¡Pero, señor, si él no lo negaba, si ya sabía que tenía razón su mujer! ¿Que la plaza estaba por las nubes? ¡Claro! ¿Que todo costaba el doble de lo que valía tres años atrás? ¡Cierto! ¿Que un padre con tres hijos de pocos años y de muchos dientes, no podía consagrarse al arte poco lucrativo, aunque muy honroso, de hacer charadas en verso, ora improvisadas, ora discurridas si tenían intríngulis? Corriente. En todo eso estaba él, y ya había escrito tres cartas al señor López, el diputado, pidiéndole un destino; por cierto que López no le había contestado a ninguna… Pero que se respetase su vocación. ¡Qué mal hacía él a nadie descifrando logogrifos y discurriendo otros muchos más complicados! La vocación no se discute. Él había nacido para aquel género de literatura y había que dejarle en paz o lo echaba todo a rodar, y se comía a sus propios hijos con dientes y todo, como el dios Saturno de la mitología.
Su primer hijo era hija y se llamaba Paz, pero Bustamante la llamaba mi primera; y a Gil, que seguía, le llamaba mi segunda y a María de la O, mi tercera.
—Bustamante —le dijo una noche su mujer, que le llamaba por el apellido y ya estaba hasta el moño de charadas—, es necesario que vayas a Madrid y le saques a López una credencial aunque sea de las entrañas.
—Sí, esposa mía, estoy conforme; me trasladaré a la capital, veré a López y si no me da eso, le pondré en los Pasatiempos del Eco de los Pósitos como chupa de dómine con esta charadita, que se me ha ocurrido ahora:
Prima es neutro, aunque te
asombre,
mi segunda pega
bien,
y mi todo es un mal
hombre
que me la pega
también.
—¡Bustamante! Para no decir más que tonterías… más vale que te duermas. (Estaban en el lecho nupcial).
—Bueno, esposa mía, pues en tal caso, la solución en el número próximo; quiero decir que hasta mañana.
Y dio media vuelta y se quedó dormido.
* * *
Pocos días después llegaba a Madrid nuestro Bustamante, que se llamaba Miguel Paleólogo, según él, aunque lo de Paleólogo no estaba en el calendario y sí en la historia bizantina. Pero creía Bustamante que Paleólogo era el apellido de un San Miguel no Arcángel. De todas maneras, él llegó a Madrid en el tren correo, a las ocho de la mañana.
Su mujer le había recomendado que fuese a parar a la misma fonda de López, aunque le costase muy caro este lujo. El propósito de doña Pascuala era que su Miguel, su Bustamante, como ella decía, se agarrase a los faldones del diputado desde el ser de día hasta las altas horas de la noche, que eran para doña Pascuala las diez. Prometió Miguel a su esposa hacerlo como ella pedía, pero en cuanto llegó a la corte, donde no había estado hacía diez años, le entró mucho miedo a todo lo grande, y la fonda cara se le apareció como un Medina Zara, como un palacio de cristal, y el diputado López como un sátrapa de siete colas (apéndices que él atribuía a los sátrapas).
No se atrevió a entrar en la gran fonda y dio al cochero las señas de la de Pepito Rueda, un estudiante de su pueblo, más andaluz que su padre, que era de Utrera. Pepito Rueda era muy amigo de Bustamante, que le doblaba la edad; pero consistía el aquel de la amistad en que ambos eran de genio alegre y amigos de la literatura, cada uno según sus posibles. Pepito mojaba algo en varios periodiquitos satíricos de la corte. Escribía unas crónicas del Senado llamando animales a todos los senadores desde el marqués de la Habana para abajo, y, es claro, el director del periódico le quitaba de las crónicas los insultos, que él llamaba las ocurrencias, y además no le pagaba.
Con la influencia que se ha visto que Rueda tenía en la prensa, había conseguido publicarle a Bustamante más de una charada en los diarios y revistas de Madrid. Bustamante estaba muy agradecido a Rueda, por más que también por su propio mérito tenía Miguel de par en par abiertas las columnas de varios periódicos. Esta frase, que repetía sin cesar, parecíale muy elegante y fue grande su asombro cuando en cierta ocasión le convencieron de que las columnas no tenían para qué abrirse y menos de par en par. Lo cierto era que él desde el pueblo había empezado a mandar la solución de la charada y del logogrifo y hasta del salto de caballo al Almacén de las modas, al Correo elegante, a La Camelia, periódicos de señoritas, y al Eco de los Pósitos. Al principio, aunque la solución fuese la que él decía, no le contestaban los periódicos, pero después… ¡Ah! Qué emoción tan pura, tan intensa la suya cuando leyó por vez primera en el Eco de los Pósitos lo siguiente: —«Correspondencia particular. Sr. D. M. P. B. Ha acertado usted. El todo es Carratraca, pero los versos de usted no se pueden publicar, porque el chiste que V. emplea al descifrar algunas sílabas no es del gusto del público moderno».
La Camelia era más lacónica y más elocuente, decía: «El Sr. D. Miguel Paleólogo Bustamante de… nos envía la solución de la charada del número anterior: Bobadilla. Dice así:
»Mi primera y mi
segunda
es defecto personal,
y mi segunda primera
ante una moza con sal…
Así empieza tu charada
y veo con claridad
que prima y segunda es boba
y así, puedo continuar.
Tercia y segunda es cantante
—pero escribiéndolo mal—.
¿Y prima y cuarta se come?,
pues no me diga V. más.
El todo es una estación…
Bobadilla… claro está».
No ocultaba Bustamante que le costaba mucho trabajo hacer estos versos y otros por el estilo, y si no se hubieran inventado los ripios los hubiera inventado él para salir de tamaños apuros. Y aquí me permitiré una digresión a la retórica y poética de este literato de su pueblo, digresión útil porque pinta la manera de matar versos que tienen muchos escritores de cabeza de partido. Bustamante, considerando que el escribir versos era operación que hacía sudar y llegaba a calentar la cabeza, creía, lleno de lógica, que el mayor mérito de un verso (vulgo poesía) estaba en que fuera muy grande; cuantos más renglones mejor. ¿No tiene más mérito un andarín que anda cinco horas sin descansar que otro que sólo ande tres horas? ¿No apuestan los andarines a quién aguante más? Así era Bustamante, un poeta de resistencia; y así creía él que debían ser los poetas. El cambiar de metro se le antojaba una abdicación. Nada de redondillas (que además nunca le salían a derechas), romance y tente tieso; pero romance con un solo asonante (él no lo llamaba así) aunque fuese más largo el verso que de Gibraltar a Madrid.
