Era la época en que el drama lírico, generalmente clásico o bucólico, hacía las delicias de la grandeza romana.
Orazio Formi, poeta milanés, educado en Florencia, y después pretendiente en Roma, alcanzaba por fin en la capital del mundo católico el logro de sus esperanzas bien fundadas. Brunetti, su amigo, compositor mediano, escribía para las obras líricas de Formi una música pegajosa y monótona, pero cuya dulzura demasiado parecida al merengue, decía bien con las larguísimas tiradas de versos endecasílabos y heptasílabos que el poeta ponía en boca de sus pastores y de sus héroes griegos.
Formi creía en una Grecia parecida a los paisajes de Poussin; en cuanto a los dioses y a los héroes se los figuraba demasiado parecidos al Gran Condé, al ilustre Spínola y a Francisco I. Veía a Eurípides a través de Racine; amaba a Grecia según se la imponía la Francia del siglo de oro.
Brunetti, cuya verdadera vocación era la cirugía, pero que acosado por el hambre, había llegado a vivir del cornetín (un cornetín estridente que tocaba el pobre napolitano con todo el furor de los rencores de su vocación paralizada), Brunetti se había dedicado al fin a componer música para óperas y dramas líricos, considerando que las partituras se parecían unas a otras hasta la desesperación del pobre instrumentista, y que vista una ópera, estaban hechas todas. Por consiguiente las inventó él, ni mejores ni peores que las había aprendido de otros, y desde entonces dejó de soplar en el metal ingrato y ganó más dinero aunque no mucho. Cuando Formi se dio a conocer en el teatro de Roma por su Leandro, drama sentimental y muy a propósito para las melodías simplicísimas que Brunetti sabía combinar, el compositor le buscó y le propuso su colaboración. Aceptó Formi, que aún no podía escoger músico a su gusto, y su segunda obra se cantó ya con melodías de la fábrica Brunetti. Se llamaba la ópera Filena; era una larguísima égloga, extremadamente fastidiosa, falsa, absurda, pero tan del gusto predominante en la corte pontificia, que la fama de Orazio Formi llegó a las nubes, y Brunetti, si no de la gloria, participó de los beneficios contantes y sonantes. Agradecido a su buen milanés, como él le llamaba, el napolitano le procuró la amistad que más podía agradarle al poeta enamorado de todo lo francés, de todo lo que fuera siglo de oro y aun de los días de Luis XV; le hizo amigo de la famosa actriz y tiple ilustre Gaité Provenze, que en Italia quiso llamarse la Provenzalli, y así llegó a ser célebre en la península como antes en su patria lo había sido con su apellido verdadero. Gaité —cuyo nombre de pila no debía de ser este, pero que así decía llamarse— era una encarnación de todo lo que tenía de femenino el espíritu francés de aquellos tiempos. Amaba a Molière y deliraba por Racine, pero prefería a Scarron y aun se deleitaba con los poetas de tercer orden; era la cortesana hecha artista; para ella el galanteo y la poesía se fundían en el arte del bel canto y de la declamación académica, afectada, falsa y estirada; no tenía más religión que la del pentágrama y la cesura del alejandrino; desafinar o destrozar un hemistiquio era el colmo del mal; engañar a un amante, tener ciento, burlarse de todos los hombres del mundo, le parecía asunto de poca monta, ajeno por completo a la jurisdicción de la moral.
Tenía Gaité su filosofía. En el principio el mundo era una égloga inmensa; todos los humanos eran pastores o zagalas, según el sexo, vestidos decentemente y adornados con cintas y galones de oro y plata, como en el teatro. La vida era una representación continua de algo como el Pastor fido o Aminta. La corrupción vino después, cuando los hombres empezaron a pensar en cosas serias, y prohibieron el amor omnilateral en los campos y en los bosques. Por una aberración, que se explica en una mujer educada como la Provenzalli, el mundo era lo accesorio, el teatro lo principal: en vez de encontrar bien las comedias que se parecían a la vida, le parecía hermosa y buena la vida cuando tomaba aires de comedia; por esto tenía una afición desmedida a los embrollos, y era una excelente casamentera. Entre las partes de por medio de su compañía, cuyo tirano era, había arreglado varios escándalos eróticos con matrimonios no menos escandalosos, pero que a ella le parecían excelentes por el corte teatral que tenían, por lo que semejaban a tantos y tantos desenlaces de intrigas de la escena. «Yo hubiera querido nacer hombre y ser Sganarelle», decía.
