Juan el Organista

Manuel Gutiérrez Nájera


Cuento



I

El valle de la Rambla, desconocido para muchos geógrafos que no saben de la misa la media, es sin disputa uno de los más fértiles, extensos y risueños en que se puede recrear, esparciéndose y dilatándose, el espíritu. No está muy cerca ni muy lejos: tras esos montones que empinan su cresta azul en lontananza, no distante de los volcanes, cuyas perpetuas nieves muerde el sol al romperlas; allí está. En tiempos tampoco remotos, por ese valle transitaban diariamente diligencias y coches de colleras, carros, caballerías, r e cuas, arrieros y humildes indios sucios y descalzos. Hoy el ferrocarril, dando cauce distinto al tráfico de mercancías y á la corriente de viajeros, tiene aislado y como sumido el fértil valle. Las poblaciones, antes visitadas por viajantes de todo género y pelaje, están alicaídas, pobretonas, pero aún con humillos y altiveza, como los ricos que vienen á menos. Restos del anterior encumbramiento, quedan apenas en las mudas calles caserones viejísimos y deslabazados, cuyos patios, caballerizas, corrales y demás amplias dependencias indican á las claras que sirvieron en un tiempo de paraderos ó mesones.

En los años que corren, el valle de la Rambla no sufre más traqueteo que el de la labranza. Varias haciendas se disputan su posesión: una tira de allá, otra de acullá; ésta se abriga y acurruca al pie del monte, aquélla baja al río en graciosa curva, y todas, desde la cortesana y presuntuosa, que llega á las puertas de la población y quiere entrar, hasta la huraña y eremita que esala el monte con sus casas pardas, buscando la espesura de los cedros, ya en espigas enhiestas, a en maizales tupidos y ondulantes, en cría rosusta ó en maderas ricas, paga tributo opimo;ada año. Nada más fértil ni más alegre que ese ralle, ora visto cuando comienza á clarear, ora jn la siesta ó en el solemne instante del crepúsculo. La nieve de los volcanes, como el agua leí mar, cambia de tintes según el punto donde;stá el sol; ya aparece color de rosa, ya con blanura hiperbórea y deslumbrante, ya violada. Mumas veces las nubes, como el cortinaje cadente le un gran tálamo, impiden ver á la mujer blanca y á la montaña que humea. Es necesario que a luz, sirviendo de obediente camarera, deseorra el pabellón de húmeda gasa para que veamos á los dos colosos. "La mujer blanca" se ruboriza entonces como recién casada á quien algún importuno sorprende en el lecho. Diríase que con la mórbida rodilla levanta las sábanas y las colchas. No así en las postrimerías de la tarde: la mujer blanca parece á tales horas una estatua yacente:


Cansado del combate
En que luchando vivo,
Alguna vez recuerdo con envidia
Aquel rincón obscuro y escondido.

De aquella muda y pálida
Mujer, me acuerdo y digo:
¡Oh, qué amor tan callado el de la muerte!
¡Qué sueño el del sepulcro tan tranquilo!


Los sembrados ostentan todos los matices del verde, formando en las graduaciones del color, por el contraste con el rubio de las mieses, por los trazos y recortes del maizal, como un tablero de colosales dimensiones y sencillez pintoresca. Los árboles no atajan la mirada; huyen del valle y se repliegan á los montes. Son los viejos y penitentes ermitaños que se alejan del mundo. Lo que á trechos se mira son las casas de una sola puerta, en donde viven los peones; los graneros con sus oblongas claraboyas, el agua quieta de las presas, los antiguos portones de cada hacienda y las torres de iglesias y capillas. Cada pueblo, por insignificante y pobre que sea, tiene su templo. No encontraréis, sin duda, en esas fábricas piadosas los primores del arte: los campanarios son chicorrotin es, regordetes; cada templo parece estar diciendo á los indígenas: " Yo también estoy descalzo y desnudo como vosotros." Pero, en cambio, nada es tan alegre como el clamoreo de esas esquilas en las mañanas de los domingos ó en la víspera de alguna fiesta. Allí las campanas suenan de otro modo que en la ciudad: tocan á gloria.

La parte animada del paisaje puede pintarse en muy pocos rasgos. ¿Veis aquel rebaño pasteando; aquellos bueyes que tiran del arado; á ese peón que, sentado en el suelo, toma sus tortillas con chile, ínterin la mujer apura el jarro del pulque; al niño casi en cueros que travesea á la puerta de su casucha; á la mujer de ubres flojas, inclinada sobre el metate, y al amo, cubierto por las anchas alas de un sombrero de palma, recorriendo á caballo las sementeras? Pues son las únicas figuras del paisaje. En las primeras horas de la mañana y las últimas de la tarde aparecen también con sombreros de jipi y largos trajes de amazonas, en caballos de mejor traza, enjaezados con más coquetería, las "niñas" de la hacienda. También cuando obscurece podéis ver al capellán, que lleva siempre el devoto libro en una mano y el paraguas abierto en la otra para librarse, ya del sol, ya de la lluvia ó del relente.