Ahora sí, eso de que habían de estar mal los romances si caían en copla completa (consonante) le parecía a Miguel una barbaridad, con permiso de Ruedita. El que las palabras acabasen con las mismas letras, exactamente, ¿no era mérito mayor?, ¿no tenía más dificultad?, pues cuantos más consonantes en el romance, mejor. Sin saber por qué, prefería los romances agudos, porque el recurso de los verbos en infinitivo (si era en a, e o i el romance) le parecía muy útil, y cuando no bastaba eso, valía aquello de: Zas, ya, ¡tras!, ¡ah!, ¡quia!, ¡voto va!, pues, ¡eh!, ¡pardiez!, en fin, grano de anís, ¡por San Gil!, y otras interjecciones y frasecillas por el estilo.
Bustamante, como íbamos diciendo, en vez de ir a la fonda de López buscó la posada de Rueda y sorprendió al literato estudiante en el lecho, tres horas escasas después de haberse acostado el autorcillo satírico, que trasnochaba, por no ser menos que otros.
—¿Quién está ahí? —gritó asustado Rueda, que tenía la mala costumbre de cerrar su cuarto por dentro.
—¡Soy yo! —le respondió—. Mi primera en el pentagrama, mi segunda un senador, (si se le pone una diéresis) de varias obras autor.
Quería decir Mi—Güell… y Renté.
Pepito abrió, y volvió corriendo a meterse en la cama.
—¡Arriba, perezoso! —gritó el del pueblo, dejando una maleta sobre la cómoda, una manta de viaje sobre la mesa de escritorio, un paraguas sobre una silla y la sombrerera sobre la cama.
Rueda no protestó: pero no quería levantarse; le hacía daño madrugar.
—¿Cómo se entiende? ¡Arriba!
Y ¡cataplum!, el robusto autor de charadas cogió el colchón por una punta, dio un tirón y Pepito vino al suelo. No había manera de ofenderse. Así las gastaban allá. La verdad era que el empingorotado López no hubiera sufrido una broma de este calibre.
Almorzaron juntos y temprano, después de lavarse y cepillarse el del pueblo. Se le ajustó lo más barato que se pudo un cuarto con vistas a un pasillo que comunicaba, aunque no directamente, con una galería, y allí se acomodó el buen provinciano que tenía la convicción de que en Madrid todos viven así, apretados y a oscuras, y por esto no se quejó. ¡Para lo que él pensaba parar en casa!
—¿El café lo tomaremos con esos señores, por supuesto? —dijo después de almorzar Bustamante, que había encontrado el vinillo bueno y no se lo había escatimado por aquello de que lo mismo pagaba bebiendo mucho que bebiendo poco.
Esos señores eran los redactores del Bisturí, periódico en que a la sazón escribía el empecatado Rueda. Los redactores del Bisturí eran varios estudiantes —in partibus infidelium—, de la facultad de Medicina.
El Bisturí hablaba de política, de teatros, de todo, y especialmente tenía por objeto desacreditar —si tanto podía—, a los altivos catedráticos de San Carlos que osaban dejar suspensos a los malos estudiantes, aunque fuesen periodistas. Rueda era el único redactor no técnico como él decía, del periódico. Se le había buscado por su gran fama de escritor satírico y por sus ideas materialistas, demostradas en varios ataques humorísticos al culto y al clero. Esto último no le gustaba a Bustamante, fervoroso creyente, aunque no fanático, porque en él la religión era una necesidad de artista; creía por temperamento; sin un ideal no comprendía la existencia. Y al decir esto, suspiraba mirando una guitarra que también había traído consigo. En fin, lo mejor era la tolerancia, y él perdonaba de buen grado a los señores redactores del Bisturí su falta de principios religiosos, en gracia a la sección de «Charadas y acertijos» que publicaban en la cuarta plana.
Pepito advirtió que los literatos no iban al café tan temprano.
—Bueno, pues entonces iré yo antes a ver a ese López, que tiene que sacarme un destino. Espérame tú en el café, y yo iré a eso de las dos para que me presentes a esos jóvenes ilustres.
Salieron de casa juntos y en la Puerta del Sol se separaron. Bustamante bajó por la calle del Arenal. Iba hacia la casa de López como si lo llevasen al matadero; se paraba ante todos los escaparates. En la vidriera de un café vio colgados de un cordel varios periódicos. El Bisturí estaba entre ellos. Sintió cierto orgullo. ¡Él, que acababa de llegar del pueblo, era amigo de los que escribían aquel papel impreso! ¡Había almorzado con uno de los redactores! El viejecillo que vendía los papeles no pudo notar la sonrisa de lástima con que le estaba mirando Miguel Paleólogo. Compró El Bisturí y entró en el café. ¡Qué diablo! Tiempo había de ver al señor López, que después de todo, no escribía en los papeles ni hablaba en el Congreso ni era tan gran personaje como creía su mujer.
—¿Qué quiere el señorito? —le preguntó un mozo distraído. Bustamante quiso cerveza. Mala hora para tomar cerveza, pero no encontró en su memoria bebida más propia de un literato, como él era sin duda y cada vez más.
—¿Quién sabe —pensaba, mientras ponía cara de vinagre a la cerveza que tragaba—, quién sabe? Acaso mis relaciones literarias me sirvan mejor que López para mi pretensión. Donde menos se piensa… Y esta prensa satírica… influye mucho. Tal ministro que se ríe de todas las minorías, tiembla ante una caricatura o ante unos versitos satíricos de pie quebrado. Es muy posible que El Bisturí tenga más influencia que López.
Y para matar el tiempo en vez de ir a visitar al diputado, pidió papel y pluma y se puso a escribir.
No a su mujer, no. Escribió el nombre y apellido de los ministros y comenzó a manchar el pliego con versos, encima de los cuales puso: Anagramas políticos.
Así esperó la hora de ser presentado a los satíricos del Bisturí.
Cuando Miguel Paleólogo Bustamante llegó al café en que se reunían los redactores de El Bisturí, que era el Suizo Nuevo, ya los ilustres periodistas, satíricos como diablos, estaban alrededor de una mesa discutiendo, como de costumbre. Rueda los había enterado de las condiciones físicas y morales de su colaborador el de las charadas, y como notara que sus compañeros insistían en tener en muy poco al mísero provinciano, para hacerle valer recurrió a una mentira que le pareció inocente. Les dijo que era rico, y muy capaz, si allí halagaban su vanidad, de subvencionar El Bisturí, que se moría de hemotisis.
