Si no supiese, oh Marcia, que tu ánimo no está menos lejos de las debilidades de la mujer que de sus demás vicios, y que se admiran tus costumbres como ejemplo de la antigüedad, no osaría salir al encuentro de tu dolor, cuando hasta los hombres se abandonan al suyo, le conservan y aún acarician; ni me hubiese lisonjeado, en tiempo tan inoportuno, ante juez tan enemigo y con tan grave acusación, de hacerte perdonar tu infortunio. Inspírame confianza la acreditada fortaleza de tu ánimo y tu virtud probada con brillante testimonio. No se ha olvidado tu conducta con relación a tu padre, al que no amabas menos que a tus hijos, con la diferencia de que no esperabas te sobreviviese, aunque ignoro si lo deseaste; porque el amor inmenso se permite cosas superiores a los sentimientos más legítimos. Mientras te fue posible, impediste a tu padre Cremucio Cordo darse la muerte. Cuando te hizo ver que, rodeado por los satélites de Seyano, no le quedaba otro camino para librarse de la servidumbre, sin alentar su designio, vencida, le devolviste las armas y derramaste lágrimas: verdad es que en público las ocultaste, pero no las escondiste bajo alegre frente; y esto en un siglo en que era grande muestra de piedad no hacer algo impío. Mas en cuanto cambiaron los tiempos, aprovechando la ocasión, pusiste en circulación el genio de tu padre, aquel genio condenado a las llamas; librástele de verdadera muerte, restituyendo a los monumentos públicos los libros que escribió con su sangre aquel varón tan valeroso. Mucho has merecido de las letras romanas, cuyo mejor ornamento había devorado la hoguera: mucho te debe la posteridad, a la que llegarán libres de toda mentira aquellos fieles escritos que tan caros hicieron pagar a su autor. Mucho te debe también él mismo, cuya memoria vive y vivirá mientras se tenga en algo el conocimiento de las cosas romanas; mientras aliente alguien celoso por imitar los hechos de nuestros antepasados; mientras exista uno solo deseoso de saber lo que es un romano, lo que es un hombre indomable, un carácter, un alma, un brazo libre, cuando todas las cervices se doblan y abaten al yugo de Seyano. Pérdida inmensa hubiese experimentado a fe mía la república, de no haber desenterrado tú aquella gloria condenada al olvido por sus dos títulos mejores, la elocuencia y la libertad. Léese, admírase a tu padre, nuestras manos y corazones lo reciben; ya no tiene nada que temer del tiempo, y muy pronto se habrá olvidado todo lo de sus verdugos, hasta sus crímenes, que fue lo único que les conquistó fama. Esta grandeza de tu alma no me ha permitido atender a tu sexo, ni contemplar tu semblante, que conserva todavía la primera huella de una tristeza que dura ya muchos años. Y mira cuán poco procuro sorprenderte, ni ilusionar tus afectos. Evoco ante tus recuerdos, tus desgracias de otros tiempos. Quieres saber si puede curarse tu nueva herida, y te he mostrado la cicatriz de una herida más profunda aún. Obren otros con mayor suavidad, acaricien tu dolor: por mi parte he decidido luchar con él, y secar esas lágrimas que, si he de decirte la verdad, la costumbre, más que el pesar, hace correr de tus ojos exhaustos y enfermos, ayudando tú misma, si es posible, a tu curación; y si no, a pesar tuyo, aunque retengas en estrecho abrazo al dolor, que has hecho sobrevivir a tu hijo para reemplazarle. ¿Cual será su término? Todo se ha ensayado inútilmente; y las reconvenciones de tus amigos, a quienes has fatigado, y la autoridad de personajes importantes, parientes tuyos, y las bellas letras, preciosa herencia de tu padre, han sido vanos consuelos, apenas capaces de ocupar un instante tu ánimo: tu oído está sordo y pasan sin impresionarte: el tiempo mismo, ese remedio natural que calma las aflicciones más grandes, en ti sola ha perdido su influencia. Tres años han pasado ya, y no ha calmado la primera violencia de tu dolor. Diariamente se renueva y fortalece, habiendo formado derecho con su duración, llegando al punto de avergonzarse de cesar. Así como todos los vicios echan raíces profundas, si no se les arranca en cuanto germinan; así también en un ánimo triste y desgraciado, el dolor, cebándose en él, concluye por alimentarse de sus propias amarguras, y el infortunado encuentra en el pesar censurable goce. Por esta razón hubiese querido emprender tu curación en los primeros días; bastando entonces remedio más ligero para dominar la violencia del mal en su origen, mientras que ahora necesitase mayor energía para corregir el mal inveterado. Fácilmente se cura una herida de la que acaba de correr la sangre: quémase o se la sondea profundamente entonces; soporta el dedo que la registra; pero una vez corrompida y trocada con el tiempo en úlcera maligna, su curación es más difícil. No es posible ya tratar con suavidad y timidez tan inveterado dolor: es necesario operar con energía.
Y en último caso, ¿por qué olvidas tanto tu condición como la general? Nacida mortal, has concebido mortales: ser corruptible y perecedero, sujeto a tantos accidentes y enfermedades, ¿esperabas que tu frágil materia engendrase la fuerza y la inmortalidad? Tu hijo ha muerto, es decir, ha llegado al término a que caminan todas las cosas, en tu opinión más dichosas que el fruto de tus entrañas. Allí se encamina con paso igual toda esa multitud que ves pleitear en el foro, sentarse en los teatros y orar en los templos. Y los que adoras y los que desprecias, no serán más que una misma ceniza. Este manda aquella voz que se atribuye al oráculo pythiano: Conócete. ¿Qué es el hombre? Vaso quebrantado, cosa frágil. No se necesita terrible tempestad, una ola basta para destruirlo; al primer choque quedará deshecho. ¿Qué es el hombre? Un cuerpo endeble, débil, desnudo, sin defensa natural, que mendiga el auxilio ajeno, blanco de todos los ultrajes de la naturaleza; que, a pesar de los esfuerzos de sus brazos, es pasto de la primera fiera, es víctima de cualquier enemigo; formado de materia blanda y fluida, que solamente tiene brillantez en el exterior; indefenso contra el frío, el calor, la fatiga, y en quien la inercia engendra la corrupción; temiendo a sus alimentos, cuya falta o exceso le matan; de ansiosa y aflictiva conservación, aliento precario, que no puede resistir, que se ahoga por repentino pavor o por inesperado ruido que hiere sus oídos; en fin, que para alimentarse, se destruye, se devora a sí mismo. ¿Podrá extrañarnos la muerte de un hombre cuando todos necesariamente han de morir? ¿Acaso se necesita mucho para destruirlo? Un olor, un sabor, el cansancio, la vigilia, los humores, la comida, todo lo que necesita para vivir, le es mortal. Cualquier movimiento le revela en seguida su debilidad: no puede soportar todos los climas; un cambio de aguas, un soplo desacostumbrado del aire, la cosa más pequeña basta para que enferme; ser de barro y corrupción, entra llorando en la vida, y sin embargo, ¿cuánto tumulto promueve este despreciable animal? ¿a cuántos ambiciosos pensamientos no le impulsa el olvido de su condición? Lo inmortal e infinito ocupan su mente, ordena el porvenir de sus nietos y biznietos, y en medio de sus proyectos para la eternidad, le hiere la muerte, siendo carrera de muy pocos años lo que se llama vejez.
Tu dolor, oh Marcia, en el caso de que raciocine, ¿tiene por objeto tu desgracia o la de tu hijo, que ya no existe? ¿Lo que te aflige en esa pérdida, es que no has gozado de tu hijo, o bien que podías gozar más si se hubiese prolongado su vida? Si dices que no has recibido de él goce alguno, haces más soportable tu desgracia, porque se lamenta menos la pérdida de lo que no ha ocasionado placer ni felicidad. Si confiesas que has experimentado grandes regocijos, no debes quejarte de los que te han arrebatado, sino agradecer los que has recibido. Su educación misma te ha pagado suficientemente tus trabajos: si los que con tanto cuidado alimentan perros, pájaros o cualquier otro animal con los que gozan sus frívolos espíritus, experimentan cierto placer al verlos, al tocarlos, al recibir sus mudas caricias, es indudable que para los que crían hijos, la educación recibe recompensa en la educación misma. Así, pues, aunque sus conocimientos no te hubiesen producido y nada te conservase su cuidado, aunque su inteligencia nada te hubiera adquirido, haberlo poseído, haberlo amado, es bastante recompensa. «¡Podía, sin embargo, ser mayor y más duradera!» Siempre resultarás más gananciosa que si no hubieses conseguido ninguna: porque si se nos concediese elegir entre ser dichosos por poco tiempo y no serlo jamás, preferiríamos sin duda una felicidad pasajera a no disfrutar ninguna. ¿Hubieses preferido un vástago indigno, que solamente hubiera ocupado el puesto de hijo, que solamente hubiera llevado su nombre, en vez de uno excelente como lo fue el tuyo? ¡Tan joven y tan distinguido por su amor filial, esposo en seguida, en seguida padre, tan cuidadosamente ocupado desde luego en el cumplimiento de su deberes, tan pronto revestido con el sacerdocio; todos los honores conseguidos en tan corto tiempo!