Y con estas figuras, los carros cargados de mieses, el polvo de oro que circunda las eras como una mística aureola, los mastines vigilantes, el bramido de los toros, el balar de las ovejas, el relincho de los caballos y el monótono canto con que acompañan los peones su faena, podéis formar en la imaginación el cuadro que no atino á describir. Ante todo, tended sobre el valle un cielo muy azul y transparente, un cielo en que no se vea á Dios sino á la Virgen: un cielo cuyas nubes, cuando las tenga, parezcan hechas con plumitas de paloma que el viento haya ido hurtando poco á poco; un cielo que se parezca á los ojos de mi primera novia y á los pétalos tersos de los " n o me olvides".

II

Á una de las haciendas de aquel valle llegó al obscurecer de cierto día Juan el organista. Tendría treinta años y era de regular figura, ojos expresivos, traje limpio, aunque pobre, y finos modales. Poco sé de su historia: me refieren que nació en buena cuna y que su padre desempeñó algunos empleos de consideración en los tiempos del presidente Herrera. Juan no alcanzó más que las últimas boqueadas de la fortuna paterna, consumida en negocios infelices. Sin embargo, con sacrificios ó sin ellos, le dieron sus padres excelente educación. Juan sabía tocar el piano y el órgano; pintaba medianamente; conocía la Gramática, las Matemáticas, la Geografía, la Historia, algo de Ciencias naturales y dos idiomas: el francés y el latín. Con estos saberes y esas habilidades pudo ganar su vida como profesor y ayudar á la subsistencia de sus padres. Estos murieron en el mismo mes, precisamente cuando el sitio de México. Juan, que era buen hijo, les lloró, y viéndose tan solo y sin parientes, entregado á solicitudes mercenarias, hizo el firme propósito de casarse, en un momento, en hallando una mujer buena, hacendosa, pobre como él y que le agradara. No tardó en hallar esta presea. Tal vez la muchacha en quien se había fijado no reunía todas las condiciones y atributos expresados arriba; mas los pobres, en materia de amor, son fáciles de contentar, especialmente si tienen ciertas aficiones poéticas y han leído novelas. Al amor que sienten se une la gratitud que les inspira la mujer suficiente desprendida de las vanidades y pompas mundanas, para decirles: " T e quiero". Creen haber puesto una pica en Flandes, se admiran de su bueua suerte, magnifican á Dios que les depara tanta dicha, y cierran los ojos con que habían de examinar los defectos de la novia, para no ver más que las virtudes y excelencias. Los pobres reciben todo como limosna: hasta el cariño.

Juan puso los ojos en una muchacha bastante guapa y avisada, pobre de condición, pero bien admitida, por los antecedentes de su familia, en las mejores casas. Era hija de un coronel que casó con una mujer rica y tiró la fortuna de ésta en pocos años. La viuda se quedó hasta sin viudedad, porque el coronel sirvió al Imperio. Mas como sus hermanas, hermanos y parientes, vivían en buena posición, no le faltó nunca lo suficiente para pagar el alquiler de la casa (veinticinco pesos), la comida (cincuenta), ni los demás pequeños gastos de absoluta é imprescindible necesidad. Para vestir bien á las niñas, como á personas de la clase que eran, tuvo sus apurillos al principio pero ellas luego que entraron en edad, supieron darse mañas para convertir el vestido viejo de una prima en traje de última moda y hacer los metamorfoseos más prodigiosos con todo género de telas y de cintas. Además eran lindas y discretas; se ganaban la voluntad de sus parientes» regalándoles golosinas y chucherías hechas por ellas; de manera que jamás carecieron de las prendas que realza la hermosura de las damas, y no sólo vestían con decoro y buen gusto, sino con cierto lujo y elegancia. Cada día del santo de alguna, ó al acercarse las solemnidades clásicas, como Semana Santa y Muertos, recibían ya vestidos, ya sombreros, ya una caja de guantes ó un estuche de perfumes. Llegó vez en que ya no les fué necesario recurrir á los volteos, arreglos ó remiendos en que tanto excedían, y aún regalaron á otras muchachas, más pobres que ellas, los desperdicios de su guardarropa. Las otras ricas las mimaban muchísimo y solían llevarlas á los paseos y á los teatros.

Rosa fué la que se casó con Juan. Las otras tres, por más ambiciosas ó menos afortunadas, continuaron solteras. No faltó quien sabiendo el matrimonio, hiciera tristes vaticinios. "Juan—decían—gana la subsistencia trabajando, hoy reúne ciento cincuenta pesos cada mes; pero, ¿qué son éstos para las aspiraciones de Rosa, acostumbrada á la holgura y lujo con que viven sus parientes y amigas?" Y con efecto: era hasta raro y sorprendente que Rosa hubiera correspondido al pobre mozo. El caso es que, fuese por el deseo de casarse, ó porque verdaderamente tomó cariño á Juan, Rosa aceptó la condición mediocre, tirando á mala, que el pretendiente le ofrecía, y se casó.

