De la Clemencia

Lucio Anneo Séneca


Filosofía, Tratado



Parte 1

I

Me he propuesto escribir de la clemencia, oh Nerón César, para servirte a manera de espejo, y, mostrándote a ti mismo, hacerte llegar al goce más eminente. Que si bien es cierto que el verdadero fruto de las buenas acciones está en haberlas realizado, y no se encuentra premio digno de la virtud fuera de ella misma, dulce es, sin embargo, la contemplación y examen de la buena conciencia, y después de dirigir la vista a esa multitud inmensa, discordante, sediciosa, desenfrenada, dispuesta a lanzarse tanto a la pérdida de otros como a la suya propia, si consiguiese romper su yugo, poder decirse: «Yo soy el preferido de todos los mortales, elegido para desempeñar en la tierra las veces de los dioses; yo soy el árbitro de la vida y la muerte en las naciones, teniendo en mi mano la suerte y condición de cada uno. Lo que la fortuna quiere dar a cada mortal, lo declara por mi boca; de mi respuesta depende la alegría de los pueblos y ciudades. Ninguna parte de la tierra florece sino por mi voluntad y mi favor. Esos millares de espadas que mi paz mantiene ociosas, brillarán a una señal mía: tales naciones quedarán destruidas, tales serán trasladadas, tales recibirán la libertad, aquellas la perderán, aquellos reyes serán esclavos, tales cabezas recibirán la real diadema, tales ciudades se destruirán y tales otras se edificarán; todo esto está en mi mano. Con este poder sobre las cosas, no me he visto arrastrado a mandar suplicios injustos, ni por la ira, ni por la fogosidad juvenil, ni por la temeridad y obstinación de los hombres, que frecuentemente destierran la paciencia de los pechos más tranquilos: ni tampoco por esa gloria cruel que consiste en ostentar el poder por el terror, gloria que con tanta frecuencia ambicionan los dueños de los imperios. Encerrada está por mí la espada, o mejor dicho, cautiva; tan cuidadoso soy hasta de la sangre más humilde, y nadie hay a quien el título de hombre, a falta de otro, no le merezca mi favor. Mantengo oculta siempre la severidad y en ejercicio la clemencia; me observo como si hubiese de dar cuenta a las leyes que he sacado del polvo y la oscuridad a la luz. Me he conmovido por la juventud del uno y por la ancianidad del otro; perdoné a éste por su dignidad, a aquél por su humildad, y cuando no encontraba causa alguna de indulgencia, perdonaba por mí mismo. Hoy, si los dioses inmortales me llamasen a dar cuenta, dispuesto estoy a dársela del género humano». Audazmente puedes proclamar, César, que de todas las cosas confiadas a tu fe, a tu tutela, nada has quitado a la república, ni secretamente ni por violencia. Has ambicionado una gloria rarísima y que nunca consiguió ningún príncipe: la de no hacer daño. No has perdido el trabajo, ni tan singular bondad ha encontrado apreciadores ingratos o malévolos, sino que has conquistado el agradecimiento. Nunca fue tan querido un hombre de otro hombre, como lo eres tú del pueblo romano, que ve en ti su bien mayor y más duradero. Pero le has impuesto pesada carga: nadie habla ya del divino Augusto ni de los primeros tiempos de Tiberio César, nadie busca fuera de ti ejemplo que desee verte imitar. Lo que se pide es que todo tu reinado corresponda a la dulzura del primer año. Cosa difícil sería ésta si esa bondad que te pertenece no fuese natural, si solamente la hubieses tomado para determinado tiempo, porque nadie puede llevar siempre la máscara. Todo lo fingido vuelve pronto a su naturaleza; todo lo que descansa en la verdad, todo lo que, por decirlo así, brota con solidez, crece y mejora con el tiempo. Grande era el azar que corría el pueblo romano, mientras ignoraba qué dirección tomaría tu generoso carácter. Las esperanzas públicas están seguras ya; porque no es creíble caigas de pronto en el olvido de ti mismo. Verdad es que la mucha felicidad hace exigentes, y que nunca son tan moderados los deseos que se contenten con lo que se obtiene: el gran bien es paso para otro mayor, y las esperanzas más desmedidas nacen de la felicidad inesperada. Sin embargo, hoy obligas a tus súbditos a confesar que son dichosos y que solamente falta a su felicidad el ser perpetua. Muchas cosas concurren a arrancarles esta confesión, la más tardía que hace el hombre: su completa seguridad, fuente abundante de bienes; sus derechos colocados fuera de todo ataque. Los ojos reposan en esta forma de república, a la que no falta para llegar a la libertad más completa sino la licencia que se destruye por sí misma. Pero lo que principalmente conmueve, tanto a los grandes como a los pequeños, es la admiración de tu clemencia: porque tus otras perfecciones cada cual las desea más grandes o más pequeñas, en proporción de su fortuna, y de la clemencia todos esperan lo mismo. Nadie hay que esté tan satisfecho de su inocencia que no se regocije de tener delante de los ojos la clemencia, dispuesta a compadecer los errores humanos.

II

Bien sé que algunos creen que la clemencia es incentivo para la malignidad, porque es inútil sin el crimen, siendo la única virtud sin ejercicio entre los inocentes. Pero, en primer lugar, de la misma manera que los sanos honran la medicina, a pesar de que solamente sirve a los enfermos, así también los inocentes veneran la clemencia aunque no la invoquen más que los culpables. En segundo lugar, puede ejercerse también hasta con los inocentes. porque algunas veces la fortuna se toma por culpa, y la clemencia acude en ayuda no solamente de la inocencia, sino que con frecuencia también en la de la virtud, cuando ocurre, según la condición de los tiempos, que acciones laudables corren riesgo de recibir castigo. Añade a esto, que considerable parte de los hombres puede volver a la inocencia. Sin embargo, no debe perdonarse a ciegas, porque cuando ha desaparecido toda diferencia entre los buenos y los malos, sobreviene la confusión y la irrupción de los vicios. Necesario es, pues, usar moderación y saber distinguir los caracteres que pueden curarse de los que no pueden recibir curación. La clemencia no ha ser ciega, ni convencional, ni restringida, porque tanta crueldad puede haber en perdonar a todos como en no perdonar a ninguno. Necesario es conservar el término medio, y como el temperamento es muy difícil, si hemos de inclinarnos a algún lado, que sea al más humanitario.

III

Pero estas cosas se dirán mejor en su lugar. Ahora dividiré en tres partes toda la materia. La primera será la introducción; en la segunda demostraré la naturaleza y atributos de la clemencia, porque, corno algunos vicios imitan la virtud, no se les puede distinguir sino marcando la virtud con señales que la hagan reconocer; en tercer lugar investigaremos cómo llega el alma a esta virtud, cómo se robustece en ella y se la apropia con el uso. Ahora bien: necesario es tener por constante que de todas las virtudes ninguna conviene más al hombre, porque ninguna es más humanitaria; y esta verdad no la reconocemos nosotros solamente, que queremos se considere al hombre como animal sociable, nacido para el bien común de todos, sino que también aquellos filósofos que le abandonan a la voluptuosidad y refieren a su utilidad todas sus acciones y palabras; porque si el hombre apetece la paz y el reposo, la virtud más conforme con su naturaleza es aquella que ama la paz y contiene el brazo. Sin embargo, a nadie conviene más la clemencia que a los príncipes y reyes. Una fuerza poderosa no tiene gloria ni honor sino en cuanto puede ser útil; y es azote un poder grande que solamente es apto para dañar. En una palabra, la grandeza no es estable ni está bien asegurada sino cuando saben todos que existe, no tanto sobre ellos como para ellos; cuando diariamente se demuestra que la solicitud del príncipe vela por el bien de cada uno y de todos; cuando al acercarse no se huye como de peligrosa y maligna fiera que se lanza de su antro, sino que, al contrario, de todas partes se sale a su encuentro como al de un astro resplandeciente y bienhechor; cuando se esta dispuesto a lanzarse por él ante los puñales de los conspiradores, a hacerle una barrera de cadáveres, y, si lo exige la seguridad de su vida, a sembrar su camino de víctimas humanas. Los desvelos de sus súbditos protegen su sueño; agrupados en derredor suyo, defienden su pecho y forman una muralla contra los peligros que le amenazan. No sin razón los pueblos y ciudades se ponen de acuerdo para proteger y amar a sus reyes, para sacrificarse con todo lo que les pertenece, cuantas veces lo exige la salud del imperante. Y no es vileza ni demencia entregar al hierro tantos millares de cabezas por una sola, rescatar con tantas muertes una sola vida y a las veces la de un anciano enfermo. De la misma manera que todo el cuerpo sirve al alma, aunque es mucho más extenso, mucho más aparente, mientras el alma, por su sutileza, escapa a la mirada y ni siquiera se conoce en qué sitio se esconde, sin embargo, por ella trabajan las manos, los pies, los ojos; ella es la que protege nuestra parte exterior; por su mandato descansamos, por su orden corremos apresuradamente: cuando manda, si este amo es avaro, surcamos el mar para adquirir riquezas; si es valeroso, no vacilamos en poner la mano en el fuego o en precipitarnos voluntariamente al abismo; así también esa inmensa multitud agrupada en torno de una sola alma, se rige por su aliento y se gobierna por su razón, mientras que sucumbiría bajo el peso de sus propias fuerzas si no la sostuviese la prudencia de uno solo.

