En el Hipódromo

Manuel Gutiérrez Nájera


Cuento


Es imposible separar los ojos de esa larga pista, en donde los caballos de carrera compiten, maravillándonos con sus proezas. Yo sé de muchas damas que han reñido con sus novios, porque éstos, en vez de verlas preferentemente y admirarlas, fijaban su atención en los ardides de los jockeys y en la traza de los caballos. Y sé, en cambio, cíe otro amigo mío, que absorto en la contemplación de unas medias azules, perfectamente estiradas, perdió su apuesta por no haber observado, como debía haberlo hecho desde antes, las condiciones en que iba a verificarse la carrera. Pero esta manía hípica no cunde nada más entre los dueños de caballos y los apostadores, ávidos de lucro; se extiende hasta las damas, que también siguen, a favor del anteojo, los episodios y las peripecias de la justa; y que apuestan como nosotros apostamos y emplean en su conversación los agrios vocablos del idioma hípico, erizado de puntas y consonantes agudísimas. Los galanes y los cortejos van a apostar con las señoras, y ofrecen una caja de guantes o un estuche de perfumes, en cambio de la pálida camelia que se marchita en los cabellos de la dama o del coqueto alfiler de oro que detiene los rizos en la nuca. El breve guante de cabritilla paja que aprisiona una mano marfilina bien vale todos los jarrones de Sévres de tiene Hildebrand en sus lujosos almacenes y todas las delicadas miniaturas que traza el pincel Daudet de Casarín. Yo tengo en el cofre azul de mis recuerdos uno de esos guantes. ¿De quién era? Recuerdo que durante muchos días fue conmigo, guardado en la cartera, y durmió bajo mi almohada por las noches. ¿De quién era? ¡Pobre guante! Ya le faltan dos botones y tiene un pequeñito desgarrón en el dedo meñique. Huele a rubia.

La arena del hipódromo ha recibido ya también su bautismo de sangre. Pero ¿quién piensa durante la animación de las carreras en esos tristes lances de tragedia? El caballo pasea con arrogancia dentro de la pista, como una hermosa en el salón del baile. Sabe que es bello y sabe que le miran. Y el caballo puede matar a su jinete en el steeplechase, como la dama, por casta y angelical que os parezca, puede también poner en vuestra mano el vibrante florete del duelista o el revólver del suicida. Todo amor da la muerte.

Nosotros acariciamos la crin sedosa del caballo o nos dormimos a la sombra de una tupida cabellera negra, como la Africana bajo la fronda pérfida del manzanillo. Tus piernas son nerviosas –¡oh, caballo!–, mis dedos quieren esconderse entre tus crines, y cuando tú, alargando el noble cuello, dilatas la nariz y corres como un dardo disparado, yo siento las palpitaciones de tu carne y te poseo y te amo, ebrio de orgullo. Bien sé que en uno de tus botes puedes arrojarme a distancias enormes, como se arroja un saco de huesos desde lo alto de una torre. Mi cuerpo irá a caer en la barranca o quedará desamparado en la llanura, siendo pasto de los buitres. Pero ¿qué importa? ¡Yo te amo!

Tus ojos –¡oh, mujer!– ocultan el amor al propio tiempo que la muerte, porque son negros como la noche y en la noche reinan las pálidas estrellas y los perversos malhechores. Tus pupilas despiden luces frías, como flechas de acero. Nadie ha podido sorprender los escondidos pensamientos que guarda tu frente impenetrable. Eres el arca santa o la terrible caja de Pandora, el cóndor o el gusano, la cumbre en que se está próximo al cielo o la barranca cuyo duro suelo caldean las llamas del infierno. Me han dicho que no debo quererte, y por eso te amo, como José adoraba a Carmen la gitana. El árbol traicionero alza su copa hermosa sobre los demás: no hay nidos en sus ramas; abajo está la muerte. Puedo, si quiero, reposar bajo otros árboles, bajo la encina honrada o el nogal hospedador. Pero éstos no poseen tu seducción diabólica, ni son tan bellos como tú. He corrido los campos y los bosques, el cansancio me agobia; ¡déjame, pues, dormir bajo tus hojas y beber por mis poros el veneno de la muerte!