Generalmente nadie obtiene a la vez bienes grandes y duraderos; la felicidad que permanece hasta el fin, es la que llega lentamente. Los dioses inmortales que te daban tu hijo para poco tiempo, te lo dieron desde luego tal como pudieran haberlo formado muchos años. Tampoco puedes decir que los dioses te hayan elegido para privarte de los goces maternales. Recorre con la vista la multitud de los conocidos y desconocidos: en todas partes encontrarás aflicciones más terribles. Han caído sobre los grandes capitanes, sobre los príncipes; ni la fábula dejó inmunes a sus dioses, y creo fue para consolarnos en nuestros quebrantos al ver que sucumbían también los hijos de las divinidades. Mira bien, repito, a todos lados: no citarás ni una casa tan desgraciada, que no encuentre consuelo en otra casa más desgraciada todavía. Y a fe mía que no pienso mal de tus sentimientos, al creer que debes soportar con más paciencia tu infortunio si te presento considerable número de afligidos: mal consuelo es el que se busca en la multitud de desgraciados. Citaré, sin embargo, no para demostrarte que los quebrantos son habituales en los hombres, porque sería ridículo buscar pruebas de la mortalidad; sino para convencerte de que hubo muchos que suavizaron sus penas soportándolas con calma. Comenzaré por el más feliz. L. Sila perdió a su hijo, y esta pérdida no abatió ni su ardor bélico ni la cruel energía que demostró contra los enemigos y los ciudadanos, ni hizo suponer que había adoptado el dictado de feliz en vida de su hijo y no después de su muerte. No temía ni el odio de los hombres, cuyos males procedían de su excesiva fortuna, ni la ira de los dioses, para los que era crimen haber hecho dichoso a Sila. Pero dejemos entre las cosas no juzgadas aún qué hombre fue Sila: sus mismos enemigos confesaron que empuñó oportunamente las armas y las dejó con oportunidad; queda por lo menos demostrado lo que queríamos probar, esto es, que no es considerable el mal que cae hasta sobre los más afortunados.
No deben los Griegos admirar tanto a aquel padre que, en medio de un sacrificio, al saber la muerte de su hijo, se limitó a mandar callar al flautista, y quitándose la corona de la cabeza, terminó ordenadamente la ceremonia. Así lo hizo el pontífice Pulvilo cuando, al pisar el umbral del Capitolio que iba a consagrar, supo la muerte de su hijo. Fingiendo no haber oído, pronunció las palabras solemnes de la fórmula pontificia sin que un solo gemido interrumpiera la plegaria: oía el nombre de su hijo, e invocaba a Júpiter propicio. Comprenderás que su duelo había de tener término, puesto que el primer impulso, el primer arrebato del dolor, no pudo separar a aquel, padre de los altares públicos, ni de aquella invocación al dios tutelar. Digno era a fe mía de aquella memorable dedicación, digno de aquel sacerdocio supremo, quien no cesó de adorar a los dioses ni cuando se mostraban irritados contra él. De regreso a su casa, sus ojos lloraron y su pecho lanzó algunos gemidos; pero después de tributar los honores acostumbrados a los difuntos, recobró el semblante que tenía en el Capitolio. Paulo, por los mismos días de aquel nobilísimo triunfo en que llevaba encadenado detrás de su carro a Persio, aquel rey tan famoso, dio dos hijos en adopción, y vio morir a los que se había reservado. ¡Considera cuánto valdrían los que había conservado, cuando uno de los cedidos era Scipión! No sin conmoverse vio el pueblo romano vacío el carro de Paulo; sin embargo, éste arengó a la multitud, y dio gracias a los dioses por haber escuchado sus votos. Porque había rogado al cielo que si la celosa fortuna pedía algo por tan brillante victoria, se le pagase antes a sus expensas que a las del pueblo. ¿Y a quién podía conmover más aquel cambio? A la vez perdió sus consoladores y sus apoyos, y sin embargo, Persio no consiguió ver entristecido a Paulo.
¿Te pasearé ahora entre innumerables ejemplos de grandes hombres para buscar desgraciados, como si no fuera más difícil buscar dichosos? ¿Cuántas casas se han conservado intactas hasta el fin en todas sus partes y sin ningún deterioro? Considera un año cualquiera, cita los cónsules: elige si quieres a M. Bibulo y a César; verás entre dos colegas profundamente enemistados una misma fortuna. Bibulo, varón más honrado que animoso, vio muertos a la vez sus dos hijos después de haber servido de pasto a la brutalidad de los soldados egipcios, para que no tuviese que llorar menos por aquella pérdida que por los matadores. Y sin embargo, aquel Bibulo que durante el año de su consulado, para hacer odioso a su colega, se había mantenido encerrado en su casa, salió a la mañana siguiente del anuncio de aquel doble quebranto, para desempeñar como de ordinario sus funciones públicas. ¿Podía dar menos de un día a sus dos hijos? ¡Tan pronto cesó de llorar a sus hijos el que no había cesado en un año de llorar su consulado! En el tiempo en que C. César recorría la Bretaña y ni el mismo Océano podía limitar su fortuna, supo la muerte de su hija que se llevaba consigo los destinos de Roma. Ya se presentaba a su vista Cn. Pompeyo, soportando difícilmente en la república un rival tan glorioso y queriendo poner término a triunfos que le pesaban hasta cuando participaba de sus resultados: sin embargo, pasados tres días, volvió a encargarse de los cuidados del mando, y triunfó de su dolor tan pronto como triunfaba de todo.
¿Te citare otros quebrantos en la familia de los Césares, a la que creo ultraja de tiempo en tiempo la fortuna para que, hasta en sus desgracias, sea útil al género humano, demostrándole que ellos mismos, reputados hijos de los dioses, y muy pronto padres de dioses nuevos, no tienen en sus manos su propia suerte como tienen la del mundo? Habiendo perdido el divino Augusto a sus hijos y nietos, viendo extinguida la multitud cesárea, llenó por medio de la adopción su casa vacía. Soportó sin embargo con resignación aquellos reveses, como si se tratase ya de causa propia, estando profundamente interesado en que nadie se quejase de los dioses. Tiberio César perdió a su propio hijo y a su hijo de adopción; sin embargo, él mismo hizo en los rostros el elogio del segundo, y de pie, delante del cadáver, del que solamente le separaba el velo que debe ocultar a los ojos del pontífice la imagen de la muerte, cuando lloraba el pueblo romano, él no volvió el semblante: así demostró a Seyano, que estaba a su lado, con cuánta resignación podía perder a los suyos.
Ya ves cuán numerosos son los grandes hombres que no respetaron la suerte ante la que todo cede, a pesar de todas las cualidades de su alma, a pesar de tanto brillo y grandezas tantas públicas y privadas. Así también corre en el orbe el huracán, destruye y devasta ciegamente, como encontrándose en su dominio. Llama a cada uno a rendir cuentas: ninguno ha nacido impunemente.
Sé lo que me dirás: «Has olvidado que consuelas a una mujer; solamente citas ejemplos de hombres». Pero ¿quién osará decir que la naturaleza ha tratado con poca generosidad el corazón de las mujeres y limitado las virtudes para ellas? Tan fuertes son como nosotros, créeme; tan capaces de acciones honestas, si les agrada: con la costumbre, soportan lo mismo que nosotros el trabajo y el dolor. ¿En qué ciudad, oh dioses, estoy hablando? En la que Lucrecia y Bruto derribaron los reyes que pesaban sobre las cabezas romanas: Bruto, a quien debemos la libertad; Lucrecia, a la que debemos Bruto. Aquí donde Clelia, despreciando el enemigo y el río, mereció por su insigne audacia que se la colocara por encima de los hombres. Sentada sobre su corcel de bronce, en la vía sagrada, paraje celebérrimo, Clelia reprueba a nuestros jóvenes montados en su litera, que entren así en una ciudad en la que hasta a las mujeres hemos dado caballo. Si quieres que te cite ejemplos de mujeres valerosas en sus quebrantos, no iré a preguntar de puerta en puerta: en una sola familia te mostraré a las dos Cornelias: hija la primera de Scipión, madre de los Gracos, ésta tuvo doce hijos y vio pasar otros tantos funerales. Y si se dice que no debió costarle mucho mostrar fuerzas en cuanto a aquellos que ni por su nacimiento ni por su muerte conmovieron a la ciudad, observaremos que vio a Tiberio Graco y a Cayo, a los que si se niega que fueron buenos, no se negará que fueron grandes, muertos y privados de sepultura: y sin embargo, a los que la consolaban y compadecían su desgracia, contestó: «Nunca cesaré de llamarme dichosa por haber dado vida a los Gracos». Cornelia, esposa de Livio Druso, había perdido a su hijo, joven ilustre, de noble ingenio, que seguía las huellas de los Gracos, y que antes de aprobarse tantas leyes propuestas, fue asesinado en sus mismos penates, sin que nunca se haya sabido quién fue el autor del homicidio: sin embargo, aquella madre opuso a la muerte cruel e inesperada del hijo tanta energía cuanta tuvo él para proponer las leyes.
