I
Ventura había nacido para violinista. Fue esta una convicción común a todos los de su casa desde que tuvo ocho años el futuro maestro. Nadie recordaba quién había puesto en poder del predestinado el primer violín, pero sí era memorable el día solemne en que cierta celebridad de la música, colocando una mano sobre la cabeza de Ventura, como para imponerle el sacerdocio del arte, dijo con voz profética: «Será un Paganini este muchacho». A los doce años Ventura hacía hablar al violín y llorar a los amigos de la casa, complacientes y sensibles. La palabra genio, que por entonces empezaba a ser vulgar en España, zumbaba algunas veces en los oídos del niño precoz. Un charlatán, que examinaba cráneos y levantaba horóscopos a la moderna, estudió la cabeza del músico y escribió esto en un papel que cobró muy caro:
—Será un portento o será un imbécil; o asombrará al mundo por su habilidad artística, o llegará a ser un gran criminal embrutecido.
La madre de Ventura comenzó a inquietarse. El pavoroso dilema la obligaba a desear, más que nunca, la gloria del artista para su hijo.
—¡Cualquiera cosa, decía, antes que malvado!
El padre sonreía, seguro del triunfo. Cierto tío materno, aficionado también a estudiar chichones, que era la moda de entonces en muchos pueblos de poco vecindario, exclamaba con tono de Sibila:
—¡El templo de la gloria o el presidio! ¡El laurel de Apolo o el grillete!
Ventura estaba seguro de no ir a presidio, a lo menos por culpa suya.
Mucho amaba la música, pero no era un maniaco del arte, y cultivaba sus buenos sentimientos leyendo muchos libros de esos que confortan la voluntad recta, y haciendo todo el bien que podía. Su inteligencia era precoz como su habilidad de artista, y a los quince años ya tenía bastante juicio para comprender que, ante todo, era hombre y que aquellas teorías que le predicaban parientes y amigos respecto a la misión excepcional del artista, a la moral especial del genio, eran inmorales y muy peligrosas.
Débil de carácter, se dejaba imponer las costumbres y el uniforme de genio; pero en el fondo de su alma no se dejaba corromper. Tenía vanidad como todos, y se creía y se sentía un gran músico; pero no por lo que ya sabía hacer, que era lo que admiraban los necios, sus paisanos, parientes y amigos, sino por lo que llevaba dentro de sí, y no podían comprender sus imprudentes admiradores. Amaba mucho más sus sueños que los triunfos ruidosos que iba alcanzando. Por amor a su padre, que era el encargado de cobrar y tener vanidad, Ventura daba conciertos, que le valían ovaciones nunca vistas. Y el buen muchacho, con una sonrisa un poco triste, inclinaba la cabeza, llena de rizos negros, sobre el violín, como un amante se reclina sobre el seno de su amada; saludaba al público y miraba después al rincón en que se escondía su padre, como consagrando a este todos aquellos aplausos y diciendo: «Son tuyos, para ti los quiero nada más». Para sí prefería otros placeres menos vanos. Él había descubierto en sus soledades de artista misterios de la música, que eran expresión de las profundidades más bellas e inefables del alma. Creía, con fe inquebrantable, que de su instrumento querido podían brotar notas que dijesen todo lo que él inventaba en sus deliquios de inspiración solitaria; pero también sabía que buscar esas notas era empresa superior a sus fuerzas actuales. No bastaba lo que enseñaban los maestros para expresar aquello. Cuanto cabe en la técnica de cualquier arte bello era inútil para aprender aquella misteriosa manera de ejecución, que era necesaria para llegar al último cielo de la poesía que él columbraba en la música. Si le hubiesen mandado escribir todo lo que él comprendía de aquella nueva estética aplicada a la música, ni aproximadamente hubiera sabido explicar sus ideas. Ni podía hablar con nadie de aquello. Músicos muy celebrados, hasta artistas verdaderos algunos, no le comprendían.
Un célebre compositor llegó a decirle muy seriamente:
—Ventura, déjate de ilusiones y estudia. Puedes ser un grande hombre, y te vas a convertir en un maniaco. Toca lo que tocan los demás, procurando tocarlo mejor, y así conseguirás la gloria y la fortuna.
Lo que se consiguió con esto, fue que el soñador no hablara más a nadie de sus sueños, pero no quiso abandonar aquella esperanza de encontrar lo que él llamaba «la música sincera». Se le había metido en la cabeza y hasta en el corazón, que todos los usados recursos de la instrumentación eran falsos, afectados; que los efectos de la armonía, y más aún los de las combinaciones melódicas, eran lo más contrario de la sencillez verdadera, que no es la rebuscada. Como para él era el arte religión, pero no en el sentido pedantesco y trivialmente impío en que esto suele decirse, sino como formando parte la expresión artística de la religión misma, como una especie de oración perpetua del mundo, creía que era profanación, pecado, blasfemia la falta de ingenuidad en las formas musicales; halagar los sentidos, expresar lo que quiere referirse a los sentimientos puros con voluptuosas caricias de aire en los oídos, le parecía traición del arte. No quería inventar una música nueva en absoluto; dejaba para quien tuviera las facultades del compositor esta gran empresa; pero pensaba que aun lo que está escrito, lo bueno, que era poco según él, se podía ejecutar de modo que esa noble y santa sinceridad apareciese en ello. Esto era lo que él procuraba. Pero no acababa de encontrar el medio. Consagraba a tan peregrino intento el tiempo y el trabajo que otros dedicaban a perfeccionarse en el tecnicismo del arte, según corrientemente se entendía y ponía por obra. Hubo ya quien empezó a decir que había violinistas de menos fama que Ventura superiores a él.
—Ese chico se duerme sobre el violín —exclamó un crítico famoso, de esos que hablan de música porque los demás no entienden, no porque ellos sepan.
Hizo mucha fortuna la frase, y algún gacetillero la repitió mejorada en tercio y quinto por la ocurrencia de darla en latín: Quandoque bonus dormitat Homerus.
El padre de Ventura quiso contestar con un comunicado en el mismo periódico, y sólo se contuvo persuadido por los argumentos del tío, aficionado a la craneoscopia.
—Ríete de cuentos, Rodríguez —decía el tío—, todos los gacetilleros del mundo, con todos los latines del mundo, no pueden impedir que tu hijo tenga muy desarrollado el órgano de la filarmonitangibilidad.
Esta palabreja, que el tío había compuesto, pareció a la familia un argumento indestructible.
—Que hablen los envidiosos lo que quieran —exclamaba el sabio— todo lo que puedan decir no impedirá que filo signifique amo; armonía, lo que ello mismo dice, armonía, y tango, gis, ere, tetigi, tactum, tocar. Son habas contadas; latín y griego. Pero, amigo, el estudio de las lenguas sabias no se improvisa.