Mas ¿quién piensa en la caída mortal cuando caracolea el caballo, coqueteando en la arena del turf; ni en el minuto trágico del duelo, cuando la bella peligrosa se apoya en nuestro brazo para lanzarse al torbellino rápido del vals? Yo en las carreras pensaba en usted, ¡oh gran dominadora!, y en las apuestas que había hecho en la oficina. El juego es la suprema sensación para aquéllos que no conocen el amor, ese otro juego en que se apuesta el alma. Pero el juego, en el hipódromo, es el juego hecho carne, la sensación de dos mil metros; el juego con peripecias y sobresaltos; el juego que ase a su víctima por los cabellos y la columpia en el espacio. ¡Qué hermosa es «Taxation»! Sus movimientos están ajustados a un ritmo cadencioso; la baña el sol por todas partes, anda como una reina de quince años en el momento de subir al trono. «Júpiter» es el mozo arrojado que, como Paolo, besa en los labios a la que ama, aun cuando tenga sobre el pecho la punta del puñal que va a matarle. ¿Y «Maretzek»? ¿De dónde viene ese nobilísimo extranjero? Es un nabab que se pasea en las calles de París. Mira con altivez a los demás y pasa imperturbable, seguro de sí mismo y olfateando la victoria. Pero el «Águila» no obedece a las leyes de la gravedad y parece que tiene alas adentro, y «Caracole», traveseando como una locuela, se burla de los demás y sabe que ninguno podrá disputarle el triunfo. Parten ya: el «Halcón» sale disparado como una enorme piedra negra arrojada por la honda de un gigante, y parece que la pista se va enrollando delante de él, como una pieza de paño gris en torno de un cilindro giratorio. «Halcón» vence hasta ahora; pero el «Águila», que no ha querido fatigarse y que avanza tranquila, arranca con una fuerza extraordinaria, aprovechando la fatiga del contrario, y le alcanza en la curva de la pista, y le pasa, y entre vivas y aplausos, llega a la meta sin una gota de sudor, altiva e impasible como el poeta que, terminada su tragedia, sale al escenario y escucha los aplausos, sin agradecerlo, como no agradece el sol las miradas sumisas de los hombres.

Durante la rápida competencia, ¡cuántas emociones han sentido sucesivamente los apostadores! El dinero apostado en las carreras es un dinero que galopa y que corre; se oye venir, montado en el caballo, como si el jinete tuviera una armadura de oro. Un enamorado que estaba junto a mí apostó al «Halcón» y le veía vencer con espanto. Había apostado una caja de guantes y perfumes, contra el listón azul que ceñía la garganta de su novia. Quería perder.

En un hermoso drama de Vigny, Chatterton halla en un baile a la mujer que amaba desde lejos…


… Vers de terre amottreux d'une étoile!


En el tumulto de la fiesta, va la dama a la que habían desgarrado su traje y busca un alfiler para prenderlo. Chatterton era pobre pero tenía un alfiler muy rico, de brillantes, único resto de sus pasados esplendores. Ésa era, casi, toda su fortuna. Se acercó a la dama y le ofreció la rica joya para que prendiese con ella su desgarrada falda.

–Caballero, no puedo recibir de un desconocido alhaja de tal precio.

–Si es por eso, y no más –repuso Chatterton–, tomad.

Y rompiéndola vigorosamente entre sus dedos, le tendió el alfiler, arrojando por la ventana los brillantes.

Yo en el hipódromo no pensaba nada más que en la gran domadora de mis pensamientos y en la nerviosa agilidad del «Águila». Pensaba, viendo las tribunas, en el pintor supremo de las elegancias parisienses, De Nittis. Hay tres pasteles de De Nittis que representan varios episodios de carreras. En uno, Pendant la Course, la pista no se ve. El pintor comprendía que los más importantes en el turf no son los caballos sino las mujeres. En primer término, de pie sobre una silla de paja, una mujer alta y hermosa observa la carrera. Está de perfil. Yo apostaría a que no es una mujer honrada.