Reconciliada te encuentras ya con la fortuna, oh Marcia, puesto que hirió a los Scipiones y a las madres de los Scipiones, puesto que lanzó contra los Césares los dardos que también ha lanzado contra ti. Llena e infestada de muchos males está la vida, con los que no puede haber larga paz, y apenas tregua. Eras madre de cuatro hijos, oh Marcia, y dícese que ninguna flecha deja de herir cuando se lanza contra apretadas filas. ¿Es acaso sorprendente que familia tan numerosa no haya podido seguir en la vida sin provocar los envidiosos reveses de la suerte? «Pero la fortuna es tanto más injusta, cuanto que no solamente ha arrebatado, sino elegido mis hijos». No, jamás podrás considerar injusto que el más fuerte tenga igual suerte que el más débil: dos hijas te ha dejado, y de estas hijas dos nietos; y ese mismo hijo que tan amargamente lloras, olvidada del primero: no te los ha arrebatado por completo. Dos hijas te quedan de él, carga pesada si desfalleces, y si no, poderoso consuelo. La fortuna te las ha dado para que, al contemplarlas, recuerdes a tu hijo, no tu dolor. Cuando el campesino ve caer al suelo sus árboles arrancados por el viento o tronchados al repentino choque del torbellino, cuida atentamente los retoños que quedan: con plantas o semillas reemplaza los árboles que ha perdido, y en un momento (porque el tiempo no es menos rápido y veloz para reparar que para destruir) los retoños crecen más vigorosos que los primeros. Reemplaza a tu Mitilio con esas hijas, y llena así el vacío de tu casa. Alivia un dolor solo con este doble consuelo. Natural es a los mortales no encontrar nada que les agrade como lo que han perdido, y que el sentimiento de lo que hemos perdido nos haga injustos con lo que nos queda; pero si quieres apreciar cuánto te favorece la fortuna hasta al maltratarte, comprenderás que posees aún más que consuelos. Mira en derredor tuyo tantos nietos y dos hijas.
Di esto también, Marcia: «Me dejaría conmover si la suerte de cada uno estuviese en relación con sus costumbres; si el mal no persiguiese nunca a los buenos; pero veo que buenos y malos son indistintamente víctimas de los reveses. Sin embargo, es muy doloroso perder a un joven que se ha educado y que ya era para su madre y para su padre apoyo y honor». Imposible negar que es desgracia cruel, pero humana. Has nacido para perder, para temer y desear la muerte, y lo que es peor, para perecer, para esperar, para inquietar a los otros y para no saber nunca cuál es tu condición.
Si se dijese a uno al partir para Siracusa: «Voy primeramente a darte a conocer todas las incomodidades y satisfacciones de tu próximo viaje; después embárcate. Podrás admirar, en primer lugar, la isla misma, separada de Italia por estrecho canal, cuando consta que antes estuvo unida al continente; pero repentina irrupción del mar
Hesperium Siculo latus abscidit:»
en seguida (porque podrás pasar rozando el insaciable torbellino) verás la fabulosa Caribdis, tranquila mientras no la agita el austro, pero al primer viento fuerte que sopla en aquellas regiones, devorando las naves en sus abiertos y profundos abismos. Verás la fuente Aretusa, celebrada por los poetas, tan limpia y trasparante, derramando fresquísimas aguas, sea que nazcan allí, sea que devuelva un río que, ocultándose debajo de los mares, reaparece libre de toda mezcla con ondas impuras. Verás un puerto, el más tranquilo de cuantos ha formado la naturaleza o construyó la mano del hombre para resguardar las armadas, y tan bien abrigado que no lo alcanza el furor de las tempestades más violentas, Verás dónde se estrelló el poder de Atenas; donde, bajo rocas socavadas hasta profundidades infinitas, tuvieron muchos millares de cautivos las canteras por prisión. Verás la inmensa ciudad, cuyas torres se extienden más lejos que los confines de otras muchas ciudades; en la que los inviernos son tan templados, que no transcurre día sin sol. Pero cuando hayas contemplado todas estas cosas, estío pesado y nocivo emponzoñará los beneficios del cielo de invierno. Allí encontrarás a Dionisio el tirano, verdugo de la libertad, de la justicia, de las leyes; ávido del poder, hasta después de la lecciones de Platón; de la vida, hasta después del destierro: entregará unos a las llamas, otros a las varas: hará decapitar a aquellos por la menor ofensa; llamará a su lecho a los hombres y a las mujeres, y en medio del asqueroso rebaño preparado para las regias intemperancias, le parecerá poco desempeñar dos papeles a la vez. Ya sabes lo que puede atraerte y lo que puede contenerte; parte o quédate». Después de estas advertencias, si alguno dijere que quiere ir a Siracusa, ¿de quién sino de sí mismo podría quejarse, cuando no habría caído en aquella ciudad sino llegado voluntaria y conscientemente a ella?
La naturaleza nos dice a todos: «A nadie engaño: si tú das hijos a luz, podrás tenerlos hermosos, pero también feos: y si por acaso tienes muchos, uno podrá salvar la patria, otro venderla. No desesperes de que lleguen algún día a gozar de tanto favor que nadie, por causa de ellos, se atreva a ofenderte; mas piensa también que de tal manera pueden mancharse, que hasta su nombre sea un ultraje. No es imposible que te presten los últimos honores y que pronuncien tu elogio; y sin embargo, debes estar dispuesta a depositarlos en la pira, niños, hombres o ancianos, porque los años no importan nada, no habiendo funerales que no sean prematuros cuando la madre los acompaña». Después de estas condiciones, convenidas de antemano, si engendras hijos, libras de toda responsabilidad a los dioses, que nada te han prometido.
Refiramos a esta imagen la entrada del hombre en la vida. Deliberabas ir a Siracusa; te he demostrado lo que podía deleitarte y disgustarte en el viaje. Supón que se me llama en el día de tu nacimiento para aconsejarte. Vas a entrar en la ciudad común a los dioses y a los hombres, que todo lo abraza sujeto por leyes fijas y eternas, donde en sus revoluciones realizan los astros su infatigable ministerio. Allí verás innumerables estrellas, y ese astro maravilloso que todo lo llena por sí mismo, ese sol cuyo cotidiano curso marca los intervalos del día y de la noche y cuya carrera anual divide igualmente los estíos y los inviernos. Verás la nocturna sucesión de la luna, tomando de los rayos fraternales dulce y templada luz, en tanto oculta, en tanto mostrando al mundo su faz completa, creciendo y decreciendo sucesivamente, y distinta siempre de como era el día anterior. Verás cinco planetas siguiendo diferentes rumbos, y en su contraria marcha resistiendo a la fuerza que arrastra al mundo: de sus menores movimientos depende la fortuna de los pueblos: allí se deciden las cosas más grandes y las más pequeñas según se presenta astro propicio o adverso. Admirarás las nubes amontonadas, las aguas que caen, los oblicuos rayos y el fragor del cielo.
Cuando, saciados con tal espectáculo, se vuelvan tus ojos a la tierra, verán otro orden de cosas y otras maravillas. Aquí inmensas llanuras se extienden hasta lo infinito; allá las nevadas cumbres de soberbias montañas se alzarán hasta las nubes: ríos derramándose por las praderas; otros, partiendo de la misma fuente, van a regar el Oriente y Occidente: sobre las altas cimas mecen sus copas los bosques, y las selvas se extienden con sus rieras y el variado concierto de sus aves. Allá se alzan ciudades diferentemente situadas; naciones separadas por inaccesibles fronteras, retiradas sobre las altas montañas, otras aprisionadas por ríos, lagos, valles y pantanos; allí hay campos cultivados, arbustos fértiles sin cultura, arroyos que corren blandamente por las praderas, bellos golfos, riberas que se ahondan para formar puertos; innumerables islas sembradas por los mares interrumpiendo sus vastas soledades. Allí están las piedras, las brillantes perlas y los torrentes que en su impetuosa carrera arrastran partículas de oro mezcladas con su arena, y esas columnas de fuego que brotan del seno de la tierra hasta en medio de las olas; y el Océano, ese lazo del mundo que se reparte en tres mares para dividir las naciones, y salta sobre su lecho sin freno ni medida. Allí ves las ondas siempre inquietas, moviéndose en la calma de los vientos. Verás animales enormes, que sobrepujan en magnitud a los terrestres; unos cuya pesada masa necesita guía que la dirija; otros ágiles y más rápidos que nave empujada por vigorosos remos; algunos aspirando y lanzando las amargas aguas con gran peligro de los navegantes. Más allá verás naves que van en busca de tierras que no conocen, y nada encontrarás que no haya intentado la audacia humana, testigo a la vez que laborioso asociado de estos grandes esfuerzos. Aprenderás y enseñarás las artes, las que entretienen, las que embellecen y las que dirigen la vida.