II
Pasaban los años. Ventura había alcanzado muchos triunfos, ya era célebre. Pero aquella fama no crecía. Sobre todo, los sueños del padre respecto a la precocidad del chico se habían desvanecido. Como todos los que no tienen un conocimiento justo de lo que vale el talento, ponía el Sr. Rodríguez la mayor importancia de la gloria en conseguirla muy pronto. Lo que él necesitaba era que su hijo fuese una celebridad europea a la edad en que otros juegan al marro. Pero el muchacho había llegado a los veinte años y el emperador de todas las Rusias no le había llamado todavía para que enseñara a tocar el violín a czarewich. Rodríguez leía un diccionario de celebridades todas las noches como si fuera la Leyenda de Oro o el Año Cristiano. Sabía la vida y milagros artísticos de todos los músicos, pintores, poetas y escritores precoces. La anécdota de César llorando ante la estatua de Alejandro, porque a la edad del griego él no había conquistado el mundo, le llegaba al alma al Sr. Rodríguez. Quería despertar en su hijo la noble emulación, como él llamaba a la envidia, y le recordaba los triunfos del inmortal Rafael, y la inspiración precoz de muchos eminentes compositores; y aun de Jesús disputando en el templo con los doctores, quería sacar una provechosa enseñanza. Hasta el niño campanólogo le echaba en cara y ponía por ejemplo. Otras veces era la situación económica de la familia la que sacaba a relucir; hablaba de los sacrificios, del capital anticipado para hacerle un violinista eminente. De este argumento no se reía Ventura como de los otros. Contestaba con dinero. ¿No estaban desahogados todos? ¿No vivían como unos príncipes? ¿No tenía Rodríguez un caballo de paseo?
—Bueno, bueno… —decía el padre, torciendo el gesto— pero… eso es poco.
La envidia seguía trabajando. Había algunos periódicos que, sistemáticamente, combatían el amaneramiento y la incorrección del violinista Rodríguez. Era una notabilidad, ¿cómo negarlo? Pero el mundo marcha, y él se empeñaba en no estudiar, y Pérez y Gómez, francamente, iban proyectando una triste sombra sobre la fama de Rodríguez…
Esto decían los periódicos enemigos. Se fundó una revista profesional, Euterpe, para desacreditar a Ventura. La dirigía un señor de la orquesta y la pagaba Gómez, el otro violinista famoso. Rodríguez, padre, quiso desafiar a Gómez, pero Ventura amenazó con romper el violín si no se despreciaba aquella ignominia de las calumnias.
El tío, el de los cráneos, dudó entonces que fuese Ventura un verdadero artista. Se preciaba de conocer el corazón humano ni más ni menos que la cabeza, y dijo tristemente en secreto a Rodríguez:
—Tu hijo no es un artista; no le lastiman las censuras, no le hacen llorar lágrimas de sangre… ¡no es un artista!
Por aquel tiempo no lo tenía para pensar en rivalidades y críticas injustas el bienaventurado mancebo. Se había enamorado. Estaba en otro mundo su pensamiento. Cuando encontraba a Gómez y a Pérez en algún concierto les apretaba la mano con efusión. —¡Hipócrita, cómo disimula! —decían ellos por lo bajo; y Ventura, con las mejillas un poco encarnadas, los ojos húmedos y muy abiertos les sonreía y alababa sus progresos en el violín. No era exclusivista; su manera soñada no era la que conocían Pérez y Gómez; pero tocaban muy bien, muy bien, por el sistema corriente. Los alababa de todo corazón. —¡Nos desprecia! —decían ellos a los amigos; y el señor de la orquesta llegaba en sus censuras a las personalidades, al insulto. Por culpa de su amor Ventura padecía grandes distracciones; le mareaban las disputas, no quería leer periódicos ni libros, y no sabía lo que pasaba en el mundo artístico. No hacía más que tocar, ganar dinero, y a sus solas querer y trabajar en lo que él entendía que era la nueva manera. Euterpe llegó a decir «que la educación debe ser armónica, que el músico no puede ser hoy, en el estado de cultura a que hemos llegado, un ignorante de las materias afines a su arte; debe conocer la historia, la estética, y sobre todo tener sentido común. Pasó la época de las grandes melenas y las extravagancias del artista: hoy el músico debe ser como todos, vestir a la moda, conocer el mundo y vivir como la gente. Lo demás es una afectación ridícula con que se quiere aparentar un genio que acaso no se tiene».
—¡Pero si mi hijo no usa melena! —gritaba Rodríguez arrugando la Euterpe entre los puños.
Ventura, después de algunas dificultades, fue correspondido; entró en casa de su novia, y como no tenía pretexto para hacer perder tiempo a la niña, ni él lo quería tener, se casó a los pocos meses.
Don Lucas Rodríguez se quedó estupefacto. Aquello era demasiado. Su cuñado tenía razón; Ventura no era un artista. ¡Qué diría Euterpe! ¡Casarse un gran violinista! Casarse, así ¡como un empleado de Consumos!… El tío meneaba la cabeza de derecha a izquierda. Aquello quería decir que la craneoscopia se había equivocado. «No era un artista. Era un instrumentista; no era un artista, no lo era; triste, tristísima confesión… ¡Pero Ventura era un burgués!».
III
El burgués se fue a vivir con su mujer, una rubia de veinte años que le amaba y le admiraba, a una casita de un barrio, donde tenía jardín con árboles tan altos junto a la tapia, que le ocultaban las casas vecinas; de modo que se creía solo, en el campo, viviendo con su esposa y su violín lejos del mundo. Los más amigos, cuando hablaban del pobre Ventura, a quien no se veía por ninguna parte, ponían una cara compungida, como si se tratase de un muerto; y todos hacían el mismo ademán expresivo; que era figurar con la mano una cuchilla o hacha y acercar el filo a la garganta, inclinando la cabeza. Con esto se quería indicar que Ventura se había degollado, había cortado la carrera: se había casado, en fin.
El ajusticiado, el verdugo de sí mismo, se creía el hombre más feliz del mundo. Su padre apenas le visitaba, y nunca le hablaba del genio ni de la misión del artista.
El tío no aparecía por su casa. Los periódicos le habían olvidado. Euterpe misma apenas se acordaba de él. El matrimonio le trajo una porción de ideas serias.
