le conocían pasaban por su lado sin notar nada de anormal, y se enteraban luego, con asombro y espanto, de que era Lázaro aquel hombre grueso y tranquilo cuyas vestiduras suntuosas les había rozado. El Sol no cesaba de brillar ante la mirada de Lázaro, ni el arroyo de murmurar, ni el cielo de ser azul y puro; pero aquel sobre quien caía aquella mirada enigmática no sentía ya la dulzura del brillo del Sol, ni del murmurar del arroyo, ni de la pureza azul del cielo patrio. A veces, el hombre que había visto a Lázaro empezaba a llorar a lágrima viva, a mesarse los cabellos, a pedir socorro como si se hubiera vuelto loco. Pero eso era lo menos frecuente; casi siempre, el que había visto a Lázaro empezaba a morir tranquilo y silencioso, agonizaba años y años, declinaba, iba aniquilándose, secándose, descolorándose, semejante a un árbol que, trasplantado a un terreno pedregoso, va perdiendo la savia. Los primeros, los que gritaban y se retorcían como poseídos, sanaban a veces; los segundos, nunca.
—¿No quieres, pues, Lázaro, contarnos lo que has visto en el otro mundo?—insistió el indiscreto.
Pero ahora su voz era apagada y lúgubre, y de sus ojos emanaba un tedio mortal, cuyo polvo gris cubría todos los rostros. Los invitados se miraban unos a otros con un asombro estúpido, como preguntándose por qué se habían congregado en torno de aquella mesa suntuosa. La conversación se extinguió. «Ya es hora de retirarse», decían; pero no lograban vencer la apatía, el embotamiento que paralizaba su voluntad y debilitaba sus músculos: permanecían en sus asientos, apartados unos de otros, cual dispersas lucecillas nocturnas en la soledad campesina.
No obstante, los músicos—como se les había pagado para que tocasen—empezaron de nuevo a tocar, y de nuevo los dulces acordes, ya melancólicos, ya alegres, resonaron. La música seguía siendo tan armoniosa como antes; pero los invitados la escucha ban con extrañeza: no comprendían ya la necesidad de que unos cuantos hombres hubieran ido allí a rascar unas cuerdas o a soplar, inflando los carrillos, unos tubitos, para producir un ruido absurdo y complicado. ¿Qué tenía aquello de bonito?
—¡Tocan muy mal!—exclamó alguien.
Los músicos, ofendidos, se retiraron. Los invitados les imitaron y se fueron uno tras uno, pues era ya de noche. Y cuando, envueltos en las silenciosas tinieblas, empezaban a respirar con más facilidad, cada uno de ellos vió aparecer ante sus ojos la imagen de Lázaro aureolada de un fulgor siniestro, con el rostro azul de cadáver, el esplendoroso traje de boda y las frías pupilas, en cuyo fondo se había coagulado el horror. Quedáronse—ante la espantosa y sobrenatural visión, tan clara en las tinieblas, del que había estado tres días bajo el dominio de la muerto—inmóviles, como petrificados. Durante tres días Lázaro había estado muerto; tres veces el Sol había salido y se había puesto, y él entre tanto estaba muerto; los niños jugaban; cantaba sobre las guijas el agua, y él estaba muerto; el polvo del camino real se levantaba en grises nubes, y él estaba muerto. Y ahora Lázaro estaba de nuevo entre los vivos, se codeaba con ellos, y desde el fondo de sus negras pupilas el insondable Más Allá miraba a los humanos.
III
Nadie se cuidaba ya de Lázaro; ya no tenía ni amigos ni parientes. El gran desierto que rodeaba a la ciudad santa llegaba hasta su puerta, y no tardó en atravesar el umbral de la casa del resucitado, en cuyo lecho se tendió, cual una esposa. Nadie se preocupaba de Lázaro. Marta y María, sus hermanas, le habían abandonado. Marta vaciló largo tiempo antes de marcharse, preguntándose quién le mantendría y le consolaría; lloró y rezó mucho. Pero al fin, una noche, una noche en que el viento mugía en el desierto y los cipreses se inclinaban, sibilantes, sobre el tejado de la casa, se vistió sin ruido y se fué. Lázaro oyó el golpeteo de la puerta—que Marta había dejado mal cerrada y el viento movía con violencia—; pero no se levantó, no salió, no fué a ver lo que sucedía. Y toda la noche los cipreses silbaron y la puerta giró sobre sus goznes, quejumbrosa, dejando penetrar en la casa al desierto glacial e insaciable.
Todo el mundo huía de Lázaro como de un leproso, y como a un leproso se le hubiera colgado al cuello una campanilla, a fin de evitar todo contacto con él. Pero alguien objetó, palideciendo, que sería terrible oír de noche aquella campanilla, y sus interlocutores, palideciendo también, asintieron.
Como Lázaro no se cuidaba tampoco de sí mismo, se hubiera muerto de hambre, a no ser porque los vecinos, temerosos no se sabe de qué, se encargaron de mantenerle. Le llevaban la comida los niños, que ni le tenían miedo ni se burlaban de él, a pesar de su ingenua crueldad con los desgraciados. Le manifestaban una fría indiferencia. El se conducía con ellos de la misma manera: nunca sentía impulsos de acariciar una morena cabecita rizada, ni ansias de mirarse en unos cándidos y luminosos ojos infantiles.
La casa del resucitado, en la que eran amos y señores el desierto y el tiempo, se iba desmoronando, y las baladoras cabras habían huido del corral, hambrientas, a las casas vecinas. El traje de fiesta de Lázaro estaba deterioradísimo. Desde el día feliz del festín, no se lo había quitado, como si lo nuevo y lo viejo, los andrajos y las galas, fueran lo mismo para él. Los vivos colores habían palidecido o se habían borrado; los perros y las zarzas habían destrozado el precioso tejido.
De día, mientras reinaba el Sol. implacable, verdugo de todo ser viviente, y hasta los alacranes se escondían bajo las piedras y se retorcían locamente, ansiosos de picar, Lázaro permanecía sentado, inmóvil, bajo los abrasadores rayos, levantadas al cielo la azulada faz, la barba inculta.
Cuando todavía la gente le hablaba, alguien le preguntó:
—¿Te gusta estar sentado al sol, pobre Lázaro?
Y él contestó:
-Sí.
«El frío de la tumba es, sin duda, tan intenso, y su obscuridad tan profunda, que no hay sobre la tierra calor ni luz capaces de confortar al resucitado y di sipar las tinieblas de sus ojos», se dijo el que le había interrogado, y se alejó suspirando.
Al acercarse al horizonte el aplastado y rojo globo, Lázaro se iba al desierto y se alongaba de la ciudad en derechura al astro escarlata. Los que se aventuraron a seguirle para saber qué hacia de noche en el desierto conservaron siempre en la memoria, como grabada en una placa inalterable, la silueta de un hombre alto y grueso destacándose en relieve sobre el fondo púrpura de un disco enorme. Los terrores de la noche les ahuyentaron, y los espías del resucitado no supieron nunca qué iba a hacer al desierto; pero la negra silueta sobre el fondo rojo se incrustó para siempre en su cerebro. Como fieras cegadas por el polvo, se frotaban los ojos; pero la sensación que habían experimentado era imborrable y no debía desaparecer sino con la vida.
Había gente que vivía lejos y no había visto nunca a Lázaro, aunque había oído hablar de él. A impulsos de una curiosidad osada, más fuerte que el miedo y alimentada por el miedo, se acercaba, disimulando la angustia de su corazón, al hombre sentado al sol y le hablaba. Por entonces el aspecto de Lázaro había cambiado un poco y no era ya tan terrible; en los primeros momentos, los forasteros se sonreían, juzgando unos estúpidos a los hijos de la ciudad santa. Pero cuando, acabada la entrevista, se encaminaban a su casa, su gesto y su actitud eran tan singulares, que los hijos de la ciudad santa los reconocían al punto y exclamaban, compasivamente:
—¡A ese loco le ha mirado Lázaro!
Y, llenos de lástima, callaban y alzaban los brazos al cielo.
Valientes guerreros, que no sabían lo que era el miedo, acudían con ruido de armas; jóvenes dichosos llegaban cantando y riendo; opulentos hombres de negocios deteníanse ante Lázaro, haciendo tintinear su oro; altivos sacerdotes dejaban su báculo a la puerta del resucitado. Pero nadie se iba como había venido. Una sombra terrible descendía sobre las almas y le daba un aspecto nuevo al viejo mundo.
Y he aquí cómo traducían sus sentimientos los que, después de la fatal visita, tenían aún ganas de hablar:
«Cuantos objetos ven los ojos y tocan las manos parecen vacíos, ligeros, transparentes, a manera de sombras claras en las tinieblas de la noche;
»pues las grandes tinieblas que envuelven la Creación no las.disipa el Sol ni la Luna ni las estrellas: cubren la tierra con un velo negro sin límites, la abrazan, cual brazos maternos.
»Penetran todos los cuerpos, el hierro y la piedra, y las partículas de los cuerpos pierden toda cohesión; las tinieblas penetran en el fondo de las partículas, y las partículas de las partículas se disocian;
»pues el gran vacío que envuelve la Creación no lo llenan lo visible ni lo invisible, ni el Sol ni la Luna ni las estrellas; reina en todas partes, penetrándolo todo, separándolo todo, los cuerpos de los cuerpos, las moléculas de las moléculas.
»Los árboles clavan sus raíces en el vacío, y ellos á su vez están vacíos; los templos, las casas, los palacios, vacíos también, se alzan sobre el vacío y diríase que van a hundirse. Y en el vacío se agita el ser humano, ligero y vacío como una sombra;
»pues el tiempo no existe, y el principio y el fin de todo se juntan: resuenan aún los martillazos de la construcción de una casa cuando se ven las ruinas, y al punto, ni las ruinas se ven; apenas nace el hombre, se encienden a su cabecera los cirios funerarios, no tardando el vacío en suceder al hombre y a los cirios;
»y, rodeado de vacío y tinieblas, el hombre, desesperado, tiembla ante el horror del Infinito...»
Así hablaban los que aun tenían ganas de hablar. Pero los que no querían hablar y morían en silencio hubieran podido, sin duda, decir mucho más.
IV
Por entonces vivía en Roma un escultor famoso. Con la arcilla, el mármol y el bronce creaba cuerpos de dioses y de hombres, cuya belleza era tal, que la gente la calificaba de inmortal. Pero él no estaba satisfecho y aseguraba que había algo infinitamente más bello, que no podía fijar en el mármol ni el bronce. «No he cogido aún—decía—la luz de la Luna ni el fulgor del Sol, y no hay vida en mi bronce ni hay alma en mi mármol.» Y cuando, las noches de estío, se paseaba por entre las negras sombras de los cipreses y la luz de la Luna se reflejaba en su blanca túnica, los transeúntes le decían, riéndose:
—¿Has salido a coger luz de luna, Aurelio? ¿No has traído cesta?
Y él, riéndose también y señalándose a los ojos, contestaba:
—He aquí las cestas donde me llevo la luz de la Luna y la del Sol.
Y era verdad: en sus ojos brillaba la Luna y rutilaba el Sol. Pero él no podía transportar su luz al mármol ni al bronce, y ese era el dolor de su vida.
Descendía de una antigua familia patricia. Tenia una mujer excelente y unos hijos encantadores. Su dicha parecía completa.
Cuando el ruido de la sombría gloria de Lázaro llegó hasta él, se aconsejó de su mujer y sus amigos y emprendió el largo viaje a Judea, para ver al que había milagrosamente resucitado. Se aburría, y esperaba que nuevos paisajes avivarían su atención cansada. Lo que se contaba del resucitado no le asustaba; había meditado mucho sobre la muerte, y había llegado a la conclusión de que no debía mezclarse su idea con la de la vida. «Al lado de acá está la vida, y al de allá, la muerte misteriosa—decíase—. Y mientras viva el hombre, lo más acertado que puede hacer es deleitarse en la belleza de lo viviente.» Y hasta acariciaba la esperanza, un tanto ambiciosa, de transmitirle a Lázaro tal convicción y volver a la vida su alma, como lo había sido su cuerpo. Aquello parecía tanto más fácil, cuanto que los extraños rumores que circulaban respecto a Lázaro no eran sino una expresión lejana y apagada de la verdad, una advertencia vaga contra algo horrible.
Lázaro se levantaba de su piedra para seguir al Sol a través del desierto cuando el rico romano, acompañado de un esclavo armado, se acercó a él y gritó:
—¡Lázaro!
Y Lázaro vió el bello y orgulloso rostro aureolado de gloria, las vestiduras claras y las piedras preciosas, que rutilaban al sol. Los rojizos rayos ponían en la cabeza y el rostro de Aurelio la belleza del bronce mate. Dócilmente, Lázaro volvió a sentarse y bajó, con expresión cansada, los ojos.
—No eres guapo, en efecto, pobre Lázaro—continuó tranquilo el romano, jugando con su cadena de oro—. Eres horrible, amigo mío; la muerte no estaba emperezada cuando caíste imprudentemente bajo sus garras. Pero estás gordo como un tonel, y la gente gorda no es mala, que dijo el gran César; no comprendo por qué te tienen miedo. ¿Me permites pasar la noche contigo? Es ya tarde y no he buscado posada.
Nadie le había hecho nunca semejante petición a Lázaro, que contestó:
—No tengo cama.
—He sido soldado y sé dormir sentado. Encenderemos fuego.
—No tengo leña.
—Entonces charlaremos, como dos viejos camadas, en la obscuridad. Supongo que tendrás una poco de vino...
—No tengo vino.
El romano se echó a reír.
—Ahora me explico por qué estás tan tétrico, por qué no amas tu segunda vida. ¡No tienes vino! ¿Qué vamos a hacerle? Nos pasaremos sin él; hay palabras que achispan tanto como el falerno.
Aurelio despidió al esclavo con un gesto y, solos ya él y Lázaro, siguió charlando; pero diríase que, a medida que el Sol declinaba, la vida se retiraba de las palabras del escultor; resonaban vacías e incoloras; se tambaleaban como borrachos; resbalaban y caían cual entorpecidas por la angustia y la desesperación. Y negros precipicios se abrían entre ellas, como lejanos precursores del gran vacío y las grandes tinieblas.
—Soy tu huésped y no me ofenderás, Lázaro. La hospitalidad es un deber hasta para los que han estado tres días muertos, pues duró tres días, según me han contado, tu estancia en la tumba. Debe de hacer frío allí... y á eso se debe, sin duda, tu mala costumbre de privarte de fuego y vino. A mí me gusta la luz, y en esta tierra obscurece tan de prisa... La línea de tu frente y de tus cejas es muy curiosa: produce la impresión de un palacio destruido por un terremoto y cubierto de ceniza. ¿Pero por qué llevas ese traje tan feo y tan extraño? Según he visto en esta tierra, los novios se visten así. ¿Acaso es hoy el día de tu boda?
El Sol se hundía en el horizonte; una gigantesca sombra negra llegaba de Oriente; parecían oírse en la arena pisadas de enormes pies descalzos; el viento frío azotaba la espalda del escultor.
—Pareces aún más grande en la obscuridad, Lázaro; se diría que has engordado en algunos minutos. ¿Te nutres, quizá, de tinieblas?... Me gustaría tener fuego, aunque fuera una hoguera muy pequeñita. Tengo un poco de frío... Las noches son en esta tierra demasiado frescas. Aunque no se ve, yo juraría que estás mirándome, Lázaro. Sí, estás mirándome; Jo siento, y en este instante estás sonriéndote...
Cerró la noche; el aire pareció impregnarse de su pesada obscuridad.
—¡Qué agradable será ver mañana salir de nuevo el Sol!... Soy escultor, ¿sabes?, un gran escultor... según aseguran mis amigos. Creo, si eso se llama crear; pero para crear se necesita luz. Le doy vida al mármol inerte, fundo el bronce sonoro en la llama, en la ardiente llama... ¿Por qué me roza tu mano, Lázaro?
—Ven—dijo el resucitado—; eres mi huésped.
Y entraron en la casa. La larga noche cubrió la tierra.
Ya bastante alto el Sol, el esclavo, que llevaba esperando a su amo largo rato, decidió ir en su busca. Y he aquí lo que vió: bajo los ardientes rayos, Aurelio, sentado junto a Lázaro, miraba silencioso, como Lázaro, al cielo. El esclavo se echó a llorar y gritó:
—¿Qué te pasa, amo?
El mismo día, el escultor se puso en camino de Roma. Y durante todo el viaje permaneció pensativo y mudo; miraba, atento, cuanto le rodeaba, el barco, el mar, los seres humanos, como si tratase de recordar algo. Se desencadenó una violenta tempestad, y mientras duró, Aurelio no se retiró de la cubierta, desde donde contemplaba el recio batallar de las olas. A su llegada, el terrible cambio que se había operado en él asustó a su familia; pero él, para tranquilizarla, dijo en tono significativo:
—He resuelto el problema.
Y sin quitarse el traje, lleno de manchas, que no se había cambiado en todo el viaje, se puso a trabajar. El mármol, sumiso, rechinó bajo los golpes del martillo. Aurelio trabajó largo tiempo y con furia, sin dejar entrar a nadie en su taller. Al fin, una mañana declaró que la obra estaba terminada e hizo llamar a sus amigos, expertos y severos jueces en materia artística. Les recibió suntuosamente ataviado. En sus vestiduras fulguraban el vivo amarillo del oro y el rojo sangriento de la púrpura.
—He aquí lo que he creado.
En el rostro de los invitados se pintó un profundo dolor. El escultor, al pronunciar, frío y pensativo, aquellas palabras, había señalado con la mano y los ojos a un mármol monstruoso, en cuyas formas no había nada familiar a la vista, y, sin embargo, había arte—un arte nuevo, desconocido aún—. Sobre una delgada rama, caricaturescamente retorcida, yacían unos despojos informes y dispersos, extraños, inquietantes. Y, como por acaso, sobre uno de aquellos fragmentos, una mariposa, cincelada de un modo admirable, abría sus alas transparentes, trémulas de sed de volar.
—¿Qué significa esa divina mariposa, Aurelio?— preguntó alguien, desconcertado.
—No sé.
Debía decírsele la verdad al artista. Y uno de sus amigos, el más íntimo, declaró en tono firme, resuelto:
—Eso es horrible, pobre amigo mío. Hay que destruirlo. Dame el martillo.
E hizo añicos la monstruosa obra, dejando sólo intacta la mariposa.
Desde entonces, Aurelio no volvió a crear nada. Miraba con una profunda indiferencia el mármol y el bronce, las obras espléndidas que había esculpido en otro tiempo y en las que vivía la belleza inmortal. Tratando de despertar su alma embotada, de reanimar en él el antiguo amor al trabajo, sus amigos le llevaban a ver las obras de otros artistas; pero él permanecía indiferente a todo y la sonrisa no se dibujaba nunca en sus labios. Cuando se le hablaba de la belleza, contestaba con voz cansada, opaca:
—¡Todo eso es mentira!
En cuanto el Sol empezaba a elevarse sobre el horizonte, se iba a su magnífico jardín, buscaba un sitio no sombreado y entregaba sus ojos sin brillo y su cabeza descubierta al ardor implacable y al fulgor deslumbrante del astro. Mariposas blancas y rojas revoloteaban sobre la fuente; el agua manaba, reidora, de los labios burlones de un fauno. Aurelio, sentado e inmóvil, era como un pálido reflejo de aquel que a la entrada del desierto estaba también sentado, inmóvil, bajo el fuego del Sol.
V
Y he aquí que el grande, el divino Augusto quiso también ver a Lázaro.
Se engalanó al resucitado con suntuosas vestiduras de boda, como si el tiempo las hubiera legitimado y debiera ser hasta su muerte el novio de una virgen desconocida. Fué como si se hubiera redorado un viejo ataúd podrido, a punto de pulverizarse, y se le hubieran añadido ornamentos nuevos y espléndidos. La conducción de Lázaro a Roma fué solemne; la caravana parecía, en verdad, un cortejo nupcial: todos llevaban claras y bellas túnicas, y sonaban delante las trompetas de los heraldos, para abrirles paso a los enviados del emperador. Pero los caminos estaban desiertos: en el país natal del resucitado por milagro se maldecía su nombre odiado, y las gentes huían al solo anuncio de su terrible acercamiento. Las trompetas de cobre sonaban en el vacío, y sólo el desierto contestaba con su eco prolongado.