El primer año fueron bastante felices; verdad es que tuvieron sus discusiones y disgustos; que Rosa suspiraba al oir el ruido de los de los carruajes que se encaminaban al paseo: que no iba al teatro porque su marido no quería que fuese á palco ajeno; pero con mutuas decepciones y deseos sofocados, haciendo esfuerzos inauditos para sacar lustre á los ciento cincuenta pesos del marido, pasaron los primeros nueve meses.

Coincidió con el nacimiento de la niña que Dios les envió, el malestar y desbarajuste del Erario en los últimos días de Lerdo. Faltaron las quincenas, fué preciso apelar á los amigos, á los agiotistas, al empeño, y Rosa, en tan críticas circunstancias, s e confesó que había hecho un soberano disparate en casarse con pobre, cuando pudo, como otra amiga suya, atrapar un marido millonario. Las tormentas conyugales fueron entonces de lo más terrible. Las gracias y bellezas de la niña no halagaban á Rosa, que deseaba ser madre, pero de hijas bien vestidas. No pudiendo lucir á la desgraciada criatura, la culpaba del duro encierro en que vivía para cuidarla y atenderla.

Poco á poco fué siendo menos asidua y solícita con su hija; abandonó tal cuidado al marido, y despechada, sin paciencia para esperar tiempos mejores, ni resignación para avenirse con la pobreza, sólo hallaba fugaz esparcimiento en la lectura de novelas y en la conversación con sus amigas y sus primas.

Los parientes benévolos de antaño pudieron haberla auxiliado en sus penurias; pero Juan decía: "Mientras encuentre yo lo necesario para comer, no recibiré limosna de ninguno." Así es que cuando Rosa recibía algún dinero, era sin que Juan se enterase de la dádiva. Mas ¿cómo emplear aquellos cuantos pesos en vestidos y gorras, si Juan estaba al tanto de los exiguos fondos que tenía? Algunas compras pasaron como obsequios y regalos; pero aun bajo esta forma repugnaban á Juan. "No quiero—solía decir á su mujer—que te vistas de ajeno. Yo quisiera tenerte tan lujosa como una reina; pero ya que no puedo, confórmate con andar decente y limpia, cual cuadra á la mujer de un triste empleado." Rosa decía para sus adentros. "Tan pobre y tan orgulloso: ¡como todos!..." Esta misma altivez y el despego á propósito extremado con que trataba Juan á los parientes ricos de su esposa, le concitaron malas voluntades entre ellos. No pasaba día sin que por tierna compasión dijeran á Rosa:—¡Qué mal hiciste en casarte! ¡Mejor estabas en tu casa! Sobre todo, con ese talle, con esos pies, con esa cara, pudiste lograr mejor marido. No por que el tuyo sea malo; ¡nada de eso!, pero hija, ¡es tan infeliz! Y poco á poco estas palabras compasivas, el desnivel entre lo soñado y lo real, la continua contemplación de la opulencia ajena y las lecturas romanescas á que con tanto ahinco se entregaba, produjeron en Rosa un disgusto profundo de la vida y hasta cierto rencor ó antipatía al misérrimo Juan, responsable y autor de su desdicha. Rosa procuraba pasar fuera de la casa las más horas posibles, vivir la vida fastuosa y prestada á que la acostumbraron desde niña, hablar de bailes y de escándalos y hasta—¿por qué no?—escuchar sin malicia los galanteos de algún cortejo aristocrático. Al cabo de seis meses transcurridos de esta suerte, sucedió lo que había de suceder: que Rosa dio un mal paso con su primo.

Juan no cayó del séptimo cielo como Luzbel. Conservaba aún los rescoldos de la amorosa hoguera que antes le inflamó; pero no estimaba ni podía estimar á Rosa. La había creído frivola, disipada, presuntuosa y vana; pero nunca perversa y criminal. Y Rosa—hagámosle justicia plena—no delinquió por hacer daño ni por gozar el adulterio, sino por vanidad y aturdimiento. Juan, tranquilo en su cólera, abandonó el hogar profanado y salió con su hija de la ciudad. ¿Á qué vengarse? El tiempo, y sólo el tiempo, ese justiciero inexorable, venga los delitos de leso corazón.

Huía de México, como se huye de las ciudades apestadas. No quería sufrir las risas de unos y las conmiseraciones de otros. Sobre todo quería educar á su hija, que contaba á la sazón dos años, lejos de la formidable tentación. La vanidad es una lepra contagiosa—decía para sí—, (tal vez hereditaria! Quiero que mi hija crezca en la atmósfera pura de los campos: las aves 1 enseñarán á ser buena madre. En los primeros días de ausencia, la niña despertaba diciendo con débil voz:

—¡Mamá! ¡Mamá!

