«Ci-gît le bruit du vent». (Aquí yace el susurro del viento). ¿No os parece elocuente este epitafio ideado por Antípater para la tumba de Orfeo? Lo que pasa alzando apenas un rumor muy leve y se extingue, cual si otro más recio soplo lo apagara; lo que sienten al estremecerse las eréctiles hojas; lo que riza las ondas, cuando tiemblan, cogidas de repentino calosfrío; el brillo efímero de la luciérnaga azulina; el beso rápido de Psique, eso es lo semejante a ciertos espíritus fugaces que sólo producen una vibración, un centelleo, un estremecimiento, un calosfrío, y mueren como si se evaporaran.
¿Conocéis de Juventino Rosas algo más que unos cuantos valses elegantes y melancólicos y bellos como la dama, ya herida de muerte, en cuyas manos, casi diáfanas, puso la poesía un ramo de camelias inmortales? Un schottisch… una polca… una danza… otro vals… ¡rumor del viento! Algunos tienen nombres tristes como presentimientos: Sobre las olas…, ahí flota, descolorido y coronado de ranúnculos, el cadáver de Ofelia; Morir soñando… ¡anhelo de los que han vivido padeciendo! Y observad que envuelve casi toda esa música bailable cierta neblina tenue de tristeza. Parece escrita para rondas de willis. Al compás de la mazurca danzan las mozas en un claro del bosque; están alegres y ríen y cantan, pero el músico está triste.
Ya se está el baile arreglando.
Y el gaitero, ¿dónde está?
—Está a su madre enterrando,
pero en seguida vendrá.
—¿Y vendrá? —Pues ¿qué ha de hacer?
Cumpliendo con su deber,
vedle con su gaita, pero
¡cómo traerá el corazón
el gaitero,
el gaitero de Gijón!
La niña más habladora
«¡aprisa!» le dice «¡aprisa!».
Y el gaitero sopla y llora,
poniendo cara de risa.
Algunas noches, en los grandes bailes, fatigado de la fiesta,
huyendo de las conversaciones privadas y de los amigos impertinentes, me
he puesto a pensar en esos pobres músicos que
como ganan sus manos
el pan para sus hermanos,
en gracia del panadero
tocan con resignación
como tocaba el gaitero,
el gaitero de Gijón.
Federico Gamboa, en sus Impresiones y recuerdos, nos
pinta con colores muy vivos a aquel Teófilo Pomar que componía danzas y
las tocaba, primero en algunos salones; luego, en los bailes de trueno.
Ese Pomar tuvo también su momento efímero de dicha,
una luna de miel —dice Gamboa— encantadora, por lo rápida y por lo intensa. El cuarto de un hotel convertido en rincón del cielo; en la ventana, pájaros y flores; en la mesa de trabajo, el papel rayado, la pluma lista, [el periódico que lo alababa]; el piano abierto, en espera de las caricias de su dueño; sobre el velador, la comida traída a hurtadillas de la fonda más próxima, con un solo vaso para aumentar los pretextos de besarse, y en las paredes, en los muebles, en todas partes, ella, la mujer amada, ¡que ríe de nuestras locuras y las comparte y nos arrulla y nos enloquece!…
Luego
en la ventana, el pájaro muerto, las flores marchitas; en la mesa de trabajo, la pluma rota, las papeletas del montepío; el piano, ausente, dejando un hueco inmenso; en una silla, ella, la mujer amada, que llora nuestros dolores, y los comparte y nos martiriza.
Para vivir, continuaba Pomar tocando danzas: entraba ceñudo al baile de trueno,
cual si bruscamente lo hubieran despertado de algún dulce sueño, y
se llegaba al piano con tan visibles muestras de mal humor, que
cualquiera habría temido una armonía ingrata, un arpegio discordante, y
en su lugar, brotaban tibias, voluptuosas, delicadas, las danzas que
estaban haciéndole célebre, sus danzas, pensadas y compuestas por él,
las que le daban de comer y lo premiaban a él solo de tanta prosa, de
tanta amargura. Y entonces, se abstraía por completo, no respondía a
nadie; noche hubo en que improvisara una nueva danza, así, en medio de
los gritos destemplados, con la excitación de la desvelada y del
desencanto interno, cuando la aurora sonreía desde la azotea y las
lámparas de petróleo se apagaban amarillentas y tétricas.
* * *
En cuanto concluía, los concurrentes lo rodeaban disputándoselo,
lo mareaban a amabilidades, a invitaciones; todos querían darle algo,
una copa, un cigarro, las buenas noches. Las mujeres, más insistentes,
se le colgaban de los brazos, lo arrastraban a los gabinetes donde la
manzanilla o una cena fría esperaban a los consumidores, y él agradecía,
rehusaba a los más, complacía a los menos.