Se hizo después subir a Lázaro a bordo de un barco. Y fué aquélla la nave más fastuosa y más lúgubre que surcara nunca las olas de azur del Mediterráneo. Aunque iba en ella mucha gente, reinaban a bordo un silencio y una tristeza sepulcrales, y el agua parecía llorar, desesperada, al rozar la curva armoniosa de la proa. Lázaro, solo, aislado en el extremo delantero del barco, escuchaba, expuesta al sol la cabeza destocada, el ruido de las olas. Lejos de él, los marineros y los enviados yacían sentados o ten didos, masa confusa de sombras angustiadas, taciturnas e inertes. Si en aquel momento se hubiera desencadenado una tempestad, el viento hubiera arrancado las velas escarlata y el barco hubiera zozobrado, ninguno de ellos hubiera tenido valor ni voluntad para luchar contra los elementos. Algunos, en un último esfuerzo, se acercaban a la borda y escrutaban con ojos de esperanza el fondo del abismo transparente y azul: acaso una náyade asomara su hombro sonrosado; acaso un tritón, ebrio de alegría y de locura, pasara azotando con su cola la espuma deslumbrante. Pero el mar estaba desierto y el abismo marino estaba también desierto y mudo.
Lázaro pisó indiferente el suelo de la Ciudad Eterna.
Diríase que para él toda la grandeza de los monumentos alzados por gigantes, todo el esplendor, toda la belleza, toda la armonía de una civilización refinada, no eran sino el eco del viento en el desierto, el reflejo de las arenas abrasadoras. Desfilaban rápidos los carros; pululaba la multitud; hombres hermosos y robustos llevaban pintado en el rostro el orgullo de haber contribuido a la magnificencia de la Ciudad Eterna y de participar de su vida. Sonaban canciones; se oía la risa perlina de las fuentes y de las mujeres; los borrachos filosofaban y los transeúntes sobrios les escuchaban sonriendo; los cascos de los caballos martilleaban las losas. En medio de esta risueña batahola, el hombre obeso y plúmbeo atravesaba la ciudad, semejante a una mancha fría de silencio, y sembraba a su paso el fastidio, la cólera y una angustia vaga y corrosiva: «¿Quién se atreve a estar triste en Roma?», protestaban los transeúntes, frunciendo el entrecejo. Dos días después toda la ciudad estaba al tanto de la historia del resucitado, y se evitaba medrosamente su encuentro.
Pero había también en la capital muchos ciudadanos audaces, confiados más de lo debido en su energía, y Lázaro obedeció sumiso a su temeraria llamada. Los negocios de Estado obligaron al emperador a retardar la audiencia, y el resucitado frecuentó durante siete días la sociedad romana.
Un día estuvo en casa de un alegre gozador de la vida, que le acogió con la risa en los labios.
—¡Bebe, Lázaro, bebe!—le gritó—. ¡A Augusto le hará mucha gracia verte borracho!
Mujeres ebrias y desnudas se reían también, y pétalos de rosa caían sobre las manos azuladas de Lázaro. Pero el libertino le miró a los ojos, y su alegría se extinguió para siempre; su embriaguez duró toda su vida, aunque ya no volvió a beber. Y en vez de los sueños agradables que inspira el vino, terribles pesadillas abrumaron su pobre cerebro. Les sueños espantosos fueron desde entonces el único alimento de su espíritu trastornado y le tuvieron día y noche bajo el yugo de monstruosas quimeras, y la misma muerte no fué más horrible que sus feroces precursores.
Estuvo también Lázaro en casa de un joven y una joven que se amaban y eran felicísimos. Lleno de dulce compasión, el joven, rodeando con su fuerte y orgulloso brazo el talle de su amada, le dijo a su visitante:
—¡Míranos, Lázaro, y regocíjate con nosotros! ¿Hay algo más poderoso que el amor?
Lázaro los miró. Y siguieron amándose; pero su amor se tornó triste y sombrío como los cipreses de los cementerios, cuyas raíces se nutren de la podredumbre de las tumbas y cuyas copas negras buscan en vano el cielo en la paz del atardecer. Lanzados el uno en los brazos del otro por la ignota fuerza de la vida, mezclaban las lágrimas con los besos, el placer con el dolor, y se sentían doblemente esclavos: esclavos sumisos de la vida despótica, esclavos inermes de la Nada amenazadora y silenciosa. Siempre unidos, siempre separados, brillaban como dos estrellas, para apagarse en la obscuridad de la noche.
Lázaro visitó luego a un sabio, orgulloso de su ciencia, que le declaró:
—Ya sé todas las cosas horribles que me puedes decir, ¡oh, Lázaro! ¿Con qué cosa que yo no sepa puedes asustarme?
Pero pasó algún tiempo, y el sabio comprendió que el conocimiento de lo espantoso no es el espanto, que la visión de la muerte no es tampoco la muerte, que la sabiduría y la estupidez son iguales ante el Infinito, pues el Infinito las ignora. Y toda barrera desapareció entre la ciencia y la ignorancia, la verdad y la mentira, lo bajo y lo alto. Y el pensamiento informe del sabio se bamboleó en el vacío.
—¡No puedo ya pensar!—gritó el sabio, horrorizado, con la encanecida cabeza entre las manos—. ¡No puedo ya pensar!
Y bajo la mirada indiferente del resucitado, la vida perdía su sentido y sus alegrías se evaporaban. Se empezó a decir que era peligroso enseñarle un hom, bre así al emperador; que lo mejor sería matarle, enterrarle a escondidas y hacer creer que había desaparecido. Se afilaban ya los aceros, y ciudadanos jóvenes y patriotas se disponían abnegadamente a ser ellos los matadores, cuando Augusto ordenó que a la mañana siguiente le llevasen a Lázaro y dió al traste con tan crueles proyectos.
Ya que no era posible deshacerse de él, se quiso, al menos, atenuar la deprimente impresión que producía su rostro. A ese fin se recurrió a los servicios de hábiles peluqueros, que invirtieron toda la noche en la tarea. Le cortaron la barba y se la rizaron; el tinte azulado de la cara—así como el de las manos—lo ocultaron bajo una capa de pintura blanca y roja; los surcos dolorosos que afeaban la vieja faz se disimularon con afeites, y en la falsa tersura de las sienes y las mejillas se dibujaron, con un fino pincel, arruguitas de vejez jovial y bonachona.
Lázaro se sometió a todo, indiferente. Y cuando se dirigió al palacio del emperador tenía el aspecto de un hermoso anciano, de un abuelo plácido y patriarcal. Diríase que aun conservaba en los labios la sonrisa con que, en otro tiempo contaba chascarrillos; el rabillo del ojo se le prolongaba en un ligero frunce de indulgente ironía. Pero las vestiduras de boda no se habían atrevido a quitárselas, y no se habían podido transformar sus pupilas, aquellos vidrios negros y aterradores a través de los cuales el misterioso Más Allá miraba a los humanos.
VI
Lázaro no se deslumbró ante los esplendores del palacio imperial. Parecía no encontrar diferencia alguna entre su casa en ruinas, en cuyo umbral comenzaba el desierto, y aquel palacio de mármol, magnífico y sólido. Bajo sus pies, el mosaico ricamente trabajado no difería nada de la movediza arena del desierto, y la multitud de dignatarios, pomposamente vestidos, era a su vista como el vacío del aire. Los palaciegos bajaban los ojos a su paso, temerosos del terrible efecto de su mirada; pero cuando el ruido de sus pisadas, graves y lentas, se apagaba, levantaban la cabeza y miraban con una curiosidad medrosa la silueta maciza del corpulento anciano, un poco encorvado, que se alejaba en dirección a las habitaciones de Augusto. Si se hubiera tratado de la muerte en persona, el espanto de los palaciegos no hubiera sido mayor, pues hasta entonces sólo los muertos habían conocido la muerte y los vivos sólo habían conocido la vida, y no había habido puente entre los vivos y los muertos. Pero aquel ser extraordinario conocía la muerte y su ciencia maldita era misteriosa y terrible.
«¡Va a matar a nuestro divino Augusto!», pensaban, asustados, y le lanzaban vanas maldiciones al resucitado, que avanzaba impasible hacia el corazón del palacio.
El César sabía quién era Lázaro y se disponía a la entrevista. Alma viril, tenía conciencia de su ener gía enorme, invencible, y había rehusado toda compañía en su duelo fatídico con el resucitado por milagro. Lo recibió a solas.
—No me mires, Lázaro—ordenó cuando le vió entrar—. He oído decir que, como Medusa, conviertes en piedra a cuantos miras. Yo quiero contemplarte y hablar contigo un poco antes de ser petrificado.
Había en su acento una imperial jovialidad no exenta de temor.
Se acercó a Lázaro y contempló en silencio su rostro y su extraño traje nupcial. A pesar de su vista penetrante, los afeites y los artificios peluqueriles le engañaron.
—¡Tu aspecto no es nada terrible, respetable anciano! Cuanto más lo horrible ofrece un aspecto agradable y digno, tanto más temible resulta para el pueblo. Hablemos un poco.
Augusto se sentó y, preguntando con los ojos tanto como con la palabra, inquirió:
—¿Por qué no me has saludado al entrar?
Lázaro contestó, en tono indiferente:
—No sabía que debía hacerlo.
—¿Eres cristiano?
-No.
Augusto movió aprobativamente la cabeza.
— Lo celebro. No me son simpáticos los cristianos. Sacuden el árbol de la vida sin dejarle cubrirse de frutos, y mustian sus flores fragantes. ¿Qué eres, pues?
Con un ligero esfuerzo, Lázaro contestó:
—Yo era un muerto.
—Ya lo sé. ¿Pero qué eres ahora?
Lázaro repitió, tras unos instantes de silencio, con voz sombría y helada:
—Yo era un muerto.
—¡Oye, desconocido!
El emperador, escanciando sus palabras, expresó, severos el gesto y el acento, las ideas que el siniestro prestigio del resucitado habían despertado en su cerebro:
—Mi imperio es un imperio de vivos; mi pueblo es un pueblo de vivos, no de muertos. Y tú estás de más aquí. No sé lo que eres, no sé lo que has visto en el otro mundo; pero si mientes, odio tu mentira, y si dices la verdad, odio tu verdad. Siento en mi pecho la palpitación de la vida; siento en mis manos el vigor; mis orgullosos pensamientos recorren, como águilas, el espacio. Bajo la protección de mi poder, de mi autoridad, al abrigo de mis leyes, la gente vive, trabaja, canta y ríe... ¿No oyes la maravillosa armonía de la vida? ¿No oyes los clamores guerreros que los hombres lanzan, encarados con el porvenir, desafiándolo?
Augusto abrió los brazos en un ademán de plegaria, y gritó solemnemente:
—¡Que la vida, la vida maravillosa y divina, sea glorificada!
Pero Lázaro callaba, y el emperador prosiguió, acentuando la severidad de su gesto y su acento:
—Tú estás de más aquí. Lamentable despojo, que la muerte ha despreciado, les inspiras a los hombres la angustia y la desgana de vivir. Como una oruga en un trigal, roes la sabrosa espiga de la alegría y segregas el veneno del dolor y la desesperación. Tu verdad es como un acero enmohecido en manos de un asesino nocturno, y te haré matar como a un criminal. Pero antes quiero ver lo que hay en tus ojos. Acaso sólo atemoricen a los cobardes y despierten en los bravos la sed de lucha y de victoria. En tal caso no merecerías un castigo, sino un premio. ¡Mírame, Lázaro!
En los primeros momentos le pareció al divino Augusto que era un amigo quien le miraba: tan dulce, seductora, atractiva, hechizante, era la expresión de los ojos del resucitado. No era el espanto, sino la paz, lo que prometía, y el Infinito parecía en ella una tierna amante, una hermana compasiva, una madre. Pero poco a poco el suave abrazo se hacía más fuerte; a la boca, ávida de besos, le faltaba el aire; un aro de hierro se hundía en la carne y se ceñía a la armazón ósea; unas uñas frías y afiladas se clavaban, acariciadoras, en el corazón.
—Tu mirada me hace daño—dijo el divino Augusto, palideciendo—. Pero mírame, Lázaro; sigue mirándome.
Diríase que unas pesadas puertas, cerradas para siempre, se abrían lentamente y que por la creciente rendija el horror amenazador del Infinito penetraba, lento y glacial. Como dos sombras, el vacío inmenso y las tinieblas sin límites avanzaban, apagando el Sol, retirando de debajo los pies el suelo firme y el techo de sobre la cabeza. Y el corazón, helado, cesaba de sufrir.
—¡Mírame, Lázaro, mírame!—repitió Augusto, tambaleándose.
El tiempo se detuvo, y el principio y el fin de todas las cosas se acercaron terriblemente. A los ojos del emperador, su trono, apenas alzado, se derrumbaba y le reemplazaba el vacío; Roma se desmoronaba sin ruido; una nueva ciudad se alzaba sobre sus ruinas, y el vacío absorbía al punto la nueva ciudad; cual enormes fantasmas, urbes, estados y países se disipaban rápidos y desaparecían en el vacío como si el seno obscuro del Infinito, impasible e insaciable, se los tragara...
—¡Basta!—ordenó Augusto.
Ya la apatía apagaba su voz; sus brazos caían, laxos, a lo largo de su cuerpo; sus ojos de águila se encendían y se obscurecían, luchando contra las tinieblas invasoras.
—¡Me has matado, Lázaro!—murmuró.
Y estas palabras de desesperación le salvaron. Se acordó del pueblo, del que él debía ser el amparo, y un dolor agudo y saludable traspasó su corazón embotado.
«Están destinados a la muerte», pensaba con angustia.
«Son como sombras luminosas en las tinieblas del Infinito», se decía con horror.
«Son frágiles vasos llenos de sangre hirviente, corazones que conocen la alegría y el dolor», añadía con ternura.
La meditación del soberano duró largo rato, y la cruz de la balanza ora se inclinaba hacia la muerte, ora hacia la vida; por fin, Augusto logró sacudir el anonadamiento que le impedía hallar en los dolores y las alegrías de la existencia una fuente de energía defensiva contra el horror del Infinito y las tinieblas de la Nada.
—No, no me has matado, Lázaro—profirió con firmeza—. Soy yo quien te matará a ti. ¡Vete!
Aquel día el divino Augusto saboreó los manjares y las bebidas con un placer insólito. Pero a veces su mano levantada se detenía en el aire y el fulgor de sus ojos de águila se apagaba: la helada sombra del horror había cruzado ante ellos. Vencido, pero no aniquilado, el Espanto esperaba, severo, su hora: mientras vivió el emperador, permaneció a su cabecera; señor de sus noches, no osaba disputarles sus días a las alegrías y los dolores de la vida.
Al día siguiente, por orden del emperador, se le quemaron a Lázaro los ojos con un hierro candente y se le envió a su patria. El divino Augusto no se atrevió a condenarle a muerte.
VII
Lázaro tomó al desierto, y el desierto lo acogió con el silbo del viento y el calor abrasador del Sol. De nuevo se sentó en una piedra; de nuevo levantó la azulada faz, la barba inculta. Y los dos agujeros negros, terribles, en que el hierro candente había trocado sus ojos, miraron al cielo. A lo lejos, la ciudad santa se agitaba, ruidosa; pero en torno de Lázaro todo estaba solitario y mudo; nadie se acercaba al lugar donde el resucitado por milagro acababa sus días; los vecinos habían abandonado hacía mucho tiempo sus casas. La ciencia maldita que Lázaro había adquirido en la tumba había sido hundida por el hierro candente en las profundidades del cráneo, desde donde, como emboscada, clavaba en el corazón de los hombres miles de miradas invisibles. De suerte que ya nadie osaba contemplar a Lázaro.
Por la tarde, a la hora en que el Sol crecía y se empurpuraba, cercano al horizonte, Lázaro, ciego, echaba a andar, despacioso, en su seguimiento. Obeso y débil, se levantaba trabajosamente cuando se caía al tropezar con una piedra, y seguía andando, andando... Sobre el fondo escarlata del crepúsculo, sus brazos semejaban los de una gigantesca cruz negra.
Una tarde se fué, como de costumbre, y no volvió. Así acabó, a lo que parece, la segunda vida de Lázaro, que había pasado tres días bajo el misterioso poder de la muerte y había resucitado por milagro.
Bargamot y Garaski
Sería injusto decir que la Naturaleza se había mostrado avara con el guardia de Orden público Iván Akindinich Bargamotov, a quien los vecinos de un arrabal de la ciudad de Orel llamaban Bargamot.
Asemejábase, en lo físico, a un mastodonte o a cualquiera otra de las excelentes criaturas prehistóricas que por falta de sitio tuvieron hace tiempo que abandonar nuestro planeta, poblado por esos alfeñiques que se llaman hombres.
Grueso, de elevada estatura, robusto, de una voz formidable, no era un guardia vulgar, y hubiera alcanzado hacía años una alta graduación a no ser porque su alma estaba sumida en un sueño profundo. Las impresiones del mundo exterior, al dirigirse a su cerebro, perdían en el camino toda su fuerza y llegaban al punto de destino convertidas en débiles reflejos. Un hombre exigente hubiera dicho que era un montón de carne, y sus jefes decían que era un zoquete. Los vecinos del arrabal, cuyo juicio era el más atendible, le consideraban un hombre serio y digno del mayor respeto.
Lo que sabía lo sabía de veras. Verdad es que sus conocimientos se limitaban a las ordenanzas del cuerpo a que pertenecía, que se había aprendido a costa de heroicos esfuerzos; pero se habían grabado de un modo definitivo en su cerebro monolítico.
De lo que no sabía no hablaba. Y su silencio era tan digno, que avergonzaba a los que sabían más que él.
Poseía una fuerza muscular enorme. La fuerza muscular, en la calle de Puchkarnaya, donde él ejercía sus funciones, era de suma importancia. Habitada por zapateros, sastrecillos, traperos y otros honorables representantes de la industria, y provista de un par de tabernas, dicha calle era teatro, sobre todo los días de fiesta, de batallas homéricas, en las que intervenían las mujeres de los contendientes, para separarlos, y a las que asistían, entusiasmados, los chiquillos.
La turbulenta multitud de luchadores ebrios chocaba como con un muro de piedra con el inconmovible Bargamot, cuyas manos robustas solían detener a los dos borrachos más belicosos y conducirlos a la Comisaría. Los detenidos sólo protestaban por el bien parecer y confiaban su destino al gigantesco guardia.
Tal era Bargamot en lo atañedero a la política exterior. En lo que concierne a la política interior, su conducta era no menos digna. La choza donde el guardia vivía con su mujer y sus dos hijos, y en la que apenas cabía su enorme humanidad, era una firme ciudadela de la santidad del hogar. Austero y laborioso, Bargamot, en sus horas libres, cultivaba su huertecita. Con frecuencia se valía de las manos para inculcarle a su familia los buenos principios, no porque su mujer y sus hijos lo mereciesen, sino obedeciendo a las vagas ideas pedagógicas encerradas en su monolítico cerebro. Esto no era óbice para que, respetándole mucho, María, su mujer, de muy buen ver aún, lo manejase a su capricho, con una ágil destreza de que sólo son capaces las débiles hijas de Eva.
Una suave noche de primavera, a cosa de las nueve, Bargamot se hallaba en su puesta habitual, en la esquina de las calles Puchkarnaya y Posadskaya. Estaba de muy mal humor. Era sábado de Gloria; todo el mundo se iría dentro de poco a la iglesia, y él tendría que estar allí hasta las tres de la mañana.
No era que tuviese ganas de rezar; pero había en la atmósfera algo pascual que le turbaba. Aquel sitio, en el que se pasaba a diario largas horas desde hacía diez años, le era aquella noche antipático; un vago deseo de tomar parte en el regocijo general le impacientaba. Además, tenía hambre: su mujer, como era día de ayuno, sólo le había dado de comer unas sopas sin grasa. Y su barrigón reclamaba alimentos más substanciosos.