Cualquier asunto sencillo le causaba hastío; sabía complicarlo todo, y cuando llegaba el momento de las explicaciones en los continuos conflictos de sus intrigas, prefería a los diálogos concisos, entrecortados, las grandes y numerosas parrafadas que se parecían a los versos de sus autores amados. Hablaba como un orador inspirado, y había en su estilo mucho de lo que aprendía de memoria en las comedias, tragedias y óperas que representaba. La música le parecía un adorno muy propio y digno de la poesía, pero a pesar de sus excelentes facultades para el bel canto no ocultaba que era secundaria vocación en ella. «La melodía ayuda a la expresión del sentimiento; hay motivos en las ideas y en las emociones, que no expresa bien del todo la palabra sola; entonces el canto sirve mucho; pero en cambio, cuando el argumento que se expone es un poco sutil, necesita muchos miembros la oración y la lógica es aguda, complicada, cantar es ridículo y la frase queda oscurecida». Como se ve por estas opiniones suyas, Gaité pensaba seriamente en el arte. «Era lo principal; el amor un hermoso pasatiempo, que tenía además la utilidad indudable de enseñar mucho para la expresión de los afectos en el teatro». La gran pasión de la Provenzalli era la égloga representada. ¡Oh, si el público tuviera el gusto bastante delicado para poder sufrir, sin dormirse, cinco actos puramente bucólicos, sin más atractivo que las sentidas quejas de Salicios y Nemorosos y los diálogos tiernos y nunca bastante conceptuosos ni demasiadamente largos de Galateas y Polifemos!
¡Polifemo! Este había sido mucho tiempo su sueño secreto. ¡Cuántas veces, en brazos de un amante, había pensado con tristeza que le sobraba un ojo!, y entonces, como acariciándole, le tapaba los dos con las blanquísimas manos, y le miraba a la frente donde ella hubiera querido ver centellear la pupila solitaria del cíclope. En vez del ojo, el amante acababa por tener en la frente la insignia del minotauro, y todo era mitología.
Brunetti había conocido a Gaité en Marsella; de allí habían ido juntos a Florencia; en otras ciudades de Italia se habían visto y tratado mucho. El empresario del teatro de Roma, aseguraba que el gran negocio que estaba haciendo con la contrata de Gaité y compañía debíalo a Brunetti, que le había inspirado la idea de llamar a su coliseo a la gran actriz francesa.
Agradecido el compositor a los servicios del poeta, quiso pagárselos procurándole la amistad, que no tardó en ser íntima, de Gaité. También ella estimó el regalo que Brunetti le hacía facilitándole el trato de un poeta como Orazio Formi, que más de su gusto no podía soñarlo. En las primeras semanas de su amistad el poeta y la cantarina hablaron casi exclusivamente del arte, y de la literatura francesa en particular. Gaité sintió halagado su patriotismo y gozó deliquios puramente espirituales en la conversación de Formi que acertaba a formular, con esplendorosa elocuencia, muchas ideas y sentimientos que ella había creído suyos y que no había sabido nunca expresar cumplidamente.
Brunetti veía crecer más y más la reputación de Orazio; otras dos óperas del ya famoso libretista habían aumentado no poco su gloria y su caudal; el compositor —siempre Brunetti—, era el que no adelantaba gran cosa. El público (especialmente los críticos, que ya entonces los había, aunque no cobraban ni publicaban ordinariamente sus censuras) empezaba a murmurar: ya se decía: ¡lástima que Formi se haya enamorado de ese estúpido de Brunetti, que compone eternamente las mismas romanzas pastoriles! Formi merecía un músico bueno: sus libros morirían necesariamente muy pronto por culpa del músico. Bien comprendía Brunetti, más industrial que artista, que estas censuras las tenía merecidas: ¿cómo no echar de ver que la flauta de Pan, que eternamente tenían en la boca sus tenores y tiples, no bastaba, ni siquiera venía a cuento cuando Agamenón (última ópera de Formi) se decidía a sacrificar a Ifigenia, a pesar de las buenas razones del comedido Aquiles? Desde la representación del Oreste (otro drama lírico de Formi) Gaité comenzó a unir su nombre al de Orazio en el aplauso público. Ella fue Electra, y en los recitados, que eran muchos, y todo lo conceptuosos y almibarados que a ella le parecía bien, se lució de veras.
