I
Don Casto Avecilla había pasado del Archivo de Fomento, pero sin ascenso, a la dirección de Agricultura, y de todos modos seguía siendo un escribiente, el más humilde empleado de la casa. Los porteros, cuyo uniforme envidiaba don Casto, no por la vanidad de los galones, sino por el abrigo de paño, despreciábanle soberanamente. Él fingía no comprender aquel desprecio, creyéndose superior en jerarquía a tan subalternos personajes, siquiera ellos cobrasen mejor sueldo y tuvieran gajes que a don Casto ni se le pasaban por las mientes, cuanto más por los bolsillos. Cuando se le preguntaba la condición de su nuevo empleo, decía con la mayor humildad y muy seriamente que estaba en pastos, palabra con que él sintetizaba, por no sé qué clasificación administrativa, la tarea a que consagraba el sudor de su frente.
Era una tarde de las primeras frías de Octubre. El concienzudo Avecilla terminaba la copia de una minuta conceptuosa escrita por el oficial de su mesa, y mientras limpiaba la pluma en la manga de percal inherente a su personalidad oficinesca, sonreía a la idea de un proyecto que desde aquella mañana tenía entre ceja y ceja. Almorzaba don Casto en la oficina y sin vino, por lo común, pero aquel día un compañero aragonés habíale dado a probar un Valdiñón que de Zaragoza le enviaron los suyos, y don Casto, que no solía probarlo, con una sola copa se había puesto muy contento, y hasta la tinta la veía de color de rosa. Y por cierto que decía: —¿Quién ha traído esta tinta tan clara? Es bonita para cartas de lechuguinos, pero no es propia de la dignidad del Estado—. Porque es bueno advertir de paso, que Avecilla, muchos años después de haber comenzado su vida burocrática, había averiguado que lo que él había llamado el Gobierno siempre, no era precisamente quien le pagaba ni a quien él servía; supo, en suma, que existía una entidad superior llamada Estado, y que el Estado, es decir, yo, usted, el vecino, todos los ciudadanos, en suma, eran los verdaderos señores, pero no como particulares, sino en cuanto entidad Estado. Saber esto y engreírse el Sr. Avecilla fue todo uno. Desde entonces, se creyó una ruedecilla de la gran máquina, y tomó la alegoría mecánica tan al pie de la letra, que casi se volvía loco pensando que si él caía enfermo, y se paraba, por consiguiente, en cuanto rueda administrativa, las ruedecillas que engranaban con él, se pararían también, y de una en otra, llegaría la inacción a todas las ruedas, inclusive las más grandes e interesantes. Muchas veces, cuando salía el buen escribiente a paseo con su cara mitad y con su querida Pepita, hija única, de diecisiete años, iba pensando cosas así. Reparaba con pena el color de ala de mosca de la mantilla de su mujer; bien comprendía que el abrigo de Pepilla era raquítico, muy corto y atrasado de moda y desairado; y ¡qué lástima!, precisamente la chiquilla tenía un cuerpo hecho a torno. Pero por muy bien torneado que tuviera el cuerpo, cuando apretaba el frío no había más remedio que recurrir al abrigo desairado y tristón. Los pobres no siempre pueden lucir la hermosura. —Para ver a Pepilla hay que verla cosiendo en su guardilla —pensaba el padre—, cosiendo en su guardilla, en verano, en enaguas, con un pañuelo de percal al cuello, la camisilla algo descotada, sudando gotitas muy menudillas por el finísimo cuello… y canta que cantarás… En invierno, la ropa mal hecha y no siempre hecha para ella, le roba a la vista algunos encantos… Pero todas estas tristezas que iba pensando por el paseo el señor don Casto se le olvidaban como cosa baladí, cuando volvía a parar mientes en su propia personalidad administrativa. —En cuanto a mí —decía—, soy un miembro intrínseco de la sociedad de que formo parte. Y se detenía un momento, y dejaba que madre e hija siguieran un poco adelante, para contemplarse a su sabor en su calidad de miembro integrante (que era lo que él quería decir con lo de intrínseco) de la sociedad de que formaba parte. Llevaba siempre a paseo un gabán ruso, de color de pasa, del más empecatado género catalán que fue en el mundo protegido de aranceles. Ocho duros decía don Casto que había sido el precio de tan hermosa prenda, pero esto era una de las pocas mentirijillas que él creía necesario decir en holocausto al decoro. El gabán había costado cinco duros y ya se había reenganchado varias veces, pues más de seis años atrás había cumplido el servicio y merecido la absoluta. Decía don Casto que no el Gobierno, sino los particulares eran los que debían proteger la industria nacional. —¿Que cómo? —declamaba en su oficina, dando un puñetazo, no muy fuerte, al pupitre (en ausencia del oficial)—. ¿Que cómo? Es muy sencillo; usando, como yo uso siempre, géneros españoles —y señalaba con el dedo índice de la mano derecha a su gabán ruso colgado de humilde percha; y en esta actitud permanecía mucho tiempo—. No es el Estado, no, como entidad, el que debe cuidar las industrias; somos nosotros los que debemos consumir constantemente, y cueste lo que cueste, los productos nacionales. Así se hermana la libertad con la prosperidad nacional. Es preciso confesar que Avecilla, aunque modesto por condición, sentía gran orgullo al contemplarse inventor de esta graciosa componenda del libre cambio y el proteccionismo. Leía los periódicos, y al llegar el verano solía encontrar noticias como esta: «Los duques de las Batuecas han sido para Biarritz». —¡Fuego en ellos! —gritaba don Casto—; esta nobleza, esta respetable nobleza, sí, muy respetable, por otra parte, no conoce sus intereses: ¡así se protege la prosperidad nacional! Ir al extranjero… dejar allí todo el dinero de la nación… no, en mis días, no iré yo a vestirme al extranjero. ¿Pues y las modas? ¿Y las señoritas que encargan sus trajes a París? Aborrecía don Casto Le bon marché y Le Printemps con toda su alma, tanto, que una vez que le hablaron del Barbero de Beaumarchais: —¡No me hablen de ese comerciante! —gritó tomando al poeta por el comercio parisiense—. Mi hija no encarga, no, sus vestidos a esos establecimientos, que viste a la española, y como española… lo mismo que su padre.
Decía antes que iba D. Casto con su mujer y con su hija a paseo, y que las dejaba adelantarse un poco para considerar su personalidad jurídico—administrativa a sus anchas. Esas palabrejas compuestas, separadas por un guión, le encantaban; cuando empezó a saber de ellas, que no hacía mucho, las extrañó bastante, y creía que no era castellana esa concordancia de lírico—dramática, por ejemplo. —Será lírica—dramática —sostenía D. Casto; pero cuando se convenció de que era lírico—dramática y democrático—monárquica, encontró un encanto especial en esta clase de vocablos, y a cada momento los usaba, bien o mal emparejados.