Bargamot escupió con rabia, hizo un cigarrillo, lo encendió y empezó a darle chupadas nada sibaríticas. Tenía en casa unos cigarrillos excelentes, que le había regalado el tendero de la calle; pero los reservaba para la fiesta.
No tardó en llenarse la calle de vecinos que se dirigían a la iglesia, muy endomingados, con ameri cana y chaleco, camisa de percal de color y botas altas, cuyas cañas, en extremo arrugadas, parecían acordeones. Al día siguiente, muchas de aquellas galas se quedarían en las tabernas, a título de rehenes, o un violento tirón, en un amistoso cuerpo a cuerpo, las desgarraría; pero aquella noche sus dueños iban elegantísimos. Todos llevaban en la mano, envueltos en un pañuelo, roscones de Pascua, para que los bendijese el cura.
Ninguno se fijaba en Bargamot. El gigantesco guardia los miraba con cierto enejo, presintiendo que al día siguiente tendría que conducir a muchos a la Comisaría. Los envidiaba. De buena gana hubiera ido también a la iglesia, iluminada, en galanada...
—¡Por vosotros, malditos borrachos—murmuró—, tengo que estar aquí de plantón!
La calle fué desanimándose y se quedó al cabo desierta. Empezaron a sonar alegres campanadas en la torre de la iglesia, anunciando la buena nueva de la resurrección de Cristo. Bargamot se quitó el sombrero y se santiguó. La hora de volver a su casa se iba acercando. Se puso de mejor humor al pensar en la mesa con un mantel muy limpio, sobre el que habría roscones de Pascua, pasteles y huevos cocidos. Cambiaría con su mujer y su hija los besos tradicionales. Despertarían a Vania, su hijito, y lo llevarían a la mesa. El chiquitín empezaría por reclamar un huevo teñido de rojo, tema durante toda la Semana Santa de sus conversaciones con su hermana. ¡Qué sorpresa la suya cuando le dieran, no un huevo te ñido de rojo, sino un huevo de mármol, regalo también del tendero obsequioso!
—¡Es una criatura que vale más que pesa!—murmuró Bargamot, sintiendo inundar su corazón una ola de ternura paternal.
Pero sus plácidos pensamientos fueron turbados del modo más abominable: en la calle Posadskaya sonaron de pronto unos pasos irregulares y una voz enronquecida y balbuciente.
«¿Quién andará por ahí?», se preguntó volviendo la cabeza.
Y se llenó de indignación. ¡Era Garaska! ¡Garaska en persona, borracho! ¡Sólo faltaba eso! ¿Dónde se habría emborrachado? Eso no era fácil averiguarlo. El hecho era que estaba borracho perdido. Su actitud, que le hubiera parecido extraña, misteriosa, a cualquiera que no conociese las costumbres del arrabal, no se lo parecía, ni mucho menos, a Bargamot, que había estudiado a fondo la psicología del vecindario en general y la de Garaska en particular.
Garaska, cuando estaba beodo, acostumbraba a ir por en medio del arroyo; pero aquella noche, como impulsado por una fuerza irresistible, había torcido de pronto, en la calle Posadskaya, hacia la izquierda, y se había encontrado inesperadamente con las narices a un centímetro de la pared. Lleno de asombro, apoyó en ella las dos manos, tambaleándose, e hizo acopio de fuerzas para luchar contra aquel obstáculo que parecía haber surgido, súbito, de la tierra; mas lo pensó mejor y girando, no sin dificultad, sobre los talones, se dispuso a salir de la acera. Y he aquí que otro obstáculo imprevisto le cortó el paso: un farol. El borracho entró al punto en relaciones íntimas con él, abrazándole como al mejor de sus amigos.
—Un farolito, ¿eh?—rezongó.
Aquella noche estaba—cosa insólita en él—de un humor excelente.
Y en vez de poner al farol como chupa de dómine, se limitó a dirigirle algunos reproches suaves, casi afectuosos.
—¡Déjame pasar, sin... ver... gon... zón!—balbuceó.
Y al sentir en la cara la húmeda frialdad del poste, contra el que a cada instante se apretaba más, añadió:
—¡Puerco!
En este patético momento le vió Bargamot. Garaska era su enemigo mortal: ningún borracho le daba tanto que hacer como él. A pesar de su aspecto insignificante, era el más imprudente, el más descomedido de todos los del barrio. Los demás se limitaban a escandalizar un poco y no solían meterse con nadie. El armaba unos escándalos terribles e insultaba a la gente. En vano se le sacudía el polvo y se le tenía días enteros en el calabozo sin comer; nada de esto le hacía enmendarse. Había dado en la flor de pararse bajo los balcones de uno de los vecinos más respetables de la calle Puchkarnaya y colmarle de injurias, no se sabía por qué. Los criados bajaban a lo mejor, y le vapuleaban, con gran algazara del vecindario; pero él, en cuanto se retiraban, volvía a la carga. A Bargamot no le tenía respeto alguno y le dirigía denuestos sobremanera pintorescos. El ciclópeo guardia, aunque no los entendía del todo—tan áticos eran—, se sentía tan herido en su dignidad como si le pegasen.
¿De qué vivía aquel hombre?... ¡Misterio! Nadie le había visto nunca en estado normal. Carecía de domicilio, y dormía en las huertas o a la orilla del río, entre los matorrales.
Al empezar el invierno desaparecía, y reaparecía al comenzar la primavera. ¿Por qué volvía siempre a aquella ciudad donde todo el mundo le maltrataba? ¡Misterio!... Se recelaba que la propiedad individual no era para él una cosa sagrada; pero no se le había podido coger in fraganti, y si se le maltrataba, sólo era por meras sospechas.
Los harapos que cubrían—digámoslo así—su desmedrado cuerpo estaban húmedos de lodo. En su rostro, que se inclinaba hacia delante como al peso de la encarnada narizota, se veía, entre otros vestigios del ardor bélico de sus adversarios, un flamante arañazo bajo el ojo derecho.
Cuando logró al fin dejar atrás al inoportuno farol y divisó la figura majestuosa e inmóvil de Bargamot, se llenó de alegría.
—¡Buenas noches, Bargamot, Bargamotich!—gritó—. ¿Cómo va esa preciosa salud?
Y al hacer con la mano un gentil saludo, perdió el equilibrio, y gracias al farol, del que apenas le separaba un paso, no se desplomó sobre las losas.
—¿Adónde vas?—le preguntó, severo, el guardia.
—¡Siempre adelante!
—A ver si robas algo, ¿eh?... ¡Tendré que llevarte a la Comisaría, sinvergüenza!
—¿Usted a mí? ¡Permítame que lo dude!
El borracho escupió y pisó el salivazo, con grave peligro de su posición vertical.
—¡Andando!—gritó Bargamot—. En la Comisaría hablaremos.
Y su mano robusta se agarró al cuello de la chaqueta del beodo, cuyos deterioros, aun mayores que los del resto de la prenda, denotaban que aquel pecador había sido ya guiado otras veces por el camino de la virtud.
Luego de sacudir ligeramente a Garaska y empujarlo hacia la Comisaría, Bargamot se puso en marcha, como un poderoso remolcador que arrastra al puerto un barquichuelo averiado. Estaba furioso. ¡Por culpa de aquel canalla iba a perder media hora lo menos de expansión familiar! ¡Con qué gusto le hubiera dado un par de soplamocos! No se los daba en atención a la solemnidad del día.
Garaska andaba con un paso bastante firme, para lo borracho que estaba. Es más: se diría que iba contento.
—¿Qué día es hoy, guardia?—preguntó.
—¡No tengo gana de conversación!—contestó Bargamot—. ¡Podías haberte emborrachado un poco después!
—Han tocado a gloria en San Miguel Arcángel, ¿verdad?
—Sí... ¿y qué?—dijo extrañado el guardia, que no conocía el método dialéctico de Sócrates.
—¿Y por qué han tocado a gloria?
—Porque Cristo ha resucitado.
—Permíteme, pues....
El borracho, con aire resuelto, volvió la cabeza hacia el guardia, sacando al mismo tiempo una cosa del bolsillo derecho de su chaqueta. Bargamot, en aquel momento, sin darse cuenta, pues el misterioso interrogatorio había logrado absorber toda su atención, le soltó. Y Garaska, que no esperaba aquella súbita falta de apoyo, midió el suelo con las costillas. Tendido en tierra, sin hacer el menor esfuerzo para levantarse, empezó a llorar, o mejor dicho a plañir como los campesinos cuando se les muere alguien.
Bargamot, asombrado, se dijo: «¿Estará burlándose de mi?» Y tras unos instantes de perplejidad, viendo que seguía lanzando perrunos aullidos, gritó, tocándole con el pie:
—¿Te has vuelto loco?... ¿A qué viene ese llanto?
—El hue...vo... el hue...vo.
Los aullidos se hicieron más suaves. Garaska se incorporó y le enseñó al guardia la mano derecha, sucia de un amasijo amarillo y blanco. Bargamot, aunque no comprendió aún de qué se trataba, barruntó que había ocurrido algo muy triste.
—Yo... quería felicitarte... por la resurrección de Cristo..., darte un huevo..., y tú...
Bargamot se enterneció: el pobre Garaska le había saludado con el noble y cristiano propósito de cam biar con él los tres besos y darle un huevo, y él le había detenido.
—¡Caramba, hombre!—exclamó sacudiendo pesarosamente la cabeza.
Sentía cierto descontento de sí mismo: su conducta con aquel hermano en Cristo había sido cruel.
—¡Caramba, hombre!—balbuceó—. Yo soy cristiano... él tiene alma también...
Y se inclinó sobre el borracho, rozando el suelo con el sable.
—Se te ha roto el huevo, ¿eh?
—Se me ha hecho jigote... Yo quería felicitarte... como buen cristiano que soy... y tú me llevas a la Comisaría...
Los remordimientos de conciencia del guardia eran más vivos a cada instante.
—Vente a casa—dijo de pronto, en el tono de quien acaba de tomar una resolución—. Comerás con nosotros.
—¿A tu casa?
—¡Sí, vamos!
El asombro de Garaska no tuvo límites. ¿Era posible? ¡Bargamot le invitaba a cenar!
Se dejó levantar y coger del brazo por el guardia. El ciclópeo representante de la autoridad no le llevaba ya a la Comisaría, sino a su casa, y le iba a sentar a su mesa...
Le parecía aquello tan extraordinario, que temió que fuera una estratagema de Bargamot, y la idea de la fuga cruzó por su cerebro; pero sus piernas no se hallaban en disposición de ponerla en práctica: es taban en total desacuerdo, y cuando una manifestaba la intención de avanzar, la otra, por espíritu de oposición, se empeñaba en retroceder. Además, el Bargamot que le llevaba cogido del brazo era tan distinto del Bargamot a quien había conocido hasta entonces, que Garaska, picada su curiosidad, quería ver en qué paraba aquello. El guardia, luchando con enormes dificultades de expresión, hablaba de las ordenanzas del cuerpo a que pertenecía, de su deber de perseguir a los alteradores del orden, etc.
—Hay gente... ¿comprendes?... que si no fuera por el palo...
—Sí; tiene usted razón, Iván Akindinich. Nosotros, si no se nos sacude el polvo...
—¡No, hombre, no me has entendido! Yo no digo que se te deba pegar... Lo que digo es...
Bargamot trató en vano de formular su pensamiento de una manera inteligible.
Llegaron.
Garaska ya no se asombraba de nada. La que se quedó estupefacta al ver entrar a aquella singular pareja fué María, la mujer de Bargamot; pero su marido contestó con los ojos a su mirada interrogadora que no había que pedirle explicaciones. Además, su buen corazón le dictó lo que debía de hacer.
Momentos después, Garaska, desconcertado, tímido, se sentaba a la mesa. Hubiera querido que se lo tragara la tierra: le avengonzaban sus harapos, sus manos sucias, su borrachera...
Sin levantar los ojos del plato, comía la sopa, endiabladamente caliente y muy grasosa. En su turba ción, derramó una cucharada sobre el blanco mantel, y aunque el ama de la casa hizo la vista gorda, se azoró tanto, que la cucharada siguiente la derramó también: sus dedos temblorosos no le obedecían.
—Iván Akindinich—le preguntó al guardia su mujer—: ¿cuándo le das a Vania el huevo que te han regalado para él?
—Luego, luego... No hay prisa.
También Bargamot estaba turbadisimo.
—Sírvase más sopa—dijo María, alargándole la sopera a Garaska—, sírvase más sopa, Guerasim... No sé cual es su patronímico.
—Andreich.
—Sírvase más sopa, Guerasim Andreich.
A Garaska se le atragantó la cucharada que se disponía a deglutir. Soltó la cuchara y dejó caer la cabeza sobre la mesa. Un plañido como los que media hora antes habían turbado tanto a Bargamot brotó de su pecho. Los niños, que empezaban ya a mirarle sin inquietud, soltaron también las cucharas y se echaron a llorar. Bargamot miró consternado a su mujer.
—¿Por qué llora usted, Guerasim Andreich?—inquirió ella, compasiva, cariñosamente.
—Me llaman por el doble nombre...—balbuceó, sollozante, el borracho—. Es la primera vez... desde que nací... que me llaman así.
El amor al prójimo
Un lugar salvaje entre las montañas.
En un pequeño saliente de una alta roca, casi vertical, hay un hombre de pie, en una situación, al parecer, desesperada. No se comprende cómo ha podido llegar allí: el acceso al pequeño saliente parece imposible. Las escalas, las cuerdas y demás útiles de salvamento a que se ha recurrido han sido ineficaces.
El desgraciado lleva, a lo que se ve, mucho tiempo en tan crítica situación. Abajo, al pie de la roca, se ha reunido ya una abigarrada multitud; pregonan su mercancía algunos vendedores de refrescos, de tarjetas postales y de baratijas, y hasta se ha establecido un buffet, cuyo único mozo se ve y se desea para atender a la numerosa clientela; un individuo trata de vender un peine que asegura, faltando descaradamente a la verdad, que es de tortuga.
Afluyen sin cesar nuevos turistas, ingleses, alemanes, rusos, franceses, italianos, etc.
Casi todos llevan alpenstocks, gemelos, máquinas fotográficas. Se oye hablar en todas las lenguas.
Junto a la roca, en el sitio donde debe caer el desconocido, dos guardias ahuyentan a la chiquillería y le cierran el paso, con un bramante, a la multitud.
Gran animación.
El primer guardia.—¡Largo, monicaco! Si te cayera encima, ¿qué dirían tus papás?
El chiquillo.—¿Es que caerá aquí?
El primer guardia.— Sí.
El chiquillo.—¿Y si cae más afuera?
El segundo guardia.—Tiene razón el chico: podía dar un salto, en su desesperación, y caer al otro lado de la cuerda; lo que sería bastante molesto para el público, pues lo menos pesará ochenta kilos.
El primer guardia.—¡Largo, monicaca! ¡Atrás!... ¿Es su hija de usted, señora? Le ruego que no la deje acercarse. Ese joven caerá de un momento a otro.
La señora.—¿De veras? ¡Y mi marido no va a verlo!
La chiquilla.— Está en el buffet, mamá.
La señora (desesperada).—¡Siempre en el buffet! ¡Ve a llamarle, Nelli! Dile que ese joven va a caer en seguida. ¡Corre, corre!
Voces.— ¡Kelner!... ¡Mozo!... ¿Cómo que no hay cerveza? ¡Vaya un buffet!... ¡Mozo!... ¿Me sirven o no? ¡Jesús, qué calma!
El primer guardia.— ¿Otra vez, monicaco?
El chiquillo.—Quería quitar de aquí esta piedra.
El primer guardia.— ¿Para qué?
El chiquillo.— Para que el pobrecito se haga menos daño al caer.
El segundo guardia.— Tiene razón el chico: debíamos quitar las piedras, y si hubiera arena o serrín...
Dos turistas ingleses se acercan. Miran con los gemelos al desconocido y cambian impresiones.
El primer inglés.—Es joven.
El segundo inglés.—¿Qué edad le echa usted?
El primer inglés. —Veintiocho años.
El segundo inglés.—No tendrá más de veintiséis. El miedo lo avejenta.
El primer inglés.—¿Qué se apuesta usted a que tiene veintiocho años?
El segundo inglés.—Lo que usted quiera. Diez contra cien. Apúntelo.
El primer inglés (dirigiéndose al primer guardia, luego de anotar en su carnet la apuesta).—¿Cómo diablos ha subido ahí? ¿No hay modo de bajarlo?
El primer guardia.—Se le han tirado cuerdas y escalas, pero no han llegado.
El segundo inglés.—¿Lleva ahí mucho tiempo?
El primer guardia. —Cuarenta y ocho horas.
El primer inglés. —¿De veras? Entonces caerá esta noche.
El segundo inglés. —Caerá dentro de dos horas. Me apuesto cien contra cien.
El primer inglés.—Aceptado. (Anota la apuesta en su carnet.) ¿Cómo se encuentra usted? (Dirigiéndose al desconocido.)
El desconocido (con voz apenas perceptible).— Muy mal.
La señora.—¡Y mi marido sin venir!
La chiquilla (que llega corriendo).—Papá dice que tiene tiempo de acabar.
La señora.— ¿De acabar qué?
La chiquilla.— Una partida de ajedrez que está jugando con un caballero.
La señora.—¡Dile que si tarda le quitarán el sitio!
Una señora alta y delgada, de aire resuelto y belicoso, le disputa el sitio a un turista. El turista es un hombre exiguo y apocado y se defiende débilmente. La señora, en cambio, le ataca con verdadera furia.
El turista.—Pero, señora, éste es mi sitio: hace dos horas que lo ocupo.
La señora belicosa.—¿Y a mí qué me cuenta usted? Yo quiero colocarme ahí porque desde ahí veré mejor. ¡Y no hay más que hablar!
El turista (con timidez).—Yo también quiero estar aquí para ver mejor...
La señora belicosa (con desdén).—¿Usted qué entiende de eso?
El turista.—¿De qué? ¿De caídas?
La señora belicosa (burlona).—Sí, señor, de caídas. ¿Ha visto usted muchas? Yo he visto caer a tres hombres: a dos acróbatas, a un funámbulo y a tres aviadores.
El turista. Eso son seis hombres, no tres.
La señora belicosa (remedando, sarcástica, a su interlocutor).—¡Eso son seis hombres, no tres!... ¡Adiós, Pitágoras!... ¿Ha visto usted a un tigre despedazar a una mujer?
El turista (humildemente).—No, señora...
La señora belicosa.—Lo suponía. Pues yo sí, ¡con mis propios ojos!... Déjeme el sitio; se lo ruego.
El turista, abochornado, se levanta, encogiéndose de hombros. La señora, radiante, se acomoda en la peña tan valientemente conquistada y deja a sus pies el retículo, el pañuelo, las pastillas de menta y el frasco de sales. Luego se quita los guantes y limpia los cristales de los gemelos, mirando con benevolencia a sus vecinos.
La señora belicosa (dirigiéndose a la señora cuyo esposo está en el buffet).—Debía usted sentarse, señora. Le dolerán a usted las piernas...
La señora.— ¡Las tengo deshechas, señora!
La señora belicosa.—Los hombres son hoy día tan mal educados, que nunca le ceden el sitio a una mujer... Habrá traído usted pastillas de menta...
La señora (inquieta).—No. ¿Debía haber traído?
La señora belicosa.— ¡Claro! El mirar mucho tiempo a lo alto marea... Amoníaco sí habrá traído usted... ¿Tampoco? ¡Qué descuido, Dios mío! Cuando caiga ese joven, se desmayará usted, como es lógico, y se necesitará amoniaco para hacerla volver en sí. ¿Ha traído usted, al menos, un poco de éter?... ¿No, eh?... Y ya que es usted... así, su marido... ¿Dónde está su marido?
La señora.— En el buffet.
La señora belicosa.—¡Qué sinvergüenza!
El primer guardia.— ¿De quién es esta marinera? ¿Quién la ha tirado aquí?