IV

Su propia tranquilidad aman los pueblos cuando se forman en batalla diez legiones, cuando se lanza el soldado a la primera fila, cuando presenta su pecho a las heridas para que no retrocedan las enseñas de su general. Porque él es el lazo de unión de la república; él es el aliento vital que respiran tantos millares de hombres que por sí mismos no serían otra cosa que carga inútil y presa fácil si desapareciese esta alma del Imperio.

Rege incolumi, mens ominbus una;
Amisso, rupere fidem.

Esta desgracia sería la destrucción de la paz romana y convertiría en ruinas la fortuna de un pueblo tan grande. Pero el pueblo permanecerá al abrigo de este peligro mientras sepa soportar el freno; mas si llega a romperlo; si por un acaso, relajado, se negase a recibirlo de nuevo, esta unidad, este haz de tan vasto Imperio, se fraccionaría en mil partes; y esta misma ciudad dejará de dominar el día que deje de obedecer. No es, pues, de extrañar que a los príncipes, reyes o como quiera que se les llame, a esos guardianes de la fortuna pública, se les ame más allá de las afecciones privadas. Porque si para los hombres prudentes el interés público es preferible al particular, dedúcese que deben amar más a aquel en quien se ha trasformado la república. Desde muy antiguo, de tal manera se ha identificado el César con la república, que no puede suprimirse al uno sin daño de los dos, porque el uno necesita brazos y la otra cabeza.

V

Parecerá que se aleja mucho del objeto propuesto mi oración, pero a fe mía que penetra en su fondo. Porque si, como acabo de demostrar, tú eres el alma de la república, ella es tu cuerpo, y creo que ves cuán necesaria es la clemencia, pues tú mismo te perdonas cuando perdonas a otro. Luego es necesario perdonar a los ciudadanos, hasta culpables, de la misma manera que lo harías con un miembro enfermo; y si alguna vez es indispensable derramar sangre, contén la mano, por miedo de que la incisión sea demasiado profunda. Es, pues, como decía, conforme con la naturaleza de los hombres la clemencia; pero muy especialmente es gloriosa en los soberanos, porque por medio de ellos encuentra más que conservar y más campo para desarrollarse. ¿Produce mal pequeño la crueldad privada? La de los príncipes es una guerra. Aunque existe completa concordia entre las virtudes y no sea mejor ni más honrosa una que otra, algunas, sin embargo, convienen más a determinadas personas. Bien sienta a todo mortal la grandeza de alma, hasta aquel que no tiene superior. ¿Qué hay más grande ni más noble que vencer la adversa fortuna? Sin embargo, esta grandeza de alma tiene más anchura que la prosperidad, y se ve mejor en el tribunal que en la plaza. En cualquier casa en que penetre la clemencia, la hace feliz y tranquila; pero en la de los reyes, por ser más rara, es mucho más admirable. ¿Qué cosa más notable, en efecto, que ver a aquel cuya ira no encuentra obstáculos, cuyas sentencias, hasta las más rigurosas, reciben la sanción de los mismos que perecen, que no tiene que dar cuenta a nadie, ni siquiera de sus arrebatos más violentos, y al que nadie intentaría ablandar, ponerse freno por sí mismo y usar de su poder en manera más suave y mejor, diciéndose a sí mismo: Nadie puede matar contra la ley, nadie puede salvar mas que yo? La gran fortuna exige gran corazón, porque si no se eleva hasta ella, si no se coloca más alto, la humilla hasta más bajo de la tierra. Ahora bien: propias son de ánimo levantado la calma y serenidad, y contemplar desde lo alto de su desprecio las injurias y las ofensas. Los arrebatos de la ira son propios de mujeres, y solamente las fieras, y no ciertamente las más nobles, repiten sus ataques y mordeduras a los caídos. Los elefantes y leones abandonan al que han derribado; el encarnizamiento sólo es propio de las bestias innobles. No sienta bien al rey la ira cruel e inexorable, porque no se muestra superior a aquel hacia quien se rebaja irritándose contra él; pero si concede la vida a los amenazados por la muerte, si otorga dignidades a los que merecían perderlas, hace, aquello que solamente puede hacer el que todo lo puede. La vida se arranca hasta a un superior, pero no puede darse sino al inferior. Propio es de elevada fortuna salvar, y nunca merece más admiración que cuando lo acontece poder lo que pueden los dioses, a cuyo favor debemos todos, tanto los buenos como los malos, haber nacido. Inspírese, pues, el príncipe en los dioses, y entre sus súbditos contemple con amor a algunos porque son útiles y buenos; deje a los demás en la muchedumbre, regocíjese de la existencia de éstos y tolere la de aquellos.

VI

Piensa que te encuentras en esta ciudad cuya multitud, que incesantemente pasa por sus anchas calles, se asfixia en cuanto un obstáculo entorpece la carrera de tan rápido torrente; en la que se abre paso a la vez hacia tres teatros; en la que se consume cuanto se cultiva en toda la tierra; y ¿en qué soledad se convertiría si solamente quedasen los absueltos por juez severo? ¿Qué magistrado interrogador no sería reprensible ante la ley misma a cuyo nombre interroga? ¿Qué acusador hay exento de falta? Y no sé si se encuentra alguno más reacio para otorgar perdón que aquel que con más frecuencia necesita implorarlo. Todos hemos pecado; unos gravemente, otros con menos gravedad; unos con deliberado propósito, otros por impulso casual o arrastrados por ajena maldad; algunos no han sabido persistir enérgicamente en las buenas resoluciones, y pierden la inocencia a su pesar y resistiendo. No solamente delinquimos, sino que continuaremos faltando hasta el fin de nuestra vida; y aunque existiese alguno que de tal manera hubiese purificado su ánimo que nada pudiese ya turbarle ni extraviarle, no ha llegado, sin embargo, a la inocencia sino pecando.

VII

Habiendo nombrado a los dioses, propondré al príncipe el mejor ejemplo que pueda imitar, siendo para sus súbditos lo que quisiera que los dioses fuesen para él. ¿Le convendría que las divinidades fuesen inexorables con sus faltas y errores? ¿le convendría que lo persiguiesen hasta el último castigo? ¿Qué Rey puede estar seguro de que los arúspices no recogerán sus restos? Y si los dioses, en su indulgencia y justicia, no castigan en el acto con el rayo los crímenes de los poderosos, ¿cuánto mas justo es que el hombre colocado sobre los demás hombres ejerza su poder con dulzura, y se pregunte si el aspecto del mundo no tiene más atractivo y encanto para los ojos en día despejado y sereno que en medio de los repetidos fragores del trueno que conmueven el espacio y de los relámpagos que brillan por todas partes? Ahora bien, el espectáculo de una autoridad apacible y moderada igual es al de un cielo sereno y despejado. El reinado cruel es tumultuoso y está lleno de tinieblas; los pueblos se estremecen y espantan ante repentino ruido, y ni el mismo que todo lo perturba puede permanecer tranquilo. Con más facilidad se excusa al hombre particular la obstinación en la venganza, porque puede encontrarse ofendido, y el resentimiento procede de la injuria; puede temer además el desprecio y que parezca debilidad y no clemencia no devolver la ofensa al que lo ultrajó. Mas aquel a quien es fácil la venganza, si renuncia a ella, obtiene seguramente fama de bondadoso. En posición humilde hay más libertad para levantar la mano, disputar, trabar pendencia y dejarse llevar de la ira: los golpes son ligeros entre iguales; en un Rey degradan la majestad hasta los gritos e intemperancias de lenguaje.