¡Cómo sufría al oiría el pobre Juan! Iba á abrazarla en su camita, y mojando con lágrimas los rubios rizos y la tez sonrosada de la niña, le decía sollozando:—¡Pobrecita! ¡Somos huérfanos!

Al año de esto, murió la madre de Rosita; Juan vivió con muchísimo trabajo, sirviendo de profesor en varios pueblos y ayudándose con la pintura y la música. Diez meses antes del principio de esta historia fué á radicarse en San Antonio, población principal del valle descripto en el capítulo anterior. Allá educaba á algunos chicos, pintaba imágenes piadosas que solía vender para las capillas de las haciendas y tocaba el órgano los domingos y fiestas de guardar.

Esto último le valió el sobrenombre de "Don Juan el organista." Todos le querían por su mansedumbre, buen trato y fama de hombre docto. Mas lo que particularmente le hacía simpático era el cariño inmenso que tenía á su hija.

Aquel hombre era padre y madre en una pieza. ¡Con qué minuciosa solicitud cuidaba y atendía á la pequeñuela! Era de ver cuando la alistaba y la vestía, con el primor que sólo tienen las mujeres; cuando le rezaba las oraciones de la noche y se estaba á la cabecera de la cama hasta que la chiquilla se dormía!

Rosita ganaba mucho en hermosura. Cuando cumplió cinco años—época en que principia esta historia—era vivo retrato de la madre. Las vecinas se disputaban á la niña y la obsequiaban á menudo con vestidos nuevos y juguetes. Por modo que Rosita andaba siempre como una muñeca de porcelana. Y á la verdad que era muy cuca, muy discreta, muy linda y muy graciosa, para comérsela á besos!

Veamos ahora lo que don Juan el organista fué á buscar en la vecina hacienda de la Cruz.

III

—Adelante, amigo donjuán, pase usted—.Juan se quitó el sombrero respetuosamente y entró al despacho de la hacienda. Era una pieza bastante amplia, con ventanas al campo y á un corral. Consistía su mueblaje en una mesa grande y tosca, colocada en el fondo, precisamente debajo de la estampa de Nuestra Señora de Guadalupe. La carpeta de la mesa era de color verde, tirando á tápalo de viuda; pendiente de una de sus puntas campaneábase rueco trapo negro, puesto allí para limpiar las plumas; y encima, colocados con mucho orden, alzábanse los libros de cuentas, presididos por el clásico tintero de cobre que aún usan los notarios de parroquia. Unas cuantas sillas con asiento de tule completaban el mueblaj e, y ya tendidos ó apoyados en ellas, ya arrinconados ó subidos á los pretiles de las ventanas, había también vaquerillos, estribos, chaparreras, sillas de montar, espadas mohosas, acicates y carabinas. De todo aquello se escapaba un olor peculiarísimo á crines de caballo y cuero viejo.

Don Pedro Anzúrez, dueño de la hacienda, escribía en un gran libro y con pluma de ave, porque jamás había podido avenirse con las modernas. Desde el sitio en que, de pie, aguardaba Juan, podía verse la letra ancha y redonda de don Pedro; pero Juan no atendía á los trazos y rasgos de la pluma; con el fieltro en la mano, esperaba á que le invitasen á sentarse.

—Descanse usted y no ande con cumplidos—dijo don Pedro, interrumpiendo la escritura.

continuó tan serio y gravedoso como antes, añadiendo renglones á renglones y deteniéndose de cuando en cuando, para hacer en voz baja algunas sumas. Cerró luego el librajo, forrado de cuero, puso la pluma en la copula llena de municiones, y volviéndose á Juan, le dijo así:

—Amigo mío, aproxime la silla y hablemos... ¡Eso esl ¿N o quiere usted un cigarrillo?

—Gracias, señor don Pedro, yo no fumo.

—El señor cura habrá informado á usted someramente de lo que yo pretendo.

—Con efecto; el padre me dijo anoche que tenía usted el propósito de emplearme en su casa como preceptor de los niños.

—Eso es. Usted habrá observado que yo le tengo particular estimación, no sólo por el saber que todos, sin excepción, le conceden, sino por las virtudes cristianas, tan raras en los jóvenes de hoy día, y que le hacen simpático á mis ojos. Ust ed es laborioso, humilde, fiel observante de la ley de Dios, honrando á carta cabal y padre cariñoso como pocos. Vamos. ¡Me gusta usted! Desde que trabamos amistad, con motivo de la fiesta del Carmen, cuando usted tocó el órgano en mi capilla, he comprendido que está usted fuera de su centro, y que hombre de educación tan esmerada merece mejor suerte y el auxilio de todos los que piensan como yo. Con que, ¿no tiene usted reparo en admitir lo que le propongo? ¿Acepta usted?

—Con el alma y la vida, señor don Pedro.