Mira el match fríamente, como si en él no aventurara un solo franco suyo. Tal vez habrá apostado la fortuna de su amante. Largo abrigo de felpa le llega casi hasta los talones, descubriendo apenas la extremidad de su enagua escocesa. Los botines son de paño gris con zapatillas de cuero barnizado. No tiene breve el pie ni pequeñas las manos, que se esconden en el manchón de pieles. Cubre su cabeza un gran sombrero de terciopelo mirto, sobre el que se destaca una camelia blanca, como una gota de leche caída de los senos de Cibeles. La escena debe pasar en Auteuil y durante las carreras de otoño. La hermosa impasible tiene frío. Se conoce en el modo con que ata las bridas de su sombrero y en el cuidado con que oculta su garganta. Junto a ella, pero en tierra y puesto adrede para sostenerla en caso de una caída, está su acompañante, rígido y gallardo, con los brazos cruzados sobre el pecho. Se ve la tela de su traje oscuro y el tejido de su corbata. Siente uno tentaciones de pasar la mano por la seda del sombrero, para ver si se eriza. En torno, y distribuidos con grande arte, vense muchos grupos de espectadores. Unos siguen con fiebre los incidentes de la carrera; otros entablan conversaciones amorosas; pero dominando a todos, de pie en la silla de paja, con la misma altivez de una estatua en el marmóreo pedestal, destácase la dama rubia y pálida, impasible, severa y desdeñosa. Sus ojos no se apartan de la pista. Yo creo que con un poco de atención se vería la carrera reflejada en sus pupilas.

En otro pastel de De Nittis, la escena representa un grupo en torno del brasero. El cielo tiene un gris mate, como si en lo alto se estuviera formando la nieve que ha de caer en el invierno. A lo lejos se distingue la pista y el hormiguear confuso de los circunstantes. Un grupo de privilegiados se reúne en torno del brasero, que es un cono de hierro como de metro y medio, en cuyo centro arden carbones crepitantes: las llamas rojas salen por los intersticios de la reja, como lenguas de ratones diabólicos que intentan escaparse del infierno. Alrededor de esa poêle hay figuras deliciosas, cuyos contornos nadan en la luz. Nadie piensa en los caballos ni atiende a las carreras. Todos descansan indolentemente, extendiendo sus piernas para calentarse al amor de la lumbre. De un personaje sólo se ve el pie, bien calzado, cuya planta lamen casi las rojizas lengüetas del brasero. Allí está el ruso Turguenev, un parisiense del Newskia, arropado en los anchos pliegues de su hopalanda, sobre la que nievan los blanquísimos copos de su barba. Junto a él, una mujer, de blancura hiperbórea, le mira sonriendo y enseñando sus dientes esmaltados. Sobre una silla descansa y se calienta un perro lanudo, de éstos que la implacable moda tusa a medias, dejando a descubierto su finísimo cutis color de rosa subido y la extremidad de sus piernas raquíticas. Mas la figura singularmente bella en este cuadro es la de una mujer alta y esbelta, que, apoyándose en el respaldo de una silla y conservando el equilibrio en sólo un pie, tiende su breve planta hacia la llama.

Viste un traje de terciopelo guinda oscuro y lleva un sombrero del mismo color, con adornos azules listados de negro y detenidos por una airosa pluma blanca. Tuerce el cuerpo hacia atrás, y, al acercar la planta al fuego, su enagua levantada dibuja las morbideces de la pierna. El ala ancha y caída de su sombrero le cubre una gran parte de la cara; pero puede mirarse la extremidad de la nariz correcta, cuyas ventanillas color de rosa se estremecen, como si olfatearan besos, y el corte de la barba cuya línea ondulante se desvanece en la garganta. Por sobre la nuca y escapando a la tiranía del sombrero cae una doble trenza rubia. Yo viviría bajo esa trenza.

En el aire revolotean, moviendo sus élitros sonoros, los ¡Híp! ¡Hip! de los jockeys y el ¡Hurra! de los apostadores gananciosos.