Pero también encontrarás mil azotes del cuerpo y del alma, guerras, latrocinios, envenenamientos, naufragios, huracanes, enfermedades, prematura pérdida de los nuestros, y la muerte, tal vez dulce, tal vez llena de dolores y tormentos. Delibera contigo mismo, y pesa bien lo que deseas; una vez entrado en esta ciudad de maravillas, por aquí hay que salir. ¿Responderás que quieres vivir? ¿por qué no? Pero considero que no consientes en la vida, puesto que te quejas de que te quiten algo. Vive, pues, según lo convenido. Pero nadie, dices, nos ha consultado. Nuestros padres consultaron por nosotros; conocían las leyes de la vida y nos engendraron para soportarlas.
Mas, para venir a los consuelos, veamos primeramente qué males hay que curar, y después, de qué manera. Te hace derramar lágrimas la pérdida de un hijo amado. Pero esta pérdida es tolerable por sí misma. No lloramos a los ausentes mientras viven, a pesar de encontrarnos absolutamente privados de su trato y presencia. La idea es, pues, lo que nos atormenta, y nuestros males no pasan de la medida que les concedemos. El remedio está en nuestra mano. Consideremos los muertos como ausentes, y no nos engañemos a nosotros mismos: les hemos dejado partir, o mejor aún, les hemos hecho partir delante para seguirlos. Todavía lloras, cuando dices: «¡No tengo quien me defienda, quien me liberte de la injuria!». Consuélate; porque si es vergonzoso, no es menos cierto que en nuestra ciudad se gana viendo morir a los hijos más respeto que se pierde. En otro tiempo era ruina del anciano quedar solo; ahora lleva al poder, hasta el punto de que se muestra odio a los hijos, se niegan y se vacían las casas por medio del crimen.
Sé que dirás: «No me aflige mi quebranto, porque no merece ser consolado quien lamenta la pérdida de un hijo como la de un esclavo, cuando se tiene valor para considerar en un hijo otra cosa que el hijo mismo». ¿Pues por qué lloras, Marcia? ¿porque ha muerto tu hijo o porque no ha vivido mucho tiempo? Si lloras porque ha muerto, has debido llorar siempre, porque siempre has sabido que debía morir. Persuádete de que los muertos no experimentan ningún dolor. Ese infierno que tan terrible nos pintan es solamente una fábula: los muertos no tienen que temer ni tinieblas, ni cárceles, ni torrentes de llamas, ni el río del olvido: en aquel asilo de plena libertad no hay tribunales, ni reos, ni nuevos tiranos. Todas estas cosas son juegos de poetas que nos han agitado con vanos terrores. La muerte es la libertad, el término de todas nuestras penas; no traspasarán sus umbrales nuestras desgracias; ella es la que nos devuelve a aquella tranquilidad de que gozábamos antes de nacer. Si alguien llora a los muertos, que llore también a los que no han nacido. La muerte no es un bien mi un mal; porque para ser bien o mal, es indispensable ser algo; pero lo que nada es, lo que lo reduce todo a la nada, no nos impone ninguna de estas dos condiciones. Lo malo y lo bueno versan sobre algo. La fortuna no puede retener lo que la naturaleza abandona, y no es posible sea desgraciado el que ya no existe. Tu hijo ha traspasado los límites dentro de los cuales se es esclavo. En el seno de una paz profunda y eterna, no le atormenta ya el temor de la pobreza, el cuidado de las riquezas, las pasiones que estimulan nuestro ánimo con el acicate de la voluptuosidad: ya no envidia la felicidad ajena, ni es envidiado en la suya; jamás ofenderá la calumnia sus castos oídos; no tendrá que prevenir calamidades públicas ni privadas, ni habrá de atender al porvenir lleno de tristes inquietudes. Encuéntrase, en fin, en un asilo del que nada puede privarlo ni inspirarle temor.
¡Oh, cuán ignorantes están de sus males los que no celebran la muerte como el mejor invento de la naturaleza! Ora ponga término a nuestro dolor, aparte el infortunio, extinga a un anciano cansado y disgustado de la a vida; ora nos arrebate en la juventud, cuando se esperaba porvenir mejor; ora llame a sí la infancia, antes de que se haga difícil el camino, la muerte es final para todos, para muchos remedio, deseo para algunos, y a nadie favorece tanto como a los que visita antes de que la invoquen. La muerte liberta al esclavo a pesar de su amo; rompe la cadena del cautivo; abre la prisión a los desgraciados que insolente despotismo impedía salir de ella: al desterrado, que incesantemente vuelve a la patria ojos y pensamiento, demuestra cuán poco importa entre quiénes será sepultado: si la fortuna ha repartido mal los bienes comunes a todos; si naciendo todos con derechos iguales ha querido que el uno posea al otro, la muerte restablece en todos la igualdad: ésta es la que nunca ha hecho nada por capricho de otro; nunca se avergonzó de su condición, nunca obedeció a nadie: tu padre, oh Marcia, la llamó con sus deseos. A ella se debe, repito, que no sea un suplicio el nacimiento; hace que no sucumba bajo las amenazas de la suerte y conserve íntegro mi ánimo y dueño de sí mismo. Sé dónde descansar. Allá veo cruces de muchos géneros, que varían según el capricho de los tiranos. Este pone cabeza abajo a los que quiere colgar, aquél los empala por los órganos genitales; este otro les extiende los brazos en el patíbulo. Veo los potros, las varas, y para cada miembro, cada músculo, un instrumento de tortura; pero también veo la muerte. Allí están los enemigos sanguinarios, ciudadanos soberbios; pero allí está también la muerte. La servidumbre no es penosa cuando, cansados del amo, con un solo paso se recobra la libertad: contra las injurias de la vida tengo el beneficio de la muerte.
Piensa cuán bueno es morir oportunamente; a cuántos ha perjudicado vivir mucho. Si Cn. Pompeyo, honor y sostén de este imperio, hubiese sucumbido en Nápoles a la enfermedad, moría indudablemente el primero de los romanos: pocos días después le precipitaron desde la cumbre de su grandeza. Vio degolladas sus legiones en su presencia, y de aquella batalla en que el Senado mismo formaba la primera línea, ¡tristes restos! el jefe fue el único que sobrevivió. Vio al verdugo egipcio, y presentó a un satélite aquella cabeza sagrada hasta para los vencedores. Pero si se hubiese salvado, habría tenido que deplorar su salvación. Porque ¿habría algo más vergonzoso que Pompeyo vivo por merced de un rey? Si M. Cicerón hubiese muerto en el momento en que escapaba al puñal con que Catilina le amenazaba al mismo tiempo que a la patria, sucumbía salvador de la República a la que acababa de libertar: si hubiese seguido de cerca los funerales de su hija, entonces todavía hubiese podido morir dichoso. No hubiera visto brillar espadas desnudas sobre las cabezas de los ciudadanos, repartir entre los asesinos los bienes de las víctimas, para que ellas mismas pagaran los gastos de su muerte; no hubiese visto los despojos de los cónsules vendidos en subasta, los homicidios, ni los tratos públicos sobre latrocinios, la guerra, el pillaje y tantos Catilinas. Si M. Catón, al regresar de Chipre a donde había ido a arreglar la herencia de un rey, se hubiese hundido en el mar, hasta con aquel dinero que traía para pagar la guerra civil, ¿no hubiese sido inmenso bien para él? Al menos habría muerto con la idea de que nadie osaba cometer crimen delante de Catón. Algunos años más, y aquel hombre, nacido para ser libre, nacido para la libertad pública, se verá obligado a huir de César y a seguir a Pompeyo.
La muerte prematura no ha hecho, pues, ningún daño a tu hijo; antes al contrario, le ha libertado de todos los males. «Pero ha muerto demasiado pronto y antes de tiempo». Supón ante todo que ha sobrevivido; imagina la vida más larga que se concede al hombre. ¡Cuán poco es! nacidos para cortos instantes, preparamos esta posada, que muy pronto hemos de abandonar, para otros que vendrán a ocuparla en iguales condiciones. Hablo de nuestra vida que se desarrolla con increíble rapidez. Cuenta los siglos de las ciudades; verás que no han estado mucho tiempo de pie, ni siquiera aquellas que se envanecen con su antigüedad. Todo lo humano es breve y caduco, no ocupando nada en lo infinito del tiempo. Esta tierra, con todos sus pueblos, ciudades, ríos, su cinturón de mares, no es más que un punto para nosotros si la comparamos con el universo: nuestra vida es algo menos que un punto si se compara con el tiempo entero. La medida del tiempo es más grande que la del mundo, porque se pueden contar muchas revoluciones del mundo realizadas en el tiempo. ¿A qué conduce, pues, dilatar una cosa que, por grande que sea su prolongación, no pasa de nada? El único medio de haber vivido mucho, es haber vivido bastante. Cítame, si quieres, esos ancianos cuya longevidad nos refiere la tradición, hasta los que han alcanzado ciento diez años: cuando tu ánimo se fije en la eternidad, no verás diferencia entre la vida más larga y la más corta, si considerando el tiempo que cada cual ha vivido, lo comparas con el que no han vivido.