La presentación se hizo con solemnidad. Rueda estuvo en ella muy digno y serio como un introductor de embajadores. Era el muchacho andaluz de la clase de los sosos y tristones, y en su candidez, vecina de la pobreza de espíritu, propendía a mirar todas las cosas por el lado serio, que podían no tener siquiera.
Bustamante no trató ni un momento de ocultar que estaba conmovido, realmente conmovido.
En él las impresiones fuertes se traducían en un sudor copioso y de mal tono que bajaba por la frente hasta el tejado de cejas y pestañas; en una sonrisa de barro cocido, toscamente modelado, y en un ceceo tartajoso que inspiraba compasión, quitando al más cruel las ganas de burlarse.
Los redactores de El Bisturí supieron apreciar en lo que valía la humildad del provinciano, y después de significar que era ya de la mesa, que se le admitía allí como un ingenio colaborador, siguieron las disputas interrumpidas.
Bustamante colocó su taza de café en una esquina de la mesa, juzgando que harto honor era para él disponer de tan reducido espacio; se sentó al sesgo, para tomar menos sitio, y se juró en el fondo de su «fuero interno» pagar todo el gasto aquel día. Oía y callaba, y decía a todos con la cabeza que sí, que era como ellos aseguraban, aunque se contradijeran. De vez en cuando, si la discusión se acaloraba y no temía ser oído ni visto, se acercaba a su amigo Rueda y le decía en voz baja, casi por señas a veces: —¿Quién es este?
—Este que habla tan bien, ¿quién es? —preguntó primero, señalando a un joven alto, de barba negra, de buena figura, pero insulso de expresión, lacio y repugnante, porque se hacía vivaracho y gracioso cuando la pereza meridional estaba pintada en todo él pidiendo a voces silencio, reposo, vida de vegetal, nada de excitaciones cerebrales.
—¿Ese? Ese es una notabilidad —respondió de buena fe Rueda, al oído de Miguel—. Es Merengueda, que ha escrito ya un artículo en Los Lunes de El Imparcial, unos versos en La Ilustración y todo lo que ha querido en La Raza Latina y La Moda Libre.
Paleólogo se volvió para contemplar a Merengueda a su talante.
—Sí, sí, me suena —dijo.
Merengueda era el redactor principal de El Bisturí, escribía los artículos de fondo, que tenían que ser muy intencionados, sátiras como cantáridas, y de un estilo muy alegre, familiar y… vamos, barbián como decían ellos.
Merengueda (que se llamaba Narciso), tenía la desdichada habilidad de asimilarse (frase suya) todas las muletillas de moda en los periódicos festivos que él admiraba e imitaba. Como en los artículos de esos periódicos no solía haber más gracia que la de un estilo plebeyo, chabacano, desaliñado y caprichoso, plagado de idiotismos necios, de giros y vocablos puestos en uso por una moda irracional, poco trabajo le costaba al satírico de El Bisturí parecerse hasta igualarlos a los humoristas de otros papeles muy leídos y acreditados. Por lo cual los amigos de Merengueda le tenían por un Fígaro en ciernes.
Para comenzar su artículo tenía siempre una muletilla que usaba sin conciencia de ella, creyendo que cada vez se le ocurría por la primera y que tenía gracia y originalidad.
«Pues, señor, el gobierno nos quiere hacer felices, y… ¡nada!, hay que dejarle pasar con la suya; porque, lo que digo yo, señores… ». Así empezaba un día el artículo.
Y otro día: «Pues, señor; que el gobierno se quiere quedar con nosotros».
Y otro: «Pues, señor; que el gobierno es un barbián».
Y cuando no era pues señor era decididamente.
Aquello de empezar por decididamente se le antojaba a Merengueda un recurso del mejor gusto, porque parecía como que se seguía hablando… de lo que no se había hablado todavía.
A estas y otras tonterías del satírico, que debía vender dátiles, las llamaban sus admiradores «sencillez, naturalidad, facilidad».
—¡Qué fácil es el estilo de Merengueda! —decían.
Y sí era fácil, ¡como que así puede escribir cualquiera! Las ideas del redactor en jefe (pero sin subordinados) de El Bisturí corrían parejas con su estilo. Pensaba a la moda, y con la misma desfachatez y superficialidad con que escribía. Era materialista, o mejor positivista… Que no se le hablase a él de metafísica; la metafísica había hecho su tiempo, decía con un horroroso galicismo.
Había otro redactor de El Bisturí que se pintaba solo para criticar a todos los autores y artistas del mundo.
Era el primer envidioso de España, y en su consecuencia se le hizo crítico del periódico. Lo mismo hablaba y escribía de teatros, que de novelas, de poesía lírica, de historia, de filosofía, de legislación, de pinturas, de música, de arquitectura y diablos coronados.
Se llamaba Blindado y lo estaba contra todos los ataques de la vergüenza que no conocía. Hablaba en el Ateneo, donde se reía de Moisés y de Krause. Para censurar un libro que tratase materia desconocida para él (cualquier materia), comenzaba por enterarse de la ciencia respectiva por el mismo libro, y después de deberle todos sus conocimientos sobre el asunto, insultaba al autor, en nombre de la ciencia misma y le daba unas cuantas lecciones aprendidas en su libro. Si el caso era criticar un cuadro, recurría al tecnicismo de la música, y hablaba de la escala de los colores, del tono, de una especie de melodía de los matices, de las desafinaciones, de las fugas de color; pero si se trataba de música, entonces recurría a los términos de la pintura, y decía que en la ópera o lo que fuese, no había claro—oscuro, que la voz del tenor era blanca, azul o violeta, que las frases no estaban bien matizadas, que la voz no tenía buen dibujo, etc., etc. Todo lo decía al revés. También era positivista.
Los demás redactores de El Bisturí eran de las mismas trazas. Para ellos no había eminencia respetable, trataban al Himalaya como al cerrillo de San Blas.
—Ese Campoamor está chocho —decía uno.
—¡Don Federico Rubio! ¡Don Federico Rubio! Un buen cirujano, pero no es profundo, y además es poco atrevido.
—¡Encinas! Encinas comparado conmigo es como un arbusto, como oleaster.
—¡En España no hay poetas!
—¡En España no hay médicos!
—¡En España no hay chicha… !
—¡Ni limoná!