Considerando, pues, su personalidad, o dígase entidad, que lo mismo le daba a él, jurídico—administrativa, D. Casto sentía lo que se llama pasmos y hasta llegaba al deliquio. Tenía soberbia imaginación; cuantas metáforas y alegorías andan por los lugares comunes de la retórica periodística y parlamentaria, tomábalas al pie de la letra Avecilla y veía los respectivos objetos en la forma material del tropo. V. gr.: el equilibrio de los poderes se lo figuraba él en forma de romana; el rey o jefe del Estado, o sea poder moderador (nombre que daba a S. M.), era el que tenía el peso; y no por falta de respeto, ni menos por mofa, sino por inevitable asociación de ideas, se le representaba como poder moderador el carbonero de la calle de Capellanes, su amigo, todo negro de tiznes, pero imparcial y justo; el poder judicial era el fiel; el poder legislativo estaba colgado de los ganchos, y el ejecutivo era la pesa. Pensando en la arena candente de la política se le aparecía la plaza de toros en un día de corrida en Agosto y desde tendido de sol. En cuanto a él, D. Casto Avecilla, era, como dejo dicho, una rueda de la máquina administrativa, siquiera fuese una rueda del tamaño de un grano de mostaza. No por esto se afligía, pues sabía que no por ser tan pequeña era esta ruedecilla menos importante que las otras. Tan al pie de la letra tomaba esto de la rueda, que dos o tres veces que tuvo tercianas soñó que tenía dientes por todo el cuerpo, y delirando dijo a su mujer: —Dejad todas esas medicinas; lo que yo necesito es aceite, que me unten, que me den la unción y veréis cómo corro.
Iban delante su mujer y su hija Pepita, y él quedábase atrás, como ya dije dos veces; poníase el sol en el ocaso, como suele; los celajes de grana, inmenso incendio en el horizonte, daban a la fantasía de don Casto inspiración para sus sueños administrativos; él llevaba en la cabeza una epopeya burocrática; sentíase crecer; dentro de él, por una especie de panteísmo oficinesco, veía la esencia de cuanto es el Estado, en sus ramos distintos, pero enlazados. —Que me muero yo ahora, de repente —pensaba—, pues no sólo dejo en la miseria a esas dos pobres mujeres, sí que también (este giro lo había aprendido en un periódico) sí que también, y esto es lo más interesante, por mí se detiene el general movimiento del bien concertado mecanismo del Estado; se para esta ruedecilla, y se debe quedar en el lecho; acto continuo se detiene la rueda inmediata superior; el oficial, al detenerse esta, tropieza y también se detienen los demás oficiales y escribientes del negociado… —y de una en otra llegaba a ver detenidas todas las direcciones del ministerio, y detenido el ministerio de Fomento, parábase el de Gobernación et sic de cæteris… —. ¡Qué importancia la mía! —exclamaba abrochándose el gabán para que una pulmonía no viniese a interrumpir el juego de las instituciones—. ¡Qué importancia!—. Y mirando al sol que se escondía, no se creía inferior por su destino al astro rey; pues si por él vivía la república ordenada de nuestro sistema planetario, en el orden sociológico era D. Casto no menos indispensable que el luminoso rayo que se perdía… Todo es uno y lo mismo, había leído una vez, creo que en Campoamor, y desde entonces sin entender este, que a su buen sentido parecía un disparate, lo repetía en las grandes ocasiones, sobre todo cuando le faltaban argumentos.
Vengamos al día en que había bebido una copa de Valdiñón y estaba muy contento.
El oficial acababa de abandonar su puesto, quedaban allí varios auxiliares y los escribientes.
—Yo sostengo que el teatro no es la escuela de las costumbres —decía un joven auxiliar, que parecía oficial de peluquero, y tenía una instrucción y un escepticismo de peluquero también. —Yo al teatro voy a reírme y nada más —exclamó un escribiente gordo y calvo que dormía más que escribía. Don Casto levantó la cabeza, y mientras se desataba la manga de percal negro dijo, porque creyó llegada la hora de decir algo: —Caballeros, yo confieso que prefiero las comedias de magia que encierran un fin moral. Cuando veo a la virtud triunfante en lo que llaman los inteligentes la apoteosis, rodeada de ángeles y alumbrada por luces de bengala, comprendo que el teatro, bien entendido, es un elemento de educación y entra de lleno en la esfera que llamaré artístico—administrativa, merced a los recursos de la literatura lírico—dramática—escenográfica—. Calló don Casto, convencido de que no en balde había dicho tanta palabra compuesta. No replicaron los circunstantes que veían en Avecilla el oráculo del negociado; y él, con paso majestuoso, con modestia que sienta bien a la sabiduría, se fue derecho a su gabán, que estaba en la percha de siempre, y bien envuelto en aquella querida prenda, salió de la oficina diciendo: —Buenas tardes, caballeros—. Se le había ocurrido una idea: que aquella noche debía llevar a su mujer e hija al teatro. A pesar de lo mucho y bien que discurría don Casto en materias lírico—dramáticas, como él decía, era lo cierto que en once años había visto dos veces el teatro Español por dentro. No había visto más que La vida es sueño y La redoma encantada. —¡Cómo se va a alegrar Pepita! —iba pensando camino de su casa. Este era el proyecto que le tenía preocupado hacía algunas horas. ¡Ir al teatro toda la familia! Idea tentadora, pero que iba a costar muy cara… En cambio, ¡qué alegría la de Pepita, tan sensible, tan aficionada a la comedia! ¡Oh, el alegrón que con esta noticia dio don Casto Avecilla a los suyos, artículo aparte merece, así como las vicisitudes de aquella noche consagrada al arte! Estos despilfarros de los pobres, que llevan la economía hasta el hambre, tienen un fondo de ternura que hace llorar. Cosiendo está en casa doña Petra, la digna esposa de don Casto, bien ajena de que el demonio tentador va a entrar diciendo, con heroico arranque de valor: —¡Ea, vamos a echar una cana al aire! ¡Pepa, esta noche al teatro!
—¡Una cana al aire! —gritará Pepita, que tiene el pelo negro como la endrina. Las canas de los pobres son los ochavos. Dejemos a don Casto colgado del cordón de la campanilla, jadeante, anhelando comunicar a sus queridas esposa e hija su resolución temeraria. —¡Tilín, tilín, tilín!… —Es él —dice Pepita levantándose. —Él —repite la madre, y ninguna sospecha nada—. ¡Abramos!
II
¡Él era! Radiante como debió de estar César después de pasar el Rubicón; desafiando al mundo entero con una mirada de… no se puede decir de águila, porque si a la de algún volátil tiene que parecerse la mirada de don Casto, será a la de la codorniz sencilla. Don Casto iba decidido a vencer, a no dejarse dominar por la excesiva parsimonia económica de doña Petra, su dulce pero demasiado cominera esposa.
Avecilla expuso su atrevido proyecto en pocas palabras, sin andarse con circunloquios. Pepita abrió unos ojos como puños; su madre una boca como quinientos ojos de Pepita.