Además, tu hijo no ha muerto prematuramente; ha vivido cuanto debía vivir. No le quedaba nada más allá. No tienen todos los hombres igual vejez; ni los animales la tienen tampoco. Algunos agotan toda su vida en el espacio de catorce años: para éstos es la edad más larga la que es la primera para el hombre. Todos hemos recibido innegables derechos a la existencia, y no se puede morir prematuramente, puesto que no debía vivirse más de lo que se ha vivido. Cada cual tiene fijos sus límites, que permanecerán donde se establecieron, sin que haya atenciones ni favores que puedan hacerlos retroceder: no hubiese querido tu hijo perder en este vano trabajo su cálculo y cuidados. Hizo cuanto tenía que hacer,
Metasque dati pervenit ad Svi.
Así, pues, debes rechazar la abrumadora idea: «Hubiese podido vivir largo tiempo». No ha sido interrumpida su vida; nunca intervino el acaso en el curso de nuestros años; lo que a cada uno se le prometió, se le pagó: los destinos marchan por su propio impulso; nada añaden ni quitan a sus promesas, poco importan nuestros deseos ni pesares. Cada uno recibirá lo que le fue asignado desde el primer día: desde el instante en que por primera vez vio la luz, entró en el camino de la muerte, ha adelantado un paso hacia la muerte; y esos mismos años con que se enriquecía su juventud, empobrecían su vida. Nos extravía el error de no pensar que nos inclinamos hacia la tumba sino cuando ya estamos viejos y cascados, cuando toda edad, la infancia y la juventud, nos empuja a ella. Los destinos, que continúan su tarea, nos quitan el sentimiento de nuestra destrucción; y para ocultar mejor su marcha, la muerte se esconde bajo el nombre de vida. La primera edad pasa a ser infancia, la infancia pasa a ser pubertad, a la pubertad la absorbe la juventud, a la juventud la vejez. Considerándolo bien, cada progreso es una pérdida.
Bien sé que ordinariamente comienzan las exhortaciones con preceptos y terminan con ejemplos; pero conviene que cambie esta costumbre, porque no puede obrarse de la misma manera con todos. Unos ceden a la razón, a otros es necesario citarles grandes nombres cuya autoridad se impone al alma y cuyo brillo la deslumbra. Ante tus ojos voy a poner dos ejemplos notables de tu sexo y de tu siglo: una de estas dos mujeres se entrega a toda la violencia de su dolor; la otra, afligida por desgracia igualmente grande, pero perdiendo más todavía, no deja sin embargo a su tristeza que domine mucho tiempo en su alma, a la que restituye muy pronto su calma habitual. Octavia y Livia, hermana una, y otra esposa de Augusto, perdieron dos hijos en la juventud, a los cuales estaba asegurado el imperio. Octavia perdió a Marcelo, yerno y sobrino de un príncipe que comenzaba a descansar en él y debía dejarle el peso del mando; joven de espíritu activo y poderoso genio, sobrio y continente de un modo asombroso para su edad y rango, infatigable en el trabajo, enemigo de los placeres, capaz de llevar todo lo que su tío quisiera depositar, o, por decirlo así, construir sobre sus hombros. Este había elegido una base que no podía ceder bajo ningún peso. Mientras la madre sobrevivió al hijo, no puso término a su llanto y gemidos, ni admitió palabras que distrajesen su dolor, rechazando a cuantos se las dirigían. Fija en el único pensamiento que ocupaba su ánimo, toda su vida permaneció como en los funerales: no osaba levantarse de su abatimiento, y diré más, rehusaba que se le aliviase, creyendo segundo quebranto la renuncia de las lágrimas. No quiso conservar imagen alguna de su querido hijo ni oír jamás hablar de él. Detestando a todas las madres, odiaba especialmente a Livia, porque le parecía que el hijo de ésta heredaba la felicidad prometida al suyo. No amando más que la soledad y el retiro, no mirando ni siquiera a su hermano, rechazó los versos hechos para celebrar la memoria de Marcelo, así como los demás homenajes de las artes, y cerró sus oídos a todo consuelo. Alejose de todas las ceremonias solemnes; cobró aversión a los esplendores que irradiaba por todas partes la fortuna fraternal y se sepultó en su retiro. Rodeada de sus hijos y de sus nietos, nunca abandonó su lúgubre traje, no sin ofensa de todos los suyos, porque estando vivos se consideraba sola.
¿Preguntas, oh Marcia, por qué no ha vivido tu hijo tanto corno podía? Pero ¿cómo sabes que podía vivir más, o que no le ha favorecido mucho la muerte? ¿A quién encontrarás hoy cuyos negocios tan bien ordenados estén y sobre cimiento tan sólido que nada tenga que temor de la marcha del tiempo? Las cosas humanas se derrumban y caen, y ninguna parte de nuestra vida está tan descubierta y es tan débil como la que nos agrada más. Por esta razón debe desearse la muerte a los más felices, porque en la inconstancia y confusión de las cosas, nada hay cierto mas que lo pasado. ¿Quién te asegura que aquel hermoso cuerpo de tu hijo, que bajo la vigilancia de severo pudor se mantuvo puro en medio de las lúbricas miradas de una ciudad lujuriosa, hubiese escapado a las enfermedades y llevado sin ultraje hasta la vejez el honor de su belleza?
Piensa en las mil manchas del alma; porque ni los ánimos más rectos se conservan hasta la ancianidad como prometían en la adolescencia, sino que con frecuencia se depravan. O les invade una lujuria tardía y por lo mismo más afrentosa, moviéndoles a deshonrar sus nobles principios; o bien, entregados en la juventud a la taberna y al vientre, su cuidado más importante es saber lo que van a comer y a beber. Añade los incendios, las ruinas, los naufragios, las laceraciones de los médicos que buscan los huesos bajo las carnes palpitantes, meten las manos en nuestras vísceras y aumentan el dolor para curarnos enfermedades vergonzosas. Además de esto, el destierro; no fue tu hijo más inocente que Rutilio: la prisión; no fue más sabio que Sócrates: la muerte voluntaria que desgarra el pecho; no fue más virtuoso que Catón. Considerando todo esto, comprenderás que la naturaleza se ha mostrado generosa poniendo muy pronto en lugar seguro a los que la envidia reservaba tal estipendio. Nada hay tan engañoso como la vida humana; nada hay tan pérfido; y a fe mía, nadie la aceptara si no se nos diese sin saberlo nosotros. Si pues la felicidad más grande es no nacer, considera como la segunda ser libertado pronto de la vida, para entrar en la plenitud del ser. Recuerda los crueles tiempos en que Seyano entregó tu padre, como regalo, a su cliente Satrio Segundo. Estaba irritado por algunas palabras algo atrevidas que Cremucio no había podido callar, como éstas: «No se coloca a Seyano sobre nuestras cabezas, él mismo sube». Habíase, decretado alzarle una estatua en el teatro Pompeyo, cuyo incendio reparaba César. Cordo exclamó: «Ahora se destruye verdaderamente el teatro». ¿Y quién no hubiese estallado al ver colocar a un Seyano sobre las cenizas de Pompeyo, y consagrado el nombre de un soldado pérfido sobre el monumento de aquel insigne capitán? Sin embargo, consagrado quedó por una inscripción; y aquellos perros devoradores que alimentaba con sangre humana, con objeto de hacerlos mansos para él solo y feroces para los demás, a su mandato persiguieron con sus ladridos al condenado. ¿Qué hacer? Si quería vivir, había de suplicar a Seyano; si morir, a su bija: siendo los dos inexorables, decidió engañar a su hija. Tomando, pues, un baño para debilitarse más, retirose a su cámara como para tomar algún alimento, y, despidiendo a sus esclavos, arrojó por la ventana parte de los manjares para hacer creer que había comido. En seguida renunció la cena como si se encontrase satisfecho. El segundo y el tercer día realizó lo mismo, pero al cuarto le hizo traición la debilidad de su cuerpo. Abrazándote entonces, dijo: «Hija querida, oye lo único que te he ocultado hasta ahora: he entrado en el camino de la muerte, y ya he recorrido más de la mitad. No me detengas, porque no debes ni puedes hacerlo». En seguida mandó cerrar todas las entradas a la luz, y se sepultó en las tinieblas. Conocida su resolución, causó público regocijo ver que se arrancaba aquella presa a las ávidas fauces de tan hambrientos lobos. Acusadores excitados por Seyano, se presentan en el tribunal de los cónsules: quéjanse de que Cordo se deja morir, y le acusan de un acto al que le obligan: ¡tanto temían que Cordo se les escapase! Cosa grave era saber si la muerte del acusado les privaba de sus derechos. Mientras deliberaban, mientras insistían los acusadores, él mismo se había absuelto. ¿No ves, oh Marcia, como asaltan de improviso las vicisitudes en los tiempos de iniquidad? ¿Lloras porque tu hijo tuvo necesariamente que morir, cuando apenas permitieron lo mismo a tu padre?