Aquella noche, al acostarse, Formi decidió que era llegado el momento de declararse definitivamente enamorado de la Provenzalli.
Pero no se atrevió a decírselo todavía. Tenía miedo que la generosa actriz tomase a mal una declaración que daría un carácter interesado al trato puramente poético y artístico que habían tenido hasta entonces. Además, un poeta predominantemente erótico como él, que había hecho todas las declaraciones amorosas de que dejó memoria la antigüedad clásica en versos fácilmente cantables, no podía, así, de buenas a primeras, decir su amor lisa y llanamente. Necesitaba discurrir algo muy nuevo, sonoro, retorcido y alambicado para que tan preciosa confesión fuese digna del autor de Orestes y digna de Electra.
Entre tanto pasaba el tiempo. Brunetti temía que a lo mejor se le acercase Formi a decirle en buenas palabras que hasta allí habían llegado, que él necesitaba otro músico. El ex—cornetín se presentaba cada dos o tres días a Gaité y con miel en los labios preguntaba:
—¿Y nuestro autor?
—Tace —decía Gaité con la dulzura del mundo y con la malicia más graciosa.
—Pues es necesario que se explique, perla mía. Tu pasión por las artes te pierde. No le hables tanto del teatro. Háblale más de nuestro negocio.
—¡El negocio, el negocio! Áyax (nombre de Brunetti), ¿quieres que yo le precipite, y yo le seduzca y le fuerce? Además, Áyax, tú sabes que somos amigos del alma; l'amour gâtera tout (Gaité hablaba en francés y en italiano según se le ocurría más pronto la frase en una u otra lengua).
—¡Cómo se entiende! —gritaba Brunetti hecho ya acíbar—. ¡Tú quieres mi ruina, nuestra ruina!
—La mía no, Áyax.
—¡Cómo!, ¿te olvidas?…
—No olvido nada, Áyax; pero mi gloria va unida a su gloria, mi fortuna a su fortuna. ¿Tú quieres que seamos amantes? Lo seremos, pero con una condición; consiento en esta infamia si ha de ser una infamia más una pasión verdadera. Yo no te seré infiel por el vil interés.
—¡Cómo vil, señora cantarina! Si Formi no está sujeto por los encantos de Circe, si tú no le tienes amarrado, el mejor día se nos escapa, busca otro músico mejor, (sí mejor, porque yo no soy músico, yo soy a nativitate cirujano), y me deja en la calle. Es necesario que esto se precipite…
—Pues bien. Ya que tú lo quieres, sea. Me insinuaré.
—Eso, eso.
—Pero te advierto que mi pasión no será cosa de teatro, será verdadera. Le amaré como nunca he podido amar a mi señor cirujano.
El cirujano Brunetti, enternecido tendió los brazos a la Provenzalli y depositó un casto beso en su boca fresca y sabrosa.
* * *
A Orestes habían seguido Antígona, Yocasta, Endimión, Proteo, Calipso y la más famosa de todas las óperas de Formi «Erato» obra maestra del poeta más bucólico del mundo. En ella hizo maravillas la Provenzalli, que ya era, públicamente, la querida de Orazio. Pero… ¡ay!, el mísero poeta rabiaba de celos. Gaité era demasiado alegre, y demasiado hermosa, y demasiado célebre y demasiado libre para que la murmuración no se cebase en ella. Se decía que el cardenal della Gamba, el príncipe polaco Froski y un general francés, enviado de la corte de París con una misión especial y de gran importancia, el marqués de Mably, habían puesto sitio a la fortaleza teatral de la Provenzalli y que a todos estos conquistadores se había rendido. Si no lo creía seguro, tampoco lo negaba el mismo Formi, que por propia experiencia había probado la flaqueza de aquella muralla.
Orazio, a pesar de su continuo trato con músicos y danzantes, a pesar de su educación descuidada, en cuanto a la moral, y a pesar de sus aficiones bucólicas, no vivía contento en la degradación de aquella vida relajada, unido por lazos non sanctos a la Provenzalli; había en él un fondo de honradez que por creerlo ridículo, y sobre todo inoportuno en la sociedad en que vivía, procuraba esconder y hasta olvidar; pero el amor sincero que llegó a sentir por Gaité despertó esos buenos instintos y, en fin, Formi se decidió a casarse con la cantarina.