Don Casto repetía lo de la cana al aire y se adelantaba a todas las objeciones. —¡Se me dirá que el teatro no educa! Pues yo digo que sí. Educa relativamente —y se detuvo un momento, procurando acordarse de un latín que él había oído usar en casos análogos—. Secundum quid, era lo que quería decir. —Casto, mejor sería que guardáramos esos cuartos para reunir el traje de franela que te ha recomendado el médico; mira que el invierno se echa encima… —. Don Casto tembló del frío que le dio acordarse del reuma y del invierno. —No niego yo la importancia del abrigo —replicó—, pero el espíritu también necesita su refrigerio; tú no sabes, Petra, y eso explica tu incalificable tenacidad, que así como hay ciencias que se llaman físico—matemáticas, otras existen con el nombre de político—morales. —¿Y qué tenemos con eso, Avecilla? —Tenemos que Pepita se compone, como todo ser racional y libre, de alma y cuerpo, y se pasa el santo día y gran parte de la noche igualmente santa, consagrada a las tareas propias de su sexo, que más embrutecen que elevan el espíritu; es necesario que, de vez en cuando, dé reposo al cuerpo y trabajo al alma, con la contemplación de lo bello, lo bueno y lo verdadero.
Doña Petra estaba muy acostumbrada a no entender palabra de cuanto decía su querido esposo; pero lejos de burlarse de estos discursos, creía firmemente que a ellos debía don Casto la conservación de su destino a través de todos los ministerios y formas de gobierno. Aquella garrulería incomprensible representaba a los ojos y a los oídos de doña Petra el pan de cada día; creía con fe ciega que tales sentencias y palabrotas eran la ordinaria tarea de su marido en la oficina de pastos. Preciso es confesar que don Casto en ninguna parte como en su casa abusaba de las palabras compuestas, del tecnicismo que no entendía y de las citas inoportunas; recreábale la música de sus párrafos y: —¡Aquí que no peco! —pensaba, disparatando en el hogar doméstico más graciosamente que en la plaza pública y sin trabas ni cortapisas.
Pepita que saltaba en su silla de costura, deseando apoyar la resolución de su padre, se contuvo ante el argumento de la franela. ¡El pobre viejo necesita tanto aquel abrigo! En cambio su madre comenzó a rendirse ante la consideración de que Pepita tenía alma y cuerpo y todo lo demás que había dicho el sabio. La madre miró a la hija, con los ojos llenos de lágrimas. ¡Si sabría ella cuál era la pasión de Pepa! No en balde tenía la niña un padre tan fantástico. Lo que a él se le iba en imaginar máquinas administrativas, fábricas de gobernar al vapor, la niña empleábalo en crear poéticas figuras y sucesos de inverosímil grandeza. Poco había leído porque le faltaba tiempo; pero de restos de personajes y de intrigas que en malos libros recogiera, iba formando todo en su rica y sana fantasía que inspiraba un corazón tierno y ardiente en el amor de lo que llamaría don Casto lo bueno, lo bello y lo verdadero.
Doña Petra no tenía fantasía. —Los de mi tierra (una de las Cinco villas), no son imaginativos, —decía ella; pero respetaba el sagrado fuego que ardía en los dos seres que más amaba. Nunca había engañado a su marido; mas tenía un secreto deseo que por nada de este mundo le hubiera revelado: volver a ver las figuras de cera. Todos los teatros de la tierra daba ella por el placer de contemplar aquellos hombres que parecían de carne y hueso y eran de la materia misma con que ella suavizaba el hilo. En el teatro los hombres eran hombres efectivamente ¡vaya una gracia!, el caso era parecerlo y no serlo. El encanto del engaño, de la imitación de lo humano, era el único placer estético que comprendía doña Josefa. Aunque ella oculte el deseo de que hablo, porque sabe que a su marido le parece indigno de la esposa de un Avecilla, bien recuerda don Casto el placer intenso que experimentó Petra en Zaragoza durante las ferias de la Pilarica, contemplando la exposición de figuras de movimiento de Mr. Brunetière.
—Ya se sabe —exclamó el esposo—, para ti no hay comedia, drama, ni tragedia que valga lo que uno de esos cuadros de la cerámica —así llamaba don Casto al arte que encantaba a su esposa—. Comprendo que guste la escultura… pero ¡la cerámica! —¿Pues qué mejor escultura que las figuras de cera? —se atrevió a replicar la buena señora. —¡Profanación! —Las estatuas, vamos a ver, ¿no quieren imitar a las personas? Pues las personas no andan en cueros vivos, por poca vergüenza que tengan, ni con esas ropas menores ceñidas al cuerpo. Si alguna estatua me gusta es la de Mendizábal. —¡Ilustre patricio y estatua detestable! —exclamó el marido. —Pues esa, a lo menos, tiene capa, como se usan y no un camisón de once varas. Pero mejor están las figuras de cera que traen ropa como las personas; vamos, de tela y de paño y a la moda del día. Pues ¿y la color?, ¿y los ojos?, y ¿qué me dices de aquellas que alientan y se quejan como cristianos? ¿No te acuerdas de la madre de Cabrera en la prisión?, ¡qué lágrimas vertía la pobrecita! ¿Y aquel oficial moribundo?, ¡qué estertor aquel!, así se mueren las personas de verdad; dímelo tú a mí… —Pues ¿y el czar cayendo más muerto que vivo de su coche?, ¿y aquel señor chiquitín que se llamaba el señor Tres o Tries?… —Thiers, Josefa, el gran repúblico. —Pues ese. ¿Y el papa Pío IX dándole la mano al que hay ahora y los dos risueños como ángeles? —Basta, basta… Recuerdo, sí, recuerdo todas aquellas ignominias del arte —y volviéndose a la hija continúa:— Figúrate, hija mía; anacronismo sobre anacronismo (Pepita no sabía lo que era esto); un tutunvulutum (totum revolutum), un vademecum (pandemonium) una caja de Pandorga (Pandora), en suma… Allí vi ¡horror!, a don Alfonso XII, al poder moderador, vestido de capitán general, con su difunta esposa Mercedes, del brazo derecho y la reina Cristina del izquierdo, ambas en traje de boda. ¡Bigamia espantosa, cuyo ejemplo hubiera bastado para desmoralizar toda la administración!… Después Rita Luna codeándose con Julio Fabre, el Empecinado mano a mano con la Emperatriz Eugenia, Mariana Pineda, a partir un piñón con el obispo Caixal… y por último, Calderón de la Barca, con un libro encarnado entre las manos, un libro, hija mía, titulado, bien lo recuerdo, Voyage sur les glaces (como suena)… En fin, Petra, tú estás dispensada de tener ideas estéticas. Vamos al teatro.
Vencidos los últimos escrúpulos, más económicos que estéticos de la digna esposa, aquella honrada familia procedió a los preparativos de la extraordinaria fiesta. Era preciso cenar artes de salir; después hacer el tocado, como con gran afectación decía don Casto, cuyo proteccionismo se extendía al idioma. —¡Yo no uso galicismos! —gritaba ardiendo en la pura llama del patriotismo gramatical—. Y era verdad que no los usaba a sabiendas, que es el único modo de usarlos que consiente la gramática de la Academia.
Lo más interesante que sucedió aquella noche en casa de Avecilla fue el tocado de Pepita. Lector, si eres observador y, además, tienes un poco de corazón, alguna vez te habrá enternecido espectáculo semejante.
¿Cómo se compone y emperejila, si don Casto permite la palabra, la hija de un pobre, en la ocasión solemne y extraordinaria de ir al teatro? Veamos esto.
