Como planta de estufa criaron a Primitivo Protocolo sus bondadosos padres. Bien lo necesitaba el chiquillo, que era enclenque; a cada soplo de aire contestaba con un constipado, y era siempre la primera víctima, el primer caso, el nominativo de todas las epidemias que los microbios, agentes de Herodes, traían sobre la tropa menuda de la ciudad. Era el niño seco, delgaducho, encogido de hombros, de color de aceituna; un museo de sarampión, viruelas, escarlatina, ictericia, catarros, bronquitis, diarreas; y vivía malamente gracias al jarabe de rábano yodado y a la Emulsión Scott. Parecía su cuerpo la cuarta plana de un periódico; era un anuncio todo él de cuantos específicos se han hecho célebres.
Y con todo, se notaba en el renacuajo un apego a la existencia, un afán de arraigar en este pícaro mundo, que le daba una extraña energía en medio de sus flaquezas; y prueba de la eficacia de esta nerviosa obstinación se veía en que siempre se estaba muriendo, pero nunca se moría, y volvía a pelechar, relativamente, en cuanto le dejaba un mal y antes de caer en otro. ¡Con la décima parte de sus lacerías cualquiera hubiera muerto diez veces, y, caso de subsistir, habría presentado la dimisión de una existencia tan disputada y costosa!
Pero lo mismo Primitivo que sus padres se empeñaban en que tan débil caña había de resistir a todos los vendavales, y resistía a costa de sudores, cuidados, sustos y dinero.
D. Remigio, el padre, no concebía que el mundo sobreviviera a su chiquitín; y habiendo tantas cosas buenas, sanas, florecientes sobre la tierra, creía que el plan divino sólo se cumpliría bien si llegaba a edad proyecta aquel miserable saquito de pellejos y huesos de gorrión, donde unas cuantas moléculas se habían reunido de mala gana a formar pobres tejidos que estaban rabiando por descomponerse e irse a otra parte con la música de su oxígeno, hidrógeno, nitrógeno, carbono y demás ingredientes.
Aún en las enfermedades más fuertes, le quedaba a Primitivo la expresión de aquella voluntad firme de no morirse, en los ojos negros, brillantes, que lo miraban todo como tomando posesión de ello, usufructuándolo, acaparándolo.
Si el excesivo anhelo de vivir a toda costa era género de concupiscencia, no había en la creación animalejo más concupiscente que aquel miserable comino que le parecía un diamante al señor Protocolo.
Por lo mismo era más lamentable el espectáculo del continuo peligro, de la amenaza eterna de que todo aquel armazón diminuto y débil se descuajaringase y se lo llevase pateta de un soplo.
* * *
Si las carnes lucidas no venían ni aun con los mejores bocados, ni con los reconstituyentes más acreditados, después de las más francas convalecencias, ni el chiquillo estiraba mucho en la cama; lo que le crecía de un modo extraordinario a cada fiebre y a cada indigestión y a cada bronquitis era lo que llamaba su padre el talento: una agudísima inteligencia para entender y retener toda materia discursiva de la que podía existir en el ambiente moral de lugares comunes en que iba corriendo su azarosa existencia.
Pero D. Remigio, en vez de asustarse ante aquella alarmante precocidad, procuraba ejercicio y alimento para ella. Así, en vez de tener Primitivo que discurrir por su cuenta aquella porción de sórdidas matemáticas que descubrió Pascal, a quien su padre ocultaba los libros que las enseñaban, pudo ahorrarse este trabajo, porque Protocolo le rodeó la cama en que se moría más que vivía, de cuantos libros técnicos, mapas, aparatos fueron necesarios para que el prodigio aprendiera lo que no sabía ninguno de su edad.
Así es, que cuando Primitivo abandonaba el lecho y podía asistir a la escuela, primero, y a los estudios del Instituto y preparatorios después, contaba sus viajes al aula por triunfos y por catarros. Siempre volvía malo y cargado de laureles.
En la escuela era rey de Roma, y cada poco tiempo traía un celemín de medallas y de diplomas de honor. Ni él ni su padre se cansaban de tanto galardón, de tanto ostensible testimonio de una abrumadora superioridad sobre el resto de los mortales.
Disfrutaban padre e hijo de tales premios con la glotonería del gastrónomo goloso y tragaldabas. Vivían en perpetuo hartazgo de vanagloria.