Pero… necesitaba la seguridad absoluta de su fidelidad.
Una tarde, en el abandono de las caricias suaves que sucedían a los arrebatos de pasión, Orazio tomó entre sus manos la cabeza de Gaité, y quedo, muy quedo, le dijo, besando la bien torneada oreja: ¿quieres ser mi mujer?
Gaité, oculto el rostro bajo la abundante cabellera, sonrió con tal sonrisa, que de haberla visto Formi allí hubieran concluido sus propósitos honestos. Pero el amante no pudo notar aquel gesto de burla mezclada de lástima. La cómica tardó apenas dos segundos en requerir la seriedad necesaria para que en su cara hubiera la expresión propia del caso.
Para mejor contener la risa recordó que al fin y al cabo ella también amaba sinceramente a Formi, aunque no hasta el punto de exponerse a la cólera y la venganza de Brunetti, si por un rasgo de honradez y abnegación declaraba al poeta lo desatinado que era su buen intento. Después de clavarle los labios en la boca, vuelta ya del pasmo de amor, que creyó oportuno en tan grave momento, Gaité dijo así, fija la mirada en la del amante:
—Orazio, lo que me propones sería el colmo de mi dicha. En sueños me he permitido algunas veces gozar de la felicidad que sería llamarme tuya ante Dios y los hombres honrados; pero no sé si merezco tanta gloria; sé de fijo que la opinión de los maldicientes, que son los más de los hombres, me condena sin conocerme, y eso basta para que tu reputación padezca, si me haces tu esposa.
Más se inflamó Orazio con tal respuesta, y sintiendo profundísima ternura en que el amor se mezclaba a las dulzuras de la caridad, dijo con lágrimas en los ojos:
—Serás mía, serás mi esposa amada; de la opinión de los malvados nada me importa; mas ya que tú has sido tan noble y sincera, declarándome que tu fama padece, yo voy a ser no menos franco, diciéndote, que si como caballero me guardaré de ofenderte, creyendo de ti, lo que sería una infamia por el engaño, como amante sí estoy celoso, y de celos muero, o mejor diré, de sospechas; que a celos no llegan, que si llegaran, o yo no estaría ya en Roma, o no estarías tú en el mundo.
Con esta mesura y discreción hablaron mucho y bien los amantes retóricos hasta convenir en que Orazio no ofendía a Gaité sospechando, como amante celoso, que el cardenal della Gamba no iba a confesarla a las altas horas de la noche, que el general diplomático, el gallardo Mably, no traía del rey de Francia misión alguna para la Provenzalli, y que el príncipe Froski no tenía con ella el trato que con una cantante ilustre puede tener cualquiera diletante. Pero si bien esto era cierto, no lo era menos que Formi ninguna prueba, ni aun indicio, tenía, como caballero, que le permitiera dudar de la virtud de Gaité. Por todo lo cual, convenía que el amante celoso se convenciera por sus propios ojos de la inocencia de su amada. Entonces, y sólo entonces consentiría Gaité en ser su esposa, ante Dios y los hombres honrados. Era preciso buscar una manera de alcanzar esa prueba concluyente de la fidelidad de la Provenzalli, y la prueba se buscaría. Había que dejarla consultar con la almohada.
La almohada era Brunetti.
—¿No te parece que es graciosísimo? —preguntaba Gaité, muerta de risa después de referirle su conversación con Orazio.
—¡Es preciso dar gusto a ese mentecato! Te casarás con él ¡por Baco! ¡Que un hombre tan majadero entusiasme al público! Gaité, es preciso pasar por todo.
—Pero ¿cómo se va a hacer?
—Lo principal, y lo más difícil es demostrarle que no son tus amantes ni el cardenal, ni el general, ni el príncipe. Sin embargo, como sí lo son, a Dios gracias, ¡qué se creería ese majadero!, como sí lo son, no será imposible probarle a un necio que no hay tal cosa. Imposible sería si no lo fueran.
—¿Y lo del matrimonio? ¿Cómo se arregla?