La responsabilidad de un padre de familia, como él pensaba serlo pronto, le parecía lo más grave del mundo… ¡Y él no sabía más que tocar el violín! Lo que empezaba a escasear era el dinero. ¡Si en vez del violín habré tocado yo el violón toda mi vida! ¡Si estos sueños de la música sencilla, natural, serán una locura! ¡Si tendrán razón los otros! Acaso me ciega el orgullo, y esto que yo creo falta de envidia será tal vez sobra de vanidad. ¿Por qué no han de ser, en efecto, superiores a mí Pérez y Gómez? Cuando estas ideas se le ocurrían, que solía ser al despertar, el pobre Ventura sentía un sudor frío por todo el cuerpo y en el rostro mucho calor de vergüenza… Se le figuraba que el mundo entero se reía de él; y miraba a su mujer, a su hermosa mujer, que dormía tranquila a su lado, y pensaba ¡Pobrecilla! Tal vez le espera el hambre, por lo menos las privaciones; acaso, por tener fe en un loco, ha expuesto su porvenir… ¡Y el de sus hijos! ¡Pobres hijos míos! ¡Cuando nazcáis os encontraréis sin más patrimonio… que la música sincera, una música del porvenir que inventó vuestro desdichado padre!… Pero estas amarguras de la desconfianza duraban poco. De noche, en verano, después de comer, salía al jardín con su querido instrumento; aquel violín que amaba con el mismo respeto que había en las caricias que encantaban su vida conyugal.
A sus solas, acompañado por el discreto cuchicheo de las hojas de los árboles, que la luna plateaba, y que la brisa removía, osaba el pobre Ventura tener fe en su alma de artista. El violín según él sonaba con más dulzura que en las salas ahogadas de los conciertos, donde las notas tenían que flotar en una atmósfera cargada de emanaciones impuras; parecía que las cuerdas en aquella triste soledad tranquila de la noche apacible se desperezaban con cierta gracia de ingenua confianza; la humedad del relente pasaba al timbre de la cuerda: era más fresca y algo húmeda la nota del violín… Encontraba el músico cierto parecido entre el rayo de luna que bajaba y la vibración sonora que subía… Era una corriente de cierto fluido poético que ascendía y descendía como la escala de Jacob.
—¿Dónde está lo que no es todavía y ha de ser sin falta? ¿En dónde viven, en qué espacio flotan el alma del que ha de ser hijo mío, un ángel de cabeza rizosa, toda de oro, como la de su madre, y la impalpable idea música que yo sueño, pero que es en la lógica de la belleza una realidad necesaria? Música sencilla y natural, exenta de convenciones rítmicas, amañadas y recompuestas; música de los humildes, dulzura espiritual, remedo de lágrimas y besos y ayes verdaderos, nuevo canto llano, con toda la sublime sencillez del antiguo, pero sin su monotonía; sueño mío, visión benéfica, convicción santa, esperanza, consuelo, virtud, ¡orgullo mío!… ¿En dónde estás? ¿Qué eres ahora? ¿Idea de Dios? ¿Vives ya en mi cerebro? Como palpita ya en las entrañas de mi esposa el cuerpo del ángel que aguardo, ¿palpitas ya tú dentro de mi espíritu? ¿Eres esto que vislumbro? ¿O acaso la ansiedad que siento? ¿O la alegría inexplicable, repentina y frenética de algunos momentos en que parece que todo mi ser se transforma y se eleva? ¿Dónde estás, música mía? Yo te aguardo; aquí esperaré hasta la aurora. Sé vapor del relente, extracto de aroma, rayo de luna, murmullo de la fuente o de las hojas… Ven, ven con el alba a caer sobre las cuerdas de mi violín como el rocío caerá sobre las flores.
Cuando hablaba así para sus adentros Ventura, gran retórico de lo inefable, en su violín no sonaban más que unos dulcísimos quejidos, que eran como el murmullo que hay en los nidos de las golondrinas cuando los hijuelos aguardan el alimento… Parecían los ensayos de los gorjeos de aquella bandada de ruiseñores —notas que esperaba Ventura en la próxima primavera… en la primavera de la música nueva que él debía inventar…
—Ventura, que te vas a constipar, entra —decía una voz amorosa desde una ventana de la casita, y Ventura, volviendo de repente a la realidad, estornudaba cinco o seis veces, y se metía en su cuarto, con el alma presa de un catarro crónico de desencantos. No sabía su pobre mujercita que al sacar del jardín a su marido, le sacaba del único cielo en que él podía estar contento. Un cielo en que efectivamente había música.
IV
Por lo demás, los negocios iban de mal en peor. Ventura cada vez trabajaba menos; ni él procuraba agradar a los contratistas de conciertos, ni estos le buscaban ya con el afán de antes.
Algunos reconocían aún la superioridad de Ventura, pero decían:
—El público aplaude lo mismo, y acaso más a Gómez y a Pérez, que son más seguros, que trabajan con más entusiasmo y más asiduamente.
—Vengan Pérez y Gómez, y Ventura Rodríguez allá se las haya.
Ventura notó que el mercado disminuía, que la demanda se alejaba… El orgullo, lo que él llamaba su dignidad de artista, no le permitía solicitar lo que ya no se le ofrecía espontáneamente. Muchas veces todavía le llamaban para una gran solemnidad, y él contestaba:
—Que vaya Pérez; que toque Gómez…
Cuando nació el ángel rubio que Ventura esperaba, en aquella casa se iba pasando del lujo prudente y moderado al bienestar modesto y parsimonioso en los gastos.
La aurea mediocritas empezaba a no ser aurea y se quedaba en mediocritas.
El padre de aquel inocente, que no tenía más patrimonio que la música de un sueño, creyó llegado el momento de pensar en algo, de hacer algo. Cualquier cosa menos profanar el violín. Él no podía hacer lo que Pérez y Gómez. Ni podía ni quería. Pero sobre todo, no podía. Era preciso confesarlo: la habilidad de aquellos hombres era grosera, material, cosa ajena al espíritu, a la inspiración, a la dignidad del ideal artístico… pero habilidad al cabo. La habían adquirido con mucho trabajo, a fuerza de repetir sus ensayos, dominando poco a poco el instrumento, como quien domestica una fiera. Le hacían hablar, y eso era lo que el público exigía. Ventura quería hacerle vivir, y eso era imposible por lo visto.
—Sí —pensaba él desesperado—, el violín de Gómez habla, pero como un loro, como habla Gómez. Mi violín estará mudo hasta que pueda hablar… como un poeta.
Así es que ni su voluntad, ni sus facultades le permitían sacar del violín el partido que sacaban los otros.
Era un axioma ya en todas partes:
—Gómez es más correcto que Rodríguez.
—Rodríguez toca, pero está anticuado.
Esta era una aserción probable.
Y también se decía:
—Ese chico no adelanta. Y en este siglo el que se para se hace aplastar.
—Rodríguez no estudia.
—Dicen que bebe, y por eso…
—Las mujeres; deben de ser las mujeres…
—Es su mujer; le ha cortado la inspiración, como Dalila cortó a Sansón la fuerza con los cabellos…
—Rodríguez se ha chiflado.
—Era una medianía precoz. Cuando la precocidad no le sirvió de nada, se quedó con la medianía.
—El gusto cambia; Rodríguez no sigue el gusto moderno…
—¡Rodríguez, Rodríguez! Ya me cansa tanto Rodríguez… ¡Otra celebridad! ¡Otro nombre!…
Ventura recibió algunos desaires mal disimulados del público, su antiguo esclavo, que ahora se desquitaba de los días de la servidumbre.