Por desgracia, en el sistema de enseñanza corriente no faltaban elementos para satisfacer esta pícara vanidad, pues lo general era convertir la noble emulación en una encarnizada lucha por la existencia del orgullo y el egoísmo. Se medía el valor intelectual por la pícara medida de las comparaciones odiosas y enemigas de toda humildad y caridad. Cuando el chico entró en cierto colegio vio el cielo abierto, pues allí tomaba aires de heroísmo aquella riña de gallos de la aplicación y el mérito: los que sabían más, eran capitanes generales, caudillos, Aquiles y Cides… Primitivo, a quien tumbaba el vuelo de un pájaro, era siempre el Napoleón de aquellas campañas, en que no había balas, pero sí algo no menos peligroso, pues había mortales asechanzas contra la salud de aquellas criaturas, a quien el amor propio… y el odio al mérito ajeno obligaban a trabajar quince y más horas diarias.
De allí salió bien aleccionado el mocosuelo ilustre para emprender los estudios más graves de la Academia, que le había de dar el título facultativo, objeto inmediato de su carrera.
Ya se sabía: Primitivo, como en la escuela, como en el colegio de segunda enseñanza, en la Academia siempre el primero: si había notas, sobresaliente y premio; si había escalafón, el número uno.
En casa de Protocolo no se concebía mayor desgracia que la que hubiera caído sobre aquel hogar si una vez sola Primito hubiera descendido al número dos. ¡Horror! Ni pensarlo.
Y el diablo del chico, según se iba haciendo mozalbete, como si le probasen mejor las raíces cuadradas y los logaritmos, que el rábano y el hígado de bacalao, iba echando… así, una especie de cecina que podía pasar por carne fresca. Seguía amarillento y verdoso y seco… pero algo había medrado, y ya pasaba meses y meses sin una mala pulmonía.
Tenía una fama de sabio, que valía por la de los siete de Grecia, entre toda la juventud víctima de la politécnica emulación.
Por supuesto que la sabiduría de Protocolo—Lepijo se limitaba, voluntariamente, a los libros de texto y sus afines; pues el chico despreciaba todo lo que no conocía; y así, por ejemplo, tenía por imbéciles e ignorantes a todos los literatos y juristas, porque los primeros no necesitan una carrera, y los otros la solían ganar muy holgadamente. Sólo porque no había rigor en los exámenes, tenía el derecho por una pamplina; y así de lo demás. Ignoraba tan profundamente lo que no había estudiado de modo perfecto, que no sospechaba apenas su existencia; de dolido deducía que todo se lo sabía él.
Llegó a ser en él segunda naturaleza aquello de ver en sí el número uno. Hasta cuando la debilidad le hacía soñar esa extraña pluralidad del yo, esa alarmante anarquía de la conciencia en que parece que cada centro misterioso de la vida sacude el yugo de cierta heguemonía cerebral: hasta en esas disparatadas visiones en que se convertía en muchos Primitivos, seguía siendo el primero en todos ellos: sí, todos aquellos Primitivos interiores eran números unos. Por supuesto, Primitivo salió de la Academia con el número uno de la promoción, y esta ventaja la llevó al escalafón del cuerpo.
* * *
Pero ¡ay, amigo! que él creía que el mundo era otra especie de escalafón, en que ocupaba el primer lugar el muchacho que más matemáticas, conformes o no con Euclides, sabía y podía explicar en un periquete.
Su idea era que nadie le pondría el pie delante: ¡era el número uno de la Academia en que se hilaba más delgado!
Empezó a notar. Con gran asombro y grandísimo disgusto, que la sociedad no le admiraba demasiado.
Ya el jefe de la oficina le trataba con una superioridad que le mortificaba y le parecía injusta; pues el jefe, en su promoción, había sido de los últimos.
La segunda persona que le trató con menos consideración de la que él creía merecer fue una muchacha rubia, muy guapa, a quien se declaró en un baile, y que le dio calabazas, con el frívolo pretexto de que ya había dado el sí a un oficial del Gobierno civil que no había pasado de bachiller en artes, pero que era más alto, de mejor color que Protocolo, y que pesaba lo menos veinte kilos más que él.
De estoa disgustos fue teniendo muchos. Asistía a los teatros, y veía que sacaban a las tablas para aturdirlos a palmadas a músicos y danzantes, tenores, poetas, hasta oradores; pero a nadie se le ocurría pedir que saliera el número uno de la promoción de Primitivo. A él, tan matemático, no se le ocurría jamás hacer un cálculo muy sencillo, que se fundara, por ejemplo en los siguientes datos:
En su misma Academia había cada año un número uno que salía de ella con esta supremacía; la Academia contaba, sin hablar de los muertos, lo menos con treinta o cuarenta números unos ni más ni menos que él. Por aquí ya iba entrando en el coro general.
Había en el país (y no se hable del extranjero) muchas Academias con sendos números unos para cada promoción. Aquí había que multiplicar cuarenta por veinte lo menos.