El tocador de Pepita era muy sencillo, tal vez demasiado: un espejo de marco negro colgado de un clavo en la pared. Su luna recordaba un día de borrasca en el mar por lo profundas que eran las ondulaciones aparentes de la superficie. Pepita se veía allí en zig—zags, pero acostumbrada ya a ello, mediante una rectificación que su fantasía acertaba a imaginar en un instante, la niña se servía de aquel mueble cual si fuese hermosa luna de Venecia. Debajo del espejo había un costurero antiguo con un agujero grande en el medio, obra de la industria casera; en aquel agujero se colocaba la palangana de barro pintado. Sobre el costurero había un acerico de terciopelo carmesí muy raído, unas flores de trapo procedentes de algún ramillete de confitería, varios frascos vacíos y algunos peines muy limpios.
Pepita acaba de peinarse; como ya es de noche, ha encendido una vela de sebo y ensaya distancias entre la luz y el espejo, la cabeza y la luz, para poder contemplarse. Está satisfecha. La verdad es que en el espejo parece un monstruo; se ven unos ojos muy estirados de arriba abajo, una frente deprimida y un moño que parece un monte; pero Pepita no ve eso, ve la Pepita que lleva en la cabeza, la que ha visto en los espejos de las tiendas, y esa es bonita y de facciones correctas. Valga esta vez la verdad, no es tan bonita como ella se lo figura, no por vanidad, sino por optimismo que nace del alegrón que le ha dado su padre. ¡Ir al teatro! ¡Para Pepita el teatro es una cosa tan distinta de lo demás del mundo! ¡Cuánto más hermoso! Pocas veces lo ha visto, pero ni el pormenor menos digno de recuerdo se le ha escapado de la memoria. ¡Si este pícaro mundo fuese como el teatro o parecido siquiera! Allí los amantes son apasionados, tiernos, caballeros y leales; ella no ha tenido más que un novio, pero hubo de darle calabazas, porque el papá decía que era un holgazán, que nunca podría sustentar una familia. ¡Oh vergüenza! ¡Un novio a quien es preciso dejar porque no tiene pan que dar a su mujer! En el teatro también los novios son pobres a veces, pero en tales casos la novia respectiva resulta princesa, y ella lo paga todo, y otras veces es el novio el que sale siendo hijo de un banquero riquísimo, algo tacaño y severo, pero que al fin se ablanda y todos quedan contentos. Y en último caso, si el trance no tiene arreglo —Pepita prefiere que lo tenga—, el amante se desespera, y se muere o se mata, y aunque esto es una atrocidad, un pecado muy grande, ello prueba mucho amor. Pues, ¿y las comidas del teatro? ¡Qué lujosa mesa! ¡Cuántas damas y señores! ¡Qué de criados con librea! ¡Qué ramos de flores sobre la mesa! y ¡cuántos vinos exquisitos! Pepita nunca ha comido mejor que en su casa. ¡Oh, el teatro es una ventana por donde se ve desde la triste vida las alegrías del cielo! Pues, ¿dónde dejamos aquel hablar en versos tan bonitos, sin que falte nunca la copla? (el consonante). ¡Y qué bien recitan todos, hasta los graciosos más zafios!… Pepita se vuelve loca de alegría sólo con pensar en lo que se va a divertir.
Una vez decidido que se va al teatro cueste lo que cueste (y costará poco), Pepita ya no se contiene; canta, habla deprisa, casi llora de entusiasmo, dice mil tonterías… ¡está la pobre tan nerviosilla! Desde la alcoba donde se está mudando las enaguas y toda la ropa interior, habla con su padre, que se pasea muy satisfecho por la salita única de la casa. En la otra alcoba, la del matrimonio, la Sra. de Avecilla se está mudando el traje también, y al mismo tiempo reza las oraciones de su devoción, segura de que al volver del teatro el sueño no le dejará concluir ni un Padre nuestro.
—Papá —grita la joven—, ¿a qué teatro vamos? —Eso lo pensaremos, hija mía; es necesario saber distinguir de arte y arte; y, como yo decía hoy en la oficina a aquellos señores, el teatro puede moralizar, sí, señor, puede moralizar y puede desmoralizar; de modo, que lo pensaremos.
—Papá, ¿llevarás la corbata que no has estrenado, por supuesto? —Sí, hija mía, por más que te confieso que todavía no he comprendido bien el mecanismo de la tal corbatita. Cuando la compraste en la esquina del Principal, ¿no te dijeron cómo se ponía?
—Sí, papá; verás, yo misma te la pondré.
Y Pepita sale con la corbata de su padre entre manos.
Don Casto contempla a su hija con cierta melancolía. —Mi hija —piensa—, está más bonita cuando no viste sus galas. Ese abrigo, ese maldito abrigo me la desfigura.
Y es verdad, Pepita no viste bien la ropa mala. Es posible que si entregaran su cuerpo bonito a una buena modista, hiciera con él maravillas, pero la muchacha, que se pone tan pocas veces el vestido bueno (el más viejo porque no se usa nunca), semeja una lugareña mal pergeñada con los trapos de cristianar. Hasta el peinado parece mal, afectado, estirado, relamido. La poca práctica no la permite ser hábil en su tocado, y tarda en peinarse y se soba demasiado; está muy colorada y tiene un poco untada la frente de no sé qué, pero ello es que tiene reflejos nada agradables: no es aquella la Pepita de todos los días, y bien lo conoce su padre; pero se guarda de comunicar su pensamiento.
La niña se cree más guapa que nunca, o acaso no piensa en tal cosa: piensa en el teatro. La corbata de plastrón ya está puesta. Don Casto se ha quitado el ruso, la americana y el chaleco, y con el cuello estirado, mordiendo con el labio superior el inferior, como si pretendiese estirar la piel y evitar un pellizco del resorte de la corbata que, francamente, le ahoga, permite que Pepita medio le sofoque con el pretexto fútil de engalanarle. Don Casto no se ha dado cuenta del procedimiento; para él es un misterio cómo se ponen esas corbatas, que entran y salen tantas veces en unos ganchos que tienen, no sabe él dónde.
—Pues, sí, hija mía, el teatro moraliza, pero es necesario saber elegir. El can—can perdió a París, perdió a Francia; en cambio, ¿sabes quién ganó a Sedán? —Los alemanes —dice Pepita. —¡De ninguna manera! —¿Pues quién? —El maestro de escuela —dice la mamá saliendo de la alcoba. —¿Cómo sabes tú eso? —pregunta Avecilla asombrado. —¡Toma, porque te lo he oído decir cien veces! —Los franceses se lo tienen merecido. Ellos han corrompido la Europa latina… Por ejemplo: estas corbatas, ¿quién las ha inventado sino ellos?
Don Casto está irritado; aquella prenda de importación francesa le da tormento.
Al fin salen de casa.
—¿Adónde vamos? —pregunta la mamá.
—¿Quieres que vayamos al Español?
—¿Qué representan allí?
—El pelo de la dehesa… Comedia culta; yo la he leído… y ahora que recuerdo, tú, niña (habla con su mujer), haz memoria, ¿no te acuerdas de que la vimos en Zaragoza?
—¡Ah, sí! Es aquella comedia tan larga y tan pesada, donde todo el tiempo se están los cómicos en una habitación, y pasa un acto, y nada, la misma habitación… ¡Reniego de ella!