—Pues vamos ahora á tratar del asunto mercantilmente. Usted tendrá casa, comida y cincuenta pesos al mes. Por supuesto, vendrá usted con su hija. Mi esposa y mis dos hijas mayores quieren mucho á la niña, y tratarán á usted como á persona de la familia. Los deberes del preceptor son los siguientes: enseñar á mis dos chicos la aritmética, un poco de gramática, el francés y la teneduría de libros. ¿Convenidos?

—Señor don Pedro, usted me colma de favores. Á duras penas logro conseguir en el pueblo la suma que usted me ofrece, y de ella salen el alquiler de la casa, el peso diario del gasto y el alumbrado, ¿cómo, pues, no admitir con regocijo lo que usted me propone?

—Pues doblemos la hoja. La habitación de usted será la que ya conoce... junto á la pieza del administrador. No es muy grande: consta de dos cuartos bastante amplios y bien ventilados. Además usted tiene como suya toda la casa. Más que como empleado, como amigo. Conque, ¿cuándo puede usted instalarse?

—Mañana mismo, si usted quiere.

—No, mañana es domingo, y no está bien que se trabaje en la mudanza. Será el lunes.

Don Pedro se levantó de su sillón. Juan, confundido, se despidió, y así acabó, con regocijo de ambos, la entrevista.

IV

No pintaré la vida que llevaba Juan en la hacienda de la Cruz. Trabajaba de nueve á doce con los niños, comía con la familia, y en las tardes se iba de paseo ó á leer en el banco del jardín. Poco á poco le fueron tomando cariño todos los de la casa; mas sin que tales muestras de afecto le envalentonaran ni le sacasen de quicio, como suele pasar á los que por soberbia creen merecerlo todo. Juan consideraba que era un pobre empleado de don Pedro, y que, como tal, debía tratarle con respeto, lo mismo que á los demás de la familia. Y á la verdad que ni con linterna se hallarían personas más sencillas ni más buenas que la esposa y las hijas de don Pedro. Ni una brizna de orgullo había en aquellas almas, de incomparable mansedumbre. Juana, la hija mayor, era un poquito cascarrabias. También era la que llevaba el peso de la casa y tenía que tratar con los criados. Pero sus impaciencias y corajes eran siempre tan momentáneos como el relámpago. Enriqueta tenía mayor dulzura de carácter. Y en cuanto á la señora, caritativa, franca, inteligente, merecía ser tan feliz como lo era.

Juan agradecía á don Pedro y su familia más que la distinción con que le trataban, el cariño que habían manifestado á Rosita,

Enriqueta particularmente era la más tierna con la niña. Parecía una madre; pero una madre doblemente augusta: madre y virgen. Muchas veces, Juan intentó poner prudentemente coto á tales mimos, temeroso, tal vez con fundamento, de que la niña se mal acostumbrase y ensoberbeciera. Mas ¿qué padre no ve con alborozo la dicha de su hija? Lo que pasó fué que, gradualmente, aquellas solicitudes de Enriqueta, aquel tierno cuidado, despertaron en Juan un blando amor, escondido primero bajo el disfraz de la gratitud, pero después tan grande, tan profundo y tan violento, como oculto, callado y reprimido. El trato continuo, el diario roce de aquellas almas buenas y amorosas, daban pábulo á la pasión intensa del desgraciado preceptor. Pero Juan conocía perfectamente lo irrealizable que era su ideal. Estaba allí en humilde, condición, acogido, es verdad, con mucho aprecio; mas distante de la mujer á quien amaba, como lo están los lagos de los soles. ¿Sabía, acaso, cuáles eran los propósitos de sus padres? Habíanla instruido y educado con esmero, no para compañera de un pobre hombre que nada podría darla, fuera del amor, sino para mujer de un hombre colocado en digna y superior categoría. Si la hablara de amor, sería como el hombre á quien hospedan por bondad en una casa, y aprovechando la ocasión más favorable, s e roba alguna joya. No; Juan no lo haría seguramente. Corresponder de tal manera á los favores que don Pedro le había hecho hubiera sido falta de nobleza. Mil veces, sin embargo, el amor, que es gran sofista, le decía en voz muy baja: "¿Por qué no?"

V

Bien comprendía Juan la imposibilidad de que su amor permaneciera oculto mucho tiempo; pero medroso y convencido de su propia desgracia, alejaba adrede el día de la inevitable confesión. Á solas, en la obscuridad de su alcoba, ó en el silencio del jardín, imaginaba fácil y hacedero lo que después le parecía imposible. Mas como siempre nos inclinamos á creer aquello que nos agrada, poco á poco la idea de que sus sueños no eran de todo punto irrealizables, como al principio sospechó, fué ganando terreno en su entendimiento. Parecían favorecer esta transformación moral, las continuas solicitudes de Enriqueta, cada vez más tierna y bondadosa con Rosita y más amable con el pobre Juan. Este interpretaba tales muestras de cariño como prendas de amor, y hasta llegó á creer—¡tan fácil es dar oído á la presuntuosa vanidad!—que Enriqueta le amaba y que tarde ó temprano realizaría sus ilusiones. ¿Con qué contaba Juan para subir á ese cielo entrevisto en sus alucinaciones y sus éxtasis? Con el gran cómplice de los enamorados y soñadores: con lo inesperado.