El chiquillo.—Yo.
El primer guardia.—¿Para qué?
El chiquillo.— Para que el pobrecito se haga menos daño al caer.
El primer guardia.— ¡Llévatela!
Numerosos turistas, armados de kodaks, se disputan los sitios fotográficamente estratégicos.
El primer portakodak. —Necesito este sitio.
El segundo portakodak.—Usted lo necesita; pero yo lo ocupo.
El primer portakodak.—Lo ocupa usted hace un momento; pero yo lo ocupo hace dos días.
El segundo portakodak.—Si no lo hubiera usted abandonado o, al menos, al irse se hubiera usted dejado su sombra...
El primer portakodak.—¡Llevaba dos días sin comer, caballero!
El vendedor del peine (en tono misterioso).—¡Un peine de tortuga auténtico!
El primer portakodak (furioso).—¡Váyase usted a freír espárragos!
El tercer portakodak.—¡Señora, por Dios! ¡Que se ha sentado usted encima de mi máquina fotográfica!
Una señora pequeñita.—¿De veras? ¿Dónde está?
El tercer portakodak.—¡Señora, debajo de usted!
La señora pequeñita.—¿Ah, sí? ¡Estaba tan cansada! Yo notaba algo extraño... Ahora me lo explico.
El tercer portakodak (con desesperación).—¡Señora...!
La señora pequeñita.—¡Qué dura es su máquina de usted! Yo creía que era una peña. ¡Tiene gracia!
El tercer portakodak (lleno de angustia).—¡Señora, le ruego...!
La señora pequeñita.—¡Es una máquina tan grande! ¿Cómo iba yo a sospechar...? Retráteme usted, ¿quiere?... Me gustaría retratarme en la montaña.
El tercer portakodak.—¿Pero cómo quiere usted que la fotografíe si está usted sentada en la máquina?
La señora pequeñita (levantándose asustada).—¿Por qué no me lo ha dicho usted?... ¿Retrata sola?
Voces.—¡Mozo, cerveza!... ¡Llevo una hora esperando que me sirvan!... ¡Kelner! ¡Mozo! ¡Un mondadientes!
Llega, jadeando, un turista gordo, rodeado de una numerosa familia.
El turista gordo (gritando).—¡Macha! ¡Sacha! ¡Potia! ¿Dónde está Macha? ¿Dónde diablos se ha metido Macha?
Un colegial (malhumorado).—Está aquí, papá.
El turista gordo.—¿Dónde?
Una muchacha.— ¡Aquí, papá, aquí!
El turista gordo (volviéndose).—¡Ah!... ¡Qué manía de ir siempre a mi espalda! Míralo, míralo... Allí, en lo alto de la roca. ¿Pero adónde miras?
La muchacha (melancólica).—¡No sé, papá!
El turista gordo.—¡Todo le da miedo! En cuanto se pone el tiempo tempestuoso, cierra los ojos y no los abre hasta que pasa la tempestad. ¡Nunca ha visto un relámpago, señores! ¡Como lo oyen ustedes!... ¿Ves a ese pobre joven? ¿Lo ves?
El colegial.—Sí, papá, lo veo.
El turista gordo (al colegial).—Cuídate de ella. (Con acento de profunda piedad.) ¡Pobre joven! ¡Quizá caiga de un momento a otro! ¡Mirad, hijos míos, qué pálido está! ¿Veis qué peligroso es trepar a las rocas?
El colegial (con triste escepticismo).—¡No caerá hoy, papá!
El turista gordo.—¡Qué tontería! ¿Quién te lo ha dicho?
La segunda muchacha.—Papá: Macha cierra los ojos.
El colegial.—Déjeme usted sentarme un poco, papá. Le aseguro que no caerá hoy. Me lo ha dicho el portero del hotel... Estoy cansadísimo: nos pasamos el día entero recorriendo museos, armerías...
El turista gordo.—¡Lo hago por vosotros, imbécil! ¿Crees que a mí me divierte eso?
La segunda muchacha.—¡Papá: Macha cierra los ojos!
El segundo colegial.—¡Yo también estoy molido! Ni de noche descanso ya: me la paso soñando que soy el Judío Errante.
El turista gordo.—¡Cállate, Petka!
El primer colegial.—¡Me he quedado en los huesos! ¡No puedo más, papá! Prefiero ser zapatero o porquero a ser turista.
El turista gordo.¡Cállate, Sacha!
El primer colegial.—¡No caerá hoy, papá, no caerá hoy, no se haga usted ilusiones!
La primera muchacha (melancólica).—¡Ya va a caer, papá!
El desconocido grita algo que no se entiende.
Expectación.
Voces.—¡Mirad! ¡Ya va a caer!
Los concurrentes miran con los gemelos al desconocido. Los portakodaks aperciben sus máquinas.
Un fotógrafo.—¡Demonio! ¿Qué es esto?
Otro fotógrafo.—Compañero; tiene usted cerrado el objetivo.
El primer fotógrafo.—¡Ah, sí! Con la prisa se me habla olvidado...
Voces.—¡Silencio!... ¡Va a caer!... ¿Qué dice?... ¡Silencio!
El desconocido.—¡Socorro!
El turista gordo.—¡Pobre joven! ¡Qué horrible tragedia, hijos míos! Brilla el Sol en el cielo sin nubes; murmura el viento entre los pinos, y el sinventura, de un momento a otro, caerá y se matará. ¡Es horrible! ¿Verdad, Sacha?
El primer colegial (malhumorado).—Sí, es horrible.
El turista gordo.—¡Es horrible! ¿Verdad, Macha?... ¿Os habéis hecho cargo? Brilla el Sol, la gente come y bebe, cantan los pájaros, y el sinventura... Katia, ¿te acuerdas de Hamlet?
La segunda muchacha.—Sí, Hamlet, el príncipe de Dinamarca, en Francfort...
El turista gordo.—¿En Fráncfort?
El segundo colegial (malhumorado).—En Helsingfors. ¡Déjenos usted en paz, papá!
El primer colegial.—¡Más valía que nos comprase usted unos emparedados!
El vendedor del peine (en tono misterioso).—Un peine de tortuga. ¡Auténtico!
El turista gordo (en voz baja y con gesto de conspirador).—¿Robado?
El vendedor del peine.—¡No, señor!
El turista gordo.—Si no es robado, no puede ser de tortuga. ¡Largo!
La señora belicosa (benévola).—¿Son hijos de usted los cinco?
El turista gordo.—Sí, señora... Los deberes paternos... Pero, como habrá usted visto, no se dejan educar: ¡el eterno conflicto entre los padres y los hijos!... Macha: ¡no cierres los ojos! ¡Qué horrible tragedia, señora!
La señora belicosa.—Tiene usted razón; hay que educar a los hijos. ¿Pero por qué le llama usted a esto horrible tragedia? Los albañiles se caen a veces de alturas grandísimas. El saliente donde está ese joven distará del suelo poco más de cien metros. Yo he visto caer del cielo a un hombre.
El turista gordo (encantado).—¿Del cielo?... ¿Oís, hijos míos? ¡Del cielo!
La señora belicosa.—Sí; a un aviador. Cayó, desde las nubes, sobre un tejado de cinc.
El turista gordo.—¡Qué horror!
La señora belicosa.—¡Eso es una tragedia! Tuvieron que estar dos horas echándome agua con una bomba para hacerme volver en mí. Desde entonces nunca se me olvida el amoníaco.
Aparece un grupo de músicos y cantantes italianos errabundos. El tenor, un hombrecillo grueso, de perilla roja y ojos estúpidos y lánguidos, canta con voz dulzona. El barítono, flaco y corcovado, canta con voz aguardentosa, echada atrás la gorra de jockey. El bajo, que parece un bandido, toca la mandolina. La tiple, una muchacha delgada, de grandes ojos movedizos, toca el violín.
Los italianos:
Sul more lucido,
L'astro d' argento,
Placida é l'onda,
Prospero é il vento,
Venite all'agile...
Barchetta mia...
Santa Lucia...
Macha (melancólica).—¡Agita los brazos!
El turista gordo.—Tal vez los agite bajo la influencia de la música.
La señora belicosa.—Es muy posible. Pero eso quizá le baga caer antes de tiempo. ¡Eh, músicos! ¡Váyanse!
Accionando y gesticulando enérgicamente, llega un turista alto y bigotudo, acompañado de algunos curiosos.
El turista alto.—¡Esto clama al cielo! ¿Por qué no se le salva? Ha pedido socorro. Le habrán oído ustedes, señores.
Los curiosos (a coro).—¡Sí; le hemos oído!
El turista alto.—Yo también le he oído. Ha gritado «¡Socorro!», con todas sus letras. ¿Por qué no se le salva, pues? ¿Por qué no le salvan ustedes, guardias? ¿Qué hacen ustedes aquí?
El primer guardia.—Guardar el sitio donde ha de caer.
El turista alto.—Muy bien. ¿Pero por qué no le salvan ustedes? ¿Dónde está su amor al prójimo? Cuando un hombre pide socorro, hay que socorrerle. ¿Verdad, señores?
Los curiosos (a coro).—¿Qué duda cabe? ¡Hay que socorrerle!
El turista alto (con énfasis).—No somos paganos; somos cristianos, y nuestro deber es amar al prójimo. Pide socorro, y hay que tomar, para salvarle, todas las medidas al alcance de la Administración. Guardias: ¿se han tomado todas las medidas?
El primer guardia.—Sí, señor.
El turista alto.— ¿Todas? ¿Absolutamente todas? Muy bien. Señores: todas las medidas han sido tomadas. Joven (dirigiéndose al desconocido): todas las medidas conducentes a su salvamento de usted han sido tomadas. ¿Oye usted?
El desconocido (con voz apenas perceptible).—¡Socorro!
El turista alto (conmovido).—¿Oyen ustedes, señores? De nuevo pide socorro. ¿Lo han oído ustedes, guardias?
Uno de los curiosos (tímidamente).—En mi sentir, hay que salvarle.
El turista alto.—Hace dos horas que estoy diciéndolo. Guardias: ¡esto clama al cielo!
El mismo curioso (con un poco más de audacia).—En mi sentir, lo que procede es dirigirse a la Administración superior.
Los demás curiosos (a coro).—¡Sí, hay que elevar una queja! ¡Esto es intolerable! ¡El Estado no debe abandonar a los ciudadanos en los momentos de peligro! ¡Todos pagamos contribuciones! ¡Hay que salvarle!
El turista alto.—No ceso de decirlo. Desde luego, hay que elevar una queja. Diga usted, joven: ¿paga usted contribuciones?... ¿Qué? ¡No le entiendo!
El turista gordo.—Sacha, Petka, ¿oís? ¡Qué horrible tragedia! ¡Pobre joven! Está a punto de fenecer, y le reclaman la contribución.
Macha (melancólica).—¡Ya va a caer, papá!
Gritos. Agitación entre los portakodaks.
El turista alto.— Hay que darse prisa. Señores, ¡hay que salvarle a toda costa! ¿Quién me sigue?
Los curiosos (a coro).—¡Nosotros!
El turista alto.—¿Han oído ustedes, guardias? ¡Vamos, pues, señores!
Se van, con aire decidido. Aumenta la animación en el buffet. Se oye chocar de vasos y una canción alemana. El mozo, rendido, se aparta un poco de las mesas y se enjuga el sudor de la frente.
Voces.—¡Kelner!... ¡Mozo!
El desconocido (en voz bastante alta).—¡Mozo! ¿Podría usted darme un vaso de soda?
El mozo se estremece; mira, asustado, arriba; finge no haber oído bien, y se va.
Voces impacientes.—¡Mozo!... ¡Kelner...! ¡Cerveza!
El mozo.—¡En seguida! ¡En seguida!
Salen del buffet dos caballeros borrachos y se dirigen a la roca.
La señora cuyo esposo estaba jugando al ajedrez.—¡Mi marido! ¡Ven, ven!
La señora belicosa.—¿No decía yo que era un sinvergüenza?
El primer borracho (al desconocido).—¡Eh, amigo! ¿Cómo le va ahí arriba?
El desconocido (en voz bastante alta).—¡Muy mal! ¡Estoy ya harto!
El primer borracho.—¿Y ni siquiera puede usted beberse un vaso de vino?
El desconocido.—Desgraciadamente, no.
El segundo borracho.—¿Por qué le dices esas cosas? ¡No amargues sus últimos momentos! Llevamos toda la tarde bebiendo a su salud de usted. Con eso no le hacemos ningún daño, ¿verdad?
El primer borracho.—¡Claro que no! Al contrario; lo que hará es darle ánimos. ¡Adiós, joven! Lamentamos mucho su desgracia y, con su permiso, nos volvemos al 'buffet.
El segundo borracho.—¡Cuánta gente!
El primer borracho.—¡Vamos, vamos! Aprovechemos el tiempo, que en cuanto caiga cerrarán el establecimiento.
Llega un señor muy elegante, rodeado de nuevos curiosos. Es el corresponsal de los principales periódicos europeos. La gente, a su paso, murmura su nombre y le mira con admiración. Algunos bebedores salen del buffet para verle; hasta el mozo se asoma y le contempla, boquiabierto.
Voces.—¡El corresponsal! ¡El corresponsal!
La señora.—¡A que no le ve mi marido!
El turista gordo.—¡Petka, Macha, Sacha, Katia, Vasia, mirad! ¡El rey de los corresponsales! Lo que él escriba sucederá.
La segunda muchacha.—¿Pero adónde miras, Macha?
El primer colegial.—Papá: ¡no puedo más! ¡Que nos traigan unos empáredados!
El turista gordo (entusiasmado).—¡Qué tragedia, Katia! ¿Te has hecho cargo? Brilla el Sol, el corresponsal nos honra con su presencia, y el sin ventura...
El corresponsal—¿Dónde está?
Voces solícitas.—¡Ahí, en lo alto de la roca!... ¡Un poco más arriba!... ¡Un poco más abajo!
El corresponsal.—Déjenme, señores; yo lo encontraré... ¡Ya lo veo! ¡Su situación no es nada envidiable!
Un turista (ofreciéndole su taburete).—¿Quiere usted sentarse?
El corresponsal.—¡Gracias! (Se sienta.) ¡Muy interesante, muy interesante! (Saca papel y lápiz.) ¿Han impresionado ustedes ya algunos clisés, señores fotógrafos?
El primer fotógrafo.—Hemos fotografiado la roca, con el pobre joven esperando su trágico fin.
El corresponsal—¡Muy interesante, muy interesante!
El turista gordo.—¿Oyes, Sacha? Un hombre tan listo y tan culto como el corresponsal encuentra esto muy interesante, y tú sólo piensas en los emparedados, ¡imbécil!
El primer colegial—El corresponsal, probablemente, habrá almorzado ya.
El corresponsal—Señores: si fueran tan amables... un poco de silencio...
Una voz solícita.—¡Que se callen en el buffet!
El corresponsal (a voz en cuello, dirigiéndose al desconocido).—Permítame presentarme: soy el principal corresponsal de la Prensa auropea. Quisiera hacerle a usted algunas preguntas acerca de su si tuación. Ante todo, ¿quiere usted decirme su nombre, su profesión y su estado?
El desconocido balbucea algo ininteligible.
El corresponsal.—No se oye nada. ¿Habla así siempre?
Voces.—Sí. No se oye nada.
El corresponsal (escribiendo).—Conque soltero, ¿eh?
El desconocido balbucea algo ininteligible.
El corresponsal.—No le oigo. ¿Qué dice?
Un turista.—Que sí, que es soltero.
Otro turista.—No. Dice que es casado.
El corresponsal.—Pues pondremos que es casado. ¿Cuántos hijos tiene usted? ¿Tres?... Creo que ha dicho tres; pero no estoy seguro. En la duda, pondremos cinco.
El turista gordo.—¡Qué tragedia! ¡Cinco hijos!
La señora belicosa.—¡Ya será alguno menos!
El corresponsal (a voz en cuello).—¿Cómo ha venido usted a parar a ese sitio tan peligroso? ¿Paseándose?... ¿Qué?... ¡Hable más fuerte!... ¡Nada! No se le oye.
El primer turista, intérprete.—Creo que dice que se perdió.
El segundo turista, intérprete.—Creo que dice que no lo sabe.
Voces.—Iba de caza... Es un alpinista temerario... Es un sonámbulo.
El corresponsal.—Todo es posible, menos que haya caído del cielo... Pondremos que es sonámbulo. El desgraciado joven (Escribiendo.) padece desde su infancia accesos de sonambulismo... Salió del hotel a media noche, sin que nadie le viese... La luz de la Luna...
El primer turista, intérprete (en voz baja).—Ahora no hay Luna.
El segundo turista, intérprete.—No importa. El público no sabe Astronomía.
El turista gordo.—¿Oyes, Macha? Ahí tienes un ejemplo asombroso de la influencia de la Luna sobre los seres vivos de la Creación. ¡Qué terrible tragedia! Brilla la Luna, el sinventura trepa a lo alto de una roca inaccesible...
El corresponsal (a voz en cuello).—¿Qué siente usted?... ¿Qué?... ¡No le oigo!... ¡Ah, yal ¡Sí, sí!... En efecto; su situación no es envidiable.
Voces.—¡Escuchad, escuchad!
El corresponsal (escribiendo).—El horror paraliza sus miembros y hiela la sangre en sus venas... Ha perdido toda esperanza... Piensa en el lejano y dulce hogar, en su mujer haciendo empanadas, en sus angelicales hijos jugando a la gallina ciega, en su anciana madre, sentada junto a la chimenea, con la pipa en la boca...
Una voz.—Será su anciano padre.
El corresponsal.—Su anciano padre. Ha sido un 'lapsus... La compasión del público le conmueve en extremo... Desea que su último pensamiento vea la luz pública en ese periódico.
La señora belicosa.—¡Cómo miente ese señor!
Macha (melancólica).—¡Ya va a caer, papá!
El turista gordo.—¡Déjame en paz!
El corresponsal (a voz en cuello). —La última pregunta: ¿qué desea usted decirles, antes de morir, a sus conciudadanos?
El desconocido (con voz débil).—¡Que se vayan al diablo!
El corresponsal.—¿Qué?... ¡Ah, yal ¡Sí, sí!... (Escribiendo.) Cariñoso saludo de despedida... Decidido adversario de las leyes en favor de los negros... Su último deseo es que estos animales....
Un pastor protestante (abriéndose paso entre la multitud).—¿Dónde está? ¡Ah, ya le veo! ¡Pobre joven!... Señores: ¿no hay aquí ningún otro miembro del clero? ¿No? ¡Gracias! ¡Yo he llegado el primero!
El corresponsal (escribiendo).—Momento solemne... Llega el confesor... Silencio religioso... Muchos espectadores lloran...
El pastor.—Permítanme, señores... Esa alma extraviada quiere reconciliarse con Dios. ¿Verdad, hijo, mío (dirigiéndose, a gritos, al desconocido), que quiere usted reconciliarse con Dios? Confiéseme sus pecados, y le daré la absolución... ¿Qué? ¡No le oigo!
El corresponsal (escribiendo).—Se oyen sollozos por doquier... En términos conmovedores, el sacerdote le habla de ultratumba al criminal, digo, al desgraciado, que le escucha con lágrimas en los ojos...
El desconocido (con voz débil).—Si no se retira usted de ahí, le caeré encima. Peso noventa kilos.
Los espectadores próximos a la roca retroceden, asustados.
Voces.—¡Ya cae! ¡Ya cae!
El turista gordo (emocionado).—¡Macha! ¡Sacha! ¡Petka!
El primer guardia.—Señores: ¡apártense; se lo ruego!
La señora.—Nelli: ¡corre a llamar a papá! ¡Dile que ya cae!
El primer fotógrafo (desesperado).—¿Qué hago yo ahora, Dios mío? No he cambiado la placa, y las nuevas me las he dejado en el bolsillo del gabán... ¡Y ese hombre es capaz de caer en cuanto yo vuelva la espalda! ¡Qué terrible situación!