—Gracias, de veras, gracias; lo que quiero es descansar un instante…
Y se quedaba solo, apoyado sobre los barandales del corredor desierto; a un paso de esa ruidosa y ficticia alegría de las orgías; habituado a éstas, a las riñas que traen, a las ilusiones que se llevan. Allí fumaba cigarrillo tras cigarrillo hasta que la gente se impacientaba, quería bailar.
—¡Pomar! ¡Que venga Pomar!…
Otro músico a quien traté de cerca, el de levitón café y sombrero
alto como de pizarra mojada, era celoso… y tenía razón. ¡Cuán largas
eran para él esas noches de baile que tan breves son para los enamorados
venturosos! Pensaba en su casa pobre tan distante de aquel palacio; en
su casa de barrio, con ventana baja y casera celestina; en la mujer
guapa, joven todavía, cansada de miserias y sin hijos; en el galanteador
fornido y mocetón que la vio, con ojos encandilados, una mañana en la
parroquia, e imaginándose infamias y vergüenzas, sintiendo como que le
corrían por todo el cuerpo incontables patitas de alfileres, le parecía
oír una risa fresca, chorreante, cual si brotara de jugosa carne de
sandía, y otra sardónica, burlona, que le quemaba el oído como latigazo.
Tocaba entonces con frenesí, con furia, y el arco del violín,
torciéndose y retorciéndose sobre las cuerdas, fingía un estoque
rasgando en epiléptico y continuo mete y saca las entrañas de víctima
invisible. No es, señora, huraño moralista el que os ve de reojo cuando
pasáis bailando cerca de él, y oye las frases de pasión que os dirige el
galán; no es un beato ese que al veros querría cubrir con su mirada la
desnudez de vuestros hombros: ¡es un pobre músico ya viejo, casado con
una mujer todavía joven!…
Mas, entre los violinistas de murga que he conocido, ninguno de ideas más sugestivas ni de existencia más infeliz que el de los ojos azules desteñidos; el que vistiendo siempre ropa ajena, flaco y largo, proyectaba en las alfombras la sombra de un paraguas cerrado y puesto a escurrir junto a la puerta.
Éste era artista, como Juventino Rosas. Era el espectro de un artista rico, que existió antes que él, pero que era de su familia. Hay vástagos que son aparecidos, antecesores resucitados. Tenía los labios siempre secos, y en los labios sed de gloria, sed de besos, sed de vino.
Aún me parece verle, como cuando le conocí. Toca malagueñas en el cuarto de un estudiante. Y con notas pinta. ¿No lo veis?
¡Qué guapa es la cantadora! ¡Qué provocativo el movimiento de
sus caderas! ¡Qué negro su pelo! ¡Qué breve su pie! ¡Y qué torneado el
mórbido tobillo! ¡Con qué sandunga y qué malicia canta! ¡Esos ojos sólo
salen de noche, porque están prohibidos! Cuando miran es que desnudan la
navaja. Los brazos en jarras parecen decir al majo que los quiere:
—¡Ven a tomarlos!
¡Y aquel gitano viejo que está allí de codos sobre la mesa! Con los ojos encandilados, la boca entreabierta y las piernas extendidas, ese tío está calentándose junto al fogón de una petenera retozona. Está gozando un minuto de muchacho. Se ve brillar la manzanilla en las cañas de cristal; se oyen los acompasados palmoteos, y la atmósfera se llena de un humo que lleva alcohol y en el alcohol alegría. Por allí cayó una navaja; por allá se alza un pandero, y en aquel rincón tronó el sonoro beso que la de mantilla blanca, la de la rosa colorada en el cabello, dio a su guapo torero. En la calle, Fígaro deja caer al suelo su bacía de cobre, y rasguea la guitarra mientras Rosina se levanta de puntillas y entreabre la puerta del balcón.
Después toca algo muy apacible y melancólico: es el ruiseñor
que cantaba en el granado mientras Julieta acariciaba a Romeo en el
camarín. «Amad —nos dice—, todavía hay mucha sombra para que brillen
mucho las estrellas y despidan los ojos más amor». Una exquisita dulzura
se exhala de sus notas; siéntese el contacto suave de la escala de
seda; se ve la luna, como bañándose desnuda en las murmurantes y azules
ondas del pequeño lago; se oye el rumor de los besos todavía tímidos,
como que acaban de encontrarse y conocerse, el susurro de las hojas
curiosas que formando corrillos cuchichean; el aleteo de algunos pájaros
que no pueden dormir porque están enamorados y quieren ya que amanezca.
El calosfrío del alba escarapela voluptuosamente nuestro cuerpo, y roza
nuestras mejillas encendidas la cabellera húmeda y perfumada de
Julieta. Es la madrugada. ¿No veis cómo el amante baja ya de la gótica
ventana y cómo brilla el rayo de la luna en el terciopelo granate de su
jubón y en el áureo joyel de su sombrero? Huye y desaparece por entre el
bosque de castaños; ciérranse las vidrieras de colores y esas notas
transparentes y frágiles, esas notas que brillan como lágrimas y que
suenan como una esquila de cristal herida por la varita de alguna hada
se pierden y se extinguen poco a poco en la oscuridad, al amanecer… El
ruiseñor ya no canta, pero el cristal solloza todavía.