—Sí, verdad es que renegaste y me hiciste abandonar el teatro antes del cuarto acto.
—Pues claro; cuando una es pobre y se divierte pocas veces, quiere divertirse de veras. Mira tú, que para ver no más que una sala y un señor de pueblo, una especie de baturro… y precisamente en Zaragoza… ya ves, eso es muy aburrido.
—Pues, bien; da tu voto, mujer.
—Yo opino… que vayamos a la Zarzuela.
—¡Ay, sí, sí, a la Zarzuela, papá! —exclama Pepita.
Don Casto se detiene. Siente decírselo a su señora e hija, siente contrariarlas pero… lo dice al fin, con tono solemne y misterioso:
—¡La Zarzuela es un género híbrido!
Pepita no insiste. Su papá es para ella una autoridad; no sabe lo que significa híbrido, pero no debe de ser cosa buena.
La digna esposa de Avecilla exclama:
—Entonces, no digo nada; lo primero es que a la chica no la abran los ojos con picardías…
Sin embargo, en su fuero interno, la austera dama protesta, porque ella ha visto muchas zarzuelas que no eran híbridas, sino muy inocentes y morales… Poco después, piensa: —Eso de híbrido, acaso signifique otra cosa.
—¿Quieres que vayamos a la ópera, papá? Allí hay muy bonitas decoraciones y eso le gustará a mamá.
—Te diré, Pepita: la ópera no es híbrida, pero… ya sabes cuál es mi sistema económico; soy libre—cambista como gobierno, en mi entidad Estado, pues ya sabes que todos formamos parte intrínseca del Estado, pero en cuanto particular, creo deber mío consumir productos nacionales; el arte es producto, luego yo debo proteger el arte nacional, y en la ópera cantan en italiano.
—Y lo peor es que no se entiende —observó la digna esposa.
—Y además, ahora recuerdo que está cerrado el Real —concluyó Pepita.
—¿Qué les parece a ustedes de irnos a los caballitos, a Price? —propuso la madre.
—Eso no es arte, es decir, no es arte bella.
—A mí no me gustan los títeres, yo quiero teatro.
—Pero el teatro… el teatro… ¡Si no hay ninguno que os agrade!
—A mí, todos, madre.
—Pero tu padre no acaba de decidirse.
Estaban en la Puerta del Sol; el reloj del Principal señalaba las nueve en punto.
—¿En qué quedamos, papá?
El entusiasmo artístico de don Casto se había enfriado un poco. Al valor de gastarse doce o veinte reales, protegiendo el arte nacional, había sucedido en su espíritu una serie de reflexiones relativas a las ventajas del ahorro en las clases pobres.
Mientras su hija decía que era tarde y que ya no se llegaría a ningún teatro serio a buena hora, Avecilla recordaba lo que había oído y leído de las excelencias del interés compuesto de las cajas de ahorro, de lo que llega a ser el óbolo del pobre en una de estas instituciones benéficas que hay en el extranjero.
—Después de todo, hija mía, el arte está perdido.
La señora de Avecilla notó la reacción que experimentaba su amante esposo, y quiso aprovecharla en bien de la economía doméstica, asegurando que, en efecto, estaba perdido el arte, y añadiendo:
—¿Vamos un rato hacia la feria?
—¿A qué feria, mamá, a estas horas?
Era el año en que el ayuntamiento de Madrid procuró atraer a la capital toda la riqueza de España, haciendo en el Prado una feria digna de Pozuelo de Alarcón.
Más arriba del Prado, entre el Dos de Mayo y el Retiro, habían sentado sus reales una multitud de artistas errantes, de esos que van de pueblo en pueblo y de gente en gente, enseñando monstruos de la fauna terrestre a la asombrada humanidad. Una ciudad de barracas se había plantado a las puertas del Retiro. Don Casto lo sabía, y aprobando el proyecto de su esposa, dirigió sus pasos y los de su familia a la feria de maravillas zoológicas.
—¿Pero qué, ya no se va al teatro? —preguntó tímidamente Pepita.
—A la vuelta de la feria, veremos una pieza en Variedades o en Eslava… todo es arte. Pero antes vamos a ver si tu madre satisface esa curiosidad que siente ante lo fenomenal y supra… y supra… En fin, vamos a ver la mujer gorda.
El matrimonio, sin decirse nada, se había puesto de acuerdo para gastar poco. Buscaban sofismas que les sugería el espíritu del ahorro, para conciliar las altas aspiraciones estéticas de la familia Avecilla con la parsimonia en los gastos extraordinarios, como pensaba don Casto.
Llegaron a las barracas. Pasaron sin manifestar la menor curiosidad delante de la casa de fieras, en que se enseñaba un tigre de Bengala, un oso blanco algo rubio, y dos lobos. En vano, en otro de aquellos cajones de madera, gritaba el hombre de las serpientes; y hasta se oyó con indiferencia el pregón de la ternera con dos cabezas. Algo llamó la atención de la señora de Avecilla; una voz que exclamaba:
—¡Aquí, aquí, a la mona que da de mamar a un gato vivo!…
Pero la mirada imperiosa de don Casto, que iba un poco avergonzado, hizo que el deseo de su señora muriese al nacer.
Siguieron adelante. Por fin, entre rojas teas, que arrojaban al espacio ondulantes columnas de humo pestífero, la señora de Avecilla vio en un gran lienzo pintado una arrogante figura de mujer con barbas, la cual, castamente, cultivando el arte por el arte, enseñaba al ilustrado público una arrogante pantorrilla, ceñida de una liga en que pudo leer don Casto difícilmente: Honni soit qui mal y pensé. Había leído en voz alta, y el público indocto que rodeaba la barraca (soldados y paletos, mozuelas y pillastres), se acercaron para oír la traducción que iba a hacer de la misteriosa inscripción aquel señor tan estirado.
—¿Qué significa eso, Casto? —le preguntó su esposa muy hueca, facilitándole la ocasión de lucirse en público.
La buena señora creía que su esposo sabía, por adivinación, todas las lenguas, incluso el griego, idioma a que sin duda pertenecía aquel letrero. D. Casto se puso muy colorado y metió tres dedos entre la corbata, que le ahogaba, y la nuez.
—Eso —dijo por fin— es… una divisa que… que… que habréis visto en los forros de los sombreros… No tiene traducción literal… pero está en inglés… de eso estoy seguro.
El redoble de un tambor cubrió su voz, como la de Luis XVI en el cadalso.
Desde una doble escalera de mano, de pie en el más alto peldaño, un charlatán, cubierto de larguísima camisa que llegaba al suelo, comenzó a predicar la buena nueva de Mademoiselle Ida, la señorita gigante de Maryland, en los Estados Unidos de l'Amérique.
El hombre de la escalera, después de contar la historia de nuestra mujer gorda, se atribuyó su personalidad, y para acreditarla decía:
—¡Señores, aquí tienen la gran camisa y las fenomenales medias!
Y por medias enseñaba dos grandes sacos por donde metía la cabeza.
Después le echaron desde abajo una almohada de regular tamaño, y con ella quiso imitar las turgencias más apreciables y escultóricas de la mujer gorda.