Bustamante oyendo estos y otros disparates, y con algunas copas de cognac en el cuerpo, estaba como quien ve visiones y muy colorado. Se limpiaba el sudor del robusto cuello con el pañuelo y pensaba:
—¡Señor, si tan poco valen Campoamor, Encinas, Rubio… qué poquita cosa debe de ser mi señor López el diputado… ! Decididamente no voy a visitarle. Aquí hay que darse tono.
Y acercándose a Rueda otra vez, le dijo en voz baja:
—Oye, tú, ¿qué opinan estos señores de López… el diputado de allá… ?
Lo oyó Merengueda y gritó:
—¡Valiente animal!
—¿Quién? —preguntó Blindado.
—López, el andaluz.
—¡Oh, qué bruto!
—¡Qué zángano!
—¡Un paquidermo!
—¡Un rinoceronte!
Bustamante se puso como un pavo y dijo con tono humilde:
—No crean ustedes… también allá le tenemos por un mequetrefe… Yo no pienso pagarle la visita. ¡Es un avestruz!
—¡Un dromedario! —repitió el coro.
—Eso le decía yo a mi mujer… ¡Un dromedario!
Aquella tarde lo pagó todo, como se había ofrecido, el colaborador de las charadas.
Protestaron por fórmula algunos de los presentes, el mozo vaciló breve rato y por fin cobró.
Notó Bustamante que en aquel momento todos le miraron a él con respeto, con asombro pudiera decirse, y, mientras se ponía muy colorado, sintió una vanidad infinita.
A la puerta del casino se despidieron algunos redactores del Bisturí. Paleólogo bajó por la calle de Alcalá con Rueda, Blindado y el satírico Merengueda.
Tomaron una manuela cerca de la Cibeles y como sardinas en banasta se fueron a pasear al Retiro.
Bustamante no conocía el paseo de coches, y al llegar a la explanada, cerca del invernadero, donde se abre el horizonte como si allí debajo estuviera el Océano, al ver los perfiles de los coches de lujo destacarse sobre el cielo azul, se sintió en un mundo mejor y se le figuró que no mucho, pero algo, se fijaba en él la atención de todos aquellos señores y señoras que se dejaban arrastrar a paso de tortuga, tan serios, tan silenciosos como si el ceremonioso paseo fuera parte de una solemnidad religiosa, del dios del lujo y de la moda.
Cada vez se le iba subiendo más humo a la cabeza, y con esto y el mareo de la cerveza y el cognac y el ruido y movimiento de los coches, se puso medio borracho, muy contento, sin saber por qué, y empezó a ver visiones; se le imaginaba que Merengueda y Blindado eran dos grandes literatos que iban llamando la atención, y que él, que les había pagado el café y los acompañaba en aquel simón descubierto, también iba camino de ser un personaje.
Y tal es la perversidad humana y tanto deslumbran las grandezas de la tierra, que Miguel Paleólogo tuvo que reprocharse el criminal pensamiento de pesarle que allá en el pueblo quedasen una esposa y varios hijos, como otros tantos eslabones de una cadena y ser un hombre en aquel Madrid, como Merengueda y Blindado lo eran seguramente.
Pero Miguel no tardó en desechar tan repugnantes ideas y sentimientos y experimentó en breve la saludable y moral reacción de un cariño tierno y acendrado a los pedazos de su alma que había dejado en Andalucía. Entonces preguntó a Rueda (que iba a su lado, sentado en la ceja de la asendereada manuela):
—¿Cuánto costaría poner casa en Madrid, con mujer y tres hijos?
—Hombre… un Potosí. En Madrid la vida es muy cara…
—Sí, ya sé… ¿pero cuánto?
—Además… todo es relativo…
—Sí, ya sé… ¿pero crees tú, que… con veinte mil reales al año… ?
—¡Absurdo! —gritó Merengueda, que en aquel momento saludaba a un señor que lucía un carruaje de mucho lujo, lacayos de librea oficial y un soberbio tronco.
—¿Quién es ese? —preguntó por lo bajo Miguel a Rueda.
—El ministro de la Gobernación —contestó Pepito con afectada sencillez, como si a cada momento saludasen ellos a un ministro.
—Ni con treinta mil, si es que quiere usted comer principio, puede vivir en Madrid —añadió Merengueda, como dando más importancia a la conversación que al incidente del saludo ministerial.
—Ya metí yo la pata —pensó Miguel—, ¡cómo ha de parecerle bastante dinero mil duros a un hombre a quien saluda con la mano y sonriéndose el ministro de la Gobernación!
—En rigor, eso mismo le decía yo al diputado López —continuó Bustamante, mintiendo como un bellaco—; él me decía que bastaría aquí un destino de veinte a veinticuatro… pero yo le contesté que menos de dos mil duros… nada.
—¡Y eso para vivir con hambre! —advirtió Rueda.
—¡Lo absurdo es poner casa! —dijo Blindado.
—Aquí no se debe vivir con familia y menos con casa puesta, a no ser millonario… porque entonces se puede tener otra casa fuera de casa.
Rueda rió la gracia. Merengueda dijo sonriendo:
—No está mal.
Y Miguel Paleólogo tuvo la virtud de pueblo de no comprender el chiste.
—¡Qué barbián es ese Paco! —dijo Merengueda, que deseaba volver a lo del saludo del ministro.
—¿Qué Paco? —preguntó Bustamante.
—Romero Robledo.
La mayor gloria de Merengueda era haber dado la mano cinco o seis veces al señor Romero Robledo: había tenido también el honor de que el ministro en persona le hubiera pedido cierto artículo diciendo:
—Pollo, quiero ver ese palo que V. me pega en El Bisturí… Creo que tiene mucha gracia y a mí me gusta ver el talento, aunque sea en el enemigo…
Aquel acontecimiento no era sólo gloria de Merengueda, sino de toda la redacción. ¡El ministro sabía que El Bisturí le había dado un palo!
Desde entonces siguió pegándole… pero con palo dulce; le llamaba guapo, barbián, buen amigo, generoso, feliz mortal, etc., etcétera.
Cuando oyó todo esto del ministro, Miguel se hinchó de satisfacción y por poco tira de su asiento al pobre Rueda.
—¿Y diga V.; en qué número… salió ese palo? —preguntó Bustamante temblando de emoción.
—En el 24… sí, en el 24 creo…
¡Oh, felicidad! En el 24 precisamente venía un logogrifo suyo cuya solución era Vercingétorix.