Lo peor para Juan era el trato íntimo que tenia con Enriqueta. Vivía en su atmósfera y sentía su amor sin poseerlo, corno se embriagan los bodeguederos con el olor del vino que no beben. Cada día Juan encontraba un nuevo encanto en la mujer amada. Era como si asistiese al tocador de su alma y viera caer uno á uno todos los velos que la cubrieran. Además nada hay tan invenciblemente seductor como una mujer hermosa en el abandono de la vida íntima. Juan miraba á Enriqueta cuando salía de la alcoba, con las mejillas calientes aún por el largo contacto de la almohada. Y la veía también con el cabello suelto ó recostada en las rodillas de la madre. Y cada actitud, cada movimiento, cada ademán, le descubrían nuevas bellezas. E igual era el crecimiento de su admiración en cuento atañe á la hermosura moral de Enriqueta. Todas esas virtudes que buscan la obscuridad para brillar y que nunca adivinan los profanos; todos esos atractivos irresistibles que la mujer oculta, avara, á los extraños, y de que sólo goza la familia, aumentaban la estimación de Juan y su cariño. Tenían además aquellas dos vidas un punto de coincidencia: Rosita. Enriqueta prodigaba á la niña todas las ternezas y cuidados de una madre joven; de una madre que fuera á la vez como la hermana mayor de su hija. Cierta vez la niña enfermó. Fué necesario llamar á un doctor de México, cuyo viaje fué costeado por don Pedro. Enriqueta no abandonó un solo momento á la enfermita.

La veló varias noches, y al ver á Juan desfallecido de dolor, le decía, cariñosa:

—No desespere usted. La salvaremos. Ya le he rogado á nuestra Madre de la Luz que nos la deje. Venga usted á rezar conmigo la novena.

La niña sanó; pero el mísero Juan había empeorado. Precisamente el día en que el médico la dio de alta, Juan fué al comedor de la hacienda. Habían servido ya la sopa cuando don Pedro dijo en alta voz:

—Hoy es un día doblemente fausto. Rosita entra en plena convalecencia y llega Carlos á la hacienda.

Luego, inclinándose al oído de Juan, agregó:

—Amigo mío, para usted no tenemos secretos, porque es ya de la familia: Carlos es el novio de Enriqueta.

VI

Cómo, Enriqueta tenía novio! He aquí que lo inesperado, ese gran cómplice en quien Juan confiaba, se volvía en contra suya. ¡Y cuándo!... Cuando después de aquella enfermedad de la niña, durante la cual Enriqueta había dividido con él las zozobras y los cuidados, era más viva y más intensa su pasión.

Juan creyó morirse de congoja, y al volver á su pieza y ver á su hija que le tendía los escuálidos bracitos, exclamó, como en aquellos instantes supremos que siguieron al abandono de su esposa: "¡Ay, pobre hija, ya no tienes madre!" Con efecto, ¿no era Enriqueta la madre de Rosita? Pues también le iba á dejar huérfana, como la otra, á irse con un hombre á quien Juan no conocía aún, pero que odiaba. ¿Quién era aquel Carlos? Probablemente un rico... los pobres ponen siempre en defecto á los que odian. ¡Buen mozo! Juan no lo era, y comprendía instintivamente que el triunfo de su rival era debido á las cualidades de que él carecía. Inteligente...—No, inteligente no—murmuró Juan.

Poco á poco, la luz se fué haciendo en el cerebro del desgraciado preceptor. Y comenzó á explicarse claramente cuantos ademanes, acciones y palabras de Enriqueta interpretó favorablemente á su pasión. Era aquello un deshielo de ilusiones. El sol calentaba con sus rayos la estatua de nieve, y la figura deshacíase. Juan decía para sí:

"¡Qué necio fui! Yo tenía un tesoro de miradas, sonrisas y palabras; esto es, diamantes, perlas y oro. Y ahora un extranjero viene á mí, se acerca y me dice con tono imperioso:—Devuélveme cuanto posees. Nada de eso es tuyo. Todo es mío. ¿Recuerdas el rubor que tiñó su rostro cuando, delante de ti, le preguntaron si amaba á alguien? Tú imaginaste que ese rubor era la sombra de tu alma, y no era más que el calor de la mía. Una tarde la hallaste sola en el jardín y echó á correr para que no la vieras.—Me huye porque sabe mi cariño—dijiste para tus adentros—.¡Pobre loco! Te esquivaba para ocultar la carta que yo le escribí y que ella leerá con los labios. Y esas miradas húmedas de amor que clavaba en tu rostro algunas noches iban dirigidas á mí. Hasta al acariciar la cabecita de tu hija pensaba en los niños que tendríamos, y, por lo tanto, en mí también. Cuantos recuerdos tienes son robados. Devuélveme tus joyas una á una."

