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Cuento.
13 págs. / 23 minutos / 144 KB.
23 de octubre de 2020.
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Llegó la compañía a una ciudad del Norte, en mitad del invierno.
Los cantantes estaban aburridos, todos temían quedar sin voz; la
humedad les llegaba a las entrañas. Tiritaban, encogidos, y no les
bastaba todo el vestuario para envolvérselo al cuello. El tenor,
que se creía hombre del porvenir, y hubiera querido tener un
estuche de terciopelo para la laringe, no abría la boca más que
para comer, hasta que llegaba la hora de cantar. Era un pueblo
triste, levítico, opulento, que tenía ópera por lujo más que por
afición. Los ricachos se abonaban, pero dejaban muchos días los
palcos sin gente. No había afición a la música, no había más que
dinero, que en punto al arte se convertía en pretensiones. No
entendían, pero, como eran ricos, se creían con derecho a ser
exigentes; además, no se quería un mal contrato: sentirían mucho
que se les diera gato por liebre, no por las notas desafinadas, que
no les hacían ningún daño, sino por la lesión enorme que pudiera
causar a sus intereses el pagar como ocho cantantes que valían como
cuatro, v. gr. Así es que se consultaba con inquietud, y oyéndolos
como a oráculos, a los pocos peritos, o que pasaban plaza de tales,
o que había en el pueblo. Los cómicos, como suele acontecer, hacían
rancho aparte en la ciudad: no trataban apenas a nadie; no les
interesaban ni los monumentos, ni las costumbres, ni los paisajes
de la hermosa campiña. De la posada al teatro, al ensayo o la
función. No sabían más que esto: «que llovía sin cesar, que el
cielo era de plomo, y que el público era muy frío, muy reservado,
temía comprometer su fama de inteligente aplaudiendo lo que no
merecía aplausos».