El pastor (al desconocido).—Dese usted prisa, joven. Haga acopio de fuerzas y confiéseme sus pecados... al menos los principales: los menudos puede callárselos.
El turista gordo.—¡Qué tragedia!
El corresponsal (escribiendo.)—El criminal, digo, el desgraciado, se confiesa públicamente... Terribles secretos se descubren...
El pastor (a voz en cuello).—¿No ha matado usted a nadie? ¿No ha robado? ¿No ha cometido ningún adulterio?
El turista gordo.—Macha, Petka, Katia, Sacha, Vasia: ¡atended!
El corresponsal (escribiendo).—La multitud se escandaliza.
El pastor (apresuradamente).—¿No ha cometido ningún sacrilegio? ¿No ha codiciado el asno, el buey, la esclava ni la mujer de su prójimo?
El turista gordo.—¡Qué tragedia!
El pastor.—Mis parabienes, hijo mío. Se ha reconciliado usted con Dios. Ahora puede usted caer tranquilo... ¿Pero qué veo? ¡Miembros del Ejército de la Salvación! Guardias: ¡échenlos!
Numerosos miembros del Ejército de la Salvación, masculinos y femeninos, llegan, a los sones de un tambor, un violín y una trompeta ensordecedora.
El primer miembro del Ejército de la Salvación (tocando frenéticamente el tambor).—¡Hermanos y hermanas míos!
El pastor (desgañitándose).—¡Se ha confesado ya, hermanos! Estos señores pueden testificarlo. ¡Se ha reconciliado ya con Dios!
El segundo miembro, una señora (subiéndose a una peña).—Como ese pecador, yo me hallaba sumida en las tinieblas. Mi vicio era el alcoholismo. Y un día la luz deslumbradora de la verdad...
Una voz.—De poco le sirvió la luz! ¡Está borracha perdida!
El pastor.—Guardias: ¿verdad que se ha reconciliado ya con Dios?
El primer miembro del Ejército de la Salvación sigue tocando el tambor y sus compañeros de armas empiezan a cantar. La clientela del buffet canta también y llama al mozo en todas las lenguas. El pastor pretende llevarse, quieras que no, a los guardias, que se resisten desesperadamente a abandonar su puesto. Aparece, jinete en un asno, un turista de nacionalidad inglesa. El cuadrúpedo se abre de manos y se niega, en su sonoro idioma, a seguir avanzando.
Los miembros del Ejército de la Salvación no tardan en irse, tocando y cantando. El pastor los sigue, agitando los brazos.
El jinete inglés (dirigiéndose a un compatriota que también cabalga en un asno y acaba de detenerse junto a él).—¡Qué gente más incivil!
El otro jinete inglés.—¡Vámonos!
El primer jinete inglés.—Espere un momento. Caballero (dirigiéndose al desconocido): ¿por qué retarda usted tanto su caída?
El segundo jinete inglés.—¡Míster William...!
El primer jinete inglés (al desconocido).—¿No ve usted que esta gente lleva dos días esperándole? Dejándose caer les daría usted gusto y, además, las angustias de un gentleman no seguirían sirviéndole de distracción a la chusma.
El segundo jinete inglés.—¡Míster William...!
El turista gordo.—¡Tiene razón! ¿Habéis oído, hijos míos? ¡Qué tragedia!
Un turista de mal genio (avanzando, amenazador, hacia el primer jinete inglés).—¿Qué es eso de chusma?
El primer jinete inglés (sin hacerle caso y fijos los ojos en el desconocido).—Si le falta a usted valor para dejarse caer, le dispararé un tiro y sanseacabó. ¿Quiere usted?
El primer guardia (cogiendo al expeditivo gentleman la mano, con la que ya asesta el cañón de un revólver hacia el desconocido).—¡Usted no tiene derecho a hacer eso! ¡Queda usted detenido!
El desconocido.—¡Guardias, guardias!
Emoción general.
Voces.—¿Qué le pasa?... ¿Qué quiere?
El desconocido (con voz nada débil).—¡Llévense a ese bárbaro, que es capaz de soltarme un tiro! Y díganle al fondista que no puedo más.
Voces.—¿Qué dice?... ¿De qué fondista habla?... ¡El desgraciado se ha vuelto loco!
El turista gordo.— Hijos míos, qué tragedia! El sinyen tura ha perdido el juicio. ¿Os acordáis de Hamlet?
El desconocido (en tono desapacible).—Díganle que me duelen los riñones.
Macha (melancólica).—Papá: ¡le tiemblan las piernas!
Katia.— Son convulsiones. ¿Verdad, papá?
El turista gordo (entusiasmado).—No sé. Creo que sí. ¡Pero qué tragedia!
Sacha (malhumorado).—Son las convulsiones de la agonía... Papá: ¡yo no puedo más!
El turista gordo.—¡Qué extraño fenómeno, hijos míos! Un hombre que de un momento a otro va a romperse la crisma se queja de dolor de riñones.
Unos cuantos turistas furiosos llegan empujando a un señor de chaleco blanco, muy asustado, que le sonríe y le hace reverencias a todo el mundo y de cuando en cuando trata de huir.
Voces.—¡Es una burla intolerable! ¡Guardias, guardias!
Otras voces.—¿De qué burla hablan?... ¿Quién es ese hombre?... ¡Debe de ser un ladrón!
El señor del chaleco blanco (sonriendo y haciendo reverencias).—¡Ha sido una broma, respetables señores! El público se aburría...
El desconocido (furioso).—¡Señor fondista!
El señor del chaleco blanco.—¡En seguida, en seguida!
El desconocido.—¡Yo no puedo estar aquí eternamente! Habíamos convenido en que estaría hasta las doce, y ya es mucho más tarde.
El turista alto (fuera de sí).—¿Oyen ustedes, señores? Ese sinvergüenza del chaleco blanco ha contratado a ese otro sinvergüenza y le ha atado a la roca.
Voces.—¡Cómo! ¿Está atado?
El turista alto.—¡Claro! ¡Está atado, y no puede caer! ¡Y nosotros esperando, llenos de angustia...!
El desconocido.—¿Querían ustedes que me rompiese la crisma por veinticinco rublos?... Señor fondista: ¡no puedo más! Por si no me bastaba con el dolor de riñones que tengo, un pastor se ha empeñado en ayudarme a bien morir y a un turista inglés se le ha ocurrido la generosa idea de obsequiarme con un balazo. ¡Eso no estaba estipulado en el contrato!
Sacha.—¿Ve usted, papá? ¿No le da a usted vergüenza tenernos todo el día de pie y sin comer para esto?
El señor del chaleco blanco.—El público se aburría... Mi único deseo era amenizarle un poco la vida.
La señora belicosa.—¿Pero qué pasa? ¿Por qué no cae?
El turista gordo.—Caerá, señora! ¿No ha de caer?
Petka.—¿Pero no ha oído usted que está atado?
Sacha.—¡Cualquiera convence a papá! ¡Cuando se le mete una cosa en la cabeza...!
El turista gordo.—¡Callad!
La señora belicosa.—¡Claro que caerá! ¡No faltaba más!
El turista alto.—¡No se puede engañar así a la ente!
El señor del chaleco blanco.—El público se aburría...
y yo, para proporcionarle unas horas de tensión nerviosa... contando con sus sentimientos altruistas...
El primer jinete inglés.—¿Es de usted el buffef?
El señor del chaleco blanco.—Sí, señor.
El primer jinete inglés.—Y el hotel también, ¿no?
El señor del chaleco blanco.—Sí, señor. El público se aburría...
El corresponsal (escribiendo).—El dueño del hotel, explotando los mejores sentimientos humanos...
El desconocido (furioso).—¿Pero hasta cuándo va usted a tenerme aquí, señor fondista?
El señor del chaleco blanco.—¡Un poco de paciencia, joven! ¡No sé de qué se queja usted! Veinticinco rublos, las noches libres...
El desconocido.—¿Quería usted que durmiera aquí?
El turista alto.—¡Son ustedes unos canallas! ¡Han explotado de un modo indigno nuestro amor al prójimo! Nos han hecho sentir terror, lástima, y ahora resulta que el desventurado—¡el supuesto desventurado!—, cuya caída estábamos esperando, está atado a la roca y no puede caer...
La señora belicosa.—¡Cómo! ¡No faltaba más! ¡Es preciso que caiga!
Llega, jadeante, el pastor.
El pastor.—¡Es una taifa de impostores ese Ejército de la Salvación!... ¿Aun vive ese joven? ¡Qué fuerte!
Una voz.—¡Las fuertes son las ligaduras!
El pastor.—¿Qué ligaduras? ¿Las que le atan a la vida? ¡Oh, la muerte las rompe con suma facilidad! Afortunadamente, su alma está ya purificada por la confesión.
El turista gordo.—¡Guardias, guardias! ¡Se impone un proceso verbal!
La señora belicosa (avanzando, amenazadora, hacia el señor del chaleco blanco).—¡No puedo permitir que se me engañe! He visto a un aviador estrellarse contra un tejado, he visto a un tigre despedazar a una mujer...
Un fotógrafo.—¡Las placas que he gastado fotografiando a ese canalla me las pagará usted, señor!
El turista gordo.—¡Un proceso verbal! ¡Se impone un proceso verball ¡Qué osadía!
El señor del chaleco blanco (retrocediendo).—¿Pero cómo quieren ustedes que le obligue a caer? Se negaría rotundamente.
El desconocido.—¡Claro que me negaría! Yo no me estrello por veinticinco rublos.
El pastor.—¡Qué granuja! ¿Para eso he arriesgado yo mi vida confesándole? Porque he arriesgado mi vida, señores, exponiéndome a que cumpliera su amenaza y se me dejara caer encima.
Macha (melancólica).—Papá: ¡un policía!
Gran confusión. Unos rodean, tumultuosamente, al policía y otros al señor del chaleco blanco. Ambos gritan: «¡Señores, por Dios!»
El turista gordo.—Señor policía: ¡hemos sido víctimas de una impostura, de una granujada!
El pastor.—¡El joven de la roca es un infame, un criminal!
El policía.—¡Calma, señores, calma!... ¡Eh, amigo! (dirigiéndose al desconocido). ¿Está usted dispuesto a caer, o no?
El desconocido (resueltamente).—¡No, señor!
Voces.—¿Ve usted? ¡Es un cínico!
El turista alto.—Escriba usted, señor policía: «Explotando el santo amor al prójimo... ese sentimiento sagrado que...»
El turista gordo.—¿Oís, hijos míos? ¡Qué estilo!
El turista alto. —«Ese sentimiento sagrado que...»
Macha (melancólica).—Papá: ¡mira qué anuncio!
Aparece, seguido de un grupo de músicos, un sujeto que lleva en lo alto de un palo un cartel con este letrero, al pie de la efigie de un hombre de largos cabellos: «Yo era calvo.»
El sujeto del cartel (deteniéndose y a grito herido).—Nací calvo y seguí mucho tiempo siéndolo. Me casé con la cabeza monda como una perinola, y mi mujer...
Todos escuchan atentísimos, incluso el policía.
El turista gordo.—¡Qué tragedia! ¡Recién casado y calvo!
El sujeto del cartel (enfáticamente).—Mi dicha doméstica, señores, llegó a estar en peligro. Todos los pretendidos remedios contra la calvicie que industriales sin conciencia...
El turista gordo.—Toma nota, Petka!
La señora belicosa.—¿Pero cae ese joven, o no?
El señor del chaleco blanco.—Otro día caerá, señora. Le prometo a usted que cuando vuelva a utilizarle no le ataré tan a conciencia.
Ante el tribunal
Por el corredor del palacio de Justicia se paseaba un caballero rubio, alto, delgado, vestido de frac. Se llamaba Andrey Pavlovich Kolosov y desde hacía dos años ejercía la abogacía.
El estado nervioso en que solía encontrarse los días señalados para la vista de las causas en que actuaba él era aquella tarde más intenso. Obedecía esto principalmente a la neurosis que de algún tiempo a aquella parte le aquejaba. Le habían prescrito duchas—que le habían aliviado muy poco—y le habían prohibido fumar; prohibición inútil, dado lo arraigado de su pasión por el tabaco.
Aunque sentía ese resabio desagradable que conocen tan bien todos los grandes fumadores, entró en la habitación del médico forense, en aquel momento desierta; se tendió en un sofá forrado de hule negro, y encendió un cigarrillo. Estaba muy cansado. Desde hacia ocho días, casi no se quitaba el frac. ¡Del Tribunal de Conciliación a la Jefatura de Policía, de la Jefatura de Policía a la Cámara de Casación! El día antes, un asunto sin importancia le había tenido en la Audiencia hasta las nueve de la noche.
Sus compañeros le envidiaban porque ganaba mu cho y le consideraban un modelo de actividad, pero él no era dichoso. Los tres mil rublos anuales que ganaba con tanto trabajo no le lucían nada. La vida era muy cara. Los niños exigían gastos sin cuento. Contraía deuda tras deuda. Era martes; el jueves tenía que pagar la casa—cincuenta rublos—, y sólo, llevaba diez rublos en la cartera... Su mujer...
Al pensar en sus deudas y en su mujer hizo una mueca de disgusto y suspiró.
—¡Chico, al fin te encuentro!—exclamó, entrando, su compañero Pomerantzev—. Llevo media hora buscándote.
Pomerantzev había adquirido una envidiable reputación como criminalista y actuaba también, en calidad de defensor, en la causa que había de verse aquella tarde. Era un guapo muchacho, moreno, vivaz, parlanchín, lleno de una ruidosa alegría de vivir. Verdadero favorito del Destino, su rica familia le idolatraba, todos los negocios le salían a pedir de boca y la gloria le sonreía.
—Tenemos que ponernos de acuerdo respecto a la defensa—añadió.
—¡Déjame en paz!—contestó Kolosov—. Ya hablaremos.
—¿Cuándo?
—Luego.
Pomerantzev se encogió de hombros y se fué.
La causa en cuya vista habían de lucir aquella tarde ambos abogados sus brillantes dotes profesionales no tenía nada de complicada. En uno de los suburbios de Moscú de más siniestra fama a causa de sus numerosas tabernas, frecuentadas por la hez de la población, se había cometido un asesinato. Un individuo, que debía de ser comerciante o viajante de comercio, y que se había pasado la noche de juerga, en compañía de dos descamisados y una prostituta, llamada Tanka, la Manos blancas, había sido hallado por la mañana, estrangulado y robado, en una huerta.
Una semana después, Tanka y los dos descamisados fueron detenidos y se confesaron autores del asesinato.
Kolosov se encargó de la defensa de Tanka. En la cárcel, adonde fué a verla, le esperaba una grata sorpresa. Tanka, o Tania, como él empezó en seguida a llamarla, era una muchachita muy linda, modesta, tímida, vestida y peinada de un modo nada llamativo. Debido quizá a que el aislamiento había borrado de su faz los vestigios de su vergonzoso oficio, o bien tal vez porque el dolor la había humanizado y ennoblecido, lo cierto era que la joven no parecía una de aquellas criaturas despreciables de que él había oído hablar. Sólo su voz, un poco ronca, denunciaba su mala vida, sus noches de libertinaje y embriaguez.
Kolosov se convenció en seguida de su inocencia. La había perdido el miedo, el miedo de un ser humano colocado en lo ínfimo de la escala social, humillado por todos los que están sobre él. Todos eran más fuertes que la sinventura, y se creían con derecho a ultrajarla: el amante, cruel, siempre dispuesto a darle una paliza; el policía, cuyo presuntuoso autoritarismo la aterrorizaba; los que compraban sus caricias.
Oyendo sus palabras, llenas de cólera; viéndola temblar de indignación, llameantes los ojos, el abogado comprendió que era capaz de defenderse. No de otra suerte se defiende una bestezuela panza arriba, prestos los dientes a clavarse en la mano que intenta asirla y más digna de lástima, en su furia aparente—toda terror y dolor—, que si lanzase desesperados gritos.
Llorando y casi sin ninguna esperanza de que la creyesen, Tania contó cómo se había cometido el asesinato. Al pasar ella y los tres hombres, luego de copear en casi todas las tabernas del barrio, por una huerta solitaria, Iván Gorochkin, su amante, y Vasily Jovotiev se lanzaron sobre el desconocido y empezaron a estrangularle.
—¡Qué horror el mío, señor! «¡Asesinos», les grité; pero Iván me amenazó con matarme, y siguieron apretándole el cuello al desgraciado, que comenzó a hipar. «¡Asesinos!», repetí, acercándome a ellos, dispuesta a agarrarles de las muñecas. El bandido de Iván, entonces, me dió una patada en el vientre y me dijo: «¡Cuidado, no hagamos lo mismo contigo!» Yo, aterrorizada, eché a correr y, sin saber cómo, pues ni miraba por dónde iba, llegué a casa de la Marfucha. Había perdido el chal... Me acosté...
Al día siguiente, Tania le reprochó a su amante el crimen; pero Iván Gorochkin le asestó un par de puñetazos, y hora y media después la joven cantaba y lloraba a la vez, bebiendo vodka comprado con dinero del muerto.
Kolosov le hizo dos nuevas visitas a la procesada, pareciéndole más difícil, después de cada una de ellas, su defensa. ¿Qué podría, en efecto, decir ante el tribunal como abogado de la joven? Tendría que hablar de la injusticia y de la vileza sociales, de la terrible e incesante lucha por la vida, de los ayes de los vencidos sobre la ensangrentada arena del campo de batalla. ¿Pero acaso se le podía hacer sentir todo el horror de tales ayes a quien no los había oído nunca, a quien la sordera del corazón le impedía oírlos?
Se había pasado la noche preparando la defensa. Al principio había trabajado con gran premiosidad; mas después de tomarse unas cuantas tazas de café muy cargado y fumarse ocho o diez cigarrillos, sus ideas dispersas habían empezado a sistematizarse. Más sobreexcitado a cada instante, animado por el hallazgo de numerosas expresiones felices y bellas, había conseguido, al cabo, delinear un discurso lleno de fuerza y, al menos para él, convincente. Disipado el miedo que Tania le había contagiado, se había acostado, apuntando ya el día, seguro de sí y de su triunfo.
Pero aquella mañana, a causa de la larga noche de vigilia, se había levantado con la cabeza dolorida y como vacía. Algunas frases aisladas de su discurso, anotadas en un papel, le habían parecido artificiosas y demasiado retumbantes. «Quizá en el momento decisivo—habíase dicho—se me avive el seso y me vuelvan los ánimos.» Y se había ido a ver a Tania. La profunda apatía que se revelaba en su voz y en su actitud le había sorprendido desagradablemente.
—No deje usted, Tania, de decir ante el tribunal cuanto me ha dicho a mí, y dígalo en el mismo tono, con el mismo calor con que a mí me lo ha dicho. ¿Sabe?
—Sí, señor, sí...
La docilidad de esta respuesta no había esperanzado mucho a Kolosov: se adivinaba en ella el terror aplanante que dominaba a la joven.
Comenzó la vista.
Cuando se abrió la puerta que comunicaba el coxredor con el sitio destinado a los acusados, separado por una verja del resto del estrado, y entraron Gorochkin, Jobotiev y Tania, el público, a quien la larga espera comenzaba a aburrir, se animó. Se oyó el ruido de las espuelas de los gendarmes que escoltaban a los acusados; se vieron brillar sus sables, y el drama empezó. Los murmullos y la ligera agitación que turbaron el silencio de la sala denotaban que el público cambiaba impresiones. Las fisonomías vulgares de Gorochkin y de Jobotiev provocaron comentarios poco halagüeños. No así la de Tania, que produjo buena impresión: la joven era, por su aspecto, digna heroína de un drama.
Cuándo les hizo el presidente las preguntas de rúbrica a los acusados, Tania contestó a la relativa a su oficio:
—Prostituta.
Esta palabra, pronunciada ante numerosos hombres y mujeres de la buena sociedad, contentos de sí mismos, sonó como un tañido fúnebre, como un terrible reproche de un muerto a los vivos. Pero ninguna cabeza se bajó, ningunos ojos miraron al suelo. Al, contrario; la curiosidad que se pintaba en todos los rostros se avivó: la acusada empezaba bien.