Y cada vez se iba quedando más pobre y más desnudo. Hasta que al fin sus piernas flaquearon y cayó desfallecido en el suelo.

Juan no murió de pena porque la muerte no se apiada nunca de los infelices. En la noche de aquel terrible día llegó Carlos á la hacienda; Juan no quiso bajar al comedor, pero desde su pieza, sentado á la cabecera de la cama en donde dormía su hija convaleciente, escuchaba el ruido de los platos y las alegres risas de los comensales. ¿Cómo sería Carlos? La curiosidad impulsaba á Juan á salir callandito é ir á espiar por el agujero de la llave. Pero la repugnancia que el novio de Enriqueta le inspiraba y el caimiento de su ánimo, le detuvieron. Á poco rato cesó el ruido, Juan oyó los pasos del recién llegado que atravesaba el patio tarareando una mazurca; la conversación de los criados que limpiaban la vajilla en la cocina, y luego... pisadas de mujer que se acercaban. Entonces recordó. Enriqueta tenía costumbre de ir todas las noches y antes de acostarse á ver á su enfermita y curarla bien. ¡Iba á entrar á la alcoba! Juan no tuvo tiempo más que para ocultar la cabeza entre sus brazos, tendido en la cama, y fingir que dormía. ¿Para qué verla? Sobre todo el llanto puede sofocarse mientras no se habla; pero las palabras abren, al salir, la cárcel de las lágrimas, y éstas se escapan.

Enriqueta entró de puntillas, y viendo á Juan con extrañeza, titubeó algunos momentos antes de acercarse á la cama. Por fin se aproximó. Con mucho tiento y procurando hacer el menor ruido posible, cubrió bien á la niña con sus colchas. Después se inclinó para besar en las mejillas y en la frente á su enfermita. Juan oyó el ruido de los besos y sintió la punta de las senos de Enriqueta rozando uno de sus-brazos. Tenía los ojos apretadamente cerrados y se mordía los labios. Cuando el ruido de las pisadas de Enriqueta se fué perdiendo poco á poco en el sonoro pasadizo, Juan se soltó á llorar.

VII

¿Para qué referir uno á uno sus padecimientos? Tres meses después de aquella noche horrible, Enriqueta se casaba en la capilla de la hacienda. Y—¡cosa extraña!—Juan, que no había tocado el órgano en mucbo tiempo, iba á tocarlo durante la ceremonia religiosa. La víspera de aquel día solemne, don Pedro dijo al infortunado preceptor:

"Mañana, amigo mío, es día de fiesta para la familia; Carlos es buen muchacho y hará la felicidadde Enriqueta. Á no ser por esta consideración, le aseguro á usted que estaríamos muy tristes... Ya usted lo ve... ¡Enriqueta es la alegría de la casa y se nos va! Pero hay que renunciar al egoísmo y ver por la ventura de los nuestros. Estas separaciones son necesarias en la vida. Yo quiero que la boda sea solemne. Verá usted, amigo mío, verá usted qué canastilla de boda le ha preparado á la muchacha su mamá. Ya pierdo la cabeza y me aturdo con tantos preparativos. Casamos á Enriqueta en la capilla para ahorrarnos los compromisos que habríamos tenido en México; pero fué necesario, sin embargo, invitar á los parientes más cercanos y á los amigos íntimos. Y ya habrá usted notado el barullo de la casa. No hay un rincón vacío. Pero, á todo esto, olvidaba decir á usted lo más urgente. Quiero, amigo don Juan, que mañana nos toque usted el órgano. Ya sé que hace usted maravillas. El órgano de la capilla es malejo; pero he mandado que lo afinen. Conque, ¿puedo confiar en su bondad?

Juan aceptó. Había pensado no pasar el día en la casa: irse con cualquier pretexto al pueblo, al monte, á un lugar en que estuviera solo. Pero fué necesario que apurase el cáliz. ¡Convenido! Iba á tocar el órgano en el matrimonio de su amada. ¡Qué amarga ironía!

Pasó la víspera encerrado en su cuarto. ¡Qué día aquel! Al pasar por una de las salas para ir al escritorio de don Pedro, que le mandó llamar, Juan vio sobre la mesa la canastilla de boda de Enriqueta. Casualmente, la mamá estaba cerca y quiso enseñar á Juan los primores que guardaba aquella delicada cesta de filigrana. Y Juan vio todo: los pañuelos de finísima batista, el collar de perlas, los encajes de Bruselas, las camisas transparentes y bordadas, que parecían tejidas por los ángeles.