VIII

¿Consideras cosa grave privar a los reyes de la facultad de hablar que hasta los más humildes tienen? «Esto es, dicen, servidumbre y no imperio». Y bien; ¿no comprendes que el Imperio nos pertenece, y a ti la servidumbre? Muy diferente es la condición de aquellos que permanecen ocultos entre la multitud de la que no sobresalen, porque sus virtudes necesitan combatir mucho para conseguir brillar, y sus vicios permanecen envueltos en la oscuridad. Pero tus acciones y palabras las recoge la fama, y nadie debe cuidarse tanto de la reputación que conseguirá, como aquel que ha de obtenerla grande, sean los que quieran los actos que se la merezcan. ¿Cuántas cosas no le están permitidas que gracias a ti nos lo están a nosotros? En cualquier parte de la ciudad puedo pasear libremente y sin temor, aunque nadie me acompañe, ni tenga en casa espada, ni la lleve al costado: tú, en medio de tu tranquilidad necesitas vivir armado. No puedes separarte de tu fortuna, que te asedia, y a cualquier parte que vayas te persigue con su imponente aparato. La esclavitud de la grandeza suprema consiste en no poder rebajarse, pero esta necesidad te es común con los dioses, a quienes el cielo retiene cautivos, siéndoles tan imposible descender, como para ti poco seguro. Encadenado estás a tu grandeza. Pocos sienten nuestros movimientos: podemos ir, venir, cambiar de costumbres sin que el público se entere; a ti no te es más permitido que al sol el ocultarte. Resplandeciente luz te rodea y todos los ojos se fijan en ella. Crees salir y te elevas sobre el horizonte: no puedes hablar sin que resuene tu voz en todas las naciones: no puedes irritarte sin que todo se estremezca: y de la misma manera, no puedes castigar a un hombre sin quebrantar todo lo que le rodea. Así como el rayo cae con peligro de corto número y con profundo miedo de todos, así también los arrebatos de los poderes supremos esparcen el terror mucho más lejos que el mal; y no sin razón, porque en quien todo lo puede, menos se atiende a lo que hace que a lo que podría hacer. Además, en los hombres privados la paciencia después de las injurias recibidas expone a recibir otras nuevas; pero la clemencia aumenta la seguridad de los reyes. Los rigores frecuentes reprimen el odio de corto número e irritan el de todos, siendo necesario que cese la voluntad de castigar con dureza antes de que cese la causa. No haciéndolo así, de la misma manera que en los árboles podados brotan numerosas ramas y ciertas plantas retoñan en matorral cuando se las ha cortado, la crueldad de los reyes aumenta el número de sus enemigos al destruirlos. Porque los padres y los hijos de los que fueron muertos, y sus parientes y sus amigos ocupan el puesto de cada uno de los que sucumbieron.

IX

Quiero demostrarte la verdad de lo que digo con un ejemplo doméstico. El divino Augusto fue emperador clemente no juzgándole sino desde el principio de su imperio. Mas cuando la república tuvo muchos amos, su mano empuñó la espada: a la edad en que te encuentras tú ahora, apenas salido de los diez y ocho años, ya había clavado su puñal en el seno de sus amigos; ya había amenazado por medio de emboscadas el pecho del cónsul M. Antonio y había sido compañero de los proscritos. Pero cuando hubo pasado de los cuarenta años, durante su permanencia en las Galias, recibió aviso de que L. Cinna, hombre de escaso ingenio, le tendía asechanzas. Dijéronle cómo y cuándo había de herirle, siendo el denunciador uno de sus cómplices. Decidió Augusto vengarse de él, y reunió en consejo a sus amigos. Aquella noche la pasó con mucha inquietud, porque pensaba que iba a condenar a un joven noble, íntegro, exceptuando este delito, y nieto de Cn. Pompeyo. Ya no podía matar ni a un solo hombre; y sin embargo, con M. Antonio había dictado el edicto de proscripción en medio de una cena. Gemía y pronunciaba palabras entrecortadas y contradictorias: «¡Cómo! ¿consentiré que mi asesino marche tranquilo cuando yo estoy ansioso? ¿No habrá de ser castigado el que amenaza una cabeza tantas veces perdonada por las guerras civiles, que ha escapado de tantos combates navales y terrestres, y cuando la tierra y los mares están tranquilos pretende, no matarme, sino inmolarme?» porque se proponía herirle durante el sacrificio. Después con un intervalo de silencio, alzando más la voz, se irritaba más contra sí mismo que contra Cinna: «¿Por qué vives, si tantos desean tu muerte? ¿Cuándo terminarán los suplicios? ¿cuándo se detendrá la sangre? Para los jóvenes nobles soy una cabeza pregonada, contra la que aguzan sus lanzas. No vale tanto la vida que, por no morir yo, hayan de morir tantos». Al fin, le interrumpió su esposa Libia. «¿Admites, le dijo, el consejo de una mujer? Haz lo que hacen los médicos: cuando no bastan los remedios ordinarios, emplean los contrarios. La severidad no te ha servido: a Salvidieno siguió Lepido; a Lepido, Murena; a Murena, CSpión; a CSpión , Egnatio; no menciono a los otros que se avergüenzan de haberse atrevido a tanto: emplea ahora la clemencia. Perdona a L. Cinna; está descubierto: ya no puede dañarte y puede ser útil para tu gloria». Satisfecho por el hallazgo de abogado, dio gracias a la esposa, despidió a los amigos que había convocado a consejo y llamó a Cinna solo; hizo despejar su cámara, y después de mandar colocar un asiento para Cinna: «Lo primero que te pido, dijo, es que no me interrumpas, que no me interpeles mientras hablo: en seguida podrás hacerlo tú libremente. Te encontré, oh Cinna, en el campo de mis adversarios, no por haberte hecho enemigo mío, sino porque como tal habías nacido; te concedí la vida y te devolví todo tu patrimonio. Hoy eres tan rico y feliz que el vencido causa envidia a los vencedores. Pides el sacerdocio, y rechazando muchos competidores, cuyos padres habían combatido a mi lado, te lo concedo. Cuando tanto he merecido de ti, has decidido asesinarme». Al oír esto, exclamó Cinna que no se le había ocurrido tal demencia. «Mal cumples tu promesa, Cinna, dijo; habíamos convenido en que no me interrumpirías. Repito que quieres asesinarme». En seguida indicó el paraje, los cómplices, el día, el plan de la conjuración y quién había de clavar el puñal. Viéndole en seguida con los ojos bajos y guardando silencio, no tanto por respeto a lo prometido como por la conciencia de su crimen: «¿Qué te propones? le dijo. ¿Ser príncipe tú? digno de compasión es, a fe mía, el pueblo romano si yo soy el único obstáculo entre el imperio y tú. Ni siquiera puedes defender tu casa; hace poco tiempo has sucumbido en un juicio privado ante la influencia de un liberto: ¿y te parece cosa fácil ahora litigar contra César? Consiento en ello, si soy el único impedimento para tus esperanzas; pero ¿te soportarán los Paulos, los Fabio Máximo, los Cosso, los Servilios, y esa larga lista de nobles, no de los que ostentan títulos vanos, sino de los honrados por las imágenes de sus mayores?» No repetiré todo su discurso, que ocuparía mucha parte de este escrito, siendo cosa averiguada que habló más de dos horas para prolongar aquel suplicio, que era el único que lo preparaba. «Cinna, dijo, te concedo la vida por segunda vez; la primera fue a un enemigo, ahora a un traidor y parricida. Comience hoy nuestra amistad: luchemos en lealtad, yo al darte la vida, y tú al debérmela». Después de esto, le ofreció espontáneamente el consulado, censurándole no haberse atrevido a pedirlo: y no tuvo amigo más fiel; fue su único heredero, en lo sucesivo nadie le tendió asechanzas.

X

Tu abuelo perdonó a los vencidos, porque de no perdonarlos, ¿sobre quiénes hubiese reinado? En los campos enemigos reclutó a Salustio, y a los Coceyos, y a los Delios, y a toda la cohorte de los que obtenían la primera admisión. Por su clemencia se había atraído ya a los Domicios, Mesalas, Asinios, Cicerones, y toda la flor de Roma. ¡Y cuán tarde dejó morir al mismo Lepido! Durante muchos años le permitió conservar las insignias del mando, y solamente después de su muerte consintió recibir el pontificado máximo, prefiriendo que se le llamase honor y no despojo. Esta clemencia le produjo seguridad y reposo: ella fue la que le hizo amable y amado, aunque impuso su yugo a cabezas que todavía no estaban acostumbradas a él, ella fue la que hoy le merece la fama que rara vez acompaña a los príncipes, ni siquiera mientras viven. Creemos, y no por mandato, que Augusto es un dios. Reconocemos que fue un buen príncipe, que mereció el nombre de padre, y no por otra razón sino porque los ultrajes, que para los príncipes son más sensibles casi siempre que los crímenes, jamás le provocaron a la crueldad; porque ante las palabras ofensivas se limitó a reír; porque parecía que se castigaba al castigar; porque después de condenar a los cómplices de los adulterios de su hija, en vez de mandarles a la muerte, los alejó dándoles órdenes escritas para garantir su seguridad. Ahora bien, si se considera cuántos hay dispuestos a secundar las iras de los príncipes y a obsequiarles con la sangre ajena, perdonar es algo más que salvar la vida; es asegurarla.