Además de que todo lo futuro es incierto y solamente es cierto en cuanto a ofrecer males más grandes, el camino hacia las regiones superiores es mucho más fácil para los que abandonan pronto el comercio humano; porque arrastran consigo menos lodo, menos peso: libres antes de mancharse, antes de mezclarse con demasiada intimidad a las cosas terrestres, suben más ligeros al punto de su origen y se desprenden con mayor facilidad del elemento tosco e impuro. Por esta razón nunca es agradable a las grandes almas prolongada permanencia en el cuerpo; desean salir y buscar la luz: soportan con trabajo esta estrecha prisión, acostumbradas como están a remontar en vuelos sublimes y a contemplar desde lo alto las cosas humanas. He aquí por qué exclama Platón: el alma del sabio se inclina por completo a la muerte, la desea, piensa en ella, y la muerte es la que le alienta en su constante pasión de salir del cuerpo. Y tú, Marcia, cuando veías en un joven la prudencia senil, un alma victoriosa de todas las voluptuosidades, purificada y libre del vicio, buscando las riquezas sin avaricia, los honores sin ambición, los placeres sin molicie, ¿creías que podía conservarse largo tiempo? Todo lo que llega a la cumbre, está cerca de caer. La virtud perfecta se sustrae y oculta a nuestros ojos, y el fruto que madura temprano no espera al otoño. Cuanto más resplandece la llama, tanto más pronto se extingue, siendo más permanente cuando lucha con materias duras y lentas para inflamarse, y ahogada por el humo, brota su luz como de una nube; porque la misma causa que alimenta pobremente a la llama, la hace vivir mucho tiempo. Así también los genios que brillan más, pasan con mayor rapidez. Porque cuando falta lugar al progreso, se toca a la decadencia. Fabiano refiere un caso que presenciaron nuestros padres: un niño de Roma que había llegado a la estatura de un hombre alto; pero vivió poco tiempo, y ni una sola persona prudente había que no le presagiara próxima muerte, porque no podía llegar a una edad a que había precedido. Es, pues, indicio de próxima descomposición la madurez, acercándose el fin cuando se han realizado todos los desarrollos.
Comienza a apreciar a tu hijo por sus virtudes y no por sus años, y bastante habrá vivido. Quedando huérfano, permaneció bajo la vigilancia de sus tutores hasta los catorce años, bajo la tutela de su madre toda la vida, y aunque tuvo sus penates, no quiso separarse de los tuyos. Joven a quien su estatura, su belleza y demás atractivos de un cuerpo robusto parecían destinar a los campamentos, renunció a las armas por no separarse de tu lado. Considera, Marcia, cuán raro es para las madres conservar sus hijos cuando habitan casas separadas; considera cuántos años pasan en la ansiedad cuando los tienen en los ejércitos, y verás qué espacio ocupa el tiempo del que nada has perdido. Nunca se alejó tu hijo de tus miradas; bajo tu vista se formó en los estudios aquel ingenio superior, que hubiese igualado al de su abuelo, a no retenerle la modestia que frecuentemente sepulta en el silencio los progresos del genio. Joven, con belleza poco común, arrojado en medio de esas mujeres dedicadas a corromper a los hombres, no se prestó a las esperanzas de ninguna; y cuando la impureza de alguna llegó hasta provocarlo, ruborizose de haber agradado, como si hubiese pecado. Esta pureza de costumbres le valió, apenas salido de la infancia, que le considerasen digno del sacerdocio; sin duda le apoyaba el voto maternal, pero ni su misma madre podía triunfar más que por un candidato excelente. Por la contemplación de sus virtudes únete a tu hijo como si ahora te perteneciera más. Nada puede ya separarle de ti; nunca será para ti causa de inquietud y sobresalto. Has derramado todas las lágrimas que debías a tan buen hijo: el porvenir, libre de accidentes, está lleno de encantos, con tal de que sepas gozar de tu hijo, con tal de que comprendas lo más precioso que existía en él. Solamente has perdido la imagen de tu hijo, e imagen que se le parecía muy poco. Pero él, eterno en adelante, en posesión de un estado mejor, libre de extrañas ligaduras, se pertenece por completo a sí mismo. Esos huesos que ves rodeados de nervios, esa piel que los cubre, ese rostro, esas manos, ministros del cuerpo, y toda esta envoltura exterior, solamente son para el alma trabas y tinieblas. Agóbianla, la oscurecen y la manchan, llevándola lejos de lo verdadero, lejos de sí misma para hundirla en lo falso: todas sus luchas son con esta carne que le pesa, que querría encadenarla y abatirla: aspira a las regiones de donde salió; allí espera eterno reposo, y venciendo el caos y la oscuridad, contemplará la verdad en todo su esplendor.
Así, pues, no tienes para qué correr al sepulcro, de tu hijo, donde no encontrarás mas que repugnantes restos, huesos y ceniza, que no formaban más parte de él que sus vestidos. Sin perder nada, sin dejar nada suyo en la tierra, emprendió su vuelo, se ocultó todo entero, y después de permanecer algún tiempo sobre nuestras cabezas, para purificarse, para lavarse de la mancha de los vicios inherentes a toda vida mortal, elevose a lo más alto de los cielos, donde se cierne en medio de las almas dichosas, admitido en el grupo sagrado de los Scipiones y de los Catones, héroes despreciadores de la vida y libertados por el beneficio de la muerte. Allí tu padre, oh Marcia, aunque en aquella región todos son parientes, se dedica a su nieto, encantado con aquella luz nueva: enséñale la marcha de los astros que le rodean; complácese en revelarle los misterios de la naturaleza, no según conjeturas, sino en conformidad con la ciencia de todas las cosas, aprendida en los manantiales de la verdad. Y de la misma manera que es un encanto para el extranjero recorrer con su huésped las maravillas de una ciudad desconocida, lo es también para tu hijo interrogar acerca de las causas celestes a un intérprete familiar. Gusta de dirigir su vista a las profundidades de la tierra, y se complace en considerar desde lo alto las cosas que ha dejado. Así, pues, oh Marcia, obra como delante de un padre y de un hijo que te contemplan; no los que tú conocías, sino seres perfectos habitantes de las moradas sublimes: ruborízate de todo pensamiento bajo y vulgar; ruborízate de llorar a los tuyos en su dichosa mutación. Lanzados a la eternidad de las cosas por los vastos y libres espacios, no les detienen las barreras de las olas, ni la altura de las montañas, ni las profundidades de los valles, ni los movibles escollos de las sirtes: llanos caminos tienen por todas partes, y movibles y expeditos en todo, penétranse mutuamente y se entremezclan con los astros.