—¡Bah!, ¡bah! Yo proveeré. Déjame ahora discurrir la traza que necesitamos para engañar a ese estúpido, que cada vez me es más útil… absolutamente necesario.
Pocos días después se puso por obra la traza que discurrió Brunetti.
* * *
Orazio escondido en la alcoba de Gaité esperaba la hora de la cita dada por la cómica al cardenal della Gamba.
Era a las ocho de la noche. El cardenal se hizo esperar diez minutos. —Su eminencia —anunció Casilda, doncella de la Provenzalli. Della Gamba penetró en la estancia, en traje negro, mixto de seglar y clérigo, algo a lo abate del tiempo.
Tendría, según la apariencia, de cincuenta a cincuenta y cinco años; pero su talle era arrogante; esbelta la figura, aunque la estatura no pasaba de mediana. Silbaba las eses al hablar muy bajo y con ceremoniosa parsimonia. Deshízose en galanterías, desde el momento en que estuvo al lado de la cómica, y besó su mano. Hablaba como un pastor de los de Formi, y no tardó en recitar unos versos de la Filena que venían a cuento. Formi, que le oía, se lo agradeció en el alma, a pesar de que la conversación aún no había disipado sus sospechas. Gaité estaba colocada de manera que le fuese punto menos que imposible hacer la menor seña sin que Formi desde su escondite la viera. El cardenal estaba en la sombra, detrás de la pantalla de raso que dejaba en tinieblas gran parte del gabinete.
—En fin, señora —decía el cardenal, al cabo, para alivio del alma atribulada del poeta—, confieso que habéis sido harto imprudente consintiendo estas visitas, que de ser descubiertas os infamarían y os harían perder el amor de ese hombre infausto, cuyos encantos deben de ser grandes cuando yo mismo, su rival, su enemigo, para ensalzar vuestra hermosura me valgo de los poéticos conceptos de sus divinas composiciones; confieso que soy inoportuno, terco, y hasta traidor, abusando de vuestra caridad sublime; sé que por no perder a ese Brunetti, cuya suerte está en mis manos, consentís oírme aunque no rendiros. Mas si todo esto confieso, también os digo, que la paciencia mía está agotada, que la castidad propia de mi estado, y que hasta aquí guardé fielmente, de virtud santa se trueca en aguijón enemigo, y que ya no podré resistir más, y para evitar el escándalo de arrojarme sobre vos, brutalmente, donde quiera que os vea… —y el cardenal se puso en pie y se acercó a Gaité, que retrocedió un paso. Formi dio otro en la alcoba, con ansias locas de arrojarse sobre aquel monstruo, si fue como lo pensó Gaité que notó el ruido. Pero no fue necesario. Pudo seguir oculto. El cardenal se contuvo, volvió a la sombra, y dijo:
—Perdonad, señora; pero muy grande es mi amor cuando aún puedo contener la fuerza del apetito.
—Cardenal —contestó Gaité, digna pero no altiva, con el mismo tono con que Penélope (en el último drama de Formi) rechazaba las tentaciones de sus adoradores—; Cardenal, si consiento vuestras visitas a tales horas, vuestras importunas declaraciones, vuestras galanterías que me enojan, bien sabéis, y vos lo confesáis, que no es por daros esperanzas; jamás seré vuestra ni de nadie más que del hombre a quien sabéis que adoro. Y ahora debo advertiros que hoy concluyen vuestras visitas y mi tolerancia; piérdase Brunetti, y salvemos mi honra y el honor de mi Orazio; si sois tan malvado que delatéis al miserable músico, cuyo sacrilegio es vuestro secreto, yo no seré cómplice; a tanta costa no quiero salvar el cuerpo de un semejante perdiendo mi alma y mi dicha. Por otra parte, vuestra actitud de ha un instante me prueba que de continuar estas visitas peligrosas seríais capaz de un atentado… Cardenal, sois libre; si queréis podéis convertiros en delator infame… yo continuaré siendo honrada.
—¡Honrada y amáis a Formi y sois suya!
—Y ante el altar legitimaré muy en breve este amor santo…
—Y vos mismo, cardenal, seréis testigo, o juro a Dios que no salís de esta casa con vida. Y ahora mismo se haga, que ni mi amor ni vuestra honra, hermosa Gaité, consienten dilaciones. De vuestra alcoba salgo, porque la indignación me venció y más no pude; mas si esta fue indiscreción, satisfágase lo que con ella padece el decoro, aunque sea a costa de la sangre vil de este monstruo; disponeos a morir o a obedecerme en todo, por extraño que os parezca y por mucho que os mortifique.