Tragó las lágrimas del despecho, y olvidado algún tiempo de sus aspiraciones de innovador, procuró eclipsar los triunfos de sus rivales… ¡No pudo! Pareció amanerado, inferior al modelo.
Siguió una violenta reacción de orgullo salvaje y de loca esperanza. Renunció a tocar en público por algún tiempo, y se refugió en su jardín, para dar conciertos a los pájaros dormidos. Tuvo que vivir de sus ahorros, que no eran muy gran caudal.
Un día su padre entró en casa de Ventura abriendo y cerrando puertas con estrépito. ¿Qué era aquello? ¿Se dejaba a un padre y a una madre en el arroyo? ¿Y los sacrificios? En casa no había un cuarto; todo, todo se había gastado en criar aquel portento, que no acababa de dar el fruto esperado. «Yo he gastado un capital enorme; lo he tirado todo por la ventana, estoy sin camisa. Y ¿dónde están los intereses de ese enorme capital? En el viento; mi hijo desprecia al público, y no quiere tocar delante de gente; como si no supusiera nada el capital que yo gasté en educarle y prepararle para un porvenir brillante, el señorito viene a dar conciertos a los árboles de su huerto, y se le va todo en suspiros de violín; esto es regalar una fortuna al viento. En una palabra, tu madre y yo nos venimos a vivir aquí, a no ser que prefieras dejarnos en el arroyo… ».
Las necesidades de la casa comenzaron a aumentarse; ya no bastaban los ahorros: Rodríguez, padre, no quería economizar; se había acostumbrado al papel de próximo ascendiente del genio, y ni aun después de renunciar a la gloria de su hijo podía renunciar a los gastos superfluos que a costa del genio hacía. Fue necesario volver a trabajar. Se gastaba en aquella casa tres veces más que antes. Pero Ventura tenía odio al público; no quería dar música a nadie. Prefería consagrarse a otra cosa: al comercio, la bolsa, la industria… cualquier oficio, por prosaico que fuera, antes que el violín.
Hizo varias tentativas. Se metió en empresas industriales y le engañaron. Su ineptitud para el tráfico le parecía un crimen; soy un idiota, pensaba el infeliz, nunca he servido para nada.
Y al verse torpe en los negocios más vulgares, que medianías sin cuento manejaban perfectamente, exacerbado su pesimismo, llegó a creer que ni mediano músico había sido siquiera. Entonces se le representaba su sueño del arte renovado, de la música sincera, como una visión de loco, como una estupidez trascendental. Y trabajaba en las ocupaciones que escogía como quien cumple una penitencia, gozándose casi en la repugnancia que le causaba aquel género de trabajo tan contrario a sus gustos. Se había hecho tímido como una liebre, escrupuloso, cominero. Daba al pormenor una importancia irracional, con una especie de superstición. Hizo esfuerzos dolorosos por adquirir aptitudes que le negara la naturaleza. Pero todos estos martirios eran inútiles, la ruina de la familia iba a ser inevitable.
Rodríguez padre, que había asistido como testigo mudo y acusador en su silencio a todas las derrotas de Ventura en las varias empresas que acometiera, le dijo al fin, después de un desengaño que ponía a la casa en grave apuro económico:
—Ventura, no seas tonto.
El hijo levantó los ojos hacia el padre, como pidiéndole perdón por aquellas tonterías que confesaba, que él también creía evidentes. —No seas tonto. Tú no sirves para nada más que para tocar el violín. Yo no puedo ya trabajar; o tú vuelves a tocar el violín, o tus padres, tu mujer y tu hijo se te mueren de hambre. Escoge.
Ventura escogió retorcerse las entrañas y volver a ser violinista. Entonces fue cuando la cabeza se le llenó de canas. El amor propio recibió tales golpes, tal lluvia de saetas, unas impresas, otras de viva voz, otras consistentes en hechos, tales como desaires, desdenes, desprecios, que de aquella vez Ventura se convenció de que algo se le moría dentro del alma. Era el amor propio, con todo lo que tiene de bueno y de malo, lo que se le moría.
Fue como un resorte tirante que estalla; la primera impresión fue casi agradable, un respirar tranquilo, una suspensión de dolores agudos; después, como un ángel que quisiera volar y encontrase roto el juego de las alas, el espíritu de Ventura se sintió como perniquebrado, arrastrado; ya no pretendía volver al cielo del arte: tenía conciencia de aquel descalabro interior; sabía que estaba roto por dentro, que para él se había acabado toda ambición de tender las alas invisibles, en que había creído con fe tan acendrada. Euterpe, que había entrado en el año tercero o cuarto de su publicación, volvió a hablar de Ventura Rodríguez, distinguido violinista.
Ya no le insultaba; tratábale con cierto tono de protección, contaba a los lectores pormenores de su vida, y hacía esfuerzos para persuadirlos de que le oirían con gusto. Llegaría a ser una esperanza si se ceñía a seguir el camino de los maestros Pérez y Gómez.
El padre de Ventura procuraba que los periódicos no llegasen a manos de su hijo. Pero Ventura los leía en el café. Se dejaba insultar como un muerto. Algunos críticos nuevos, que hablaban de música como si tuviesen el arte en estado de sitio y ellos fuesen capitanes generales, se encaraban con el violinista redivivo, y declaraban que había perdido mucho en el largo período de silencio en que se había obstinado. Le injuriaban los más atrevidos, y Ventura leía aquello como si se tratase de otro. Ya no quería más que el dinero que le valía su arte. En este punto era todo lo exigente que podía. Con los empresarios regateaba. Les ponía por las nubes su celebridad de otro tiempo, hablaba como un charlatán. Es más, aquellas teorías suyas de la música nueva, que eran implícita censura acerba de la manera de tocar sus rivales, las sacaba ahora a plaza, procurando ponerlas al alcance de aquellos profanos, incapaces de sentir la música de ningún tiempo ni sistema. Quería ver si así ganaba algo más, si se vendía más caro.
Poco a poco fue pagando algunas deudas, y hasta pudo mantener cierto lujo de su padre, que no podía fumar tabaco malo, ni beber vino común.
Se figuraba el músico desacreditado que él era un vivo enterrado; todos sus colegas, los músicos, los compositores, los cantantes, los críticos, los aficionados, habían ido echando sobre su cuerpo un poco del polvo del olvido, y ahora estaba separado del mundo por una capa de tierra muy pesada, muy pesada. Se hablaba de él como de un aparecido. El elemento joven del arte y de la crítica no le conocía ya, en cuanto le sonaba su nombre, no sabía a qué…
Pero a él no le daba esto pena. Ni pena ni gloria, repetía por lo bajo. Y no atendía más que a ganar dinero para sostener los gastos de su casa.
Un día le llamaron para tocar en la inauguración de un café monstruo.
Rodríguez, padre, fue quien abrió la carta en que se le invitaba y se le ofrecía una buena suma.