Por fin amaneció el día de la boda; Juan, que no había podido pegar los ojos en toda la noche, fué á la capilla, aún obscura y silenciosa. Ayudó á encender los cirios y á arreglar las bancas. Después, concluida la tarea, se subió al coro; Rosita le acompañó. La pobre niña estaba triste. Enriqueta la había olvidado por un novio y por los preparativos de su matrimonio. Además, con esa perspicacia de las niñas que han sufrido, Rosita adivinaba que su padre sufría.

Desde el coro podía mirarse la capilla de un extremo á otro. Poco á poco se fué llenando de invitados. Por la ventana que daba al patio, se veía la doble hilera de los peones de la hacienda, formados en compactos batallones. Á las siete, los novios, acompañados de los padrinos, entraron á la capilla. ¡Qué hermosa estaba Enriqueta! Parecía un ángel vestido de sus propias alas. Se arrodillaron en las gradas del aliar; salió el señor cura de la sacristía, precedido de la dorada cruz y los ciriales, llenó el presbiterio la aromática nube del incienso y comenzó la ceremonia. Juan tocó primero una marcha de triunfo. Habríase dicho que las notas salían de los angostos tubos del órgano, á caballo¿tocando las trompetas y moviendo cadenciosamente las banderas. Era una armonía solemne, casi guerrera, un arco de triunfo hecho con sonidos, bajo el cual pasaban los arrogantes desposados. De cuando en cuando, una melodía tímida y quejumbrosa se deslizaba como un hilo negro en aquella tela de notas áureas. Parecía la voz de un esclavo, uncido al carro del vencedor. En esa melodía fugitiva y doliente se revelaba la aflicción de Juan, semejante á un enorme depósito de agua del que sólo se escapa un tenue chorro. Después las ondas armoniosas se encresparon, como el bíblico lago de Tiberiades. El tema principal saltaba en la superficie temblorosa, como la barca de los pescadores sacudida por el oleaje. Á veces una ola lo cubría y durante breves instantes quedaba sepultado é invisible. Pero luego, venciendo la tormenta, aparecía de nuevo airoso, joven y gallardo, como un guerrero que penetra, espada en mano, por entre los escuadrones enemigos, y sale chorreando sangre, pero vivo.

Aquel extraño acompañamiento era una improvisación; Juan tocaba traduciendo sus dolores; era el único autor de esa armonía semejante á una fuga de espíritus en pena, encarcelados antes en los tubos. Al salir disparadas con violencia por los cañones de metal, las notas se retorcían y se quejaban. En ese instante, el sacerdote de cabello cano unía las manos blancas de los novios.

Después la tempestad se serenó. Cristo apareció de pie sobre las olas del furioso lago, cuyas movibles ondas se aquietaron. Una tristeza inmensa, una melancolía infinita sucedió á la tormenta. Y entonces la melancolía se fué suavizando: era un mar, pero un mar tranquilo, un mar de lágrimas. Sobre esa tersa superficie flotaba el alma dolorida de Juan. El pobre músico pensaba en sus ilusiones muertas, en sus locos sueños, y lloraba muy quedo, como el niño que, temeroso de que lo reprendan, oculta su cabecita en un rincón. En la ternura melódica se unian los sollozos, las canciones monótonas de los esclavos y el tristísimo son del "alabado". Veía con la imaginación á Enriqueta, tal como estaba la primera noche que él pasó en la hacienda, allí, en esa misma capilla, hoy tan resplandeciente y adornada. La veía rezando el rosario, envuelta por un rebozo azul obscuro. Bien se acordaba: cuando todos salieron paso á paso, Enriqueta, que era la última en levantarse, se acercó al cuadro de la Virgen de la Luz, colgado en uno de los muros y tocó con sus labios las sonrosadas plantas de la imagen. ¡Cuánto la había querido el pobre Juan! ¡Se acabó! ¿Á qué vivir? Allí está la lujosa y elegante al lado de su novio, que sonreía de felicidad. Y cada vez la melodía era más triste. En el momento de la elevación, las campanas sonaron y se oyó el gorjear de muchos pájaros asomados en las ojivas. Era el paje á quien obligan á cantar y que, resuelto, tira el laúd, diciendo: "¡Ya no quiero!" Mas á poco la música azotada por la mano colérica del amo, volvió á sonar, más melancólica que antes. Hasta que al fin, cuando la misa concluía, las notas conjuradas y rabiosas estallaron de nuevo, en una inmensa explosión de cólera. Y en medio de esa confusión, en el tumulto de aquel escape de armonías mutiladas y notas heridas, se oyó un grito. El aire continuó vibrando por breves momentos. Parecía un gigante que refunfuñaba, Y luego, el coro quedó silencioso, nudo el órgano, y en vez de melodías ó himnos triunfales se oyeron los sollozos de una niña.

Era Rosita que lloraba sin consuelo, abrazada al cadáver de su padre.


Publicado el 28 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.
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