Considera, oh Marcia, que desde aquella bóveda celeste desciende la voz de tu padre, que tuvo sobre ti tanta autoridad como tenías tú sobre tu hijo: no es ya aquel triste ingenio que reprobaba las guerras civiles y condenaba a sus proscriptores a eterna proscripción; su lenguaje es tanto más sublime, cuanto de más alto habla. «¿Por qué, hija mía, te entregas a tan larga tristeza? ¿Por qué cierras con tanta obstinación los ojos a la verdad, y crees injustamente tratado a tu hijo porque disgustado de la vida se retiró por sí mismo con sus antepasados? ¿No conoces los huracanes con que la fortuna trastorna todas las cosas? ¿que a nadie se presenta risueña y agradable sino a aquellos que tienen menos que agradecerlo? ¿Habré de citarte los reyes que hubieran sido los más felices de la tierra, si la muerte hubiese acudido más pronto a sustraerles de las desgracias que les amenazaban? ¿Y aquellos capitanes romanos a cuya grandeza nada hubiese faltado a suprimirles algo de su vida? ¿Y aquellos nobles y esclarecidos varones que tuvieron que inclinar la cerviz bajo la espada de un soldado? Mira a tu padre y a tu abuelo: aquél fue entregado a manos extrañas. Yo no he dado a nadie derecho sobre mi vida, y, absteniéndome de toda alimentación, he mostrado cuánto me alentaba el valor que dictó mis escritos. ¿Por qué se ha de llorar más en nuestra casa al que muere más dichoso? Aquí todos formamos uno solo, y, sin estar rodeados ya de profunda oscuridad, vemos que nada tenéis, según vuestra creencia, deseable, nada grande, nada espléndido; sino que todo es ahí bajeza, miseria, ansiedad; careciendo, como carecéis, de nuestra luz. ¿Habré de añadir que aquí no tenemos ejércitos que choquen con mutuo furor, ni armadas que se destrocen en el mar; que aquí no se medita ni se trama el parricidio; que no resuenan los foros con procesos durante días interminables; que nada es oculto, estando todas las mentes abiertas, patentes todos los corazones, viviéndose en público y delante de todos, y viéndose el pasado y el porvenir de todas las edades? Gloriábame de escribir los hechos de un siglo solo, realizados por unos pocos y en un rincón del mundo; ahora puedo contemplar todos los siglos, la continuación y encadenamiento de las edades y toda la suma de los años; puedo también prever el origen y ruina de los imperios, la caída de las grandes ciudades y las nuevas incursiones del mar. Si puedes encontrar consuelo a tu dolor en el destino común, persuádete de que nada permanecerá erguido en el sitio en que está: el tiempo ha de derribarlo todo, arrastrarlo todo, y no solamente a los hombres (porción pequeñísima entregada a lo fortuito), sino que también a los parajes, regiones y partes del mundo; arrasará las montañas y hará brotar entonces nuevos peñascos; absorberá los mares, separará de su cauce a los ríos, y destruyendo el comercio de las naciones, dispersará las sociedades del género humano. En otra parte sepultará las ciudades en profundas simas, las quebrantará con temblores, y de lo más profundo hará surgir vapores ponzoñosos y cubrirá con inundaciones todo lo habitado: en el orbe sumergido perecerá todo ser viviente, y en vasto incendio quedarán abrasadas todas las cosas mortales. Y cuando llegue el tiempo en que el mundo haya de destruirse para renacer, todas las fuerzas se destruirán por su propio impulso; chocarán los astros con los astros; toda la materia se inflamará, y todo lo que actualmente brilla con tanto orden, se abrasará a la vez. En cuanto a nosotros, almas dichosas, gozando de la eternidad, cuando plazca a Dios realizar estas cosas en medio del universal trastorno, restos pequeñísimos de la gran ruina, nos confundiremos en los antiguos elementos. ¡Feliz tu hijo, oh Marcia, que ya conoce este secreto!».
Livia había perdido a su hijo Druso, que debía ser un gran príncipe y ya era gran capitán. Había penetrado hasta el fondo de la Germania, y había clavado las águilas romanas a donde apenas se sabía que existían Romanos. Muerto vencedor en aquella campaña, durante su enfermedad, sus mismos enemigos le rodearon de respeto, y consintieron una tregua, no atreviéndose a desear lo que tanto les favorecía. Al honor de esta muerte, porque moría por la República, uníase el inmenso duelo de los ciudadanos de las provincias, de la Italia entera, cuyas colonias y municipios, acudiendo de todas partes a la ceremonia fúnebre, llevaron hasta Roma aquellos despojos en funerales que más bien parecían triunfo. La madre no había podido gozar de los últimos besos del hijo y de las dulces palabras que pronunciara su boca. Siguiendo los tristes restos de Druso en el largo camino del cortejo, había visto brillar en toda Italia innumerables hogueras que reproducían su dolor, como si otras tantas veces hubiese perdido a su hijo; pero en cuanto lo depositó en la tumba, juntamente con él puso su dolor, no gimiendo más de lo que convenía a una hija de Césares y debía gemir una madre. Así fue que no cesó de celebrar el nombre de su Druso, de representárselo en todas partes, en público y en particular, y de complacerse oyendo hablar de él: por el contrario, nadie podía guardar y alimentar el recuerdo de Marcelo sin hacerse un enemigo de la madre. Elige entre estos dos ejemplos el que te parezca más aceptable. Si prefieres seguir el primero, te suprimes del número de los vivos, cobras aversión a los hijos de las demás, a los tuyos y hasta al mismo que lloras; tu encuentro es siniestro augurio para las madres; rechazas todo placer honesto y lícito como incompatible con tu infortunio; odias la luz y tienes en horror tu vida que no termina bastante pronto llevándote a la tumba: en fin, lo que es más impropio y menos conforme con tu elevado ánimo, tan noble en muchos conceptos, confiesas que no puedes vivir y no te atreves a morir. Pero si te aplicas a imitar a la magnánima Livia, más moderada y tranquila en su dolor, no te dejarás consumir en los tormentos. ¿No es inexplicable demencia la de castigarse por los propios quebrantos y aumentar el número de los males? Esa pureza de costumbres, esa circunspección que has observado toda tu vida brillarán en tu desgracia, porque el dolor también tiene su modestia. Merecerás para tu hijo glorioso descanso nombrándole y recordándole sin cesar, y le colocarás en región más elevada si, de la misma manera que vivo, se presenta todavía a su madre alegre y regocijado.
No te someto a preceptos sobradamente rígidos; no te digo que soportes inhumanamente los dolores humanos ni vengo a secar los ojos de una madre en el día mismo de los funerales: tomaremos un término medio, y discutiremos «si el dolor debe ser grande o eterno». No dudo que prefieres el ejemplo de Livia Augusta, a la que trataste familiarmente. Esta te llama a su consejo: en el primer arrebato de su dolor, cuando la aflicción es más intensa y más rebelde, impetró el consuelo de Areo, filósofo de su marido, y confiesa que este filósofo hizo mucho por ella, más que el pueblo romano, al que no quería entristecer con su tristeza; más que Augusto, que vacilaba privado de uno de sus apoyos y no debía caer agobiado por el luto de los suyos; más que su hijo Tiberio, cuyo amor la hizo experimentar, después de aquella pérdida cruel y deplorable para las naciones, que no le faltaba de sus hijos mas que el número. Imagino yo que ante una mujer tan celosa por conservar la fama, debió el filósofo comenzar diciendo: «Hasta hoy, Livia (al menos en cuanto puedo saberlo yo, que soy asiduo compañero de tu esposo, enterado por él, no solamente de lo que de público se dice, sino que también de los movimientos más secretos de vuestra alma), has cuidado de que no se encontrase en ti nada reprensible. Tanto en los asuntos más graves como en los más ligeros, has tenido presente no hacer nada por lo cual quisieses que la fama, ese, juez libérrimo de los príncipes, te concediese perdón. Y por mi parte también, nada considero mejor, cuando se ocupa el rango supremo, que otorgar muchas mercedes y no recibirlas de nadie. En la ocasión presente debes mostrarte fiel a tus principios, y no debes llegar a donde algún día no quisieras haber llegado».
«Te ruego y suplico además no te hagas difícil e intratable para tus amigos. No debes ignorar que ni uno de ellos sabe cómo comportarse contigo; si alguna vez han de hablar en presencia tuya de Druso, o callar, cuando olvidar su nombre es ultraje para aquel esclarecido joven, y pronunciarlo lo es para ti. Cuando después de retirarnos de tu lado nos encontramos solos, tributamos los homenajes debidos a sus memorables acciones y palabras: delante de ti guardamos profundo silencio, relativamente a él. De esta manera careces del goce más grande, del elogio de tu hijo, del que, si fuese posible, no dudo quisieras a costa de tu vida prolongar su gloria en la posteridad. Así, pues, permite y hasta provoca las conversaciones en que te hablen de él; presta atento oído a su nombre, a su memoria; que no te pese esto, como a tantas otras que creen en tales quebrantos que es parte de la desgracia escuchar consuelos. Hasta ahora te has apoyado completamente sobre la parte dolorida, y olvidando lo mejor, sólo has considerado tu fortuna por su lado más triste. En vez de recordar los días felices pasados con tu hijo, el encanto de sus expansiones, la dulzura de sus caricias infantiles, sus adelantos en las letras, te complaces en ver las cosas bajo su aspecto más doloroso; y como si no fuesen bastante horribles por sí mismas, las oscureces cuanto puedes. Ruégote no tengas la depravada ambición de considerarte la más desgraciada de las mujeres. Considera al mismo tiempo que no existe verdadera grandeza al mostrar valor en la prosperidad, cuando la vida se desliza por cómodo sendero. Mar tranquilo y viento favorable, no revelan la habilidad del piloto: necesarios son los reveses para que se pruebe la fortaleza del ánimo. No cedas, pues, antes bien, resiste con firmeza y sin retroceder; y por grave que sea el peso que ha caído sobre ti, sopórtale: que el primer ruido solamente te haya asustado. Nada contraría tanto a la fortuna como la igualdad de ánimo».
Después de esto le mostraría incólume un hijo y los nietos que le dejaba el que había perdido.