—¿Supongo que no aceptarás?… ¡Esto es demasiado!
—Demasiado es todo —contestó sonriendo Ventura— pero acepto.
—¿Que aceptas?
—Está muy bien pagado —y fue.
Por aquel tiempo empezaron a olvidarle los periódicos: ni para humillarle le nombraban.
¿Tocaba peor que antes Ventura? No se puede asegurar que sí ni que no. Pero es cosa evidente que tocaba con menos fe, como una máquina. ¿Y la música sincera? ¿Aquella manera nueva de tocar que él estaba descubriendo? Aquello era su remordimiento. Ya no creía en aquel arte restaurado. Había sido un sueño del orgullo; una extravagancia de una medianía que se revela y quiere ser eminencia, no por el camino recto, sino discurriendo novedades raras, absurdas.
Eso era él, según él mismo. ¿Cómo se había convencido de ello? ¿Con pruebas sacadas de sus estériles ensayos, de sus tentativas inútiles? ¡Oh!, no por cierto, eso no. Ni un solo argumento, ni un solo sofisma había podido discurrir contra la nueva manera de la música que en los tiempos felices de la vigorosa inspiración, de la reflexión seria y sabia, se le había aparecido como una necesidad lógica del arte. Pues entonces, ¿por qué había perdido la fe? No lo sabía a punto fijo. Por todo lo demás; por culpa de Euterpe, de Rodríguez, padre, del empresario, de Gómez, de Pérez, por culpa del mundo… ¡en fin, por el diablo!, ¿qué sabía él? Pero le daba vergüenza haber creído en su invención y haber sacrificado a ella la felicidad de su familia.
Empezó a escasear el trabajo en la corte. No bastaba buscarlo con afán y sin poner condiciones: iba faltando demanda… y Ventura admitió contratas con empresarios de provincias.
Dejó a su padre y a su madre en Madrid, y se fue a recorrer Andalucía y Castilla, Cataluña y Aragón con su violín, su mujer y su angelillo. Lo único que había salido como él lo había soñado.
Era hermoso como una flor su Roberto. —¡Adiós, Madrid!—. Todo Madrid le había aplaudido… y aquel todo Madrid se quedaba allá arriba… entre aquellos faroles que se iban apagando en la niebla… Pronto sería Rodríguez como un muerto olvidado; es decir, nada multiplicado por nada… ¡Buen viaje!
V
El Iris se abría a las ocho de la mañana en invierno. Los mozos, soñolientos, barrían, limpiaban los bancos, deshacían las torres de sillas que había sobre las mesas, y se iban los más a dormir otra vez. Quedaban dos o tres para el poco servicio de la mañana. Leía uno el Diario, periódico de primer orden en la provincia; otro jugaba con el gato. En el mostrador, silencio. El piano, bien cerrado y abrigadito con su funda verde, extendía su cola sobre la plataforma de pino blanco, majestuoso en su sueño de toda la mañana. Estaba la plataforma en medio de la sala, rodeada por un antepecho de madera pintada de azul y oro. Sobre un musiquero había algunos libros y piezas sueltas de música. Al otro lado del piano una silla alta forrada de terciopelo carmesí, oriunda de algún teatro. Allí se sentaba «el señor de Madrid», la celebridad que cobraba cinco duros todas las noches y cenaba de balde. Los mozos del Iris no ocultaban su orgullo. La cerillera del portal, que vendía toda la prensa de Madrid y de provincias, oía con religiosa atención a Lucas, el mozo más viejo del Iris, por la milésima vez, su maravillosa narración.
—El señor de Madrid fue contratado primero por esos granujas del café del Gran Mundo, esos tipos llenos de fantasía que se están empeñando hasta las orejas por hacernos perder a todos… pero ¿ve usted cuánto rumbo y cuánto convite a los de los papeles?, pues bueno, señora Engracia, por peso de más, peso de menos, el señor de Madrid se quedó sin la contrata y los de allá sin su músico. Entonces el amo, que lo supo, el amo, que sabe gastar de veras y sin ponerlo en el diario, fue ¿y qué hizo? Pues nada, llamó al señor de Madrid y le dijo:
—¿Que los cinco duros?, pues los cinco duros ¿y que cena?, pues que cena.
—Ahora los de allá, despechaos, claro, dicen que valiente ganga, que ellos hacen más ruido; que este señor de Madrid es un arruinao, un trasto viejo; y la verdad es que la gente se va al Gran Mundo, porque este pueblo, señora Engracia no es filantrópico, y vamos… que no sabe de música; pero V. lo sabe, V. le ha oído, el de Madrid toca como un ángel; y el pobrecillo pone una cara de bueno pa tocar…
La señora Engracia estaba de acuerdo con Lucas, y no había disputa; el mozo se volvía a retozar con el gato.
Por la tarde el Iris se llenaba de gente del campo, que en aquella tierra dejan sus faenas mucho antes de que el sol se ponga. Con su manta al hombro muchos, casi todos con su pañuelo de colores atado a la cabeza, entraban con aire satisfecho, pisando fuerte y llamando recio al mozo.
De cinco a siete había música. Pero nada más que de piano. El señor de Madrid tocaba por la noche.
El pianista ganaba cuatro pesetas y cenaba también. Era un viejo calvo, grueso, lacio, mustio. La expresión de su rostro era la de un carnero cansado, momentos antes de morir. Vivía de cobrar un tanto por ciento al clero catedral por derechos de habilitado, y de tocar el piano en el Iris. En lo mejor de su edad, a los treinta años, había compuesto habaneras y algunas variaciones sobre la jota; pero ya no escribía música; la copiaba y le iba mejor; se vendía, aunque barata. Él prefería la introducción de Semíramis, Safo, La Cenerentola, pero el público quería novedades peligrosas, música francesa, una prostitución. Y tocaba lo que mandaba el amo del Iris.
Menos mal por las noches, desde que había venido el señor Rodríguez, un violinista muy aceptable, de la buena escuela. Don Ramón Betegón, el pianista, concluida su tarea de la tarde se iba a comer y volvía al Iris a las ocho y media.
Ya estaba allí Rodríguez, con su mujer, su hijo y la niñera, alrededor de una mesa cerca de la plataforma.
—Doña Carmen, muy buenas noches —decía Betegón.
Daba un beso a Robertito, un apretón de manos a Ventura y se iba al piano.
Razón tenía Lucas; los habitantes de aquella ciudad noble y leal no eran filantrópicos. El café estaba lleno, eso sí; pero no había lo que en aquella tierra, y en otras muchas se llama todavía personas decentes.