¡Era posible que el ministro hubiese leído el logogrifo! ¡Qué honor! ¡Qué diría su mujer cuando lo supiese! Miguel recordó las picardías enigmáticas que había escrito por la mañana en el café y se prometió atenuar los insultos en verso que dirigía al de Gobernación.
Y es más, cuando el coche del ministro volvió a pasar junto a la manuela del Bisturí, Bustamante, sin que lo notasen sus amigos, saludó al señor Romero Robledo con un saludo zurdo y vergonzante, pero lleno de abnegación y desinterés; el ministro no le contestó porque no le vio siquiera. Iba sonriendo, eso sí, pero no a él, no a Paleólogo, sino al universo mundo.
Blindado no trataba a ningún ministro.
Le apestaba la política… Pero también tuvo su saludo interesante.
Una señora de unos cuarenta años, que iba sola en una carretela con escudo nobiliario, triste, aburrida se animó al ver a Blindado, se irguió y le saludó con el abanico y con la gracia del mundo.
Blindado saludó con las líneas quebradas que usaban entonces los pollos elegantes.
Rueda guiñó el ojo a Merengueda, que se puso pálido de envidia.
Miguel, temiendo ser indiscreto, no preguntó nada, pero admiró, desde otro punto de vista, al afortunadísimo Blindado, que no sólo era un gran crítico, sino que se veía saludado de aquel modo por marquesas muy elegantes, aunque jamonas.
—Decididamente —pensó Bustamante imitando el estilo de Merengueda—, estos muchachos son notabilidades y El Bisturí es un periódico de fuste. ¡Oh! ¡Si no hay como la prensa satírica!
Ya cerca del oscurecer se apearon frente al Suizo.
Miguel inmediatamente se acercó al cochero, se impuso y pagó.
—¡De ningún modo… !
—No puede ser…
—¡Cobre usted! —gritó con energía el provinciano, aludiendo al duro que había entregado al asturiano del pescante (perífrasis que prefiero a llamarle automedonte).
—Esti duro non me paez buenu, señuritu…
En efecto, aquel duro era falso, si bien no era el mismo que le había entregado Miguel.
De buena gana hubiera discutido la cuestión Paleólogo, pero le pareció ridículo tener allí a sus ilustres amigos detenidos, llamando la atención por tan poca cosa. Podían pasar el ministro y la marquesa y enterarse. ¡De ningún modo lo consentiría él!
Dio otro duro y el cochero le devolvió una peseta.
El escéptico Blindado cuando ya la manuela había desaparecido, tuvo una duda.
—Mire V. esa peseta… ¡Esa sí que será falsa probablemente… !
Miguel tuvo pronto la seguridad de que era falsa en efecto.
Blindado sonrió con amargura… y cierta satisfacción.
Y Miguel, olvidando aquel par de duros pensó admirado:
—¡Cómo conoce este hombre el corazón humano! Así él seduce marquesas y despelleja autores.
En aquel instante se le ocurrió a Blindado el siguiente galicismo:
—¿Si comiéramos en el Inglés?
La proposición fue aprobada por unanimidad, pero se le impuso una condición a Bustamante: que no había de pagar él por todos.
—¡A la inglesa! —exclamó Ruedita.
—¡A la inglesa! —repitió Blindado con menos fervor.
—Bueno, señores, no se hable de eso —respondió Paleólogo, sonriendo con malicia, que daba a entender su oculto pensamiento: pagarlo él todo. Estaba decidido a hacer carrera por allí, por la prensa satírica, y no vacilaba en sacrificar un billete de cien pesetas, que destinaba a aquella comida magna. Él había oído decir que muchos ricachos de pueblo se habían hecho hombres en Madrid sin más que dar banquetes a los personajes. Pues él quería hacer lo mismo.
Subieron a los comedores, buscaron un gabinete para cuatro cubiertos y el mozo les preguntó, con un aire de gran señor que desorientó a Bustamante:
—¿Cubierto?
Rueda y Merengueda se miraron vacilantes, pero Blindado, águila en ciertos asuntos, sobre todo en el conocimiento del corazón humano, como había pensado muy bien Bustamante, se apresuró a decir:
—¡No, hombre, no! Trae la lista.
A Miguel le extrañó que Blindado tutease al camarero de las patillas, y se dijo: —Estos hombres audaces son los que suben. ¡Cuánto daría yo por atreverme a tutear a ese… señor mozo!
El comedor en que estaban tenía su diván y espejo rectangular, de cajón en semejantes lugares comunes. Pero a Bustamante le pareció aquello un lujo superior a los propios merecimientos. El diván ancho y bien mullido le parecía un incentivo demasiado fuerte de la voluptuosidad. Cuando le dijeron que allí se comía con amiguitas y que aquellos nombres inscritos en el espejo con diamantes eran de las palomas torcaces que solían acudir al reclamo de una buena mesa, Paleólogo sintió vacilar el edificio de sus creencias morales de provinciano morigerado. Ya desde su pueblo traía el proyecto vago, indeciso, de ser infiel a su esposa una sola vez, no por nada, sino por ver de todo, por saber lo que había adelantado la civilización en cierto ramo que en su tiempo estaba muy atrasado. Aquel diván y aquel espejo le recordaron su plan en boceto de infidelidad transitoria.
Trajo el camarero la lista, que estaba en francés de folletín traducido.
Blindado puso el tarjetón en manos de Miguel diciendo:
—Que escoja el señor; es su derecho de forastero.
Miguel se puso colorado y el consabido sudorcillo de las situaciones apuradas comenzó a inundarle el cogote.
Él había traducido francés, en otra época, había leído el Telémaco y algo del Gil Blas… Pero temía que la lengua del vecino imperio, como él llamaba a Francia, y eso que hacía algunos años de la caída de Napoleón, temía que la lengua del vecino imperio se le hubiese ido de la memoria.
Lo primero que vio fue la lista de los vinos, porque había empezado por el reverso.
Pidió tres o cuatro châteaux, por lo pronto. Después se limpió el sudor con el pañuelo y volvió a la carga. Todo lo que veía tenía nombre de vino; además lo decía arriba: Vins, y esto significaba vinos o él había olvidado el francés. —Pues, señor —pensaba entre congojas—, ¿si será moda ahora emborracharse con toda clase de vinos y no comer?
—Señores —dijo en voz alta—, esto me parece demasiado egoísmo; a mí me gusta de todo, escojan ustedes.
Entonces Blindado tomó la lista, le dio la vuelta y pidió de lo más suculento y sabroso, nombrándolo en francés y preguntando a cada plato a Miguel:
—¿Le gusta a V. esto?