XI

Esto hizo Augusto, anciano, o al menos cuando los años le inclinaban a la vejez. En la juventud fue impetuoso, iracundo, y mucho realizó que después consideraba con tristeza. Nadie se atrevería a comparar con tu clemencia la del divino Augusto, aunque se comparase su edad, más que madura, con tus años juveniles. Fue, sin duda alguna, clemente y moderado, pero después de haber teñido con sangre romana las ondas del Accio, después de destrozar contra las costas de Sicilia su armada y las de sus enemigos, después de los sacrificios de Perusa y de las proscripciones. Por mi parte no llamo clemencia a la crueldad cansada. La verdadera clemencia, oh César, consiste, como la que tú ostentas, en no comenzar por arrepentirse de las crueldades pasadas, en no tener mancha alguna, en no derramar nunca la sangre de los ciudadanos. La verdadera templanza de ánimo en el poder supremo, la que merece el amor del género humano, de la patria común, que ahora te está consagrada, se reconoce en que, lejos de dejarse inflamar por las pasiones, arrastrar por la temeridad o corromper por los ejemplos de los príncipes sus predecesores, hasta intentar experiencias para saber hasta qué punto se puede abusar de los súbditos, embota la espada del poder. Tú has hecho, oh César, que nuestra ciudad esté incruenta, y esta gloria de que se regocija tu alma generosa «de no haber derramado en todo el orbe ni una sola gota de sangre», es tanto más grande, tanto más admirable, cuanto que nunca se confió la espada a manos tan juveniles. La clemencia, pues, lleva consigo no solamente más honor, sino también mayor seguridad, siendo a la vez ornamento de los imperios y su apoyo más robusto. ¿Por qué, si no, envejecen los reyes y trasmiten su trono a sus hijos y a sus nietos, mientras que el reinado de los tiranos es corto y execrado? ¿Qué diferencia media entre un tirano y un rey (su fortuna y su poder son iguales aparentemente), sino que el tirano es cruel por placer, y el rey por razón y necesidad?

XII

«¡Cómo! ¿no suelen matar los reyes?» Siempre que lo exige la utilidad; pero la crueldad está en el corazón de los tiranos. Así, pues, el tirano se diferencia del rey por las acciones, no por el nombre. Con mucha razón puede preferirse Dionisio el viejo a muchos reyes, y muy bien puede llamarse tirano a L. Sila, que no dejó de matar hasta que le faltaron enemigos. ¿Qué importa que descendiese de la dictadura y recobrase la toga, cuando no hubo tirano más sediento de sangre humana que el que hizo degollar a la vez a siete mil ciudadanos romanos? Y cuando, cerca del campo de la matanza, sentado en el templo de Belona, escuchaba los gritos de tantos millares de hombres que caían bajo el filo de la espada, dijo al Senado estremecido: «Continuemos, padres conscriptos; están ejecutando por orden mía a un corto número de sediciosos», no mentía; para Sila, aquel número era muy corto. Pero muy pronto se oyó a aquel mismo Sila exclamar: «Sepamos, por la manera de irritarse contra los enemigos, cómo debe tratarse a los ciudadanos que toman el nombre de enemigos y se han separado del cuerpo del Estado». Indudable es que, como he dicho, la clemencia establece profunda diferencia entre el rey y el tirano: aunque uno y otro se encuentren rodeados de las mismas armas, el primero se sirve de ellas para asegurar la paz, el otro para reprimir intensos odios por medio de inmenso terror. Ni siquiera contempla sin miedo las mismas manos a que se ha confiado, y los excesos le llevan a los excesos contrarios; porque se le odia, porque se le teme y quiere que se le tema porque se le odia, citando aquel verso execrable que a tantos príncipes ha precipitado:

Oderint,dum metuant… .

¡Desgraciado de aquel que no sabe hasta dónde llega la rabia cuando los odios rebasan la copa! El temor moderado, contiene los ánimos; pero cuando es continuo y violento, cuando constantemente recuerda los últimos suplicios, despierta la audacia en los espíritus abatidos e impulsa a intentarlo todo. A los animales salvajes se les retiene en un cerco de cuerdas y plumas, pero si el jinete los acomete por la espalda con el hierro en la mano, intentarán la fuga a través de lo que antes temían, derribarán y pisotearán el espantajo. El valor más terrible es el desarrollado por la extrema necesidad. Conveniente es que el temor deje alguna seguridad y haga entrever más esperanza que peligro; de otra manera, si por ser tranquilos no han de temblar menos los hombres, prefieren lanzarse al peligro y sacrificar la vida de otro. El rey amable y templado tiene seguro apoyo en aquellos que emplea para el bien de todos; y el soldado, satisfecho de ver que se le dedica a la seguridad pública, soporta con gusto todos sus trabajos, porque custodia a un padre. En cuanto al tirano hosco y sanguinario, necesariamente han de odiarle hasta sus mismos satélites.

XIII

Nadie puede tener ministros fieles y de buena voluntad cuando los emplea como máquinas de tortura, potros y herramientas de suplicio, cuando les arroja hombres como a bestias feroces: cada vez más culpable en sus actos, más suspicaz porque teme a los hombres y a los dioses, testigos y vengadores de sus maldades, llega al punto de no poder cambiar de costumbres. Entre sus otros males, la crueldad tiene de pésimo que es necesario perseverar en ella, siendo imposible el regreso al bien. Los crímenes necesitan apoyarse en otros crímenes, ¿y quién más desgraciado que el que por necesidad ha de ser malo ya? ¡Oh, cuán digno es de compasión, al menos para sí mismo, porque sería crimen en los demás compadecer a aquel que ha señalado su poder con homicidios y rapiñas, para el que todo se ha hecho sospechoso en derredor, dentro y fuera de él; que teme las armas y ha de recurrir a las armas; que no cree ni en la fidelidad de sus amigos ni en el amor de sus hijos! Cuando contempla todo lo que ha hecho, todo lo que debió hacer; cuando examina su conciencia llena de crímenes y de tormentos, frecuentemente teme la muerte, con más frecuencia la desea, siendo más odioso a sí mismo que a sus esclavos. Por el contrario, aquel a quien está encomendado el cuidado de todas las cosas, aunque vigile unas más que otras, alimenta todas las partes de la república como si formasen cuerpo con él; que inclinado a la clemencia, muestra su repugnancia a emplear remedios duros, hasta cuando es útil castigar; aquel en cuyo ánimo nada hay hostil y cruel; que tranquilamente ejerce un poder saludable; que quiere hacer amable su mando a los ciudadanos; que se estima dichoso si puede hacerlos participes de su fortuna; afable en las palabras, fácilmente asequible, de cariñoso semblante a propósito para captarse los pueblos; que acoge plácidamente las peticiones justas, y contesta sin acritud las inicuas, a éste le aman todos, le reverencian y defienden. Lo mismo que hablan de él en público se dice en particular. Deséanse hijos, y la esterilidad, señal de daño público, desaparece, creyendo cada cual que merece bien de sus hijos, mostrándoles tan hermoso siglo. Un príncipe así, protegido por sus beneficios, no necesita guardias; las armas solamente son adorno para él.

XIV

¿Cuál es, pues, su deber? El de los buenos padres, que acostumbran a reprender a sus hijos, en tanto con dulzura, en tanto con amenazas, y algunas veces les corrigen con golpes. ¿Hay alguien con mente sana que desherede a su hijo a la primera falta? Necesario es que delitos graves y frecuentes agoten su paciencia; necesario es que las faltas que teme sean más grandes que las que castiga para que se decida a sentencia irrevocable. Primeramente intenta todos los medios para corregir un carácter indeciso, inclinado ya a lo peor, y solamente cuando todo está perdido recurre a las medidas extremas. No se llega a los castigos supremos sino después de agotar todos los remedios. Lo que hace el padre debe hacerlo el príncipe, al que hemos llamado padre de la patria sin que nos moviese vana adulación, porque los demás títulos solamente son honoríficos. Les hemos llamado grandes, y felices, y augustos, aglomerando cuantos honores podíamos sobre su ambiciosa majestad, aunque estos epítetos solamente se dirigían a sus personas; pero llamamos al príncipe padre de la patria para que comprendiese bien que se le confiaba un poder completamente paternal, es decir, templado, previsor siempre para sus hijos y mirando constantemente sus intereses como los propios. Que el padre se decida con dificultad a separar un miembro suyo; que hasta después de separado desee colocarlo de nuevo en su lugar; que al cortarlo gima, después de haber vacilado mucho tiempo. El que condena pronto, está cerca de condenar con placer: el que castiga demasiado, está cerca de castigar injustamente. Recordarnos a Erixon, caballero romano, que fue herido a puñaladas por el pueblo en el Foro, por haber matado a su hijo a latigazos, pudiendo apenas la autoridad de Augusto César sacarle de las manos de los padres y los hijos irritados.