Acudían muchos artesanos con los tiznes del trabajo en la cara, de mano callosa y torpe en el manejo de vidrios y lozas del servicio; abundaban los mozos de coches y carros, los pillastres de variadas profesiones, algunas ilícitas; había algunos soldados, casi todos con galones, más cabos que sargentos, y más distinguidos que cabos. Y sobre todo, muchos campesinos que viven en la heroica ciudad y son capaces de madrugar con el sol y acostarse tarde, por darse aires de señorío y desembrutecerse con el café y la música. Algunas mujeres honradas, de pueblo, acompañaban a sus maridos padres o hijos mirándolo todo con curiosos ojos que no ven claro, saboreando el gasto con usura; hablaban en voz baja y tomaban su café con religiosa ceremonia, pensando en la importancia de los 25 céntimos que cuesta.
El sexo débil estaba más bulliciosamente representado por algunas mozas del partido, que ordinariamente guardaban la compostura debida, pero que a veces olvidaban su comedimiento riendo como en el lupanar. Algún prudente ¡chisss!… de Lucas imponía silencio, y la buena crianza volvía a reinar en aquella reunión, donde los pobres procuraban adquirir uno de los vicios más necios de los que pueden gastar dos reales en lo superfluo y mucho tiempo en lo innecesario.
Una noche tocaba Ventura Dichter und Baüer (poeta y aldeano), y le acompañaba con mucho gusto el Sr. Betegón en el piano. Allí cerca, junto a la plataforma, Carmen, la digna esposa, el consuelo constante de tantas pesadumbres, apoyaba un codo en la mesa de siempre y contemplaba amorosa a su marido. Carmen era ya su único admirador; en realidad su único público. ¡Aquellos labriegos, aquellos artesanos le oían como quien oye llover! Se les había dicho que el señor de Madrid cobraba cinco duros (eran tres pero se había convenido en decir cinco), y con esto tenían bastante: saboreaban el café y el placer de estar oyendo a un ricazo de la corte, que estaba allí para divertirles a ellos. Entre los pillastres había quien le miraba con cierta insolencia, como diciendo: no creas que me asustas, yo he oído cosas mejores, he estado en Madrid y no me asombro por tan poco.
Al terminar una pieza sonaban algunos aplausos; era cuando querían que se repitiese, por gusto de hacer trabajar más a los músicos, por sacarle más jugo al real del café. Después de la repetición nunca se aplaudía, porque eso sería pedir otra repetición, y allí no se querían gollerías. Los domingos había muchos más consumidores: venían al Iris niños y perros, y el estrépito era infernal. Cuando algún trozo de música alegre les llegaba al alma, como un solo hombre los baturros pedían «¡La jota, la jota! Venga la jota… ».
Carmen se ponía como un tomate allá abajo, en su banco pegado a la pared, y miraba al pobre Ventura como diciéndole:
—¡Perdónales, no saben lo que hacen!… —y a Ventura aquello de «¡la jota!» le sonaba como si dijeran —¡Crucifícale, crucifícale!
Carmen tomaba café en el Iris; el niño jugaba con la niñera, porque su padre quería tenerle cerca, le necesitaba allí para decidirse a ganar el pan de cada día. A las diez madre, hijo y criada se iban a casa muy tapaditos. Ventura no dejaba a nadie el cuidado de envolver a Roberto en mantones y pañuelos; le daba cien besos y le ponía en brazos de la muchacha.
Carmen se despedía con una sonrisa animadora… y él los veía marchar, triste, con una tristeza dulce, lánguida, resignada; y entonces, a solas ya con su violín, entre aquel populacho bueno, pero sin ojos para sus penas ni para su arte, tocaba Ventura, sin conocerlo acaso, como en sus mejores tiempos, mejor tal vez, tal vez como lo pedía aquella su invención de la música sencilla, sincera, buena, santa, de que ya no se acordaba, o por lo menos en que ya no creía. Y entre el ruido de las cucharillas, patadas, toses, voces de «¡café!, ¡que mancho!, ¡mozo! ¡El Imparcial!» sonaba el violín como una queja de un alma dolorida por pena eterna, ante un Dios eternamente sordo a las quejas de las almas. Don Ramón Betegón, impasible, abofeteaba el piano y aprovechaba los solos de Ventura para dar tres o cuatro chupaditas al cigarro… Ventura tocaba entonces en el Iris como en su jardín de Madrid; los parroquianos eran testigos tan inteligentes como los árboles… peores, porque los árboles no pedían la jota.
VI
Como iba diciendo, una noche Carmen miraba desde su banco, apoyada en la mesa, a su querido mártir, como ella para sí le llamaba siempre. El público empezaba a acudir.
Suppé, interpretado, como decía Betegón, por Ventura, adquiría nueva gracia y dulzura.
Los ojos del violinista apenas se fijaban algunos segundos en el papel que tenía delante; miraba más a su mujer, con amor inagotable, tan puro y grande, como el primer día de novios. Se diría que de los ojos de Carmen una corriente eléctrica iba hasta los ojos de Ventura, y le llevaba consigo la inspiración, la habilidad artística, aquella manera sublime de interpretar, según el pianista.
Otras veces el violinista miraba a su hijo, que al pie de la plataforma iba y venía, ora procurando coger una pierna de su padre, para lo que metía su mano de muñeca entre los balaustres, ora saltando alrededor del piano, como si fuera mariposa, y la música luz que le atraía. Para seguir los movimientos del niño el padre vigilante necesitaba hacer mil contorsiones, sin dejar de tocar con aquella suavidad y elegancia exquisita de siempre: daba vueltas en redondo; se inclinaba, se ponía sobre las puntas de los pies… parecía un músico excéntrico que lucía su habilidad entre piruetas.
Después del Poeta y aldeano hubo un descanso de cinco minutos.
Don Ramón y Ventura fueron a sentarse junto a Carmen. Con la finura del mundo tomó Betegón media copa de anís doble. Roberto se había subido a las rodillas de su padre, que le acariciaba con la barba y la mejilla, como si fuera su violín, inclinando sobre el niño la cabeza, con los ojos medio cerrados, pálido y triste con una tristeza que estaba ya petrificada en las arrugas de su rostro. Podía Ventura sonreír, hasta reír a carcajadas; allí estaban las arrugas para protestar, como una fe de muerto de aquel espíritu que se vio adulado con el apodo de genio.
Don Ramón se levantó y volvió al piano. Le siguió poco después Rodríguez. Comenzaron la Stella confidente.
Entonces entró en el café un subteniente de caballería. Se sentó en una mesa que estaba enfrente de la mesa de Carmen. Pidió café, distraído. Tardó en notar que tocaban el piano y el violín. Atendió. Le gustaba aquello. Se sentó en otra mesa, más cerca del piano. Miró en derredor y echó de ver que allí no había más personas regulares que él y aquella señora… debía de ser la de uno de los músicos.
—¡Demonio!, qué bien toca ese hombre —pensó, y llamó al mozo.
—Es el señor Rodríguez, un músico de Madrid.