El otro aprobaba sin entender palabra. ¡Diablo de francés! Aquello no era lo que él había leído en el Telémaco… écrevisse… asperges. El sabio Fenelón no decía palabra de estas cosas. Indudablemente, las lenguas cambiaban, como todo. Afortunadamente él, Miguel Paleólogo, se tenía por hijo de su siglo y estaba dispuesto a comer todos aquellos que se le antojaban neologismos franceses, y hasta dispuesto a pagarlo.
Se comió bien; con los mariscos se ensañó Blindado, que tenía proyectos trascendentales. Comieron ostras, langosta, langostinos, calamares, todo ello regado con los vinos correspondientes. A mitad de comida, Miguel, que había perdido el miedo y se ahogaba en sudor, tuteó al mozo para decirle:
—Oye, tú, ¿hay encendida por ahí alguna estufa?
El mozo sonrió, dando a entender que comprendía el chiste. Miguel creía en la estufa oculta.
—La estufa la tienes tú aquí, troglodita —dijo Blindado, dando una palmadita familiar en el abdomen, respetable al fin, de Bustamante.
Y acercándose al oído del provinciano le dijo algo que le obligó a mirar al diván con ojos llenos de lujuria.
—¿Odaliscas, eh? ¡Ah, pillín! —gritó entre carcajadas grotescas el hombre de las charadas.
—¡Cuidado! —dijo Ruedita, en voz baja, a Blindado.
—¿Por qué?
—Porque me lo vas a emborrachar de veras.
—¿Y qué?
—¡No hay que abusar! —advirtió con gravedad de borracho prudente Merengueda, que comía y bebía más que todos y estaba muy pálido.
Muy bien le pareció a Bustamante lo de tomar helado antes de terminar la comida; era cosa nueva para él semejante intermedio, pero lo reputó excelente.
—¡Y mi mujer —pensaba—, que nunca da leche merengada a los chiquillos si no han hecho antes la digestión! ¡Qué preocupaciones hay en los pueblos!
—¡Preocupaciones! —siguió reflexionando—. ¡Quién sabe, después de todo, si esto de la fidelidad conyugal será también una preocupación! Después de todo, la moral es relativa, como decía hoy este talentazo de Blindado en el café.
—¿Odaliscas, eh? ¿Con que odaliscas? —repitió en voz alta, riendo como un fauno.
—¡Hola, no le ha caído en saco roto! —dijo el crítico, que aproximó su silla a la de Miguel.
Hablaron en voz baja.
Rueda y Merengueda conferenciaron también.
A los dos les daba la borrachera por la prudencia. Rueda decía:
—¡Esto es abusar! Ese Blindado cree que por venir de provincias es tonto mi amigo… ¡Quiere explotarle y degradarle… !
—¡Es un cínico! ¡Esta comida le va a costar un dineral! ¡Ha pedido de lo mejor! —respondió Merengueda, serio y sin perder bocado.
—¿A quién le va a costar un dineral?
—A Blindado… ¿Pues a quién? Ya que él la pidió así, que la pague; yo no traigo aquí más que dos duros…
—¡Pues lo menos nos sube a cinco por barba!
—¡Y ese otro bestia ha pedido tanto vino… !
—¡Y caro… ! Yo traigo seis pesetas.
—¡Pues que pague Blindado!
—¿Con qué?
—¡Qué sé yo!, con las costillas… ¡yo no pago! —y Merengueda comía, serio, taciturno, pálido, olvidado de que era un humorista de fondos políticos.
Blindado, levantando el gallo, decía:
—¿Pues qué duda tiene? La moral es relativa… tienes razón, Miguelito; has coincidido con Pascal; verdad aquí… error al otro lado de los Pirineos. El hombre es naturalmente lascivo, el pudor en la mujer, una convención… Las mujeres de unas islas… las islas… las islas… en fin,
Más allá de las islas Filipinas.
Pues bien, las mujeres de allí se arrojan al agua para acercarse a nado a las naves de los europeos y ofrecerles su cuerpo a cambio de abalorios, pañuelos de seda y otras baratijas…
—¡Así se abrió España al cartaginés! —observó Bustamante, satisfecho de haber colocado oportunamente una cita de primeras letras.
Blindado y Miguel Paleólogo quedaron en que la moral era relativa y en ir aquella noche a visitar a varias damas de las Camelias, irredimibles y hasta empeñadas.
Cuando llegó la hora de pagar, Bustamante se impuso. Estaba bastante borracho para no admitir competencia. Gritó, insistió en pagar él solo, cuando ya nadie le llevaba la contraria. Entregó, sin saber lo que hacía, un billete de cien pesetas, y el camarero le devolvió unas cuantas en una bandeja plateada. La bandeja deslumbró a Paleólogo, que se guardó aquellas creyendo que eran un dineral.
—¡La propina, hombre! —le advirtió Blindado.
—¡Ah, caballero, usted dispense… ! Toma —añadió, recordando que debía llamar de tú al mozo. Y le dio un reluciente Amadeo.
—¿A dónde vamos? —preguntó Rueda en la calle.
—¡Hombre! Vamos a ver a esas señoras… amigas de… —dijo como pudo Miguel.
—No —observó Blindado—, has de saber, compadre, que en la alta sociedad no reciben tan temprano. Ahora vamos al Real. Allí verás marquesas llanas y populares que no vacilan en codearse con cualquiera. Iremos al paraíso, que es donde están esas marquesas de incógnito. Nuestro traje no nos permite presentarnos en las butacas; los palcos por asiento son cursis… Vamos al paraíso.
—Sí, sí, vamos.
Miguel había oído en su pueblo que en el paraíso se juntaba lo mejor de Madrid; que iba allí cada marquesa y cada duquesa, así, como quiera, de trapillo. A él se lo había dicho un gobernador de provincia, que también asistía al paraíso cuando era gobernador cesante, y no se avergonzaba; iba, también, como un cualquiera.
Rueda y Merengueda, que tenían la borrachera antipática de la prudencia, dejaron solos a Blindado y Paleólogo.
—¡Nos lavamos las manos! —dijo Rueda.
—Eso es —añadió Merengueda—, no queremos ser responsables de las picardías de ese tuno.
Rueda hablaba de pedir una satisfacción a Blindado al día siguiente. Le había secuestrado al amigo, al probable protector de El Bisturí.
Miguel llegó con su nuevo Mentor madrileño al paraíso del Real.