Y diciendo y haciendo, Orazio, que espada en mano había salido de repente al gabinete, sujetó por el cuello al cardenal, que antes que a nada acudió a ocultar el rostro con el embozo del manto o capa negra, pues era prenda epicena la que le cubría.
Pasmada había quedado la cómica, que no esperaba aquella salida del poeta, y no sabía qué decir, como quien olvida el papel en el teatro, o ve que de pronto le cambian la comedia y se representa otra que no sabe.
Por fin dijo con voz que parecía amenazada de síncope, y dándose a improvisar, inspirada por el susto.
—Mi bien, mi señor; ¿qué haces?, no era eso lo convenido, ni tal desmán necesario para probarte mi inocencia.
—Un cordel, señora mía, y no se hable más de eso; que por tener segura tu honra hago lo que hago. Un cordel pronto.
Dudaba la cantarina si el cardenal se prestaría a dejarse ahorcar o poco menos; y vacilaba entre buscar lo que el otro pedía, cada vez con más ira y con más prisa, o impedir a cualquier precio las violencias del furioso Orazio. El cardenal callaba y escondía el rostro.
—Gaité —gritaba entre tanto el poeta—, no temas que mi justa indignación traspase los límites en que me encierra el respeto de tu honra.
—Mira amigo mío, que matar a ese hombre es un crimen innecesario y dejarle con vida y agraviado un gran peligro.
—Nada temas, bien mío, que lo que intento en nada le lastima, si no es que aún persiste en amarte y tenerse por rival mío este mal sacerdote de Cristo. Tráeme un cordel o haré de mis manos tenazas que le ahoguen; y aquí Orazio apretó un poco al cardenal para darle una idea de las tenazas aludidas.
Trajo, en fin, el cordel la cómica; ató a los pies del lecho monumental el poeta al purpurado, y tras esto salió diciendo: —Aguarda, señora, y aquí me verás en breve acompañado de quien pueda poner fin honroso a todo esto.
—Desátame, que me ahogo —gritó el cardenal en cuanto sintió que el amante estaba fuera.
—No, en mi vida —respondió la actriz mal repuesta del susto—, que luego no sabré hacer los nudos que él hizo y descubrirá el enredo.
—Pues aparéjate a contraer matrimonio con el endiablado poeta, si no prefieres huir conmigo de esta casa; escapemos del peligro y yo te dejaré con Brunetti o quien digas.
—No, y mil veces no; que Formi es mi dueño y si el matrimonio que intenta no pega, porque llueve sobre mojado, bastará que él se crea mi esposo, aunque siga siendo sólo mi amante, que para mi gusto con eso basta; que yo le quiero es seguro y convencido está de que el cardenal en vano me asedia.
—A bien que pronto se dio por vencido, y en confiar tanto da a entender que el casamiento lo tomó por lo serio, pues ya parece marido por lo ciego.
—Ya ves si cree en mi virtud; no aguardó a la segunda prueba siquiera.
—Pues lo siento, no sólo por esta soga maldita que me desuella, sino porque el papel de general francés lo tenía yo muy bien ensayado, y en el de príncipe Froski pensaba lucirme.
—Ay, mi querido Agamenón, que siento pasos; me parece que vuelve tu verdugo.
—Yo me descubro —replicó Agamenón.
—Saldrás de mi compañía si tal haces. Cardenal serás hasta que de mi casa te arrojen, a coces probablemente.
Calló el cardenal Agamenón, porque ya sonaba en la escalera ruido de pasos. Con discreto modo dieron los de fuera golpes suaves a la puerta.
—Adelante —dijo la cantarina— y pasaron dos caballeros, muy bien parecidos y de toda gala vestidos. Hicieron muchos saludos ceremoniosos y el más viejo habló así: —Somos amigos de Orazio Formi, y por su ruego asistimos en calidad de testigos a un matrimonio clandestino que con la señora Gaité Provenzalli quiere contraer el querido poeta. Suplicamos en su nombre a esta sublime artista, gloria de la escena, se digne esperar breves instantes, que serán los que tarde Orazio en traer consigo al sacerdote facultado para esta clase de funciones.