—¿Rodríguez? Rodríguez… ¡Ah!, sí, creo haber oído…
El subteniente se puso el sable entre las piernas y clavó los ojos en el violinista. Positivamente estaba entusiasmado. A los pocos compases le hizo acordarse de su madre, que estaba en el otro mundo, y de su novia, que le había dado calabazas. Era forastero, estaba muy solo y muy triste, tenía mucha nostalgia, según él llamaba a su aburrimiento, y aquella música le estaba llegando al alma. ¡Qué modo de tocar! ¡Y no hay aquí más que plebe!… Él también había tocado algo. Era la flauta, pero todo es tocar. Además era poeta. Sentía muy bien.
—¡Pues no se me saltan las lágrimas! Mozo, una copa del Mono… Y aquella señora debe de ser la suya… es guapa. ¡Canario ya lo creo, muy guapa!
También él era guapo. Alto, rubio, muy esbelto, de aspecto marcial como un dragón, pero de ojos dulces como un ángel. Y el bigote fino y bien peinado. Era muy guapo. Carmen le había visto desde el momento en que entró.
Había observado su atención, su asombro, su entusiasmo, su enternecimiento. Pero cuando él la miró, ella separó los ojos y los fijó en su marido. Y así estuvieron: el militar yendo con la vista y el alma del violinista a Carmen, de Carmen al violinista.
Carmen mirando a su esposo con fijeza y viendo al subteniente.
Ventura arrebatado por la música y la contemplación de sus amores, Roberto y Carmen, no veía al de caballería. Terminó la Stella y los músicos volvieron a la mesa. El público, que no quería repetir, no aplaudió; el subteniente abrió las manos, pero al ver aquella frialdad, se las metió intactas en los bolsillos. —¡Qué lástima!, tenía que marcharse sin remedio. Era tarde, le esperaba el coronel. Pagó y salió visiblemente disgustado, según observación de Carmen.
—Tendrá una ocupación urgente —pensó— ¡esos militares!…
A la noche siguiente el de caballería se presentó a las nueve menos cuarto. Se trataba del Non tornó.
El sentimentalismo del amo del café, se imponía hasta a los músicos que cobraban cinco duros nominales, tres en efectivo. Ventura vio entrar al subteniente, y no le cayó en saco roto aquel extraño consumidor de café y música. En una de las vueltas que daba con el violín en el brazo para seguir los juegos de Roberto, vio Rodríguez al simpático alférez, que tenía los ojos inflamados por la admiración, la boca entreabierta, la mirada fija en el músico. Dio otra vuelta y vio lo mismo. El alférez, no cabía duda, era un admirador. Ventura se lo agradeció en el alma: le echó mil bendiciones con el arco; y aunque haciéndose el desentendido, con una coquetería de artista, se esforzó cuanto pudo, tocó lo mejor que supo; y todo aquello iba dedicado al subteniente, a quien aparentaba no ver siquiera. Carmen notó que su marido se acercaba radiante, como si viniera de un gran triunfo; pero él no dijo nada.
—Está V. hoy contento —dijo D. Ramón, que siempre estaba triste, y sólo simpatizaba con los desconsolados.
—Sí, me siento bien hoy. Y además el médico me ha dicho que lo de Roberto no es nada.
—Sin embargo, yo recomiendo el aceite de hígado de bacalao… ese niño crece poco; mire V., parece un tapón.
—Pobrecito mío —exclamó la madre— te llaman tapón.
—Un tapón muy bonito, pero un tapón, señora… Mire V., apostaría a que cabe en la caja del violín de su padre. Se le podría enterrar en ella.
—¡Jesús! —gritó Carmen estremeciéndose—, no tanto… y no lo quiera Dios.
Mientras la madre apretaba al niño contra su corazón, Ventura tembló reparando en la caja del violín; en efecto parecía un ataúd para un angelito… como un violín. Era de madera negra con chapas de plata.
—Stradella… Pietà signore… —dijo don Ramón, y puso con solemnidad las manos sobre el teclado.
Ventura tocaba con una tristeza religiosa, que llegaba a las entrañas al subteniente. Pensó este que aquello del infierno era muy verosímil. Pidió otra media copa de anís del Mono, y se abismó en reflexiones religiosas. La existencia de Dios era evidente. Pero, a Dios gracias, era un Señor infinitamente justo y misericordioso, que no había de incomodarse porque un subteniente aburrido se enamorase platónicamente de la mujer de un notable violinista. Porque, no había para qué ocultárselo a sí mismo, él se iba enamorando de aquella señora. ¡Su posición y su postura eran tan interesantes! Además, él veía en ella un reflejo del talento de su marido. Él había empezado, y seguía, admirando al músico como tal, pero no era cosa de enamorarse de él… y… naturalmente, se enamoraba de su mujer… por lo platónico.
Carmen se confesaba en aquel instante a sí misma que toda la noche había pensado en el subteniente, que le era muy simpático, aparte de ser buen mozo; porque se le veía que admiraba a Ventura, que sentía aquella manera, que ella comprendía también, y muy a su costa, por cierto.
La casta esposa notó al cabo que las miradas del alférez se repartían entre ambos cónyuges… Pero no lo tomó a mala parte. Con no mirarle ella a él bastaba. Y precisamente para verle no necesitaba mirarle. Ventura volvió a tocar para su admirador; ya le quería, sin saber por qué.
—¡Qué vueltas da el mundo! —pensaba—, yo desprecié a un público de inteligentes, de maestros… ¡y ahora me sabe a miel agradar a un alférez que no sabrá ni tocar la corneta!…
Ventura hacía prodigios de habilidad, de gracia, de elegancia; el violín lloraba, gemía, blasfemaba, imprecaba, deprecaba… todo lo que quería el brazo. El entusiasmo y el enternecimiento del militar eran sinceros. Pero le gustaba la mujer del violinista, sin menoscabo del arte. La música le cargaba de electricidad, pero la electricidad se le escapaba al depósito común de las pasiones terrenas por los ojos de aquella señora.
Pasaron días y días. El subteniente debía de estar de guarnición, porque no se marchaba. No faltaba ni una noche al Iris. También Ventura le veía en sueños. Le veía, vestido de capitán general, acercarse a él, que estaba en un trono; y después de muchos saludos con el tricornio, le entregaba una corona de laurel y oro, y se marchaba, andando hacia atrás y con grandes reverencias. Rodríguez ya se atrevía a sonreír frente al alférez, y a dedicarle sus saludos cuando había aplausos.
Una noche, que se pidió la jota, le agradeció mucho que impusiera silencio a un baturro, que gritaba:
—¡Otra, otra, pues!
Pero no quería hablarle. Prefería tener aquel admirador a distancia. Acaso sería un majadero —aunque no lo encontraba probable— y era preferible no conocerle. Así se podía figurar en él al mismo Wagner disfrazado.
El subteniente tampoco deseaba acercarse. Se le antojaba indigno de su nobleza valerse de la amistad para probar fortuna; todo quería deberlo al poder de sus ojos, nada a la falsedad de una estratagema.
Ventura dijo una noche a su mujer:
—¿No te has fijado en aquel subteniente?