—Sobre todo no seas tímido —le había dicho Blindado, por la escalera, que no se acababa nunca—. No seas tímido; aquí todo se hace al vapor, el amor inclusive. Siéntate junto a una chica guapa, que probablemente será hija de un título. Oprímala usted; si ella resiste al palo… písela usted el pie. (Volvía a darle tratamiento de usted.)
—¿Y si ella está en el banco inferior?
—Entonces le pisa usted una mano… Es decir, eso no; en fin, la topografía dirá a usted cómo y cuándo ha de pisar o tocar, o lo que sea.
—Sentémonos aquí, que se domina el escenario.
—No, señor, eso es cursi. No hay que ver, sino oír. Los inteligentes, los críticos nos sentamos aquí abajo.
Paleólogo siguió a su amigo a los bancos inferiores. Se sentaron en la sombra. Desde allí no se veía más que el cielo mitológico y la gradería paradisíaca. Pronto comenzó la orquesta a hacer temblar el aire. Se trataba del Rienzi, de Wagner. Paleólogo estaba aturdido con tal estrépito, y grande fue su asombro al ver levantarse a todos los de aquel banco, que eran, sin duda, los inteligentes, y gritar como energúmenos, enseñando los puños y los bastones a los dioses del techo:
—¡Más tambores! ¡Faltan tambores! ¡Se defrauda al público! ¡Más tambores!…
—¡Más tambores! ¡Dios mío! —pensaba Paleólogo—. ¿Para qué querrán tanto parche estos caballeros?
Lo que es no entenderlo: él creía que sobraban tamborileros. No tardó en olvidarse del arte para no pensar más que en una joven rubia que tenía cerca de sí, a su espalda, la cual ya le pisaba los faldones del chaquet. Era muy blanca y muy relamida, y Bustamante la tuvo por duquesa desde la primera mirada con que ella se dignó favorecerle, al volver él la cabeza para contemplarla. De mirada en mirada, el provinciano iba perdiendo la poca cabeza que le quedaba, y sin encomendarse al diablo (que a Dios no había de ser), se atrevió a pisar un pie diminuto, de la duquesita; pero se lo pisó con la mano, que todo era pisar, tratándose de Paleólogo. No había otro modo. Calló la niña y no retiró aquella monada, que tenía entre dedos gordos y blandos el atrevido lugareño.
—¡Esto es hecho! —pensó Paleólogo—. Aventura tenemos. La duquesa de Pinohermoso, pongo por pino, se ha prendado de mí… Perdone mi mujer, pero esto honra a la familia. Además, la moral es relativa y en Madrid es cursi andarse con repulgos.
Y atreviéndose más, tocó el elástico de la bota de la duquesa (que traía botas con elástico). Todavía calló la aristócrata.
A Miguel le daba vueltas el paraíso delante de los ojos… Se ahogaba… no sentía más que una audacia sin límites… Puso la mano sobre un tobillo redondo, tentador… y acto continuo creyó que le habían roto la espina dorsal, merced a un puntapié que la duquesa tuvo a bien aplicarle, salva la parte, con toda la energía de su pudor sobresaltado.
La duquesita le llamó sin vergüenza y mal cabayero y le preguntó retóricamente que por quién la había tomado, añadiendo que si estuviese allí su papá… Pero estaba la mamá, que llamó a Alfredito, un novio para la niña, sentado un poco más arriba. Alfredito desafió in continenti al provinciano, entre los siseos del público. En el escenario andaban a sablazos con gran estrépito también. Miguel aceptó el reto sin ver, oír ni entender; creía que estaba loco, y escapó de aquellos bancos perseguido por los silbidos del público inteligente. En el entreacto, Blindado salió en busca de Miguel, le dijo que no valía la pena abroncarse por tan poco. Aquella señorita no era duquesa, sino hija de un empleado en consumos, una cursi de las pocas que se deslizaban entre la buena sociedad del paraíso. Por eso ella había gritado. Cuando diera con una verdadera señora, vería Paleólogo cómo no se quejaba por mucho que él se insinuara.
Sin embargo, Bustamante se juró a sí mismo no insinuarse más, y se fue a los bancos altos de la izquierda (del espectador), para contemplar a su gusto a la familia real, que estaba en frente, allá abajo, en su palco de diario. Tomó unos gemelos de alquiler y embelesado admiraba al rey, a la reina y a las infantas. Un profundo sentimiento de amor a la monarquía y a la dinastía le embargaba el alma; la música hacía mayor su entusiasmo. El rey tomó unos gemelos muy grandes, paseó la mirada por el teatro, y… ¡oh, placer! se le antojó mirar hacia arriba… ¡Paleólogo creyó que le miraba a él y que le miraba con fijeza!… No, no debía de ser a él… ¡pero sí… era a él!… En rigor, no era un desconocido, así, en absoluto, para Su Majestad. Al pasar el tren real por el pueblo, siendo Paleólogo concejal, había saludado a Su Majestad en la plataforma del wagón… y el rey se había sonreído e inclinado la cabeza… como ahora… También se sonreía ahora.
—¡Oh, no cabe duda, es a mí!
Y Paleólogo saludó a S. M., que ni siquiera veía al ex concejal.
El entusiasmo dinástico le duró hasta el final de la ópera. Contemplando estaba a sus anchas, con los ojos metidos por los cristales de los gemelos, cómo la familia del monarca se despedía del público, a los acordes de la marcha real, cuando oyó dos silbidos a su lado, muy cerca y toses y otros ruidos subversivos… Volvió la cabeza indignado, ardiendo en celo monárquico y se encontró con un guardia de orden público que, sujetándole por el cuello de la camisa le intimó la rendición de su persona con todos sus derechos ilegislables.
—Todos los de este banco… desde aquí… hasta aquí… ¡presos!
—¡Pero, señor!…
—¡Silencio!
Y la autoridad, en forma de media docena de polizontes, llevó al mísero Paleólogo a la prevención, en compañía de otros seis malhechores, todos estudiantes menos él.
—¡Blindado! —gritaba Miguel al bajar aquella escalera que había subido lleno de ilusiones.
Pero Blindado no aparecía.
Durmió en la prevención el mísero Bustamante. Así pasó su primera noche en Madrid.
Y al día siguiente, tuvo que salir desterrado a Guadalajara, con otros estudiantes.
La Correspondencia lo decía: «Don Miguel Bustamante, alumno de la facultad de Medicina; Don Pedro Pérez, de la de Farmacia, y Don Antonio Gómez, de la de Ciencias, han sido desterrados a Guadalajara a consecuencia del escándalo del Teatro Real, de que ya dimos cuenta a nuestros lectores».