Areo ha defendido tu causa, oh Marcia; cambia los nombres, y tú eres a quien ha consolado. Pero supón que se te ha arrebatado más de lo que se arrebató jamás a otra madre (no te adulo, sin duda, ni atenúo tu desgracia): si los hados se ablandan con lágrimas, lloremos los dos; trascurran nuestros días en el duelo; que la tristeza ocupe nuestras noches sin sueño; rasguemos con nuestras propias manos nuestro ensangrentado pecho, y golpeémonos el rostro; que esta provechosa desesperación se ejerza en todo linaje de crueldades. Pero si no hay lágrimas que puedan devolver la vida a los que murieron, si el destino irrevocablemente fijado para la eternidad permanece inmutable ante toda aflicción, y la muerte conserva todo lo que arrebató, cese nuestro dolor, puesto que es inútil. Necesario es gobernar de manera que esta borrasca no nos arroje al través. Torpe es el piloto al que las olas arrebatan el timón, cuando abandona las flotantes velas y entrega la nave a la tempestad; pero debe alabarse a aquel que, en el naufragio mismo, se hunde empuñando la barra y firme en su puesto.
«Pero es natural llorar a los propios». ¿Quién lo niega cuando se hace con moderación? La ausencia, y con mayor razón la muerte de los que nos son más queridos, es necesariamente cosa cruel y oprime hasta el ánimo más firme; pero la preocupación nos lleva más lejos de lo que manda la naturaleza. Considera cuán vehementes son los sentimientos en los animales, y sin embargo cuán cortos. Solamente uno o dos días se oyen los mugidos de las vacas: la carrera vaga y loca de los caballos no dura mucho tiempo. Cuando la fiera ha vuelto algunas veces a su guarida despoblada por el cazador, y siguiendo los rastros de sus cachorros, ha recorrido el bosque, en muy poco tiempo extingue su rabia. Las aves lanzan agudos gritos alrededor de su despojado nido, y pocos momentos después se calman y emprenden el acostumbrado vuelo. Ningún animal lamenta por mucho tiempo la pérdida de sus hijos, si no es el hombre, que ayuda a su dolor, no siendo su aflicción como la experimenta, sino como se la propone. Demuestra lo poco natural que es ceder al dolor el hecho de que la misma pérdida apena más a las mujeres que a los hombres; a los bárbaros más que a los pueblos de costumbres dulces y civilizadas; a los ignorantes más que a los instruidos. Ahora bien; lo que debe su fuerza a la naturaleza, la conserva igual en todos los seres, siguiéndose de esto que lo vario no es natural. El fuego quemará a todos, en toda edad, de toda ciudad, tanto a los hombres como a las mujeres: el hierro tendrá sobre todos los cuerpos su propiedad de cortar. ¿Por qué? porque la ha recibido de la naturaleza, que no exceptúa a nadie. Pero la pobreza, el luto, la ambición impresionan diversamente a unos y a otros, según influye en ellos la costumbre, haciéndonos débiles y cobardes haber creído de antemano terrible lo que no debía asustarnos.
Además, lo que es natural no decrece por la duración, y el tiempo agota el dolor. Por obstinado que sea, por mucho que aumente de día en día, aunque se subleve contra todo remedio, el tiempo, tan eficaz para domar hasta los instintos más feroces, conseguirá mitigarlo. Quédate todavía, oh Marcia, un pesar profundo que parece haber formado callo en tu alma, y que al perder su primitivo brío, se ha trocado en más tenaz e insistente: sin embargo, tal como es, los años te lo arrancarán poco a poco. Cuantas veces ocupen tu ánimo otros cuidados, descansará; pero ahora vigilas tú sobre ti misma, y es muy diferente permitirse o imponerse el pesar. ¿No convendría mucho más a la delicadeza de tus costumbres fijar antes que esperar el término de tu dolor y no prolongarlo hasta el día en que, a pesar tuyo, ha de cesar? Renuncia tú misma a él.
«¿De dónde procede tanta perseverancia en llorar a los nuestros si no la impone la naturaleza?» De que no previendo jamás el mal hasta que cae sobre nosotros, como si tuviésemos el privilegio de entrar en vida diferente y más segura, no nos advierten las desgracias ajenas que nos son comunes con ellos. Muchos funerales pasan por delante de nuestra casa y no pensamos en la muerte; muchos fallecimientos prematuros vemos, y solamente nos preocupa la toga de nuestros hijos, sus servicios en los campamentos, el caudal que les dejaremos en herencia: la repentina pobreza de muchos ricos salta a nuestra vista, y nunca se nos ocurre que nuestros bienes, como los suyos, se encuentran sobre pendiente resbaladiza. Necesariamente caemos de más alto, si se nos hiere como de improviso. Cuando desde mucho antes está prevista la desgracia, sus golpes llegan más embotados. ¿Quieres saber que te encuentras expuesta a todos los golpes y que los dardos que han herido a los demás vibran en derredor tuyo? Supón que escalas sin armas una muralla, un fuerte ocupado por muchos enemigos y de rudo acceso: espera la muerte, y piensa que esas piedras, esas flechas y esos dardos que vuelan sobre tu cabeza los lanzan contra ti, siempre que caen a tus lados o a tu espalda: exclama entonces: «No me engañarás, fortuna; no me oprimirás considerándome yo segura o estando descuidada. Sé lo que me preparas: hieres a otro, pero te dirigías a mí». ¿Quién ha considerado jamás sus bienes como si fuese a morir? ¿Cuál de nosotros ha pensado nunca en el destierro, en el luto o la pobreza? ¿Quién, advertido para pensar en esto, no ha rechazado muy lejos tan siniestro augurio y deseado cayese sobre la cabeza de sus enemigos o del importuno consejero? «¡No creía que sucediese!» ¿Y por qué no habías de creerlo, cuando sabes que puede suceder frecuentemente, cuando ves que frecuentemente sucede? Oye este hermoso verso de Publio, que no debe olvidarse:
Cuivis potest accidere, quod cuiquara potest.
Aquél perdió a sus hijos y tú también puedes perderlos. Aquél fue condenado, tú puedes serlo también, a pesar de tu inocencia. Éste es el error que nos ciega y afemina: sufrimos lo que nunca habíamos previsto que debíamos sufrir. El que mira a los males futuros, quita su fuerza a los presentes.
Todas las cosas, oh Marcia, que nos rodean de pasajero brillo, lujo, honores, riquezas, inmensos pórticos, vestíbulos llenos de clientes a los que se rechaza, esposa ilustre, noble, bella, y los demás bienes que proceden de incierta e inconstante fortuna, solamente son aparato ajeno que nos presta: nada de esto nos da en propiedad: la escena está adornada con decoraciones prestadas que han de devolverse a sus dueños. Hoy se nos quitarán unas, mañana otras y pocas quedarán hasta el fin. Así, pues, no nos envanezcamos como si nos encontrásemos entre cosas nuestras; solamente las tenemos prestadas. No tenemos más que el usufructo; la fortuna limita a su voluntad la duración de sus beneficios: dispuestos debemos estar siempre a devolver lo que se nos dio por tiempo incierto, y a restituir sin murmurar a la primera petición. Pésimo deudor es el que insulta a su acreedor. Así, pues, a todos los nuestros, y aquellos a quienes, por el orden natural, deseamos supervivencia, como también a los demás cuyo legítimo deseo es precedernos en la tumba, debemos amarlos en el concepto de que nada nos promete su eternidad, ni siquiera la duración de sus vidas. Advierte a tu corazón que les ame en la inteligencia de que ha de perderlos, más aún, de que los pierde: que posea los dones de la fortuna como bienes sobre los que se ha reservado todos los derechos el señor. Apresúrate a gozar de tus hijos, y recíprocamente, haz que ellos gocen de ti; apura sin dilación toda tu felicidad: nada le asegura el día presente; pongo término muy largo; nada te asegura de esta hora. Necesario es apresurarse; la muerte viene detrás; pronto desaparecerá todo este entusiasmo; muy pronto, al primer grito de alarma plegarán tu tienda. Todo lo de aquí es presa. ¡Desgraciados! ¿ignoráis que vivís huyendo?
Cuando te quejas de la muerte de tu hijo, acusas al día de su nacimiento, porque al nacer se le notificó la muerte. Con esta condición se te dio, y el destino le persigue desde que quedó concebido en tu seno. Somos súbditos de la fortuna, reina cruel, inexorable, que nos impone a su capricho lo justo y lo injusto. Nuestros cuerpos serán juguete de su tiranía, de sus ultrajes y crueldades: a unos les quemará como castigo o como remedio; a otros les encadenará y entregará a sus enemigos o a sus conciudadanos; a éstos, desnudos y rodando en los movibles mares, después de luchar con las olas, ni siquiera les arrojará a la arena o a la playa, sino que les alojará en el vientre de algún animal inmenso; a aquellos, después de extenuarles con toda clase de enfermedades, les tendrá largo tiempo suspendidos entre la vida y la muerte. Caprichosa, tornadiza, poco cuidadosa de sus esclavas, distribuirá al azar castigos y recompensas.¿Por qué llorar esa parte de la vida? llorarse debe la vida entera. Nuevas desgracias caerán sobre ti antes de que hayas satisfecho a las antiguas. Moderad, pues, vuestra aflicción, mujeres agobiadas por tantos males: el pecho humano ha de repartirse entre muchos temores y muchos sufrimientos.