El primero que declaró fué Gorochkin, un buen mozo, moreno, rufianesco, engreído. Hablaba lentamente y de un modo redicho, con cierto aire de superioridad indulgente sobre cuantos le rodeaban.
Según su declaración, el crimen había sido cometido por los tres acusados. El y Tania hablan sujetado a la víctima, y Jobotiev le había estrangulado.
Jobotiev, un hombre sin personalidad alguna, repitió ce por be la declaración de su compinche, y sólo se apartó de ella en lo referente al reparto del dinero robado. Ni la perspectiva del presidio podía hacerle olvidar que Gorochkin se había adjudicado la parte del león.
Le llegó su turno a Tania.
Kolosov esperaba su declaración con el alma en un hilo. Y cuando oyó sus primeras palabras se dijo: «¿Dónde están la energía y el acento de sinceridad con que me convenció a mí de su inocencia, y que eran sus únicas armas?»
La joven hablaba prolija y desmañadamente, deteniéndose en la exposición de detalles sin importancia; empleaba un lenguaje soez, y cuanto más empeño ponía en convencer al tribunal y al Jurado de que ella no había tenido participación en el crimen, más mentirosas parecían sus afirmaciones y más se acentuaba la prevención del auditorio en contra suya.
«¡Mejor sería que callara!», pensaba, indignado, Kolosov, para quien cada nota falsa en la vez de Tania era como un alfilerazo. No miraba al público ni a los Jurados; pero todo su ser sentía crecer en la sala la desconfianza y la hostilidad.
—Si no tuvo usted participación en el crimen, ¿por qué les dijo usted a la Policía y al Juez de instrucción que la había tenido?—le preguntó a Tania el presidente.
La joven vaciló un instante y repuso que la Policía le había arrancado aquella confesión pegándola. Se adivinaba en tal respuesta una burda mentira. Kolosov, apretando los dientes de cólera, bajó la cabeza, para no ver las sonrisas irónicas del auditorio. El sabía mejor que nadie que aquello no era cierto; pues, de serlo, su defendida se lo hubiera contado. ¿Pero cómo hubiera ella podido explicarles a aquellos señores el terror que le había inspirado, sólo con la mirada, el oficial de Policía ante quien había declarado momentos después de su detención? ¿Cómo hubiera podido hacerles comprender el miedo que sentía en presencia de cualquier autoridad?
—Y el juez de instrucción, ¿también le pegó a usted?—interrogó el presidente, irónico.
Una risita abyecta sonó en el fondo de la sala.
Tania no contestó.
—¿No fué usted condenada, hará próximamente un año, a dos meses de cárcel por haberle robado el portamonedas a un borracho?
Tania no contestó. ¿Qué iba a decir? Harto había hablado ya. Lo estúpidamente que lo había hecho le dolía, sobre todo por Kolosov, cuyo descontento advertía.
Al interrogatorio de los acusados siguió el de los testigos, interminable, fatigoso. Ante los ojos de Kolosov desfilaban amos de taberna, endomingados y corteses; mozos de estaminet, cariadormilados, noctámbulos de baja estofa. Unos hablaban por los codos y no habla manera de hacerles callar, y a otros, en cambio, era necesario arrancarles casi una por una las palabras. Uno de los testigos era un muchachito muy peripuesto, delgado, tímido, extremadamente simpático. El presidente le dirigió algunas palabras de aliento y le preguntó qué hacían Tania y los otros dos acusados cuando iban a casa de su abuela.
—Pelan patatas—contestó él, en tono ingenuo, y se sonrió.
Los jueces, los jurados y el público se sonrieron también, y hasta Tania, que lloraba en silencio, se sonrió a través de las lágrimas. Kolosov se dijo, mirándola: «Sólo por esa sonrisa debían absolverla.»
Su malestar iba en aumento. Veía girar ante sus ojos círculos luminosos; escuchaba con dificultad lo que se hablaba en torno suyo; las palabras llegaban a él desprovistas de sentido; el presidente le había llamado la atención por hacerle a un testigo dos veces seguidas la misma pregunta. Una profunda apatía le dominaba. Tratando de sacudirla, se fumó cuatro o cinco cigarrillos en el descanso y se bebió una copa de coñac; pero la excitación que el alcohol y el tabaco le produjeron fué muy breve, y tras ella su aplanamiento era mayor. «¿Qué es esto, Dios mío?», se preguntaba, sintiendo un ligero escalofrío.
Pomerantzev, osado, decidido, enérgico, cumplía su cometido de un modo admirable: preguntaba sin cesar a los testigos, hacía notar sus contradicciones, discutía con el presidente y con el fiscal. Su actuación tenía encantado al público.
Los discursos comenzaron cerca de las once de la noche.
El fiscal, un hombre de edad, un poco encorvado de rostro inteligente, pero inexpresivo, hablaba con una elocuencia serena, severa, implacable, cuyo numen era la lógica, tan engañosa, tan mendaz cuando se aplica al alma humana. Circunscribiéndose a los hechos, sin frases sonoras ni exclamaciones patéticas, tejía, malla por malla, la red que había de envolver y angostar a Tania. Luego de describir, frío, impasible, el medio en que vivían los criminales, pasó a la descripción del asesinato.
Parecíale a Kolosov, mientras su mano helada hojeaba las notas de su discurso, que cada palabra del acusador apagaba una luz de la sala y era, a la vez, un clavo que se hundía en la cabeza de la pobre acusada. Y le llenó de espanto la percepción súbita y clara de la enorme, de la aplastante responsabilidad que pesaba sobre él. Oprimido el corazón, trémulas las manos, oía una voz interior que le gritaba: «¡Criminal! ¡Criminal!» No se atrevía a mirar a Tania, temoroso de ver en sus ojos, aun viva, la esperanza, aquella esperanza que él, hasta horas antes, había alentado.
...La nube que se cernía sobre la cabeza de la joven se adensaba y se ennegrecía por momentos. Con su cruel impasibilidad, el fiscal hablaba del vergonzoso oficio de Tanka, la Manos blancas («ahora— decía—rojas de sangre») y recordaba el robo del portamonedas («que tal vez—añadía—no sea el único que ha cometido»).
Kolosov se ahogaba. Cerró los ojos y, con la emoción de un condenado a muerte al ver desde el cadalso el sol, el cielo azul, la verde campiña, pensó en su hogar, en sus hijitos, que ya estarían acostados... ¡Oh, si en aquel momento hubiera podido apoyar, dobladas las rodillas, su frente dolorida en aquellos cuerpecillos puros! ¡Oh, si hubiera podido huir de aquel horror!... No, no podía. Tania también tenía un hijo.
Sentía violentos impulsos de lanzar un grito salvaje, desesperado, de dolor. Hubiera querido poseer el verbo de los dioses, para improvisar una oración tonante como un trueno y abrir con ella a la piedad los corazones más crueles. De haber sido él un dios, el huracán de su elocuencia hubiera estremecido hasta los muros de la sala. ¡Qué triste era ser hombre, nada más que hombre!
El fiscal terminó su discurso. El público tosió y se removió durante unos momentos, y empezó a hablar Pomerantzev. Su palabra, flúida como el agua de un arroyo; su voz robusta, de vibraciones suaves, fueron como un claro fulgor que irrumpiese en una estancia obscura. Se oyó una risita en el fondo de la sala: el orador le había lanzado al fiscal un sutil dardo de ironía. Kolosov, ante el gesto plácido y los elegantes ademanes de su compañero, pensó, suspirando: «¿Qué sabes tú lo que es sufrir?»
Cuando le llegó a él su turno y dió principio a su discurso, no reconoció su propia voz, que brotaba sorda, desagradable, de su garganta seca, y no vibraba, como de costumbre, enérgica y apasionada. Los jurados, oídos con una atención religiosa los primeros períodos, comenzaron a bostezar y a sacar el reloj. Frases torpes, poco naturales, forzadas, en las que se notaba una total ausencia de espontaneidad, sucedíanse en parrafadas grises, lánguidas, aburriendo al auditorio fatigado. El presidente se puso a hablar en voz baja con otro miembro del tribunal. «¡Hay que acabar!», se dijo Kolosov, la muerte en el alma.
Los jurados se retiraron a deliberar. ¡Qué media hora más larga! Kolosov se paseaba solo, rehuyendo toda conversación; pero uno de sus compañeros, un muchacho gordo y jocundo, perteneciente a esa categoría de seres humanos que no distinguen lo que puede decirse de lo que no puede decirse, se le acercó y le espetó:
—Hoy no ha estado usted a su altura, querido. ¡Y yo que sólo he venido por oírle...!
Kolosov se sonrió amablemente y empezó a balbucear un lugar común; pero el otro, como divisara en el otro extremo del corredor a Pomerantzev, corrió hacia él, gritando:
—¡Bravo, Sergto Vasilievich! ¡Muy bien!
Sonó el timbre. El público, que se paseaba charlando y fumando, se abalanzó a las puertas de la sala. Los jurados salieron del gabinete de deliberaciones y reinó un silencio expectante. Las bocas se entreabrieron, los ojos se clavaron, ávidos, en el pa pel que el jefe del Jurado le entregó al presidente, para que lo leyese y firmase.
Kolosov miraba con fijeza, desde la puerta, el rostro pálido de Tania.
El jefe del Jurado leyó, no sin dificultad, a causa de lo poco claro de la letra:
«La campesina del distrito de Bronitza (región de Gubernia, provincia de Moscú) Tatiana Nicanorova Palachova, de veintiún años de edad, ¿es culpable de un asesinato cometido, en complicidad con otras personas, la noche del 8 al 9 de diciembre?—Sí.»
Le pareció a Kolosov que Tania se tambaleaba. ¿O era él, quizá, quien estaba a punto de desplomarse?
Sin ánimos para esperar, durante otra interminable media hora, la sentencia entre la animada multitud, se fué a un corredor apartado, y desierto, por donde empezó a pasearse abatidísimo. Sus pisadas resonaban ruidosas bajo la bóveda.
Cuando oyó las voces y los pasos de la multitud que salía de la sala, corrió a su encuentro. «¡Diez años de trabajos forzados!» En el acento con que se pronunciaban estas palabras había algo de triunfal. El abogado se detuvo junto a la puertecilla reservada a los reos. Al salir Tania, murmuró, cogiendo la inerte mano de la joven:
—¡Tania, perdón!
Ella le dirigió una mirada opaca, inexpresiva y siguió en silencio su camino.
Kolosov y Pomerantzev eran casi vecinos y volvieron a casa en el mismo coche. Pomerantzev com padecía a Tania y se congratulaba de que se hubiera reconocido circunstancias atenuantes en la participación de Jobotiev en el crimen. Kolosov apenas hablaba.
Cuando llegó a su casa preguntó, mientras se quitaba el gabán, si su mujer estaba ya acostada. Camino de la alcoba, se detuvo un momento a la puerta de la habitación de los niños. «¿Entro a darles un beso?», se dijo. Y, contra su costumbre, no entró.
Un extranjero
I
Desde las once de la mañana hasta las ocho de la noche, el estudiante Chistiakov daba lecciones a domicilio. Sólo un día a la semana, el miércoles, retrasaba un poco el principio de su primera lección y hacia un breve acto de presencia en la Universidad, a fin de que le viesen los inspectores.
No iba nunca a clase ni sabía siquiera dónde estaban las aulas del primer año de Derecho, pues las explicaciones de los profesores no le interesaban y estaba decidido a irse la primavera próxima al extranjero. Por eso trabajaba tanto y ahorraba todo el dinero que podía. Por la noche, al volver a casa, se ponía a estudiar alemán. Pensaba irse a Berlín, donde se encontraba, desde hacía un año, un antiguo amigo suyo, que le escribía largas cartas entusiásticas, y en todas ellas le llamaba.
Pero con frecuencia Chistiakov, inclinado sobre su gramática alemana, sentía en la cabeza un ruido semejante al de un salto de agua y unas punzadas dolorosas en el costado izquierdo. Parecíale ver desfilar ante sus ojos fatigados las caras antipáticas de sus discípulos. No pudiendo seguir estudiando, se tendía en la cama y se distraía en contar mentalmente sus ahorros o en planear su próxima vida en Berlín. Algunas noches bajaba un rato al número 64 del «Polo Norte»—que tal era el nombre de su hospedería—y echaba un párrafo con los estudiantes que después de cenar se reunían allí.
Los estudiantes no le inspiraban ningún afecto, como no se lo inspiraba nada de lo que le rodeaba: las calles por donde pasaba, la habitación donde vivía, toda aquella vida caótica, inculta, grosera y estúpida. La gente le parecía peor que la de un país bárbaro; los bárbaros, al menos, eran audaces, y aquella gente—capaz de las violencias y las crueldades más insensatas—era pusilánime y mezquina.
Pero la idea de que pronto se iría de allí para siempre y viviría entre seres humanos, mucho más estimables en lo intelectual y en lo moral, le reconciliaba con aquellos de quienes se disponía a separarse y le llenaba de una piedad suave y triste hacia ellos. Y las «buenas noches» de aquel hombre, alto, enjuto, enfermo del pecho, de ojos febriles, cuando entraba en el número 64, sonaban como un melancólico «adiós».
En el número 64 reinaba siempre una ruidosa alegría. Se bebía allí vodka en abundancia; se fumaba, se gritaba, se cantaba; el aire, azul de humo, olía a alcohol y a arenques. El desorden era en aquel cuarto tan constante, tan normal, que a Chistiakov, a veces, se le antojaba un orden sui generis.
Vanka Kostiurin y Panov—los huéspedes del 64— eran la personificación del desorden; por la mañana bebían, por la tarde dormían, por la noche velaban. Eran pobres como ratas de iglesia; pero en los huecos de sus ventanas se alineaban, cómo las pesas en una balanza, botellas de vodka de todos tamaños; colgaban en la pared, de sendos clavos, un tamboril y una guitarra; sobre la mesa se veía un hermoso acordeón. Una noche, cerca de la una, el servio Rayko Vukich, otro estudiante hospedado en el «Polo Norte», recorrió los pasillos tocando el tamboril, y los numerosos huéspedes que a aquella hora estaban durmiendo se levantaron asustados, creyendo que se había declarado un incendio. Desde entonces, todas las noches, Sergio, el camarero del piso, confiscaba, en cuanto sonaban las once, el tamboril y lo devolvía por la mañana, al entrarles a los dos amigos el desayuno, consistente en una o dos botellas de cerveza. Vanka Kostiurin, que se despertaba de mal humor, lo cogía y tamborileaba una marcha fúnebre, mientras Panov lucía sus dotes de acordeonista tocando un can-can. Así comenzaban el día. Chistiakov consideraba aquella vida el summum de lo absurdo y lo estúpido.
—¡Aquí está el extranjero!—gritaba Vanka Kostiurin al verle entrar.
Los demás estudiantes se echaban a reír; con sus largos cabellos, su blusa azul, su pronunciación dulce, indolente, Chistiakov no tenia ni la más leve apariencia de extranjero.
Sus compañeros, de cuya vida se hallaba siempre como al margen y cuyas diversiones no compartía, no le miraban con buenos ojos. Su actitud entre ellos era la de un hombre que está en la estación esperando el tren: charla, fuma, se pasea, pero a cada momento saca el reloj.
Nunca contaba nada de su vida, y nadie sabía por qué, a pesar de sus veintinueve años, estaba empezando sus estudios universitarios. En cambio, hablaba por los codos del extranjero, de lo que acontecía en otros países. Y a todo el que le presentaban le refería, entre otras cosas leídas en libros y revistas, que en la mejor plaza de Cristianía el pueblo les había erigido sendos monumentos a Bjorson y a Ibsen, sin esperar a que se muriesen.
—Los dos insignes literatos—decía—se emocionan tanto al pasar por esa plaza y ver sus hermosas estatuas, muestra del amor de todo un pueblo, que lloran mirándolas.
Y volvía un poco la cabeza, tratando de ocultar las lágrimas que arrasaban sus ojos.
Una noche, hablando del dinero que había conseguido economizar para irse—y que ascendía ya a 220 rublos—, se quejó amargamente del padre de un discípulo suyo que, sin excusa alguna y del modo más.cínico, se había negado a pagarle 11 rublos que le debía. El había insistido en su justa reclamación, y entonces el otro se había reído de él en sus barbas y le había echado a la calle.
—¡Ya veis, un dinero que me he ganado con el sudor de mi frente y a costa de mi salud!
—¡Bueno, no lloriquees más!—profirió Vanka Kostiurin—. Si quieres, haremos una colecta y te daremos los once rublos.
Chistiakov rechazó indignado el ofrecimiento, que había sido hecho de corazón.
—¡No eres un buen compañero!—le contestó Vanka, ofendido.
Y los demás estudiantes asintieron.
La desdeñosa indiferencia de Chistiakov por cuanto a ellos les inspiraba un interés colectivo no les permitía hacerse ilusiones respecto a su compañerismo. Cuando todos en el número 64 hablaban apasionadamente de cualquier cosa, desde el punto de vista estudiantil, importante o grave, él guardaba silencio, tamborileando, distraído, con los dedos sobre la mesa, y si la discusión se prolongaba demasiado, empezaba a bostezar y se iba a su cuarto a estudiar alemán.
—¡Yo no soy de aquí!—decía, en tono de broma.
Pero hasta cierto punto, aunque en broma, decía la verdad, una verdad ofensiva para los otros, que se daban cuenta de que no conocían a fondo a aquel hombre de pecho angosto que marchaba tan derecho a su objeto y les ocultaba la fuente de su energía y su decisión.
El que le miraba con peores ojos era Vanka Kostiurin. En verano, en el campo, llevaba botas altas a la rusa y casaca rusa. Todo lo ruso le encantaba: el vodka, la sidra, la sopa de coles con mucha grasa, los mujiks, a quienes imitaba hablando con voz ruda y usando expresiones vulgares. No comprendía el empeño de Chistiakov en irse al extranjero y le despreciaba, como despreciaba los guantes blancos, la sobriedad, las visitas mundanas y el calzado elegante. Le llamaba, despectivamente, «el aristócrata».
Otros estudiantes, a quienes las cosas rusas les eran indiferentes, le decían a Chistiakov que, si tuvieran dinero, se irían también a vivir fuera de Rusia. El les excitaba a que lo hiciesen, y aseguraba, animándose, que, si se lo proponían, podrían reunir el dinero necesario; pero, al fijarse en la expresión, un poco abobada, de sus rostros de bebedores, al recordar su vida perezosa y desordenada, advertía que estaba predicando en desierto y callaba. Se sentaba en la cama deshecha de Vanka o de Panov y miraba desde allí, en silencio, como desde muy lejos, a los alegres contertulios.
Kostiurin, Panov y sus amigos seguían bebiendo, fumando y charlando, llenos de la alegre despreocupación de su juventud fuerte y sana, como si no hubiera para ellos ayer ni mañana y hubieran resuelto previamente todos los problemas que a todo nacido le reserva la maldita realidad.
Tolkachov, un muchachote de anchos hombros, largos cabellos, cuello de toro y ojillos estúpidos, alardeaba de su fuerza muscular, levantando a pulso los objetos más pesados que había en la estancia. Era miembro de una Sociedad gimnástica y sentía un profundo desprecio por la Universidad, los estudiantes, la ciencia, los problemas sociales, todo, en suma, lo que no fuese la fuerza bruta. Muchos de sus compañeros le odiaban; pero, temerosos de sus puños y su bárbara grosería, no se atrevían ni a hablar mal de él en su ausencia. Cuando alguno, cansado de oírle decir idioteces, se decidía a contradecirle, empezaba así la discusión:
—Respetando, desde luego, tu criterio, creo que estás en un error...
Pero el hércules no sabía apreciar aquellas maneras delicadas y contestaba:
—¡No se puede hablar con imbéciles como vosotros! ¡Lástima de paliza...! ¡A la cuadra, a la cuadra!
Los tan duramente tratados fingían, tomarlo a broma y se reían.