Los primeros días de su destierro en Guadalajara se aburrió mucho Miguel Paleólogo. Su carácter de víctima de nuestras disensiones políticas, le tenía muy orgulloso y descontentadizo. Hablaba poco con la patrona, nada en la mesa, iba al café y pedía su veneno correspondiente por señas, y sin decir una palabra pagaba.
Empezó a escribir sus memorias para entretener sus ocios.
Un extracto de aquel diario nos ahorrará muchos párrafos de soporífera narración.
Copio:
«Guadalajara es un poblachón que yace bajo el poder de un militarismo invasor.
»No se ve más que capotes azules y franjas de pantalón partidas en dos.
»Me han presentado en el café a varios caballeros alumnos de la Academia de Ingenieros. Simpatizamos.
»Presentación en el Casino. No hay más que caballeros alumnos. Un joven toca el piano… con los tacones y las espuelas.
»Me va gustando Guadalajara. Los paisanos me llaman ya el ingeniero, por mis relaciones con el elemento militar. Después de todo, los ejércitos permanentes son una necesidad.
»Velita, que es el diablo y además una cosa que llaman aquí perdigón, es mi íntimo amigo.
»Velita me aconseja que enamore a doña Nicolasa, que ignora mi estado. Cierto que la moral es relativa, como decía muy bien Blindado, pero, ¿y si don Serapio, el hermano de doña Nicolasa, averigua mis planes y me desloma?
»¡Dios mío!, ¡en buena me he metido! ¡Un desafío con doña Nicolasa!, lo que yo me temía. Leo lo escrito y enmiendo: el desafío no es con doña Nicolasa sino con don Serapio, su hijo, digo, su hermano. No sé lo que me escribo. ¿Por qué sería doña Nicolasa tan sensible y yo tan calavera y tan… tan… tarantán? ¡A buena hora mangas verdes!, después del burro muerto…
»Leo lo de mangas verdes y no lo borro porque me he propuesto escribir en estilo familiar y decir todo lo que siento, confesar mis debilidades y darme bombo siempre que lo merezca, como lo hacía J. J. Rousseau.
»Me he portado bastante bien sobre el terreno. Don Serapio me pidió una explicación y yo se la di por consejo de Velita. Pagué la cena para todos aquellos señores y ya no se hablará más del asunto. Pero permítaseme consagrar un suspiro a la memoria de estos amores efímeros y dulces, y a la de su víctima propiciatoria, como creo que se dice, aunque no estoy seguro. ¡Ay, pobre Nicolasa!
»¡Gran éxito! En la tertulia de las de Pintiparado hemos representado charadas Velita y yo, con acompañamiento de caballeros alumnos y señoritas de la localidad y de Marchamalo. Yo he representado varias fábulas de Esopo. Dicen que el asno lo figuraba tan bien que no me faltaba más que rebuznar. No, y yo hubiera rebuznado, pero la charada clásica debe ser muda.
»Me ha llamado a su despacho el señor gobernador. Tengo un poco de miedo, aunque poco. ¿Será por lo de doña Serapia, digo, Nicolasa (¡ingrato!) o será por causas políticas?
»Era por causas políticas. Mis charadas de El Bisturí me han comprometido. Se me sigue causa en rebeldía y el gobernador me entrega al juez, que me entregará a la guardia civil.
»¡Yo sí que voy a entregarla de esta!
»¡La gloria es un martirio! La Academia en masa me ampara y pide al gobernador casi amotinada, que aplace mi prisión… pero a mí no me llega la camisa al cuerpo. Esos caballeros alumnos, cuya buena intención agradezco, pueden empeorar mi causa.
»El gobernador acaba de acceder a la petición de los ingenieros y se dará en el teatro esta misma noche una función a mi beneficio. Yo representaré charadas y haré de hijo en Verdugo y sepulturero. Después, saldré entre civiles del teatro. Definitivamente, soy un mártir de las ideas y un genio. Lo de genio no se lo diré a nadie por ahora, pero lo soy…
»Necesito coordinar mis ideas… ¡Qué emociones!… El teatro lleno de uniformes… la escena llena… de roses… En cuanto yo exclamé:
Yo derribo una
cabeza
siempre del primer
hachazo…
los caballeros alumnos, como otros tantos caballeros energúmenos, se levantaron, locos de entusiasmo, y a gritos, a palmadas, hasta sablazos creo, improvisaron la ovación más descomunal de todos los siglos, por lo menos de todos los siglos en que ha habido ingenieros militares. ¡Qué entusiasmo! El tablado se cubrió de roses, después se cubrió de caballeros alumnos. Velita me quiso ahogar en un abrazo.
»Me sacaron en procesión por las calles.
»El gobernador mandó a los civiles para rescatarme… Palos, sablazos, tiros… ¡qué sé yo! Dormí en el calabozo de la Academia. Aquello fue una equivocación, pero dormí dentro del fuero militar.
»Al día siguiente comparecí ante el director de la ilustre escuela. Era un brigadier medio ciego, muy ordenancista y de muy malas pulgas. Me llamó caballero alumno y me mandó arrestado, mientras se me formaba sumaria. Creyó que era yo ingeniero. No me permitió sacarle de su error y fui arrestado en nuevo calabozo.
»Ocho días después, salíamos desterrados para Andalucía 'varios alumnos de la Academia de ingenieros militares, entre ellos el Sr. D. Miguel Paleólogo Bustamante, complicado en otras causas políticas'. Al menos así lo decía La Correspondencia.
»Yo me encontré, de justicia en justicia, entregado a la de mi pueblo. Entré en mis lares en calidad de estudiante, periodista y caballero alumno de ingenieros, desterrado por causas políticas.
»Mi mujer, mis hijos lloran conmigo en el destierro, algo menos penoso por las dulzuras del hogar.
»Como sigo cesante, el pan, el poco pan que comemos es negro. ¡El negro pan del destierro!
»Toda mi familia, todos mis vecinos, se esfuerzan por consolarme… pero ¡ay!, en vano, mi llanto es inagotable.
»Por mucho que ellos quieran endulzar mi amargura, yo no dejaré de ser una víctima de nuestras disensiones políticas.
»¡Soy un desterrado!
»Cierto que esta es mi esposa, estos mis hijos, esta mi casa, este mi lecho, este mi gorro, mi inveterado gorro de dormir…
»Pero, ¿y el sol de la patria?
»PALEÓLOGO».
Oviedo, 1884.