—¡Oiga V., caballero! —gritó, al llegar aquí, D. Casto Avecilla, colorado como una amapola, tanto por el rubor cuanto por el apretón que le daba la corbata, que le estaba degollando—. ¡Oiga V., caballero, delante de mi hija no se hacen esas indecencias, y esto es engañar al público, que tiene derecho a que se le indemnice!…
En aquel momento se acordó de que nada le había costado el espectáculo, que era al aire libre y sin entrada, en medio de la feria.
—Pardon, monsieur, mais nous sommes ici chez nous, s'il vous plaît, —dijo el de la camisa, en francés, con acento catalán.
—Si no le gusta la función puede usted marcharse —dijo un soldado cuyas castas orejas no lastimaban aquellas alegorías pornográficas.
Avecilla replicó:
—Y sí, señor, que me marcharé; y si la autoridad fuese en todo como en lo que yo me sé, si el Estado tuviese sus representantes en todas partes, esto no pasaría, no, señor; esto es desmoralizar al pueblo, al pobre pueblo, que no puede permitirse el lujo…
—¡Fuera, fuera! ¡Que baile D. Quijote! —gritó la chusma por cuya moralidad volvía angustiado Avecilla.
Pepita había vuelto la cara con asco y sin remilgos; en el rostro de doña Petra había una sonrisa triste y amarga, pues en el fondo se reconocía culpable. Por codicia, esa codicia del pobre que se parece tanto a una virtud, no había querido ir a un teatro de los caros, y así había llegado, en su afán de economía, hasta a contentarse con el espectáculo gratuito… ¡Y el espectáculo gratuito era un hombre en camisa de once varas, imitando lúbricos movimientos y formas abultadas de mujer gorda y desnuda… !
Ausentose de aquel sitio la honrada familia, y a los pocos pasos vio D. Casto en otro barracón un letrero que decía: «La verdadera mujer gorda, no confundirla con la de enfrente. Entrada, quince céntimos personas mayores. Niños y militares, perro chico». D. Casto consultó a su dignísima esposa con la mirada. Ello había que cumplir a Pepita lo ofrecido, un recreo para el espíritu, para la imaginación de la muchacha sobre todo… y aquel que se ofrecía delante de los ojos era barato… La verdadera mujer gorda.
Valga la verdad, el mismo matrimonio tenía ardientes deseos de ver un fenómeno. Entraron, pues, no sin dejar a la puerta cuarenta y cinco céntimos. La mujer gorda, vestida de pastora de los Alpes, estaba sobre el tablado, que tanto tenía de escenario como de nacimiento; en el fondo había una decoración de paisaje alpestre, cuyas montañas más altas llegaban a la mujer gorda (Mlle. Goguenard) a las rodillas. Estaba sentada en una silla de paja, y en la mano derecha tenía, en vez de cayado, una enorme tranca; la mano izquierda acariciaba en aquel momento una barba de macho cabrío que descendía por las turgencias hirsutas que revelaban de manera indudable la autenticidad del sexo.
Las candilejas de pestífero aceite estaban a media luz; el público llegaba poco a poco, y en pie todos, en semicírculo, se colocaban cerca del escenario con religioso silencio. Predominaba aquí también el elemento militar, y no faltaban cinco o seis muchachuelas de la hez del pueblo, andrajosas, que procuraban vestir sus harapos con la rigidez manolesca, y que reían y cuchicheaban y se decían al oído mil picardías que les inspiraba la presencia del monstruo.
Mlle. Goguenard hablaba en francés con una mujer de la barraca inmediata que iba a visitarla de vez en cuando. Decía, pero no lo entendía el público, ni el mismo don Casto, que el oficio era horroroso y que ya estaba cansada de aquella estupidez. Las miradas que repartía por la asamblea eran de desprecio y de cólera.
—¡C'est bête! ¡C'est bête! —repetía la mujer gorda, y gruñía moviendo la feísima cabeza.
En tanto D. Casto, en voz baja, daba explicaciones a su familia, que le escuchaba, olvidada ya la vergüenza de la barraca de las falsificaciones, con ojos llenos de curiosidad, una curiosidad puramente científica. Doña Petra presentaba a su marido las más difíciles cuestiones fisiológicas y etnográficas, segura de que Avecilla lo sabía todo. Era su creencia fija: su esposo estaba al cabo de la calle de cuanto se puede saber en este mundo, y la tenía indignada que todo esto no bastara para lograr un mal ascenso en Pastos.
—Pues bien —decía D. Casto—, los gigantes van desapareciendo poco a poco; pero hubo un tiempo en que ellos dominaban y tenían al mundo entero en un puño. La historia registra varios gigantes célebres, por ejemplo, Goliat, Gargantúa…
—Y el gigante chino —se atrevió a decir Pepita, interrogando con la mirada.
—Y el gigante chino —repitió su padre, que no recordaba más gigantes registrados por la historia.
—Pero esta no es gigante —objetó doña Petra, cuyo buen sentido, sin querer ella, presentaba argumentos invencibles a la sabiduría de su esposo.
—Distingo, señora mía, distingo —dijo D. Casto—. No es gigante en sentido longitudinal; pero has de saber, esposa mía, de aquí en adelante, que hay tres dimensiones: longitud o largo, latitud o ancho, y profundidad o grueso… pero grueso vale tanto como gordo, luego esa señora es gigante en sentido lato, o mejor diré, en cuanto a la gordura o profundidad.
Esta vez triunfó el amo de la casa por completo.
—¡Y pensar que a este hombre no le llega el sueldo al último día del mes! —se dijo a sí misma doña Petra suspirando.
Un redoble de tambor que resonó fuera anunció al público que empezaba la exposición.
—Cuarenta y ocho veces me he ensenado al ilustrado público —dijo la mujer gorda a su amiga. Y después de dar al aire un suspiro, acercó la silla a las candilejas y comenzó su relato en un mal español y con voz ronca y gesto displicente.
La familia de Avecilla se había colocado en primera fila, y como don Casto era a todas luces la persona de más representación y más estatura de las del teatro, a él se dirigían las miradas y las palabras de la Goguenard. Doña Petra sintió un asomo de celos. Atribuyó aquella predilección al aire de salud de su marido.
La relación de la mujer gorda era muy sencilla. No había en ella, como en la del farsante de marras, asomo de lubricidad; se trataba la cuestión de sus buenas carnes desde un punto de vista puramente antropológico. Don Casto así lo comprendió, prestándose gustoso a ser el Santo Tomás de la reunión, es decir, el testimonio vivo del concurso, mediante el sentido del tacto.
La Goguenard decía: —Señores, esta pantorrilla —y levantando la falda de color de rosa y las enaguas mostró una mole cilíndrica de carne que se transparentaba bajo media de seda calada—, esta pantorrilla ha llamado la atención de las dos Américas, de las colonias inglesas, de la India y de toda la Europa; es de carne verdadera, aquí no hay nada falso, puede palpar el señor y se convencerá de ello…
Don Casto, como dejo dicho, no tuvo inconveniente en palpar, previa una mirada de consulta a su esposa, que aprobó orgullosa y muy contenta.