Panov cortaba cebolla, lo que le llenaba los ojos de lágrimas. El servio Rayko Vukich, bajito, seco, musculoso, de nariz ganchuda y bigotes colgantes, miraba en silencio la botella de vodka, esperando la escancia. Era un hombre extraño. Se pasaba horas enteras sin pronunciar una palabra; pero en cuanto bebía un poco de vodka empezaba a hablar, con cierto énfasis patriótico, de su Servia en un ruso chapurreado. Los temas de sus conferencias eran muy poco interesantes: los partidos políticos servios, la perpetua enemiga entre Servia y Turquía, la ferocidad de un tal Bodemlich... Sus amigos, al oírle poner por las nubes a su exigua y pobre nación, se reían a carcajadas y le hacían rabiar.
—¡Pero si este arenque—le decía Vanka Kostiurin—es más grande que toda Servia! El mejor día se la traga el turco.
—¡Una m... se tragará!—replicaba, encrespándose, Rayko.
—Si no se la traga, será porque no le da la gana. «¡Qué porquería de país!», dirá, escupiendo desdeñoso.
Rayko se levantaba, les lanzaba a sus compañeros una mirada de cólera y desprecio y gritaba, furioso:
—¡Burros!
Proferido este terrible insulto, se marchaba a su cuarto. Sus compañeros se desternillaban de risa. Chistiakov se sonreía tristemente, no comprendiendo aquel entusiasmo por Servia, una infeliz nación, cuyos habitantes, débiles y reñidores, se pasaban la vida defendiendo a tiros ideales mezquinos y ridículos. De buena gana se hubiera llevado con él al extranjero al pobre Rayko, para que conociera allí la verdadera vida, grande, luminosa.
Cuando las botellas estaban ya medio vacías, los estudiantes empezaban a cantar y a tocar el acordeón y enviaban por Rayko, tamborilero insustituible. Rayko volvía y con cara de pocos amigos se ponía a tocar el tamboril, brillantes los ojos como los de un lobo y agudos como el aguijón de una avispa. A veces, animado, excitado por la alegría general, Vanka Kostiurin se levantaba y comenzaba a bailar la danza rusa. Lento y pesado para todo lo demás, bailando era ligero como una pluma. Mientras sus pies herían el suelo con asombrosa rapidez, su garganta lanzaba gritos salvajes. El acordeón y el tamboril parecían atacados de un frenesí musical. Los ojos brillaban, agitábanse los brazos y las piernas, sonaba en un rincón el palmoteo acompasado de alguno de los contertulios. Y Chistiakov pensaba: «¡Están locos!»
Terminada la danza rusa, Vanka Kostiurin, jadeante, enjugándose el sudor, le rogaba a Rayko que bailase la danza servia.
Los demás estudiantes unían sus ruegos a los de Kostiurin, y Rayko, mirando tímido y receloso a sus compañeros, dejaba sobre la mesa el tamboril. Con un gesto fiero, sanguinario, hacía algunos movimientos extraños, que, más que los de un bailarín, parecían los de un piel roja enfurecido; diríase que iba a arañar a los circunstantes, a pegarlos, a degollarlos. Todos se echaban a reír, y el servio, renegando, volvía a marcharse.
«¡Qué inciviles son!», pensaba Chistiakov.
El menudo Rayko, tan amante de su exigua patria, le daba lástima.
Entre los tertulianos del número 64 figuraba el estudiante Karuyev, un muchacho alegre, sereno, un poco altivo. Su presencia operaba un notable cambio en la tertulia: se tocaba y se cantaba en serio, no se le hacía rabiar a Rayko y el hércules Tolkachov, tan sin medida en la insolencia como en el servilismo, ayudaba al simpático joven a ponerse el gabán. Kayurev, a veces, ni le saludaba. Le trataba como a un perro sabio.
—¡Eh, tú, zampatortas! ¡Levanta esa mesa con una pata!
Tolkachov, muy orondo, levantaba a pulso la mesa.
—¡Dobla esa moneda!
Tolkachov doblaba la moneda y decía, sonriéndose modestamente:
—Mi padre enroscaba una barra de hierro como si fuera un alambre.
Pero Karuyev no le escuchaba y se dirigía a la cama donde estaba sentado Chistiakov.
A éste le trataba como un médico a un enfermo.
Chistiakov le estimaba y le invitaba a irse con él a Berlín.
—¿Cuándo se va usted?—preguntaba Karuyev.
—En cuanto tenga cuatrocientos rublos. Ya tengo doscientos veinte.
—Yo que usted no me iría.
—¿Por qué?
—Está usted delicado...
—Aquel clima es mucho mejor que éste.
—Sí; pero... ¿Por qué no se va usted una temporada a Crimea?
La pálida faz de Chistiakov palidecía aún más y sus ojos se llenaban de lágrimas. Estremecido de dolor y de horror, como si le arrancasen del corazón su sueño dorado, murmuraba:
—¡Yo no puedo vivir en Rusia! ¡Me ahogo, me muero entre esta gente!
—¡Cálmese, cálmese! Y, ¡qué diablos!, váyase al extranjero, si cree que allí ha de ser feliz...
Chistiakov se calmaba.
—En Cristianía—decía en voz baja, lleno de entusiasmo—le han levantado una estatua a Bjornson... y otra a Ibsen, sin esperar a que se mueran... Y cuando los dos grandes hombres pasan por la hermosa plaza donde se alzan, lloran de gratitud... ¡Quién pudiera respirar el aire de esa noble tierra!... No estoy bien del pecho... dicen que estoy tuberculoso... Pues bien; de buena gana moriría allí...
Karuyev le daba unas palmaditas en la rodilla.
—¿Quién piensa en morirse? Usted nos enterrará a todos... ¡Esos picaros nervios...!
—No—replicaba Chistiakov, sonriendo—, no se trata de los nervios. Mi mal está aquí, amigo mío.
Y se llevaba la mano al pecho.
—Esta vida estúpida—añadía—, esta vida sórdida. En este país, el que no es rico no puede cuidarse... Todo está carísimo. Lo único barato son los hombres. En el extranjero sucede todo lo contrario: los hombres son lo único caro.
II
En el mes de diciembre, la salud de Chistiakov empeoró. El enfermo estaba cada día más débil y los dolores del costado izquierdo le hacían padecer mucho; la desaplicación, la estupidez y la insolencia de sus discípulos—casi todos desaplicados, estúpidos e insolentes—le ponían furioso.
En el número 64 no reinaba ya entre los estudiantes la alegría de siempre. Había ocurrido, a fines de noviembre, algo desagradabilísimo, que los demás no habían aún olvidado del todo y Chistiakov no podría olvidar nunca: tanto le había impresionado.
Una noche, en el patio de la hospedería, hallándose todos los estudiantes en un estado de embriaguez rayano en la inconsciencia, el hércules Tolkachov empezó a disputar con Vanka Kostiurin y le dió, inopinadamente, una bofetada.
—¿Por qué me pegas?—preguntó Kostiurin.
—¡Porque quiero y puedo!—contestó Tolkachov, dándole otro bofetón, tan fuerte, que le hizo tambalearse y le bañó la boca en sangre.
Todos se indignaron y prorrumpieron en gritos de protesta, pero ninguno se atrevió a intervenir, salvo Chistiakov, que, lanzando un alarido histérico, se precipitó contra el hércules y le asestó uno de esos puñetazos torpes, femeninos, más dolorosos para quien los da que para quien los recibe. ¡Nunca lo hubiera hecho! Una especie de maza cayó pesadamente sobre su cabeza y le derribó casi privado de sentido. Cuando se levantó, los demás estudiantes rodeaban furiosos a Tolkachov, si bien ninguno osaba tocarle el pelo de la ropa. El hércules, no obstante la prudencia manual de sus adversarios, estaba un poco amedrentado y trataba de sincerarse, echándole la culpa de todo a Kostiurin. El cual, escupiendo sobre la nieve saliva ensangrentada, decía:
—¡Esto es intolerable!
En diez minutos se les reconcilió. Se dieron la mano, y cambiaron un beso. Chistiakov, al verlos besarse, exclamó, llorando de vergüenza, de dolor y de cólera:
—¡Le pegan y besa al que le ha pegado! ¡Qué cobarde!
—¡Cállate—le gritó Tolchakov—, si no quieres que te tire a la calle por encima del tejado!
—¡Extranjero!—profirió Kostiurin, despectivo.
Y, gritando y cantando, se fueron todos a la calle. Chistiakov subió a su cuarto, se acostó y lloró largo rato en la obscuridad. La violencia, la injusticia, pesaban sobre su corazón como una nube negra, y los países lejanos, donde la vida era suave y decente, se le antojaron un paraíso inaccesible.
«¡Si al menos pudiera morir allí...!», pensaba.
Al día siguiente, Kostiurin tuvo remordimientos de conciencia y le hizo una visita. No había estado nunca en su cuarto.
—¡Qué cuarto más mono!— dijo—. ¡Parece la celda de una monja!
Y de pronto se echó a llorar. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas, resbalaban por las largas guías de su bigote y caían sobre el rojo y sucio tapete de la mesa.
Algunos días después, Tolkachov hacía de nuevo alardes de musculatura ante sus compañeros; pero Chistiakov no podía ver su cuello de toro y sus enormes puños sin horrorizarse: se sentía en su presencia débil e indefenso como un pollo en presencia de un buitre. La fuerza bruta se alzaba ante él como una amenaza terrible.
No le daba ya la mano al hércules. Tolkachov se reía, desdeñoso, de él y le decía:
—¿Cuándo te largas, por fin, al extranjero? ¡Si tardas mucho, el mejor día te rompo los riñones!
Chistiakov le oía lleno de terror y no le contestaba. «Es tan bestia—pensaba—que le habla a una persona que no le da la mano.»
Tolchakov añadía:
—No te asustes; es una broma. Yo no sería capaz de pegarle a un alfeñique como tú.
Todos exhalaban un suspiro de alivio. Temían que Tolkachov hiciera alguna barbaridad.
—¿Por qué no te reconcilias con él?—le preguntaban a veces a Chistiakov.
Y en tono no muy entusiástico aseguraban que, en medio de todo, era un buen muchacho. Ni aun en su ausencia se atrevían a exponer su verdadera opinión sobre él.
El único que aprobó sin reservas la conducta de Chistiakov fué Karuyev. Y dejó casi en absoluto de ir al número 64.
Chistiakov tenía ya ahorrados 290 rublos y esperaba tener para abril los 400 que necesitaba. La suma de que disponía en la actualidad hubiera sido algo más crecida de no haberse negado a pagarle la mensualidad de noviembre el padre de uno de sus alumnos. Además, le había dado 15 rublos a Rayko, que vivía casi exclusivamente con lo que le daban sus compañeros, sobre todo Vanka Kostiurin, el cual le pagaba la habitación.
Desde que sus ahorros se elevaban a la cantidad antedicha, Chistiakov estaba más tranquilo y más seguro de sí. Se pasaba noches enteras soñando con su próxima vida en el extranjero. Dedicaba ya algunos ratos a los preparativos del viaje. Cuando estaba inclinado sobre la maleta abierta inundaba su corazón una tristeza pura como el agua de una fuente, una añoranza vaga de algo lejano, desconocido, pero muy amado; parecíale que se le olvidaba llevarse no sabía qué muy importante...
Era a la sazón más cariñoso con sus compañeros y los tenía lástima. Los compadecía porque se quedaban junto a aquel terrible Tolkachov, porque bebían mucho, porque su vida sería insípida y triste, porque, si alguna vez soñaban, sus sueños no habían de realizarse nunca.
Compadecía sobre todo al noble y decidido Karuyev, desde hacía algún tiempo sombrío, taciturno.
—¡Vámonos juntos!—le decía.
—¿Adónde?
—¡Al extranjero!
—No, yo no me voy. Usted sí debe irse, puesto que no tiene nada que hacer aquí, y su salud, sus nervios, ganarán no poco con ello.
—Sí; quiero pasar el verano en Suiza...
—¡Excelente idea! ¡Celebraré mucho que le pruebe aquel clima!
Y Karuyev saludaba con una cortesía glacial y se iba.
A mediados de marzo, Panov, el compañero de cuarto de Kostiurin, celebró su cumpleaños e invitó a Chistiakov.
La nieve estaba ya casi fundida y los trineos habían sido reemplazados por los coches de ruedas. Cuando Chistiakov salió de su última clase aspiró con delicia el aire, ya oliente a primavera. «¡Pronto me iré!», se dijo, y su corazón se estremeció de gozo. Luego sintió esa melancólica tristeza de los que se disponen a partir para siempre; pero no tardó en ahogarla una ola de alegría triunfal.
Por la negrura del cielo nocturno cruzaban, como gigantescas aves blancas, enormes nubes misteriosas, cuya aérea carreta silente parecía invitarle a volar. «¡Pronto me iré!—pensaba, mirándolas—. ¡Pronto me iré!»
Cuando llegó al número 64, la habitación estaba ya llena de gente y se había ya bebido mucho te y mucho vodka. Iban a empezar las canciones.
Chistiakov se sentó en un rincón, sobre un montón de gabanes, y miró con una tristeza afectuosa a los reunidos: no tardaría más de un mes en partir para siempre. Primero se cantaron a coro canciones estudiantiles. Después cantó un terceto, formado por la señorita Mijailova, que tenia una hermosa voz de soprano; Panov, cuya voz de bajo era sonora y bien timbrada, y un estudiante rubio, tenor excelente. En medio de un hondo silencio, el bajo comenzó, lento y grave:
Paz y reposo a todos los cansados...
Impregnaba la noble majestad de las notas una calma solemne, toda melancolía y amor. Alguien inmenso y sombrío como la noche, alguien omnividente y, como tal, de una tristeza y de una piedad infinitas, envolvía la tierra en su manto, y su voz poderosa resonaba en todo el planeta. «¡Dios mío, esa canción me alude!», pensó Chistiakov, escuchando con avidez.
Paz y reposo a todos los cansados...
repitió el tenor, cual si la tierra contestara con una ardiente súplica a las misericordiosas palabras.
A los que sin holgar pasan el día...
añadió, lento y grave, el bajo.
Y sucedió de pronto, a las tinieblas de su voz, una sarta de perlas, bellas y puras como lágrimas caídas del cielo:
Y penan desde el orto hasta el ocaso.
«¡Sí, es ella, es ella la que canta!—pensó Chistiakov, mirando el pálido rostro de la soprano—. ¡Y me alude! ¡Si, sí, me alude!»
Como se funden tres colores, se unieron las tres voces en una armonía majestuosa y triste:
Paz y reposo a todos los cansados,
a los que sin holgar pasan el día
y penan desde el orto hasta el ocaso.
Luego se cantaron otras canciones tristes; pero Chistiakov no las escuchaba: se tenía una lástima infinita a sí mismo, que penaba «desde el orto hasta el ocaso», y también se la tenía a alguien, grande, desconocido, que necesitaba, como él, paz, reposo y amor.
Le sacó de su abstracción una alegre y ruidosa algazara alrededor de Rayko. Los estudiantes estaban haciéndole rabiar. El servio, contra su costumbre, callaba. Sus ojillos, agudos como el aguijón de una avispa, lanzaban en torno rápidas miradas.
—Di, Rayko—le preguntó Vanka Kostiurin—: ¿los servios tienen todos la nariz ganchuda como tú?
—Hace pocos días—dijo Rayko lentamente—un servio, llamado Boyovich, fué asesinado por los turcos, en la frontera.
Todos se imaginaron al pobre Boyovich un hombre de nariz ganchuda, como la de Rayko, con una ancha herida en el cuello. Y para ahuyentar de su mente imagen tan poco risueña, Kostiurin repuso, en tona ligero:
—¡Eso no tiene importancia! Aun quedan muchos servios.
Rayko se encrespó, palideció, y su barbilla hendida y peluda empezó a temblar.
—¡Eres un farsante!—gritó con voz ruda y metálica—. ¿Por qué bailas el baile ruso, si no tienes patria?... ¡No, no tienes patria!... ¡Eres un cerdo!
Chistiakov, como si el reproche se le hubiera dirigido a él, contestó:
—Tú sí la tienes, ¿eh? Amas mucho a Servia, ¿verdad?
—¡Sí, con toda mi alma!
Y el servio, cogiendo un cuchillo, lo levantó sobre su cabeza y vociferó:
—¡Voy a mataros a todos!... ¡No puedo más, no puedo más!
El cuchillo, lanzado violentamente contra la pared, rebotó en ella y cayó al suelo con estrépito. Rayko bajó la cabeza y salió de la estancia.
Media hora después Chistiakov fué a verle. Le daba lástima aquél pobre servio que amaba tanto a su exigua patria. Conforme avanzaba por el largo corredor semiobscuro, a cuyos dos lados se alineaban multitud de puertas numeradas, todas iguales, llegaba más claro a sus oídos el sonido de una voz humana que parecía pedir socorro.
En una de las puertas leyó este letrero, escrito con tiza: «Rayko Wukich». En aquel cuarto era donde sonaba el extraño clamor.
Chistiakov llamó y, como no le abriesen, empujó la puerta y entró. En la habitación no había luz, y sobre el fondo claro de la ventana se destacaba el cuerpecillo de Rayko, acodado en el antepecho. El menudo servio estaba cantando.
—¡Rayko!— murmuró Chistiakov.
Pero Rayko no le oyó. No había oído el ruido de la puerta ni el de los pasos de su compañero. Miraba al alto muro de ladrillos, ennegrecido, que se alzaba frente a la ventana, y cantaba. Hablaba en su canto de la patria lejana, de sus dolores, de las lágrimas de las madres y de las esposas que habían perdido a sus hijos y a sus maridos, y le pedía a la patria lejana una fosa en su suelo e imploraba de ella la dicha de besar, antes de morir, la tierra que le había visto nacer; hablaba en su canto, con odio mortal, de los enemigos, y, con amor y lástima, de los compatriotas vencidos; hablaba en su canto del servio Boyovich, vilmente asesinado, y de sí mismo, de su propio dolor, de aquel dolor inmenso que pesaba sobre su corazón, lejos de su querida e infortunada patria.
Chistiakov no entendía las palabras; pero los sones de la canción, rudos, primitivos, salvajes, cual si brotasen de la propia garganta de la tierra, dolientes como los aullidos de un perro abandonado, llenos de tristeza y de odio, eran de una elocuencia tal, que, sin entender las palabras, se veía el sangrante corazón del cantor.
La voz de Rayko se apagó de pronto en una nota alta y vibrante de cólera. Hubo un largo silencio. Luego, Chistiakov, acercándose a Rayko, cuyos ojos secos, iracundos, brillaban como los de un lobo, le dijo:
—Hace mucho tiempo que no has ido a tu patria. ¡Ve! Yo te daré dinero.
—Allí hay una casa...
—¿Una casa?
—Sí, una casa. ¿No sabes lo que es una casa?... Cuando pasan por delante las carretas, las ruedas chirrían, chirrían...
—¿Cuánto dinero necesitas?
—¡Déjame en paz! ¡Vete con los compañeros! Quiero estar solo... ¡No puedo más, no puedo más!
Chistiakov no se fué al número 64, sino a su cuarto. Se acodó, como Rayko, en el antepecho de la ventana y alzó los ojos al cielo, a aquel cielo negro que horas antes le había hablado tan alentadoramente a su alma. Las gigantescas aves blancas seguían surcándolo, silentes, misteriosas; mas su vuelo ya no le invitaba a él a volar. «¡Pronto emprenderé yo también el vuelo!» murmuró, tratando de reanimar sus sentimientos de ligereza y libertad; pero otro sentimiento, desconocido y fuerte, se agitaba en su corazón, como un pájaro enjaulado: era el deseo de entonar, cuál Rayko, una canción dedicada a su patria. Al darse cuenta de ello, al oír en el fondo de su alma las implorantes notas impregnadas de lágrimas, se sonrió feliz, se dirigió a la puerta y la cerró con llave, temeroso de que alguien entrase y le sorprendiese cantando, y se acercó de nuevo, andando—sin saber por qué—de puntillas, a la ventana.
«¡Bueno!», se dijo. Y empezó a cantar una informe canción sin letra, no tardando en enmudecer: tan tímidos e inexpresivos eran los sonidos que brotaban de su garganta. «Hace falta letra—pensó—; no hay canción sin letra.»