XV

Habiendo T. Ario sorprendido a su hijo en flagrante delito de parricidio, le formó proceso y le condenó a destierro, admirando que se contentase con el destierro, y destierro muy dulce, porque le relegó a Marsella, concediéndole igual pensión anual que antes de su crimen. Por medio de esta generosidad consiguió que en una ciudad en la que hasta los mayores malvados encuentran siempre defensores, nadie dudara que el condenado fuese realmente culpable cuando le condenaba un padre que no podía odiar. Por este mismo ejemplo podrás comparar al buen príncipe con el buen padre. Cuando juzgó a su hijo, T. Ario invitó a su consejo a César Augusto, quien acudió a los penales privados y tomó asiento en el consejo de familia extraña. No dijo: «Que venga a mi palacio». De hacerlo así, el juez hubiese sido César y no el padre. Oída la causa y discutidas todas las pruebas, tanto las que presentó el joven como las que se alegaban en contra suya, pidió Augusto que cada cual diese por escrito su opinión, por temor de que la de César fuese la de todos. En seguida, antes de que se desplegasen los escritos, declaró que no aceptaría la herencia de T. Ario, que era muy rico. Dirá alguno que había debilidad de carácter en el temor de que se creyese que por medio de la condenación de un hijo quería abrir paso a sus esperanzas. Yo pienso lo contrario. Cualquiera de nosotros hubiese podido tener, contra las interpretaciones malignas, bastante confianza en el testimonio de buena conciencia; pero los príncipes deben conceder mucho a la fama. Juró, pues, que no aceptaría la herencia. Verdad es que Ario perdió en el mismo día otro heredero; pero César conquistó la libertad de su voto, y después de haber demostrado que su severidad era desinteresada, cosa que un príncipe debe tener presente siempre, dijo: «Que sea desterrado al punto que designe su padre». No votó el saco, ni las serpientes, ni la prisión, atendiendo no al juzgado, sino al juicio a que asistía. Creyó que un padre debía contentarse con el castigo menos severo para un hijo, joven aún, que había sido excitado al crimen y que lo había intentado con timidez parecida a la inocencia: pareciole que bastaba alejarle de la ciudad y de la presencia de su padre.

XVI

¡Oh, príncipe digno de ser llamado al consejo de los padres! ¡Digno de ser instituido heredero con los hijos inocentes! Esta es la clemencia que conviene al príncipe; esta es la que lleva la moderación a todas partes donde se ostenta. Que ninguno parezca tan vil que no sienta su pérdida el rey: sea como quiera, forma parte del Imperio. Pidamos a la autoridad inferior ejemplos para la autoridad soberana. Muchas maneras hay de mandar: el príncipe manda a sus súbditos, el padre a sus hijos, el preceptor a sus discípulos, el tribuno o el centurión a sus soldados. ¿No se consideraría como padre pésimo aquel que castigase cruelmente a sus hijos hasta por la falta más ligera? ¿Quién será preceptor más digno de enseñar las ciencias liberales, aquel que sea verdugo de sus discípulos, si les es infiel la memoria, si su vista no es bastante rápida para leer sin vacilar, o aquel que para instruirles y corregirles prefiere reprenderlos y avergonzarles? Dame un tribuno o un centurión cruel: hará desertores que merecerán perdón. ¿Acaso es justo mandar a los hombres con más rigor y dureza que a las bestias? Pues el domador no asusta con repetidos golpes a los caballos, que se harían asombradizos y reacios si no se les acariciase con blanda mano. Otro tanto hace el cazador cuando enseña perros jóvenes a seguir la pista, o cuando después de haberles enseñado los emplea en levantar y perseguir la pieza. No les amenaza incesantemente, porque enfriaría su ardor y todo su fuego se extinguiría bajo la enervadora influencia del miedo; pero tampoco les deja libertad de separarse y correr al acaso. Añado a estos ejemplos el de las bestias de carga, basta las más perezosas, que, aunque nacidas para los malos tratamientos, la crueldad excesiva las obliga a sacudir el yugo.

XVII

Ningún animal más arisco que el hombre; ninguno para cuya dirección se necesite mayor arte; ninguno que haya menester mayor indulgencia. ¿Qué hay, en verdad, más insensato que avergonzarse de mostrar indignación contra jumentos y perros y hacer que la condición peor sea la del hombre sometido al hombre? Curamos las enfermedades sin irritarnos contra ellas; ahora bien, el vicio es una enfermedad del alma que exige suave tratamiento y médico cariñoso con el enfermo. De mal médico es desesperar para no curar. Lo mismo debe hacer, en cuanto a la curación de las enfermedades del alma, aquel a quien está encomendada la salud de todos, no desvaneciendo toda esperanza ni declarando mortales los síntomas. Que luche contra los vicios, que resista, que afee a los unos su enfermedad, que engañe a los otros con tratamiento suave y cúrelos más pronto y con mayor seguridad con medicamentos disfrazados. Cuide atentamente el príncipe, no sólo de sanar, sino de no dejar más que cicatrices honrosas. Ninguna gloria resulta al rey de la crueldad de los castigos: ¿quién duda de su poder? pero existe una muy grande, si domina su violencia, si arranca muchos a la ira ajena y no sacrifica ninguno a la suya.

XVIII

Laudable es mandar con moderación a los esclavos, y no debes pensar hasta qué punto puedas hacerles sufrir con impunidad, sino lo que te permiten sobre ellos la ley del bien y de la equidad, que manda perdonar hasta a los cautivos y comprados por dinero. ¿Y no es más justa aún cuando manda no abusar, como de un esclavo, del hombre libre, noble y honrado, sino tratarle como a ciudadano que dominas por tu rango y que te está entregado en tutela y no en servidumbre? Los esclavos encuentran asilo junto a la estatua del príncipe: aunque se puede todo con ellos, cosas hay que prohíbe contra el hombre el derecho común de los seres; porque todo hombre tiene la misma naturaleza que tú. ¿A quién no había de ser más odioso Vedio Polión que a sus mismos esclavos, cuando engordaba sus lampreas con sangre humana y hacía arrojar a los que le ofendían en un vivero lleno de verdaderas serpientes? ¡Hombre digno de mil muertes, ora reservase para su mesa las lampreas a que arrojaba sus esclavos para que les devorasen, ora no las tuviese sino para alimentarlas de esta manera! De la misma manera que se señalan en toda la ciudad los amos crueles como objetos de odio y execración, así también la injusticia e infamia de los reyes se despliega en vasto teatro, entregándose su nombre a la abominación de los siglos. ¡Cuánto mejor hubiese sido no nacer, que contarse entre los nacidos para desgracia de los demás!

XIX

Imposible es imaginar nada más bello para el imperante que la clemencia, sean los que quieran el modo y el derecho con que haya sido colocado sobre los demás. Confesaremos, sin embargo, que mayores son su brillo y grandeza cuando se ejerce en el poder soberano que no puede ser dañoso si sigue las leyes de la naturaleza. Esta, en efecto, estableció los reyes, como podemos comprender observando a los demás animales, entre otros, las abejas, cuyo rey ocupa la celdilla más espaciosa en el punto más céntrico y seguro. Exceptuado además de toda carga, examina el trabajo de los demás, y muerto, todo el enjambre se dispersa; nunca soportan más de uno, y buscan el más esforzado en los combates. Además, este rey se distingue por su forma, diferenciándose de las demás por su magnitud y belleza y distinguiéndose principalmente en esto. Las abejas son muy irascibles, y, con relación a su tamaño, muy ardientes en los combates; siempre dejan el aguijón en la herida; el rey, por el contrario, no tiene aguijón. La naturaleza no ha querido que fuese cruel ni que ejerciese venganzas que costarían muy caras; le quitó el dardo y dejó desarmada su ira. Grande ejemplo es este para los reyes. La naturaleza se revela en los detalles pequeños y ofrece en sus menores obras lecciones para las cosas grandes. Avergoncémonos de no llegar a la sabiduría de esos animalillos, cuando la moderación nos es mucho más necesaria por ser nuestra violencia mucho más desastrosa. ¡Ojalá estuviese el hombre sometido a la misma ley, que se rompiesen sus armas con su cólera, que no pudiese descargar más que un solo golpe ni ejercer su odio con fuerzas ajenas! Fácilmente se cansaría el furor si por sí mismo se satisfaciese y no emplease su fuerza sino con peligro de muerte. Sin embargo, ni aun con los medios actuales se puede darle curso con seguridad; porque necesariamente ha de temerse tanto como se quiso ser temido; hay que vigilar todas las manos, creerse amenazado hasta cuando no existen conspiraciones y no tener momento libre de terror.¿Habrá alguno que consienta en soportar vida tan desdichada, cuando es posible, sin hacer daño a los demás y, por consiguiente, sin temor, ejercer con satisfacción de todos los saludables derechos del poder? Porque se engaña quien crea que existe seguridad para el rey allí donde nada hay seguro de él. La seguridad no se obtiene sino por seguridad recíproca. No es necesario construir elevados castillos, ni fortificar las escarpadas pendientes de las colinas, ni cortar a pico las montañas, ni encerrarse en parajes rodeados de múltiples torres y murallas; la clemencia da seguridad a los reyes en campo abierto. Un solo muro hay inexpugnable: el amor de los ciudadanos. ¿Qué cosa más bella que vivir rodeado de las bendiciones de un pueblo entero, que no alza sus plegarias bajo la vigilancia de satélites? ¿Cuando a la primera sospecha de enfermedad brota no esperanza sino temor; cuando nadie posee nada tan precioso que no esté dispuesto a cambiarlo por la salud del jefe; cuando cada cual está persuadido de que lo que ocurra al príncipe le alcanzará también a él? Con estos asiduos testimonios de bondad demostrará que la república no es suya, sino él de la república. ¿Quién se atrevería a tenderle asechanzas? ¿quién no querría separar, si pudiese, los reveses de la fortuna de aquel bajo el que reinan la justicia, la paz, el pudor, el orden y la dignidad, y la opulenta ciudad goza de todos los bienes en abundancia? A la presencia del soberano anímanse los ciudadanos con los mismos sentimientos que experimentaríamos ante los dioses inmortales si se dignaran mostrarse a nosotros para recibir nuestros homenajes y adoraciones. ¿Cómo no? ¿acaso no está muy cerca de los dioses aquel que se conforma, en su conducta, con su naturaleza, siendo benéfico, liberal, y poderoso para hacer bien? Esto hay que desear, esto hay que imitar; el más grande debe a la vez ser el mejor.