Poco sabía, o no sabía nada la Provenzalli de los ritos católicos, ni de las condiciones que para celebrar el sacramento del matrimonio se requieren; y así, empezó a turbarse con la presencia y las palabras de los testigos, y ya sospechaba si aquel matrimonio sería más verdadero de lo que convenía, para no tener que ver luego con la justicia.
Callaba el cardenal atado allá en la alcoba, guardaron silencio y tomaron asiento los testigos, y pasado apenas un cuarto de hora sonaron otros golpes discretos y penetró en la estancia un venerable sacerdote, muy parecido al figurón que todos conocemos por don Basilio, el del Barbero. Saludó el eclesiástico de luenga barba; sacó de los pliegues del manteo un libro viejo, un hisopo, una taza con agua bendita y dos cabos de cera. Improvisó un altarcico sobre el tocador de Gaité, encendió los cabos, todo en silencio, y postrado de hinojos ante el espejo, al que había arrimado una cruz de palo, quedose en oración, murmurando latines.
Sin saber lo que hacía, y dando una importancia real a cuanto veía, Gaité arrodillose también, y ya que rezar apenas sabía, diose a temblar con todo el fervor de su alma. Los testigos también se arrodillaron.
Poco después entró en la estancia Orazio, vestido de raso blanco, con el traje más cumplido de novio, según el refinado lujo de la época.
—Señor párroco —dijo—, pues autorizado estáis para intervenir y facilitar esta clase de matrimonios, que por deudas de la honra no admiten dilaciones; pues Su Santidad os da el poder de atar estos indisolubles lazos que quiero me unan a Gaité Provenzalli, aquí, en el silencio de la noche, en el secreto de esta ocasión clandestina, os pido y humildemente ruego me deis por esposa a esta señora de mis pensamientos.
Púsose en pie el clérigo, y haciendo una seña al más viejo de los testigos, acercose a la atribulada esposa, sobre cuya cabeza puso ambas manos. Entonces el testigo requerido exclamó:
—Señora, acaso ignoráis, y por eso os advierto que el sacerdote que asiste en un matrimonio secreto no puede hablar, porque el rito le supone mudo, en señal de que le falta lengua para divulgar lo que oculto se quiere.
—Nada sé —respondió la cómica temblando—, disponed de mí como queráis.
—En tal caso, el testigo de más edad lleva la palabra y el sacerdote hace la maniobra (llamémosla así).
Miró Formi con inquietos ojos a su esposa, temiendo que aquello de la maniobra la hubiese puesto en cuidado; mas ella todo lo tenía por serio y bueno, y aunque la hubiesen casado por los ritos del Zend—Avesta nada hubiera sospechado.
Entonces el testigo viejo preguntó lo que se pregunta en todos los matrimonios. Quisieron, recibieron y otorgaron la cómica y el poeta cuanto hacía al caso, y el clérigo que, en silencio, había hecho mil aspavientos, como sancionando cuanto el seglar decía, apagó los cabos de cera a sendos soplos, recogió el hisopo, con que había hecho quinientas aspersiones, guardó el Cristo y se dirigió a la puerta, después de hacer genuflexiones humildísimas. Fuéronse tras él los testigos, y en cuanto quedaron solos Orazio se arrojó en los brazos de su legítima esposa, de cuya virtud hizo el más cumplido elogio, marcando los superlativos con ardorosos y muy sonoros besos que le repartía por el cuerpo. Tras esto pareciole oportuno tomar fiera venganza del cardenal, que aún yacía bajo el lecho, vacilando entre el miedo de sofocarse y el de perder su plaza en la compañía de Provenzalli, donde representaba papeles serios, tal como el de Agamenón, cuyo nombre le había quedado, el de Néstor, el de Ulises, el de viejo pastor en las comedias bucólicas y otros parecidos.
Discurrió Formi que pasaran la noche primera de sus amores lícitos en aquel lecho que había sido el de sus devaneos; el cardenal velaría su sueño atado debajo de la cama, como estaba.
Quiso Gaité disuadir al novio, pero fue en vano. El cardenal callaba, porque si por su culpa se descubría la trampa cardenalicia, ¿qué sería de su suerte? ¿En qué otra compañía ganaría lo que ganaba con la famosa cómica francesa?