—¿Cuál?
—Aquel, no hay más que ese. Viene todas las noches. Creo que le gusta lo que toco.
—No tendría nada de particular —contestó ella.
Siempre había sido Carmen muy fiel esposa. Amaba y admiraba a su Ventura. Pero hacía muchos años que en las caricias, en los cuidados, en las confidencias del músico había una profunda tristeza, una desesperación resignada, atónita, humilde, casi servil, que daba frío y sombra en derredor: parecía el contacto de aquel dolor mudo, el contacto de la muerte; no era posible respirar mucho tiempo la atmósfera de desconsuelo en que Ventura vivía: todo organismo debía de sentir repugnancia cerca de aquella frialdad pegajosa… la intimidad del músico amenazaba con una especie de asfixia moral.
VII
Una noche, en Semana Santa, ideó don Ramón Betegón una especie de concierto sacro, y después de otras cosas se tocó el Stabat Mater, de Rossini. La música religiosa le daba a Ventura escalofríos. Un sacerdote de esos que tiemblan con la hostia en la mano, puesta toda el alma en el misterio, no consume con mayor unción y pureza de espíritu que las que había en el alma de Ventura al hacer llorar a los ángeles y gemir a María en los sonidos de su violín, su sagrario.
Aquella noche, hasta los baturros entendían algo, y había en el café un silencio de iglesia. El subteniente estaba en su sitio; Carmen en el suyo, toda de negro. Ventura, en el momento en que hablaba con el violín de la soledad de la Virgen al pie de la Cruz, fija la mirada en su esposa, notó en el rostro de ella una dulcísima sonrisa que no iba hacía él; volviose, y tuvo tiempo de ver llegar aquella corriente de amor triste y lánguido al rostro del alférez, que recibió la sonrisa besándola con otra… Dum pendebat filium, decía el violín a su manera, mientras Ventura se ahogaba. Tuvo valor para seguir espiando miradas y sonrisas… Iban y venían, y él las sorprendía, no en el camino, que allí eran invisibles, sino al llegar a Carmen, o al llegar al alférez. ¡Qué sonreír, qué mirar! Y ellos, ¡qué ciegos!, no veían que él los observaba. Ya se ve, el éxtasis los tenía esclavos; la música sencilla, sincera, que sonaba allí en toda su grandeza, en el lamento religioso… los arrastraba a regiones de luz, al mundo invisible de la poesía. ¡Era él quien les facilitaba aquel palacio encantado del sueño del amor!… ¡Infames, infames!, debió de decir el violín también, porque se puso ronco de repente, desafinó de manera terrible. Betegón volvió la cabeza… y vio a Ventura con la suya hundida entre las manos y las manos apoyadas en el antepecho de la plataforma. El violín estaba en el suelo, roto bajo los pies del Sr. Rodríguez.
VIII
Cuando aquella noche, suspendido el concierto, por indisposición del violinista, volvieron a casa Carmen y Ventura, Roberto, que se había quedado en casa muy dormidito, despertó con dolor en la garganta. Otro tenía, en la garganta también, su padre; pero al ver al niño calenturiento, medio ahogado, Ventura se sintió bien de repente, o mejor, no volvió a sentirse. Ocho días duró la enfermedad del niño, y en todo ese tiempo el padre no pensó en sus propios males. Carmen nada sabía de las nuevas penas de su esposo, pues creía que era un secreto para él y para el mundo entero su debilidad, que ella misma maldecía. Velaba al pie de la cuna, queriendo satisfacer con la penitencia del amor de madre puesto en tortura las culpas de pensamiento de la esposa infiel.
Ni una palabra de Ventura pudo hacerle sospechar que su falta estaba descubierta.
Roberto murió a los ocho días. Carmen estuvo enferma de peligro. Ya convaleciente, Ventura le dijo:
—Carmen, tu madre podría cuidarte muy bien, mejor que yo. Allá en tu pueblo hay otros aires… Allí la salud vendrá de prisa.
—Sí, vamos… —contestó ella.
—No, yo no. Vas tú sola.
—¿Y tú?
—¡Yo me quedo… con mi hijo!
IX
Bien se acordaba; a Roberto le habían metido en una caja estrecha y larga, es decir, no muy larga; ¡el pobre niño era tan chiquitín! Había crecido poco. ¿Qué importaba ya? La caja tenía chapas de metal blanco y estaba pintada de azul…
Ventura se vio solo en su casa. Ya podía hacer lo que quisiera. Si era una extravagancia, que fuese… Demasiadas veces se había sometido a los caprichos de los demás. Y ahora iba él a hacer su gusto. Ya estaba de acuerdo con el guarda del cementerio. Su dinero le había costado. Salió a las doce de la noche; debajo de la capa llevaba un bulto, que no debía de pesar mucho. Ventura corría por la carretera; después dejó el camino real; tomó a la izquierda… allí era… aquella masa negra. Llegó a una verja… dio tres golpes en el hierro. Abrieron.
—¿Es V., señorito?
—Sí, Ventura.
El guarda se llamaba como él. Era un viejo con cara risueña.
—Venga V. por aquí. Cuidado no tropiece V. con las cruces. No haga el menor ruido, no se despierten los perros… ¡Ya están aquí! ¿Ve usted? ¡Silencio, Canelo; chito, Ney!…
La luna se asomó para ver la extraña ceremonia.
—Con franqueza, señorito; yo me fío de usted… pero… la verdad… en esa caja cabe un recién nacido y algo más gordo… Yo no digo que haya trampa… pero… la verdad… ver y creer.
Ventura respondió:
—¿Dice V. que es aquí?
—Sí, señor, debajo de esa cruz amarilla está el chiquitín.
Ventura se sentó en el suelo. Apoyó un codo en el bulto que puso a su lado sobre la tierra y dijo:
—Cave V., Ventura.
Cavó el otro Ventura, y pronto tropezó el hierro con la madera.
—Ya está ahí.
—Limpie V. otro poco, que se vea la tapa…
Se vio la tapa azul, ya muy sucia y raída… El músico se tendió a lo largo en el camposanto.
—Ahora meta V. eso ahí dentro.
—Señorito, yo quisiera…
—Abra V. con esa llave.
Ventura cogió el bulto que había traído Rodríguez. Era una caja negra, parecida a un ataúd de niño, y tenía chapas de plata. El guarda abrió y vio dentro un violín con las cuerdas rotas.
—Ahora haga V. lo convenido.
La caja negra cayó sobre la azul, y encima fue cayendo la tierra. Ventura Rodríguez se había puesto en pie, al borde de la sepultura. El enterrador, que trabajaba inclinado, se irguió de repente y miró con miedo al músico… ¡Un hombre que enterraba un violín!… ¡Si sería!…
Rodríguez adivinó el pensamiento, y sonriente dijo:
—No tema V.; no estoy loco.
Madrid, Junio 1883.