Había otras muchas carreras que, sin llamarse Academias ni numerara el mérito de los alumnos como cuartos de fonda, también tenían sus gallitos; es decir, sus números unos correspondientes. Y aquí ya no se sabía cuánto había que multiplicar por cuánto.
Fuera de las carreras, en la industria, en las profesiones libres, y en la escuela del mundo, había multitud de actividades a que acudían muchos jóvenes en noble emulación, y en que los más listos y aprovechados eran también el número uno correlativo.
Y aquí ya Primitivo pasaba a perderse en una verdadera multitud de números unos. Y además… no todo era en la vida la inteligencia, la aplicación en la enseñanza, en el arte. quedaban los números unos, infinitos, de la fortuna, que solían pasar delante: los números unos de la energía, de la audacia, del favor, de la gracia, de la malicia, de la desfachatez, de la hermosura física, de la moral, del amor, del crimen, de la salud, de la diligencia, de la oportunidad, de la casualidad… ¡de tantas cosas! Y toda esta proporción considerable de la humanidad era tanto como el pobre Primitivo; todos eran los primeros de algo, los adocenadísimos números unos de cualquier miseria humana.
Pero estas cuentas no se las echaba el chico de Protocolo, que si bien había mejorado algo de salud al acabar la carrera y dejarse de empollar tanto, no mejoró de color, porque todos los desengaños que le daba el mundo se convertían en bilis.
Quería que la vida, la ancha vida, la compleja, la misteriosa vida, fuese como una especie de regatas o carreras de primeros lugares, de números unos, en que todo se rigiera por un reglamento de recompensas análogo al que usaban los Padres Jesuitas para tales casos, o al que regía en la Academia. Y como no era así, el orgullo, la bilis y la poca salud hicieron del carácter de Protocolo una materia… moral… así como viscosa… amarillenta… un veneno asqueroso. La envidia, por musa del chiste, le sirvió para crear cierta fama de gracioso, de satírico, y para ganarse una porción considerable de bofetadas, desaires, sustos y más graves contratiempos.
En su espíritu no podía buscar consuelo para tantos desengaños, porque allí no había nada vago, poético, misterioso, ideal, religioso. Todo era allí positivo; todo estaba cuadriculado, ordenado, numerado. Todo era para él número uno, y el que venga detrás que arree.
Y como aquella salud a media asta que gastaba el infeliz era cosa ficticia, al llegar la edad en que otros empiezan a echar panza y a tomar las buenas carnes y el aspecto con que han de llegar a la vejez, Primitivo, comido por el despecho, los desengaños y la bilis, empezó a descomponerse, a encogerse y doblarse, a convertirse en una raíz cuadrada de su propia personilla.
Y así desapareció del mundo. Los periódicos dijeron que había muerto tísico; pero ello fue que una tarde de mucho calor el número uno se evaporó en una podredumbre que era una peste. Como su padre ya había muerto antes, Primitivo se fue de este planeta sin que nadie le llorase. ¡Cómo habían de llorarle el número dos, ni el tres, ni le cuatro, ni el último, a quienes había despreciado tanto!
Y le faltaba la imagen más negra.
La otra vida.
Cuando allá le pidieron sus títulos para la gloria, para el premio a que aspiraba, se encontró con que lo del número uno de la promoción era poco más que un papel mojado.
Y como Primito se impacientase, le dijeron:
—Vea usted, vea usted los que tienen que pasar delante de usted.
Y fueron pasando delante a ocupar en la gloria en el escalafón de Dios, mejor puesto que Protocolo, infinidad de corderos y ovejas del rebaño humano que jamás habían sido el número uno de nada en la lucha por la existencia. Fueron pasando, sí, aquellos humildes borregos que se habían dejado trasquilar con paciencia; los pobres, los humildes, los santos, los mártires, los sencillos. La mayor parte de aquellos bienaventurados no sabían leer. Contar, ni uno solo. Y allí eran la aristocracia.
Después pasó la clase media de la virtud… y, con sudor de congoja, Protocolo empezó a calcular que la índole de méritos que él alegaba allí era de las últimas en el aprecio de quien repartía recompensas… ¡Qué vulgo revulgo, santo Dios, era en la gloria el número uno de la Academia!
Y pasaban, pasaban gentes anónimas sin numeración, sin factura, bultos extraviados en los azarosos viajes del tren de la vida…
¡Y él, Primitivo Protocolo, con su etiqueta en regla, su número uno en la factura, allí olvidado en el andén, sin que una mano caritativa le metiera entre los bultos amontonados en el furgón de cola… !
Y así está todavía, esperando vez; esperando, como hay que esperar en el cuento de las cabras de Sancho…
Pasará, llegará a pasar, porque la bondad de Dios es infinita… pero ¡Dios sabe cuándo será llamado al festín de la caridad… el número uno!