Y empezó a buscar palabras. Aunque se le ocurrieron muchas, ninguna la inspiraba, en realidad, el amor a la patria. Había leído en los libros innumerables frases bellas, sonoras; mas ninguna era digna de que un hijo triste, dolorido, se la dirigiese a la madre patria. Sólo había una que en aquel momento merecía ser pronunciada por sus labios. La sentía en su corazón, casi la veía; sabía que todas las otras eran viles y miserables como los mendigos del atrio de una iglesia y aquélla era ardiente como un ascua y luminosa como el Sol. Pero no la encontraba. Y se sentía vil y miserable como el último de los mendigos, de un alma tan pobre como la limosna de un avaro.
«¡Y sin embargo—se decía, lleno de horror—, yo soy un hombre honrado!»
En la esperanza de encontrar con más facilidad la ansiada expresión escribiendo, encendió; no sin descabezar unas cuantas cerillas, la vela; arrojó al suelo la gramática alemana, y se inclinó, pensativo, sobre una hoja de papel.
«¡Patria!», escribió su mano trémula.
Y se detuvo, indecisa.
«¡Patria!», volvió a escribir con pulso más firme.
Y añadió, resuelta:
«¡Perdóname!»
Chistiakov leyó las tres palabras, dejó caer la cabeza sobre el papel y se echó a llorar: le inspiraban una inmensa piedad su patria, él mismo, todos los cansados, todos los que penaban sin tregua. Y se horrorizó al pensar que hubiera podido partir para siempre y morir oyendo una lengua que no era la suya.
No, no se podía vivir sin patria; no se podía ser feliz cuando la patria era desgraciada. Este sentimiento ponía en su alma una inmensa alegría y, a la vez, un dolor enorme.
Su alma—rotas las cadenas que la ataban—se había unido a la de todo un pueblo. En su pecho enfermo palpitaban miles de corazones sangrantes e inflamados.
Y llorando a lágrima viva, gritó:
«¡Patria, soy tuyo!»
La canción de Rayko sonaba de nuevo, salvajemente libre, impregnada de ira y de lágrimas.
El capitán Kablukov
I
A través de los cristales cubiertos de hielo penetraban los rayos matutinos del sol invernal e inundaban de una luz fría, pero alegre, los dos aposentos que, con la cocina, constituían la morada del capitán Nicolás Ivanich Kablukov y su asistente Kukuchkin.
Nicolás Ivanich estaba bebiendo, a sorbitos, te muy caliente, en un vaso, cuya cubeta de plata constituía, con la cucharilla del mismo metal, el único lujo de su ajuar.
—¡Kukuchkin! —gritó.
Pero el asistente no dió muestras de haber oído su ronca voz.
—¡Kukuchkin!
El asistente acudió al fin. Le habían dedicado al servicio doméstico a causa de su estupidez. Tenía la cabeza pequeña, las orejas muy grandes, el cuerpo desgarbado y flaco.
—¿Por qué no acudes en seguida que se te llama? ¡Pareces tonto!
—¡A la orden, mi capitán!—gruñó el soldado.
—¡Levanta esa cabeza! ¡Mira de frente!... ¿Estás borracho?
—Sin dinero, mi capitán, mal puede uno emborracharse.
Nicolás Ivanich no quería enfadarse. Se encogió de hombros y le dijo a Kukuchkin que le llevase vodka y algo de comer y encendiese la chimenea.
—¿Qué es esto?—preguntó cuando el asistente, momentos después, colocó sobre la mesa, amén de la garrafa de vodka y una lata de sardinas, una taza muy charra, probablemente de su propiedad particular.
—Como no hay copa...
—¡Imbécil! ¿Por qué no le has pedido una a la casera?
Mientras el asistente, en cuclillas ante la chimenea, se veía y se deseaba para encender la leña húmeda de nieve, Nicolás Ivanich hacía una lista de bebidas y comestibles. Pensaba invitar a algunos amigos a celebrar con él la Nochebuena. De la importancia primordial que le daba, en sus proyectos de anfitrión, a las bebidas se inducía que no le dedicaba la fiesta al sexo débil. Las mujeres no le preocupaban. Las únicas a quienes trataba, las de sus compañeros de regimiento—con las que jugaba a veces al tresillo—, no eran, a sus ojos, mujeres.
Terminada la lista, se la alargó a Kukuchkin con cierto aire de satisfacción, como quien espera que le feliciten por su acierto; pero el otro se limitó a decir:
—¡A lá orden, mi capitán!
El capitán notó algo extraño en su acento y en su mirada, y de no considerarle un zote y creerle, por ende, incapaz de la ironía, hubiera calificado de irónicos su mirada y su acento.
Aunque el importe de las bebidas y los comestibles enumerados en la lista no pasaba de diez rublos, le dió un billete de veinticinco, pues no tenía otro dinero. Y para animarle un poco y despertar en él cierto interés por la realidad, le obsequió con una taza de vodka, so pretexto de que hacía frío y había que entrar en calor. Kukuchkin, luego de santiguarse, se bebió el vodka; pero no escupió después, ni dió las gracias, como acostumbraba: se limitó a secarse los labios de un modo violento, furioso, como si quisiera borrar todo vestigio de su capitulación vergonzosa ante el vodka de su señor.
Momentos después, el capitán le oyó marcharse. «¡Vaya un portazo!—se dijo—. ¿Qué mosca le habrá picado? Está como loco. Me falta al respeto; la casera se queja de sus groserías...»
Pero no tardó en olvidar tales naderías, pensando en lo que iba a divertirse al día siguiente por la noche.
Después de beberse dos copas más de vodka y pasearse un poco a través de la estancia, cogió un cajón vacío, lo colocó delante de la chimenea y se sentó en él. Las amarillas lenguas de fuego lamían, lánguidas, los leños, que silbaban como enfurecidos.
Nicolás Ivanich recordó otra mañana, distante veinte años de aquélla, en que también se había sentado en un cajón, junto al fuego. Acababa entonces de llegar a aquella ciudad e ingresar en aquel maldito regimiento, donde se ascendía tan despacio. Entonas aun no estaba calvo y su rostro no estaba rojo y abo tagado como ahora. Y el fuego, en su lenguaje misterioso, decía otras cosas menos cuerdas: hablaba de la Academia de Estado Mayor, de una novia distinguida y bella, de saraos espléndidos, en los que de Kablukov, esbelto y elegante, bailaba a las mil maravillas y discreteaba con su pareja.
¡Bailar!... El capitán miró la pronunciada curva de su vientre, se imaginó a sí mismo bailando con una señorita y se sonrió. ¡Sería un espectáculo digno de verse!
«¡Estoy bien así!—dijo en alta voz—, ¿Qué me falta?»
Y para probarse que era feliz se bebió otra copa de vodka.
Paseándose de nuevo a través de la estancia, fué apartando su pensamiento de aquel optimista «¿Qué me falta?» y derivándolo hacia cosas para él de menos monta. El tesorero del regimiento, aunque polaco, era un buen hombre. El judío Abramka le había hecho al teniente Ilin un par de botas detestable...
Desde hacía algunos años, Nicolás Ivanich trataba de convencerse de que no le faltaba nada; pero necesitaba, para conseguirlo del todo, la ayuda del alcohol; en cuanto tenía en el cuerpo dos o tres copas de vodka, su habitación sucia y desnuda le parecía confortable, y no paraba mientes en que él se había vuelto un adán y se pasaba semanas enteras sin mudarse de camisa ni limpiarse las uñas. O, si las paraba, se decía: «¡Bah! ¡No tengo que conquistar a ninguna muchacha!» El vodka le ayudaba a conformarse con no ser más que capitán a los cincuenta años, mientras que no pocos compañeros suyos de promoción eran coroneles o generales. Cuando había bebido, no le entristecía el llevar veinticinco años enseñando la instrucción y el haber ido perdiendo, en su transcurso, cuanto había en él de elevado y de noble. El alcohol interponía entre él y la vida real una ligera niebla, que le velaba todo lo que no fuese la cuarta compañía del batallón de reserva, con su zapatero Abramka, sus partiditas de monte, su coronel ordenancista...
Pero a veces—dos o tres veces al año—ocurría que el vodka dejaba de ser su aliado y se convertía en su peor enemigo. Entonces la conciencia de la estupidez de su vida le hacía sufrir horriblemente. Y él, para olvidar, se entregaba una o dos semanas a la embriaguez. Durante ese tiempo no salía de casa; se pasaba el día entero en camisa de dormir, junto a la garrafa, abotagado el rostro, los ojos huraños.
«¡Esta vida me ha perdido para siempre!», les decía llorando a los compañeros que iban a verle.
Cuando sus compañeros le abandonaban, llamaba a su asistente y le decía en tono severo que él era un hombre incomprendido. Y cuando su asistente le abandonaba también, apoyaba un brazo en la mesa y la frente en el brazo y lloraba en silencio, sin saber por qué, pero con un dolor profundo.
Pasados estos períodos de embriaguez, le avergonzaba el recordarlos. Y le enternecía el pensar en la paciencia de Kukuchkin, a quien, en sus momentos de exasperación, le tiraba vasos y garrafas a la cabeza. Por eso no le despedía aunque, como criado, era una verdadera calamidad: rompía cuanto tocaba e interpretaba sus órdenes de una manera tan fantástica, que los demás asistentes se desternillaban de risa. Luego de beberse otra copa, el capitán se fué al cuartel, dejándole la llave al ama de la casa, que vivía en el piso de al lado.
Cuando se retiró, ya cerca de la media noche, Kukuchkin no había vuelto aún.
Y a la noche siguiente, no mucho antes de la hora a que debían ir los invitados, seguía el asistente sin aparecer por la casa.
II
Guardada la lista de bebidas y comestibles en la ancha manga de su capote, salió Kukuchkin a la calle. El frío intenso le hizo acelerar el paso, de ordinario lento, tan lento, que había sido uno de los motivos de que hasta cierto punto se le desmilitarizase. El vodka que había bebido no había disipado su mal humor. Como tropezase, al doblar una esquina, con una vieja, en vez de disculparse la envió a los infiernos. Luego tuvo una seria agarrada con un cochero, cuyo caballo había estado a pique de atropellarle.
Todo cuanto veía provocaba sus protestas o sus sarcasmos. Y las gentes en cuyo rostro se pintaba la alegría de vivir despertaban en su corazón un odio africano.
«¡Cerdo!—gruñó al ver, en su trineo, a la puerta de una tienda de ultramarinos, a un señor rodeado de paquetes—, ¡Cerdo! ¡Comilón!»
Le parecía injusto e ilógico que el capitán le obli gase a hacer las compras en una tienda de extramuros, o poco menos, habiéndolas muy buenas en el centro de la ciudad.
«¡Vaya unos caprichos!», rugió.
Y escupió con furia.
En aquel momento pasaba por delante de una taberna.
«¿Y si entrase?», le preguntó a un ser invisible, pero que, sin duda, se oponía a su deseo.
Y empujó desdeñosamente con el pie la puerta del establecimiento.
Momentos después salió, altivo, arrogante, retador, murmurando:
«Me he bebido una copa, ¿y qué? ¡Nadie tiene derecho a pedirme cuentas!»
Pero a los pocos pasos de la taberna vió de lejos a un oficial, y se apresuró a cuadrarse y a hacer el saludo de ordenanza.
Al pasar por el puente—pues la tienda favorita del capitán estaba al otro lado del río—divisó, más allá del bosque de humeantes chimeneas, el campo, inundado de sol. A la derecha de la carretera se esfumaba en una niebla azul la arboleda...
«¡Y yo en esta jaula!», pensó Kukuchkin con desesperación.
Hacía tres semanas se había encontrado en el mercado a un campesino de Sobakino, su aldea natal, su paraíso perdido. Y había sabido por él que su mujer había dado a luz una niña; pero que estaba demasiado débil para amamantarla y la criaba con biberón; que, por más que su padre y su hermano se mataban a trabajar, la falta de brazos disminuía sobremanera las cosechas y el pan escaseaba; que si él no les enviaba algún dinero, se morirían de hambre.
Kukuchkin le dió un rublo al campesino para su padre. Se apoderó de él la desesperación más negra. Se imaginó el cuadro desolador de su familia en la miseria. Y conforme se iba acercando Navidad, más turbaba aquel cuadro su alma.
«Mientras ellos se mueren de hambre por falta de brazos—se decía—, yo estoy aquí comprándole buenos bocados al capitán.»
Hubo un momento en que hasta tuvo tentaciones de desertar; pero comprendió que hubiera sido una estupidez, y desistió.
Ya cerca de la tienda donde debía hacer las compras, pensó de pronto; «¿Y si me quedara con el dinero?» Esta idea la asustó tanto, que se santiguó apenas nacida en su cerebro. «¡Dios me libre!—murmuró—. ¡Sólo faltaba eso! ¡Nunca ha habido ladrones en la familia, y no seré yo el que la deshonre!»
Apresuró el paso; pero al meterse la mano en el bolsillo y tocar el billete lo acortó, preguntándose;
«¿Y si dijera que lo he perdido?»
Horrorizado, volvió a santiguarse y se lanzó hacia la puerta más próxima.
Era la puerta de una taberna.
III
Nicolás Ivanich, inquieto y furioso al ver que Kukuchkin no volvía, les hizo saber a los amigos que se disponían a ir a su casa que el asistente había desaparecido con el dinero; pero cuando, cumplido tan penoso deber, tornó a su domicilio, encontró a Kukuchkin en la cocina, sentado en el banco, sobre el que se tambaleaba su desmedrado cuerpo, y dedicado con entusiasmo a la tarea de sacarle brillo a una bota.
—¿Dónde has estado estos dos días, sinvergüenza? ¡Menuda borrachera traes!
—No, mi capitán.
—Conque no, ¿eh?
—Además, estoy en mi derecho.
—¡Cómo! ¿Te atreves, encima, a insolentarte?
—¿A insolentarme? Decir la verdad no es insolentarse.
—¿Y el dinero? ¿Qué has hecho del dinero?
—Lo he perdido.
El capitán levantó los brazos con desesperación y clavó, inquisitorialmente, sus ojillos hinchados en los de Kukuchkin.
—¡Lo has robado! No lo niegues...
—Si usted cree que lo he robado... haga de mí lo que quiera... denúncieme... Es bien fácil perder a un hombre.
Y Kukuchkin se echó a llorar.
El capitán, loco de rabia, rechinando los dientes, gritó:
—¡Vete a dormir, animal! Mañana te mandaré al calabozo.
—Haga usted de mí lo que quiera, pero soy inocente.
—¡Cállate, granuja!
El capitán dió una terrible patada en el suelo y se fué a su cuarto. Kukuchkin reanudó su tarea betuneril; pero no tardó en tenderse cuan largo era en el banco.
«A esto ha quedado reducida la fiesta con que yo había soñado—suspiró Nicolás Ivanich, un tanto aplacada su cólera merced a una expansiva serie de maldiciones—. Verdaderamente, el Destino es demasiado cruel conmigo.»
Y decidió buscar consuelo en el fondo de la garrafa. A medida que su contenido disminuía parecíale al capitán que las paredes de la estancia se ensanchaban. Imágenes pretéritas, olvidadas ya, turbaron de nuevo su alma. Una mujer soñada, que era la dama de sus pensamientos desde hacía muchos años, se le apareció, pura, hechicera. «¡Amor mío!», murmuró, besando con sus gruesos labios el aire.
Imaginóse luego estar a la orilla de un río, por cuyo cauce iban pasando para no volver más, como ondas fugitivas, todos sus sueños de ventura. Y conforme pasaban se ponía más triste y se tenía más lástima. Nadie le necesitaba en el mundo; en ningún corazón había despertado amor, ni siquiera piedad; ninguna mirada se detenía con cariño en su rostro abotagado de borracho; nunca unas manos infantiles habían acariciado su cuello apoplético. Ni siquiera la amistad de un perro le consolaba.
Por una extraña asociación de ideas, pensó en Kukuchkin. Kukuchkin le quería. Pero ¿qué había hecho él para merecer su cariño?... Kukuchkin...
El capitán se levantó, cogió el quinqué y, con paso no muy firme, se dirigió a la cocina.
El asistente, tendido en el banco, dormía, colgante una mano, casi tocando al suelo, y en la otra la bota. Estaba muy pálido.
Nicolás Ivanich no le había visto nunca dormido. No se había fijado nunca en las ligeras arrugas de aquel rostro afeitado, que le parecía desconocido, pero más simpático que el que veía siempre, pues era el verdadero, el natural, el humano...
Volvió de puntillas a su cuarto y miró, asombrado, en torno suyo: parecíale que tampoco el cuarto era ya el mismo.
Media hora después se le oyó gritar:
—¡Kukuchkin!
Su voz ronca sonaba de un modo nuevo, extraño.
Kukuchkin abrió los ojos, se levantó y entró, con paso tímido, en la habitación de su señor, cuyas órdenes esperó inmóvil, la cabeza baja, a corta distancia de la puerta.
«¿Y yo me he enfurecido con este pobre hombre?», pensó el capitán. Y repitió:
—¡Kukuchkin!
Los dedos del asistente se agitaron.
—¿Has robado el dinero?
-Sí...
—Habrá que denunciarte...
— Mi capitán: ¡no me pierda usted!
El capitán se levantó, se acercó a Kukuchkin y le puso las manos en los hombros.
—¡Tonto!—dijo—. ¿Me crees capaz...?
Y girando sobre sus talones, se dirigió a la ventana y se puso a mirar a la calle, como si en aquella obscura noche pudiera verse algo. Momentos después sacó el pañuelo y se lo llevó a los ojos.
—¡Mi capitán!
—¿Qué?—preguntó Nicolás Ivanich, sin volverse.
—Mi capitán... castígueme usted.
—No digas tonterías...
Y como en aquel momento el capitán girase de nuevo sobre sus talones, el asistente corrió hacia él, se prosternó a sus pies e intentó abrazarse a sus piernas. Nicolás Ivanich, pintados a la vez en el rostió la alegría y el dolor, le levantó y le dió un beso en los crespos cabellos.
—¡Tú me has tomado por un cura!—bromeó, retirando la mano, que el otro intentaba besarle—. ¡Déjate de monaguilladas y echa un poco de vodka en la garrafa, que está vacía!
Kukuchkin, veloz como un rayo, cogió la garrafa y voló con ella hacia la puerta; pero, ¡horror!, el honrado frasco, que tan buenos servicios le había prestado durante diez años a su amo, describió en el aire una curva lenta, meditabunda, se decidió al fin a caer y se hizo añicos contra las losas.
—¡Bah, no te apures!—gritó el capitán—. ¡Ve a la taberna por una botella!
Todo el mundo duerme hace tiempo. Sólo se ve luz en las ventanas del capitán Kablukov, cuyos cuadrángulos se proyectan, amarillentos, sobre la nieve.
—¿Conque has enviado el dinero a tu aldea?
—Sí, mi capitán... Yo se lo iré devolviendo a usted... Trabajaré.
El capitán lanza una bocanada de humo, se arrellana en su sillón y, completamente feliz, cierra los ojos. Kukuchkin, sentado en el borde de una silla, la boca entreabierta, escucha sus palabras con una atención religiosa.
—Habrán tenido un alegrón en tu casa, ¿verdad?
—¡Figúrese usted, mi capitán!
La Nochebuena es negra y larga; pero al fin capitula ante la fuerza invencible del Sol.
Apunta el día.
El capitán y su asistente se disponen a acostarse. Kukuchkin descalza a su amo, tirándole de las botas con tal ímpetu, que le pone en peligro de caerse del cajón en que se ha sentado.
Luego, estrechando cariñosamente las botas, de agujereadas suelas, contra su corazón, se dirige a la puerta.
—Oye... ¿Conque eres padre de una niña?
—Sí, mi capitán... Le han puesto Advotia.
—Muy bien... Buenas noches.
Han pasado unos cuantos días y no se ha vuelto a ver a Kukuchkin ir por vodka para su amo. Sus viajes a la taberna, que eran una parte tan esencial de su servicio, han terminado, sin duda, para siempre.