Formi fue inflexible. Acostáronse en la blanda pluma los amantes, y fue en vano el crujir de dientes del cardenal, como vanas fueron las súplicas de la compasiva esposa, que temblaba temiendo ver concluida a cada instante la paciencia del pacientísimo Agamenón.
El mísero, abrumado con el peso de su cadena, o mejor diré del lecho, que ahora cargaba sobre sus espaldas, y no menos sofocado por la vergüenza, quiso echarlo a rodar todo, cuando creyó a los felices novios más olvidados de su pena y más atentos a la propia dicha. Así, como Titán que siente el peso de un mundo, sacudió la vergonzosa carga, bramó desesperado y dijo con voz que parecía salir de un subterráneo:
—Ténganse allá, ténganse allá, que no quiero más sufrir por culpas que no son mías. Yo diré quién soy.
—No es menester —respondió desde arriba Orazio, ya tranquilo y satisfecho—; no es menester que tú te declares, mal cómico, que por tal te he descubierto. Cardenal Agamenón, mal pensaste creyendo engañar con una comedia al que las inventa. Bien fingida estaba la voz del cardenal della Gamba; cierta es su lascivia que mal se contiene en público, pero aun cuando estalle a solas con su barragana, no será como tú la imitaste, sino meliflua, comedida en la apariencia, y más parecida a la del gato que a la del caballo fogoso: tus groseros instintos de histrión no pueden comprender cómo es el vicio de un príncipe de la Iglesia; superior a tus fuerzas es el remedo que emprendiste, tu lenguaje inverosímil, y así, pronto empecé a dudar que fueras quien decías, y de duda en duda llegué a conocerte, porque al decir aquellas lindezas imitadas de mis comedias, recitábaslas con la falsa entonación que en los ensayos tantas veces te he reprendido; con que ahora, purga con esta pena el delito de mal farsante, ya que no eres el Cardenal culpable; a quien desde luego perdono, y admito como partícipe en las delicias de este tálamo.
—¿Cómo?, esposo mío… —gritó la Provenzalli— ¿tú sospechas?… ¿tú sabes?… ¿tú permites?…
—Sí, cara esposa, sospecho que todo es trazas de amor, sé que me engañas, y permito que no a mí solo quieras, pues no es posible otra cosa.
—Pero tu honor…
—Mi honor fuera se queda, que no es prenda el honor para lucida en tales sitios; te confieso que con el engaño descubierto se acabó la fe, mas no el amor, que no por tu perfidia te veo menos hermosa; con que así, me desengaño y quiero ser tu amante preferido, mas no el único, que cardenales, príncipes y embajadores no son para despreciados.
—Pero, esposo mío, ¿y tu honor?
—Así soy yo tu esposo, como este Agamenón que bufa bajo nuestros colchones es cardenal en Roma.
—¿Y el matrimonio clandestino… y el sacerdote mudo… y los testigos, y el hisopo?
—Poco entiendes tú de casar. Todo fue una comedia que yo inventé, y como soy del oficio tuvo mejor apariencia, y tú no pensaste en mi suspicacia. Has de saber que el sacerdote mudo era Brunetti.
—¡Mi marido!
El cardenal Agamenón, que blasfemaba a gritos, soltó una carcajada que hizo saltar a los amantes en el lecho.
Tampoco Gaité pudo contener la risa. Formi se enojó al verse burlador burlado; pero cedió al fin a la influencia de las carcajadas. Por un paje de teatro se envió recado a Brunetti para que viniese a cenar con los novios; Agamenón perdonó lo del cordel y la cama por una opípara mesa. A las doce estaban borrachos Brunetti, Formi, la Provenzalli y Agamenón, dormido debajo de la mesa. Brunetti, prudente aun en su embriaguez, salió con disimulo del gabinete y fue a buscar a la doncella Casilda.
El matrimonio secreto quedó solo por fin, y al compás del ruido de las copas que chocaban, cantaron un dúo que empezaba así:
Amor'è furbo, e nondimeno è amore…
* * *
La Provenzalli murió a los cincuenta años, viuda de Brunetti, dejando su fortuna envidiable al poeta Orazio Formi, pobre y paralítico.
Zaragoza, 1882.