XX

Por dos razones suele castigar el príncipe: se venga o venga a otro. Hablaré primeramente de la parte que le concierne, porque es más difícil moderarse cuando uno se venga por ira que cuando se venga para ejemplo. Superfluo es aquí recomendarle no creer fácilmente, profundizar la verdad, proteger la inocencia y demostrar que, a sus ojos, el asunto de que se trata no tiene menos importancia para el juez que para el acusado: todo esto pertenece más bien a la justicia que a la clemencia. Ahora exhortamos al príncipe, cuando la ofensa es manifiesta, a que sea dueño de su ánimo, a dilatar el castigo, si puede hacerlo sin peligro, y si no, a moderarlo; a mostrarse en fin, más indulgente en cuanto a las injurias propias que en cuanto a las ajenas. Porque de la misma manera que no es generoso el que hace liberalidades con bienes ajenos, sino el que da de lo suyo; así también llamo clemente no al príncipe que perdona con facilidad las injurias ajenas, sino a aquel que cuando sufre sus propias heridas no se deja dominar por la ira; que comprende es de ánimo levantado soportar las injurias en la cumbre del poder, y que nada hay tan glorioso como un príncipe impunemente ofendido.

XXI

La venganza suele producir dos resultados: con suelo pasajero para el que recibió la injuria, o seguridad para el porvenir. Ahora bien, la posición del príncipe es demasiado elevada para que necesite consuelo, y su poder es sobradamente manifiesto para que intente mostrar fuerza por medio del mal ajeno. Solamente hablo en el caso de que le hayan injuriado y atacado inferiores; porque si ve por debajo de él a los que en otro tiempo eran sus iguales, bastante vengado está. Un esclavo, una serpiente, una flecha, matan a un rey; mas para salvar a uno es necesario ser más poderoso que el salvado. El que puede dar y quitar la vida debe, pues, usar con nobleza de este magnífico presente de los dioses, sobre todo con aquellos que sabe ocuparon el mismo rango que él: desde el momento en que es árbitro de su suerte, su venganza está satisfecha y les ha impuesto sin duda alguna verdadero castigo. Deber la vida es perderla, y todo aquel que desde lo alto de la grandeza cayó a los pies de su enemigo y tuvo que esperar la sentencia de otro sobre su cabeza y su corona, solamente vive para la gloria de su salvador, y más contribuye a su fama viviendo que si le hubiese hecho desaparecer. Diariamente sirve de trofeo a la virtud de otro; llevado en triunfo, hubiese pasado en seguida. Pero si el vencedor ha podido sin peligro dejarle también su reino y colocarle de nuevo en el trono de que cayó, ¡a qué inmensa altura se eleva la fama de aquel que se contentó con no tomar de un rey vencido más que la gloria! Esto es triunfar de su misma victoria y demostrar que nada ha encontrado entre los vencidos que fuese digno del vencedor. En cuanto a los ciudadanos, a los desconocidos y humildes, necesario es tratarlos con tanta mayor moderación cuanto menor es el mérito de haberles vencido. Perdona de buen grado a los unos, desdeña vengarte de los otros y retira tu mano como se hace de esos débiles insectos que la manchan al ser aplastados; pero en cuanto a aquellos cuyo castigo o perdón lo aclamará la voz de toda la ciudad, espera para usar de la clemencia a que una ocasión la haga conocer.

XXII

Pasemos a las injurias ajenas, en cuyo castigo se ha propuesto la ley tres fines que debe proponerse también el príncipe: corregir al que castiga, hacer mejores a los demás con el ejemplo del castigo y asegurar la tranquilidad de los buenos reduciendo el número de los malos. A los culpables les corregirás mejor con penas moderadas, porque se cuida más de la propia reputación cuando aún queda en ella algo intacto. Nadie atiende a la dignidad destruída, y es manera de impunidad no perder ya nada por el castigo. Las costumbres públicas se corrigen mejor con sobriedad de penas, porque la multitud de delincuentes crea la costumbre del delito; la censura es menos sensible cuando la atenúa la muchedumbre de censurados, y la severidad pierde, al prodigarse, la autoridad que constituye la eficacia del remedio. El príncipe asegura las buenas costumbres y extirpa los vicios cuando se muestra tolerante, no como quien aprueba, sino como quien no llega al castigo sino a pesar suyo y con mucho dolor. La misma clemencia del soberano avergüenza al delincuente, y el castigo parece mucho más severo cuando lo dicta un juez benigno.

XXIII

Verás, por otra parte, que los delitos que se cometen con más frecuencia son aquellos que más frecuentemente se castigan. Tu padre, en cinco años, hizo coser en el saco más parricidas que se habían cosido en todos los siglos anteriores: los hijos no se mostraron tan atrevidos para cometer el último de los crímenes mientras no existió ley contra esta maldad. Por altísima prudencia y conocimiento profundo de la naturaleza de las cosas, sapientísimos varones prefirieron pasar en silencio este delito, como crimen imposible y superior a los límites de la audacia, a mostrar, castigándolo, que era posible cometerlo. Así es que los parricidas comenzaron con la ley, y el castigo enseñó el delito, y el amor filial quedó muy malparado en cuanto vimos más sacos que cruces. En la ciudad en que se castiga rara vez, se establece un contrato de inocencia, cultivándose esta virtud como una propiedad pública. Júzguese inocente una ciudad, y lo será; más indignación causan los que se separan de la probidad común, cuando son en corto número. Es peligroso, créeme, demostrar a una ciudad en cuánta mayoría están los malvados.

XXIV

Un edicto del Senado dispuso en otro tiempo, que un traje particular distinguiría a los esclavos de los hombres libres, y muy pronto se comprendió el peligro que nos amenazaba si nuestros esclavos comenzaban a contarnos. Ten presente que lo mismo puede temerse si no se perdona a nadie, porque en seguida se verá cuánto mayor es la parte mala de la ciudad. No es menos deshonrosa para el príncipe la multitud de suplicios, que la multitud de funerales para el médico. Al que manda con dulzura se le obedece con mejor voluntad. El espíritu humano es naturalmente rebelde, y luchando contra los obstáculos y la contradicción, mejor sigue que se deja llevar. De la manera que se rige mejor al corcel noble y generoso cuando el freno es suave, así la inocencia marcha por impulso voluntario y espontáneo en pos de la clemencia, contemplándola la ciudad como tesoro digno de ser conservado: por este camino se obtiene indudablemente más. La crueldad es vicio que nada tiene de humano, y es indigna de la dulzura de nuestra naturaleza. Rabia de fiera complacerse en la sangre y las heridas, y abdicar el hombre para convertirse en animal silvestre.