Bien sabe Dios que don Casto iba a tocar aquella carne libre de todo mal pensamiento, pero fuera que su vida exageradamente casta, si en tal virtud cabe exageración, le hubiera conservado fuegos interiores ocultos, apagados generalmente en los de su edad, fuera la emoción de la notoriedad, o lo que fuera, Avecilla se puso pálido, tragó saliva y por sus ojos pasó una nube que los oscureció por un momento. Lo que sintió don Casto es un misterio, pero es lo averiguado que tardó algunos minutos en reponerse, y no sin trabajo pudo decir al numeroso público:
—¡Carne, carne y dura!
Y todos creyeron bajo la palabra de abuelo, como le llamó inoportunamente una chula en embrión.
Para doña Petra no pasó sin ser notada la turbación de su esposo; Pepita sintió otra vez la repugnancia de poco antes al ver a su padre palpar pantorrillas de fenómenos del sexo débil. Además, el espectáculo, hasta entonces compatible con el más recatado pudor, cambió de aspecto cuando dos o tres mozalbetes se acercaron a repetir la experiencia de don Casto. Como durase la prueba del tacto más de lo que parecía regular a la mujer gorda, esta levantó la tranca y amenazó con ella, diciendo a la vez a los atrevidos y concupiscentes mancebos:
—¡Fuera, canalla!… ¡Id a palpar!…
¡Y añadió horrores!
Carcajadas del cinismo, epigramas de la desvergüenza, todo el repertorio de los lupanares se cruzó entre el concurso hasta entonces comedido y la robusta pastora de los Alpes… Los Avecilla salieron a paso largo, corridos, muy disgustados, sin hablarse, y llenos de remordimientos el esposo y la esposa.
Dejaron la feria, atravesaron el Prado y subieron por la Carrera de San Jerónimo; callaban los tres. Don Casto no se conocía, renegaba de sí. Nada de aquello era digno de una rueda del Estado, de una entidad que no debe, que no puede tener pasiones vergonzosas. Y no cabía duda, a sí propio tenía que confesárselo, por más que hasta la hora de la muerte se lo ocultase a su pobre Petra: él, don Casto, la rueda, había sentido un extraño, profundo deleite, al tocar la carne dura y fresca entre las mallas de seda… Sí, esta era la verdad, la verdad desnuda.
Doña Petra subía la calle un poco amostazada, pero reprimiéndose; no quería manifestar sus recelos; no había forma decorosa de hacerlo delante de la niña.
¡La niña! Esto era lo peor. ¡Qué cosas había visto la niña! ¡Y eran ellos, sus padres, los que le habían abierto los ojos, los que habían puesto la provocación de la lascivia ante su virginal mirada!
Pepita iba un poco avergonzada. No se atrevía a mirar a su madre; temía que le conociese aquella excitación en que la tenían los repugnantes espectáculos que dejaba atrás.
En la esquina de la calle del Príncipe fue necesario hablar algo. —¿Y ahora? —se atrevió a decir doña Petra. —A donde queráis —respondió Pepita, resignada. —¿A casa? —Es temprano —dijo apenas don Casto, hablando como aquel que no tiene saliva. —¿Vamos a ver una piececita a Variedades? —Está lejos. —Pues a Eslava, que está al paso. —Vamos a Eslava—. Y fueron.
Por el camino ya se habló algo, para olvidar, o procurando a lo menos, las escenas de los barracones. D. Casto, a quien la corbata se le iba metiendo carne adentro, aparentó jovialidad. ¡En vano! Estaban todos tres cortados, se miraban unos a otros con miedo. ¡Si algún pensamiento poco honesto, que lo dudo, había ocupado jamás a aquellos tres espíritus sencillos, no había sido ciertamente comunicado entre ellos, pues en todas sus relaciones había reinado siempre la castidad más perfecta! ¡Y ahora tenían aquel fango, aquella vergüenza en común, en la sociedad de su vida íntima! La incomodidad de esta repugnancia la sentían ellos con mucha más fuerza que yo la explico.
En Eslava les tocó ver una zarzuela llena, también, de pantorrillas y de chistes verdes. Cada alusión iba derecha a lo que guarda más el decoro del contacto de los labios. Muchas las entendía Pepita, por demasiado transparentes; otras, a fuerza de discurrir, sin poder contener el pensamiento, lo que significarían aquellos chistes que el público recibía con carcajadas maliciosas… Acabó la zarzuela y empezó el baile.
—¡Más pantorrillas! —gritó D. Casto sin poder contenerse y a punto de ser estrangulado por la corbata. Y puesto en pie, intimó a los suyos la orden de retirada.
Cogieron las mujeres sus abrigos y salieron a la calle, no sin que les acompañara el público de las alturas con ese castañeteo de la lengua con que se echa a los perros de todas partes y a los espectadores impacientes de los teatros, según moderna costumbre, menos culta que bien intencionada.
Salieron los Avecilla abochornados, llegaron a su casa, que estaba cerca, y sin hablar de las emociones de la noche, Pepita se fue a su alcoba, después de dar un beso en la frente de su padre. A su madre no se atrevió a besarla. Don Casto observó que la niña estaba agitada, descompuesta, que tropezaba con las sillas; y el color encendido, el sudor que le caía en copiosas gotas por sienes y frente, notó que le sentaban muy mal. Aquella noche su hija no era la de siempre, la tranquila hermosura que cosía a la máquina en enaguas, durante el verano, enseñando la hermosa garganta, nada más que la garganta, y alegre y sin aquellas brasas en las mejillas.
Cuando don Casto estuvo solo con su esposa, en esa hora en que los matrimonios bien avenidos y de larga vida conyugal, se acarician comunicando ideas, hablando de los hijos y de la hacienda, en esa hora, resumen del día, Avecilla miró, por fin, a Petra, cara a cara. Ella bajó los ojos, perdonando y pidiendo perdón a un mismo tiempo. Se sentía culpable de una sordidez que era una virtud necesaria para su miserable hacienda.
—¡Pobre hija mía! ¡Poco se ha divertido esta noche! —dijo el padre.
—¡Poco! —contestó la madre.
Y sin decírselo, pensaron los dos a un tiempo: —¡La hemos ultrajado! —Don Casto, exagerado en todo y amigo de la hipérbole, hasta de pensamiento, fue más allá; pensó también así: —¡La hemos prostituido!
Silencio otra vez. Doña Petra se acostó primero; volvió a rezar, porque le pareció que las oraciones de aquella tarde ya no servían, y quiso purificarse con otro rosario de coronilla. En tanto, don Casto paseaba por la sala en mangas de camisa, con los tirantes colgando, y así estuvo hasta que se le ocurrió una frase que reputó oportuna porque no decía nada y decía mucho. Mientras procuraba, maquinalmente y en vano, quitarse la corbata, mirándose al espejo, exclamó en voz alta, para que doña Petra le oyera:
—¡Lo barato es caro!
Este aforismo económico—alegórico—moral, como para sí le llamó Avecilla, no mereció respuesta ni comentarios por parte de doña Petra, sin embargo de que lo había entendido perfectamente. —¡Acuéstate, Avecilla! —fue lo que ella dijo.
—Bien quisiera; pero, la verdad, esta maldita corbata… estos malditos resortes, esta industria transpirenaica… ¡No sé por dónde metió la niña esta punta de acero! ¡Ay!