Un De Nittis viajero podría encontrar, en las tribunas del hipódromo, bonito asunto para nuevos cuadros. Aquí, sin embargo, los grupos no se distribuyen de modo tan pintoresco y tan artístico. Parece que están sujetos todos al despotismo de la inflexible línea recta. Las señoras se alinean en las tribunas y los hombres hacen abajo su cuarto de centinela. Nosotros no tenemos tampoco esas fanáticas del caballo que hay en Londres y en París. La más famosa en Francia es la Condesa de ***, apellidada por los periodistas Madame Bob. Nadie podría decir que ha sido su amante, y, sin embargo, el mundo no la juzga honrada. Posee eso que Baudelaire apellidaba, con extraordinaria precisión, " la gracia infantil de los monos". Es delgada, y cuando abrocha su casaca estrecha sobre el pecho aplanado, más bien se creería ver a un estudiante en vacaciones o a un jockey en traje de paseo.

Mme. Bob no se jacta de sus títulos, pero sí se vanagloria de sus caballos, que descienden de «Gladiator» y «Lady Tempest». Y cuentan que cuando vuelve de algún baile, escotada, con los ebúmeos brazos descubiertos y abrochados los catorce botones de sus guantes, entra en las caballerizas, alumbradas por el gas, y allí dilata su nariz para sentir el acre olor de las repletas pesebreras y despierta los caballos, y les rodea el cuello con los brazos y los besa; y monta como una amazona y se deja caer entre las piernas de su yegua favorita; y roza con su codo lustroso la madera de los bojes y hunde sus zapatillas de raso blanco en el estiércol, y permite que el casco de sus caballos retozones le rasgue la crujiente seda del vestido, y que sus gruesas bocas frías le mojen la garganta y el cabello. Luego sube a su tocador, que huele a azaleas y violetas, y se lava allí, no en las palanganas de finísimo cristal, ni en las ánforas de plata maciza llenas de cinceladas y arabescos, sino en el burdo cubo de madera en donde empapa una grosera esponja, prefiriendo a alguna de Santa María del Novella y al mismo Chipre, cuyo olor no puede definirse, el agua clara tomada en la mañana de la fuente, y con la que salpica, al zambullir sus rizos negros, los muros tapizados de acuarelas japonesas.

¡El caballo! Yo comprendo las pasiones que inspira, aun cuando sean como la salvaje pasión de Mme, Bob. Las mujeres le aman, más aún que nosotros.


Allons, mon intrépide,
Ta cavale rapide
Frappe du pied le sol,
Et ton buffon balance,
Comme un soldat sa lance
Son joyeux parasol!


¿Te acuerdas? Ya hace mucho tiempo de esto: fue cuando me amabas. El aire estaba fresco como si dentro de cada gota de luz fuese una gota de agua. Acabábamos de tomar en sendos tarros –tú no quisiste que bebiera en el tuyo– la espumosa leche que delante de nosotros ordeñaron. ¡Cómo reímos en esa azul mañana y cómo recuerdo los bigotes blancos que dibujó la leche en tu boquita! Íbamos a partir. Tu caballo relinchaba impaciente, y tu mamá, al verle brioso, te suplicaba que no hicieras locuras. ¿Te acuerdas? No podías subir, y yo, para ayudarte, te tomé en mis brazos. No he podido olvidarlo. ¡Qué cerca estuvimos en ese instante y qué lejos estamos hoy! Después arreglé los pliegues largos de tu amazona y estreché entre mis manos tu delicado botincito. Tú, ruborizada, espoleaste tu caballo y corriste, riendo, por el llano. Te alcancé. Galopamos mucho, mucho, hacia el lugar por donde sale el sol. Parecía que corríamos a un incendio. Los demás se habían quedado atrás, y tú, medrosa, quisiste que los aguardáramos a la sombra de un árbol. Allí nos detuvimos. Yo pensaba en el breve botín que ocultaba tu amazona y en tu corazoncito que había sentido junto al mío. Y hablamos, y tu caballo color de oro se fue acercando al mío, como si fuera a contarle algún secreto, y, de repente, mi boca trémula besó los delicados bucles rubios que se erizaban en tu cuello.

¡Cómo ha corrido el tiempo! Cuando tengas hijas, ¡no dejes que ninguno las ayude a sentarse en el albardón de su caballo!


Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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