XXV

Yo te pregunto, Alejandro; ¿qué diferencia hay entre arrojar a Lisimaco a un león o desgarrarlo con tus propios dientes? Aquella boca ensangrentada es la tuya; la fiera eres tú. ¡Oh cuánto preferirías poseer tú mismo aquellas garras, aquellas fauces bastante anchas para tragar un hombre! No te pediremos que esa mano que lleva a los amigos muerte segura sea clemente para alguno, que ese espíritu cruel, insaciable azote de las naciones, se calme sin muertes y estragos; diremos que eres clemente si para matar a un amigo eliges verdugo entre los hombres. Lo que sobre todo hace execrable la crueldad, es que primeramente traspasa los límites ordinarios, y después los humanos. Busca nuevos suplicios, invoca el auxilio de la imaginación, inventa instrumentos para variar y aumentar el dolor, y se deleita en los sufrimientos de los hombres. Esta terrible enfermedad del ánimo llega al colmo de la demencia cuando la crueldad se ha convertido en voluptuosidad y es goce matar un hombre. Pero a un monstruo así le persiguen la ruina, el odio, el veneno y el puñal, siendo tan grande el número de peligros que te amenazan, como es grande el número de los amenazados por él; viéndose rodeado en tanto por conjuraciones privadas, en tanto por la indignación pública. Una injuria leve e individual no subleva ciudades enteras; pero la que extiende a lo lejos sus estragos y a todos hiere, en todas partes irrita. Las serpientes pequeñas se escapan, y no se reúnen gentes para matarlas; pero si un reptil excede del tamaño ordinario, si por sus dimensiones llega a ser un monstruo, si envenena las fuentes donde bebe, si abrasa con su aliento, si destruye cuanto encuentra, se le ataca con balistas. Los males pequeños pueden excusarse y pasar desapercibidos; pero cuando el mal es muy grande se sale a su encuentro. Así un enfermo solo no perturba ni siquiera la casa; mas cuando se anuncia la peste por frecuentes defunciones, toda la ciudad gime, huye y pone mano hasta en los mismos dioses. Aparece el incendio en el techo de una casa sola, y la familia y vecinos lo extinguen arrojando agua; pero que el incendio sea grande, que haya devorado ya muchos edificios; derribase para aislarle una parte de la ciudad.

XXVI

Para vengar crueldades privadas han bastado algunas veces las manos de un esclavo, no obstante el peligro cierto de la cruz; mas para la de los tiranos, las naciones y los pueblos, todos aquellos de quienes eran azote y todos aquellos para quienes amenazaban serlo, se han alzado para destruirla. En ocasiones, sus propios guardias se han sublevado, practicando en ellos las lecciones de perfidia, impiedad y ferocidad que habían recibido. ¿Qué puede esperarse de aquel a quien se enseñó a ser malo? La maldad no obedece por mucho tiempo, ni hace cuanto se le manda. Pero considera que la crueldad está segura: ¿cómo es su reino? como ciudad tomada por asalto, el terrible cuadro del terror público: por todas partes tristeza, alarmas, confusión: témese hasta el placer. No hay seguridad ni en los festines, en los que la misma embriaguez ha de cuidar mucho de sus palabras, ni en los espectáculos, en los que se buscan pretextos de crímenes y peligros. ¿Qué importa que, con grandes gastos, se ostente pompa real y aparezcan los nombres de artistas ilustres? ¿Quién se complace en espectáculos públicos dentro de una cárcel? ¡Qué delirio, oh dioses, matar, atormentar, gozar con el ruido de cadenas, decapitar ciudadanos, derramar por todas partes por donde se pasa ríos de sangre, y ver, al presentarse, que todo tiembla y huye! ¿Qué otra vida se tendría si reinasen osos y leones, si las serpientes y los animales más dañinos tuviesen potestad sobre nosotros? Y es de notar que estos seres irracionales, a los que condenamos por el crimen de crueles, no dañan a los de su especie, siendo la semejanza salvaguardia entre las fieras. Mas la rabia del tirano no perdona a los suyos: extraños y propios son iguales para él: la muerte de los individuos es ejercicio que le dispone para el exterminio de las naciones. Lanzar la antorcha incendiaria sobre las casas y pasar su arado sobre ciudades antiguas, a esto llama poder: ordenar la muerte de uno o de dos le parece poco real, y si multitud de desgraciados no tiende el cuello a la vez, cree que se cohíbe su crueldad. La verdadera felicidad consiste en asegurar la suerte de muchos, traerles de la muerte a la vida, y merecer, por la clemencia, la corona cívica. No existe ornamento más digno de la majestad de un príncipe, que la corona que se concede por haber salvado ciudadanos; siéndoles inferiores las armas arrebatadas a enemigos vencidos, los carros teñidos con la sangre de los Bárbaros, y los despojos conquistados en la guerra. Salvar pueblos enteros, es poder divino; hacer morir a muchos y hasta al azar, es el poder del incendio y el estrago.

Parte 2

I

Impulsome a escribir de la clemencia, oh Nerón César, una frase tuya, que no he oído pronunciar sin admiración, y que con ella también he repetido a los demás. Frase generosa inspirada a un alma grande por hermosa magnanimidad; que no fue estudiada ni pronunciada para oídos extraños, sino que brotó espontáneamente, poniendo de manifiesto la lucha de tu bondad con los deberes de tu posición. Tu prefecto Burrho, varón esclarecido y honrado con tu amistad, obligado a castigar a dos ladrones, te rogaba escribieses sus nombres y la causa de su condenación: después de muchas dilaciones, instaba para que se hiciese justicia, y cuando, a pesar suyo, te presentaba la sentencia, y a tu pesar la recibiste, lanzaste esta exclamación: «¡Quisiera no saber escribir!» ¡Oh palabras dignas de que las oyesen todos los pueblos que habitan el Imperio romano, y todos aquellos que en nuestras fronteras gozan de dudosa libertad, y todos aquellos que tienen bastante fuerza y valor para alzarse contra nosotros! ¡Oh palabras dignas de ser trasmitidas a la asamblea de todos los mortales, para llegar a ser fórmula del juramento de príncipes y reyes! ¡Oh palabras dignas de la inocencia primitiva del género humano, dignas de resucitar aquellas edades antiguas! Ahora sin duda es cuando conviene caminar de acuerdo con lo justo y lo bueno, desterrar el deseo de los bienes ajenos, manantial de todos los males del alma; despertar la piedad, la rectitud a la vez que la buena fe y la moderación; ahora es cuando tras el abuso de largo reinado, los vicios van a dejar paso a un siglo de pureza y felicidad.

II

Permitido nos es, oh César, esperar y vaticinar este porvenir que en gran parte nos está reservado: esta dulzura de tu alma se propagará, penetrará poco a poco todos los miembros del Imperio, y todos se formarán a tu semejanza. En la cabeza está el principio de la salud; de aquí procede que todo sea activo y vigoroso, débil y lánguido, según que el ánimo se encuentre sano o enfermo. Y los ciudadanos y los aliados serán dignos de esa bondad, y en todo el orbe renacerán las buenas costumbres, en todas partes desaparecerá la violencia. Sufre que continúe aún hablando de ti, no para acariciar tu oído, que no es tal mi costumbre, porque preferiría ofenderte con la verdad, a lisonjearte con la adulación: ¿con qué objeto, pues? con el de familiarizarte todo lo posible con lo que has hecho, con lo que tan acertadamente has dicho, para trocar en principio reflexivo lo que hasta ahora solamente es arranque de buen carácter. Considero conmigo mismo que se han introducido entre los hombres máximas, atrevidas, pero detestables, que por todas partes se han difundido, como ésta: «Que me odien con tal que me teman:» a la que se parece este verso griego: «Arda la tierra después de mi muerte;» y otras semejantes. No comprendo cómo ingenios monstruosos y execrables han podido crear, cuando la materia se prestaba tanto, términos tan enérgicos y violentos; mientras no había escuchado hasta hoy ninguna frase apasionada de lo dulce y benéfico. Pues bien, esas sentencias que te han hecho odiosa la escritura y que rara vez firmas, sino a despecho y después de larga vacilación, es sin embargo indispensable firmarlas algunas veces; pero también es necesario que lo hagas después de muchas dudas y largos aplazamientos.

III

Mas para evitar que nos engañe a las veces el seductor nombre de clemencia y nos lleve al defecto contrario, veamos en qué consiste esta virtud, cómo es y cuáles sus límites. Clemencia es la moderación de un alma que tiene poder para castigar; o es la indulgencia de un superior para con el inferior en la aplicación de castigos. Más seguro es proponer muchas definiciones por temor de que una sola no abarque bien todo el asunto, y pequemos, por decirlo así, por vicio de fórmula: así pues, decirse puede también que la clemencia es inclinación del alma a la dulzura, cuando es necesario castigar. Otra definición existe que encontrará contradictores, aunque se acerca mucho a la verdad. Si decimos que la clemencia es la moderación que suprime algo del castigo debido y merecido, objetarase que no hay virtud que haga menos de lo que es debido. Sin embargo, todos comprenden que la clemencia consiste en imponer menos castigo que podría imponerse en justicia. Los ignorantes creen que su opuesto es la severidad, pero no existe virtud que sea contraria a otra virtud.