—¿Qué es eso, Avecilla?
—Nada, un pinchazo… ¿Pero, Señor, por dónde se saca eso?… Y lo peor es que me aprieta, me ahoga… ¡Parece un remordimiento esta corbata!… ¡Puf! ¡Renuncio, renuncio!
—¡Ven acá, hombre, a ver si yo puedo!
Doña Petra tampoco pudo.
Avecilla va y viene del espejo a la cama, de la cama al espejo; ni él ni su digna Petra son capaces de encontrar el resorte de aquella condenada máquina del plastrón.
—Comprendo lo de Sedán —gruñe don Casto, dando pataditas en el suelo—. No se parece la mecánica de esta corbata a la del Estado; en la máquina pública todo es armonía, relación; aquí… ¡no hay diablos que den en el intríngulis de este artefacto!… Si por aquí, nada; si tiro de aquí, menos —y sudaba sangre el buen señor. —¡Llama a Pepita! —dijo doña Petra.
—¡No en mis días! ¡Déjala dormir en el sueño de la inocencia! —y continuó:
—Estoy resuelto, ¡me acostaré con corbata y con camisa! ¡Yo, que no he consentido jamás que me hicieran dormir con ropa almidonada! ¡Pero, en fin, me sacrificaré! ¡Todo, antes que interrumpir el sueño de la inocencia! Porque aún será el sueño de la inocencia, ¿verdad, Petra mía?
—¡Pues claro, hombre!
Ambos esposos pensaban en lo mismo, en la pantorrilla de Mlle. Goguenard.
Don Casto se acostó sin quitarse la corbata. Apagó la luz. —Duerme —dijo a su señora. —¿Y tú? —¡Yo! ¿Quién duerme con este lazo al cuello?… ¡Soñaría que me daban garrote! —¿Pues por qué no quieres despertar a Pepita? —¡Que duerma, que duerma la inocencia… su padre vela!
Reinó el silencio en la oscuridad. Don Casto, sentado en la cama, apoyada la espalda en los almohadones, daba suspiros al viento con la fuerza de muchos fuelles. Doña Petra no suspiraba, pero tampoco dormía. Un reloj dio las dos.
—¡Si hubiéramos ido a la Zarzuela! —se atrevió a decir doña Petra, como continuando una conversación entablada de espíritu a espíritu, sin necesidad de palabras, entre los cónyuges.
—¡Sí; debimos haber ido a la Zarzuela!
—Pero como tú dices que es un espectáculo híbrido.
—Eso es cierto, híbrido.
Nueva pausa. Nuevo atrevimiento de doña Petra.
—¿Y qué significa eso de híbrido?
—Petra —respondió el viejo, ocultando mal su enfado—, diversas y varias veces te tengo reprendido, en el tono de la más cordial amistad, ese espíritu concupiscente de preguntarlo todo. Y sobre que más pregunta un necio que responde un sabio, debo advertirte que yo no recuerdo en este momento lo que esa palabreja significa; pero ten por seguro que la zarzuela es un espectáculo híbrido, pues yo lo he leído en críticos famosos y a ellos me atengo. Y duerme y calla, que harto tengo yo con esta maldita corbata para martirio de esta noche, y si no fuera un absurdo en el terreno de la economía, ya habría cogido unas tijeras…
—¡Jesús, hombre! ¡Una corbata que costó tantos reales!
—¡Pues por eso digo que sería un absurdo!
Durmió doña Petra y al cabo don Casto también, y soñó que le llevaban al patíbulo, como había previsto, y que por el camino del patíbulo había tendidas mujeres gordas, entre cuyas piernas mal cubiertas tenía que pasar don Casto, pisando carne por todos lados… Doña Petra no soñó nada. A la mañana siguiente, la rueda administrativa se despertó en D. Casto con grandes ansias de funcionar. Pepita, contra su costumbre, no se había levantado todavía. Avecilla se alegró en el fondo del alma. Salió muy temprano, sin hacer ruido, y como las oficinas no estarían aún abiertas, se fue al Retiro. —¡Oh! ¡La naturaleza —pensaba don Casto—, único espectáculo gratuito y moralizador! Cuando quiera que Pepita se distraiga y dé libre vuelo a su imaginación, la traeré al Retiro por la mañana, en vez de llevarla al teatro por la noche. Aquí las flores deleitan el sentido del olfato, las aves el del oído, la naturaleza entera el de la vista, las brisas el del tacto, que según aseguran los sabios, está esparcido por todo el cuerpo, y por último, podemos corrernos con un cuartillo de leche de vaca, recreo sabrosísimo del gusto, leche con bizcochos… —y siguió perdiéndose en aquel idilio y entre las enramadas del Retiro.
Cuando entró en la oficina, ya estaban trabajando, es decir, leyendo periódicos, algunos compañeros.
—¡Hola, hola, Casto! —se permitió decirle un vejete, el único que le tuteaba—. ¡Parece que se trasnocha!… Sero venis. ¡Y qué cara, qué palidez, qué ojos hinchados! ¡Ah, Casto, Casto! ¡Me parece que andas en malos pasos!…
—Señores, ¿quién ha contado aquí?…
—¡Todo se sabe! —dijo el viejo con malicia, para descubrir algo.
—¡Me han visto en la barraca de la mujer gorda! —pensó Avecilla horrorizado—. ¡Pues bien, señores, juro con la mano puesta sobre el corazón, por mi honor y por los Santos Evangelios, que mi curiosidad era puramente artístico—científica! Es cierto que la pantorrilla de aquella robusta señora…
—¡Bravo, bravo, confiesa! —gritaron todos a coro.
No se le dejó proseguir; ya no pudo en su vida explicar aquellas palabras, y quedó como artículo de fe en la oficina que don Casto Avecilla era como los demás, que tenía una querida y era robusta.
—En fin, caballeros —dijo don Casto, renunciando a explicarse porque no le dejaban—, todo lo que ustedes quieran será; pero yo les ruego por caridad que alguno que entienda estas trampas de las corbatas con resorte, me libre de este dogal que me sofoca.
—¡Uf! —respiró don Casto, moviendo la cabeza, sacudido ya el ominoso yugo.
Respiró con libertad; ¡pero ay!, su reputación de casto esposo, de modelo de padres de familia, había desaparecido para siempre.
¿Y su hija? Su hija… ¿había perdido la inocencia aquella noche?
Yo le diré al lector, en secreto, que no hubo tal cosa.
Pero cuando, años después, la pobre Pepita, como tantas otras, sucumbió a los pérfidos halagos del amor de infantería y fue víctima de los engaños de un subteniente, huésped de la casa, don Casto, llorando su deshonra, se atribuyó toda la culpa de tan grande infortunio…
—¡Sí, sí! —exclamaba medio loco, mesándose las venerables canas—. ¡Yo la prostituí aquella maldita noche, por no llevarla a un teatro clásico, por querer ahorrar ocho reales! ¡Lo barato es caro, lo barato es caro!… ¡Yo bien decía!
Y doña Petra, por todo consuelo, repetía cien y cien veces:
—¡Si hubiéramos ido a la Zarzuela!
Zaragoza, 1882.