Él improvisaba todo eso, y al oírlo, volvía yo la vista atrás en el camino de la vida; habría querido volver a ser niño; volver a sentarme en las rodillas de mi madre, besar las canas del anciano que nunca, nunca muere en el espíritu; oír la campana que llamó a la misa el día de mi primera comunión; ver las torres blancas de la iglesia; creer, hallar quien me consolara como me consolaban cuando aún no sufría… ¡y allá va la pelinegra Liseta!, ¡allá va la hermanita que no ha vuelto!, en aquel ruedo bailan las muchachas con los mozos; en aquella mesa y a la luz de pobre lámpara, sueña versos el poeta; ¡allá va el abuelito!, ¡allá, la novia con quien creíamos haber aprendido a besar… y no sabíamos!, ¡allá va todo lo que se fue como se van las notas!…
El artista que tan maravillosamente evocaba esas memorias y revivía esos sentimientos solía decirnos al concluir de tocar alguna de sus improvisaciones:
—Esto en que pongo alma ni siquiera lo escribo… no lo compran. Oísteis las malagueñas: ésas sí me producen, allá donde las toco, aplausos y un puñado de monedas. El editor quiere música que se baile, música para que la estropeen y la pisen. Y yo necesito dinero para mí y para mis vicios. Me repugnan esos vicios, no porque lo son, sino por envilecidos, por canallas. Quisiera dignificarlos, ennoblecerlos, vestirlos de oro en la capa, en el cuerpo de la mujer, en el albur. Quitármelos no, porque ¿qué me quedaría?… Cuando me doy asco, pienso en matarme. Pero hay en mí cierto indefinible temor a la otra vida que se quedó en mi alma, como grano de incienso no quemado en la cazoleta del incensario. ¿Quién lo puso allí?… De niño fui monago. Vestí la sotanilla roja. Aprendí a cantar cantando letanías. Ayudé misas. Y todavía envuelven mi espíritu nubes de incienso; todavía percibo, en horas de nostalgia, el olor a cedro de la sacristía; me acuerdo del Cristo que me veía como un padre muy triste desde la reja del coro… ¡a mí que nunca tuve padre!… ¡Y no puedo matarme!… ¡El réquiem es muy pavoroso! Suenan sus notas como el aire, por las noches, en una catedral a oscuras y desierta. Compongo, pues, para vivir, música alegre, valses voluptuosos cuyas introducciones son muy tristes. Los toco en bailes y festines. Pero vosotros no sabéis cómo se me rasga el alma cuando los oigo y cuando los toco y cuando pienso en ellos. Vosotros no sabéis lo que se sufre tocando con hambre y sed ante los que comen y beben. Yo compuse ese vals; yo hice esas elegancias, esas coqueterías aladas; yo aproximo esos cuerpos; yo confundo esos alientos; yo debiera presidir, de pie sobre un tonel sombreado por la parra, el baile alegre; yo debiera ordenar con tirso de oro, como joven Baco, los amorosos giros de la danza. ¡Y los codos de mi levita están rotos y veo pasar cuellos desnudos ceñidos por collares de brillantes! El vals es mío, pero eso, que es mi vals animado, eso no es mío. Me dan, para que atice las concupiscencias de ellos, champán y más champán. Quieren que vea todo a través de una gasa color de oro, para que, olvidado de mí, esparza alegría. Me enseñan…, casi me obligan a embriagarme… y a desear, ¡ah, sí!, ¡a desear mucho! Vivo mirando muy de cerca el esplendor de la opulencia y oyendo las promesas y las mentiras de los sueños… Despierto… reflexiono… la vela amarillenta alumbra mi rostro cadavérico. ¿Qué soy? El galeoto de esos proceres. ¡Pobre música mía, para todos risueña, provocativa, voluptuosa, para mí triste, infamada, prostituida! ¡Cómplice de adulterios! ¡Cortesana de bajezas! ¡No saliste de mi alma para eso! ¡Eras mi blancura… eras mi pendón, eras mi hija! «Señores —digo entonces, como Triboulet—, vosotros sois piadosos; sois muy buenos, ¿qué habéis hecho de mi hija?, ¡es lo único que tengo!, ¿en dónde la escondéis?». Por eso, despechado, busco los que llamáis «paraísos artificiales». En ellos el vals se anima para mí. Ya no escancio las copas. Soy el rey.
Algunos años hace murió en un hospital, como Juventino Rosas, aquel espectro largo, hoffmanesco, que parecía la sombra de un paraguas cerrado. Muchas veces he pisado después su música en los bailes. Ahora que lo recuerdo, siento pena, como si hubiera maltratado a un niño sin darme cuenta de lo que hacía… ¡Como si hubiera hollado frescos pétalos de alma!