IV

¿Qué se opone, pues, a la clemencia? La crueldad, que no es otra cosa que la dureza de alma en la aplicación de castigos. Pero existen gentes que, sin aplicar castigos, son sin embargo crueles; como aquellos que matan a desconocidos y transeúntes no por provecho, sino por el placer de matar. Y no se contentan a las veces con matar, sino que quieren atormentar; como Sinis, como Procusto, como los piratas que abruman a golpes a los prisioneros y los arrojan vivos al fuego. Esta es la crueldad; pero como no es consecuencia de venganza (porque no ha habido ofensa), como no se ejerce sobre culpables (porque no le ha precedido ningún crimen), encuéntrase fuera de nuestra definición, que solamente comprende el rigor excesivo en la aplicación de castigos. Podemos decir que no es crueldad, sino ferocidad, buscar goces en los tormentos ajenos; podemos decir que es locura, porque existen diferentes especies de locura, y ninguna es tan evidente como la que llega hasta la muerte y los tormentos. Llamo, pues, crueles a los que, con motivos justos para castigar, no guardan conveniente moderación. Así era Phalaris, a quien se censura, no a la verdad haber castigado inocentes, sino de haber excedido en sus castigos los límites de la humanidad y la justicia. Para huir de cavilaciones, podemos definir la crueldad, inclinación del alma hacia el rigor. Esto es lo que rechaza lejos de sí la clemencia: porque es cosa cierta que puede estar de acuerdo con la severidad. Pertinente es a nuestro asunto examinar aquí qué sea la misericordia. Muchos hay que la consideran como virtud, y llaman bueno al varón misericordioso; y sin embargo, es vicio del ánimo. La crueldad y la misericordia están muy cerca, una de la severidad, otra de la clemencia: debemos, pues, evitarlas por temor de que, bajo apariencia de severidad, caigamos en la crueldad, y bajo apariencia de clemencia, en la misericordia. En este último caso es menos peligroso el error, pero siempre hay error en separarse de la verdad.

V

Así como la religión honra a los dioses y la superstición les ofende, así también los varones buenos ejercerán clemencia y mansedumbre y evitarán la misericordia. Ésta es el vicio del ánimo débil que sucumbe ante los males ajenos, por cuya razón es tan familiar hasta entre los malvados. Vense ancianas que se conmueven hasta llorar por los mayores culpables, y si pudiesen, derribarían la puerta de su prisión. La misericordia no considera la causa, sino solamente el infortunio; la clemencia va unida a la razón. Bien sé que los indoctos consideran mal a la escuela de los estoicos, como demasiado dura, como incapaz de dar buenos consejos a los príncipes y reyes. Censúranla que niega al sabio el derecho de compadecer y el de perdonar. La doctrina expuesta de esta manera, sería repugnante, porque parecería que no dejaba esperanza a los errores humanos y entregaría a los castigos todos los delitos. Siendo esto así, ¿a qué esta filosofía que mandaría olvidar los deberes de humanidad, y que, prohibiéndonos el auxilio recíproco, nos cerraría el puerto más seguro contra la adversidad? Pero ninguna escuela es más benévola y dulce; ninguna más amiga de los hombres, más cuidadosa del bien general; porque enseña no solamente a ser caritativo, a ser útil a sí mismo, sino que también a vigilar los intereses de todos y de cada uno. La misericordia es dolor del ánimo ocasionado por la presencia de las miserias de otro; o bien tristeza ocasionada por los males ajenos, que imagina no ser merecidos. Ahora bien; el dolor no alcanza al sabio: su mente está despejada siempre, sin que pueda oscurecerla ningún acontecimiento. Nada le conviene mejor que ánimo fuerte, y no puede ser fuerte su ánimo si el temor y la aflicción le blandean, lo oscurecen y oprimen. Nada de esto acontecerá al sabio, ni siquiera en sus propias desgracias, sino que rechazará y verá romperse a sus pies todos los reveses de la fortuna. Constantemente conservará el mismo rostro sereno e impasible, lo cual no podría conseguir si se dejase dominar por la tristeza. Añade que el sabio es previsor y tiene vigilante siempre la razón, y nunca lo que es trasparente y puro procede de lo removido y turbado. Ahora bien; la tristeza es inhábil para distinguir los objetos, calcular lo útil, evitar los peligros y apreciar lo justo. Así, pues, no compadecerá las miserias ajenas, porque necesitaría para ello hacer miserable su mente; en cuanto a las demás cosas que suelen hacer los misericordiosos, las hará de buena voluntad, pero con distinto ánimo.

VI

Enjugará las lágrimas ajenas, pero sin llorar; ofrecerá su mano al náufrago, hospitalidad al desterrado, limosna al indigente; no esa limosna humillante que la mayor parte de los que quieren pasar por caritativos arrojan con desdén al desgraciado a quien socorren, y cuyo contacto les repugna, sino que dará como hombre a hombre del patrimonio común. Devolverá el hijo a las lágrimas de la madre, romperá las cadenas del esclavo, sacará de la arena al gladiador, y hasta enterrará el cadáver del criminal. Mas hará todo esto con tranquilidad de espíritu e inalterable semblante. Así, pues, el sabio nunca será misericordioso, pero sera caritativo, será útil a los demás; porque ha nacido para servir de apoyo a todos, para contribuir al bien público, del que a cada cual ofrece una parte: su bondad alcanza hasta a los malvados, que, cuando hay ocasión, reprende y corrige. Pero en cuanto a los afligidos y a los que sufren con constancia, les auxiliará con mucha mejor voluntad. Cuantas veces pueda se interpondrá entre ellos y la fortuna; ¿qué mejor uso podrá hacer de sus riquezas y fuerzas que restableciendo lo que la fortuna ha destruido? Su rostro y su espíritu no se abatirán al ver la extenuación y harapos del mendigo, ni su ancianidad, que necesita el apoyo del bastón; pero socorrerá a cuantos lo merezcan, y de la misma manera que los dioses, dirigirá favorable mirada a su infortunio. La misericordia es vecina de la miseria, de la que tiene y toma algo. Nótase que los ojos son débiles cuando lloran al ver llorar; de la misma manera es señal de enfermedad y no de alegría reír siempre que se ve reír, como abrir la boca siempre que otro bosteza. La misericordia es enfermedad de almas demasiado sensibles a la miseria: exigirla del sabio es casi exigirle lamentaciones y gemidos en los funerales de un extraño.

VII

Diré por qué no perdona. Establezcamos primeramente qué es el perdón, para convencernos de que el sabio no puede concederlo. Perdón es remisión de castigo merecido. ¿Por qué no debe concederlo el sabio? Ampliamente desarrolladas se encuentran las razones en los que han tratado de esto. Por mi parte, lo diré con brevedad, como refiriendo opinión ajena. Se perdona al que debería ser castigado: ahora bien, el sabio no hace nada de lo que no debe hacer, ni omite nada de lo que debe realizar: así, pues, no remite la pena que debe imponer, pero lo que quiere obtenerse por el perdón lo concede por camino mucho más honroso; porque el sabio tolera, aconseja y corrige. Hace lo mismo que si perdonara y no perdona, porque perdonar es confesar que se omite algo que debería hacerse. Reprenderá a uno, pero no le castigará, atendiendo a su edad, que le permite enmendarse: a otro, a quien su crimen expone al odio público, asegurará la salvación, porque delinquió seducido o embriagado. Despedirá a los enemigos con la vida salva, algunas veces con elogios, si empuñaron las armas por honroso motivo, por la fe jurada, por alianza, por la libertad. Estas cosas no serán obras de perdón, sino de clemencia. La clemencia tiene libre albedrío: no juzga por fórmulas, sino por el bien y la equidad. Permitido le está absolver y tasar los castigos en el precio que le conviene. Al obrar de esta manera no pretende anular la justicia, sino que sus sentencias se ciñan a lo más justo. Ahora bien, perdonar es no castigar lo que se juzga perdonable. Perdón es remisión del castigo debido: el primer efecto de la clemencia es declarar que los indultados no debían padecer otra pena. Es, por consiguiente, más completa y honrosa que el perdón. En mi opinión, esta es controversia de palabras; pero se está de acuerdo en cuanto al asunto. El sabio remitirá gran número de castigos; conservará considerable número de hombres de mente enferma, pero que pueden sanar. Imitará al diestro agricultor, que no cultiva solamente los árboles rectos y elevados, sino que aplica puntales para enderezar aquellos que una causa cualquiera ha torcido. Poda los unos para que las ramas no detengan su crecimiento; abona a los débiles que languidecen en suelo empobrecido, y a aquellos que están cubiertos por extraña sombra, les abre el cielo. Siguiendo estos ejemplos, el sabio perfecto examinará de qué manera debe tratarse cada espíritu para atraer al bien a los que se han pervertido.


Publicado el 18 de diciembre de 2016 por Edu Robsy.
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